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“El problema humano básico es la falta de compasión. Mientras este problema subsista,
subsistirán los demás problemas. Si se resuelve, podemos esperar días más felices.” -Dalai
Lama.
En este mundo tan competitivo que hemos creado, la compasión es una cualidad olvidada.
Sí, a veces la sacamos a pasear ante grandes desastres y calamidades, como cuando nos
muestran en televisión imágenes terribles de niños que han sido víctimas de la guerra.
Con frecuencia estas personas amenazantes son simplemente nuestros iguales, a quienes no
dudamos en conceptualizar como nuestros competidores y, a veces, como potenciales fuentes
de dolor en diversos sentidos, ya sean reales o imaginarios.
Así las cosas, cuando nuestros iguales son básicamente enemigos, es normal que la compasión
nos sea un sentimiento ajeno y extraño.
Pero, ¿en qué consiste exactamente la compasión? ¿Cómo se hace para ser compasivo? ¿Qué
caracteriza a una persona compasiva? No basta con sentir pena o piedad, como quien da una
limosna en la calle, sino que debe existir un sentimiento más proactivo y transformador.
¿En qué consiste la compasión?
Voy a relatar un ejercicio que a mí me ayudó mucho a comprender y a sentir lo que significa la
compasión.
Visualizamos al otro en los días en que era un bebé recién nacido. Imaginamos cómo sus padres
lo cogían en brazos por primera vez. Lo vimos crecer, como cualquier persona, como nosotros
mismos, sometido a su ambiente particular y respondiendo a las demandas de su entorno. Lo
vimos desarrollándose hasta llegar a convertirse en la persona que teníamos delante, un
producto de su genética y de sus experiencias vividas.
El secreto de la compasión es saber mirar al prójimo con los ojos con los que lo miraría su
madre. Aceptar sus virtudes y sus defectos sin juzgarlo. En lugar de protegernos ante su
presencia, observarlo tal y como es, aceptarlo en nuestro espacio y compartir sus sentimientos.
Desear que esté bien y que en su vida desaparezcan las dificultades.
Más allá de criticar su conducta, hacer un esfuerzo por comprenderla. Ir tirando del hilo de las
causas que le han llevado a ser como es. Entender sus acciones, pensamientos y
sentimientos como partes de procesos más amplios, más que como estados puntuales que o
nos gustan o nos disgustan. Y desde ahí, desde esa mirada de interés, respeto y
comprensión, sentir el deseo de ayudarle a alcanzar un estado de bienestar.
Pero no para educarnos y para ayudarnos a mejorar como haría una madre, sino como lo haría
un desconocido sin compasión, sin conciencia sobre el proceso de nuestras vidas, con fría
intolerancia e inoportunas exigencias. Esto nos mantiene en un perpetuo estado de autoexamen
que no nos permite estar relajados.
Tenemos al enemigo dentro, un capataz con su látigo dispuesto. Ante esta continua amenaza,
nuestra autoestima se ve afectada. No podemos desarrollar una imagen sana de nosotros
mismos. Por eso es importante practicar la autocompasión.
Se trata de dirigirnos a nuestro yo como haría alguien que nos quiere y que quiere lo mejor para
nosotros. Hablarnos como le hablaríamos al niño que fuimos si pudiéramos viajar al pasado,
sabiendo comprenderle, aceptando sus defectos con buen humor y proponiéndole soluciones
constructivas y a su alcance. Tampoco se trata de autoengañarnos.