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CAPACAÍDA

MAFIAS DE LA REPÚBLICA
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PRIMERA ENTREGA

IN MEDIA RES

Entonces, ¿la gente ya no lee?


“Sí lee”, me corrigió el Elfo, “pero ya no se lee tanto como antes”. “Es posta eso”, lo
respaldó el hermano, “vos fijate que la gente es cada vez más pelotuda, y miran cada vez más
tele y boludean cada vez más por internet”. El Rulo apuró la jarra de Branca Menta nomás para
poder hablar. Se la pasó a Junior y me atacó también, “vieja”, me decía, “a vos que te gustan
tanto los libros, lo tendrías que saber, te tendrías que dar cuenta, ¿con cuánta gente podés
hablar de eso?”, y el hermano, entre tragos cortitos, lo ayudaba. “Reconocé que estás al horno y
perdiste, man. Yo no te digo que estemos para atrás, pero tampoco hay que ser tan boludos de
creer que andamos mejor que nunca”.
Ahí andábamos, Los Pibes (los Mellizos: el Elfo y Locura, y el Rulo, y su hermano Junior,
y yo), hablando giladas en el viejo Bar Bohemio de la República Popular de Capacaída, antes de
salir a cruzarnos con El Chino, para empezar a pagar la deuda que nuestro jefe tenía y por la
cual podía llegar a perder la cabeza. A falta de un buen fernet negro, andábamos tomando un
Branca Menta, que refresca el espíritu, y discutiendo sobre cosas culturosas, que era lo que
hacíamos la mayoría del tiempo cuando no estábamos en la Casa Roja, entrenando. No había
nervios, me acuerdo. Grave error, ciertamente, aunque era la primera vez que lo hacíamos, y por
eso, en vez de nervios, había excitación, que no es lo mismo. Estábamos entusiasmadísimos, no
aguantábamos las ganas de levantarnos y salir de aquel bar de mala muerte, para ir a darnos un
par de tortazos y conseguir la parte de la guita que estaba en manos del tipo ese.
Pero bueno, todavía faltaba un rato para hacerlo; no íbamos a ir demasiado temprano a
la cita, y quedar como unos boludos ansiosos. No, había que ser profesionales, y aguantar. De
ahí la charla que andábamos llevando. Todo empezó porque yo me había mostrado demasiado
optimista, diciendo que el futuro era nuestro y un montón de huevadas más que no vienen al
caso. La cosa es que, apenas me escucharon, Los Pibes se brotaron los cuatro, y me saltaron
encima, diciéndome que no fuera tan ciego, y que viera mejor lo que andaba pasando. Entonces
les hice la pregunta que les hice, con la que arranqué esta historieta.
Reclamé la jarra y ataqué. Necesitaba tener la boca fresca y la garganta limpia para lo
que se venía. “A ver, muchachos”, encaré, “en los últimos años se imprimieron y se vendieron
más libros que en toda la Historia de la Humanidad. O sea, si juntamos todos los libros que se
imprimieron y se vendieron y toda la bola, en todos los años antes del final del siglo XX, no
alcanzan para competir con los diez libros más vendidos de los últimos veinte años. ¿Me
escucharon? LOS ÚLTIMOS VEINTE AÑOS. Veinte años pudieron más que cinco mil. Entonces no
me vengan a hablar pelotudeces. Hoy en día hay más gente que sabe leer y escribir que nunca,
y si piensan que estamos como el cangrejo, fíjense lo que lloran las librerías los libros que se
bajan por Internet. Esa es gente que lee. Por no hablar de todos los giles que agarran una
lapicera y se la tiran de Borges. Hoy cualquier boludo puede ser escritor, no importa si nació en
un pesebre o en cuna de oro, si mira Los Simpsons o escucha esa música rara y alternativa que
conocen ellos y la mamá de los músicos”, los ametrallé.
Se quedaron callados. Todos. Después de un ratito, Junior, que era el más inteligente de
los cinco, encontró algo para retrucarme. “Sí, tenés razón chabón”, saltó, “pero vos fijate qué
libros son”. Nos dimos vuelta todos para mirarlo, esperando que nos iluminara. “Sí, verga, son
todos de lo mismo: de autoayuda y para pendejos. Harry Potter, El Señor de los Anillos y toda
esa mierda”. Mal comentario. Los Mellis, que eran fanáticos de toda esa onda, se cebaron al
toque. “Ojo”, fue lo único que le dijeron, aunque Junior dijo, y yo lo banqué, porque era la
posta, que tenía razón. Hoy en día la gente leía mucho más que antes, pero la mayoría de lo
que se leía, o se vendía, o circulaba, por lo menos, era todo de lo mismo: literatura fantástica

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para adolescentes. Sí, había una cantidad zarpada de lectores nuevos, pero andaban todos atrás
de lo mismo: el último grito de la moda literaria. Una cagada.

¿Ustedes sabían que Quentin Tarantino realmente creía que “Like a Virgin” era una
historia sobre la gigantesca verga de un tipo?
“Nah, eso es una leyenda urbana”, me contradijo el Rulo. “¿De qué hablas boludo? Es
posta”, se metió el Elfo a defenderme, “es más, Madonna tuvo que salir a decir que no se
trataba de eso”. Apenas escuchó eso, Junior no pudo evitar escupir el trago de Menta que
estaba tomando. “¡Me estás jodiendo!”, se cagaba de risa. “No, es verdad”, se metió Locura, y lo
secundé, “se ve que alguien la había desenmascarado y se tuvo que poner a tapar todo”. “Seh,
¿no era ella la que había sido puta?”, quiso saber Junior, y entonces el Rulo le contestó. “No,
boludo, esa era Evita”.
Las horas pasaban en el Bar Bohemio, aunque no tanto como nos hubiera gustado a
nosotros. Ya era nuestra tercera jarra, y el reloj apenas si había dado una vuelta con chirolas. La
ansiedad y el alcohol nos ganaban la sangre, mientras mirábamos una y otra vez los relojes y los
celulares, para comprobar que estábamos cada vez más cerca de nuestro debut en el hermoso
mundo de las pandillas. Cada tanto relojeábamos también el lugar, la gente que se sentaba
alrededor nuestro. ¿Sabía toda esa gente que andaba tomando a la par de tipos jodidos como
nosotros, tipos que podían hacerla cagar si se les ocurría la idea nomás? ¿Sabían que
laburábamos para uno de los hombres más peligrosos de la República Popular de Capacaída, y
que en un ratito apenas, íbamos a enfrentarnos con otro de esos hombres? ¿Yo supe, en mi
momento, que el tipo que andaba cruzando la calle hace unos años atrás, o el que me chocó en
el boliche, o el patovica, eran parte de una de las tantas bandas de la ciudad?
Terminamos la jarra y nos pedimos la cuarta, mientras ya la discusión se iba tirando mal
para el lado de Tarantino. “No sé”, iba diciendo el Elfo, “yo lo seguí hasta Kill Bill; después de Kill
Bill todo lo que hizo fue una cagada”. “Sí, ‘Death Proof’ fue una bosta”, opinó Junior. “Ustedes
no entienden nada”, les contesté yo, y enseguida, sin darme tiempo a nada, ya me entraron a
correr todos, “¿Qué, a vos te gusta esa peli?”, me preguntaron asustados. “Nah, vieja, no soy tan
bichero. Pero la posta es que esa película hay que entenderla como lo que es: como una paja.
La película esa, completa, junto con la de Robert Rodríguez, es una paja. Está bien, hay pajas y
pajas. Esa fue más bien una de esas pajas interminables, de las que te hacés a las siete, ocho de
la mañana, hiper alcoholizado, cuando volvés de joda sin haber levantado nada. Y le das y le das
y no se termina más, y al final ya no se trata del placer sino nomás de acabar. Y por ahí te estás
pajeando y te quedás dormido, y te despertás al ratito y le seguís dando, hasta ganar la lucha. Y
eso si conseguís ganar”. Los Pibes se entraron a cagar de risa. “Mierda que la sabés a esa”, dijo
Locura. “No siempre se puede levantar”, le contesté con una sonrisa, y enseguida, para cortarles
la joda, la seguí, “aparte, después de ‘Death Proof’ viene ‘Inglourious Basterds’, que es su mejor
película”. Uno de esos comentarios bomba atómica, sin dudas. “¿Qué? ¿Mejor que ‘Pulp Fiction’?
Sos cualquiera chabón”, se indignó el Elfo. “¡Sí!”, lo acompañó el hermano, “yo con la de los
bastardos me dormía. Con la otra no”. “Eso es porque la de los bastardos es una película más
seria. Más madura. ‘Pulp Fiction’ está copada y vino a joder un montón de giladas que se decían
sobre cine, pero ‘Inglourious Basterds’ es como si el tipo hubiera dicho ‘Ah, ¿se piensan que no
puedo hacer una película formal, para la historia del cine? Y entonces va y saca esa peli, y les
tapa la boca a todos. Dentro de cien años, Tarantino va a ser recordado por esa película. No por
Django ni ninguna otra”.
Y en eso seguía pasando la hora y seguía girando la jarra, la cuarta ya, y teníamos la
boca fresca y la garganta aclarada, y el universo ya se ponía más gracioso y amigable, y la idea
de romperle la cabeza a los tipos de El Chino se volvía cada vez más poderosa, más
convincente, y eso nos daba entusiasmo y nos excitaba todavía más. Esa noche, la primera
noche en la que íbamos a demostrar nuestra valía dentro de la organización, había empezado
de manera perfecta. “A mí me gustan todas las películas del tipo ese”, saltó de la nada Junior,

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después de que le jarra diera dos vueltas en silencio. “¿Hasta ‘Jackie Brown’?”, le pregunté
intrigado. Él abrió los ojos, “¿Qué carajos es ‘Jackie Brown’?”, me preguntó. Ninguno sabía lo
que era ‘Jackie Brown’. La posta, no conozco a nadie que haya visto esa película.

Entonces, ¿qué versión de La Naranja Mecánica era mejor?


“¿Hay más de una versión?”, preguntó Locura. “Sí, boludo, la película y la novela”, le
contestó Junior. “¡Jodeme que hay una novela!”, se asombró. “Claro, huevón, de ahí salió la
película”, le expliqué. “¿No había una canción también?”, curioseó el Rulo, “o algo así”, y el
hermano tomó la posta de la respuesta, “Pasa que es una historia muy famosa, y le voló la
cabeza a un montón de locos. Y sí, acá se hizo una canción que iba de la onda de la película”.
“¿De la película o de la novela?”, quiso saber el Elfo, a lo que tuve que meterme yo. “La película,
más que seguro”, le contesté. “¿Por qué?”, “Y… porque la novela no la conoce casi nadie”.
“Porque la película es mejor”, sentenció Junior, y yo lo fulminé con la mirada.
Daba vueltas la jarra y daban vueltas las agujas del reloj. Nosotros cinco ahí, cada vez
más ansiosos, cada vez con más ganas, y el tiempo que pasaba cada vez más lento, y los
segundos que se hacían cada vez más largos, y cada uno de nosotros que tomaba un poquito
más, siempre un poquito más, que en la última vuelta. ¿Cuánto faltaba, eh? ¿Cuánto quedaba
antes de que nos levantáramos, y camináramos hacia aquel estacionamiento donde se suponía
que nos teníamos que encontrar con los otros tipos? ¿Cuánto más teníamos que esperar antes
de destrozarles las cabezas a piñas, y llevarnos la guita, y empezar, de una vez, definitiva vez,
nuestra Cruzada para salvar la vida de nuestro jefe? Por dentro, todos nos preguntábamos lo
mismo. Por fuera, todos acordábamos que había que pedir una jarra más.
“Arrepentite de lo que dijiste”, le mandé a Junior. “¿Qué cosa?”, preguntó distraído,
antes de mandarse otro trago de Branca Menta. “De lo de la película”, le recordé. “Esperá”, se
metió el Rulo, “¿no estábamos hablando del partido del domingo?”. “Me chupa un huevo el
partido del domingo”, le contesté, y volví con Junior, “lo que yo quiero es que él reconozca que
dijo una boludés, y que La Naranja Mecánica es mejor como libro que como película”. “No lo
voy a decir porque no es cierto”, me desafió el otro. Para qué… “¿Vos te escuchás lo que estás
diciendo?”, le pregunté, realmente preocupado por su salud mental, “Obvio que Kubrick es una
bestia, y la película tiene momentos que son extraordinarios, pero la novela ESTÁ COMPLETA, y
ya por eso es mejor”. “¡Oh! Otra vez con el argumento del capítulo 21”, se quejó Junior, que ya
había tenido mil veces esa discusión conmigo. “Escuchame”, me dijo, “la novela así, con la
transformación del pequeño Alex, se vuelve una prédica moralista y una mariconada. Nadie
quiere verlo deseando tener una relación seria, ni un hijo. ¡Un hijo, Alex DeLarge!”, se cagaba de
risa el desgraciado. “Primero”, le contesté, “En la novela el personaje se llama Alex, así, a secas.
DeLarge fue agregado para la película. Segundo, la transformación de Alex completa el ciclo de
la narración, que es para lo que existe una novela: para narrar una transformación. Para que
todo siga igual está la realidad. Y tercero y último: no me podés decir que es mejor final el
plano de un chabón cogiéndose una mina en la nieve mientras lo mira un grupo salido de la
época de Dickens. Si me dijeras ‘Fight Club’, todavía te creería que la película es mucho más
grande, más poderosa, mejor que el libro. ¿Pero La Naranja Mecánica? Vos estás loco”.
“El loco soy yo”, saltó, riéndose, Locura.

¿Y ahora qué pasa, che?


“Mirá la mina esa”, me indicó el Rulo señalando a unas chicas que había a un par de
mesas de nosotros. Alcoholizado, era todavía más feroz. “¿Vos decís que pinta?”, le pregunté.
“¿Qué pasa?”, curioseó el Elfo, y el Rulo se apuró a indicarle, con disimulo, al grupo de minas y a
la chica en particular que había relojeado. “Esa, bien ahí papá. Está buena. ¿Cuál es la idea?”,
preguntó el Elfo. “No sé, pero es hermosa”. En eso, Junior se acercó a la camarilla. “Miren que
queda un ratito nomás, eh”, nos recordó. Era cierto, en apenas un par de minutos íbamos a

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tener que levantarnos de ahí, para ir a pelearnos con un grupo de tipos; no era muy práctico
ponerse a levantar en ese momento.
Pero por otro lado, los argumentos que nos tiró el Rulo en ese momento tenían sentido:
ya que estábamos por marchar a la batalla, ya que planeábamos enfrentar nuestro destino,
¿cómo no hacerlo como los grandes guerreros que éramos? ¿Como los capitanes de la
Antigüedad que, marchando a Troya, a las Termópilas, yacían con sus mujeres, salvando el
riesgo de ya no volver? ¿Hacerlo no nos confirmaba mucho más que la batalla en sí misma? “Sí,
pelotudos”, nos despertó Junior, “pero los tipos esos se garchaban a las minas varios días antes
de ir a pelear. Si nosotros agarramos a las minas estas ahora, cuando falta nomás un ratito para
que nos caguemos a trompadas, nos van a matar”. A pesar de todas las ganas que teníamos de
estar con las minas, había que reconocer que tenía razón. “Mejor conténtense con esto”, dijo
Locura, y cayó en la mesa con la sexta jarra.
No pudimos disfrutar demasiado de la bebida. Dos vueltas después, ya sonaban las
alarmas de nuestros celulares, avisándonos que era hora de ponerse en marcha. Así que nos
levantamos, firmes, despejados, sin ningún problema. Parecía que haber tomado tanto no nos
había hecho nada, lo cual nos hizo sentir todavía más poderosos. De pasada, mientras salíamos
de aquel lugar, el Rulo pasó por la mesa de las chicas. “Uh”, rezongó Junior, cansado de la
manía de su hermano por las mujeres, “avísenle que nos tenemos que ir, que no se cuelgue”,
aunque ya uno de nosotros, no me acuerdo cuál, le decía que se calmara, que era un ratito
nomás. Desde la puerta, lo vimos acercarse a su objetivo, llevar su boca cerca del oído de la
chica, y la sonrisa de ella, intermitente, que aparecía ante cada una de esas palabras que sólo el
Rulo sabía decir y que nosotros ignorábamos, y envidiábamos, por completo. Entonces la chica
agarró una servilleta, mientras nuestro compañero seguía desplegando sus estratagemas, y
sacando una lapicera de su cartera, escribió algo. Un ratito después, sonriente, pleno de
confianza, estaba el Rulo con nosotros. “Ya tengo el número”, fanfarroneó cuando estaba con
nosotros, y sin dudarlo, se puso a la cabeza de Los Pibes para guiarnos hasta la salida.
Afuera estaba hermoso. Era una noche espectacular para debutar en el bajo mundo.
Nuestra emoción, lejos de apagarse, era cada vez mayor. Y crecía con cada minuto, con cada
segundo, que nos acercaba al momento y al lugar en el cual nos íbamos a encontrar con El
Chino. Nos subimos a las motos, el Rulo y Junior en una, el Elfo y yo en otra, y Locura en la suya,
y empezamos a recorrer el camino que nos llevaba a nuestro glorioso destino. Grave error.
Si hay algo que uno no debe hacer, después de haber tomado no tres, ni cuatro, ni
cinco, sino seis jarras de Branca Menta, que refresca el espíritu, es tomar aire. Menos que menos,
todavía, hacerlo subido a una moto, y que el viento de la calle te pegue en la cara, como un
cachetazo de realidad, y te recuerde la cantidad de alcohol etílico que llevás en las venas. Así
andábamos los cinco, a una cuadra del estacionamiento subterráneo donde nos teníamos que
encontrar con la contra; destruidos, incapaces de caminar siquiera, menos que menos de poder
llevar una pelea adelante. Nos queríamos morir, aunque tampoco teníamos demasiada
autonomía o voluntad como para suicidarnos. Simplemente, estábamos curdísimos, y no había
levantamuertos que nos pudiera rescatar de aquella situación.
Pero no había opción: jugados, completamente jugados, lo único que podíamos hacer
era encarar hacia el lugar acordado, y encomendar nuestra alma a los Dioses. Y eso hicimos.

Tuvimos que haberlo adivinado: si el tipo era uno de los hombres más peligrosos de la
República Popular de Capacaída no iba a llegar a tiempo. No, iba a llegar cuando quisiera. Esa
era su forma de hacer notar su superioridad frente a nosotros, que recién andábamos
arrancando en el negocio. Aunque por otro lado, su tardanza era de agradecer. Completamente
solos en aquel estacionamiento subterráneo, aprovechamos el tiempo para tratar de
despejarnos lo mejor posible del pedo que teníamos encima. No es que fuéramos a mejorar
mucho, pero queríamos hacer el intento.

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Veinte minutos después de las dos de la mañana, que había sido la hora de la cita,
vimos aparecer un auto y una combi. Venían despacio, muy despacio, como si el tiempo fuese
suyo. Pararon ahí nomás de donde estábamos nosotros, y entonces se abrió la puerta trasera
del auto. Reconocimos enseguida la cara de aquel hombre. Frente a nosotros, una vez más, El
Chino. El tipo nos echó una mirada: inútil fue que tratáramos de pararnos derechos o de
mostrarnos frescos, la borrachera era evidente y daba vergüenza ajena. Soltó una risa
exagerada, como si fuéramos nomás un grupo de payasos. Y siguió riéndose durante un rato
largo, hasta que por fin consiguió contenerse. “¿Y así es como El Judío piensa saldar sus
deudas? ¿Mandando a un grupo de pendejos borrachos a hacer el laburo de hombres?”, se
burló, “El otro día, si hay que decir la verdad, casi me convencieron. Pero ahora que estoy acá, y
los veo…”, sentenció, rebajándonos por completo. “¿Qué?”, saltó furioso el Elfo, “Ahora que nos
ves, ¿qué?”. El Chino sonrió por la bravuconada, pero no contestó.
Sí, Los Pibes éramos un desastre, pero no podíamos dejarnos tratar así. Habían bastado
nomás un par de palabras para hervirnos la sangre y determinarnos a hacer aquello, pelear con
los tipos de ese pelotudo, bajarles todo el comedor, y después agarrarlo a él y darle un par de
cachetazos para que aprendiera a respetarnos, para que supiera que nuevos vientos andaban
soplando en Capacaída, y que dentro de muy poco las cosas iban a cambiar. Para siempre.
Mientras nosotros así nos determinábamos a ganar, El Chino fue hasta la combi, e
intercambió algunas palabras con el chofer. Después volvió hasta su auto y se sentó en el capot,
con los brazos cruzados y una repugnante sonrisa de satisfacción en la cara. Pelotudo de
mierda. Vimos cómo se abrían las puertas traseras de la combi, y de ellas brotaba un grupo de
cinco tipos. Pero no cinco tipos cualquiera; ataviados con ropas oscuras, con ropas que
solamente habíamos visto en películas, los cinco ninjas que conformaban la guardia personal de
El Chino fueron a pararse enfrente nuestro, dándole la espalda a su jefe.
El mafioso permaneció un ratito sentado, viendo nuestra cara de incredulidad, viendo
cómo nosotros no podíamos creer lo que estábamos viendo, y entonces se acercó a nosotros.
“Muchachos, ellos son la contra con la que van a tener que pelear”, nos presentó, más que
confiado, y siguió, “Ahora bien, solamente necesitan saber dos cosas. Primero, que no hay
campana: acá se pelea lo que haga falta. Aunque, para darles una ventaja, con que mis hombres
caigan una vez, les voy a dar el combate por ganado”, ofreció, y en eso surgió la voz de Locura,
lleno de bronca. “¡Andate a la puta que te parió! ¡No queremos ventajas!”, rugió. El Chino
solamente se limitó a sonreír. “Como decía, con que caigan una vez, me considero derrotado.
Esa es la primera cuestión. La segunda: ellos no van a pelear para dejarlos vivos”.
Dijo eso y se apartó, para que empezara el combate.

Creo fue Borges el que dijo que no había como el miedo para refrescar a un mamado. O
lo avaló, por lo menos. Bueno, frente a un grupo de ninjas como aquellos, a nosotros no nos
quedaba otra opción que estar frescos, o nos iban a cagar a trompadas. Así que buscamos en lo
más profundo de nuestros cerebros los resabios que hubiera de reflejos, y los concentramos en
aquel momento y aquel lugar. No podíamos perder. Perder estaba prohibido.
No tuvimos campana. No tuvimos ring o arena o tatami o lo que fuera. No tuvimos al
entrenador gritándonos como un loco re chapita, matando la garganta antes de cada una de
nuestras patadas o piñas. Ni a Miyagui. Ni Arlt con su cross a la mandíbula. No teníamos a
nadie. Lo único que nos quedaba era dar nuestro mejor esfuerzo. Así que fuimos hacia ellos. Y el
Rulo le dio un trompazo al que agarró él, y después un puñetazo en los gobelinos, para dejarlo
tirado, y terminar pateándole la cabeza. Junior, al suyo, le frenó el golpe y le pegó tantas veces
abajo del brazo, en las costillas, que el ninja se cayó al suelo, y lo remató, dandolé en la nuca un
toquecito. El Elfo esquivó la patada del gil que lo quiso matar, y le agarró la pierna, le tumbó la
otra, y el ninja se dio con todo contra el suelo, haciendo un ruido que se escuchó hasta en
Japón, de donde eras vos, Chino pulguiento, mientras que Locura se lanzaba con un trompazo
directo en la cara de su enemigo, que cayó seco, como Apolo en “Rocky IV”. Al mío le frené el

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brazo, le di un rodillazo en las tripas y le torcí el brazo hasta que pidiera por favor, y antes de
soltarlo le até una en la nariz…
Bueno, acá es como que la verosimilitud de mi relato entra en crisis, ¿no? Quizás
convenga, nomás para salvar mi credibilidad, contar lo que pasó de verdad. ¿Vieron todo eso
que narré, esos golpes extraordinariamente dolorosos, todo el sufrimiento devenido del
combate? Bueno, no pasó exactamente así. Para tener el cuadro cierto, van a tener que dar
vuelta todo: yo andaba con la nariz sangrante y el brazo derecho que no lo podía mover; Locura
en el suelo, planchado, él, justo él, que se levantaba siempre al instante; el Elfo en el suelo,
también, con la pierna adolorida; Junior se agarraba las costillas y la cabeza, aunque la posta es
que no le alcanzaban las manos para cubrir todos los dolores; y el Rulo, nuestro Rulo que era el
mejor peleador de Los Pibes, se agarraba los huevos todavía del dolor, sin darle bola a la sangre
que escapaba de su cabeza.
Como pudimos, nos levantamos una vez más. No podíamos darnos por vencidos. Había
que pelear y pelear, para recuperar esa guita. Y cuando estuvimos parados, volvimos a ir contra
ellos. Arrastrándonos. Con algunas extremidades que nos mataban de dolor o directamente no
nos respondían. Pero era lo que nos quedaba. Y yo le tiré mi mejor zurdazo a mi contrario, que
era como decir mi peor zurdazo, y el tipo me frenó el golpe, y me pegó en un ojo, y después
una patada en el pecho. Junior saltó con una patada voladora, pero su ninja lo atajó, lo devolvió
al suelo, y lo pateó cuando estuvo ahí. Locura se lanzó una vez más, fiel a su brutal estilo, y su
enemigo le encajó una sucesión de piñas en el estómago, y un golpe en la cara que le hizo
saltar el chocolate. El Elfo se apoyó en su pierna buena para tratar de tirar un golpe, pero no fue
suficiente: su oponente fue directo a su debilidad, y pudimos escuchar un tronido intenso, como
un rayo que estallaba entre nosotros. El Rulo consiguió colar uno de sus puños por entre la
defensa, troyana defensa del ninja, ante lo cual El Chino, que parecía espectar la situación con
delicia, no pudo menos que aplaudir y celebrarlo. Pero la gloria (como toda gloria) duró poco:
el contrario se recupero enseguida, y cayó sobre nuestro camarada como una lluvia de
meteoros, para cerrar el ataque con una patada voladora que liquidó al Rulo.
Otra vez la lona. Más dolor todavía. Si Borges estaba en lo cierto, nosotros estábamos
más que frescos. Aterrados, cagados en las patas, lo único que nos repetíamos a nosotros era
que no podíamos perder, que había que vencerlos como fuera. Pero fue inútil que tratáramos
de levantarnos. El Elfo ya no lo podía hacer: lloraba en el suelo, y gritaba del dolor por la
fractura. Los demás ni siquiera conseguíamos ponernos derechos; el dolor nos empujaba al
suelo, a dormir, dormir y nada más, mientras los ninjas ya se venían sobre nosotros.
Quisimos apelar a nuestras últimas fuerzas, pero nos dimos cuenta, en ese momento,
que las últimas fuerzas habían sido las que usamos para levantarnos. Que ya no quedaba nada.
Que la voluntad de combatir no tenía respaldo en nuestras posibilidades, que el deseo no tenía
de donde agarrarse. Pero no podíamos rendirnos, nos repetíamos por dentro, mientras los
ninjas ya se venían sobre nosotros.
La sangre y el sudor nos bañaban el cuerpo adolorido. Y lo único que rompía el silencio
de aquel estacionamiento subterráneo eran los gritos y el llanto del Elfo, el más rápido de
nosotros, el mejor corredor, que estaba en el suelo con la rodilla rota, mientras los ninjas ya se
venían sobre nosotros.
“No van a pelear para dejarlos vivos”, nos había advertido El Chino. Había sido la única
advertencia que tuvimos, porque nadie, ni el asistente, ni nuestros viejos, ni El Judío, nos habían
preparado para aquello. Y los ninjas estuvieron encima nuestro.
Para darnos el golpe de gracia.

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SEGUNDA ENTREGA

LOS PIBES

Mientras pronuncio estas palabras puedo imaginar sus caras. Perdidos, desorientados todos, sin
una puta idea de quiénes somos Los Pibes y cómo terminamos como terminamos esa noche, la
primera de una larga serie de noches en las cuales íbamos a arriesgar nuestras vidas y estar con
el agua de la Estigia hasta el cuello, embarcados en una Cruzada por recuperar la fortuna que
debía nuestro jefe. Mientras pronuncio estas palabras, los sé perplejos, curiosos, ávidos de
información; aunque lo más probable sea que su interés urgente consista en conocer qué fue de
nosotros una vez que el grupejo aquel cayó encima nuestro. Mientras pronuncio estas palabras
me voy preparando contra las injurias, porque para Su Buen Amigo el Narrador es más
importante que sepan primero quiénes somos, antes de saber qué fue de nosotros. Pero no se
alarmen: si estoy acá contando la historia, pueden estar seguros de que tan mal no nos fue.
Alégrense.
¿Por dónde empezar? ¿Cuál es, de todas las cosas que podría contarles de este año
tan particular, la mejor para poder orientarlos? ¿Cuál es, en todo caso, la más urgente? Quizás
convenga arrancar contando cómo fue que conocí a esa banda que me acompañó en mi
primera embestida en el mundo de la mafia. Que es lo mismo que decir, la primera vez que fui a
la Casa Roja, y me interné para siempre en un mundo que no era el que yo consideraba el real:
aburrido, cotidiano, muerto en vida.
Fue justo después de la noche del disparo. Creo que mi encuentro con el asistente
había sido un viernes, porque cuando me levante esa mañana no me acuerdo de haber ido a la
escuela; aunque puede que me haya olvidado y realmente fui a clases o, por qué no, si después
de todo yo no era precisamente un alumno modelo, todo lo pasado me hubiera hecho quedar
dormido y hacerme la rata. Como sea, la mañana en cuestión me levanté enquilombado posta,
con tremendo mambo en la cabeza, y si no fuera porque al revisar mi bolsillo encontré la tarjeta
que me había dado el asistente, ese rectángulo negro con la cinta de Moebius y una dirección
en dorado, lo más seguro era que hubiera pensado que todo había sido un sueño. Encontrar el
maletín bajo la cama, mientras buscaba mis zapatillas, no ayudó mucho.
Porque no había sido un sueño. Había sido real, y me había cambiado la bocha para
siempre. En ese momento, igual, era todo un palo, intenso, feroz, confuso, y mi cabeza no
alcanzaba a procesarlo. Por eso fui, un poco también, esa misma tarde/noche, tal y como me
había aclarado el asistente: para tratar de buscar un poco de orden.

Ya estaba oscuro cuando llegué frente a la casa. Desde atrás de la reja, más allá del
jardín descuidado que se extendía a lo largo de veinte metros, alcancé a verla: la Casa Roja.
Antigua, en un mal estado de conservación, parecía venirse abajo; ser la sombra de lo que
quizás, alguna vez, había sido. Por un momento, pensé que me había equivocado, pero al
revisar la tarjeta (que, para colmo, se veía bastante profesional y de una gran calidad, y no tenía
un carajo que ver con cómo estaba esa casa) confirmé que no, que era ahí, que estaba en el
lugar correcto. Traté de buscar algún portero eléctrico, o un timbre, o una campana, o algo que
me permitiera anunciar mi llegada, pero no había nada. Lo único que quedaba por hacer era
probar de abrir la reja. Y la reja se abrió.
Me fui acercando despacio, muy despacio hacia la puerta de entrada, y con cada paso
me cuestionaba cada vez más la pelotudez que estaba haciendo, si no convenía dar la vuelta y
volver a mi casa y a mi vida, y dejar que toda la gente que había cagado con mi brillante
negocio me encontrara y me rompiera la cabeza a trompadas. Cuando miraba hacia arriba, veía
las gárgolas, cuidadosamente dispuestas a lo largo de la fachada, observándome con mucha

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atención, vigilando, controlando cada uno de mis pasos, como si estuviera entrando en sus
dominios.
Llegué frente a la puerta y golpeé tres veces tres con el llamador, tres golpes secos,
potentes. Al ratito, alguien abrió la puerta. Era un viejito hecho pelota, que tenía la vista como
dientes apretados tratando de distinguir quién estaba ahí afuera, parado en el portal. “Buenas
noches”, lo saludé respetuoso, “venía porque ayer me dieron esta tarjeta” y la saqué para
mostrársela. Inútil fue que tratara de seguir explicándole: con una velocidad y una brusquedad
que nunca hubiera pensado que tenía, el viejito estiró sus garras y me arrancó la tarjeta, y se la
acercó tanto a sus ojos que parecía que la tenía pegada a la cara. “¿Y qué?”, me preguntó con
prepotencia después de examinarla un rato, y quedársela. “¿Qué de qué?”, quise saber, perdido.
“¿Qué querés?”, preguntó, más agresivo que antes. Tuve que ir con la verdad. “No tengo idea.
Nomás me dieron esa tarjeta y me dijeron que viniera para acá. Y eso es lo que hice”, le
contesté. El viejo me miraba con suspicacia, como si fuera alguna clase de amenaza. “¿Tenés
plata?”, me preguntó después de un rato de mirarme de arriba abajo. La pregunta me terminó
de descolocar. Me volvió a preguntar si tenía guita. Revisé mis bolsillos, y encontré los cien
mangos que me había dado el asistente. “Es lo único que tengo”, le dije, mostrándole el billete.
El viejo se relamió y, igual a como había hecho con la tarjeta, me arrancó la plata de la mano y
cerró la puerta. Y para cuando yo ya empezaba a putear a Dios y la Virgen y a todos los santos y
al asistente y a El Judío y a mis viejos y a todo; el viejo abrió la puerta de par en par.
“Bienvenido”, dijo, y me pidió que lo siguiera.
Empezamos a caminar a través de la casa. Era más grande de lo que parecía por fuera,
y tengo que reconocer que, si no fuera porque lo seguía al viejito aquel habría perdido seguro.
La casa se extendía a lo largo de una serie de pasillos, que se abrían a su vez en otros pasillos,
que se abrían a su vez en nuevos pasillos, y así sucesivamente. Pasillos que daban a pasillos que
daban a pasillos, flanqueados por infinitas puertas que daban a infinitas habitaciones. Yo me
perdí después del segundo giro a la izquierda, y por un rato se me ocurrió que habíamos dado
la vuelta y estábamos caminando el mismo pasillo que al principio, pero mi guía parecía
orientado por completo, así que no dije nada. Después de un rato de prestar atención, me di
cuenta de que se fijaba en cuestiones muy particulares para saber a dónde tenía que girar en el
próximo pasillo, como los cuadros que colgaban de algunas paredes, o los jarrones
estratégicamente dispuestos por ahí. Así, le bastaba saber que en el Klimt tenía que girar a la
derecha, y una vez se cruzara con el Oldenburg, a la izquierda.
No sé cuánto habremos andado así porque, la verdad, hasta el tiempo era raro
adentro de la Casa Roja. La cosa es que, después de haber girado en el Mondrian, que es lo
último que me acuerdo, el viejo se paró en seco a mitad del pasillo, junto a una puerta.
“Llegamos”, fue lo único que dijo, para abrirme e indicarme, con un gesto, que pasara. Adentro
me esperaba la Biblioteca: cuatro paredes cubiertas hasta el techo de libros, de todas las clases,
formas, colores y antigüedades, libros suficientes como para dejarte ciego. Y como una vez pasé
el viejo hijo de mil putas ese me cerró la puerta y me dejó encerrado adentro, y no tenía un
carajo para hacer, me puse a revisarlos. En ese momento, cuando todavía no había empezado el
entrenamiento, y todavía era el mismo que van a conocer en la tercera entrega, me preguntaba
cómo mierda podía hacer una persona para leer tanto: la lectura era para mí un dolor de
cabeza, un garrón sin ninguna duda, y detestaba la clase de literatura de la escuela, que trataba
de meterme los libros a la fuerza. Ahora estaba encerrado adentro de una habitación donde lo
que más había era eso, justamente, libros y libros como para tirar para arriba. Pero algo me
quedaba claro: ese tal Judío que quería darme laburo no era ningún gil. Si algo me había
enseñado mi vieja, si algo había aprendido en la vida, es que alguien con muchos libros no
puede ser, de ninguna manera, un gil. Puede ser un forro, un pelotudo, un garca, un vendido, un
maricón, un nerd. Pero nunca jamás, cualquiera.
Al rato de estar ahí, encerrado entre libros, y sin que me lo esperara, la puerta se abrió,
y pude ver al asistente entrar. “Viniste”, me dijo con una sonrisa. “Vine”, le contesté, y con un

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gesto me invitó a sentarme en uno de los dos sillones que había en la habitación. “Tenemos que
hablar”, ordenó.

Me parece que contarles ahora, justo ahora, lo que charlamos con el asistente, haría que
mi historieta se fuera un poquito de mambo. Como les dijo antes Su Buen Amigo el Narrador, lo
importante es qué sepan quiénes somos. Ya va a haber tiempo (y posta que lo va a haber, no se
hagan drama) para que les cuente los qué y los cómo. Pero no va a ser ahora; ahora es la hora
de Los Pibes, de cómo los conocí y de la primera vez que salimos a tomar una jarra de Menta
todos juntos, al viejo Bar Bohemio de la República Popular de Capacaída.
Después de explicarme exactamente qué andaban haciendo ahí, y de calmar mis
miedos y tranquilizarme un rato, el asistente me pidió que lo siguiera. Íbamos a dar una vuelta
por la Casa Roja y ahí me iba a presentar al resto de los chicos que El Judío había elegido
durante el año anterior (sí, ya sé, no entienden un carajo. Prometo que más adelante voy a
explicar todo; voy a dedicarme nada más que a dar explicaciones. Pasa que en esto momento el
mambo de la historia me pide otro ritmo, y yo lo único que hago es seguir el compás). Así que
salimos a andar, a recorrer los pasillos laberínticos de la morada de mi nuevo jefe. Mientras
caminábamos, y el asistente me explicaba cuestiones básicas de mi laburo ahí adentro, me di
cuenta de que él también, como el viejo que me había llevado hasta la Biblioteca, necesitaba de
referencias para guiarse ahí adentro. Igual las que usaba eran muchos más sutiles, porque por
ejemplo, veía que en algunas esquinas se fijaba, no en el arte, sino en detalles como los focos o
algunas manchas en las maderas del piso o bien la tela de las alfombras. Todo servía para
guiarse, todo servía para no perderse ahí adentro, y si en el fondo la casa no estaba viva e iba
duplicándose y duplicándose, todos los días, y por eso perderse era una sentencia segura de
muerte. O lo habré flasheado después, no me acuerdo.
La cosa es que después de un par de vueltas, llegamos a una especie de gimnasio, con
ring y todo. Había algunos tipos, pero el asistente me señaló a un chabón más o menos de mi
edad. Grandote, con una espalda y unos brazos zarpados, lo mirábamos desde lejos mientras le
daba con todo a la bolsa. Y cuando digo con todo, es eso justamente: le daba masa mal, como
para hacerla mierda, como para que, si fuera un tipo, no se levantara más. “Este es el Rulo”, me
indicó el asistente por lo bajo, sin que nos acercáramos, y me pidió que no lo
distrajéramosDespués de otra tanda de golpes brutales, el bestia fue hasta unos baldes que
había puestos por ahí, y los metió de golpe. No te hacés una idea del vapor que salió, como si
los puños le ardieran, como si estuvieran al rojo vivo. Un rato después los sacó, y volvió a
castigar la bolsa. Más tarde me iba a enterar de que así era como los templaba.
La visita siguió. Salimos del gimnasio y volvimos a caminar a través de aquel dédalo. No
me aguanté las ganas de preguntarle al asistente a quién íbamos a buscar ahora. “Estoy
viendo…”, arrancó el asistente, mientras revisaba una telaraña particular en el techo, o una
mancha de humedad, siempre sin dejar de caminar, y por ahí se colgó; le tuve que recordar que
me tenía que contestar. “Ah, sí”, retomó cuando pareció encontrar el pasillo correcto, “ahora
estamos yendo a buscar a los Mellizos: el Elfo y Locura”, me informó. Enseguida me llamaron la
atención los apodos. No anticipaban nada dentro de lo común. Pero antes de que pudiéramos
encontrarlos, vimos aparecer corriendo, por una esquina, a un gringo flaco y ligero como un
leopardo, ágil como él solo. Como el Rulo, también parecía más o menos de mi edad. Cuando el
asistente lo vio venir así, a la carrera, contra nosotros, se dio cuenta enseguida de que no iba a
parar, así que me empujó contra la pared, y él se corrió del camino. El Elfo pasó corriendo entre
nosotros y desapareció por una de las esquinas. “Pendejo de mierda y la puta que lo parió”,
rumió el asistente, que (me contó después el Elfo) odiaba sus corridas. Justamente porque
anticipaban lo que pasó después: ni nos habíamos podido recuperar del cruce con uno de los
Mellizos, que escuchábamos los pasos, pesados, titánicos, furiosos, del hermano. Con una
violencia exagerada, incapaz de frenarse, mi primer recuerdo de Locura fue verlo estrolarse
contra una pared y caerse al suelo, para levantarse de un salto y seguir. El asistente volvió a

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putear y a empujarme contra la pared, y cuando Locura pasó por al lado mío, mirándome y
riéndose como nomás se puede reír un tipo que está chapa-chapa, pude ver en su sonrisa el
tono rojizo de la sangre: se había roto toda la boca en el choque, y le importaba un carajo.
“Por Dios querido, ¡qué desastre que son esos dos pelotudos de mierda!”, rezongaba el
asistente mientras ya nos preparábamos para seguir adelante. “Vos sabés que siempre hacen lo
mismo. Todos los días lo mismo: están entrenando, el Elfo se aburre, lo jode al hermano, y ya
empiezan. Y después salen a correr por toda la casa y soy yo el que tiene que andar cuidando
que no se manden ninguna cagada”, me contaba, como si fuera el drama de todos los días.
Pude haberle preguntado qué cagada se podían mandar (a lo mejor tiraban alguna escultura o
algún cuadro y chau, cagaste, nadie podía volver a ubicarse en ese pasillo, o capaz, estaba
también la posibilidad, podían mandarse por alguna puerta que no se tenían que mandar), pero
preferí quedarme piola y seguirlo callado. A ver adónde me llevaba ahora.
El último lugar al que fuimos fue otra biblioteca (¡otra más!, dos en una sola casa ya era
demasiado). Ahí nos esperaba el último miembro del equipo que andaba preparando El Judío.
Como todos los demás, era un pendejo jovencito, capaz un poco más chico que los otros, pero
tampoco tanto. Zafaba al lado nuestro, podía disimular. El asistente me explicó que era el
hermano menor del Rulo y, como a él, lo miramos de lejos, sin acercarnos para no distraerlo. El
pibe andaba leyendo. Tenías varios libros abiertos sobre la mesa en la que trabajaba, y una
notebook a la que volvía una y otra vez. Yo nunca supe cómo mierda hacía: parecía tener el
cerebro despedazado por mil partes, y a cada una de esas partes dedicada a la recolección, el
cotejo y la selección de información, que después mezclaba con lo que traía el resto para hacer
alguna especie de remix en su cabeza, algo con sabor propio que se veía que lo había sacado
de algún lado, pero suficientemente personal como para que te dieras cuenta de que el chabón
tenía cabeza. Y posta que tenía cabeza Junior. “Nunca había visto a alguien tan maduro y con
tantas ganas de aprender”, decía el asistente, después de haberme contado cómo se llamaba y
los detalles de rigor. En la cara del tipo se veía que realmente admiraba al chico, y lo
consideraba por encima de los demás, yo mismo incluido. Eso me confirmó que al pendejo
aquel había que respetarlo.
Después de un (aburrido) rato espiando a Junior, el asistente me indicó que lo siguiera,
y volvimos a la Biblioteca. “Esperá acá”, me pidió, y desapareció por la puerta. Sí, de vuelta solo
en aquella maldita habitación. Esperando, ¿qué? ¿Qué carajos seguía ahora? Para pasar el
tiempo, como la última vez, volví a revisar la bestial cantidad de libros que había ahí. Era
imposible que ese tipo, el famoso Judío, los hubiera leído a todos. No se podía. Eran
demasiados. Incluso si tuviera el resto de su vida para leerlos, no le alcanzaría la memoria para
acordarse de todo lo que decían. Todavía hoy, después de todo lo que pasamos, sigo pensando
que es una pelotudez tener tantos libros. Hay demasiados libros, más información que gente
para aprovecharla.
Por suerte, no me pasé mucho tiempo flasheando. Un toque después de haberme
dejado, apareció, una vez más, el asistente, y atrás de él, toda la muchachada. “Muchachos, él
es”, arrancó, y dejó el espacio en silencio para que yo me presentara. “El Flaco”, me apuré a
decir. “Flaco, ellos son Los Pibes de El Judío”, me los presentó, ahora formalmente. Así fue como
los conocí.

Si piensan que ahora voy a volver con lo de los ninjas y El Chino y la paliza de nuestras
vidas, que nos corrigió para siempre, gente, me están decepcionando. Como les dije, esta es la
parte en la que hablo de Los Pibes, de cómo los conocí, de nuestra primera salida todos juntos.
Ah, antes de que me olvide, hay un detalle interesante que me parece que tendría que aclarar
ahora, porque después, en el mambo de contar, me voy a olvidar. El asistente me los presentó
como “Los Pibes de El Judío”, pero ellos, ni bien se fue el otro, me dijeron que ese nombre de
mierda no les cabía para nada. Que sí, que eran Los Pibes, pero nada más que eso, que no le
pertenecían a nadie. Laburaban para El Judío (o por lo menos, él les pagaba), pero nada más.

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Ahora sí, vuelvo al ruedo. Apenas nos presentó, el asistente le pidió a Los Pibes que me
llevaran a dar una vuelta. Les tiró unos morlacos, para que anduvieran con los bolsillos
cargados, y se fue. “Uff, por fin”, dijo Junior ni bien se cerró la puerta, “ese tipo es insoportable”,
y ya me cayó bien. “Así que vos sos el nuevo, ¿eh?”, me apuró Locura, sonriente, y entre sus
dientes se notaba el tinte naranja rojizo de los comedores ensangrentados. “¿Qué carajo
hiciste?”, quiso saber el Rulo. La pregunta me descolocó. No entendí qué carajo quería decir.
Cuando iba a explicármelo, saltó Junior de vuelta. “Che, ¿y si en vez de andar charlando acá no
lo charlamos por ahí, dando una vuelta?”, sugirió, y todos estuvimos de acuerdo. Ninguno
quería quedarse en esa casa un segundo más.
Lo primero que hicimos cuando salimos de la Casa Roja fue ir al bar más caro de la
República Popular de Capacaída. Cuando dejamos las motos y entramos a caminar para el lugar,
yo le advertí a Los Pibes que, vestidos como andábamos vestidos, era muy difícil que nos
dejaran pasar, pero ellos se cagaron de risa. Para joderme, me pidieron que entrara primero; no
les podía decir que no. Pasé, y el tipo que recibía a la gente en el local me saltó al humo. Era
obvio: gronchos como estábamos, la casa iba a hacer valer fervorosamente su derecho de
admisión y permanencia. Pero entonces aparecieron atrás mío Los Pibes, y la cara del pelotudo
de la puerta cambió totalmente. “¿Está con ustedes?”, preguntó, y mis nuevos camaradas le
dijeron que sí; el tipo no sabía cómo pedirme disculpas. Enseguida, nos avisó que nos
ubicáramos donde quisiéramos, que el local estaba para servirnos. “¿Cómo mierda pasó eso?”,
le pregunté a Los Pibes cuando nos acomodamos en la barra. Para demostrar la guita que
tenían, habían decidido pagar una ronda del whisky más caro. Al pedo, porque al final apenas si
tomamos unos sorbos, pero ellos querían alardear. “Vieja, si estás con nosotros”, me informó el
Elfo, palmeándome la espalda, “estás con los mejores. Acá nadie nos puede decir nada”.
“Entonces”, retomó el Rulo, cuando ya estábamos más calmados, “¿por qué carajo te
eligieron a vos? A todos nos eligieron por algo. ¿Vos qué tenés o qué hiciste?”. “Ya te dije
chabón, este es el pibe que hizo lo de Ponzi”, se metió entonces Junior, y yo me lo quedé
mirando. Así fue como me enteré que había sido él el que le había avisado al asistente de lo
que andaba haciendo. Ustedes por ahora no tienen una puta idea de qué ando diciendo, pero
no importa: ya se van a enterar, lo prometo. Por ahora, les basta con saber que había estafado a
mucha, mucha gente, y por eso El Judío se había fijado en mí. La cuestión es que cuando mi
negocio llegó a la escuela de Junior, él se dio cuenta enseguida de que había algo raro. “Era
demasiado fácil. Algo tenía que andar mal”, me iba explicando, mientras yo me daba cuenta de
que todo el tiempo había sido un pelotudo y me creía vivo. “Cuando me cayó la ficha de lo que
andabas haciendo lo primero que hice fue contarle al asistente, y bueno, lo otro ya lo sabes”,
me terminó de contar, y apuró su vaso de whisky, el único de los cinco que terminó sus dos
medidas. Los otros ya nos habíamos pedido un fernet.
Una jarra después, ya estábamos para irnos. No nos cabía para nada la onda del lugar,
ni a Los Pibes ni a mí, y si habíamos caído ahí, como me explicaron ellos una vez que salimos,
fue para caretearla. “Como hace la gente que está ahí adentro, nomás que nosotros lo decimos”,
me confesó el Elfo riendo. La verdad era que tenía razón: aquella gente iba a ese lugar por una
construcción mental muy particular, que le permitía mantener un relato del mundo que los
dejara dormir tranquilos, un teatro feroz dentro de los miles de teatros feroces de la existencia.
Pero no hagan caso de mis flasheadas, producto de tantas charlas y argumentaciones con El
Judío, y de todas las lecturas a las que me forzó el entrenamiento. En la época de mi primera
salida con Los Pibes yo era un pelotudo nuclear, un total ignorante, así que fácil darse cuenta de
que lo que ando batiendo (y cómo, sobre todo) es posterior a lo que relato.
El segundo lugar al que fuimos fue el Bar Obrero de Capacaída. “¿A qué vamos ahí?”, les
pregunté a Los Pibes. La verdad, a mí no me molestaba ir a escuchar algo de buena cumbia y
ver un poco de lindas minas, pero siempre me daba por preguntar antes de caer con la gente
por ahí, porque no cualquiera está preparado para entrar en un local cumbiero de mala muerte
frecuentados por aquellos que saludan al poderoso Caballero Don Dinero cuando van a morir.

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Cagándose de risa, Los Pibes me preguntaron si tenía miedo. No tenían ni idea de dónde era yo
y en qué onda me movía, se veía a la legua. Caímos en el Bar Obrero y enseguida nos entraron a
mirar mal: chetos como estábamos, era imposible que nos creyeran del palo. Mirando para
todos lados, cosa de que no nos cayera un botellazo traicionero en la tulipa, pero sin mirar, cosa
de no provocarlo, llegamos hasta la barra y nos pedimos la segunda jarra. “¿Y, qué te parece?”,
quiso saber Locura. No le entendí, y se lo dije. ¿El lugar, la salida, el grupo, el laburo, la vida?
“Esto, boludo, ahora, ¿qué te parece?”, me volvió a preguntar, y ahí me di cuenta de que
hablaba de todo. Y la verdad era que me gustaba. Estaba bueno, y se lo dije. “Para mí le falta
algo”, me contestó, y cagándose de risa, encaró para donde andaba el genterío bailando.
De haberlo conocido mejor, en ese momento hubiera tratado de pararlo. Pero la verdad
era que recién lo conocía, y no fue hasta que los demás pibes se dieron vuelta de la barra y se
fijaron quién falta, para alarmarse y volverse locos y preguntarme dónde carajos estaba el otro,
que me di cuenta de que haberlo dejado irse había sido un error. Porque el chabón fue hasta la
pista y buscó a la mina más linda de todas, la mina con el mejor cuerpo de todos, y sin hacerse
drama, le tocó olímpicamente el culo. Sonriendo todo el tiempo. El tipo que estaba con la mina,
una bestia de dos metros de alto, el más jodido del lugar, al ver lo que había hecho, lo colocó al
toque, nomás para que Locura se levantara al instante y le saltara encima con una lluvia de
piñas. Y entonces se armó el gran bardo gran, porque saltaron los amigos de la bestia a
defenderlo, y atrás de ellos salieron Los Pibes (a las puteadas) a bancar a su camarada. Yo, que
en mi vida había estado en una pelea, y que mi único recuerdo de tantas piñas era de
Malebolge, me quedé en la barra atacando solo a la jarra que los chicos habían abandonado y
mirando el quilombo como quien va al cine.
En ese momento, recibí la primera sorpresa por parte de Los Pibes. La segunda iba a
venir un rato después, en otro bar, en otra onda. Mientras los miraba desparramar golpes a lo
loco, me di cuenta de que peleaban bien. No, más que bien. Los Pibes peleaban de una manera
muy zarpada. Los suyos no eran, como en caso de los habitués del Bar Obrero, golpes burdos,
más violentos que técnicos (como algunos libros, por ejemplo); nada que ver: mis nuevos
amigos sabían cómo golpear, sabían dónde golpear, sabían qué fuerza imprimirle a cada golpe
(o a cada palabra, si de libros vamos) . Verlos pegar así, a ellos, que hasta ese momento me
habían parecido una manga de tarados (salvo, capaz, por Junior), me hizo pensar en qué carajos
les habían enseñado en el entrenamiento.
La cosa es que después de un rato el asunto se puso fiero y, sin que pudiera terminar la
jarra, el Elfo cayó a agarrarme del brazo y avisarme a los tirones que había que rajar de ahí
porque se había podrido todo y en cualquier momento caía la cana y marchábamos presos
todos. Así que solté la jarra a la mierda y ahí nomás me sumé a Los Pibes, que ya se abrían paso
a las trompadas para llegar a la puerta y a la calle y a las motos, cosa de borrarse de aquel
barrio lo más rápido posible.

Cagándose de risa, a los gritos y con la cara ensangrentada por la cantidad de piñas que
había recibido, Locura lideraba la comitiva. Menos mal que los otros cuatro se pusieron de
acuerdo, en ese momento, que lo mejor era terminar la noche en el Bar Bohemio, porque
probablemente, si hacíamos lo que decía el otro enfermo, íbamos a terminar yendo para la
Mansión Playboy. Pero la democracia triunfó una vez más, y terminamos la noche de una
manera mucho más copada.
Esa noche fue para mí el nacimiento de una hermosa amistad: mi amistad con el Bar
Bohemio. A partir de esa noche, no importaba adónde fuéramos en Capacaída, sí o sí, más tarde
o más temprano, íbamos a terminar parando en el viejo Bar Bohemio. Era un lugar copado,
buena onda, de corte piola, tolerante, cultural, en el que solamente te pasaban rock, que es lo
que a la gente que iba, esa misma gente de mente abierta y democrática, le gustaría que pasen
solamente, en todos lados. Aunque cada tanto al DJ se le patinaba la cadena y te pasaba algo
de cumbia, cuarteto y reggaetón, y entonces esa misma gente abierta y democrática se

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sorprendía sintiendo un rumor extraño en el vientre y en la cintura, y algunos afortunados lo
sabían interpretar, y entonces se ponían a bailar, olvidándose de todos sus evangelios de lo que
debería ser la cultura.
Como sea, llegamos al Bar Bohemio, y ahí nomás, en vez de ir para el lado de la barra,
Los Pibes se acomodaron en unos sillones que había por ahí, y el Rulo fue a buscar la primera
de las jarras que íbamos a tomar en aquel lugar. Al rato volvió, armado con Branca Menta, para
empezar el que sería nuestro ritual de siempre: la senda de la jarra y la charla culturosa. Y
entonces tuve la segunda sorpresa de la noche: Los Pibes no eran ningunos idiotas. Sabían, y
sabían mucho, y escuchándolos conversar me encontré a mí mismo como un pelotudo en toda
regla, un nabo total, que no sabía un carajo.
Ahora, a la distancia, me doy cuenta de que en realidad esa había sido desde el
principio la estrategia del asistente: salir con Los Pibes, ver la onda en la que se movían, iba a
convertirse en el principal motor para terminar trabajando para El Judío. No el laburo, no la
plata, no el respeto ni todas esas giladas. No; la clave para que yo terminara donde terminé, era
eso justamente: que yo quisiera convertirme en uno de ellos, que yo encontrara un grupo que
representara, no lo que yo era, sino lo que quería ser. Y el asistente tuvo razón. Yo soy, y
siempre voy a ser, uno de Los Pibes.

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TERCERA ENTREGA

LA TRISTE, TRISTE HISTORIA DE SU BUEN AMIGO EL


NARRADOR

Esta es la parte en la que me putean. En la que me dicen que soy una rata, una basura, por
desviarme por la tangente y no volver al punto donde había dejado mi historieta. Que sí, ya sé,
que tiré un montón de piedras y ando escondiendo la voz, negándoles la tranquilidad de saber
qué carajo era todo ese asunto de El Chino y los ninjas y la paliza de sus vidas. Ni siquiera estoy
siguiendo con lo que arranqué después; no saben por qué fui a la Casa Roja, cuál era mi famoso
trabajo, quién es El Judío, ni el entrenamiento, ni Ponzi ni Malebolge. Pero la posta es que me di
cuenta de que no puedo contar la historia de todas las cosas que yo hice sin que ustedes
tengan por lo menos una idea de quién soy yo.
Probablemente la historia que les estoy contando empiece justo a principios de este
año, mientras yo caminaba mi vuelta a casa de la escuela hasta llegar a la mi calle en Barrio
Obrero de la República Popular de Capacaída, donde vivía. Probablemente empiece cuando se
me ocurrió la idea para salvar mi futuro de continuar con el legado familiar, obviando la carrera
que se me había marcado como mano de obra (una carrera que empezaba con comprarse una
moto, conseguirse una novia gracias a la moto, comprarse un auto, generalmente un Fiat 147,
que la chica quedara embarazada, casarse, conseguir una casa, laburar durante treinta, cuarenta,
cincuenta años sin posibilidad de crecer indefinidamente dentro la estructura de la empresa,
condenado a hacer las mismas actividades todos los días, nomás para terminar cobrando una
jubilación de mierda, así, sin premios, ni besos ni abrazos, y morir solo y lleno de deudas,
porque uno hasta muerto sigue siendo una deuda). Pero la posta es que ese, justo ese, no es el
principio de mi historia.

Antes de conocer el Palacio, antes del balazo y de que entráramos a la quinta del Jefe
Supremo, antes del Mejor Partido de Fútbol de la Historia, antes pasar una noche en el
Cementerio Infinito y de enfrentarnos a El Pirata y de la estafa del Chevy, antes de conocer a los
gitanos y a los ninjas, antes del entrenamiento y de la amenaza y de conocer a Los Pibes y el
Juego de Ponzi, antes de atravesar todos y cada uno de los Círculos del Infierno; nací yo.
A mí me dicen Flaco, y lo que van a escuchar a continuación es la historia de las
desdichas previas a la llegada de las verdaderas desdichas. Si tuviera que nombrar una
característica de mi vida, diría que es y siempre ha sido la mala suerte. No soy un tipo jodido, no
soy un tipo que mereció lo que le pasó: nomás tuve mala suerte. Nomás tuve la desgracia de
haber estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Supongo que eso fue así
desde mi nacimiento: nací marcado, primogénito de una pareja joven de obreros hijos de
obreros que bajaron de los barcos. Todo el mundo sabe que se necesitan por lo menos cuatro o
cinco generaciones para poder pasar de ser hijo de los barcos a tener por lo menos una vida
que te permita decir que la pobreza es para lo que no se esfuerzan, pero yo era tercera
generación y mis viejos no habían andado mucho todavía, así que estaba condenado desde el
principio.
Antes de seguir, para hacerles más fácil la onda, me gustaría contarles de algo que me
di cuenta durante el entrenamiento. Hubo uno de todos los libros que me hizo leer El Judío que
me impactó más que los otros. Iba de un chabón que en un momento de su vida, después de
haber andado mucho de joda, le agarraba una crisis existencial y se veía perdido en una
metafórica selva oscura. Así que, acompañado de su Maestro, recorría todos los mundos del
Otro Plano, el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, para limpiar su alma. Sí yo tuviera que
comparar mi vida con algún libro, definitivamente sería ese: pasé siete años de mi vida
atravesando los distintos Círculos del Infierno que fue la escuela primaria; para después

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ascender a través de la cinco Terrazas del Purgatorio de la escuela secundaria; para terminar en
el Paraíso, que es donde estoy ahora, mientras les cuento esto.
Pero el ahora está muy lejos de esas épocas, los días de Malebolge. Todavía me acuerdo
muy bien de todo: mi barrio era el patio trasero de una ciudad que era el patio trasero de las
Grandes Ciudades, y toda la basura que las Grandes Ciudades tiraban en nuestra ciudad, la
ciudad la tiraba en mi barrio. Pasé los años más amargos de mi vida en aquel lugar, y con el
paso del tiempo, pude ver los cambios que para otros solamente habían sido ajenas estadísticas
y material de intelectuales. Yo viví esas cosas de las que habla todo el mundo sin conocer nada,
y vi las cosas que todos conocen pero de las que nadie habla. Y a la par que yo fui creciendo,
convirtiéndome en un sobreviviente, atestigüé el número cada vez mayor de balazos que se
escuchaban por las noches, o las zapatillas que iban ganando todos y cada uno de los cables de
luz. Lo único que permanecía igual eran las calles de tierra.
El barrio tenía una escuela a su imagen y semejanza; una escuela que se había ido
transformando con los años, testigo, víctima, evidencia y respuesta de los cambios que estaba
sufriendo el lugar. Yo me doy cuenta de todo eso ahora, que lo miro a la distancia, pero la
verdad es que con el apuro del día a día, cada cosa nueva que iba pasando parecía que había
sido así siempre. Por eso nadie se sorprendió cuando de un año para el otro la escuela pasó a
estar enrejada, y después, prácticamente blindada. Nadie pudo decir en qué momento los
profesores habían dejado de dar miedo, para terminar teniendo miedo. Y nadie pudo anticipar
(aunque haya estado todo el tiempo ahí, a la vista) que los chicos inquietos se iban a volver
problemáticos, y los problemáticos se iban a volver peligrosos. Que iban a golpear a los
maestros, que iban a amenazar con armas a sus compañeros, que iban a llegar borrachos,
drogados a clases, y que la escuela no iba a ser ese lugar planeado para educar y formar a las
futuras generaciones, sino un campo de batalla donde día a día había que pelear por la
supervivencia, fueras maestro, alumno, directora, secretaria o portero.
En ese lugar crecí yo. A esa escuela asistí. No lo pude elegir. No fue algo que pude
negociar. Fue lo que me tocó. Y en el camino de mi Infierno Personal, nadie me dio una mano;
no tuve a ningún Maestro acompañándome e indicándome hacia dónde había que dar el
siguiente paso, qué sendero tomar para evitar el peligro o alcanzar la sabiduría. Nomás estaba
yo, y mi capacidad para sobrevivir al precio que fuera.

La mayoría aprende en la escuela a leer y escribir, a sumar y restar y multiplicar y dividir,


las provincias y sus capitales, su himno y su bandera, los cinco reinos de los seres vivos, quién se
come a quién en la selva, y algún par de sandeces más que no vienen al caso. El tema es que yo
no pude aprender nada de eso. Porque lo cierto es que, aunque uno tenga las mejores
intenciones y pretenda cumplir con las normas y obligaciones, cuando la situación te va
reduciendo la cintura no te queda otra que ceñirte a lo único que uno sabe desde su
nacimiento, que es hacer todo lo posible por vivir un día más. Cuando la gente me pregunta
qué aprendí en todos esos años de la escuela primaria, eso es lo que les contesto: Tácticas
Avanzadas de Supervivencia. Así, como suena.
Atravesando los Siete Círculos de mi Infierno Personal aprendí yo todo lo que
necesitaba para salvar la bolsa y la vida. Aprendí qué podía decir y qué no, y cuando debía
había abrir la boca; aprendí a quién podía mirar a la cara y con quién no podía levantar la vista;
aprendí a perderme entre la multitud para que nadie me encontrara, a identificar cada posible
lugar donde me pudiera esconder la mirada de quien fuera que me persiguiera; aprendí a
correr, correr muy rápido, y a esquivar a cualquiera que quisiera cortarme el paso, como así
también evadir lo que fuera que me tiraran. Como a medida que fue aumentando la agresividad
entre alumnos se fue haciendo imposible poder comprarse cosas para comer sin otros te las
robaran, aprendí a pasar mucho, mucho tiempo sin precisar ingerir bocado, ni siquiera tomar
agua, para evitar cualquier clase de ataque a traición mientras uno andaba indefenso. También

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aprendí a desprender de lo material, a contar con cada vez menos cosas, las esenciales, para
evitar cualquier clase de inconveniente más tarde a la hora de volver a casa.
Porque la verdad era que yo no tenía que combatir en un solo frente. Porque tenía
padres que habían sido criados con otra lógica, y que no estaban preparados para los cambios
que afectaron a mi infancia y a mi paso por la escuela primaria. Porque cada vez que volvía a
casa, podía terminar enfrentando la bronca de mis viejos. Porque si alguien me había robado
algo en clases, la culpa no era del otro; era mía. Mía por no cuidar mis útiles, mía por salir a dar
vueltas por el aula a charlar con mis compañeros, mía por no guardar mis útiles adentro de la
cartuchera y la cartuchera dentro de la mochila y la mochila dentro de una bóveda seis pies
bajo tierra. Mía porque yo no era como mis compañeros, porque yo no tenía la libertad de
poder dar vueltas y descuidar mis cosas, como hacían los otros, mía porque era un pelotudo
que no cuidaba nada, porque tenía que estar ahí, siempre ahí, ahí, ahí, ahí, y ay de mí si a pesar
de la semejante vigilancia tenía un rojo en el balance cuando tocaba el timbre. Y mía también,
porque tenía que aprender a defenderme, a hacerle frente a los otros chicos; aunque ya no se
peleara uno contra uno, aunque los códigos se hubieran muerto, y lo más probable era que
terminara como el pibe aquel, al que habían agarrado entre cinco, y le habían abierto la cabeza
pegándole con un candado que colgaba al final de una cadena con mala voluntad empuñada.
Pero volviendo a las Tácticas Avanzadas de Supervivencia, estaría mintiendo si les dijera
que las aprendí todas así, de golpe. Nada que ver. Por el contrario, aprender las tácticas me
llevó tiempo, y no fue hasta su debido momento, en un determinado Círculo de mi viaje por el
Infierno, que di con ellas, y las volví parte de mi diario vivir. Así, por ejemplo, el Primer Círculo
fue para mí un Limbo, ni tan bueno ni tan malo, pero definitivamente exento de todo aquello
que más adelante iba a joderme la vida. Ya con el Segundo Círculo, empezaron los problemas:
las primeras cargadas, las primeras comparaciones desagradables, pero todavía dentro de los
límites; ya empezaba a marcarse un sentido de supervivencia. Para el Tercer Círculo, se volvió
necesario despertar: los maestros no estaban ahí para cuidarnos, no estaban ahí para garantizar
que, durante el recreo, y justo después de comprar en el kiosco, no se abalanzaran sobre uno
los más violentos, y a fuerza de coacción se quedaran con nuestras golosinas; se fue haciendo
necesario, primero, saber cuándo comprar, y más tarde, dejar de hacerlo, o bien esconder muy
bien lo que se compraba. El Cuarto Círculo anunció un cambio radical: a partir de aquel, ya no
se podía dejar ningún lápiz a la vista; menos que menos reglas, lapiceras, fibras o cosas por el
estilo: cualquier cosa que quedara fuera de la cartuchera después del toque de queda podía
desaparecer, y no volver nunca más. El Quinto Círculo era el de los violentos: las jodas habían
habilitado la burla hiriente, y la burla hiriente había dejado paso a la expresión física. Aunque
tampoco era que a uno le pegaran fuerte. El problema, en realidad, era la constancia. Era que te
dieran pequeños golpes todos los días; nada de palizas de antes y después, no. Coscorrones,
golpes a traición, pisadas, empujones, zancadillas: todo valía si uno llevaba un blanco pegado a
la espalda. Ya para el Sexto y el Séptimo Círculos estaba todo jugado, ya no había misterio;
apenas la callada desesperación del que sabe que está obligado a marchar todos los días a un
lugar donde se lo humilla, donde se lo golpea, donde se lo persigue, donde es víctima de los
otros, víctima de los propios, y víctima de la ausencia de los que deberían protegerlo.
Sin dudas, lo peor que me había pasado en la vida, hasta las épocas de El Judío y la
Cruzada, fue la historia de la lapicera durante el Séptimo, Último de los Círculos del Infierno.
Resulta que un día mi viejo había caído a casa a la vuelta del laburo con una de esas lapiceras
mágicas que vienen con varios colores, para regalármela. Me dijo que era por estar en el último
grado de la primaria; o sea que venía con su orgullo y su aprobación. Al otro día la llevé a la
escuela, con la frente bien alta. Y bueno, pasó que en un momento, que ahora no me acuerdo
bien cómo fue, creo que el maestro se había ido del aula o algo así, yo agarré y, como todos los
demás chicos, me levanté y me puse a dar vueltas y a conversar. Había dejado mi lapicera
especial sobre mi banco; cuando volví, no estaba más. La busqué en todos lados: en mis

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bolsillos, en la cartuchera, en la mochila, en el piso, en el banco del compañero de al lado, y del
otro lado, y el del frente, y de atrás. Y nada. No estaba por ningún lado.
En ese momento me entró a agarrar la desesperación. Empecé a pensar en todo lo que
me iba a decir mi viejo, en cómo me iba a gritar, que no era nomás distraído, que en realidad
era un pelotudo, un pelotudo de mierda que no se merecía nada porque definitivamente no
sabía cuidar las cosas que le regalaban. Me largué a llorar. No sabía qué más hacer.
Entonces escuché el grito.
”¡Ahí está tu lapicera!”, gritó alguien, desde la nada. Y la vi, girando, en el aire, alto, cada
vez más alto, girando, subiendo, girando, cada vez más alto, cada vez más cerca del techo, cada
vez más cerca del ventilador que cuelga del techo, el ventilador girando como la lapicera, más
rápido, mucho más rápido; ¡PRAK! el cruce dura una fracción de segundo, la paleta alcanza la
lapicera y al tocarla nomás ya la destruye, la despedaza, la hace mierda, no queda nada, nada
más que pedazos que se disparan para cualquier lado, que se proyectan hasta la estratósfera, y
capaz todavía deben andar ahí, dando vueltas.
Ya pasaron muchos años de esa época, y después de bastantes charlas con El Judío,
tengo que darle la razón. Lo que esos chicos me habían hecho a mí se lo hacían en la casa a
ellos, a lo mejor sus hermanos, y a sus hermanos los viejos, y a los viejos alguien más. Porque
siempre hay alguien más pegando atrás del pega, con la mano, la voz, el recuerdo, el corazón o
el bolsillo. Lo que no quita, obvio, que también use lo que me enseñó El Judío, y busque un
bate de baseball, y salga a buscar uno por uno a esos hijos de puta, y ahí nomas, al vuelo, sin
decir palabra, les dé un palazo que les arranque la mandíbula de cuajo. Para quedar a mano.
Para demostrarles que tengo huevos, y no soy nomás otro traumado cagón que se puso a
escribir un libro con sus problemas.

Más o menos a partir del año siguiente empieza la etapa de mi vida que he dado en
llamar el Purgatorio, y que coincide con la llegada de nuestra familia a la República Popular de
Capacaída y con mi ingreso a la escuela secundaria. Como terminamos en la República es fácil
de explicar: una jugarreta económica de las altas esferas de la fábrica de Malebolge en la que
laburaba mi viejo había llevado a una feliz Reestructuración Empresarial, que es un nombre
elegante para el despido indiscriminado de empleados. Con muchos hijos y pocos ingresos, a
mi viejo sólo le quedó cargar con su familia a cuestas al exilio, y la República se alzaba, y se alza
todavía, como una Meca para aquellos que quieren progresar en la vida. Capacaída es una isla,
una excepción, uno de esos pueblos de la Dimensión Desconocida que no aparecen en los
mapas, o que figuran nomás para los entendidos. Es una ciudad gringa, pujante y llena de plata,
y su gente está acostumbrada a que todos sean gringos, pujantes y llenos de plata. Lástima que
a mi familia y a mí nos tocó ser parte de aquellos que hacen la plata, y no de los que la
disfrutan.
Como la ciudad está llena de fábricas, a mi viejo, que tiene esa voluntad de laburo de la
vieja escuela, no le costó encontrar trabajo. Y como las fábricas de acá acostumbran a tener a
sus empleados cerca, a cuidarlos y a darles lo necesario para que sigan produciendo sin
problemas, terminamos viviendo en uno de los tantos barrios obreros de la ciudad. El lugar no
se parecía en nada al pasado. No era un Paraíso, no se confundan, pero tampoco el Infierno: las
calles estaban asfaltadas y se tenían los servicios básicos. No pendían zapatillas de ningún
cable, ni se aullaban las armas por las noches. Era un lugar para vivir y trabajar, que es lo que
satisface a las masas.
Este cambio de ambiente, sin tener que andar corriendo para salvar la vida, sin tener
que sobrevivir, me dio la tranquilidad suficiente como para poder pararme a pensar. Y el
resultado de aquel pensamiento fue la certeza de que quería cambiar mi vida. Quería otra vida,
sin tanto bardo ni giladas. Así que empecé la escuela secundaria decidido a convertirme en la
mejor versión posible de mí mismo.

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El proceso, al igual que mi paso a través del Infierno, no fue fácil. Estaba en un entorno
nuevo, y para colmo, me había convertido en un forastero, en alguien que venía de afuera, y era
una amenaza al orden establecido. Pero a fuerza de ponerle onda, fui aprendiendo nuevas
habilidades, y esas habilidades me convirtieron en un tipo más copado a los ojos de la pibada.
Primero fueron los videojuegos, durante la Primera Terraza del Purgatorio: todos mis años
encerrado en casa jugando al Mortal Kombat o al Street Fighter por lo imposible que resultaba
salir a jugar a la calle en el barrio de Malebolge me habían convertido en una bestia, y cuando la
libertad de Capacaída me permitió salir y jugar contra otra gente, no me costaba nada cagarlos
a trompadas en los fichines o al juntarse en la casa de algún compañero. Después, en la
Segunda Terraza del Purgatorio, le iba a tocar el turno al fútbol: tuvo que pasar un año entero
antes de que me invitaran por primera vez, justo una vuelta que se les faltaba un jugador y ya le
habían dicho que no todos sus otras posibilidades. Por suerte, como sé defenderme con la
balón en los pies, pasé la prueba, y así conocí a mi primer grupo de amigos. Con esos
muchachos aprendí a jugar al Counter Strike, me dediqué a romper focos de la calle, pelotudeé
en la escuela, salí por primera vez al boliche, y me puse por primera vez en pedo.
Con mi llegada a la noche y el ascenso a la Tercera Terraza del Purgatorio, se dio otro
descubrimiento. Porque resulta ser que empecé a meterle cumbia, cuarteto y reggaeton, y así,
del poco dormir y del mucho bailar, se me incendiaron las caderas, de manera que me convertí
en Maestro de Baile para The International Commission of Cumbia and Cuarteting Dance, que si
no me equivoco tiene sede en Suiza. Aunque esa es otra historia, que no tiene nada que ver con
la legendaria Cruzada que Su Buen Amigo el Narrador realizó junto con Los Pibes, a fin de
salvar la cabeza de El Judío.
Baste saber que mis habilidades para el baile me habían ayudado a socializar, y que ya
no era el pobre, pobre pibe al que todo el mundo quería pegarle y robarle, sino uno más del
montón, y eso significaba comodidad. Pero todavía falta lo más importante, el eslabón clave
para unir todo lo que les conté hasta ahora, con todo lo que me queda por contar. Y ustedes
que pensaban que nomás andaba mandando fruta.

Había algo con todo aquel asunto del Purgatorio que no había considerado. Algo de lo
que no tenía idea siquiera. El hecho de que mis viejos ya tenían planes para mí. Verán, hay una
verdad que nadie nos dice, y que yo tuve que aprender a la fuerza en esa época, y que confirmé
tiempo después, cuando ya estaba metido hasta el cuello en mi nuevo trabajo: la libertad sólo
existe para los que pueden pagarla. No es una exageración, no es una falacia; es un hecho de la
vida. Nos pasamos la vida creyendo que somos libres y que podemos hacer lo que queremos,
pero lo cierto es que solamente podemos hacer lo que podemos pagar, y si tu situación no te
permite comprar determinado grado de libertad, va a ser imposible que puedas gozarla.
Ahora bien, toda esa perorata anterior viene a cuenta de la noticia que me pasaron mis
viejos mientras transitaba la Penúltima Terraza del Purgatorio, a la mitad del año pasado. Podría
contar la verdadera historia, describiendo cada uno de los gritos y las quejas y las puteadas y
demás operetas de telenovela que disparamos los dos lados de la contienda, pero quizás sea
mucho más sano, y mucho más fiel al espíritu de mi relato, contarlo como debería haber
pasado: un día llegué de la escuela, y mis viejos me pidieron que me sentara a la mesa, porque
querían informarme de algo. Con calma, aunque obviamente perturbado, porque esa clase de
situaciones rompen con la planicie cotidiana, me senté, para escucharlos explicarme que, dada
la situación que pasaba mi familia, yo no iba a tener la posibilidad de elegir mi futuro, sino que
iba a tener que transitar el que la necesidad había trazado para mí: mi casa precisaba ingresos
extra, y la única manera que existía de conseguirlos era que, una vez terminada la secundaria, yo
empezara a laburar codo a codo con mi viejo en la fábrica.
En aquella época yo no tenía ni puta idea de lo que quería, pero sabía, con mis huesos,
mi carne y todos mis órganos sabía, que no quería eso. Pero no había muchas vueltas que darle
al asunto: mis viejos se habían puesto inflexibles con su decisión. No había plata suficiente para

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que pudiera ir a la universidad (aunque la posta es que yo tampoco hacía muchos méritos para
aparentar que me merecía el sacrificio de la familia), y tampoco es que tuviera perspectivas de
conseguir un laburo apenas terminara la escuela. Pero de todas maneras: ¡era mi vida, la puta
madre! ¡Es mi vida!
Todavía me faltaba aprender mucho.

Me pasé toda la segunda mitad de la Cuarta Terraza del Purgatorio peleando con mis
viejos para tratar de sacarles de la cabeza la idea de terminar laburando en la fábrica, pero no
hubo caso. La fábrica se había convertido en mi Destino, con la fuerza de una maldición, con la
contundencia de una sentencia de muerte. Y para cuando alcancé los diecisiete años, la
situación, en vez de aflojar, se puso peor: ya mis viejos habían empezado la cuenta regresiva, e
iban marcando los días en el calendario de la heladera, relamiéndose con la posibilidad de
poder sacar aunque sea la cabeza del fango popular en el que andábamos metidos.
Y así llegamos al principio de la historia, conmigo volviendo los pasos pisados de la
escuela a mi casa, a principios de mi último año escolar. En la cabeza, la certeza inexorable de
que estaba viviendo los últimos días de mi libertad, y la pulsión exagerada de conseguir una vía
de escape a todo aquello. Pero no se me ocurría nada, y día tras día nomás me quedaba volver
a casa, apretando los dientes, pensando y pensando, maquinando como un hijo de puta, sin
podes hallar a manera de cambiar mi suerte. Y en mi cabeza sonando, como un coro de
demonios, el mantra de mi futuro: “¡Salve Dinero, los que van a morir te saludan!”. Después de
haber atravesado todos los Círculos del Infierno y aprendido Tácticas Avanzadas de
Supervivencia, había subido hasta la Última Terraza del Purgatorio, copándome en el proceso y
agarrando la onda, y resultaba que había sido todo en vano.
Tenía que encontrar una salida. Tenía que ocurrírseme alguna idea que pudiera
evitarme aquel destino. Tenía que poder resolver la situación económica de mi familia, sin
destruir mi libertad de hacer con mi vida lo que quisiera.
Y lo hice.

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CUARTA ENTREGA

UN NEGOCIO PERFECTO

La verdad, mis amigos del otro lado, no tengo ni idea de para qué estoy grabando esto. El Judío
vino y me pidió que le diera al REC y contara la historia, y en eso estoy. Qué va a pasar con mis
palabras, eso nomás él lo sabe. Su Buen Amigo el Narrador, ajeno a esas preocupaciones, se
dedica a contar, contar y contar, todo lo que pasó durante su último año de secundaria, la
Última Terraza del Purgatorio, la prueba final antes de acceder al Paraíso. Y aunque todavía falta
para el momento de nuestra primera incursión en el universo de las mafias de la República,
puedo decir contento que ya están dispuestas las bases para entenderlo todo. Saben quiénes
son Los Pibes y saben quién soy yo. Les queda nomás saber algunas cositas más. Como por
ejemplo, ¿cómo carajo fue que el asistente dio conmigo? La culpa no fue de Junior, como todo
el mundo piensa, sino de Carlo Ponzi.
Eran los principios de mi último año de la secundaria, y andaba hasta las manos. Jodido,
re jodido, en lo único que pensaba todos los días, a la ida y a la vuelta de la escuela, y en cada
ratito libre que tenía, era en la Sentencia: cuando cumpliera dieciocho iba a ir a laburar a la
fábrica con mi viejo. Era inevitable. En ese estado, todos mis esfuerzos estaban dirigidos al
hallazgo de una idea, a gestar un proyecto, un negocio, algo, cualquier cosa, que me permitiera
conseguir guita suficiente como para convencer a mis viejos. Para comprar mi libertad. Lo peor
era que a veces se me ocurrían ideas, pero como era un muerto de hambre no las podía
concretar. En realidad, esa era la verdadera tortura: todo el mundo se llena la boca hablando de
hacer cosas para salir adelante y tener plata, pero la verdad es que para cualquier cosa que
quieras hacer vas a necesitar guita antes. Cuestan los materiales, cuestan las herramientas,
cuestan los insumos. Las cartas están marcadas, y ya sabemos quiénes son los que tienen más
chances. Los “emprendedores”, los que “la pegaron”, nunca te cuentan la historia de la herencia
del tío muerto, de la plata que ganaron cagando a alguien o vendiéndose, que ganaron la
lotería o tenían un contacto en el lugar correcto. Son pocos los que la pelean de abajo posta. Y
si hay que batir la justa, no la tienen muy fácil que digamos, y la tienen que remar un montón.
Tampoco quiero demonizar a mis viejos. No es la idea. Porque la verdad es que, quizás
si yo hubiese sido mejor alumno, si hubiese demostrado un verdadero interés por el estudio,
ellos hubieran hecho el esfuerzo para que fuera a la universidad y me convirtiera en un
orgulloso ejemplar de movilidad social. Pero es que tampoco se puede estar en un lugar donde
te obligan a aprender cosas que no te interesan, que en la mayoría de los casos no te van a
servir para nada, bien temprano, cuando todavía quedan en tu cabeza los ecos de la noche
anterior, la desesperación de tu vieja que no sabe cómo van a llegar a fin de mes, el
agotamiento de tu viejo, que se deslomó hasta deshoras y no te dirige la palabra porque no
sabe cómo mirarte a la cara y decirte que no, que no podés ser como tus compañeros, que van
a salir, que se van a comprar la pilcha nueva, que van a tener placeres que a vos te van a ser
negados por su culpa, por las decisiones de su pasado; y para colmo, estar ahí, ahí en clases,
con ese dolor puntual, ese estrujamiento de las tripas a diez centímetros por encima del
ombligo, esa fuerza capaz de ponerte de rodillas y que, por esa pereza que tenemos de poner
nombre a las cosas, dimos en llamar hambre. No, es imposible. Para peor, si uno ya tiene
incorporado que, salvo que tenga un desempeño excepcional, ni siquiera un buen desempeño
va a conseguir salvarlo, las ganas se reducen todavía más.
Porque quizás debería aclarar ese detalle también: la escuela no era precisamente mi
fuerte. De hecho, para ser honesto, era un desastre, y después de la Sentencia, empeoré. Así que
es entendible que, un par de meses después, y gracias a los efectos del entrenamiento, mis
profesores citaran a mis viejos para una reunión, con la sospecha de que o bien yo andaba

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haciendo trampa masivamente, o consumía alguna clase de droga (al final tuve que confesar
que nomás eran los severos efectos de la lectura exagerada).
La única materia de la que tenían noticia que fuera bueno desde el primer momento era
economía. Pero es que a partir de la primera clase yo me di cuenta de que ahí andaba la posta.
SI yo podía entender cómo funcionaba la plata, cómo laburaba, lo iba a poder entender todo.
En un mundo donde todo es guita, guita, guita, saber cómo surge el dinero, cómo vive, cómo
crece, cómo piensa, cómo desaparece, era (es) entenderlo todo; te daba (te da) el poder total,
las herramientas suficientes para que una inventiva zarpada pueda hacer cualquier cosa. Hasta
salvar a tu familia y evitar laburar en una fábrica.
Estudiar economía ponía a mi cabeza a funcionar en términos de plata. Conseguir,
retener, multiplicar. Frente a tantas teorías, frente a tantos casos exitosos, la única certeza que
tenía era la de la posibilidad. Y cuando uno reconoce la posibilidad, por el Principio de Pareto,
sabe que la cosa está cocinada.
Hasta que un buen día, de tanto pensar y pensar, cuando llevaba apenas un mes de
cursado en la Quinta Terraza del Purgatorio, tuve la idea.

LA MARAVILLOSA IDEA BRILLANTE DE SU BUEN AMIGO EL NARRADOR

Después de haberla tenido, me pregunté, todo el tiempo, cómo carajo no se me había


ocurrido antes. Porque era fácil de implementar, fácil de entender, y sus beneficios eran
extraordinarios. La mejor idea posible. ¿Y de qué iba todo? Bien, básicamente me di cuenta,
después de estudiar su naturaleza, que el éxito del dinero radica en su capacidad para
generarse a sí mismo. Esta idea parece ir contra todo lo que sabemos, porque la lógica es que la
plata se te va de las manos, en vez de tener cada vez más. Pero no: la plata se acumula, y cuanta
más plata tenés, más plata podés crear. Obvio, si yo le decía esto a la gente que tenía que
confiar en mí, me iban a sacar cagando. Tenía que dar una demostración práctica. De ahí lo que
hice.
Empecé juntando tres valientes voluntarios. No fue fácil: cuando se trata de plata, la
gente siempre desconfía. Pero en cuanto les empecé a contar las ventajas del sistema, las
ganancias que iban a obtener sin prácticamente tener que hacer nada, se convencieron
enseguida. Cada uno de ellos tenía que poner diez pesos, más los diez pesos que había puesto
yo. Esos cuarenta pesos se iban a convertir en la base de nuestro fondo de inversión
comunitario. Después, cada uno de ellos iba a tener que conseguir a otros inversores para
poder seguir con la cadena, que iban a tener que invertir otros diez pesos cada uno. Y a
continuación, esos nueve inversores iban a aportar al sistema otros tres inversores, que a su vez
iban a sumar a otros, y a su plata, en una cadena infinita de aportes. En este momento capaz se
anden preguntando dónde anda el brillante negocio atrás de todo esto, para qué aportar los
diez famosos pesos. Simple: la plata llamaba a la plata. Dos semanas después de haber
invertido, y gracias a que el proyecto crecía cada vez más, cada participante recibía su inversión
más un porcentaje que andaba por el orden del 100%. O por lo menos, eso le dije a los
primeros participantes, porque sabía que no iban a querer participar si les decía los números
reales. Y eso era todo, no hacía falta más. Ni esforzarse, ni preocuparse, ni renegar. Simplemente
seguir invirtiendo en el proyecto, y conseguir gente que se sumara.
No podía fallar.

LA EJECUCIÓN

“¿Y vos estás seguro de que esto va a dar guita?”. “Seh, vos dame la plata tranqui”.
“Bueno, pero si me llegás a cagar, te busco y te cago a trompadas”. “Seh, vos dale…”. Repita el
diálogo tres veces, y así consigue la base de inversión para su proyecto.

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Sólo después de hacerlo me di cuenta de que empezar una empresa no es tan difícil
como parece cuando uno lo piensa. Y ahora que lo pienso, no es complicado arrancar con nada.
Es simplemente eso, empezar, poner en movimiento las cosas. La decisión cuesta más que la
acción en sí, y no nos damos cuenta; y para cuando lo hacemos, ya pasó una semana, y tenemos
a doce personas colaborando con la esperanza de volverse ricas de la noche a la mañana, tal y
como les había prometido; nueve de las cuales ya se estaban movilizando para sumar otros tres
participantes cada una.
La mejor parte de todo aquel asunto era que no había que hacer nada. Después de
haber puesto los diez mangos y conseguir a tres nuevos miembros, ya estaba todo hecho.
Nomás quedaba esperar. Simple, práctico, perfecto. Y por un momento llegué a pensar que era
una locura, que no podía ser real. Hasta que, a la semana siguiente, la realidad me golpeó con
su natural, cruda contundencia; a mí, y a los primeros tres inversores. Porque resulta que, como
ya les había dicho a ustedes, no les canté la justa cuando les conté de la ganancias. Nada que
ver. Yo les había dicho que la ganancia era del 100%, porque sabía que nunca iban a creer que,
si uno invertía en mi sistema, la ganancia subía al orden del 900%.
Sí: dos semanas después de haber apostado por mí, los inversores recuperaban sus diez
pesos, más noventa pesos de arriba.
No creo que tenga que decir más nada para que se hagan una idea de la locura que se
desató enseguida en la escuela. De una semana para la otra, todo el mundo quería participar en
ese copado negocio secreto en el que ganabas plata mágicamente, de un día para el otro y sin
tener que hacer un carajo. Todos los alumnos de todos los años de todas las terminalidades
aparecían preguntando con quién había que hablar para sumarse, cuánta plata tenían que
poner y cómo se hacía para cobrar. A veces me preguntaban a mí, y yo me hacía el pelotudo; les
decía que no sabía quién andaba atrás de semejante obra maestra. Pasa que, al ir aumentando
el número de participantes, las caras y los nombres se fueron desvaneciendo: era nomás el
sistema, y si conocías a alguien que estuviera posta, solamente podía ser el que te había
convocado a vos. Y, en la medida en que fueron pasando las semanas, y la cosa se fue
consolidando cada vez más, ya sabías que estaban todos metidos, aunque no supieras en qué
orden o si iban a cobrar antes o después que vos.
Para cuando el proyecto llevaba apenas un mes con chirolas de vida, ya habíamos
cubierto casi toda la población de la escuela. No había prácticamente ningún alumno que no
participara o quisiera hacerlo, así que, para evitar que se saturara el sistema, empecé a correr la
voz de que se podía sumar a gente de otras escuelas, lo que hizo que aumentara todavía más la
cantidad de participantes. Cosa que en realidad era un problema, aunque en ese momento, a la
mitad de la euforia y del éxito arrollador que estaba cosechando, no me di cuenta. ¿Y por qué?
Bien, no hace falta sacar muchas cuentas para darse cuenta de que, después de un mes y medio
de crecimiento exponencial ininterrumpido, ya andaba manejando más de veinte lucas de gente
que me había dado sus generosos diez pesos. Al principio, yo pensaba, “diez mangos de uno,
diez mangos de otro, no son nada”; pero en la acumulación de tipos que me pasaban su plata
lo que era insignificante a nivel del individuo se volvía monstruoso a nivel global. Por suerte, la
plata no me duraba mucho en las manos: apenas la cobraba ya me ponía a repartirla en forma
de cascada, de modo que cada uno de los participantes recibía su plata más la de todos los que
andaban abajo de él hasta que ya no hubiera más, y como todos se conocían con todos era
imposible que ninguno cagara a nadie.
Oh, sí, todo andaba sobre ruedas. Todo iba perfecto, y la cantidad de plata en mis
bolsillos crecía semana a semana como si cogieran ahí adentro, como si hicieran una especie de
mitosis capitalista, hermosa, radiante, perfecta. Y a medida que pasaban los días y veía que más
y más gente se sumaba, miraba hacia atrás, hacia mi pasado miserable y malgastado, y me reía
de mi propia miopía, que no me había permitido ver un negocio tan perfecto y tan simple como
posibilidad. Ahora que era una realidad, sentía que todo el tiempo había sido un idiota. Hasta
que llegó la séptima semana, y se fue todo a la mierda.

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LA CRISIS

Bueno, reconozco que a lo mejor no calculé todo.


Bueno, reconozco que a lo mejor no pensaba que me iba a salir tan bien.
Bueno, reconozco que a lo mejor tiré la piedra sin pensar en lo que iba a pasar después
de que abandonara mi mano.
Si ustedes vienen prestando atención, como yo supongo que lo hicieron, habrán podido
sacar las cuentas que no saqué yo en mi momento. Como cada semana sumaba tres veces el
número de participantes de la semana anterior, más los participantes que ya estaban dentro del
sistema, para el primer mes de mi negocio redondo ya llevaba 364 participantes. En ese
momento, pensé que las cosas andaban más que bien, era un número hermoso, se sacaba plata
para todo el mundo y, a pesar del bajón (lo único que había calculado bien: la ganancia caía, en
la segunda entrega, al orden del 600%, pero después se mantenía en una hermosa y estable
meseta), todos andaban contentos. Supuse que la cosa no se iba a ir al carajo. Me equivoqué.
Como una infección, el sistema consumió toda la escuela, y en las dos semanas
siguientes se extendió, feroz, a cada una de las demás escuelas. Para cuando había llegado a la
séptima semana, el sistema tenía participantes de todas las escuelas primarias, secundarias,
terciarias y universitarias de la República Popular de Capacaída. Como no había un centro
verdadero, como la plata la distribuía el amigo de un amigo, como todos se sospechaban la
cara atrás de aquel proyecto, el sistema no tenía una manera de parar con todo aquello. Y para
cuando me senté una mañana en la escuela, aprovechando las horas que antes usaba para
pelotudear (para estudiar nunca), y me puse a sacar cuentas, descubrí que el sistema contaba
con 9841 miembros. Algo así como toda la población educativa de la ciudad. Hasta ese
momento nomás habían cobrado mil. Quedaban ocho mil ochocientas personas que todavía no
habían visto un mango, que querían cobrar su parte de la plata. Y no quedaba nadie dentro del
sistema educativo a quien incluir para que colaborara en la ganancia de los nuevos miembros.
Se me había ocurrido la idea de sacar el sistema a la calle, de sumar a la gente común y
corriente de la ciudad, para que ellos aportaran y pudiera cubrir la cuota de toda la gente que
todavía no había cobrado. Pero mientras decidía eso, la gente quería seguir sumando a otros al
proyecto, convencidos todos de que se iban a llenar de guita en dos patadas. En ese sentido, la
misma gente que antes había ayudado a que el proyecto creciera ahora me estaba enterrando
hasta el cuello: fanfarroneando la guita que habían ganado, canchereando que consiguieron
banda de moneda sin laburar, excitaban todavía más a toda esa gente que estaba lejos, muy
lejos de ser como ellos.
Así que decidí hacer correr la bola de que el sistema se paraba por un tiempo, cosa de
darle un descanso. Con lo que no contaba era con la reacción de la gente: se calentaron todos, y
agitados de rabia, no tardaron en quebrar mi anonimato. Dos días después de avisar que ya no
se iba a seguir con el proyecto, cualquier persona dentro del sistema educativo sabía que el
Flaco, que iba a la escuela ______________, había sido el responsable atrás de esa máquina de
sacarle plata a la gente. Al pedo fue que hablara con todos y les prometiera que les iba a
devolver los diez pesos que habían invertido: entusiasmados por la gilada, convencidos de que
ellos iban a recibir automáticamente una fortuna por invertir en el proyecto, ya no querían la
plata que habían puesto. Querían la ganancia que se les había prometido.

Justo para esa misma época, más o menos cuando el sistema se extendió a otras
escuelas, pasó algo muy raro. Yo iba caminando de vuelta para mi casa, tranquilo, cuando
empecé a sentir que alguien me andaba mirando. Es difícil de explicar, aunque yo creo que
todos debemos haber sentido esa sensación alguna vez, ¿no? Sentís como si alguien te
estuviera siguiendo, como si a cada paso que dieras alguien diera un paso con vos. Sí, estoy
seguro; todos la flasheamos con eso. La única diferencia es que a mí me pasó de verdad.

25
Para ir y volver de la escuela yo pateaba algo así como cuatro kilómetros, dos de ida y
dos de vuelta. Ese día, que ahora no me acuerdo qué fecha había caído, ya había hecho un par
de cuadras de vuelta, cuando se me ocurrió mirar para atrás. Nada loco, la calle llena de autos.
“Flasheaste”, me dije, y seguí caminando. Por el camino, contento por los morlacos que me
sonreían en el bolsillo, paré en un kiosco para comprarme una botella de gaseosa, y al salir,
volví a echarle un ojo instintivo a los alrededores. Entonces lo noté. Estacionado como a media
cuadra, un BMW negro. Ya lo había visto antes, la primera vez que había relojeado mis espaldas.
¿Cuántas chances había de que dos personas tuvieran el mismo auto? ¿Y de que las dos
hubieran estado estacionadas cada vez que yo me paraba a dar la vuelta? Sí, pensé lo mismo.
Tratando de hacerme el pelotudo, di media vuelta y seguí caminando. Doblé en una
esquina, y cuando ya llegaba a la mitad de la cuadra, me di vuelta para chusmear. Nada. Seguí
caminando y al llegar a otra esquina, volví a doblar. Cuando ya estaba por llegar al final de esa
cuadra, me volví a dar vuelta, y lo vi. Otra vez el BMW, doblando en la esquina. Sentí la
explosión de adrenalina que me ganaba el cuerpo en forma de cagazo. Alguien me estaba
siguiendo posta. Así que entré a correr. Y corrí. Y corrí. Y corrí. Y en eso cada tanto me daba
vuelta para fichar al auto, y veía que se acercaba cada vez más. Y yo doblaba en cada esquina
que podía aunque sabía que no lo podía perder. Y corría y corría. Y veía que el auto se me venía
encima, hasta que un momento llegó a estar al lado mío, y yo me frené de golpe, pensando en
salir corriendo para el otro lado. Por un momento, creí que de adentro del auto iban a salir un
montón de secuestradores que me iban a meter una quema, a taparme la cara, y guardarme al
toque, para salir disparando. Pero no, el auto pasó al lado mío y siguió adelante, y dobló en la
esquina. Como si nunca me hubiera estado siguiendo.
Nunca volví a mi casa tan rápido como ese día. Me di vuelta mil veces en el camino,
esperando encontrar al auto otra vez atrás mío. Pero no, no había nada. No hubo moros en la
costa, o por lo menos no me di cuenta. Llegué y no volví a salir en todo el día, cagado como
estaba. Recién a la noche, antes de dormir, negocié conmigo y me convencí de haber flasheado,
porque si el auto realmente me hubiera estado siguiendo, no hubiera seguido de largo; o bien,
de haber seguido de largo, para disimular, se hubiera puesto a seguirme de vuelta un trecho
después, pasado un tiempo prudencial, cosa que no hizo. Sí, me drogué con razonamientos,
cosa de poder dormir tranquilo.
Un par de días después me rehabilité.

La dos semanas siguientes al anuncio de que se paraba el sistema fueron como volver a
Malebolge: no había absolutamente nadie que no me quisiera cagar a trompadas o que no me
saliera a correr si me cruzaban por la calle. Si me agarraban con guita me cobraban peaje, y si
andaba sin un peso, buscaban algo que me pudieran sacar para compensar por la plata que
supuestamente les debía (y que no eran los diez pesos reales que habían invertido, sino la guita
ficticia que iban a ganar). De un día para el otro, había vuelto al mismo Infierno del que creía
haber escapado, y por un tiempo, tuve la sensación de que el Infierno no es un lugar, sino un
estilo de vida, el estilo de vida infernal que uno se construye con sus acciones y con su relación
con los demás.
Los primeros días la reacción de la gente se limitó a las puteadas, pero a medida que
iban pasando las semanas, todo el mundo iba sacando cuentas de que se acercaba su fecha de
cobro y ninguno tenía nada. Así que le pusieron precio a mi cabeza. Valiéndome de la plata que
había ganado las semanas anteriores, iba y volvía de la escuela a casa en remís, sabidor de que
si me llegaban a cruzar a pata me iban a matar. Pero esa solución no podía durar mucho. Por no
decir que a veces tenía que cumplir obligado ciertas responsabilidades con mi casa que no
podían ser salvadas con un viaje privado. En un par de días, aquella existencia resguardada
terminó agotando mis reservas, y yo pasé a tener la misma plata que la gente que me quería
matar. O sea, nada. Y ahí se pudrió todo. Ahora me quedaba nomás caminar, tratando de evitar
la furia de los ajenos; durante esas épocas de terror renovado, agradecí más que nunca antes

26
(después, durante la Cruzada, me iban a volver a ayudar) el aprendizaje de las Tácticas
Avanzadas de Supervivencia.
Hasta que un día me tocó el 8. Fue una tarde de finales de mayo; yo venía caminando
de ir a preguntar algo para mis viejos, cuidándome de todas las miradas, cuando no pude evitar
que un barrita que iba por ahí me reconociera. “¡¡Eh, puto!!”, me gritaron desde la otra cuadra, y
no pude evitar darme vuelta para ver quiénes eran. Entonces ellos confirmaron que me
conocían, y yo confirmé que no los conocía, y si alguien que no me conocía me gritaba eso, no
podía ser bueno. Ya sabía lo que se venía.
Empecé a correr. Corrí, corrí, corrí. Atrás mío escuchaba los gritos y las puteadas, las
amenazas, los reclamos. Hijo de puta, te vamos a matar, devolvé lo que robaste, y todas esas
sentencias que ya tenía bien aprendidas. Seguí corriendo, sin parar, buscando el camino más
rápido para llegar al barrio, para alcanzar mi calle y refugiarme en mi casa. Para tratar de
perderlos, salté un tapial y me mandé por un patio, pero cuando ya me cruzaba al del vecino, vi
de reojo a mis perseguidores siguiendo mis pasos. Fue otro tapial y otro y otro, y un alambrado
y una señora que lavaba la ropa y unos chicos que jugaban a la pelota, y saltar sobre una mesa
y llegar a un techo y de ahí al frente de una casa, para trepar la reja y terminar en la vereda y
trastabillar y ver que el auto tenía la puerta abierta, tropezar y caer adentro.

“Pendejo, sos un pelotudo”.


Sentí la puerta cerrarse atrás mío, y enseguida, el ruido de la traba al dejarme encerrado
adentro. Definitivamente, prefería estar afuera, en la calle, corriendo para que no me alcanzaran
los otros, antes que ahí. Miraba para todos lados, tratando de encontrar una manera de escapar.
Pero no la había. Las Tácticas, en ese momento, no me servían para nada. Cuando levanté la
vista, me encontré con un tipo que no había visto nunca. Llevaba una pistola en la mano,
apoyada sobre el regazo. “Chau”, pensé, “acá cagué”. “Arrancá”, le dijo nomás al chofer, y a mí
me entró a agarrar la desesperación. Levanté la vista y lo miré a los ojos. El otro me devolvió la
mirada, me atornilló la mirada, y me di cuenta de que él no estaba mirando mis ojos; ni siquiera
mi cara. Andaba mirando mi cagazo, mi desesperación, mi historia, mis ideas, mi plan. Le estaba
prestando atención a todo lo que no era apariencia, notaba todo eso que no andaba ahí, que
no figuraba ni como susurro ni como indirecta, pero que estaba a la vista para el ojo
experimentado.
“Pendejo, sos un pelotudo”, fue lo primero que me dijo. Yo tenía ganas de decirle que
sí, que tenía razón, pero que por favor no me matara. Algo, no sé qué, no me dejó hacerlo.
Nomás me quedé callado. “¿Vos tenés una idea de toda la gente que en este momento te quie-
re hacer mierda?”, me preguntó entonces. Me volví a quedar callado. “Decí que El Judío se fijó
en vos, si no, ya te hubieran hecho cagar”, rezongó. Esa fue la primera vez que escuché el
nombre del tipo que cambió mi vida. “¿Quién es El Judío?”, pregunté, intrigado. El tipo me miró,
serio. “¿Yo te dije que podías hablar?”, me apuró, y agaché la cabeza. “El Judío es el tipo que me
mandó a buscarte. No necesitás saber nada más por ahora”.
El auto marchaba y marchaba, yo no tenía idea hacia dónde. Lo único cierto era que no
íbamos precisamente hacia la civilización, porque cada vez se veían más descampados. “Che, tu
sistema”, me llamó el tipo, “¿sabés lo que era?”. “¿Qué, el programa de inversión?”, quise saber.
El otro no pudo evitar empezar a reírse con toda la fuerza de sus pulmones. El chofer lo acom-
pañó.
Se rieron.
Y se rieron.
Y se rieron un poco más.
“¿Cómo? ¿Programa de inversión?”, arrancó cuando pudo recuperar el aire de tanta risa
reída sobre mí, “Pendejo, lo que vos hiciste es una estafa. Por eso todo el mundo te quiere ma-
tar”. Entonces me ilustró: lo que yo con tanta garra, esfuerzo y creatividad había hecho, no era
ninguna novedad. Era una estafa conocida como esquema de Ponzi o esquema piramidal, y lo

27
miraras por donde lo miraras, estaba condenada al fracaso. El problema, me explicó el tipo, era
el mismo que yo había notado y quería solucionar; salvo por el hecho de que no tenía solución.
“Te la hago corta pibe: si la que pone la plata es la gente que entra al negocio, siempre vas a
tener más gente esperando cobrar que gente cobrando, mucha más. Y cuando ya no
encuentren gente que siga la cadena, ¿cómo van a cobrar? Para colmo, vos les prometiste una
fortuna. Tenés que darles una fortuna”.
A medida que el tipo me decía eso, yo me daba cuenta de lo pelotudo que había sido y
de la idea de mierda que tuve. Metí a un montón de gente en una movida re zarpada, y el único
culpable y responsable de todo era yo. Menos mal que ese loco me había aclarado todo. Ahora,
la cosa era encontrar una solución. Nomás quedaba un solo detalle que no me cerraba. “¿Y por
qué te mandó a salvarme la vida El Judío?”, averigüé, curioso. El tipo suspiró. Afuera lo único
que pasaban eran campos y más campos. Hacía rato que habíamos abandonado la civilización,
y circulábamos por los dominios de la barbarie. “Porque aunque tu idea era una pelotudés”, me
contestó, “era una pelotudés bastante rara para un chico de diecisiete años, según me dijo El
Judío. El hecho de que se te hubiera ocurrido ya le había parecido, de por sí, extraordinario;
pero que encima lo llevaras a cabo y te organizaras durante tanto tiempo, le hicieron pensar
que no podía dejar pasar la oportunidad”. “¿Oportunidad de qué?”, pregunté.
El auto se frenó. Estábamos en el medio de la nada. Yo miré para todos lados,
desorientado, mientras escuchaba cómo se destrababan las puertas. “En realidad, pendejo, te
equivocaste. Yo nunca dije que El Judío me había mandado a salvarte la vida”.

A punta de pistola bajé del auto. El tipo bajó atrás mío, sin dejar de apuntarme.
Mientras el chofer se quedaba al lado del auto, nosotros nos mandamos para uno de los
campos que lindaban al camino. No había nada, para donde miraras. Ni gente, ni animales, ni
casas. Llanura, soledad, desolación, la nada. No hacía falta ir al espacio: ahí tampoco nadie me
iba a escuchar gritar. Lo único que no era llanura aparte del tipo que me andaba apuntando y
yo, eran el auto y el chofer, que se ponían cada vez más chiquititos a medida que caminábamos
campo adentro. Re contra cagado en las patas, caminaba; y mientras caminaba no paraba de
temblar. El estómago se me había comprimido hasta entrarme en un puño. El corazón me
martillaba el pecho, desde adentro. Respirando agitado, trataba de convencerme, como en las
viejas épocas de Malebolge cuando tenía que volver a mi casa después de que me pegaran o
me robaran algo en la escuela, de que en realidad estaba soñando, de que todo era un sueño
bastante real y que enseguida me iba a despertar e iba a estar todo bien.
Pero no estaba soñando. Estaba caminando hacia mi muerte en medio de la nada. Hacía
rato ya que se había hecho de noche, y una luna creciente se iba asomando para chusmear
cuando me pegaran el tiro. Una vez que estuvimos bien profundo metidos en el campo, en la
noche, en la oscuridad, el otro me gritó que me frenara. Enseguida me di vuelta, apretando los
puños del miedo, casi paralizado por completo. “¿Así es como esperabas morir?”, me preguntó
en ese momento el tipo. Yo no le di pelota. Trataba de aguantar mis ganas de llorar y de mear-
me encima, del terror que tenía. “¡¡CONTESTÁ!! ¿Así es como imaginabas tu muerte, eh? ¿En un
campo en medio de la nada, siendo nadie?”. Me empezaron a correr las lágrimas. Se me hizo un
nudo en la garganta.
El tipo amartilló el arma. “Sos igual a tu viejo, o el viejo de tu viejo. Vivís una vida pres-
tada, que no te merecés, porque no estás dispuesto a morir por ella”, iba diciendo, y con cada
palabra se acercaba un poco más. Yo, clavado al piso, entregado a la desesperación, le rogaba a
un dios y a un santo distinto cada vez, que me salvara, que viniera volando y me llevara en
brazos, lejos, muy lejos de ahí. “Está noche, acá mismo, yo soy la cara de tu muerte. Pero, ¿qué
cambiaría si fuera un accidente de auto, una teja que se desprendió mientras ibas caminando
por la vereda, un asaltante que te dispara para robarte las zapatillas, la barrita esa que te quería
cagar a trompadas?”, empezó a caminar hacia mí, “Cuando llegaras a las Puertas del Cielo, ¿qué
le ibas a decir a San Pedro? ¿Qué vida tuviste vos para que este momento no sea la mierda que

28
sabés que es, sin dignidad, sin valor, sin nada meritorio ni valioso que quede para el día de
mañana?”
El verdugo se paró casi enfrente mío. A un par de metros nomás, el arma casi en mi
cara. Entonces me volvió a preguntar si así, justo así, quería terminar mi vida. Grité, llorando,
aterrado, en shock, que no.
No.
NO.
N-O.
“Lástima”, dijo él. Y disparó.

29
QUINTA ENTREGA

DÍAS DE ENTRENAMIENTO

Escuché la explosión justo después de que sintiera la mordida metálica sobre mi frente. Como si
en la antesala de la muerte todo fuera más despacio, tan lento que podrían ser cien, mil, un
millón de años normales, sentí cómo la bala se abría paso en mi cabeza. Y cómo, a medida que
atropellaba neuronas, materia gris, iba destruyendo mi propio ser en el proceso. Por fortuna, las
células de la memoria no sufrieron daño; por el contrario, gracias al trauma balístico, que ya
convertía a mi cerebro en una rojiza papilla sanguinolenta, se pusieron a trabajar como nunca
antes en mi vida. Y así, como si anduviera navegando en una red social de mi propia historia,
frente a mis ojos pasaron fotos, canciones, películas, palabras. Pude ver, sentía el sudor y respi-
raba agitado mientras lo hacía, todas las veces que me corrieron en Malebolge para pegarme.
Volví a ver destruirse la lapicera, todas las fiestas de cumpleaños y jodas a las que no me invita-
ban, la primera vez que fui al boliche, mi primera borrachera; todas y cada una de las minas que
me rociaron gas pimienta en la cara cuando les fui a regalar una flor.
La bala seguía firme su paso destructivo, y así llegó al fondo del tarro. Sin respeto ni
delicadeza, con una sola embestida, emergió por detrás de mi cabeza como uno de esos bebes
alien, transformando mi cráneo en un rompecabezas cuyas piezas ya flotaban por el aire junto
con la ya mencionada rojiza papilla sanguinolenta.
Entonces, yo no sé si fue porque iba perdiendo la visión o estaba cayendo hacia atrás,
se fue oscureciendo todo, y ahora quedaba nomás una sensación de vacío en mi garganta, y
algunos puntos brillantes enfrente mío. De repente, sentí que el cielo se ponía pesado y se
empezaba a caer sobre mí, así que dejé que me cubriera por completo, que ahogara mis
sentidos, y mis pensamientos se callaron para siempre.

FIN

30
Pido disculpas. En serio. Quizás el recuerdo de la experiencia me haya llevado a hacer lo
que hice, aunque, si ustedes venían prestando atención, tuvieron que darse cuenta de que eso
que estaban leyendo era una falacia. Convengamos, si estoy contando una historia en primera
persona, es imposible que pueda contar mi muerte. A menos que esta sea una de esas historias
al estilo de “American Beauty” o “The Lovely Bones”; pero no, no lo es. Así que si realmente se
creyeron que me había muerto, que aquel tipo me había disparado y asesinado, sepan que
están decepcionando a Su Buen Amigo el Narrador.
No obstante, no todo fue mentira, como podrían pensar. Sí fuimos a un campo, y sí me
apuntó, y sí disparó. Sólo que del arma no salió ninguna bala: estaba cargada con salva. Por un
segundo, después de que el estallido me dejara sordo y ciego, creí que había muerto. Tuvo que
pasar un ratito hasta que me diera cuenta de que seguía prisionero de los sentidos, y entonces
le agradecí al Cielo y a todos los santos y patronos y a todos los Panteones. No pude evitar
tirarme al piso y ponerme a llorar, llorar de alegría, de pura alegría de estar vivo, y cada sentido
se volvió, por un instante, una fuerza extraordinaria, hasta el punto de sentir como propio todo
el Universo que me rodeaba, de identificar y amar cada parte del interior de mi cuerpo, hasta mi
propia mierda, de saberme más poderoso y capaz que nunca antes. Porque tenía un valor que
hasta ese momento no había considerado, el poder más grande de todos, la capacidad que me
permitía conseguir lo que fuera: estaba vivo. ESTABA VIVO.
Mientras tanto, el otro se largó a reír, y rió con la misma intensidad que adentro del
auto. Cuando largó su última carcajada, me llamó. Yo todavía no salía del shock. “Eh, pibe”, me
decía entre jadeos, “ya está, ya pasó”. Quiso poner su mano en mi hombro, pero apenas sentí el
roce, todo mi miedo y desesperación anteriores se metabolizaron en rabia, y echando humo,
me tiré encima de él, para cagarlo a trompadas por hijo de puta. Lástima que el hijo de puta era
más fuerte que yo, y aguantó mi embestida y, acción-reacción, con una fuerza equivalente pero
en sentido contrario, me empujó con todo, para que terminara en el piso como a tres metros de
él. “Pará, boludo”, me decía, todavía riéndose, sin tomar en serio mi reacción. Mientras me
levantaba de nuevo, enfermo como Aquiles, vi que le estaba poniendo balas al cargador de la
pistola. “La otra era de salva”, me notificó; ahora su voz tenía la misma seriedad de sus primeras
palabras, “estas son de verdad. Estas te van a lastimar en serio”. “¿¡Por qué mierda hiciste eso!?
¿¡Por qué mierda estás haciendo esto!?”, rugí, impotente. Cargó el arma.
“Lo de recién”, empezó a explicarme, “fue una prueba de carácter. El Judío se la hace a
todos los chicos antes de arrancar, para ver qué tan mal acostumbrados están”. “¿Mal acostum-
brados?”, pregunté. Todavía quería cagarlo a trompadas. “Sí, mal acostumbrados. La mayoría se
cría hoy en día con una vida demasiado cómoda. Tanto que se olvidan de que algún día se van
a morir. Esto se hace para recordárselo”. Me quedé parado frente al tipo, que ya se daba vuelta
para volver hacia el auto. “¿Qué pasa?”, me preguntó frenando su giro, “Fue una prueba nomás.
Nadie te va a matar. ¿O no era verdad lo que me contestaste recién? ¿Te querés morir así? ¿Acá,
en el medio de la nada? ¿O laburando en la fábrica, en un laburo que no aprovecha todo lo que
podés hacer, después de cuarenta años de ir tirando nomás, mes a mes, porque no tuviste los
huevos para hacer lo que querías? ¿Así te querés morir?”, cada una de sus preguntas buscaba
lastimarme más. Pero tenía razón. Caliente y todo como estaba, tenía que reconocer que decía
la verdad. “No”, contesté. “¿’No’ qué?”. “No me quiero morir así”. “Entonces, vas a tener que
venir conmigo”.
Él se quedó ahí, un par de segundos, esperándome. Después dio media vuelta y
empezó a caminar hacia el auto. Yo seguía a la deriva, varado, dudando. ¿Qué mierda podía
hacer? No tenía ni puta idea de nada. Acababa de estar frente a la posibilidad de mi propia
muerte, y la verdad, miraba mi vida y me quería matar: había sido una cagada hasta ahora. Pero
ese tipo… El Judío, me estaba ofreciendo la posibilidad de algo distinto. Seguía lleno de bronca,
pero ya me había despertado la curiosidad. Con alivio, con humillación, con terror, fui tras los
pasos del otro.

31
Alcanzamos el auto. Entonces el tipo me preguntó cuánto debía por lo de Ponzi.
Cuando le contesté, fue hasta el baúl y sacó un maletín de adentro. Lo abrió y me mostró el
contenido. Estaba lleno de plata. “Con lo que hay ahí, vas a poder pagarle a toda esa gente la
guita que les prometiste, y te va a sobrar bastante para vos”, me dijo, y a mí me brillaban los
ojitos de la alegría, “pero no seas pelotudo. Quedate piola. Decile a tus viejos que conseguiste
un laburo, y anda sacando de a poco, sin exagerar”. Me dio el maletín, y lo reconocí como mi
salvador. “Ah, y lo del laburo… es cierto”, sacó una de esas tarjetas que usan los tipos
importantes. Tenía apenas una cinta de Moebius y una dirección. “Mañana a la noche vas a esa
dirección, y hablamos. Cualquier cosa, preguntá por el asistente”, me indicó, y nos subimos al
auto para que me trajera a casa. Ni siquiera hizo falta que le indicara el camino: tanto el chofer
como él sabía perfectamente dónde vivía y, por los comentarios que hacían y la cancha que
tenían, parecía que me habían vigilado durante un rato bastante muy largo.
Y así es como llegamos a la famosa mañana de la segunda entrega, con el aturdimiento
y toda la historia que ustedes ya saben. Sí, hay un montón de cosas que podría aclarar. Como
por ejemplo, que no, no sabía en lo que me estaba metiendo. Sabía que había algo re zarpado
atrás de todo eso, y que un tipo que te apunta con un arma y que te da toda esa guita no
anuncia nada muy legal que digamos; pero por otro lado, una parte mía andaba flasheando con
todo el asunto. O sea, nos pasamos la vida jugando GTA y viendo las películas de Tarantino o
Guy Ritchie: estar de este lado, en cierto sentido, era como cumplir un sueño. Lástima que nadie
te dice que en el GTA uno puede robar un auto o matar a un policía, y todo va a tratarse
solamente de un puñado de estrellas que titilan, que en las películas de Tarantino o Guy Ritchie
nomás sobrevive el protagonista, y en la vida uno casi nunca es el protagonista, que la sangre
en los videojuegos no es más que pixeles y en las películas salsa de tomate, que game over o
the end son nomás siglas que refieren al cierre de una experiencia, mientras que, cuando te
apuñalan o te pegan un par de corchazos la luz se apaga y no vuelve más, se apaga y fuiste, no
hay continue ni rebobinar ni guardar partida ni seleccionar pista. Las ficciones de los libros, los
videojuegos y las películas dicen mostrar la realidad, pero para existir necesitan sacarle toda la
mierda y la suciedad, las asperezas y la miseria que es la parte esencial, e imposible de
transformar en ficción, de la realidad; porque hasta cuando mostrás la peor mierda en una
ficción, lo estás haciendo desde lo estético, y lo real es lo que es, sin filtros, ni lenguajes, ni
miradas, y nunca, jamás, es hermoso.
Bueno, capaz que flasheé un poco, y derrapé con lo que dije antes. Como sea, esa
noche fui a la Casa Roja por primera vez y conocí a Los Pibes y salimos y nos emborrachamos y
peleamos y amigamos. Si querían saber qué fue lo que charlamos con el asistente, su curiosidad
va a ser satisfecha en un ratito nomás. Pero antes, me gustaría aclararles que resolví el pequeño
detalle de la estafa, gracias a la guita que me habían dado. Aunque alguien más lo agarró. Uno
de los tres valientes voluntarios, si no me equivoco. El tipo hizo más o menos lo mismo que yo,
nomás que peor: llamó a más gente, pidió más plata. Si mi memoria no me falla, un par de
semanas después al tipo lo cruzó una patota y lo mataron a garrotazos. Salió en todos los
noticieros, ¿no lo vieron? “Pibe muerto por juego peligroso”. Juego, dijeron en la tele, que
estábamos jugando. Se instaló el tema de la especulación financiera en las escuelas durante
algún tiempo, y llegaron a prohibir cualquier movida de ese estilo en los establecimientos.
Nadie dijo nada sobre que eso mismo lo hacían los bancos y las tarjetas de crédito.

“Asumo que si estás acá es porque ya tenés una idea de quiénes somos”, arrancó el
asistente, y yo asentí, “pero te estás equivocando. Nosotros no somos lo que vos pensás, o no
cómo vos pensás, y tampoco te queremos para cualquier cosa que hayas imaginado”, me decía.
Su voz sonaba hasta cierto punto comprensiva, como la de un amigo, y no tenía mucho que ver
con la frialdad con la que me había hablado la noche anterior; me tranquilizó, la verdad.
Aunque ahora me había confundido muchísimo más de lo que ya me había desorientado aquel
viejo de mierda y toda la recorrida a través de la Casa Roja. “Hay otros, ahora mismo, que

32
agarran, no pibes de tu edad, pibes más chicos, y se aprovechan de su situación. Sabemos
dónde vivís, y estamos enterados de las cosas por las que anda pasando tu casa; sentís que
estás desesperado, ¿no? Te dimos guita, y ahora te estamos ofreciendo algo que no habías
conocido nunca: un sentido, un propósito. Podemos hacer lo que queramos con vos. Tu brújula
moral, aunque ya está bastante ajustada, todavía se puede torcer”, y yo que cada vez entendía
menos.
“Pero El Judío es distinto”, otra vez el nombre de ese tipo. Era magnético; paré la oreja
enseguida. “Él no es… ¿cómo decirlo? Normal. No es como los demás. Es… diferente. Él tiene
una idea totalmente distinta de cómo hacer las cosas. No estoy diciendo que sea la mejor, ni
que lo haya llevado por el mejor camino; pero es mejor no discutir a un tipo como El Judío”, en
ese momento bajó la cabeza, como si se acordara de algo que hubiera pasado, y se quedó
pensando un rato. Yo lo miraba con curiosidad. Todavía no había nada concreto. “¿En qué
estaba?”, dijo, volviendo de golpe a la realidad, y se acordó, “ah, sí. El reclutamiento”.
Por fin. Algo interesante.
“Desde hace más o menos un año, El Judío anda buscando a los pendejos más brillantes
que haya dando vuelta. No quiere a cualquiera, quiere a los mejores. Aunque a veces, ni ellos
mismos sepan que lo son. Quiere hacer un cambio. De qué, nunca lo dijo, pero eso es lo que
quiere, un cambio. Así que yo ando desde hace más o menos un año buscando, investigando,
cazando talentos. Y cuando me enteré de tu capacidad para la plata, enseguida me di cuenta de
que tenías que formar parte”. De a poco todo se iba aclarando. “Lo que nosotros queremos es
entrenarte. Queremos darte las herramientas para volverte mejor. Te vamos a pagar: tu trabajo
va a ser volverte la mejor versión de vos mismo. Te vas a unir al resto de los chicos, el equipo
que vengo formando desde el año pasado, la pequeña elite de El Judío”, me explicaba, y a mí
me brillaban los ojitos. Eso no se parecía a nada que hubiera escuchado. No sonaba como
ninguna película de Guy Ritchie o Tarantino. No había GTA con ese argumento. Esta era mi
historia.
Cuando el asistente vio mi cara, se dio cuenta al toque de que estaba interesado, y
sonrió. Entonces me preguntó, retóricamente, si estaba de acuerdo, y ni bien le di la respuesta,
me pidió que lo acompañara, que íbamos a dar una vuelta.

El entrenamiento de El Judío, tal como me contaron Los Pibes cuando andábamos por
la sexta jarra en el Bar Bohemio, y viví yo más tarde, y sumando lo que me contaba el asistente a
medida que iba practicando; no buscaba hacerte un tipo atlético, una máquina de matar o un
cerebrito. Quería todo eso junto. Así que iba de un poco de todo. Lo peor era que, como se
había quejado Junior y había festejado el Elfo, no se terminaba nunca. Hasta el día de hoy yo
sigo entrenando dos veces por semana algunas cosas, y todos los días, otras. Un tiempo des-
pués de haber arrancando, El Judío me explicó que tenía que ser así porque, aunque lo más
probable era que nunca nos convirtiéramos en nuestra mejor versión (de modo que el
entrenamiento dejara de tener sentido); la única manera cabal de saberlo era entrenando.
Arrancar, como siempre, no fue fácil. Y la primera tarde fue la peor de todas. Aparte de
que había llegado tarde, parecía que el asistente no estaba teniendo un buen día, porque anda-
ba con un humor de perros. “¿Y ahora qué vamos a hacer?”, pregunté, ansioso. Me pidió que lo
acompañara. Un Kandinsky y un Iommi después, paramos frente a una puerta, donde el
asistente me pidió que lo esperara. Al ratito, salió con algo abajo del brazo. Era un chaleco
antibalas. Sin decir palabra, empezó a caminar. Lo seguí, hasta salir de la casa. Afuera nos
esperaba el mismo BMW negro y el mismo chofer del otro día. No me pude aguantar las ganas
de preguntar. “¿Adónde vamos? ¿Qué vamos a hacer?”. “Práctica de tiro”, contestó, y a mí me
entraron a brillar los ojitos. Emocionado me subí al auto, y emocionado anduve todo el viaje, sin
poder aguantar la excitación. Después de años y años de Call of Duty, Counter Strike, Battlefield
y Halo, por fin iba a disparar un arma de verdad.

33
Fuimos hasta el mismo lugar de la otra noche. Cuando estuvimos en medio del campo
aquel, el asistente me pidió que me pusiera el chaleco. Era pesado, más pesado e incómodo de
lo que había imaginado. Me pregunté para qué carajo hacía falta que lo llevara yo, pero después
supuse que era para evitarme que me terminara disparando a mí mismo por accidente.
El asistente me indicó un punto donde me tenía que parar y se alejó. “Che, ¿y cuándo
me van a dar el arma?”, le grité, justo antes de que el otro sacara su pistola y comprobara que
estaba cargada. “¡Ah, ahí está! Che, vos sabés que me estaba fijando que acá no hay ningún
blanco”, observé, sin que el tipo me prestara atención, “Así que no sé cómo vamos a hacer
práctica de tiro si acá no hay ningún blan…

¡PUM!
Sentí el martillazo golpearme en el pecho y caí hacia atrás. Fue como si un Scania gi-
gante hubiera chocado contra mí, como si un Zidane con rayos gamma me hubiera dado un
cabezazo. Tirado en el piso, con los ojos llorosos y la cabeza todavía boleada de la noche ante-
rior, trataba de recuperar el aire, que sentía que se me había ido por completo. A grandes
bocanadas, bocanadas desesperadas, buscaba llenar de vuelta mis pulmones, comprimidos de
golpe por el balazo.
“¿Estás bien, marica?”, me preguntó el asistente, que se había acercado a ver cómo an-
daba. Yo seguía tratando de recuperar el aire. “Disculpame, pero al menos el primero tiene que
ser por sorpresa, para acostumbrar al cuerpo. No siempre te van a avisar o a pedir permiso”, se
justificó.
Me ayudó a levantarme. Cuando estuve de vuelta de pie, y recuperado, me preguntó
una vez más si estaba bien. “Sí”, le contesté. Para qué… “Perfecto”, sonrió el otro, y mientras se
alejaba, agregó, “Preparate que se vienen más”.

La rutina de los balazos, como después me explicaron Los Pibes, era la única fase del
entrenamiento que El Judío había ordenado que no se mantuviera pasado el primer mes, o los
primeros dos meses, como máximo. ¿Por qué? Porque el objetivo no era, en realidad,
mantenerse en forma para recibir balazos, sino perder el miedo. Según les/nos explicó el
asistente que le explicó El Judío, cuando saliéramos a la calle (cosa que, dicho sea de paso,
todavía no le había pasado a Los Pibes) llevando chaleco, no podíamos temblar e ir a
escondernos sino, justamente, confiar en el chaleco y en que el rival no tuviera la puntería o la
lucidez de apuntarnos a la cabeza. Después de un par de semanas de recibir balazo tras balazo
tras balazo, a uno no le quedaban dudas de que esa porquería te salvaba la vida.
Durante esos primeros días, agradecí de corazón que fuera invierno. No tanto porque al
llevar más ropa tuviera más protección contra las balas (que no la tenía), sino porque,
justamente, el llevar tanta ropa evitaba cualquier posibilidad de que alguien viera mi torso en
esa época. Estoy seguro de que si mi vieja me hubiese visto sin remera le hubiera dado un
ataque: tenía el pecho lleno de hematomas, unos groseros manchones que iban del violeta al
verde, testimonios de la fuerza con la que las balas golpeaban incluso con el chaleco puesto.
Bañarme era una tortura. Ya el mismo roce del agua, la mera caída de una gota, se sentía como
un balazo más.
Menos mal que las prácticas de tiro no eran todos los días. El asistente dejaba pasar un
tiempo prudencial antes de volver a dispararme, que mi cuerpo aprovechaba para recuperar lo

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que quedara de mis tejidos. Igual, ya para el final me había acostumbrado al dolor y a los
impactos. Me quedaba parado, firme, y dejaba que mi tutor descargara sobre mí todas las balas
que pudiera, mientras yo apretaba los puños y las contaba. Nunca conseguí pasar de siete.

Los días en los que no andaba recibiendo balazos, y a veces esos mismos días también,
el asistente controlaba que cumpliera con otras de las actividades del entrenamiento. Como dije
antes, El Judío quería que fuésemos todo: guerreros, soldados, poetas, filósofos; así que el
entrenamiento contaba con otras actividades interesantes.
Para empezar, estaba el ejercicio físico. Tenía que pasar, varias veces por semana, un
rato en el mismo gimnasio donde lo había visto por primera vez al Rulo. A veces coincidía ahí
con todos Los Pibes, que también iban a ejercitarse para cumplir con el entrenamiento, aunque
la mayoría de las veces nomás me lo cruzaba a él, que se quedaba ayudándome con las pesas
que me superaban o dándome consejos sobre cómo hacer bien tal o cual ejercicio, y que yo casi
nunca aprovechaba.
Otra de las actividades que había que entrenar siempre era el combate. Así fue como
descubrí por qué habían peleado tan bien aquella noche en el Bar Obrero: aunque fuera un
ratito, todos los días teníamos que andar dándonos tortas entre nosotros, y aprendíamos de
distintas artes marciales, que iban desde el boxeo hasta el krav magá, que según el asistente era
la disciplina donde se lucía El Judío. En esto de las peleas el más fanático era Locura, que
cuando no andaba combatiendo, andaba mirando peleas de artes marciales mixtas en YouTube.
Para colmo, el hijo de puta no entendía el concepto de entrenamiento, y buscaba cagarte a
palos a toda costa. Más de una vez terminé sangrando o con moretones de más (o sea, aparte
de los rutinarios por los balazos) por culpa del otro pelotudo exagerado.
Después de un tiempo de haber recibido balas, el asistente consideró que era hora de
recibir un arma, y así empecé a disparar yo. Me pasaba horas y horas haciendo tiro al blanco:
primero con latas o pelotudeces así en medio del mismo campo donde yo había sido el blanco;
ya después buscábamos animales como liebres o cuises para matar. La mayoría de las veces el
que me acompañaba, aparte del asistente, era el Elfo, que tenía la misma velocidad para correr
que para apuntar y disparar. Parecía que el tipo vivía adelantado en el tiempo, porque predecía
totalmente el punto donde al segundo siguiente iba a estar el blanco. Más de una vez, lo vi
matar liebres en carrera o cuises y palomas en pleno vuelo, apenas levantando su pistola y
disparando, como si fuera automático. Yo de pedo que podía pegarle a una de cada diez
liebres. Nunca conseguí matar nada con alas.
Aunque no había ninguna actividad del entrenamiento más rara que leer. Sí, eso mismo:
parte del entrenamiento consistía en agarrar alguno de los muchísimos libros que El Judío tenía
en su casa y ponerse a leer. Y era probablemente con la que el asistente más nos rompía las
pelotas, sobre todo porque Los Pibes, salvo Junior, trataban de evitarla a toda cosa. O, como se
daba el caso de los Mellizos, se cerraban solamente en libros de literatura fantástica o de ciencia
ficción. “La orden del jefe”, nos repetía siempre el asistente, “es que lean todo, que agarren
todos los libros que encuentren y no sólo los de ese estilo”.
Me quiero detener específicamente en este punto porque fue el verdadero motor de mi
transformación. Sí, es cierto que agarrar un arma, ir al gimnasio y aprender a pelear también me
cambiaron, física, mentalmente. Pero lo cierto es que no fue hasta que encaré los libros que mi
cabeza dio un giro de 180°. Bolaño, Tolstoi, Shakespeare Homero, Twain, Dumas, Cervantes,
Joyce, Sade, Maupassant, Marechal… toda la historia de la literatura pasó frente a mis ojos y
entró en mi cabeza, cambiando mi voz y mi mundo en el proceso. Pero no solamente leía
literatura. El Judío también tenía entre sus libros las palabras que yo necesitaba encontrar para
terminar de pulir mis ideas sobre la plata, la política, el mundo, los negocios. La vida. “El Arte de
la Guerra”, “La República”, “El Príncipe”, “Vigilar y castigar”, “La riqueza de las naciones”, “El
Capital”. Reconozco que al principio fue duro: una vida de no lector lo convierte a uno en una
criatura demasiado sensible a las palabras, y el cerebro extirpa el veneno de la ignorancia

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mediante dolores de cabeza. Pero después de un par de días absorbiendo ideas y sentimientos,
dramas y reflexiones, no había libro que me negara a leer, con la confianza de que esas lecturas
me iban a ser más útiles, en el futuro, de lo que podían ser aguantar tiros, tener buena puntería,
buen estado físico, o saber dar y esquivar trompadas.

Dos meses después de haber arrancado el entrenamiento ya habían empezado a


notarse las diferencias en mí. Para cuando terminaba agosto, mi transformación estaba casi
completa. Así que decidí invitar a Los Pibes a tomar algo para festejar. Ellos se resistieron
dramáticamente, abstemios como eran, pero al final conseguí arrastrarlos conmigo a perderse
en un bar.
“Bien ahí, vieja, eh”, me felicitó el Rulo con un manotazo en la espalda. “Sí, posta”, lo
secundaron los otros. “Ahora ya sos casi uno de nosotros”, reconoció el Elfo. “Sí, falta nomás
que te hagamos el orto entre todos”, notificaba Locura y, ante mi cara de espanto, “¿Qué pasa,
chabón? A todos nos hicieron el trencito los que estaban antes”, me explicó Junior. Se entraron
a cagar de risa todos. “Ahora, hablando en serio”, siguió Junior, “la verdad es que la piloteaste
bien. Yo no pensé que ibas a aguantar tanto”. Entonces se metió el Elfo. “Lo que me recuerda…”
empezó, y extendió la mano, para que todos los demás le pusieran un billete de cien encima.
Me impresionó la confianza que me tenían.
Entre trago y trago, sentía que ya me estaba volviendo parte de la tropa, así que me
animé a confesarles todas las cosas que pensaba hacer una vez que terminara la parte dura del
entrenamiento. No pude evitar decepcionarme con lo que me contaron. “¿Cómo que no hacen
nada?”, me indigné, “o sea que todo el entrenamiento, los cosas que aprendimos, que
aprendemos…”. “Son al pedo”, me contestó Locura. “Nos pagan para que leamos, nos
ejercitemos un poco, miremos tele, juguemos videojuegos”, detallaba el Rulo. “¿Para eso nos
quiere El Judío?”, yo no salía de mi sorpresa. Aunque entonces vino la peor: ninguno de ellos
conocía a El Judío. Nunca le había visto la cara, ni escuchado su voz. Alguno, alguna vez, había
intuido su presencia a través de una puerta entreabierta, o su silueta yéndose de la mansión
espiando por una venta. Pero en esos casos, tanto podía tratarse de El Judío como de cualquier
otra persona. Y las opiniones que tenían de él, que era un loco, que era un genio, que era un
capo, que era un hijo de puta; todas ajenas, juicios que se habían hecho en base a lo que
contaban el asistente y los dueños de los bares a los que iban. La verdad era que ninguno tenía
la menor idea de quién era, cómo se veía, cómo pensaba, cómo actuaba o qué planeaba El
Judío. Ni siquiera sabían, en última instancia, si existía de verdad. Si no habría sido, en realidad,
una inmensa broma, una broma infinita, para nosotros cinco.

Una de las noches durante mi entrenamiento, el asistente me había dejado golpeando


unas bolsas de arena y se había ido, urgente, supuestamente por un llamado de El Judío. “No te
muevas de acá hasta que yo vuelva”, ordenó antes de desaparecer, y yo me quedé ahí, en el
gimnasio, solo y golpeando la maldita bolsa. Después de un rato largo de andar siempre en la
misma, me aburrí y me fui a sentar en uno de los bancos que había por ahí, a esperar a que el
asistente volviera. Pasó media hora y no volvió. Pasó una hora y no volvió. Se hacía la hora de
irme y no volvía.
Así que decidí, contra la orden que me había dado, ir a buscarlo para preguntarle si ya
me podía ir. La verdad, fue un error salir sin un guía a recorrer la casa de El Judío. Ignorante del
significado de cada una de las obras de arte que colgaban en las paredes o se alzaban desde el
suelo o en mesas estratégicamente dispuestas, sentía que iba cayendo cada vez más adentro de
una pesadilla. Y uno tenía la sensación, horrible sensación, de ya haber estado en tal o cual
pasillo, que nunca había recorrido en realidad, y no haber estado nunca en un pasillo que ya
había caminado.
Desorientado, vagué sin rumbo por la mansión, perdiéndome cada vez más con cada
vuelta que daba; y probablemente hubiera seguido así, errante, hasta morir finalmente de

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hambre sin haber encontrado la salida, de no haber escuchado unas voces que se acercaban por
uno de los pasillos. Como pude, conseguí esconderme para evitar ser descubierto, y entonces
afiné el oído. “¡Sos un pelotudo!”, rugía una de las voces. Era la del asistente. “¡Un pelotudo, eso
sos!”. La otra voz, que parecía más débil y lastimera, se atajaba. “Bueno, pero…”, quiso decir,
pero el asistente lo interrumpió. “¡Pero las pelotas! Después te enojás cuando te trato para la
mierda. ¡Pero vos también hacés méritos!”.
Fui percibiendo cómo las voces se alejaban, así que salí de mi escondite y las empecé a
seguir. El asistente y el otro tipo, que caminaba como si estuviera encadenado y alguien lo
llevara a la rastra, siguieron por un par de pasillos hasta llegar junto a una puerta de dos hojas.
Abrieron una y pasaron, sin cerrarla. Me acerqué, furtivo, hasta el borde de la puerta, y escuché.
“Lo que hiciste allá afuera fue una boludés. Te va a costar caro”, lo amenazó el asistente. El otro
lloraba y rogaba. “¡Pará, maricón de mierda! Ya la cagada está hecha. Ahora quedate acá hasta
que vuelva El Judío”, le ordenó, “no te vas a poder ir a ningún lado porque voy a cerrar la puerta
con llave y las ventanas tienen rejas, así que ni siquiera trates. Quedate piola y capaz tengas
suerte”, ¿aconsejó?, “Yo ahora me voy a ir a buscar a los pendejos y a decirles que se pueden ir
a la casa, que me los olvidé y viste cómo son: los dejás un rato solos y ya se te alborotan. Así
que, acordate: quedate piola, agachá la cabeza, y bueno, rezá”, dijo, y sentí sus pasos avanzando
hacia la puerta.
No sé cómo hice, capaz haya sido por el cagazo, pero la cosa es que volví enseguida
para el gimnasio, y me puse a hacer pelotudeces esperando a que el asistente me viniera a bus-
car. Un rato después apareció, disculpándose por la demora, y diciéndome que ya me podía ir, y
que al otro día podía ir un rato más tarde o salir más temprano si quería. Le contesté que no
había y salí volando de la casa.

“¿Y ahora qué pasa, che?”, le pregunté a Los Pibes, que me miraban espantados cuando
terminé la historia. “¿De verdad hiciste eso?”, me preguntó Junior, “¿De verdad te pusiste a
espiar al asistente?”. Parecían muy preocupados. “Sí, ¿qué tiene?”. “Yo no sé si te lo dijeron o
no”, siguió el Elfo, “pero nosotros tenemos prohibido andar por ahí chusmeando. Por algo nos
dejan donde nos dejan y nos ponen a hacer lo que hacemos: para que no andemos dando
vueltas”.
Traté de hacer memoria sobre ese detalle, pero la verdad no me acordaba. Podía ser
cierto. Podía ser que el asistente me hubiera dicho que no lo hiciera y yo me hubiera olvidado,
como podía ser que se lo haya dicho a Los Pibes y se olvidó de decírmelo a mí, o ni siquiera
quiso decírmelo. “Mirá”, arrancó el Rulo, “la cosa es fácil, vieja: si vos andás dando vueltas por
ahí y metiéndote en lo que no te importa, los locos te van a agarrar y te van a hacer cagar.
Total, ¿a ellos qué les importa? Uno más, uno menos, no hay mucha diferencia. ¿Pero para qué
va a llegar a ese extremo? Tenés plata, tenés facha, salís, vas a la Casa Roja y, sacando un par de
boludeces, no tenés que hacer nada. Estás en el Paraíso en la Tierra, vieja, ¿para qué querés
saber más? Ya fue, dejalos a ellos que se maten. Mientras vos andés bien…”.
A lo mejor Los Pibes tenían razón. A lo mejor había que quedarse en el molde y pasarla
bien con la vida que a más de uno le gustaría tener. Después de todo, no nos faltaba nada, nos
concedían cualquier capricho, y el mero hecho de decir para quién trabajábamos nos hacía
merecedores de respeto. ¿Para qué sacrificar todo eso? ¿Por qué? ¿Por la verdad? ¿Para saber
qué nos escondían, en dónde andábamos metidos, qué pagaba nuestra comodidad? No era
para nada conveniente.
Pero era la verdad. Y yo quería saberla. Necesitaba saberla. Porque ahora que había
visto las sombras, que había intuido la luz, las explicaciones y las prohibiciones que me habían
puesto ya no me bastaban. Me urgía saber. Mi cuerpo me reclamaba la verdad. Y si me iban a
volar la cabeza por eso, y la verdad me costaba la vida; estaba dispuesto a pagar el precio.
Como me demostró el asistente la noche en que salvó mi vida, yo podía haber muerto cagado a

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trompadas por una bandita, asesinado en medio de la nada por un delincuente, o como un
obrero jubilado, anónimo, anodino, endeudado y en la miseria.
Morir para saber la verdad valía mucho más que todo eso.
SEXTA ENTREGA

POR UN PUÑADO DE DÓLARES

Mucho tiempo después, rodeado por las Fuerzas Policiales de la República Popular de
Capacaída, yo me iba a acordar de esa noche en la que me puse a espiar a El Judío. Fue la noche
que lo inició todo, la que nos llevó al punto en el que estamos ahora, en el Paraíso, la que
marcó un antes y después, la que significó la prematura activación de la joven guardia del
mafioso más estrafalario de Capacaída, programada sólo los dioses saben para cuando. Si voy a
decir la verdad, no estaba planeado, no tenía la intención de enterarme de nada, y de hecho, yo
(Los Pibes todos, en realidad) no tenía ni la menor idea de qué carajos hacía nuestro buen jefe.
Perdón por lo atolondrado de Su Buen Amigo el Narrador, arrancando así, de la nada, y
sin ninguna continuidad con lo que venía contando antes, mencionando eventos de los que
todavía no saben nada. Es cierto, ya lo hice antes, y de hecho esta no es precisamente mi acción
más reprobable, pero ciertamente me siento mal cada vez que me comporto de esta manera
con ustedes, en vez de narrar la historia de cabo a rabo como me enseñaron los libros a hacer.
Está bien, ahora es lo común, lo acordado, narrar de forma despelotada, como un
rompecabezas, para que la gente “participe” construyendo versiones, y otras boludeces que
dicen los teóricos que nunca escribieron historias; pero esa, esa que dije, no es mi onda. Estoy
esperando poder salir de este quilombo, poder llegar a la noche de los ninjas, nomás para
poder volver a contar las cosas como a mí me gustan. Y la verdad es que me puteo por haber
arrancado así, aunque fue el precio a pagar para tener su atención desde el primer momento.
¿En dónde andaba? Ah, cierto, la noche que espié a El Judío. Fue hace tanto… Todo
empezó una noche a mediados de septiembre. Los Pibes andábamos entrenando, creo que algo
de combate, dándonos masa entre nosotros, vigilados por el asistente, cuando al tipo le sonó el
celular. Mucha bola no le dimos: sabíamos que cuando eso pasaba, había surgido “algún
asunto”, y entonces el tipo revisaba que llevara su pistola en la cintura y salía y ya no volvía por
un rato largo, y entonces nosotros podíamos echarnos a pelotudear y no hacer nada hasta que
volviera, momento en el cual le decíamos que habíamos parado hacía un ratito nomás, y que
nos diera unos quince minutos para seguir con la práctica.
Pero esa noche fue diferente: no fue un mero llamado de rutina, no fue cosa de decir
“voy para allá” y listo, como hacía siempre. En un momento llegó a gritar, olvidándose de que
nosotros estábamos ahí. Parecía que la llegada de un tipo conocido como El Príncipe no lo
dejaba muy tranquilo. “¿Pero cómo que no sabían nada?”, preguntaba a los gritos, “¡¡Ustedes
tienen que saber todo la puta que los parió!!”, rugía. Hasta que colgó de golpe y, hecho un
tornado, salió de la habitación dando un portazo que casi nos deja sordos a los cinco. “¿Qué
onda?”, preguntó el Elfo, tan desconcertado como nosotros. “Ya fue” dijo el Rulo, cortando el
mambo, “vamos a aprovechar para boludear un rato”, y se fue a sentar en uno de los bancos
que había por ahí. A mí no me convenció mucho. “Pero algo hay acá”, opiné, “fijate que no se
portó como siempre”; Los Pibes se dieron vuelta para mirarme. “Chabón, ¿qué parte de ‘vamos
a boludear’ no entendiste?”, quiso saber el Rulo, y su hermano lo respaldó, “Sí, loco, ¿qué
querés que hagamos?”. “¿Ustedes? Nada”, le contesté a Junior, “yo quiero averiguar qué carajo
pasa”. “Uh, otra vez con andar chusmeando”, rezongó Locura, y el Elfo también se quejó, “¿No
te habíamos dicho que no te metieras?”, y Junior y su hermano batieron algo parecido. Les tuve
que decir que sí, que era cierto, pero yo necesitaba saber. Así que me las tomé.

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Mientras me iba, podía escuchar las cosas que decían Los Pibes a mis espaldas. “Este
chabón es cualquiera”. “Lo van a matar, vas a ver, por pelotudo”. “Después el quilombo lo
vamos a tener nosotros.

Me adentré en el laberinto sin tener idea para dónde agarrar. Guiado por mi instinto,
me mandé por los pasillos a la espera de algún indicio que me permitiera orientarme dentro de
la Casa Roja, o alguna voz que delatara la presencia de alguien, quien fuera. Ahí dentro
cualquiera podía tener algún dato interesante, saber quién carajo era ese famoso Príncipe que
había puesto tan nervioso al asistente, hasta el punto de olvidarse de todas sus reservas para
con nosotros cinco. Todo lo que pudiera encontrar podía serme útil, aunque sólo fuera para
admitir que estaba perdido y volver al gimnasio que había abandonado.
Después de un rato largo de andar perdido, me cruce con dos tipos desconocidos que
charlaban en un pasillo. Me escondí como pude y traté de escuchar. “…pero no tengo idea”,
decía uno, a lo que el otro ya se metía, “¿Pero está acá o tiene que venir?”; “No sé”, le
contestaba el primero, “parece que ya llegó y que lo tenían esperando. Fue una sorpresa, por
eso el lío. Nadie lo esperaba”. “¿Y qué carajo viene a hacer?”, quiso saber la segunda voz, “No
tengo la más pálida idea, pero vos sabés cómo es cuando estos tipos se cruzan”, “Sí, mientras
está todo bien no se dirigen la palabra. Pero en cuanto aparece uno para ‘conversar’, es que
algo hay”, “Y sí, algo hay. Capaz que ya estén charlando, pero no me quiero imaginar lo que
puede llegar a salir de ahí”, “¿Vos qué decís?”, “Para mí va a saltar la ficha por lo de… bueno, ya
sabés”. “¿Se terminó la joda, para vos?”, preguntó preocupada la segunda voz, y el otro le
contestó enérgico, “Escuchame: vos no podés andar por ahí haciendo lo que hace este tipo y no
esperar que en algún momento te pase factura. Las cosas son claras: si vos hacés macanas y no
las arreglás, se entera papá y te vas a comer un chirlo. El tema es que no quedemos nosotros
pegados”. “¿Vos decís que podemos quedar pegados?”, se escuchó como la primera voz
prendía un encendedor, y daba una calada, “Mirá, yo lo único que espero es que no se arme una
guerra como la vez pasada. Ahí sí que cagamos todos”, sentenció, y yo no quise seguir
escuchando más. Tenía que encontrar la oficina de El Judío.
Seguí dando vueltas y vueltas, pasillos y más pasillos y más pasillos y más pasillos.
Puertas, puertas, puertas. Hasta que encontré una ventana, que daba al techo de la planta baja,
y salí. Parado ahí afuera, parecía mucho más fácil ubicarse, y la Casa Roja no semejaba la
inmensidad que uno sentía al perderse en sus corredores infinitos. De hecho, se veía como una
vivienda normal; antigua, misteriosa, pero perfectamente normal.
Entonces las noté. Un par de ventanas enrejadas, de las cuales salía una luz intensa. No
sé cómo, pero me di cuenta enseguida de que tenía que ir hacia allá, que la habitación de la
que salía aquella luz era la misma que estaba buscando. Furtivo, teja a teja, me fui acercando a
una de las ventanas, que estaba abierta a pesar del frío. En ese momento no me di cuenta del
detalle, tan absorbido como estaba por las palabras que escuché y por las cosas que vi. Cuando
asomé la mirada por la ventana, pude ver y escuchar a dos hombres conversando; frente a
frente, con un escritorio enorme de por medio, sentados en sendos sillones, El Príncipe y El
Judío mantenían la conversación más importante que escuché en mi vida, la que nos llevó al
punto en el que estamos ahora, la que marcó un antes y después, la que significó la prematura
activación de la joven guardia. A El Príncipe pude verlo de frente: imponente, un tipo con una
pinta de árabe terrible, tenía un traje que mi viejo solamente se podría comprar viviendo cien
vidas sin gastar un peso. El Judío, por el contrario, estuvo todo el tiempo fuera de mi vista,
sentado en aquel gigantesco sillón de terciopelo verde; apenas su mano sobresalía, una mano
llena de anillos que aferraba un tabaco.
“No, no lo entiendo, y el asunto está poniendo nerviosos a los otros”, decía El Príncipe,
con una voz tan potente que me dio un escalofrío, a lo que El Judío, con una tranquilidad que te
hacía sentir que tenía todo bajo control, le contestaba, “el punto es: ¿vos te estás poniendo
nervioso?”. El visitante sonrió complacido. “No voy negar que toda esta historia de tus jóvenes

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me intriga. Siempre me sentí atraído por tus propuestas, que van en contra de lo establecido,
de lo que prima en la actualidad. Por otro lado, no me siento demasiado complacido con el
curso que han tomado los acontecimientos en estos últimos tiempos. Nosotros dos asistimos a
la caída del último hombre de negocios…”, venía diciendo El Príncipe, cuando El Judío lo
interrumpió, “Participamos”, aclaró, a lo que una sombra oscureció la cara de su interlocutor; “El
proceso ya había comenzado antes. Yo sólo fui el corolario de un ciclo. Después de él, todo se
derrumbó”. Mi jefe se rió, una risa resignada. “Las cosas ya se habían podrido, en todos lados,
antes de pudrirse acá. Él era un dinosaurio, el último de su especie”, parecía recordarle, como si
ya hubieran tenido esa conversación antes. “Quizás. Pero en este punto vuelve la cuestión sobre
tus muchachos. Existe una razón por la cual parecen ser tu as en la manga, por la cual los estás
ocultando, por la cual no están como otros, que son carne de cañón, manipulados por tus
colegas; existe una razón por la cual generan tanta intriga. Y me preocupa lo que puede salir de
todo esto”. El Judío, como única respuesta, volvió a reír; aunque esta vez, había algunas notas
de alegría, y un leve perfume de satisfacción, como si confirmara algo.
“Todo esto, de todas maneras”, desenmascaró mi jefe, “podrías habérmelo planteado
por otros medios. Pudiste haberme mandado a alguno de tus hombres, o mandarme un mail.
Pero estás acá”, observó, “eso quiere decir que hay algo más importante”. Y tenía razón.

“Mi estimado amigo, este año me ha sorprendido una terrible sorpresa a la hora de
hacer balances. Sucedió que mis contadores me hicieron llegar el detalle de una falencia en mis
cuentas imposible de pasar por alto. Al realizar las gestiones correspondientes para rectificarla,
todos los caminos me condujeron a tu persona. Cierto es que en todos estos años nunca
contrajiste obligaciones para conmigo, pero tampoco puede negarse que, en el mismo período,
llevaste a cabo las acciones que ahora desembocan en este, mi acto de presencia en tu morada.
No es por malicia, sino por simples intereses, de los que obviamente tienes conocimiento.
“Quizás sepas de una serie de deudas que conmigo acarrean las otras cabezas de esta
ciudad. Deudas que, por vileza o incapacidad, obviando los costos de su falta, burlando los
peligros que conlleva, decidieron no liquidar. Mas sucedió que al ir a visitarlos, con el sencillo
propósito de recuperar mi dinero perdido, me recibieron con una única respuesta: ‘No es acá,
andá a cobrarle a El Judío’. Y frente a semejante coincidencia, mi curiosidad se vio presa de la
intriga. ¿Qué misteriosa simetría los había conducido a coincidir como acreedores del mismo
deudor? Di así con la terrible verdad: amigo mío, no pagás tus cuentas, y sumiéndote vos solo
en la desgracia, te negás al acto redentor. Ante esta perspectiva, mi sino se estremeció, puesto
que una suerte adversa marca tu destino. Porque, ¿no es más fácil para todos adjudicarte las
deudas ajenas, concentrar en tu persona el error de los otros, antes que descargar mi furia
sobre aquellos? ¿No resulta más conveniente a nuestros intereses, que resuelva con vos la
situación, antes que llevar la muerte a cada rincón de esta ciudad?
“Tres millones suman, mi amigo, los dólares que entregué a tus colegas. Tres millones
que han traspasado a tu persona. En estos casos extraordinarios, la situación se resuelve con
extrema celeridad. Pero a tenor de nuestra relación, y haciendo gala de mi célebre generosidad,
te voy a permitir seguir vivo hasta la última noche del año. Si para ese día no hay en mis arcas
otros tres millones de dólares, haré gala de otros aspectos célebres de mi figura.
Iba escuchando las palabras de El Príncipe y el terror me subía desde el estómago,
ganándome cada una de mis extremidades y hasta mis órganos. Ese tipo no era cualquiera, ese
tipo te daba miedo en serio. Para colmo, iba diciendo toda esa perorata sin que le temblara la
voz, una amenaza de muerte dada como si la muerte del tipo que tenía enfrente no significara
nada. Y el tipo que tenía enfrente no era nada más ni nada menos que El Judío, del que había
escuchado las historias más inverosímiles durante los últimos dos meses, un tipo capaz de hacer
que el Universo estuviera abierto las 24 horas sólo para él. Y justo para cuando El Príncipe
terminaba de declamar su amenaza, sentí una mano que me agarraba del hombro.

40
En ese momento pasaron muchas cosas muy rápido. Tensionado como estaba, apenas
me tocaron pegué un salto, perdí el equilibrio, y empecé a caer tejas abajo. Fueron algo así
como dos o tres giros, un par golpes, tejas, cielo, tejas, cielo, tejas, y unas milésimas de segundo
en el vacío, hasta que di de golpe contra el suelo, y me quedé ahí, endurecido de dolor, con la
vista clavada en las estrellas.
No sé cuánto tiempo habré estado así. Lo siguiente que viene a mi memoria es que vi al
asistente levantarme por el cuello de la campera que yo llevaba puesta, y que el tipo me
arrastró hacia dentro de la Casa Roja, y nos mandamos por una de las primeras puertas que
había. Una vez adentro, el asistente me tiró furioso al piso y se quedó plantado en la puerta,
para evitar que saliera. “¿Qué escuchaste?”, exigió. Yo todavía andaba confundido por la caída y
el golpe de antes. “¿QUÉ CARAJOS ESCUCHASTE?”, gritó esta vez, desesperado. “¿Qué?”,
pregunté desorientado poniéndome de pie, y el asistente que se ponía más nervioso, “algo de
un tipo que había antes, un dinosaurio”, le contesté, haciendo memoria. El tipo parecía cotejar
mis palabras, hacer memoria, y sacaba cuentas. “No, eso no puede ser”, decía por lo bajo, y
enseguida, “¿Qué más dijeron?”, atacó, “¿¡Qué más charlaron!?”. Entonces le conté todo sobre
la amenaza y la deuda de El Judío, mientras veía en la cara de mi interlocutor la verdadera
gravedad de la situación. Cuando terminé, remarcando el hecho de que nuestro jefe tenía hasta
fin de año para pagar su deuda, el asistente empezó a putear, a putear y a putear. “¡No puede
ser!”, aullaba, “¡La concha de la lora, no puede ser!”, y también, “¡Yo sabía que esto iba a pasar.
Se lo dije. Le dije que no lo hiciera. Pero es un pelotudo. ES UN PELOTUDO. Así, con todas las
letras”.
Después de tantas idas y venidas, de tanto secretismo exagerado, yo necesitaba algo de
claridad, así que se lo dije al asistente. Necesitaba saber qué andaba pasando.

Había una vez, hacía mucho tiempo, un joven y astuto delincuente, que tenía una
habilidad extraordinaria para el robo y las estafas. Tan hábil era, y tan audaces sus acciones, que
no tardó en llamar la atención de los hombres correctos. Así, este joven delincuente abandonó
las inferiores, y conoció la primera división del crimen de la República Popular de Capacaída.
Poco a poco, con el tiempo, su coraje y su sangre fría lo fueron llevando a ganar más y más el
favor de los poderosos, y después de un par de acciones correctas, se consolidó como uno de
las cabezas de la ciudad. Cuando un cambio de orden alteró la estructura de poder en
Capacaída, él terminó como uno de sus dueños.
Pero había un detalle sobre este personaje: era terriblemente supersticioso. La Fortuna,
los Astros, los gatos negros, los espejos, las patas de conejo, las herraduras, todo aquello
condicionaba su existencia, y marcaba cada uno de sus pasos. Una de sus mayores aficiones era
la visita a adivinas; pitonisas que, por una módica suma, le revelaban el porvenir. Obsesionado
por gobernar el futuro, preso de sus creencias, aquel joven entregaba fortunas a mujeres con
malas intenciones, que tejían para él toda clase de ficciones, sabidoras de que su cliente caía en
sus redes sin cuestionar nada. Pero había una que era distinta, distinta a todas las demás. Su
nombre era Circe. Aquel joven confiaba en ella más que en ninguna porque, según decía, Circe
poseía efectivamente el conocimiento sobre el futuro, un conocimiento que sólo a ella había
sido revelado. ¿Por qué visitar a las otras, entonces? Por la sencilla razón, argumentaba, de que
al resto le dejaba las minucias. A Circe, en cambio, la consultaba por las cuestiones medulares.
Un día, aquel joven y astuto delincuente decidió tomar una decisión drástica. Harto de
la incertidumbre inherente al devenir de los hechos, resolvió pedirle a Circe la profecía más
significativa de todas. Y la bruja, complacida por las sumas que su pobre víctima le entregaba,
accedió. Así, El Judío creyó enterarse, por el arte para mentir de esta mujer, de la fecha exacta
de su muerte: el año, el mes, el día, la hora. Todo fue predicho, incluso las circunstancias. Salvo
que había un detalle: cómo el futuro se urdía de acuerdo con el presente, la simple mención de
aquel dato capital lo alteraba todo. Dicho de otra manera, si El Judío quería que la fecha se
mantuviera, nadie más que él podía conocerla.

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Armado con el conocimiento de su propia muerte, el mafioso se consolidó en
Capacaída gracias a su falta de miedo a morir. Nadie sabía que, en su interior, llevaba el
recuerdo exacto de la fecha y las circunstancias precisas de su deceso y que, por lo tanto, todas
las demás situaciones no implicaban peligro alguno para su existencia. Cuando llegaron los
tiempos de paz, y la situación se estabilizó, él se recluyó en la Casa Roja y siguió con su
costumbre de visitar adivinas y caer en las supersticiones, actitudes que le valieron el
menosprecio del resto de los hombres de negocios de la ciudad, salvo El Príncipe. No contento
con eso, se dedicó a pedir dinero, una y otra vez, y caer en faltas flagrantes de respeto hacia sus
colegas. Las amenazas de muerte no tardaron en llegar. Pero él no hacía caso de ellas. Creyendo
ciegamente en la profecía de la embustera adivina, tendió él mismo a la espada de Damocles
sobre su cabeza.
Ahora era El Príncipe, su antiguo amigo, quien venía a cobrar la deuda que mantenía
con el resto de los hombres de negocios de Capacaída. Y aquel no era como los demás. Tenía
verdadero poder, verdaderos contactos, y la capacidad real para terminar con su vida. Ya no
eran meros cuentos de viejas adivinas. Ahora era la muerte misma quien salía a reclamar su
nombre.

“Hay algo que no entiendo”, le dije al asistente cuando terminó de contarme la historia,
“Si El Judío le debe plata a todos, menos a El Príncipe, ¿por qué él lo quiere matar?”. “Porque es
lo que le conviene a todos”, arrancó el afligido asistente, antes de pasar a desarrollar. “El
Príncipe solamente quiere recuperar su guita. El resto no quiere pagarle, así que buscan al único
hombre que les debe a todos y le transfieren su deuda. A El Príncipe esto no le molesta: aunque
El Judío no le pague, cuando lo mate va a absorber el negocio y así va a recuperar su plata. Y
además, va a sentar un precedente. La próxima vez, nadie va a querer endeudarse, no a riesgo
de perder su vida y sus negocios; pero más importante que eso, la próxima vez no habrá chivo
expiatorio, porque el único que existía fue asesinado por su mano”.
“¡Pero todavía le puede pagar!”, traté de animarlo. ”¿No me escuchaste antes?”, se
enojó, “El Judío piensa que sabe cuándo se va a morir. No va a pagarle porque ni siquiera va a
tomar en cuenta la amenaza”, me explicó, antes de ponerse a dar vueltas y a putear a lo loco,
que no podía ser, que ahora sí estábamos todos muertos, que se había terminado la historia,
que ya no había chances de sobrevivir. Hasta que se quebró. “Vos no te hacés una idea”, me
confesó, “de la cantidad de veces que le salvé la vida a ese tipo. De todas las veces que se
mandó a la línea de fuego con todo y tuve que salvarlo justo, porque si estaba un segundo más
en ese lugar le volaban la cabeza. O de todas las veces que me enteré un rato antes de que le
estaban tendiendo una trampa, y evitaba que cayera, confiado como va para todos lados por
esa otra puta de mierda de Circe. ¿Tenés alguna idea de lo que es pasar tu vida defendiendo a
un tipo que ni siquiera te lo agradece cuando lo salvás? ¿Que cada vez que lo hacés zafar de
morirse te repite con una sonrisa que ya sabe cuándo se va a morir, y que no era ese día y vos
no tuviste nada que ver, que fue la suerte, que fue el destino?
“Yo he visto a ese tipo hacer cosas extraordinarias, cosas que nunca antes le vi hacer a
nadie, y que le justifican totalmente el lugar en el que está ahora. Pero también lo vi hacer las
pelotudeces más grandes, pelotudeces que después yo tenía que arreglar. Y ahora, después de
tantos años de laburar juntos, llega el final. De esta no zafamos pibe, de esta no vamos a salir.
No es un muerto de hambre cualquiera, alguno de esos giles que se levantan un día con ganas
de agitar el gallinero. Esta vez no hay manera de zafar, no se puede hacer nada. Contra El
Príncipe, no se puede hacer nada.
Escuchaba las palabras del asistente y me sentía tentado a derrumbarme a la par de él.
Me hacía acordar a mis viejos, cuando se tiraban a la depresión sitiados por las deudas; y mi
vieja que sacaba cuentas y cuentas, del fiado, de la luz, del agua, de las malditas tarjetas de
crédito, y mi viejo que hacía cada vez más y más horas extras, y se buscaba laburos los fines de
semana, y se entregaba a cada changuita que le ofrecieran por unas monedas; todo con tal de

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llegar, de cerrar un mes más, de poder empezar un mes más, retrocediendo lo menos posible,
tratando de no vender nada, tratando de no perder algo de lo que con tanto esfuerzo habían
conseguido. En esa época ya no era así: mi laburo en la Casa Roja había hecho entrar guita en
mi casa, y eso les había dado algo de oxígeno; pero antes, durante los primeros tiempos en
Capacaída, y sobre todo en Malebolge, la miseria era el pan de todos los días, y las deudas,
nuestra cruz insalvable.
Entonces lo descubrí. La deuda es nuestro estado natural. Ojo, no se confundan: no
hablo de mi familia o de El Judío. Quiero decir del ser humano. Nacemos debiendo, vivimos
debiendo; puta madre, si hasta morimos debiendo, y necesitamos de alguna Antígona anónima
que pague para que no nos destrocen los perros.
Siempre estamos debiendo, porque la deuda es anterior a nosotros. Y cuando somos
chicos, crecemos sin saber que alguien está pagando nuestra cuenta. Y cuando somos grandes,
conseguimos un laburo para pagar deuda, no para encontrarla en la mora. Así, corremos una
carrera sin fin; pero a diferencia de la muerte, que nos da una vida como ventaja porque sabe
que va a poder alcanzarnos, la deuda nos acecha siempre. Constantemente. Nunca duerme.
Como un Terminator, la deuda no siente pena ni remordimiento, no duda, no tiene
consideraciones, no siente dolor, y no va a descansar hasta arrancarnos el corazón del pecho. O
que calmemos, por un tiempo nomás, su insaciable lujuria monetaria.
Por lo menos la deuda es justa. Como la Miseria, golpea en la puerta de todos, y pasa
igual. Ni ricos ni pobres. Ni trabajadores ni haraganes. Ni estudiosos ni informados ni
ignorantes; nadie se salva. Ni siquiera el Señor de la Deuda está libre de ella. Pero si para el
pobre es una soga al cuello, para el rico es una corbata apretada. Y aunque les duela, siempre
pagan. O al menos, eso pensaba. Hasta que lo conocí a él.
Volví mi mente una vez más al asistente, desesperado como estaba, y me di cuenta de
que ahora era diferente. Si en el pasado no había podido combatir a la Deuda, ahora podía.
Había sido entrenado. Tenía las capacidades para hacerlo. Mis viejos, gracias al Cielo, ahora
andaban bien; pero, ¿qué hubiese pasado si, durante los días de Malebolge, yo hubiese contado
con las habilidades que el entrenamiento me había entregado? ¿Si hubiera contado con los
conocimientos, con la fuerza, con la confianza con los que contaba ahora? Otra hubiera sido la
historia de la tercera entrega. Ahora tenía la chance de saldar esa deuda: la deuda con mi
pasado. Ahora podía hacer lo que no fui capaz en su momento. Era mi deber.
Me acerqué al asistente y le puse una mano en el hombro. “No te preocupes”, lo calmé.
“Voy a pagar esa deuda”.

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SÉPTIMA ENTREGA

LA GRADUACIÓN

Muchachos, tenemos que hablar.


Nadie escuchó las palabras en la unánime charla. “Ojo, pelotudo”, advirtió el Elfo, “mirá
que lo que vas a decir lo decís sobre una de las obras clave de nuestra generación. No digas
giladas”, a lo que Junior, el iconoclasta, que siempre estaba dispuesto a matar a cualquier dios,
lo encaró sin miedo, “Yo digo lo que se me antoja”, y enseguida, para no perder el envión de un
arranque tan enérgico, siguió, “para mí le erraron totalmente. Dragon Ball Z tenía que haber
sido la historia de Gohan, no la de Goku”. Y todos pegaron un sobresalto, menos él, que buscó
la jarra de Branca Menta para refrescar el gaznate antes del próximo asalto.
Ahí andábamos, Los Pibes, como siempre, escupiendo las sarasas bizantinas que
largábamos cada vez que nos juntábamos en el viejo Bar Bohemio, la misma noche en que El
Príncipe había visitado a nuestro buen jefe El Judío. El asistente nos había llenado los bolsillos
de morlacos y nos había mandado a que tomáramos algo y nos divirtiéramos; aunque yo sabía
que eso, en realidad, era mentira, puesto que las razones verdaderas de tamaña generosidad las
iba a exponer apenas ellos me dieran pelota. Todavía tenía el espíritu agitado, y fresca en mi
cabeza la imagen del alivio del pobre tipo, que vio en mí la salida a su tremenda situación. “Yo
sabía que el entrenamiento iba a funcionar”, se iba calmando, “están preparados, estoy seguro”,
y con esas palabras se consoló y arregló conmigo para que convocara al resto de la
muchachada y les pasara las novedades, mientras él se ponía al corriente del resto de los
detalles de la visita.
Pero ahora yo estaba ahí, rodeado por Los Pibes, que discutían sobre Dragon Ball Z.
“Gohan es y siempre fue un personaje pedorro. Lo hicieron grosso contra Cell nomás porque lo
precisaba la historia. Pero después es siempre un nerd”, disparó el Rulo contra su propia sangre,
a lo que lo secundaron los Mellizos, “fijate cómo lo muestran en Dragon Ball GT: es un
personaje amariconado, re contra menor”, dijo uno, no me acuerdo cuál. Junior no se achicó. “Si
vamos a meter a Dragon Ball GT ya vamos mal: todos sabemos que es una garcha comparado
con el original y con Z. Pero no me quiero meter en eso. La cosa es fácil: si vos te fijás, toda la
historia te van mostrando que Gohan cuando se enoja tiene un poder de la concha de la lora.
Préstenle atención, hagan memoria. Cuando llega la saga de Cell, Gohan se vuelve super grosso
y Goku se muere. Perfecto, el hijo supera al padre. Pasa el tiempo, crece, se convierte en el
protagonista. Entonces, aparece Majin Boo. Piña acá, poder allá, les mete tortas a todos. ¿Qué
pasa con Gohan? Lo encuentran los dos chabones esos y le dan la espada Z. La espada Z, ¿se
acuerdan?”, declamaba frente al resto, que a la mención de la espada se entraron a reír. “Sí”,
dijo el Elfo, “me acuerdo que duró dos capítulos, y tuvo que ser Goku el que salvara las papas”,
y todos lo vitorearon. “¡Eso fue porque la gente estaba enferma por Goku!”, se quejó Junior, y
para los otros fue como si Junior reconociera la derrota. “No, vieja”, les contestó, “una cosa es el
fanatismo de la gente y otra son las necesidades de la historia: cuando una historia tiene todos
los elementos para ir hacia un lado vos no podés llevarla para otro nomás porque los frikis
infantiles necesitan un mundo a su medida. Cuando se sigue una historia se acepta las
necesidades de la historia; para que pase lo que te da placer mejor imaginate tu propia porno y
clavate una paja”.
Podían seguir así toda la noche, si los dejaba. Pero no había tiempo: nos quedaban
nomás tres meses antes de que el tipo más poderoso de la ciudad matara a nuestro buen jefe y
absorbiera la empresa. Lo más seguro era que, al hacerlo, llevara a cabo, como le pasó a mi
viejo en Malebolge, una reestructuración. Lo que, en este caso, implicaba matarnos. Así que Su
Buen Amigo el Narrador tuvo que intervenir. “Déjense de hablar pavadas”, arranqué, “que si nos
ceñimos al sentido verdadero Dragon Ball y Dragon Ball Z no son más que la adaptación

44
japonesa del mito de Moisés”, y todos se me quedaron mirando. “¿Qué flasheaste chabón?”, me
preguntó Junior, tan perdido como los otros. Sabiendo que tenía su atención, les expliqué. “Un
pueblo que se destruye, un tipo que mata a todos los representantes de una raza porque eran
demasiados y se habían convertido en un peligro, como los judíos. Un niño sobrevive, enviado
en una cesta, o cápsula espacial, a otro pueblo enemigo. Crece ignorante de su origen, hasta
que una zarza ardiente, o Vegeta, le revela la disposición divina, y entonces se enfrenta al tirano
que liquidó a su pueblo. En el caso de Moisés lo libera. Goku no tenía mucha gente a la que
liberar, así que lo venga, matando a Freezer”. Ninguno supo cómo retrucarme, así que me
embalé. “La historia cierra perfectamente en ese punto: todas las dudas quedan aclaradas, y
todos los puntos de la historia explicados. Pero después metieron dos sagas tiradas de los pelos
para aprovechar los indicios sobre Gohan, como dijo Junior, y al final se les fue de las manos
por los propios fans”. Me empezaron a aplaudir, asombrados de mi razonamiento, y yo por
dentro supe que era el momento. Sí, los tenía en mis manos.
Muchachos, tenemos que hablar.

“Tiene que haber quilombo”, pidió Locura, “yo si no hay quilombo no voy”. “Y putas
también”, saltó entonces el Elfo, “con putas todo es mejor. Y una minita para el Rulo, aunque a
él no le hace falta que le consigas”, dijo riendo, y lo palmeó. “Tomaste nota, ¿no?”, me preguntó
Junior. Entonces volví mi vista al celular en el que había anotado todo y empecé a enumerar.
“Tiene que haber tiros, corridas, peleas, mafiosos, persecuciones, usar algún lanzacohetes si se
puede, bardo con la policía, quilombo y putas”, decía, “Yyyyyyyy…”, contestaban los otros, hasta
que me avivé: “Y una minita para el Rulo”.
Rodeados de borrachos que gritaban para murmurar, cubiertos por el humo de mil
cigarrillos prendidos exhalando sus venenos, la mesa repleta de cadáveres de jarras de Branca
Menta, Speed con melón, Gancia con durazno, vodka con Speed, vodka con frutilla, botellas de
vinos espumantes; tomando cerveza, ahí andábamos los cinco, super borrachos, de alcohol y de
felicidad, excitados, más que excitados, creyéndonos, sabiéndonos los dueños del mundo,
porque por fin íbamos a salir a la calle, a demostrar lo que todo un año de entrenamiento nos
había hecho. Contra todos mis pronósticos (una negativa de plano, una calentura, una
sensación de ruptura de un status quo idílico, seguida por gritos, puteadas, golpes, la expulsión
irreversible del grupo), Los Pibes se habían copado con mi oferta: encargarnos nosotros de
pagar la deuda de El Judío, salir y decirle a toda la República Popular de Capacaída que había
llegado un nuevo orden, que tuvieran cuidado, que las reglas habían cambiado.
Habían escuchado con mucha atención mi historieta, cómo me enteré de todo, y lo que
me había contado el asistente; y ahora estaban determinados. Les ardía el recuerdo de los
balazos que habían recibido, de todo el ácido láctico vertido en sus músculos por el ejercicio,
les dolían de placer todas las trompadas, las llaves, las patadas dadas y recibidas durante las
peleas, gritaban, aullaban cada una de las palabras que a la fuerza habían entrado en sus
cerebros, toda la Filosofía, la Historia, la Política, la Literatura en todas sus formas. Después de
un año de entrenamiento, después de haber disparado mil veces a blancos inmóviles, a
animales anónimos, después de haber sido nadie, de no existir, de ser negados, de perder el
tiempo como idiotas, sin sentido, cuando justamente, sentido era lo que andaban buscando;
ahora surgía la oportunidad. Ahora podíamos probar lo que valíamos, probar que todo aquel
tiempo preparándonos no había sido para nada.
Mi recuerdo de esa noche se pierde poco después del momento en el que
confeccionamos la lista. Cuando al otro día me levanté, revisé el celular para ver qué más
habíamos puesto. Y después de la lista, encontré, puntualizados, nuestros objetivos:
Pagar la deuda de El Judío
Matar a El Príncipe
Matar a todos los demás mafiosos, El Judío incluido
Gobernar Capacaída

45
Dominar el mundo
“Paso a paso”, pensé, “paso a paso”.

Esa misma noche golpearon a la puerta de mi casa. “Flaco, te buscan unos chicos”, me
avisó mi vieja, que había ido a atender. Cuando fui a ver, los encontré a Los Pibes, amontonados
bajo el umbral. “¿Qué quieren vieja?”, les pregunté confundido. “Vamos a hablar con el asistente
para arreglar lo de la Cruzada”, me informó Locura, “¿Venís?”. ¿Cómo negarme? Fui hasta mi
pieza, me busqué algo de abrigo, porque todavía no había llegado la primavera, y mientras iba
saliendo, me salió al cruce mi vieja. “¿Quiénes son esos chicos?”, quiso saber, algo preocupada.
“Nadie, ma. Compañeros de laburo”, le contesté, para ir hacia la puerta y tomarme el palo.
Fuimos a la Casa Roja y pedimos hablar con el asistente. El viejito de la puerta nos
condujo a través de los pasillos que se bifurcan hasta llegar frente a una puerta. La abrió y con
un gesto de su mano nos indicó que pasáramos. Adentro nos esperaba el asistente en su
oficina. “¡Muchachos!”, su voz estaba llena de alivio y dicha cuando nos fue a saludar, con un
abrazo y un beso en la mejilla a cada uno, “¡Qué bueno que es verlos!”, celebraba, hasta volver
tras su escritorio, “Supongo que ya saben cómo está la situación”, le dijo a Los Pibes. Le
contestaron que sí, pero en vez de pasar al siguiente tema, le pidieron que les explicara de
vuelta, detenidamente, cómo venía la mano. Y así se enteraron, por boca del mismo asistente,
de todas las supersticiones de El Judío, de la Profecía de Circe, del endeudamiento, de la mora,
del odio de todos los hombres de negocios de Capacaída, que llevó a El Príncipe a señalarlo
como la fuente de todos los malos, y a convertirlo en el ejemplo necesario para que todos
supieran que las deudas eran imperdonables.
“¡Ese tipo es un pelotudo!”, opinó enbroncado el Elfo, y todos estuvimos de acuerdo,
salvo el asistente, que se enfureció. “¡Cuidado con que decís, pendejo de mierda!”, le espetó, “El
hombre del que estás hablando hizo cosas que vos no podrías ni siquiera imaginar. Ustedes no
saben ni sonarse los mocos y vienen a hablar de El Judío de Capacaída. Así que mejor callate la
boca: cuando ustedes sepan hacer las cosas que hace él, entonces hablamos”, concluyó, y yo me
acordé de cómo lo había puteado la noche anterior. Iba a decírselo, pero una vez más, mi
instinto me mandó callarme la boca. Es bien sabido que solamente quien respeta está
fundamentado para insultar.
Para cortar con la mala onda de antes, el asistente nos preguntó si teníamos alguna
idea, si sabíamos qué íbamos a hacer, y Junior le reconoció que no, que justamente veníamos a
verlo por eso. “Necesitamos saber quiénes son los tipos a los que les debe El Judío, cuánto les
debe, y cómo podemos encontrarlos”, le explicaba al asistente, que lo miraba con satisfacción.
“Bien”, le contestó, “supongo que podrían arrancar por El Chino”, nos dijo ahora a todos, y
paramos la oreja, “de todos los acreedores, es el más accesible, y el que probablemente les dé
más pelota”, explicaba, a lo que Locura cuestionó, no sin razón, “¿Y los otros? Si ese es el más
accesible, ¿qué onda con los otros?”. Aunque, como bien le contestó el asistente, “Primero
empiecen con este. Si no pueden con este, ¿cómo carajo van a hacer con el resto?”, y le dio un
carpetazo al asunto.
“El Chino”, lo presentó el asistente, “es el hombre atrás de todos los supermercados
asiáticos que hay en la ciudad. Él los controla y los protege. Como su jefe de negocios, es el
encargado de negociar con las autoridades de la ciudad y con los otros supermercados para
que no los cierren ni les exijan cumplir con las leyes de empleados y de competencia desleal, y
como jefe de seguridad, se encarga de mantener las zonas de los supermercados limpias para
que la gente pueda comprar tranquila, y de que ninguno de los empleados abra la boca sobre
las condiciones de trabajo. Otro de sus negocios es organizar peleas clandestinas: para eso
cuenta con una buena cuota de peleadores dispuestos a romperse la cabeza por una comisión.
Por lo demás, es un tipo normal. Hasta pueden ir a verlo a la casa si le dicen que van de parte
nuestra. A diferencia de los otros, él no tiene conflictos personales con El Judío, y lo respeta”.

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“¿Y El Judío por qué le debe?”, quise saber. “Ah, una apuesta”, dijo el asistente sin darle
importancia. “¿Qué apuesta?”, quisimos saber, pero el tipo se negó a contestarnos, diciéndonos
que era una pavada. Sin darnos tiempo a pensar siquiera, buscó un papel y nos anotó la
dirección de la casa de El Chino. “Acá lo van a encontrar seguro”, nos dijo, “vayan, confío en
ustedes”.
Y ya nos íbamos, cuando el asistente nos paró de golpe, diciéndonos que se había
acordado de algo. Pensamos que iba a darnos algún otro dato sobre nuestro objetivo, o a
darnos alguna palabra de aliento o consejo mafioso. Pero lejos de eso, apareció con una cinta
métrica y empezó a tomarnos medidas. Obvio, le pedimos explicaciones, pero fueron todo risas
y evasivas.
“Ya se van a enterar”, dijo nomás.

La siguiente semana trajo la primavera y trajo el calor, y entonces decidimos ir a hacerle


la visita a El Chino. No es que no fuéramos a hacerlo durante el invierno, pero faltando tan poco
para la llegada de los días lindos, no íbamos a cagarnos de frío. Tampoco éramos tan fanáticos
del asunto. Así que nos reunimos, decía, al lunes siguiente del comienzo de la primavera, en una
de las plazas que había cerca de la dirección que nos había dado el asistente. “¿Estamos listos
muchachos?”, le pregunté al resto, y el Elfo, Locura, Junior y el Rulo asintieron.
Caminando, como en el Lejano Oeste, fuimos hasta la casa de El Chino. Era una noche
cálida, la primera noche cálida en mucho tiempo. Llegamos y llamamos al portero eléctrico.
Apenas escucharon del otro lado que veníamos a hablar de parte de El Judío, nosotros
escuchamos del nuestro los nervios, las preguntas y los movimientos. Un rato después, una
mujer nos estaba abriendo la puerta. Por lo visto, parecía la mujer de El Chino; su presencia nos
trajo dos sorpresas: por un lado, nos sorprendió que, siendo uno de los hombres más peligrosos
de la ciudad, y por lo tanto, uno de los que más en peligro estaba (los seres anodinos,
anónimos, poco riesgo corren, porque poco arriesgan), fuera su propia mujer la que venía a
abrir la puerta, y no alguna clase de guardaespaldas de tres metros y medio de altura. Por el
otro, la misma mujer: una belleza de unos cuarenta y tantos, de esas minas que parecen eternas,
que siempre son hermosas, una joya que nos hizo envidiar, aun sin conocerlo, al tipo al que nos
íbamos a enfrentar.
La mujer nos invitó a pasar, y una vez adentro, se ofreció de guía. La casa de El Chino
era un lujo. Una casa tan grande, tan limpia y tan llena de cosas, que me hacía sentir, a mí, que
vivía en un cuchitril alquilado y siempre sucio, como un miserable, como un pobre diablo. Era
inevitable. ver esos sillones gigantescos, como nuevos, esos pisos de cerámica reluciente, ni una
mota de polvo por ningún lado, me hacía sentir, inevitablemente, como si yo viniera del
mismísimo barro, de la mismísima mierda, y no fuera digno de pisar un lugar así. Echar una
mirada a los dos hijos del tipo no ayudó mucho: frente a una pantalla de quichicientas
pulgadas, que se iluminaba con los mil colores de la última consola del mercado, los veía
absorbidos, olvidados del mundo, disfrutando de bienes materiales con los que, en mi infancia
en Malebolge, yo nomás podía soñar.
La cosa cambió bastante cuando subimos por la escalera y encaramos por un pasillo
hacia el despacho de nuestro objetivo. Como si fuera un guiño de la Fortuna, de una de las
puertas salió la hija de El Chino. Una nena hermosa, con un cuerpo que nos ganó a todos. Como
habrá sido que hasta el Rulo, que siempre sabía cómo reaccionar frente a las minas, se quedó
un segundo tildado a la par nuestra, incapaz de absorber tanta belleza, tanta fragilidad, tanta
invitación a ensuciar. Yo no sé si ella habrá escuchado nuestros pasos, o si realmente había
salido ignorante o indiferente a nuestra presencia; la cosa es que se clavó ahí, frente a la puerta
de lo que obviamente era su pieza, para preguntarle una boludez a la madre, que la despachó
enseguida, y la mandó a guardar, sabidora de que todos los lobos que había en aquel pasillo ya
se habían abalanzado, mentalmente, sobre ella, y que no iban a hacer menos con la hija.

47
Aquel instante de belleza duró poco. Una vez la madre la metió adentro a la nena, nos
pidió (en un gesto más protocolario que sincero) disculpas por el pequeño detalle, y nos invitó
a seguir adelante, que ya estábamos cerca del despacho de (ahora sí lo aclaró) su marido. Unos
pasos más tarde, andábamos frente a la puerta indicada. La abrió y nos invitó, para después
retirarse y cerrarla a nuestras espaldas, mientras ya nosotros le copábamos el despacho a El
Chino.

“Así que ustedes son Los Pibes de El Judío”, dijo El Chino sonriendo desde atrás de su
escritorio, después de que nos acomodáramos un poco en su despacho, “Es bueno por fin
conocerlos”. La forma en la que nos llamó no nos gustó para nada. “No señor”, se apuró a
aclarar el Elfo, “nosotros somos Los Pibes, y trabajamos para El Judío. No le pertenecemos, no
somos sus chicos”. “Ah, pero mirá qué interesante. Me gusta esa distinción”, iba diciendo el tipo,
y nosotros no alcanzábamos a dilucidar si se trataba de un sarcasmo o estaba siendo sincero,
“ya me caen bien”, y enseguida, porque el reloj seguía corriendo, nos preguntó, “¿Y se puede
saber a qué se debe el honor de su visita?”.
Ahí nomás, Junior, que de nosotros era el que tenía la mejor dicción y el vocabulario
más amplio, fruto de sus horas y horas de lectura feroz, se puso a explicarle la situación a
nuestro objetivo; le pasó la nueva de la visita de El Príncipe, que sorprendió y complació a El
Chino por partes iguales, y a continuación, le planteó que habíamos tomado la decisión de
cancelar las obligaciones de nuestro jefe para con él, para que fuera El Chino entonces quien se
encargara de cancelar su deuda con el tipo más peligroso de la República Popular de
Capacaída. “O sea, en realidad buscábamos una manera de poder resolver el tema, y el asistente
de El Judío nos sugirió que fuéramos cancelando cada obligación de nuestro jefe con sus
respectivos acreedores. Y bueno, cuando nos preguntamos cuál era el primero qué podíamos
visitar, enseguida nos surgió el nombre de El Chino”.
En este punto las palabras se me van a quedar cortas (casi diría como siempre), y
apenas van a alcanzar a ser un reflejo distorsionado de lo que vieron mis ojos. Apenas mi
camarada dijo esas últimas palabras, con la mención al apodo, la cara del tipo que teníamos
enfrente se oscureció: uno a uno, cada uno de los músculos de su rostro se derrumbó, y todo lo
que hacía un segundo era una sonrisa interesada se trocó en una auténtica, en la clásica, cara de
orto. No sólo yo lo vi: lo vimos todo, y el miedo y la incertidumbre nos ganaron el espíritu, se
pusieron de pie todos los pelos de nuestros cuerpos, se nos puso la piel de gallina y se pararon
por un segundo los cinco corazones. ¿Qué carajo había pasado? ¿Qué había dicho Junior?
“Bien”, arrancó El Chino con una voz amarga, “tal parece que el cambio generacional no es tan
radical como a mí me hubiera gustado. Porque que los tipos que crecieron conmigo, que
pelearon conmigo, que vieron las mismas cosas que yo vi, vengan y me falten el respeto, vaya y
pase. ¡Pero que un grupo de pendejos de mierda, que no saben ni coger, venga a decirme
chino, nomás por mis rasgos! ¡LA PUTA QUE LOS PARIÓ, PENDEJOS IRRESPETUOSOS DE
MIERDA, ¿QUIÉN CARAJO SE CREEN QUE SON?! ¡YO SOY JAPONÉS! ¡No soy chino, ¿entienden
eso?!”
“Quiero que sepan, si su jefe todavía no se los enseñó, que la gente con rasgos asiáticos
no es toda china, y que si hay algo que a uno no le gusta, son las etiquetas erradas. Si por lo
menos me dijeran El Chino, siendo chino… Pero me lo dicen para no tener que preguntarme
nada, para no pensar. Ahora bien”, dijo, y entonces abrió uno de los cajones y sacó un revólver,
“mi pregunta es: ¿Me van a seguir faltando el respeto?”.
Uno a uno, como pudimos, le fuimos pidiendo disculpas, y le explicamos, y le volvimos
a explicar, que nosotros no teníamos idea de su verdadero origen, que nomás repetíamos el
nombre que nos habían enseñado y que, si tenía algún problema con el apodo, que nos dijera
cómo prefería que lo llamaran y que en adelante lo íbamos a llamar de esa manera. No sé si fue
nuestro cagazo o nuestra gentileza exagerada lo que hizo que la sonrisa de El Chino volviera a
su cara sonriente; la cosa es la temperatura bajó a niveles en los que se podía vivir, y el tipo

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guardó su revólver y nos preguntó si teníamos alguna idea para pagar la deuda que El Judío
tenía con él.
Le dijimos la verdad: queríamos discutir el tema con él. Que nos ofreciera alguna
opción, algo que quisiera que hiciéramos por él. Entonces la realidad: no nos necesitaba, ya
tenía gente mejor preparada y con más coraje que nosotros para cualquier cosa que precisara, y
si no teníamos nosotros una buena idea que ofrecerle, la verdad no podía hacer nada.
“¿Y una pelea?”, se metió entonces Locura, a lo que todos lo miramos asombrados, El
Chino incluido. “¿Qué?”, preguntó el tipo, desconcertado. “Sí, una pelea”, encaró con todo
nuestro compañero, “El asistente de El Judío nos dijo que vos organizás peleas. Organizá una
contra nosotros si tenés huevos”, lo desafió. Por un ratito, El Chino anduvo tratando de procesar
lo que había acabado de escuchar, se le notaba en la cara. Hasta que por fin lo consiguió. Y
empezó a reírse. Y se rió y se rió de nosotros en nuestra cara, grandes carcajadas sin el menor
respeto por nosotros que andábamos ahí y que según su risa no éramos más que unos
pelotudos.
Después de un ratito así, riéndose sin drama, el tipo lo miró a Locura impostando
seriedad, aunque se notaba la risa bajo sus facciones, y le preguntó serio: “¿Ustedes de verdad
quieren organizar una pelea?”. A lo que mi camarada, sin que le temblara la voz, le contestó “De
una vieja. Ponenos al que vos quieras enfrente, que lo hacemos mierda”. El Chino sonrió. “Bien,
como quieran. Este mismo sábado, a la madrugada, a las dos de la mañana, nos encontramos
en el estacionamiento de”, y ahí nos dio el nombre de uno de sus supermercados, “y ahí vamos
a celebrar nuestra pelea. Si ustedes ganan, la deuda queda saldada”, nos ofreció, y ahí nomás
reaccionamos. “¿Y si perdemos?”, preguntó el Rulo. “Yo no necesito nada de ustedes, ya se los
dije. Con la diversión de verlos perder ya me conformo”. La puta que lo parió.
Nos dimos la mano, para sellar el acuerdo, y el tipo llamó, por un comunicador, a la
mujer, para que nos llevara de nuevo a la puerta. “Ah, una cosita”, nos advirtió antes de irnos,
“supongo que ustedes ya deben saber que no se puede enterar nadie de esto. Ni sus viejos, ni
su jefe, y menos que menos la policía. Si yo llego a ver que hay alguien más aparte de ustedes
esa noche en el lugar, no solamente que no les voy a considerar su propuesta nunca, sino que
me voy a encargar de que los hagan mierda a todos. ¿Me escucharon?”, y nos sonrió como si
fuera uno de nuestros mejores amigos.
Una vez afuera, no pudimos evitar empezar a los gritos y a los saltos. La alegría nos
ganaba el cuerpo. Éramos lo mejor que había, lo sabíamos. Nos podíamos comer el mundo,
hacer cualquier cosa. ¿Pagar la deuda de El Judío? Íbamos a convertir a nuestro jefe en el tipo
más poderoso de Capacaída, más poderoso que El Príncipe inclusive, y después íbamos a tomar
su lugar y a manejar esa ciudad de mierda. El mundo era nuestro, estaba ahí, frente a nosotros
para que hiciéramos lo que se nos antojara. Decidimos ir al viejo Bar Bohemio para tomar algo y
festejar.

Ahora, a la distancia, Su Buen Amigo el Narrador reconoce que nuestra reacción fue
exagerada. Que éramos (que somos) una banda de tarados que no tenían idea de lo que hacían.
Pero en ese momento, después de haber pasado tanto tiempo inactivos, tanto tiempo alejados
de la realidad, nos olvidamos de ella, de su sabor, y caímos en la ficción de El Chino tal y como
él lo quería. Acostumbrados al ambiente artificial del entrenamiento en la Casa Roja, que
todavía hoy mantenemos, la perspectiva artificial de una pelea que pudiéramos ganar nos
pareció completamente lógica.
Lástima que la realidad es mucho más dura. Lástima que la realidad no tiene
contemplaciones. Que apenas un par de días después de haber acordado aquella pelea, que no
nos íbamos a olvidar nunca más, fuimos al Bar Bohemio, y charlamos de cosas culturosas
mientras agotábamos, una tras otra, seis jarras de fernet, confiados de que nuestras habilidades
marciales no se iban a ver afectados por un poco de alcohol en la sangre. Y que El Chino no nos

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había aclarado realmente contra quién teníamos que pelear, de modo que cuando llegó la hora
del enfrentamiento, nos encontramos con tipos que realmente podían hacernos daño.
Así, volvemos al principio, tal y como les prometí. Ahí andábamos, nosotros seis, hechos
mierda, destruidos, el Elfo con la rodilla hecha pedazos, el resto con el cuerpo cagado a golpes.
Y el terror que nos corría por las venas, y la certeza de que en un ratito íbamos a estar muertos,
porque no había nadie en aquel lugar que pudiera ayudarnos: nomás El Chino, los ninjas y
nosotros, ese grupo de cuerpos llorosos y sanguinolentos.
Los ninjas nos levantaron a los cinco, hasta al Elfo, que no paraba de llorar del dolor.
Éramos una piltrafa. A duras penas podíamos mantener la conciencia. Entonces escuchamos la
voz de El Chino. “¡Les dije que no iban a pelear para dejarlos vivos!”, gritó, mientras se cagaba
de risa. Realmente lo andaba disfrutando.
Completamente resignado a la muerte, me entregué. Nos había llegado la hora,
obviamente. Con los ojos cerrados, y una sonrisa en la cara, me dediqué a esperar el golpe de
gracia. Que no llegaba, y no llegaba, y no llegó. Cuando abrí los ojos, noté al ninja que me tenía
agarrado del cuello mirando hacia mis espaldas. Como pude, me di vuelta, y noté, como él, que
un auto se acercaba despacio hacia nosotros. Un BMW negro, con las luces altas, que se frenó a
un par de metros de nosotros, sin apagar las luces.
Lo último que pude distinguir fue la silueta oscura de un hombre saliendo del auto,
antes de perder el conocimiento.

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OCTAVA ENTREGA

EL JUDÍO

Por fin, después de siete entregas, la historia empieza a moverse. Mi Buen Amigo Lector, te
prometo que ya no voy a volver a recurrir a esos saltos cuánticos que (tal vez) te hacían perder,
que tanto mezclaban mi relato. Tengo que admitir que era necesario, que lo hice a propósito:
hubiera sido todo mucho más lento si hubiera empezado por el principio, o sea por mi historia,
y no por nuestra pelea contra la gente de El Chino. Ahora ya está, ya pasó, esta es la octava
entrega y la historia volvió a su carril, y ahora está encaminada directamente hacia su
consecución, como encaminados estábamos nosotros, hasta que la realidad nos golpeó de lleno
en la cara. Preparate lector: lo mejor está por venir.

Lo siguiente que me acuerdo después de haberme desmayado fue que abrí los ojos y vi
muchas luces y mucho blanco. “Perfecto”, pensé, “estoy muerto. Quiero las cien vírgenes que te
tocan si morís dando tu vida por la delincuencia”. Pero entonces me di cuenta de que seguía
prisionero de los sentidos, que percibía las sábanas con mi tacto, y las luces con mi vista, y el
olor aséptico de la habitación con mi olfato; y me dolía todo, en todas partes, así que no había
abandonado la carne, la forma seguía encarcelada en la materia. Presté atención, y me di cuenta
de que andaba convaleciente en una camilla de alguna clínica u hospital. Cuando miré a uno de
los lados encontré, sentado en una silla, con gesto paciente, al asistente.
“Qué buena paliza que se comieron, eh”, fue lo primero que me dijo, apenas notó que
recuperaba el conocimiento. “¿Qué pasó?”, pregunté, mientras en mi cabeza trataba de hacer
memoria y lo único que encontraba eran escenas desaparecidas (creo que recuperé la memoria
plena de esa noche unas cuatro o cinco semanas después). El asistente se rió. “Pasó que El Judío
les salvó la vida, a vos y a tus amigos. Eso pasó”, me notificó, y yo no pude evitar sobresaltarme.
Para qué… Crujió absolutamente todo en mi cuerpo, y me desplomé sobre la cama. “Sí,
definitivamente se comieron una buena paliza”, se burló el asistente. En otro momento me
hubiera enojado, pero la mención de El Judío me absorbió. “¿En serio me decís?”, quise saber.
“¿Qué? ¿Lo de El Judío? Sí, es verdad”.
No lo podía creer. Era imposible. El Judío en persona nos había salvado. No tenía idea
cómo, no alcanzaba a imaginar cómo había resuelto la cuestión de los ninjas; pero lo había
hecho, y ahora estaba yo ahí, y supongo que el resto también, internado, recuperándome del
primer revés de nuestra campaña. “¿Cómo fue?”, le pregunté al asistente, “¿Cómo nos rescató?”.
“Bueno”, arrancó el tipo, “no sé exactamente lo que pasó en el estacionamiento, pero sé cómo
se enteró de la pelea.
“Después de su cita con El Chino, el tipo llamó al jefe para comentarle de la situación,
de su intervención, y se asombró de la movida secreta que El Judío venía preparando con
ustedes. También le comentó del arreglo, y de que era imposible que ustedes ganaran. Así que,
una vez terminaron de charlar, El Judío me vino a buscar y me pidió, con una tranquilidad que
no te podés imaginar, que le contara qué mierda había pasado, y por qué carajo ustedes,
pelotudos de mierda, habían hecho lo que habían hecho, o sea, ir a hablar con El Chino en su
nombre. Entonces le comenté cómo había venido la mano, y bueno, el resto es lo que ya sabés:
esperó hasta la noche de la pelea, y fue al estacionamiento a buscarlos. Después, mientras los
veníamos trayendo para esta clínica, me comentó que no pensó que fueran a ser tan maricas.
Que cuando llegó no esperaba que les hubieran pegado tanto, pero que se dio cuenta de que
se había equivocado.
La habíamos cagado, obviamente. “¿Y ahora qué dice?”, le pregunté. “Por ahora, lo
único que quiere es que se recuperen. Una vez que esté bien, van a hablar con él”, contestó el
asistente, antes de desearme que me recuperara. “Fuiste el último en recuperar el conocimiento,

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¿sabías?”, me comentó antes de salir, “Estuve esperando sentado en esa silla hasta que volvieras
para poder decirte esto. Ahora por fin me puedo ir a mi casa”, y desapareció por la puerta.

En resumen, este es el parte médico de Los Pibes, más o menos: Contusiones severas en
cabeza, rostro, torso, piernas y brazos; cortes severos en cráneo, brazos y torso; cortes leves en
el rostro, dos traumatismos de cráneo leves; cuatro pulmones perforados; cinco dedos
fracturados, de los cuales tres correspondían a la región metacarpiana y dos a la región
metatarsiana; ocho costillas rotas; nueve dientes reinsertados; y una rodilla rota: la del Elfo.
Básicamente, estábamos hechos mierda.
La versión oficial fue que nos había agarrado una patota a la salida de un bar; que ellos
habían sido como veinte, y siendo nosotros nomás cinco, nos comimos la paliza de nuestra vida.
Aunque algo de eso ya había intuido yo apenas aparecieron mis viejos en la hora de visita: mi
vieja llorando y mi viejo más que preocupado, los dos afectados por la imagen de su hijo
postrado en una cama, y me entraron a hablar y a consolar y expresar su indignación hacia la
puta juventud perdida. Más tarde, el asistente me iba a confirmar que eso fue lo que les dijo a
los padres de todos, y además, que el seguro del laburo, en un gesto de solidaridad hacia
nosotros, había decidido pagar la internación en esa clínica privada. “Tenés que ser agradecido”,
me decía mi vieja, sin dejar de llorar, “Cuidá este laburo. Mirá cómo te tratan. Cuando yo voy a
limpiar en casas de familia ni siquiera te respetan, y a vos te están pagando todo esto, que ni
siquiera fue en horario de trabajo”. El único que miraba raro todo el asunto era mi hermano, el
Pocho (yo me di cuenta cuando me vino a visitar), pero no dijo nada.
Yo pasé unas dos semanas internado antes de que me dieran el alta por completo. De
Los Pibes, el Elfo fue el que más se demoró, por el tema de la rodilla y unas operaciones y todo
eso. El Rulo estuvo diez días y Junior veinte. El primero en recuperarse fue Locura, o al menos
fue el primero en volver a romper las pelotas, porque cuatro días después de que ingresáramos
a la internación apareció en mi habitación en una silla de ruedas. “¿Qué te pasó?”, le pregunté
ese día, con el cagazo de que le hubiera pasado algo jodido a pesar de que se anduviera
cagando de risa (y con él uno podía esperarse eso). “Nada”, me contestó levantándose de la
silla, “estaba al pedo, así que me fui de mi pieza. Me la encontré en el pasillo y me puse a dar
vueltas en silla de ruedas”, dijo, y se entró a cagar de risa.
El resto no estaba de peor humor. Aunque la cagada a trompadas y la internación y el
mal trago a nuestros viejos nos había puesto mal a todos, por otro lado andábamos todos
contentos: habíamos sobrevivido. Habíamos enfrentado a la muerte y habíamos sobrevivido, y
encima los otros habían conocido a El Judío. “Vos sos una verga”, me cagó a pedos el Rulo uno
de los últimos días, en los que le habíamos ido a hacer el aguante al Elfo, “te desmayaste y te
perdiste todo”. “¿Qué pasó?”, pregunté. Nadie me había dicho nada de lo que me perdí. “No
sabés…”, arrancó Locura, “el tipo se bajó del auto y encaró para donde estábamos nosotros.
Entonces los ninjas nos soltaron y le quisieron salir al cruce. ¿Y el tipo sabés qué hizo cuando le
salieron al humo? Sacó un arma y les empezó a tirar. Cinco tiros disparó, todos a las rodillas de
los ninjas, y los tipos quedaron todos en el suelo, gritando del dolor”. Me iba contando y yo no
lo podía creer. “El Chino estaba re caliente”, decía Junior entre risas. “Sí, ¿te acordás? ¿Ahí es
cuando sacó la katana?”, hacía memoria el Elfo, y el Rulo que se lo confirmaba. “Sí, sacó la
katana del baúl del auto y se le fue al humo a El Judío”. “¿Y qué pasó?”, curioseé. “Y nada, el tipo
se le fue encima al jefe y el jefe le entró a esquivar los espadazos que le tiraba. Primero se tiró
para un costado, después para el otro costado, hasta que un momento lo tuvo al lado, y lo
agarró de las manos, cosa de que no se pudiera mover, le tiró la espada a la mierda y le pegó
un cabezazo que lo tumbó”. Mind-fucking-blowing. Un zarpe total.
“¿De verdad me están diciendo?”, yo andaba incrédulo. “No, boludo, te estamos
mintiendo”, me contestaron los otros, sarcásticos. Era increíble. El Judío era real, y había ido a
rescatarnos, y se había enfrentado a El Chino por nosotros, y le había dado una paliza. ¿Cómo

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podía ser? ¿De dónde había salido ese tipo? No podía ser, me estaban jodiendo. Rezongaron
cuando les porfié.
Entonces Locura me dijo que no, que tenía pruebas. Cuando se terminó la hora de
visitas, salimos de la clínica y lo acompañé a la casa. Me llevó hasta la pieza. “Después de
tumbarlo a El Chino, El Judío le advirtió que no nos siguiera, mientras nos iba cargando en el
auto”, me contaba, mientras buscaba algo abajo de su cama. “Y entre todo el quilombo, yo
aproveché. Seguramente El Chino nos debe andar puteando todavía”, me dijo, cagándose de
risa, y sacó un estuche como de un metro de largo.
Adentro estaba su trofeo de guerra: se había robado la katana.

La primera semana de noviembre el asistente nos convocó en la Casa Roja. Después de


un mes de inactividad en el que no entrenamos ni nos dimos una vuelta por la empresa, a causa
de la recuperación y de un merecido descanso que nos dimos de todo el asunto (por no decir
que el Elfo todavía no andaba listo, y precisaba un tiempo para estar por lo menos en un estado
que le permitiera caminar), nos había llamado para que volviéramos. Nos recordó que la
sentencia de El Príncipe todavía pendía sobre Su Buen Amigo el Narrador y compañía, y que si
bajábamos los brazos, en dos meses íbamos a estar en verdaderos problemas.
Así que a la Casa Roja fuimos aquella noche, creo que del cinco de noviembre,
prácticamente ya recuperados de la paliza y del terror de haber estado ahí nomás de espichar
todos. El asistente nos estaba esperando. A través del laberinto, fuimos desenvolviendo los
pasillos, y a pesar de que andábamos haciendo un camino conocido (eso lo íbamos a saber
después), se veían nuevos a nuestros ojos, como si hubiera infinitas formas de llegar del mismo
punto A al mismo punto B. Podíamos ver la exagerada excitación de nuestro guía, que nada,
más allá de la convocatoria, nos había contado. “¿Qué pasa, vieja?”, le preguntamos, y por qué
estaba tan nervioso. “Esta es una noche importante”, nos contestó nomás, y con eso desató
nuestra imaginación. ¿Qué carajos venía a continuación? ¿Qué iba a pasar? Al final del camino,
encontramos una puerta que yo conocía bien: era la de la Biblioteca. El asistente la abrió y pasó,
y nosotros fuimos tras él.
Adentro había un hombre de espaldas a nosotros. De traje negro, en su mano derecha
sostenía un libro, y en la izquierda una copa y un cigarrillo. Iba diciendo unas palabras en inglés,
que no entendí muy bien, pero que venían más o menos así: “The way to dusty death. Out, out,
brief candle!”, y entonces estalló.

“Life's but a walking shadow, a poor player


That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more: it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing”

Pronunciaba enérgicamente, como si en eso se le fuera la vida, como un fanático que


recitara palabras santas. “Señor”, intervino tímidamente el asistente, sabiendo que estaba
interrumpiéndolo, “acá está el equipo”. Esa noche conocí finalmente a El Judío.
El jefe cerró el libro y se dio vuelta. En su cara relucía una sonrisa mansa, la sonrisa de
alguien que sabe que todo está saliendo exactamente como lo quería. Y la mirada transmitía lo
mismo: como si para él, el mundo no contara con ninguna sorpresa. Apenas lo vi, me di cuenta
de que estaba un paso adelante de todo. Se acercó a nosotros, y en el camino le dejó el libro y
la copa al asistente, quedándose nomás con el tabaco, que se llevó a la boca. “Excelente,
excelente”, iba diciendo, mientras aplaudía con lentitud irónica. Cuando se acercó, pude ver
bien algo que ya había notado a la distancia: una cicatriz, la cicatriz de un corte, que le cruzaba
como un rayo el ojo izquierdo, marcando la ceja y llegando casi a la altura de la nariz. Se sacó el
tabaco de la boca. “Realmente fantástico lo que hicieron con El Chino”, nos decía, y se le notaba

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la sorna en la voz, “Les quedaba morir, nada más. Morían, y el cuadro estaba completo”. Nos
miró a los ojos a todos, y ninguno de Los Pibes pudo evitar bajar la mirada.
El Judío se alejó, sabiendo el efecto demoledor que había causado en nosotros, y
después de esperar callado un tiempo prudencial, el suficiente para que la vergüenza y la
decepción, pero sobre todo, la conciencia de nuestra propia estupidez, nos quemara por dentro,
y entonces nos llamó. “Señores”, dijo, “Tenemos que hablar”.

“¿Por qué se unieron a la empresa?”


Estábamos sentados en una mesa redonda. Habíamos salido de la Biblioteca y
caminado por unos corredores que no conocíamos. A diferencia del viejito que nos recibía
siempre y del asistente, El Judío no precisaba guiarse por nada para saber hacia dónde estaba
yendo. Incluso en los pasillos que hasta el propio asistente parecía desconocer, nuestro buen
jefe se orientaba como si aquel sendero fuera un viejo conocido. Así llegamos a la habitación en
la que andábamos en aquel momento, con aquella gigantesca mesa redonda donde nos
sentamos para conversar.
La pregunta de El Judío resonó en todos nosotros. Hubo un millón de respuestas; no
nos bastaba con dar una razón: dábamos una y después otra y después otra más. Y el jefe se dio
cuenta enseguida. La posta era que no teníamos una puta idea de por qué estábamos ahí. “¿Ya
se olvidaron?”, nos preguntó, y no entendimos a qué se refería. “La noche que el asistente los
conoció a cada uno, ¿eh? La visita al campo, la amenaza de muerte. ¿Ya se olvidaron de eso?
Todos andaban por ahí, perdidos en la vida, y nosotros les dimos un sentido, un propósito”,
decía, y de repente nos acordamos, los cinco, de la experiencia: el mismo campo, las mismas
palabras, el mismo terror. El mismo, idéntico click: nos estábamos muriendo, el tiempo estaba
en contra nuestra y teníamos que hacer algo grosso. “Sí, es cierto”, reconoció el Rulo, aunque
enseguida se apuró a justificarnos, “pero por eso, cuando vimos que teníamos la oportunidad
de arreglar lo de la deuda nos sentimos re bien. ¿No era eso tener sentido?”. El Judío sonrió.
“¿Sí? ¿Y cuál era ese sentido? ¿Cuál es el sentido de trabajar conmigo? ¿Cuál es el propósito?”,
volvió a desafiarnos, “si no estuviera la deuda, ¿por qué tiene sentido trabajar en la empresa?”.
“No sé, para ganar plata”, sugirió Junior. “La plata, eh”, se interesó el jefe, “¿por qué?”. “La plata
es poder”, contestó con contundencia Locura. El Judío lo miró como a un bufón.
“Déjenme decirles algo sobre la plata”, dijo, y sacó un billete de cien pesos, y los
sostuvo en alto, “este billete vale eso, cien pesos, lo que dice ahí. Es mucho valor, ¿no? Muchos
de estos billetes pueden conseguir cualquier cosa, ¿no? Con suficientes billetes de estos, se
podría comprar el mundo. Sí, el poder. La capacidad de hacer cualquier cosa. Porque todos
tenemos un precio, ¿no es cierto? A todos se nos puede comprar. Ahora bien, si salimos de este
país, si vamos a un país que no conoce los pesos, ¿cuánto vale este billete? ¿Qué se puede
comprar? Absolutamente nada”, dejó esperar un tiempo a que se asentara su afirmación, y
continuó, “Ahora vayamos con los dólares: funcionan en todo el mundo, son la medida de todas
las cosas. Ahora sí, no hay nada que no puedan comprar, ¿verdad? Ahora están ante la medida
real del poder. Pero pregúntenle a cualquier soldado que en este momento este peleando si
puede evitar que su enemigo le dispare si le ofrece dinero. Pregúntense si podrían sobornar a
un terrorista, a un fanático, a un loco. Si un extraterrastre viniera de fuera de este planeta, o un
viajero del tiempo llegara a nuestra era, ¿podríamos comprarlos? ¿Podemos hablarles en un
lenguaje que no entienden? ¿Y qué pasaría si, mañana mismo, un virus de computadora
eliminara las bases de datos de los bancos? ¿Si, de repente, los dólares ya no tuvieran respaldo
real?
“El dinero no es poder. La ficción es poder. El dinero solamente vale porque existe un
relato detrás que lo sostiene. Cuando ese relato pierde verosimilitud, cuando ya nadie puede
creerlo, el dinero pierde su valor y se hace necesario crear un nuevo relato. El mundo está lleno
de historias: la religión, la filosofía, la ciencia, no son más que ficciones, que cuentos, con
verosímiles minuciosamente construidos para que la gente crea en ellos, con reglas internas que

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funcionan como un armazón, y que evitan a toda costa cualquier clase de cabo suelto que
pueda generar dudas o sospechas. Creá una historia que cualquier persona pueda creer, y vas a
gobernar el mundo.
“Y así llegamos a la cuestión del sentido”, nos dijo, mirándonos como si todo el tiempo
hubiera sabido lo que íbamos a contestar, y ya hubiera pronunciado un millón de veces las
mismas palabras, “el sentido, señores, es una construcción. No existe una razón anterior más
allá de la que puedan construir ustedes mismos. Por eso no tenían respuesta, por eso no sabían
qué decirme. Y por eso fallaron antes, contra El Chino: porque no tenían absolutamente ninguna
idea de por qué lo hacían. Solamente tenían el impulso, el deseo. Yo soy el que encauza esa
pulsión que ustedes tienen. Yo les voy a dar dirección, voy a levantar el armazón que necesita su
relato. Yo soy un narrador de propósitos”.
Después de decir eso, El Judío nos dijo que a partir de ese momento él nos iba a
acompañar en cada incursión que hiciéramos, para enseñarnos absolutamente todo lo que
precisábamos saber. Según decía nosotros éramos el principio de algo mucho más grande, que
el resto de los hombres de negocios de la República Popular de Capacaída, del mundo entero
inclusive, no alcanzaba a imaginar.
Pero primero, teníamos que consultar nuestra Fortuna.

De más está decir que, después de esa charla, volvimos al entrenamiento con más
ganas que nunca. El Judío, no obstante, siguió sin aparecer, confiándole al asistente nuestra
vigilancia, como venía siendo hasta el momento de su revelación. Qué hacía él en su tiempo ya
no nos preocupaba: asumíamos que estaba metido seguramente en alguna cuestión cuya
grosedad superaba ampliamente nuestra imaginación y, por lo tanto, incluso cuando no estaba,
teníamos motivos para admirarlo cada vez más.
Unos días después el asistente nos convocó, esta vez a la tarde, para que
acompañáramos a El Judío a consultar a un adivino por nuestro futuro. “A mí también me
parece una boludez”, nos confesó, “pero bueno, son sus reglas y hay que respetarlas”. Así que a
la Casa Roja marchamos. Aunque no nos esperábamos la noticia con la que nos recibieron: no
bastaba nomás con ir a visitar a un brujo, El Judío también quería que nos cambiáramos la ropa.
“Esto es lo que van a tener que usar cada vez salgan con él”, nos informó el asistente, mientras
nos pasaba, a cada uno, una bolsa larga, de esas de tintorería. Adentro había un traje negro,
más una corbata negra, un par de medias blancas, y para completar el conjunto, una camisa
blanca. Si bien no estábamos de acuerdo, sabíamos que era el camino del jefe o la calle, así que
nos cambiamos igual. “Ningún mafioso se vestiría así”, le dijimos a El Judío cuando salimos de
cambiarnos, todos trajeados, todos iguales. “Perdón que lo diga, y es mi opinión”, saltó el
Junior, “pero solamente un idiota podría hacer vestir así a sus hombres. Y usted no es un idiota”.
Sin darle importancia a nuestras objeciones, El Judío nos pidió que lo siguiéramos,
acompañados por el asistente. Una vez fuera de la Casa Roja, el jefe nos dividió en dos grupos.
El Elfo, el Rulo y yo fuimos con él en el BMW, y Junior y Locura fueron con el asistente en el
Audi. “Ahora vamos a ir a visitar a un amigo. Es uno de los hombres más capaces que conozco”,
El Judío se dio la vuelta desde el asiento del acompañante, mientras el chofer llevaba el auto sin
inmutarse por sus palabras, “Yo sé que ustedes, en este momento, no entienden el valor de
emprender una nueva etapa conociendo qué designios condicionan el camino. Pero en cuanto
empiezan a ver que saber qué es lo que va a pasar a continuación les da una ventaja estratégica
a la hora del combate, la ayuda de la gente correcta se vuelve invaluable”. Su prédica nos hizo
desear estar en el otro auto; un deseo que, esa misma noche en el viejo Bar Bohemio, nos
pincharon los demás: el asistente les iba diciendo básicamente lo mismo que el jefe, nomás que
agregándole, cada tanto, las salvedades correspondientes a su escepticismo.
Entramos a uno de los tantos barrios étnicos de Capacaída sin que El Judío o el chofer
se alteraran por la considerable posibilidad de que fuéramos blanco de algún facineroso local.
Después me di cuenta de lo absurdo del detalle: probablemente nuestro jefe era más peligroso

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que cualquiera de los malandras del lugar. Al final terminamos parando frente a un humilde
localcito que estaba justo en el corazón del barrio. “Llegamos”, anunció El Judío con una sonrisa,
y enseguida, con una voz completamente distinta, le ordenó al chofer, “nomás los muertos
están quietos”.
Nos bajamos, y vimos que ya del Audi se bajaba el resto de Los Pibes. El asistente, por
alguna razón, se quedó arriba del auto. “¿Estamos listos?”, nos preguntó El Judío, mientras los
dos autos arrancaban, “Perfecto entonces, entremos”, propuso, y lo seguimos al interior de
aquel extraño lugar.

El local del Adivino no se parecía a nada que yo hubiera esperado. Si yo había


imaginado un lugar con espejos, cuentas de vidrio y de cerámica, estatuas, y cosas así esotéricas
por el estilo, lo que nos encontramos cuando entramos fue un lugar casi pelado. Apenas había
en el lugar un par de muebles viejos y una silla, en la que andaba sentado un hombre que se
apoyaba en un bastón. De la trastienda salía un tango, que preservaba el lugar en un oasis
temporal. El viejo no pareció notar nuestra llegada, detalle que le hicimos saber al jefe. “No se
preocupen, está un poco ciego”, nos aclaró.
“Falta uno”, fue lo primero que dijo el viejo, con una voz tan clara que lo escuchamos
todos. Seguramente hablaba del asistente. “Ya sé”, dijo El Judío, “ya va a llegar. Falta un
tiempo”. “No van a estar completos hasta que el sexto se sume. Si no están completos, no
podés hacer nada”, iba diciendo el Adivino, y nosotros que empezábamos a perdernos. “Uno sí
puedo”, se defendió el jefe. “Quizás uno sí, pero, ¿y el resto?”, lo desafió el ciego. El Judío se
acercó hasta él. “Vos ya lo viste todo, ¿no?”, le preguntó, irónico, a lo que el viejo no pudo evitar
reírse. “¿Cuántas veces ya te lo dije, eh?”, le contestó, y sigo riéndose.
“Viejo amigo, ¿cómo estás?”, le preguntó El Judío al Adivino, cortando con el diálogo
anterior. “No me puedo quejar”, contesto el viejo, con auténtica tranquilidad, “Cuando uno vive
tanto tiempo como yo, se termina diluyendo todo. Y frente a tanta niebla, frente a tanta
uniformidad, al final es uno el que decide cómo definirlo, y la verdad es que la vida me dio más
razones que la muerte para estar contento”. El Judío hizo los comentarios rituales y pasó
enseguida a los negocios. Después de presentarnos formalmente con el ciego, le explicó por
qué andábamos ahí. “¿Así que un pequeño augurio, eh? Bueno, este pobre viejo no sabe
mucho, ni es tan hábil, muchachos. De todas maneras, no hace falta que recurra al arte de la
adivinación en este caso: me basta con recordar todos los libros que he leído, porque su suerte,
como la de todo el mundo en mayor o menor medida, está en los libros.
“Sepan ustedes que son personajes de una novela. Una novela que fue escrita hace
mucho tiempo, y en donde se describieron todas y cada una de las cosas que hicieron y que van
a hacer. Su autor, no obstante, vive torturado, porque su libro también es su prisión. En algún
lugar del mundo ese libro está a su disposición, para que lo encuentren y sepan todo lo que
resta, porque su autor, en un gesto de ironía, decidió darles el derecho a ese conocimiento.
Pero no les corresponde a ustedes encontrarlo. ¿Qué les puedo advertir? No crean todo lo que
tienen a la vista, porque lo que reconocen seguro al final termina por ser mera apariencia. No se
preocupen por el porvenir, ni por lo pretérito: el pasado y el futuro no son más relatos. Todo lo
que tienen es el instante, y es tan fugaz que ni siquiera vale la pena perderlo pensándolo:
aprovéchenlo. Escuchen todo lo que les digan, todo el mundo, pero acuérdense de que aplicar
esas palabras es su decisión. Ah, y una última cosa: no discutan en la puerta de mi local.
Apenas terminó de recitar aquel parlamento, Los Pibes nos miramos incrédulos. No
teníamos ni puta idea de qué había dicho aquel viejo, y la verdad era que tampoco teníamos
muchas ganas de ponernos a analizar aquel palabrerío. El Judío, que había espectado toda la
escena sin decir una palabra, apenas con su sonrisa de siempre dibujada en la cara, había
prendido un tabaco y nos miraba hundirnos hasta el cuello en la pantanosa confusión. “Nos va
a hacer falta algo más”, pareció recordarle al ciego, después de un ratito de silencio, y el Adivino
se sobresaltó, la única vez que lo vimos quebrar su calma. “¡Es cierto!”, reconoció, y sin perder

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un segundo, mandó a llamar a un chico, que le trajo un pequeño bolso. “¿El señuelo?”, consultó
el retórico Judío. “El señuelo”, confirmó el ciego.
Entonces las palabras de rigor para las despedidas, buena suerte y hasta luego. La
verdad, no entendíamos para qué habíamos ido a ver a aquel viejo loco y ciego, que nomás
desvariaba. El asistente, confirmamos mientras íbamos saliendo de aquel lugar, estaba en lo
cierto respecto a la obsesión de El Judío. Podía ser un genio para todo lo demás, pero con su
mambo mostraba la hilacha.

Una vez afuera, tuvimos que quedarnos esperando en la vereda. Los autos todavía no
habían llegado. No, no nos gustaba estar ahí, a la intemperie en aquel barrio de ladrones y
bandoleros, para nada; pero no nos quedaba otra. Hasta que los autos no nos pasaran a buscar,
quedábamos expuestos. “¿Adónde mierda se habrán metido?”, preguntaba indignado el Rulo,
mirando para todos lados, justo como nosotros. Solamente El Judío andaba tranquilo, sabidor
de que, si quería, podía arrasar con aquel barrio entero.
“Che, ¿y si nos movemos?”, sugirió el Elfo. “¿Por qué?”, le preguntamos nosotros,
extrañados por la sugerencia. “¿No escucharon lo que dijo el viejo ese? ¿Que no discutiéramos
en la puerta de su local?”, contestó. “Nadie está discutiendo huevón”, le mostré yo. “¡Sí!”, saltó
Junior, “Aparte, verga”, añadió, “no vas a andar creyendo lo que dijo ese jovato. Me extraña
vieja, yo te pensaba un tipo racional”, lo retaba. Ahí se metió Locura, “¿Por qué chabón?”,
desafió a Junior, “¿Porque no lo dice la ciencia?”. “¿Ahora me vas a decir que andás creyendo en
esas cosas?”, se indignó el otro. “Y…”, intervino su propio hermano, “no todo es tan claro como
parece. Hay cosas misteriosas”, le dijo, a lo que Junior enloqueció todavía más. “¡No puede ser
que sean tan pelotudos!”, rugió, “Esas son supersticiones. Usen la cabeza. Es imposible adivinar
el futuro”. “Sí”, me metí yo, “dijo que no íbamos a discutir en la puerta de su local. Y mirá,
estamos discutiendo”, les demostré. “Él no dijo eso”, me corrigió el Elfo, “dijo que no
discutiéramos en la puerta”. “¿Y eso por qué?”, se preguntó Junior.
En ese momento algo nos tomó por sorpresa. El Judío, que venía disfrutando de nuestra
pelea, y que llevaba el bolso que le había dado el Adivino, pegó un grito, y cuando nos dimos
vuelta para verlo, tenía las manos vacías. Mientras nosotros discutíamos, dos ladrones le habían
arrebatado el bolso, y ya se daban a la fuga entre las calles de la barriada. Por un segundo, nos
quedamos todos paralizados, sin saber cómo reaccionar. Todos, salvo Locura, que pegando un
grito de guerra, salió atrás de los chorros, sin prestarle atención a nada más que los tipos que ya
iban doblando la esquina. Ahí nomás, salimos todos corriendo atrás de él, olvidándonos del jefe
y del auto y de todo. Lo único que queríamos era agarrar a los ladrones.
En un ratito, alcanzamos a nuestro compañero, y ahí sí, Los Pibes al completo, incluso el
Elfo, al que le habían dicho que no iba a poder correr, perseguíamos al par de ladrones, que
buscaban escaleras y techos para huir de nuestra vista, como si fueran dos miembros de algún
puto credo de asesinos. No nos achicamos. A los saltos, trepando por donde podíamos,
alcanzamos a divisarlos, alejándose de nosotros bolso en mano a través de los techos de la
barriada.
Hasta que, al llegar a la plaza del barrio, conseguimos agarrarlos. Entonces los dos tipos
se dieron vuelta enseguida. Eran un par de gitanos, uno viejo, el otro más joven. El primero iba
armado con un revólver, que nos mostró sin dudar. “Ojo”, nos amenazó, “quédense piola y no
va a pasar nada”, decía mientras caminaba hacia atrás con su compañero. Nosotros no nos
movimos: desarmados, lo único que nos quedaba por hacer, era atestiguar cómo aquel tipo se
iba con el bolso. Cuando ya estaba a varios metros de nosotros, y se aseguró de que no íbamos
a seguirlo, se guardó el revólver bajo las ropas, y salió trotando cagándose de risa con su
compañero.
Pero había un detalle con el que no había contado: que mientras nosotros lo habíamos
salido a perseguir, El Judío se había quedado esperando el auto, y que el BMW lo pasó a buscar
y se pusieron a dar vueltas por el barrio, y que lo vio justo cuando nos andaba amenazando, y

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que mientras los dos gitanos se marchaban de la plaza y ya bajaban a la calle para cruzarla y
perderse para siempre con el bolso, nuestro buen jefe mandó acelerar y les salió al cruce
exactamente en el mismo punto. Y sin dudarlo, sacó su mano armada por la ventanilla.
Yo nunca había visto morir a nadie. Ninguno de Los Pibes tampoco. Salvo por la
televisión, y algunos videos de Internet, que tampoco eran tan fiables porque, aunque sea todo
“real”, cuando se cruza una cámara, una mirada que no es la de uno, todo se rodea de un halo
de artificialidad que lo que consigue despertar es un equivalente del sentimiento, así como la
cámara es un equivalente de la mirada. Y mirá que habíamos visto tiroteos en la tele, y vimos
videos de Internet en los que fusilaban, apuñalaban, y hasta decapitaban gente, y los gritos eran
verdaderos gritos de terror y de dolor. Pero nunca, jamás, ninguno de nosotros había visto
morir a una persona enfrente suyo. Todo pasó en un segundo, tan rápido que pareció que la
vida no valía nada, absolutamente nada de nada. Que la vida de aquel gitano tenía alguna clase
de interruptor; un instante andaba vivo, entonces se accionaba el interruptor, click, y estaba
muerto. El Judío no se hizo demasiado problema: empuñando su pistola, lo sorprendió mientras
el tipo bajaba a la calle, y sin dudarlo un segundo, disparó, para que la cabeza del gitano
estallara en una explosión escarlata y su cuerpo cayera hacia atrás, liviano, etéreo, como si
hubiera sido vaciado. El jefe, sin perder un segundo, le apuntó a su compañero, pero sólo atinó
a dispararle en la palma, antes de que el otro consiguiera escapar corriendo, para perderse para
siempre.
Nosotros nos quedamos ahí, petrificados. Cagados en las patas. Duros como pedazos
de fierro. No alcanzábamos a procesar qué mierda había pasado, justo enfrente nuestro, hacía
un ratito. Una persona acababa de perder la vida, acababa de morir, como si nada, apenas con
el sonido de un trueno, y ya no había vuelta atrás. No había cura, no se podía arreglar. Testigos
de lo irreversible, el corazón nos latía a un millón de kilómetros por hora, y teníamos la sangre
saturada de una adrenalina que, lejos de darnos más potencia o de agudizarnos los reflejos, nos
tensaba los músculos y nos clavaba al suelo. Mientras tanto, alrededor nuestro, la gente que
había escuchado el disparo ya salía a la calle, para atestiguar, a los gritos, que un tipo yacía
muerto en la plaza.
“¡Ey, pelotudos de mierda!”, nos llamó El Judío a los gritos, con la pistola todavía en la
mano. En ese momento apareció el Audi del asistente, con la velocidad de la urgencia. “¡Vengan
acá!”, nos volvió a llamar, preso de la furia, y al ver que no nos movíamos, nos amenazó.
“¡Vengan o van a terminar como él, la puta que los parió!”, rugió, y ahí sí, conseguimos
movernos, para buscar el bolso, y después ir hacia los autos y subirnos con el mismo esquema
de la ida.
“Ustedes ahora no lo entienden”, nos dijo el jefe, mientras salíamos a toda máquina de
la zona, “pero esto era necesario”. No escuchábamos absolutamente nada de lo que nos decía,
todavía en shock. De hecho, lo único que queríamos era estar en el otro auto, lejos de él y de
sus palabras. “El asistente nos dijo exactamente lo mismo”, nos iban a decir esa misma noche,
en el viejo Bar Bohemio, los otros dos. “Esa gente siempre vuelve. Y la próxima vez no los iban a
amenazar: les iban a volar la cabeza ahí mismo. Y yo no podía dejar que eso pasara. Por eso lo
hice, para darle una lección ejemplar al amigo. No se preocupen. Ahora que está muerto el
mundo está un poco mejor. Acuérdense siempre de eso y no van a tener más problemas”. “¿Tan
verdes están?”, preguntó el chofer, riéndose, y el jefe le contestó, tranquilo. “Se labura con lo
que hay”.

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NOVENA ENTREGA

NEGOCIANDO CON TERRORISTAS

Nuestro jefe era un asesino. “Bueno, ya sabíamos que podía llegar a pasar esto”, negociaba el
Rulo mientras nos recuperábamos de lo que había pasado. “O sea, sí, estamos laburando para la
mafia, estas cosas son normales”, trataba de convencernos/se Locura. Pero la verdad era que
todavía no los podíamos creer. Es como Papá Noel: uno sabe, mucho tiempo antes de que la
verdad se revele, que son los padres. No lo sospecha. Es una certeza. Hasta que se clausura la
ficción, y la realidad golpea con toda su fuerza, sin que estemos preparados. Nunca se está
preparado para la realidad, porque es algo externo, inasible y de una complejidad que excede
nuestro humilde raciocinio humano. Y así, tejemos nuevas ficciones para adaptarnos, para
blindarnos de la realidad, reflejos empañados que nos sirven para no vivir a la intemperie en el
desierto de lo real, donde los vientos soplan huracanados, como cuchillas, y cercenarían nuestra
mente en un instante. “No sé qué decir”, le contesté a Los Pibes.
Alterados, todos alterados, sin saber para dónde disparar, cómo seguir, ni siquiera
podíamos tomar una copa en el Bar Careta, adonde nos habían dejado El Judío y el asistente
después de salir del barrio del Adivino. “¿Ustedes vieron cómo se cayó el tipo después de que le
tiró?”, nos preguntaba retórico el Elfo, “Se vino abajo así como si nada”. “Y sí, boludo”, le salió al
cruce Junior, “le reventó la cabeza. ¿Qué pensabas, que iba a hacer como en las películas, y
morir con una pose?”. “Nah, loco, fue muy zarpado. Yo… yo no sé qué voy a hacer”, confesó el
Rulo. Le preguntamos qué quería decir, aunque ya lo sabíamos: todos andábamos pensando lo
mismo. Cómo quedarse en la empresa, cómo mantener el laburo. No se podía. “Pero, vieja…
Ahora ya está, ahora ya estamos metidos”, decía Junior asustado, “No podemos hacer nada”.
“Posta, si nos vamos ahora, nos pueden llegar a matar”, se resignó el Elfo, y lo miramos todos,
aterrorizados. Tenía razón. Si le habían hecho eso a ese tipo, ¿qué nos salvaba a nosotros? No
éramos nadie. No les costaba nada matarnos. Estábamos al horno.

Sin proponérnoslo, dejamos de ir a la Casa Roja. La rebeldía no nos duró mucho: a los
pocos días, el asistente nos llamó a todos y cada uno preguntando por qué no andábamos
yendo a entrenar. No teníamos escapatoria, tuvimos que ir. “Yo los entiendo, chicos”, nos volvió
a machacar cuando nos vio llegar, cagados en las patas, todavía alterados, “supongo que habrá
sido algo chocante para ustedes. Pero como les dijimos antes, era algo necesario”, y después
siguió, con el mismo discurso de la otra vuelta, sobre que había que hacerlo, y que el otro era
un hijo de puta, y que se lo merecía, y que no pasaba nada. Matar a una persona no importaba.
Como pudimos, retomamos el entrenamiento, en las mismas condiciones de siempre:
bajo la vigilancia del asistente, sin ver a El Judío por ningún lado. Cada tanto, el asistente nos
aleccionaba con palabras relativas a lo que había pasado, tratando de convencernos de que
todo aquello había sido indispensable, de que disparar era una excepción y no una regla, y que
nuestro buen jefe no había estado satisfecho disparando, porque prefería dirimir las cuestiones
mediante el diálogo. “Pero, ¿cómo se puede dialogar con alguien que le apunta a un grupo de
chicos como ustedes, un tipo que tranquilamente los había podido matar?”, nos recordaba, y
tuvimos que reconocer, mientras nos dábamos tortazos en el entrenamiento de combate, que
tenía razón: aquel gitano nos había apuntado con su revólver, y nos hubiera matado con mucha
más saña que El Judío si cualquiera de nosotros se hubiera movido. “Tirarle a alguien no es fácil,
no piensen que es gratis. En general llegamos a acuerdos antes de tener que recurrir a vías tan
extremas. Por eso necesito que se metan en la cabeza que esto fue una situación
extraordinaria”, nos decía, y sonaba cierto. No sabíamos de ningún ataque anterior que lo
hubiera involucrado, y aparte, el tipo había podido matar a los ninjas o a El Chino la otra noche,
y no lo había hecho. Gentileza que el otro mafioso no había tenido con nosotros.

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Después de un par de días de entrenamiento, nos tranquilizamos un poco. Lo único que
ya no volvió a ser lo mismo fueron las prácticas de tiro. Por alguna razón que intuíamos pero no
sabíamos cómo explicar, nuestros disparos se habían visto ensombrecidos por un velo de
ansiedad y malestar, como si ahora entendiéramos la verdadera dimensión de lo que significaba
disparar, como si ahora tuviéramos conciencia de que en realidad nos estábamos entrenando
para hacer lo mismo que habíamos atestiguado con repugnancia e impotencia antes: matar a
otro ser humano. Así y todo, apretando los dientes, repitiendo los mambos que nos había
cantado el asistente, seguíamos. Un tiro atrás del otro. Cada vez más precisos. Y para cuando ya
casi habíamos asumido y superado lo del asesinato, El Judío nos convocó.
Fue así, de la nada. Una noche andábamos entrenando en la Casa Roja, y al asistente le
llegó un mensaje de nuestro buen jefe, que requería la presencia del equipo en la sala de la
mesa redonda. Así que, sin dudarlo, el asistente interrumpió el entrenamiento y nos condujo
hacia la sala, donde encontramos a El Judío esperándonos. Ninguno de nosotros se animaba a
mirarlo a la cara. No sabíamos cómo hacerlo. Todo lo que habíamos conseguido procesar,
frente a su presencia, se pulverizó. Nos sentamos a la mesa, callados, reprimidos, y El Judío no
lo pudo dejar pasar. “¿Todavía siguen con eso?”, preguntó indignado, “¿Cuánto pasó ya? ¿Una
semana, dos? ¿Y todavía siguen? ¿No les expliqué en el momento, y el asistente más tarde, por
qué tuve que hacerlo? Si los molestó un solo ataque, no me quiero imaginar si hubieran estado
durante la Época del Traspaso, cuando cualquier loquito con un arma pensaba que se podía
hacer dueño de la República Popular de Capacaída. ¡Ahí los quería ver! Ahí era matar o ser
matado, no había vuelta que darle, porque el que no disparaba a la par tuya te iba a disparar, y
quedaban vivos nomás los más ligeros, y los más despiertos… Y ustedes se ponen así por un
gitano muerto de hambre”, se burló, antes de arengar, “¡Los quiero arriba, ¿me escucharon?!
¡Arriba! ¡Pongan huevos, che!”.
¿Qué podíamos hacer? No nos quedó otra opción, Mi Buen Amigo Lector, que tratar de
ponerle la mejor cara a la situación y hacer lo posible por seguir adelante. Aquel tipo era
nuestro jefe, y estábamos obligados a hacerle caso. De hecho, había salvado nuestras vidas.
¿Cómo podíamos cuestionarlo? ¿Cómo podíamos dudar de su palabra? Callando cualquier clase
de duda o de temor, sentados a la mesa redonda, nos dispusimos a escuchar lo que El Judío
tenía para decir sobre el próximo objetivo del equipo: El Yanki.

Paramos el BMW a una cuadra de la mansión de El Yanki y fuimos caminando el trecho


que nos quedaba. Los Pibes andábamos excitadísimos, nervios encarnados, nos temblaban las
patas. El Judío, en cambio, andaba tranquilo, con un tabaco entre los labios, como si ya hubiera
hecho aquello mil veces. Una vez más, nos preguntó si teníamos claro lo que teníamos que
hacer, y ante nuestra afirmación, sacó el Celular Dorado del Poder, para llamar al objetivo.
Digo el Celular Dorado del Poder y no puedo evitar palpar mi bolsillo, para saber si
todavía sigue ahí, mientras grabo esto. La primera vez que lo vi fue la noche en que el jefe nos
contó sobre El Yanki. Después de presentarnos la historia y los datos del tipo, nos contó el plan
que había trazado para refinanciar su deuda con él, y entonces pasó a ejecutar la primera parte
de ese plan, que consistía, sencillamente, en llamarlo. Y ahí lo vi, por primera vez: un rectángulo
dorado, categoría pura, el símbolo de un poder más allá de mis capacidades. “Llamaba para
preguntarte si nos podíamos reunir”, iba diciendo El Judío, ajeno al éxtasis que andaba
atravesando yo al observar un objeto tan zarpado, en belleza, en estatus, en alcurnia; y ante el
calculado “Fuck you” de El Yanki, nos miró a nosotros con su habitual sonrisa, como
queriéndonos decir que podíamos proceder.
“Por favor, estoy a una cuadra de tu casa, me parece que nos podemos reunir”, le dijo
nuestro buen jefe al objetivo, de vuelta en la noche en que ejecutamos el plan. La respuesta, tal
y como él esperaba, fue la misma. Así que, con un gesto de la mano, nos dio la orden para que
empezáramos. El Elfo se cargó al hombro la soga que habíamos traído, cuidándose de no

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arrugar el mismo traje que El Judío nos había obligado a usar la otra vez, y que ahora
repetíamos; y buscó el palo de luz que el jefe le había señalado.
De vuelta a la Casa Roja, unos días antes, el resto escuchábamos atentos lo que cada
uno tenía que hacer. “Vos sos el más inteligente del grupo. Así que te quiero sacando cuentas”,
le ordenó El Judío a Junior, que sonrió por poder por fin demostrar sus habilidades. Después
nuestro buen jefe siguió con nosotros. “A ustedes dos”, nos dijo al Rulo y a mí, “los quiero
distrayendo. Son buenos para eso”, y por eso, un par de días después, mientras Junior se
quedaba con el jefe sacando cuentas, mi camarada y yo fuimos hasta la garita de seguridad que
había frente a mansión, a buscar a los vigiladores. El Elfo, por su parte, ya andaba trepando al
palo de luz, a fin de alcanzar los transformadores que había en lo más alto. Y Locura… “¿Yo qué
hago?”, le preguntó aquella noche a El Judío. Nuestro jefe lo miró con tranquilidad, y le
contestó que ya se iba a enterar de lo que tenía que hacer. Así que, de vuelta en la noche del
robo, se quedó a la par de Junior, relojeando todo a la espera de la señal para que hiciera lo
que fuera que tuviera que hacer.
Sentados en la mesa redonda de la Casa Roja escuchábamos el plan, y esa noche, afuera
de la mansión de El Yanki, lo íbamos ejecutando casi de la misma manera. “Mientras su amigo
acá saca las cuentas”, decía el jefe, nosotros fuimos a la garita y sacamos a los tipos de
seguridad preguntándoles boludeces. A todo esto, ya el Elfo había llegado a los
transformadores, “entonces corta la luz, para que no se pueda ver nada. Con los vigiladores
ocupados con ustedes dos”, que les preguntábamos un millón de boludeces y nos colgábamos
de cualquier cosa para sacarles charla, “voy a saltar el tapial de la mansión”.
En ese momento, pasó algo que no estaba en los planes: dándose cuenta de que lo
nuestro era pura cháchara, los vigiladores nos sacaron cagando, y al darse vuelta, descubrieron
que la mansión se había quedado sin electricidad. Ahí nomás, a los gritos, fueron hasta la garita,
para buscar el interruptor del generador de emergencia. Desesperados, con el esquema
perdido, el Rulo y yo nos quedamos petrificados. Habíamos fallado con nuestra parte, y no
sabíamos qué hacer. Entonces apareció El Judío. “¿No se suponía que ibas a saltar el tapial?”, le
preguntamos, completamente desorientados. “Ya tengo a alguien en eso”, nos contestó,
mientras ya el Elfo, que había bajado usando la soga, se unía a nosotros. Los tres juntos
pudimos ver entonces, cómo con el generador se prendían de vuelta todas las luces, y los tipos
veían, por sus cámaras, que había un intruso en el perímetro. “¿Quién carajo está ahí adentro?”,
nos preguntamos los tres, y la ficha nos cayó enseguida. “Va a ser fácil”, nos dijo El Judío en la
Casa Roja. “Limpio, organizado, perfecto”.
“¿Y qué se supone que vamos a buscar?”, le preguntamos esa noche. “Algo para
negociar”, nos contestó. De vuelta en la ejecución, frente a la mansión de El Yanki, pudimos ver
a El Judío entrar en la garita y, con un par de movimientos, noquear a los dos guardias, para
después darle un par de tiros a la consola. Igual, ya era tarde, como pudo comprobar: habían
dado el aviso a la policía. Así que volvió con nosotros, y lo llamó a Junior. “Vos sos el más
inteligente del grupo. Así que te quiero sacando cuentas”, le había dicho en la Casa Roja,
“Necesito que me calcules cuánto va a demorar en llegar la policía si llegaran a darles aviso,
teniendo en cuenta la distancia que hay entre la mansión y la Jefatura, y las probabilidades de
que haya un móvil circulando cerca de la zona. Y por supuesto, la respuesta a las necesidades
de alguien generoso con las Fuerzas Policiales”. “¿Entonces?”, le preguntó a Junior cuando llegó
con nosotros frente a la mansión. “Siete minutos y cuarto en el peor de los casos, dieciséis y
medio en el mejor”, fue la respuesta de nuestro camarada. Ahora quedaba nomás confiar en
Locura.

Pasaron los minutos. Dos, tres. Entonces escuchamos, a lo lejos, el ruido de un vidrio
que se rompía, y nuestro buen jefe lo recibió con una sonrisa. Enseguida, el ruido de las puertas
del gigantesco garage de la mansión. Cuatro, cinco, seis minutos. Y nada. A los casi siete
minutos, lo escuchamos. El ruido de un motor, de un motor poderoso. Y a continuación, un par

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de luces, que refulgían en la profunda oscuridad en que se había sumido la morada de El Yanki.
Un ratito después, llegó hasta nosotros: el brioso Chevrolet Impala del ’67 que nuestro objetivo
guardaba como una joya en su garage. “Perfecto”, dijo El Judío cuando lo vio llegar.
“¿Y jefe? ¿Este le parece bien?”, le preguntó Locura una vez que llegó con nosotros. El
otro lo miró, sonriendo más que nunca, y no pudo evitar contestarle con otro pregunta. “¿Por
qué este?”, quiso saber. “Porque soy de Ford”, fue la respuesta de Locura, “y nada me pareció
más satisfactorio que chorearme un Chevrolet”. Justo cuando El Judío lo andaba felicitando por
su elección, Junior pegó un grito. “¡La cana, vieja!”, nos avisó, para que todos nos diéramos
vuelta y viéramos, a la distancia en el camino, el destello de las luces azules viniendo hacia
nosotros. “Acá tenés que llevarlo”, le ordenó el jefe a Locura, y le pasó un papelito; nuestro
amigo metió el cambió y salió de ahí a toda velocidad, perdiéndose en la noche. El resto de
nosotros, que todavía tenía que llegar hasta el BMW, empezó a correr, mientras las luces azules
crecían y crecían cada vez más frente a nuestros ojos. Para ahorrar tiempo, El Judío le pidió al
Elfo que alcanzara el auto y destrabara todas las puertas, y si podía, lo arrancara. Nuestro
camarada despegó y, para cuando los demás llegamos al BMW, las puertas se abrieron
enseguida y el auto esperaba regulando.
No conseguimos evitarlos. Mientras la mayoría de los móviles pararon frente a la
mansión de El Yanki, uno de los autos de la policía salió tras de nosotros. Mirando por el vidrio
trasero, Junior, el Rulo y Su Buen Amigo el Narrador se cagaron hasta las patas. Nunca los había
perseguido la policía, ni sabían cómo se sentía. “No lo vamos a perder”, reconoció El Judío
resignado. Entonces lo miró al Elfo, en el asiento del acompañante, tan asustado como
nosotros. “Escuchá pibe”, decía nervioso, “fijate abajo de tu asiento, hay una caja. Buscá que
adentro tiene que haber una pistola”. El Elfo obedeció, y una vez con la pistola en la mano, se la
ofreció. “Hacé los honores”, le contestó el jefe, y apretando un botón en el volante, bajó la
ventanilla. Entonces nosotros tres vimos, desde el asiento de atrás, cómo nuestro amigo sacaba
la mitad del cuerpo por la ventanilla, y cómo a continuación se ponía a tirarle al móvil policial.
Disparó dos veces: la primera le dio al parabrisas, la segunda le reventó la goma derecha.
Nosotros nos pusimos a gritar de la excitación. Era demasiado. Parecía que estábamos
adentro de una película. No lo podíamos creer: habíamos llevado a cabo un plan para sacarle su
mayor tesoro a uno de los tipos más peligrosos de la República Popular de Capacaída, nos
había perseguido la policía y nos la habíamos sacado de encima a los tiros. Con la adrenalina
corriendo por nuestras venas, drogándonos, tuvimos que reconocer que, por primera vez en
mucho tiempo sentíamos justificada nuestra existencia. Vivir para hacer cosas así valía la pena:
éramos tipos malos.
Volvimos a la Casa Roja a refugiarnos. Al rato cayó Locura en su moto. “Exactamente
donde me indicó”, le contó a nuestro buen jefe, que se limitó a sonreír como hacía siempre. La
primera fase del plan estaba completa. Ahora nomás quedaba esperar.

Un par de días después, El Judío apareció en la Biblioteca, donde nosotros andábamos


leyendo como parte del entrenamiento. Junior andaba con Ondas y movimiento de Broglie,
mientras que el Elfo atacaba a China Miéville y Locura a la Biblia Católica Naranja; el Rulo le
había entrado al Tratado de Combate de Xian Tso’Pen, y yo me dedicaba al Despertar de
Finnegan una vez más, aunque supiera que Joyce me iba a cagar a trompadas. La verdad, la
presencia de El Judío nos tomó a todos por sorpresa: el jefe, como ya les había dicho, no
aparecía nunca durante nuestros entrenamientos, y lo veíamos, únicamente, cuando nos
convocaba en la mesa redonda.
“Esperá un segundo”, venía diciendo, cagándose de risa, y nosotros dejamos los libros al
toque y nos acercamos a él, entre el asombro y el miedo a lo que pudiera haber motivado su
aparición. Con voz muda, nos indicó que andaba hablando con El Yanki. “¿Cómo ‘por qué’? Ya
sabés por qué… Pero tampoco era para mandarme a El Príncipe… Nadie quiere una guerra, ya

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sabemos lo que pasó durante el Traspaso… Ah, cierto que vos no estuviste en esa época”, le
dijo, y nos miró a nosotros con sorna, cómplice.
Y así es como vuelvo a aquella noche en la Casa Roja en la que nos explicó quién era El
Yanki, antes de contarnos su plan para arreglar cuentas con él. “Después de esa época de la que
les hablé recién, la del Traspaso”, le contaba a la mesa redonda nuestro buen jefe, “El Príncipe se
convirtió en el hombre más poderoso de Capacaída. Pero en vez de quedarse con todo, le
permitió a otros mantener el poder que habían conseguido: todos los cabecillas con los que yo
me endeudé. Ya conocieron a El Chino, y mierda que lo conocieron; pero también estaban El
Tano y El Milico, por ejemplo. Como el otro, ya venían con una trayectoria, y durante esa época
eliminaron a sus competidores y se quedaron con los distintos rubros de la ciudad. Pero hubo
uno que apareció de la nada. Sin antecedentes, sin conflictos, sin disparar una sola bala. Se dio
a conocer con el nombre de El Yanki, consiguió su poder como mercenario corporativo,
presionando a las autoridades locales para que las cadenas multinacionales quebraran el cerco
localista que hasta ese entonces regía sobre Capacaída, y sacando del camino a cualquiera que
quisiera entorpecerlo. Desde el principio, fue uno de los que bancó a El Príncipe como dueño de
la ciudad, y no creo que haya tenido ningún problema adosándome su deuda”.
Una de las cosas que el jefe nos explicó esa noche fue la debilidad de aquel personaje.
“Los autos”, dijo, “los autos lo vuelven loco”. Y cuando varios días después El Judío entró a la
Biblioteca y nos permitió escuchar el principio de sus negociaciones con nuestro objetivo, lo
pudimos confirmar. Para que fuéramos testigos de cómo el otro enloquecía, activó el altavoz
Celular Dorado del Poder, y así pudimos escuchar todas las puteadas (en inglés; porque, como
se sabe, las emociones más primitivas, o sea el placer y la rabia, nomás pueden expresarse bien
usando la lengua madre) que largaba mientras el jefe le tomaba el pelo, enredándolo en su
conversación como quería. “Yo sigo sin entender la razón de tu bronca”, se mofaba El Judío, y El
Yanki, harto, “¡BECAUSE YOU STOLE MY FUCKING CAR!”, estalló, mientras Los Pibes nos
meábamos de la risa.
“Vamos a hacer una cosa”, le propuso entonces el jefe, “¿Qué te parece si nos calmamos
todos un poquito y vemos si podemos llegar a un arreglo? Me parece justo”. “¿Justo? ¡Damn
you, Jew dog!, ¿encima de que me robás querés negociar conmigo?”, se indignó El Yanki. “A
como están las cosas”, observó el perro judío, “creo que yo tengo tu auto, y vos tenés la
capacidad de pagar tus deudas con El Príncipe”, dejó pasar un ratito para que el otro lo pensara,
e hizo una aclaración, “y por si lo estabas pensando, no creo que El Príncipe quisiera que le
fueras con un reclamo sobre tu auto. Me parece que no le gustaría”. “No necesito a El Príncipe.
Puedo arreglar esto solo”, lo amenazó El Yanki. “Lamento informarte que no tenés la capacidad
militar, operativa ni económica como para empezar una guerra conmigo; así que no me
amenaces. Además, quiero devolverte el Impala. Solamente espero un gesto de buena voluntad
de tu parte”. “¡Screw you!”, fue la respuesta de nuestro objetivo, a lo que nuestro buen jefe se
rió. “Te llamo en cinco minutos”, le avisó antes de cortar.
Con un gesto, El Judío nos pidió que lo siguiéramos. Un rato después llegamos al
garage de la Casa Roja, donde él guardaba sus autos. Nos pidió que lo esperáramos, mientras él
paseaba mirando cada uno de los vehículos. Hasta que en un momento se frenó. “Este”, dijo en
voz baja, casi murmurando. Era un auto tan zarpado que mi viejo tendría que laburar dos o tres
vidas para pagarlo. Entonces nos mandó acercarnos. Cuando estuvimos todos con él, “Presten
atención”, nos ordenó. “El secreto de una buena estafa está en la teatralidad”, dijo, antes de
sacar de nuevo el Celular Dorado del Poder, y las llaves de un auto.
Volvió a llamar a El Yanki y, cuando el otro le atendió, otra vez a las puteadas, nuestro
buen jefe le pidió que escuchara. Entonces bajó la mano que llevaba el Celular Dorado del
Poder a la altura de la que llevaba la llave y, sin importarle en absoluto el precio del auto que
tenía al lado, empezó a rayarlo, haciendo el mayor ruido posible, para que el tipo del otro lado
lo escuchara. Entonces los que escuchamos fuimos nosotros: los gritos de rabia y las
lamentaciones que largaba nuestro objetivo. “¿Viste?”, disfrutaba El Judío con la confusión del

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otro, “No, no te preocupes, ni lo vas a notar cuando te lo devuelva… Ah, ahora querés
colaborar… Obviamente, yo también quiero llegar a una solución con esto… ¿Un intercambio?
Me parece perfecto… ¿Qué te parece si arreglamos una fecha?”, decía, y mientras iba hablando
nos sonreía. La segunda parte del plan estaba saliendo a la perfección.

“¿Y cuándo llega?”, preguntó el Elfo mientras jugaba con su teléfono. “¡Ya te dije que no
rompás las pelotas! ¡No sé cuándo llega!”, se enojó Junior. Ahí andábamos los cinco, pasada la
medianoche del anteúltimo sábado de noviembre, trajeados, esperando junto a nuestro jefe a
que llegara El Yanki al punto que habíamos acordado para el intercambio: la última calle del
barrio, en la frontera del territorio. “Sí, pero, ¿vos no sos el que saca las cuentas?”, se burló el
Rulo, y yo lo acompañé. “Sí, chabón”, le decía, “queremos números, dale. Calculá, dale, calculá”,
a lo que el otro no paraba de putearnos ni de mandarnos a la mierda. Pero lamentablemente
para nuestro camarada, no nos quedaba otra cosa que hacer para matar la espera. Nomás dejar
que la espera nos matara, y era lo que no queríamos.
“¿Se acuerdan lo que tienen que hacer?”, nos preguntó de repente El Judío, y nosotros
nos pusimos serios y dejamos de pavear. “Sí: nada”, contestó Locura. “Perfecto”, comprobó
nuestro buen jefe satisfecho, y sacó el Celular Dorado del Poder para revisar la hora. El objetivo
estaba llegando tarde. Nosotros, que no podíamos con los nervios, volvimos a pelotudear: el
Elfo volvió a ponerse a jugar con su celular, Junior revisaba algo en el suyo, el Rulo y yo
charlábamos de minitas, y Locura, a todo esto, le andaba tirando piedras a un foco. No, no tenía
ninguna razón en especial para hacerlo, pero así era él. “Cuando venga el objetivo”, nos advirtió
El Judío, y una vez más, paramos con todo lo que andábamos haciendo, “no los quiero ver
pelotudeando. ¿Me escucharon?”. Nosotros asentimos, y seguimos con la boludez. Total, el otro
no había llegado.
Un rato después, el jefe nos chistó. Fin de la joda: unas luces venían hacia nosotros. A
medida que se fueron acercando, empezamos a sentir los graves. Cada vez más graves. Cada
vez más graves. CADA VEZ MÁS GRAVES. Para cuando el Hummer llegó hasta donde estábamos
nosotros, la fuerza arrolladora del reggaetón que emergía de adentro casi nos dejó sordos, y no
quisimos ni imaginar lo que debía ser andar encima de esa máquina. Se abrieron las cuatro
puertas del Hummer, y de cada una se bajo un gorila, salvo de la del acompañante. De esa se
bajó, soberbio, pertrechado con diamantes, latino, El Yanki.
“Buenas noches”, lo saludó amable El Judío. “¿WHERE IS MY FUCKING CAR?”, rugió El
Yanki. El jefe le pidió que se calmara, que estábamos entre amigos. “Aparte, temo informarte
que tu auto no está acá”, le dijo, y el otro se puso más loco todavía. Sacando un arma, El Yanki
empezó a amenazar al jefe. Sus guardaespaldas lo imitaron, apuntándonos a nosotros. “Dame
una buena razón para que no te meta un tiro ahora mismo”, exigió. “Porque si me disparás no
vas a encontrar nunca más tu auto”, le informó el jefe, “y tu auto vale más que mi vida para vos”.
El Yanki tuvo que reconocer el argumento; bajó su arma, y le preguntó, impaciente, dónde
estaba el auto entonces. “Primero necesito el seguro”, le pidió El Judío. Entonces el otro
chasqueó los dedos, y uno de sus guardaespaldas sacó, de adentro del Hummer, un maletín.
“Acá está, la plata que le debo a El Príncipe. Ya vamos a hablar después de tu deuda”, le dijo El
Yanki pasándole el maletín a nuestro jefe. El Judío me pidió que lo abriera, y obedecí. Adentro
estaba lleno de guita. “No te preocupes”, comentó entonces El Yanki, “no tiene ninguna
bomba”. Me encantó la parte que me había tocado.
“Ahora”, recapituló nuestro objetivo, “tenés lo que querías. ¿Dónde está mi auto?”. El
Judío sonrió. Sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Con toda la paz del mundo lo prendió y le
dio una calada profunda. “No tengo idea”, le contestó, y mientras la cara de El Yanki se llenaba
de rabia, señaló al Elfo, “pero él sí sabe”. El camarada dio un paso al frente. “Él va a ser nuestro
seguro”, propuso el jefe, “si no los lleva al auto, lo pueden matar”. El Yanki aceptó de mala gana.
Los Pibes, salvo el Elfo y Locura, nos dimos vuelta indignados. ¿Qué mierda le pasaba,
que mandaba al muere a nuestro amigo? Pero no hubo mucho que pudiéramos hacer. La

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decisión estaba tomada. Nos quedó nomás ser testigos. No pudimos intervenir, no pudimos
hacer nada más que ver cómo el Elfo se subía al Hummer, rodeado por los guardaespaldas de El
Yanki, y al vehículo alejándose, con nuestro amigo dentro, como una vaca que ingresa al
matadero.

Volvimos a la Casa Roja. En nuestro interior, el desconcierto y la rabia nos comían las
tripas. Pero no sabíamos ni qué decir, ni qué hacer. El único que parecía tranquilo era Locura. Le
preguntamos cómo hacía, cómo mierda hacía que no se preocupaba por el hermano. Su
respuesta fue que tenía fe. “¿Pero vos te das cuenta de que lo más probable es que lo maten
igual?”, le preguntó el Rulo, y Locura se rió nomás. “Si lo alcanzan”, contestó.
La siguiente hora fue una tortura. Le mandamos un millón de mensajes, y tratamos de
llamarlo unas mil veces. Nada. El Elfo no daba señales de vida. Al principio, creíamos que era
porque andaba guiando a El Yanki, y después, porque andaba entregándole el auto. Pero
después de la media hora, nos empezamos a poner nerviosos. Ya era demasiado tiempo. Y
fueron cuarenta y cinco minutos, y nada. Y fue una hora, y nada. “Volvé a llamar”, le pedía Junior
al Rulo, para ver si lo podían ubicar de una buena vez. La tranquilidad de Locura y El Judío, en
contraste con nuestra preocupación, nos ponía más nerviosos a nosotros tres. Hasta que,
después de como una hora y veinte minutos, más o menos, alguien llamó a la puerta. Era el Elfo.
Vivo, sano, y con una enorme sonrisa en la cara.
El Judío nos convocó en la mesa redonda, mientras nosotros no parábamos a abrazar al
otro y de preguntarle, nerviosos, qué mierda le había pasado que no llegaba ni contestaba el
celular. Una vez que estuvimos en la sala, todos sentados, el jefe le pidió al Elfo que nos contara
lo que había pasado. El plan que nomás conocían él, el jefe y Locura. Resulta ser que, tal y como
nosotros pensábamos, El Yanki tenía pensado matar a nuestro amigo apenas les entregara el
auto. “Me lo dijeron, mientras íbamos viajando ya me habían dicho que me iban a hacer cagar”,
nos contaba el Elfo, “y que si no les decía dónde estaba me iban a matar más rápido. Así que los
llevé al auto”. Pero una vez que llegaron al Impala, surgió un imprevisto. El Judío le había
pedido a Locura que dejara el auto en uno de los barrios más jodidos de Capacaída, y a ese
mismo barrio los llevó el hermano. Para cuando el Elfo les había dado las llaves, y ya se
disponían a matarlo, los abordó un grupo de adolescentes del lugar. “No sabés”, nos contaba,
“los pendejos esos lo entraron a bardear a El Yanki y sus guardaespaldas. Y el tipo, que se hacía
el duro, les apuntó a ellos. Y ahí la cagó”.
Porque ni bien el mafioso amenazó a esos muchachos, mil y un armas brotaron de
todas partes. Metidos en el corazón de un barrio lleno de marginales y de desesperados, de
ratas de alcantarilla capaces de matar por una mirada de soslayo, El Yanki y sus hombres se
vieron de pronto rodeados por un ejército de suicidas dispuestos a matarlos por su falta de
respeto. Algunos de esos chorros lo entraron a correr al Elfo, que salió despegado buscando
huir del lugar. “Y bueno, eso. Corrí y corrí hasta que los perdí, y después me cansé. Por eso
demoré: me volví caminando desde allá”.
No lo podíamos creer. El Judío lo había sabido todo el tiempo. Por eso le había pedido
a Locura que escondiera el auto ahí, y por la misma razón no le había pedido a él, sino al
hermano, mucho más ligero, que guiara al objetivo: sabía que iba a necesitar a alguien que
rajara rápido del lugar, antes de que empezara el bardo, y al que los tipos de aquel lugar no
consiguieran alcanzar. No pudimos hacer otra cosa que admirarlo, que reconocer que era más
inteligente de lo que nunca habíamos imaginado. Pero todavía faltaba lo mejor.
El jefe revisó el Celular Dorado del Poder y nos pidió que lo acompañáramos afuera.
Después de esperar un rato en la puerta de la Casa Roja vimos llegar, hasta donde estábamos
nosotros, al Impala de El Yanki. No entendíamos qué carajo estaba pasando. Del auto se bajaron
dos de los muchachos que habían amenazado a nuestro objetivo, que reconocieron al Elfo
enseguida, y hasta le pidieron disculpas. “Acá está, como lo quería señor. Nos había dicho mil
para cada si se lo traíamos”, le dijo uno de los pendejos, entregándole las llaves; a lo que El

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Judío sacó un sobre de su saco y se lo entregó, para que el par desapareciera tan rápido como
había llegado.
Entonces el jefe se da vuelta, lo mira a Locura que está re emocionado porque íbamos a
tener nuestro auto, y le tira las llaves. “Llevameló a donde ya hablamos, que algún día te va a
servir”, le dice nomás, y Locura caza las llaves en aire, se manda adentro del Chevy por la
ventana, y sale a dos mil por hora a través de la calle oscura, rompiendo el silencio de las dos de
la mañana.
Teníamos la deuda refinanciada, la moneda de El Yanki, y el auto. Flawless victory.

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DÉCIMA ENTREGA

THE CLUB

Entonces, ¿vos te pajearías viendo Transformers?


“No pelotudo, no entendiste una mierda”, me contestó el Rulo, “lo que te estoy
diciendo es que una cosa es el entretenimiento y otra el arte. El erotismo es arte, la pornografía
entretenimiento”. “Y Transformers sería entretenimiento. Ergo, te podés pajear con
Transformers”, deduje yo. El Rulo me pegó una piña. Yo me cagaba de risa. “Y…”, intervino
entonces el Elfo, “no sería pajearse en el sentido literal, pero obviamente es eso. O sea, es para
divertirse un ratito y nada más, ni siquiera tiene sentido”. “Y después te sentís vacío”, cerró la
idea Junior. “¿Y entonces el arte qué sería? ¿Estar de novio?”, preguntó sarcástico Locura. “No
digás boludeces”, le contestó el Elfo. “El arte es como esa mina que te vuela la cabeza. No
importa si no sabés cómo se llama, ni dónde vive, ni si la vas a volver a ver. Ni siquiera importa
cómo estuvo: lo importante es que te voló la cabeza y no tenés ni puta idea de cómo explicarlo.
Si el arte puede parecerse a algo, se parece a eso”.
Ahí andábamos, Los Pibes, en la casa del Rulo y Junior, haciendo la previa. Era sábado a
la noche y, como casi todas las semanas, nos estábamos preparando para ir de joda al Club. Ya
teníamos todo: el alcohol, la música al palo, sonando al son de la cumbia, el cuarteto y el
reggaetón, para ir concentrando, y la Playstation de los chicos, con el juego de fútbol, por
supuesto, que era la pelea de todas las semanas. Y ahora andábamos ahí, partido a partido,
despotricando sobre todas esas culturosas que el entrenamiento nos metía en la cabeza
mediante la lectura de libros, y que después no nos abandonaban más. “Che, vos sabés que
nosotros andamos diciendo todas estas huevadas”, reflexionó de pronto el Elfo, mientras
gambeteaba con Drogba buscando el arco del Real Madrid, “y pienso que si las minas nos
escucharan pensarían que somos todos pajeros”, y su hermano y Junior lo acompañaron en su
risa. “Nah”, lo corrigió el Rulo, “Vieja, vos las ves a las minas, y cuando están entre ellas son
peores que nosotros”. Yo lo secundé. “Posta, son unas sucias, cerdas y viciosas”, dije, antes de
que me pegara la flasheada, “yo creo que en la época de la mitología los hombres se asustaron
con el deseo y la ferocidad sexual de las mujeres, que los dejaban como pollitos mojados, y por
eso las aprisionaron en una jaula de represiones y de mentiras, para que nunca más pudieran
salir y ponerlos en vergüenza”, a los que Los Pibes no pudieron hacer más que cagarse de risa
por la pelotudez que había dicho.
“Yo lo que no entiendo es a qué venía todo esto”, trató de recapitular Locura después
de un rato de andar hablando giladas. Les cuento a ustedes, que están del otro lado
escuchándome: resulta ser que Su Buen Amigo el Narrador se había indignado después de que
los Mellizos propusieran alquilar una de esas comedias pedorras que nomás pasan tetas para
ganar público; indignación que, a su vez, los hizo enojar a los otros. Era la misma pelea de
siempre: mientras que el Elfo y Locura querían ver siempre películas menos exigentes, más
pirotécnicas o planas, Junior y yo nos tirábamos más hacia las películas complejas, que a lo
mejor no eran la diversión encarnada pero que te dejaban pensando o eran estéticamente
significativas. El Rulo era el único que no se metía, a caballo entre querer divertirse con los
Mellizos, y saber que nosotros teníamos razón con lo que exigíamos a las películas. “¿Y
entonces, en qué quedamos?”, volvió a preguntar. “Es complicado”, reconoció Junior, “Porque, o
sea, el entretenimiento es como una fruta que te muestran y que es hermosa y apetitosa y que
te tienta a morderla. Pero una vez que la mordés sentís cómo se te deshace en la boca, y para
colmo no tiene gusto. Y el arte puro es como una cosa dura que no podés morder, o que te
cuesta mucho morder, tanto que cuando la empezaste a morder no llegas ni atravesar la
superficie que ya te duelen los dientes, si no es que se te quiebran”. “¿Entonces?”, quiso saber el
Elfo, y ahí me metí yo. “Y… supongo que lo único que podría servir sería algo así como una capa

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de entretenimiento sabroso y tentador, con un núcleo duro de significado que esté escondido
adentro, para sorpresa del que muerde con confianza o del que subestima la mordida”.
“¿Christopher Nolan?”, sugirió el Rulo. “O Spielberg”, propuse yo, “o el Burton de antes”, decía
el Elfo. “¿Y Tarantino?”, quiso saber Locura. “Nomás Kill Bill”, acordamos todos. “Sí, pero, ¿cuál
volumen?”, preguntó el Rulo.
“El volumen uno”, contestaron Locura y el Elfo.
“El volumen dos”, contestamos Junior y yo.
Y ahí arrancamos de vuelta.

La cocina del Rulo se había convertido en una sala de alquimia. Entre cadáveres de
botellas y otras todavía con vida y bolsas de hielo, preparábamos toda clase de tragos, todas las
manos todas, mientras esperábamos la hora exacta para salir de ahí a romper la noche. Fernet
con coca, Speed con melón, Branca Menta con lima limón, Gancia con lima limón, vodka con
durazno, vodka con lima limón, Gancia con durazno, Speed con durazno, vodka con Speed, y
por supuesto, el infaltable, el clásico Grog.
Partido a partido iba pasando la hora, como pasaba la pelota en la pantalla y las jarras
entre nosotros. La música seguía sonando, ambientando nuestro espíritu para lo que iba a ser
una nueva noche de baile y, si la Fuerza nos acompañaba, de levante. Todo lo pasado en las
últimas semanas (el encuentro con El Judío, el asesinato del gitano, el éxito de nuestra última
incursión en el mundo de la mafia) nos hacía ruido todavía en la cabeza, aunque nada nos
pesaba más adentro que el haber conseguido engañar a El Yanki, una victoria que nosotros
sabíamos propia porque, de no haber sido por nuestra intervención, el plan de nuestro buen
jefe no hubiera ido a ningún lado. Así que andábamos embalados, creídos, nos sentíamos
capaces de comernos el mundo. Ese sábado, el primero después de nuestra misión, íbamos a
entrar al Club con el mentón tocando el techo, completamente seguros de que éramos tipos
malos, y que nadie en todo aquel puto baile nos podía decir nada porque nosotros ya éramos
hombres de negocios y no se podía joder con nosotros.
Para ir ahorrando tiempo, el Rulo se puso a mandar mensajes con su celular, poniendo a
fuego lento a un par de chicas con algunas de esas frases que tenía, y que apuntaban directo
entre las piernas. Su Buen Amigo el Narrador, por otro lado, ensayaba frente a un espejo las
distintas miradas que podía llegar a lanzar esa noche, eligiendo las más afiladas, las más
incisivas, y memorizando la tensión precisa que exigía de su ceño cada una; de manera que, al
dispararlas, el efecto fuera exactamente el buscaba: ser un encantador de serpientes. Y mientras
Junior y Locura enfrentaban al Barcelona y al Real Madrid en la Playstation, el Elfo aprovechó
para meterse en internet y buscar a alguien muy particular. “Miren a quién encontré”, nos llamó
entonces al Rulo y a mí. En la pantalla había una mina posando con unas amigas. “¿Quién es?”,
le pregunté por lo bajo al Elfo, para que él me indicara que se trataba de la chica que le gustaba
al hermano. El Rulo, que también había escuchado el dato, no se aguantó las ganas. “¡Naaaaaah,
mirá lo que es está mina!”, gritó, para que todos en la casa lo escucharan, mientras el Elfo y yo
tratábamos de aguantarnos la risa.
Locura pausó el juego y vino enseguida con nosotros, y su cara, que llevaba una sonrisa
emocionada, se convirtió en un cementerio. “Bah… ¡Váyanse a la mierda, forros hijos de mil
puta!”, nos bardeó mientras volvía con Junior. “¿Es ‘Ella’?”, quise saber. “No te hagás el
pelotudo”, me contestó enojado, “vos sabés quién es”. “Entonces es ‘Ella’”, deduje. “¿Ves que te
hacés el pelotudo?”, Locura había parado el juego de nuevo y se había dado vuelta, “me estás
forreando, vieja. Me estás forreando y te voy a tener que cagar a trompadas”, y ya Junior le
pedía que se calmara, y el hermano también. “No”, trataba de defenderse después de haber
sacado la pausa, mientras seguía jugando, “yo estoy bien, es el otro forro que me pone
nervioso”. El Rulo me miró, serio, sabiendo la cagada que nos habíamos mandado, y me pidió
que no dijera más nada.

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Inclinados de vuelta hacia la computadora, nos pusimos a buscar fotos de otras minas, y
a revisar si iban al Club, para ver a quién le íbamos a tirar todos los galgos de una, y quiénes se
iban a convertir en nuestros “planes B”.

Yo te digo que esos sofistas están equivocados.


Ya se había hecho la hora. Era la madrugada del domingo, y después de un par de horas
de alcohol y de motivación, habíamos salido de la casa del Rulo para ir caminando (era una
noche hermosa) al Club. Como no podía ser de otra manera, matábamos el viaje discutiendo,
los cuatro que todavía andábamos medio conscientes. Locura hacía rato ya que se había
entonado mal, y caminando vociferando y diciendo pelotudeces. No me acuerdo cómo había
venido la mano, la cosa es que habíamos sacado el tema de la libertad. Así que, mientras
íbamos para el boliche, y nos cruzábamos a veces con minas, a las que les gritábamos de todo,
discutíamos sobre la cuestión.
“¿Y por qué están equivocados?”, quiso saber Junior, que había citado a un montón de
filósofos liberales. “Primero que nada, porque se lavan las manos a la hora de explicar la
realidad: cuando tienen que hablar de lo injusto que es el mundo ponen excusas o dicen ‘dios
lo quiso así’, o su nueva variante, ‘el mercado lo quiso así’, y dan todo por sentado como si dios
o el mercado no pudieran ser cuestionados”, le contesté, a lo que el Elfo y el Rulo se cagaban
de risa. “Por otro lado”, seguí, “su visión de la libertad es muy limitada. Habla de potencial, pero
no de responsabilidad”. “¿En qué sentido?”, curioseó el otro. “Y… te dicen: la gente puede hacer
esto o aquello, y tiene derecho a esto y a lo otro, pero ignoran que existe una responsabilidad”.
“Uh, otra vez con eso”, se quejó el Elfo. “Obvio que me voy a seguir quejando de eso: la gente
se piensa que puede decir lo que quiera, y hacer lo que quiera, y que no haya consecuencias”,
me enojé, “pero siempre hay consecuencias. La idea de libertad que tienen todos esos tipos es
‘yo hago y vos no me jodas’, que es una variante egoísta e irresponsable de la libertad. La
libertad no es eso”. “¿Entonces?”, se impacientó Junior. “Entonces, a cada acción le corresponde
una reacción, y cada reacción es una acción en sí misma, y susceptible de una respuesta. La
libertad es la capacidad de actuar, aceptando la responsabilidad por las reacciones que generen
nuestras acciones. Libertad y responsabilidad están juntas. Si una persona reniega de su
responsabilidad, está renegando automáticamente de su libertad. Lo peor de todo es que está
cayendo en una falacia: no se puede renegar de la responsabilidad, es inalienable”.
“Lo que yo no entiendo”, se metió de repente el Rulo, “es qué tiene que ver eso que
decís con lo que andaba diciendo mi hermano”, a lo que Junior lo apoyó. “Tiene que ver”, volví
al ataque, “porque esos tipos reniegan de las leyes, y no se puede renegar de las leyes. Las leyes
son, o deberían ser, la evolución natural de la reacción a las acciones. O sea, no es necesario
que mates al vecino para que el hermano se vengue: la ley es una reacción que está por encima
de las reacciones individuales. Si vos cruzás la línea de la ley, estás aceptando tu
responsabilidad por la reacción”. “Y existe gente que se queja de la ley pero que no entiende
que sus acciones generan una reacción, ¿esa es la idea?”, sugirió el Elfo. “Claro”, le contesté, a lo
que Junior no pudo evitar meterse. “Pero ahí vos no estás diciendo que las leyes pueden
extralimitarse, y cercenar el derecho de la gente y actuar sobre la propiedad privada”, me acusó.
“Eso no hace malas a las leyes de por sí”, le contesté, “aparte, eso de las leyes y de la defensa de
la propiedad privada es un tema que se viene manteniendo desde la Revolución Francesa.
¿Sabés quiénes instauraron la idea de la propiedad privada? Los ricos, los que tenían plata. Los
pobres fueron ganado, fueron peones. Ellos nunca tuvieron nada antes ni después de que la
propiedad privada se instaurara como derecho máximo”. “¿Ahora qué? ¿Sos comunista?”, me
jodió Junior. “No, boludo”, se metió el Rulo, “tiene razón en lo que dice. Aparte hoy cualquier
cosa puede ser propiedad privada. Eso quiere decir que, como dijo El Judío, la propiedad
privada es una construcción”. “¿A qué te referís con que cualquier cosa puede ser propiedad
privada?”, cuestionó Junior. “Y sí, todo: un lago, un terreno, una idea, hasta la Luna tiene dueño.

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Y que exista una legalidad no lo hace cierto. ¿Entendés? Es una construcción, un relato, un
orden de cosas que puede cambiar”.
“El tema de la libertad es complicado”, le dije entonces a Junior, “porque hoy en día
vivimos en la época de la libertad, pero está funcionando mal. Un pibe que se está muriendo de
hambre, con todos los tratados y derechos y grupos que hay ahora defendiendo la libertad, sí,
es libre de comer cualquier cosa, pero no tiene la capacidad. Y otro tipo, que tiene la capacidad
de alimentarlo, de ayudar en muchas formas, aplica su libertad de hacer con su quintita lo que
quiere, e ignorarlo. Pero aunque puede usar esa libertad, lo que no puede hacer es renegar de
la reacción de los que, usando plenamente su libertad, le dicen que es un hijo de puta”.
“No sé”, apareció de la nada Locura, completamente borracho, “ustedes mucho hablar
de la libertad, de la libertad, pero si me llegan a cansar los cago a trompadas a todos”.

Entramos al Club después de un rato de cola (que aprovechamos para mirar a las
minitas, e ir relojeando a aquellas a las que les podemos llegar a tirar los colmillos), y nos vamos
enseguida para la barra. La cosa es así, siempre. Los hombres a la barra y las mujeres a la pista.
La cuestión tenía bastante lógica, si te ponías a pensar, por un tema bastante sencillo: las
mujeres son las que eligen. Entonces, como hombre, ¿para qué molestarte en bajar a la pista? Si
vas a levantar, ¿para qué andar mostrando habilidades que probablemente a las mujeres no les
importen en lo más mínimo? Mejor es quedarse en la barra, ingiriendo ingentes cantidades de
coraje líquido, mientras las mujeres se quiebran en la pista, ofreciéndose como mercadería, a la
espera de que algún vago copado, si es posible algún macho alfa, las elija y ellas puedan
acceder a la satisfacción de su ego, a conseguir lo que querían (y así, los hombres somos
objetos para el ego femenino). Hay excepciones, por supuesto, como era mi caso, nomás para
confirmar la regla: la mayoría del tiempo funciona de la misma manera.
Esa noche, no obstante, hubo algo diferente. Los Pibes ya habíamos salido varias veces
al boliche, pero esa noche, la noche que siguió a nuestra victoria frente a El Yanki, notamos un
cambio. De repente, el resto de los pibes de nuestra edad nos pareció vacío. No, digo mal: nos
pareció que se había caído el velo que cubría a los chicos de la misma edad que nosotros, y
ahora los podíamos ver tal y como eran. Como si de alguna manera nos hubiéramos distanciado
de ellos, y ahora los viéramos tal y como eran. No como los/nos veía la gente grande, sino
como si fuéramos de otra tribu, de otro planeta.
Sin que nosotros lo quisiéramos, se nos había revelado la tristeza infinita que existía
atrás de nuestra generación. Andábamos pasando por una crisis generacional, por una crisis del
sinsentido. Sin dios, sin guía, sin moral, todo al mejor postor, todo para el que lo pueda
comprar, todo fácil, todo gratis, o todo imposible, todo impagable, lo que sufríamos ahora era
que todas las mentiras que nos habían contado se cayeran. Que el cuento del esfuerzo se
esfumara por completo, que la posibilidad de ascender socialmente se desvaneciera como lo
que siempre había sido: una ficción. ¿Qué sentido tiene estudiar, esforzarse, si el mundo está
gobernado por narcotraficantes o genios de las computadoras que ni siquiera cursaron la
universidad? ¿Si los dueños de la mayoría de las cadenas tienen millones de años de viejos y no
pretenden morirse y dar el paso al costado, si no hay lugar para la sangre nueva? Mejor
quedémonos en casa, que los alquileres son caros, y la vida es demasiado dura y no somos tan
inocentes como nuestros padres, que creyeron que el amor existía y que el esfuerzo era
recompensado, y ahora se los ve sufrir y arrastrarse y arrepentirse, y querer volver el tiempo
atrás para hacer exactamente lo mismo que hacemos nosotros, que crecimos sin ningún cuento,
sin ningún relator revelador, sin Sentido.
¿Y qué nos queda? Nos queda ir al boliche cada sábado, ponernos en pedo hasta ya no
poder caminar, refugiarse entre amigos para que el mundo no nos pueda devorar, estar con
cualquiera, perderse con cualquiera, porque de todas maneras aunque estemos solos nos
vamos a sentir mal igual. Y así andamos, todos tristes, profundamente solos y tristes en el
fondo, y neuróticos y cínicos en la superficie.

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A partir de esa noche, la noche en la que nos dimos cuenta de qué pasaba en realidad
con nuestra generación, Los Pibes decidimos que íbamos a ir al Club como una forma de volver
a reunirnos con nuestra juventud perdida. Que en esas pocas horas de boliche íbamos a dar
rienda suelta a la estupidez y desenfreno propios de nuestra edad y de nuestra generación, para
que el resto de la semana nuestra mente y nuestro espíritu, que tenían una dirección, que
tenían un sentido, pudieran verse libres de aquellos dos defectos (edad y generación).
Por eso mismo, los Mellizos y Junior se encastraron en la barra y se pusieron a pedir
tragos, el Rulo fue a buscar a una de las minitas con las que se había mandado mensajes, y yo
encaré para la pista, deseoso de bailar y transpirar y perderme bajo las luces, entrar en trance
con la música, y joder hasta olvidarme del universo. A ver si podía llegar a percibir por lo menos
un atisbo de lo que significaba estar perdido.

Pero hubo un detalle de esa noche que todavía no les conté y que fue más importante
que nuestras revelaciones filosóficas. Oh sí, fue más terreno, más palpable, más físico. Porque
había alguien muy particular esa noche, alguien que también había ido a emborracharse y
divertirse igual que nosotros: mi hermano, el Pocho. Ya algo les había contado. Él había sido el
único, de todas las personas que fueron a visitar después de lo de El Chino, que no se creyó la
historia que habíamos contado. Y el único que, en mi casa, sospechaba de mi holgada billetera.
“No puede ser que un cadete gane tanta guita”, se quejaba siempre, sin que mis viejos le dieran
bola; aunque supongo que ellos también se daban cuenta de lo raro que era y preferían mirar
para otro lado.
En general, mi hermano no iba a los mismos lugares a los que yo salía. Pero quiso la
Fortuna que esa noche, la misma noche en la que nosotros habíamos salido a festejar nuestro
éxito, él fuera también al Club. Por algunas salidas cruzadas, y por algunas visitas de Los Pibes a
mi casa, él ya conocía a mis camaradas, y por eso no era raro para él que, al cruzarlos, parara a
saludarlos. Pero esa noche, como dije, fue diferente.
Ahora bien, antes de seguir, voy a abrir una pequeña tangente dentro de mi relato. Un
rato antes de que mi hermano se cruzara con Los Pibes, yo había salido disparado para la pista.
La cumbia había cubierto el boliche por completo y yo, Maestro de Baile de The International
Commission of Cumbia and Cuarteting Dance, no pude menos que ir a demostrar mis
habilidades frente a todo aquel que quisiera verlas. Fue tan sencillo como encontrar alguna
generosa dama que quisiera despuntar el vicio a la par mío, y ahí nomás ponerme a agitar todo
mi cuerpo al ritmo de la joda. Y fue dar vueltas y más vueltas, giros y más giros, mientras la
chica que bailaba conmigo poco a poco iba cayendo en las redes de mi ejecución y se olvidaba
de todo, de su casa, de su familia, de su vida, de su nombre, y el mundo se reducía a nosotros
dos, nosotros dos que éramos una isla en un mar de gente anónima, bailando juntos, girando
juntos, y yo sentía cada vez más cerca de mi cintura el calor de la suya.
Por supuesto, aunque uno bailando se aísla del mundo, parte de la habilidad para el
baile adentro de un boliche consiste en saber moverse en el espacio con el que se cuenta, y
como lo más común es que se baile en el medio de la pista, que está rebalsada de gente, no
hay demasiado margen de maniobra. Así que yo aprovechaba, a cada rato, cada hueco que
surgía por la partida de la gente, y, al mismo tiempo, protegía a mi compañera, y la alejaba, de
cada movimiento brusco, empujón, avalancha o estampida que pudiera cernirse sobre nosotros.
Aunque no hay estampida mayor, que la que genera una pelea, cuando todo el mundo
se aleja para protegerse y, al mismo tiempo, tomar la distancia justa para convertirse en
espectadores. Es bien sabido que, en el momento en que dos personas empiezan a pelear sea el
lugar que sea, la gente se pone a mirar. Es inevitable: los circos romanos mutaron en Youtube, y
nada puede contra nuestro morbo de ver a dos imbéciles agarrarse a trompadas. El boliche no
es, ni por lejos, el lugar menos indicado para que un par de pelotudos, si no se trata de varios
pelotudos, se agarren a trompadas. El problema fue que, esa noche, esa maldita noche, el que
se estaba por agarrar a trompadas era mi hermano.

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Y ahora sí, vuelvo al cauce. Resulta ser que, mientras yo me había ido a bailar a la pista,
mi hermano se había cruzado con Los Pibes en la barra (obviando, por supuesto, al Rulo, que
andaba seguro con alguna mina por ahí), y había escuchado una nueva cargada del Elfo a
Locura sobre la pendeja de la discordia. Ahí nomás, creyendo en mayor confianza de la que en
realidad tenía, e ignorando por completo el severo estado de ebriedad del camarada, se puso a
joderlo. “¿Esa mina es?”, le decía el Pocho a Locura, a pesar de las advertencias del otro Mellizo,
“Noooo, no sabés. La vi hace un ratito, con otro pibe”, y nuestro amigo que le decía que le
dejara de romper las pelotas. Borracho como estaba, todavía conseguía guardar las formas. Pero
mi hermano no, no hacía caso, y seguía, jode que te jode, con la misma cantinela irrespetuosa.
“¡Pendejo de mierda!”, le gritó entonces Locura al Pocho, “¡dejame de romper las
pelotas o te voy a cagar a trompadas!”, a lo que mi hermano, con su estupenda capacidad para
la diplomacia, no tuvo mejor idea que retrucarle. Y ahí fue cuando Locura perdió los estribos.
Por suerte para el Pocho, que no tenía ni puta idea del entrenamiento ni de que Locura tenía
todo para matarlo a trompadas, alcohol en sangre incluido; el Elfo consiguió saltar sobre su
hermano antes de que éste, preso de la cólera, le rompiera la cabeza al mío.
Los movimientos fueron tan bruscos y tan rápidos, que enseguida todas las personas
que estaban alrededor creyeron que se trataba de una pelea y, instintivamente, hicieron el
alejamiento del que había hablando antes, mientras ya algunos oportunistas sacaban sus
celulares para grabar la potencial pelea. Y uno que se hizo para atrás empujó a otro, y este a
otro, y a otro, y así hasta llegar adonde estaba bailando yo, que aunque aparté a mi compañera
para evitar el empujón, no pude evitar dirigir la mirada hacia la fuente del bardo. Entonces lo vi
todo: a Junior, que se había quedado paralizado junto a la barra, ignorante de la situación; a mi
hermano, que se había echado para atrás instintivamente; y al Elfo, que agarraba a Locura con
todas sus fuerzas, soportando los intentos del otro por separarse de aquel abrazo a traición que
estaba reteniendo su furia.
La antesala de una perfecta cagada a piñas.

Ni bien me encontré con aquel cuadro, me deshice enseguida de la chica y empecé a


caminar desesperado hacia la pelea. Me abrí paso entre los curiosos y los morbosos, justo para
el mismo momento en que el Pocho sellaba su suerte. El pelotudo, en vez de quedarse piola,
ofendido por el ataque trunco de Locura, no tuvo mejor idea que contraatacar (aunque, si se
hace honor a la verdad, el Mellizo no había tenido oportunidad de pegarle y, por lo tanto, lo
que había hecho mi hermano constituía efectivamente un ataque sin motivo) e ir y pegarle a
Locura una patada en el culo, aprovechando un momento en el cual la sujeción del Elfo dejó a
las posaderas a tiro.
Aquello fue la gota que rebalsó el vaso del ya bebido Locura. Completamente
enloquecido, el Mellizo se deshizo de su hermano y saltó encima del Pocho. Y lo hubiese hecho
mierda, si en ese mismo momento no hubiera aparecido yo para pararlo, comiéndome un par
de piñas en el camino, pero consiguiendo, con una de las mismas llaves que habíamos
aprendido en las clases de combate, reducirlo, soportando, como había hecho el Elfo antes, los
embates que daba para soltarse, y aguantándome los gritos, las puteadas y las amenazas,
mientras mi hermano seguía ahí, campante, como un pelotudo, sin rajar. “¡Sacalo de acá!”, le
ordené entonces a Junior, con las fuerzas que no tenían involucradas en inmovilizar a mi
camarada.
No hubo tiempo: para esa altura, ya habían llegado los patovicas del boliche, y un par
de policías, que nos habían agarrado a los cuatro (los Mellizos, el Pocho y Su Buen Amigo el
Narrador), y ya nos llevaban para afuera. Antes de que nos sacaran de ahí, pude ver a Junior
yendo a buscar al hermano.
La gente de seguridad nos revoleó afuera, a la arena de la noche. Pero ya para ese
momento la furia había abandonado a Locura, y el Elfo se había llevado a mi hermano lejos de
donde estábamos. El Mellizo no pudo evitar ponerse a llorar y a pedirme perdón. “No sabía lo

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que hacía”, se disculpó entre lágrimas, antes de abrazarme, “perdoname. Vos sos mi amigo,
pero aquel otro pendejo de mierda…”, y yo le decía que sí, que estaba todo bien, que lo
entendía. ¿Qué le iba a decir? Estaba completamente borracho (casi me había desmayado
cuando se disculpó, con la baranda etílica que largaba su boca), y aparte yo no tenía el menor
interés en pelearme con él, sabiendo que era mi camarada y lo iba a tener que ver todos los
días.
“Está bien que no hayan podido levantar nada, pero tampoco tienen que estar
desesperados”, comentó el Rulo, cagándose de risa, cuando nos vio abrazados. Acababa de salir
del Club junto con su hermano y nos encontró ahí, abrazados, y a Locura llorando a moco
tendido. “También a ustedes los quiero”, dijo entonces el borracho, y se abalanzó sobre el otro
par de hermanos, que no sabían cómo quitárselo de encima después.
Y para ese momento, en que se habían acercado el Elfo y el Pocho después de haber
tenido una charla, y de que mi hermano le pidiera disculpas a nuestro amigo, la noche tuvo su
broche de oro. El par de policías que nos había sacado junto con los patovicas se acercó a
nosotros. Todo aquel tiempo habían estado hablando por celular, los noté mientras Locura me
abrazaba, y ahora habían colgado y habían llegado adonde estábamos. “Ustedes son los que
laburan para El Judío, ¿no?”, consultó el oficial. Nosotros nos hicimos los boludos, pero la
pregunta era, evidentemente, retórica. “Me acaba de llamar nuestro jefe, y nos pidió que les
advirtiéramos que dejaran de hacer lo que sea que estén haciendo. Que le digan a su jefe que
sus andanzas se terminaron, y que si no quiere ser boleta, se quede piola en su casa y se ponga
a pagar sus deudas”, nos amenazaron, antes de irse tan rápido como habían aparecido.
Nosotros nos quedamos petrificados, sin saber cómo reaccionar. “Decile a tu jefe que se
vaya a la puta que te parió”, atinó a decir el Rulo, pero para cuando encontró las palabras hacía
como diez minutos que los tipos habían desaparecido. De repente, nos cayó la ficha: lo que
estábamos haciendo hacía ruido en la ciudad. Y no era joda. Éramos tipo malos, pero había
tipos todavía más malos ahí afuera, que estaban sintiendo la amenaza de lo que estaba por
venir. Enseguida, nos pusimos a murmurar entre nosotros nuestras preocupaciones y nuestros
miedos, y acordamos contarle todo a El Judío apenas lo viéramos.
Pero hubo un detalle que no consideramos: mientras estábamos ahí, deliberando, había
una presencia entre nosotros que era ajena a Los Pibes. Una presencia que no tenía una sola
idea de las Mafias de la República Popular de Capacaída, que nunca había escuchado hablar ni
de El Judío, ni del asistente, ni de El Príncipe, ni de la deuda: mi hermano.
“Flaco”, me amenazó, ante la mirada desconcertada de Los Pibes, “o me contás lo que
está pasando, o le digo a mami”.

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UNDÉCIMA ENTREGA

CARTÓN LLENO

Ese día quería estar ahí. Quería verlo. Por eso le pedí al asistente que me llevara con ellos. Me
daba curiosidad, por un lado, porque yo había pasado por lo mismo y no sabía cómo era verlo
de afuera, pero por el otro, realmente quería cerciorarme de que todo anduviera bien. Después
de todo, el pibe que estaba ahí, a un par de metros de nosotros, era mi hermano, y no tenía
muchas ganas de que el asistente le volara la cabeza accidentalmente durante una sencilla
prueba de tiro.
Así que ahí andábamos, en medio de aquel inmenso campo. Nadie más que nosotros
tres. Incluso de día costaba ver la ruta allá a lo lejos, donde nos esperaban el auto y el chofer. El
Pocho, ¿corajudo? ¿idiota?, se había plantado firme enfrente del asistente, para esperar el
balazo. No iba a servir de nada: nunca había recibido un balazo (había tenido una vida con los
estándares occidentales obreros de la normalidad legal, es decir, escuela pública, amigos de
barrio, rock, birra en la vereda, alguna pelea en un bar y tardes y tardes pasadas al pedo, sin
corridas ni miedos ni acciones criminales de ningún tipo). Y aunque ya sabía lo que se venía,
porque le relaté mi experiencia; lo cierto es que nadie está preparado la primera vez. Es una
experiencia completamente nueva.
Pero bueno, tampoco podía cortarle la ilusión al pibe: él creía que se había mentalizado,
que estaba preparado para la experiencia. Y por eso yo, convenientemente resguardado unos
metros atrás del asistente, me relamía por dentro mientras esperaba el primer disparo. Porque
sabía que lo iba a tomar por sorpresa, a pesar de todo, y lo iba a hacer caer de espaldas, y el
mundo le iba a dar vueltas en la cabeza, y el pecho le iba a doler como si un camión lo hubiera
pasado por arriba.
El asistente le preguntó si estaba listo, y el Pocho, fanfarroneando, le contestó que
había nacido listo. Entonces el asistente le disparó por primera vez, para que el otro cayera de
espaldas, completamente desorientado, completamente adolorido, y que yo me entrara a cagar
de risa.

Mi Buen Amigo Lector, te vuelvo a pedir perdón. Una vez más, empecé a contar mi
historieta por el punto que más me gustaba, y no por el que debería, desorientando por
completo en el proceso, y negándote la información que deberías conocer ni bien arrancás con
la lectura de cada una de mis entregas. Así que, para reinvindicarme, voy a empezar a contarte
los hechos desde el punto en el que los dejé la última vez que me puse a grabar mis palabras,
hasta llegar al momento en el que arranqué esta vez.
Sí, mi hermano nos había desenmascarado aquella noche frente al Club, dejándonos a
Los Pibes desconcertados, sin saber qué decir. No le podíamos mentir: no solamente había
escuchado todas nuestras deliberaciones (que, prestos a inventar, podíamos decir que se
trataba de algún código del laburo, o de barritas de otro barrios), sino que también había visto
y había escuchado a aquel par de policías, que sin lugar a dudas debían de estar laburando para
El Milico. Pero tampoco podíamos dejar que anduviera por ahí contando que nosotros éramos
una banda de delincuentes, ni que laburábamos para uno de los principales hombres de
negocios de la República Popular de Capacaída. Y menos que menos yo iba a dejar que le
hicieran algo para callarlo, fuera amenazarlo, torturarlo, o medidas todavía más extremas. Él y
yo, los dos, estábamos, como se dice, en el horno. Con papas. Mal.
Haciendo uso de mi reputada elocuencia, conseguí que Los Pibes me dejaran lidiar con
mi hermano, con la condición de que, ni bien se despertaran al día siguiente, iban a darle aviso
al asistente de la situación. Era el mejor trato que podía conseguir, y de todas maneras, que
tanto el asistente como El Judío se enteraran era inevitable. Por lo menos así iba a poder ganar

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tiempo, y de paso, me iba a enterar de qué pasaba exactamente por la cabeza de mi hermano
en ese momento.
“¿Ahora si me vas a explicar qué carajo fue todo eso?”, me preguntó mi hermano
mientras volvíamos caminando para mi casa. “No es fácil”, traté de excusarme. No sabía por
dónde arrancar, y se lo dije. “Por el principio, verga, ¿por dónde va a ser?”, me contestó el
Pocho. Tenía sentido; el tema era que, como le reconocí, ni yo sabía dónde empezaba todo, y
no iba a irme hasta mi mismo nacimiento como hice con ustedes. Así que, como pude, le armé
una versión de los hechos. “Vos sabés cómo estaban las cosas en casa”, le dije, tratando de
apelar a su empatía, “y bueno, cuando estos tipos me ofrecieron ese laburo, yo al principio
dudé, pero después lo agarré”. “¿Qué laburo? Eso es lo que no entiendo”, decía mi hermano
desesperado, “No sé qué mierda hacés, ni por qué esos milicos les dijeron eso, ni de qué carajo
hablaban cuando decían de El Judío, y el asistente y todo eso”. Respiré profundo. Lo que venía
no era fácil.
“Trabajo para la mafia”, le conté a mi hermano, tan rápido como pude, tratando de
aliviar la confesión. Al principio me miró serio, con una severidad que me dio terror. Pero
después, poco a poco su mirada se fue achinando, y su mueca se fue torciendo. Hasta que al
final, no pudo evitar empezar a cagarse de risa. “¡Nah, hijo de puta! Decime la verdad”, me jodía
mientras se reía. “¡Te estoy diciendo la verdad!”, le contesté desesperado. “¿Vos? ¿En la mafia?
Si sos un cagón y un pelotudo. No me jodas”, se burlaba de mí, sin dejar de reírse, y a mí ya me
daba bronca que se me burlara así. Por eso lo agarré y le hice una de las llaves que me enseñó
el asistente, algo que él nunca me había visto hacer. “Pará, boludo, pará”, me pidió, mientras yo
disfrutaba de castigarlo por su insolencia. Después de un rato, consideré que había recibido su
merecido y lo solté. “¿Quién te enseñó eso?”, me preguntó, adolorido. “Ya te dije, me lo
enseñaron en la mafia”, contesté. “Entonces es posta lo que me dijiste”. “Ya te dije que sí”. “Y
vos…”, arrancó preocupado, “¿Qué hiciste? ¿Qué te hicieron hacer?”, la sonrisa se le había
borrado de la cara, y ahora nomás quedaba el miedo de verdad, la desesperación, la angustia
ante la realidad: su hermano era un delincuente, su hermano había hecho cosas malas.
Lo tranquilicé con la verdad: todavía no habíamos hecho nada malo, nada tan terrible
como para caer en cana de por vida. Le pedí que no se preocupara. “Nuestro jefe dice que nos
quiere para otras cosas. Cosas… diferentes. Más grandes que andar matando giles”. “¿Y mami
sabe algo?”, preguntó el idiota. “No, boludo. Más vale que no sabe nada. ¿Sabés qué? Se muere
si se llega a enterar. No, ella solamente sabe que laburo en una empresa, y que salgo con estos
pibes acá, que son mis amigos y mis socios. Nada más. La plata que entra a casa es todo de ese
laburo”.
En ese momento, pude ver una verdadera lucha interna aflorando en el rostro de mi
hermano. Una parte de él sabía que tenía que contar lo que acababa de escuchar, que era lo
correcto, que no podía dejar que su hermano anduviera delinquiendo por ahí, y causándole
daño a quién sabe cuánta gente, que tenía que contarle a la mamá de ambos en qué mierda se
andaba revolcando su hijo, y los problemas que podía traerle a la familia; la otra parte, por el
contrario, no quería que pasara lo que sabía que iba a pasar si lo delataba, quería proteger a su
hermano, y entendía las razones que lo habían llevado al lugar adonde estaba, y los cambios
para bien que su paso por la mierda le había traído a su casa, unos cambios que se iban a ir
para siempre si él llegaba a abrir la boca y lo mandaba al frente. Yo sabía que estaba pasando
por uno de esos momentos en la vida, que todos tenemos, en los que uno sencillamente se
quiere morir, para ya no tener que pensar; porque pensar duele, porque reflexionar te destruye,
porque tomar una decisión, en casos como este, equivalía a ser dueño del destino del Universo,
con el peso que esto implica.
Pero entonces noté la aparición de una tercera fuerza. Mientras se agarraba la parte del
cuerpo adolorida por mi llave, vi pasar frente a sus ojos unas ambiciones que no le conocía,
unas ambiciones que no le había visto nunca. “¿En serio me decís que te enseñaron esto en el

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laburo?”, quiso saber. Y una vez más, le contesté que sí. Entonces me dijo cuál era su condición
para no contarle nada a mi vieja.

Como se podrán imaginar, al asistente no le cayó para nada bien la noticia de que mi
hermano hubiera escuchado todo. Nos cagó a pedos largo y tendido por haber sido tan
pelotudos como para pelearnos entre nosotros, y con civiles, sabiendo lo que eso significaba:
que la policía nos agarrara, que empezaran a rastrear antecedentes, que nos pudieran vincular a
cualquiera de las hazañas que en todo aquel tiempo habíamos realizado laburando para El
Judío. “¡Perfil bajo, pelotudos de mierda!”, nos decía, re caliente, “¿Por qué mierda tienen que
andar tirándose de que son la pija de la ciudad? Si lo son, la ciudad sola se va a dejar coger.
¿Tienen retraso mental? No me quiero volver a enterar de que hicieron lío o de que se hicieron
notar, ¿me escucharon?”, y Los Pibes le contestamos que sí; aunque en realidad no lo
estábamos escuchando: estábamos pensando en cómo nos iba a cagar a pedos El Judío, si
aquel había sido el reto del asistente.
Lo que sí le cayó totalmente bien al asistente fue la noticia de que mi hermano hubiera
escuchado todo. Cuando el Pocho me acompañó esa misma semana a la Casa Roja, y le dijo
que estaba dispuesto a unirse a la empresa, lejos de enojarse, el tipo se alegró de que se
sumara al equipo. De hecho se reunió con él en la Biblioteca, mientras nosotros respondíamos
al llamamiento el jefe, y tuvo con él la misma charla que había tenido conmigo, aquella sobre el
sentido, sobre tener un propósito en la vida, y que El Judío andaba buscando a los mejores, y
que él, mi hermano, el Pocho, era uno de los jóvenes más brillantes que había dando vueltas
por la calle (cosa que era mentira, pero que yo asumí era necesario decirle para motivarlo).
Como dije antes, el mismo día en que el Pocho me acompañó a la Casa Roja, nuestro
buen jefe nos convocó de urgencia a la mesa redonda. Contra todos nuestros pronósticos, El
Judío no nos retó de ninguna manera por lo que había pasado en el Club. De hecho, se lo tomó
todo con bastante tranquilidad; lo único que nos dijo fue que, si alguna vez llegábamos a tener
problemas con la policía por nuestra propia estupidez, él no iba a saltar a defendernos de
ninguna manera, e iba a borrar cualquier evidencia de vínculo con nosotros, y hasta iba a
testificar en contra nuestra si hacía falta. Así que era mejor no llegar a esos extremos, nos dijo, y
nos comprometimos a no volver a llevar a cabo ninguna acción en público que implicara poner
en peligro la empresa, su imagen o su nombre. Sus palabras nos habían dado más miedo que
las del asistente.
“Por otro lado”, empezó entonces, después de haber cerrado el tema del incidente en el
Club, “llegó a mí la noticia de que hubo otra contingencia, de la que todavía no hablamos. ¿Es
así?”, nos preguntó, aunque todos sabíamos que conocía la respuesta. “Sí señor”, contestó
entonces el Rulo, “el hermano del Flaco fue testigo de unos comentarios nuestros, y de una
circunstancia con la policía”. “Primero lo de la policía”, priorizó El Judío interesado. El Rulo le
contó sobre la amenaza de los milicos, a lo que el jefe sonrió, complacido. “Perfecto”, fue su
único juicio, y después pidió que siguiéramos con lo de mi hermano. “Nada, eso nomás”, tuvo
que reconocer nuestro amigo. “¿Nada más? ¿Qué escuchó? ¿Cómo reaccionaron ustedes? ¿Es
un problema leve, grave, impostergable? ¡¡Datos, muchachos, necesito datos concretos, cosas
reales!! No me sirven los comentarios tibios. ¿Estamos en peligro? ¿Qué hay que hacer con el
pibe ese?”, quiso saber. Yo estaba seguro de que andaba pensando en pegarle un tiro, así que
tomé la palabra. “Yo ya hablé con él”, le informé al jefe, “y mi hermano está acá ahora, en la
Biblioteca. Quiere unirse a Los Pibes. Quiere trabajar para vos”. El Judío me miraba fijamente a
los ojos mientras le hablaba, y una vez que terminé, se puso a reflexionar sobre lo que le había
dicho.
Un rato después apareció el asistente, y atrás de él, mi hermano. Nuestro buen jefe se
levantó de un salto apenas lo vio, y fue hasta él. “Así que vos sos el nuevo postulante”, lo
encaró. El Pocho asintió con la cabeza, mirándolo a los ojos. Se quedaron un rato así, cruzando
las miradas, y entonces El Judío miró al asistente. El otro le hizo un gesto aprobatorio. “Bien,

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vamos a ver si realmente tenés ganas de convertirte en un hombre y no estás haciendo un
papel nomás. Ahora te vas a ir a tu casa, y a partir de mañana vas a venir acá todos los días con
tu hermano a entrenarte. ¿Entendiste?”, le ordenó, a lo que mi hermano, más que contento, con
una sonrisa de oreja a oreja, le dijo que sí. “Andá con el asistente entonces, que te va a mostrar
la salida”, le indicó El Judío, “A partir de mañana te quiero todos los días acá. Felicidades. Tenés
un nuevo trabajo”.
Ahora éramos seis Los Pibes. Tres pares de hermanos. El círculo estaba ahora completo.

Y así llegamos a la situación del principio. A partir del martes de aquella semana, el
Pocho empezó a ir conmigo a la Casa Roja todos los días. No te hacés una idea de la felicidad
que tenía mi vieja: tener dos hijos laburando, ganándose el pan de cada día. Ahora iba a entrar
el doble de guita a mi casa, mi viejo no iba a tener que matarse con las horas extras, y mis
hermanos más chiquitos iban a poder tener útiles y zapatillas para ir a la escuela sin vergüenza,
con la frente en alto.
Al Pocho, por otro lado, la alegría no le duró mucho. La emoción de formar parte de la
mafia, de ser un hombre de negocios, chocó con la realidad aquel mismo martes, apenas llegó a
la Casa Roja conmigo, y el asistente le pidió que lo acompañara a su primera práctica de tiro. Sí,
es cierto, como ya les había dicho antes, le conté varias cosas para que anduviera preparado a la
hora de encarar el entrenamiento. Pero como también dije, nunca nadie está preparado.
“Bienvenido a la mafia”, me burlé de él cuando lo fui a ayudar a levantarse después del primer
disparo. El pelotudo prácticamente no podía respirar, y el asistente tuvo que esperar un ratito
antes de poder volver a dispararle.
Las otras disciplinas del entrenamiento no le parecieron tan duras. Si hasta empezó a
leer por su propia cuenta, después de unos días de obligarlo a hacerlo en la Biblioteca. Y si bien
ya sus primeros días fueron agitados, puesto que entró justo en la misma época en la que
andábamos llevando a cabo la Cruzada para salvar la vida de El Judío; al día de hoy, mientras les
cuento esto, sé que el Pocho debe andar dando vueltas por ahí en la Casa Roja entrenando, tal
y como el resto de Los Pibes. Ni que hablar de que a la noche se sumó sin inconvenientes: para
lo que era tomar, joder y pelearse en bares, mi hermano era un especialista. Aunque si había
algo que le gustaba, y que le enseñó a Los Pibes, o trató por lo menos en sus primeros días,
eran los juegos de cartas: truco, poker, loba, todos. Mi hermano era un experto para todo lo que
involucrara a la baraja.
Y hablando de Los Pibes, ellos no tuvieron ningún drama en integrarlo. O sea, Locura no
le tuvo piedad a la hora de cagarlo a trompadas cuando practicaban combate, ni el Rulo le hizo
caso de bajarle el peso a las máquinas en el gimnasio, ni Junior lo dejó leer libros berretas, ni el
Elfo lo dejó irse cada vez que su puntería le fallaba en las prácticas de tiro. No voy a hablar de lo
que eran nuestras noches juntos, los seis, porque podrían contarles anécdotas y anécdotas
transcurridas en el Bar Careta, el Obrero y el Bohemio; el problema sería que muchas de ellas
transcurren después de cosas más importantes para contar.
Como lo que pasó a la mitad de la segunda semana de diciembre, cuando El Judío nos
convocó a Los Pibes, los seis, sin distinción de experiencia, para hablarnos de nuestro próximo
objetivo.

Mucho tiempo antes, mientras yo andaba arrancando con el entrenamiento, mientras


levantaba apenas una fracción del peso que levanto ahora, e ignoraba casi la totalidad de lo
que sé ahora, y no podía darle a nada que tuviera alas (bueno, ahora tampoco), y no sabía
ningún movimiento de ningún arte marcial; nunca me hubiera imaginado que alguna vez iba a
ir a visitar a uno de los tipos más peligrosos con mi banda, y que lo iba a golpear en la cara, y
que nos iban a apuntar todos sus esbirros, para quedar al borde de la muerte una vez más.
Mientras que mi hermano, recién habiéndose unido a la organización, y sin tener siquiera dos

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meses de entrenamiento, iba a salir a dar batalla, a formar parte de Los Pibes como si nada. Esa
es una de las razones por las que siempre voy a envidiar al Pocho. Apreciaría que no se lo digan.
Cuando esa noche El Judío nos convocó, no me imaginé que mi hermano, con apenas
una semana y chirolas en la empresa, iba a formar parte. A los demás no les molestó, pero a mí
me jodió en serio. Esto, por supuesto, nunca se lo dije a nadie, ni a Los Pibes, ni al asistente, ni
al jefe. Esta es, de hecho, la primera vez que lo cuento. Quizás todo el mundo se haya dado
cuenta, sin embargo, dada la mala onda con la que traté a mi hermano durante toda la Cruzada.
Una mala que, como era mutua y ya venía antes, me parece que quedó bastante bien
disimulada.
Pero a lo que iba… Volvamos: Capacaída, la Casa Roja, la sala de la mesa redonda. El
Judío nos había convocado por medio del asistente para charlar sobre el siguiente blanco. Nos
llamó la atención, enseguida, la forma en la que el jefe fue conjugando los verbos a medida que
nos contaba. “Su próximo objetivo”, nos empezó a detallar, después de las salutaciones de rigor,
“es conocido como El Pirata. Es uno de los hombres de negocios más poderosos y peligrosos de
Capacaída. Él manda sobre todo aquello que se mueva: rutas, aire, vías. Todo. Si se mueve y se
lo puede robar, él está enterado, y si no lo está robando, seguramente va a saber quién está
involucrado y le va a hacer saber su lugar”, y a nosotros ya se nos ponía la piel de gallina, “A
diferencia de El Chino, no es un tipo al que lo tienten las apuestas o que se destaque por su
diplomacia. Tampoco se parece a El Yanki: no es obsesivo, ni muchos menos arrogante. Es un
hijo de puta duro y feroz… Pero bueno, ya van a tener oportunidad de conocerlo. Para ser
honesto con ustedes”, nos confesó, “la verdad es que no tengo idea de cómo van a poder hacer
para abordarlo, qué ofrecerle para que considere revisar mi deuda y hacerse cargo de la suya.
Pero confío en que ustedes van a saber cómo hacerlo”.
En ese momento Junior no se aguantó y pidió la palabra. El Judío se la concedió con un
gesto. “’Su próximo objetivo’, ‘ya van a tener la oportunidad de conocerlo’, pero sobre todo,
‘ustedes van a saber cómo hacerlo’… ¿No vas a venir con nosotros?”, saltó, preguntando lo que
todos habíamos notado y queríamos saber. Nuestro buen jefe lo miró satisfecho, como si
hubiera sido desenmascarado, y le reconoció que no, no pensaba venir con nosotros. “Yo sé que
les dije que no iban a salir nunca más solos, pero en este caso en particular lamentablemente
voy a tener que fallar a mi palabra”, se sinceró. Quisimos saber la razón. “Digamos nomás que él
y yo no nos llevamos precisamente bien”, dijo solamente, antes de decirnos que confiaba en
nosotros, y que sabía que lo íbamos a hacer bien. “De todas formas, cualquier duda o cuestión
que tengan, van a poder tratarla con mi asistente, que, como sabrán, está bien enterado de
todos los asuntos empresariales de la ciudad”.
Antes de cerrar la reunión, nos dijo una cosa más. Que El Chino, sabiendo que nosotros
estábamos obligados a encontrarnos con El Príncipe, nos había mandado la plata que le debía,
para que se la entregáramos nosotros. “Realmente admiró su coraje, y por esa misma razón les
dio la apuesta por ganada. A fin de cuentas, es un hombre de honor” nos reveló nuestro buen
jefe. Ya casi ni nos acordábamos de la paliza, emocionados como andábamos con nuestra
victoria sobre El Yanki, de quien también teníamos la plata. “Lo único sí hay un tema que lo
intriga”, comentó. Ya sabíamos lo que se venía antes de que lo dijera. “Me preguntó si alguno
de ustedes sabe algo de su katana”.

Esa misma noche fuimos caminando hasta el refugio de El Pirata, ataviados con nuestras
ropas de calle. El asistente había querido que nos pusiéramos los trajes, pero no le hicimos caso:
ya que el jefe no venía con nosotros, íbamos a hacerlo con nuestras reglas. Mi hermano andaba
emocionadísimo; no entraba en él de la excitación que le causaba su primera incursión. Para el
resto de nosotros, que ya habíamos hecho algo parecido con El Chino y con El Yanki, aquella
situación era completamente normal.
Apenas llegamos al edificio indicado en el barrio indicado (una de esas torres de
cemento armado), un par de tipos nos salieron al cruce. “Están muy lejos de su barrio pendejos”,

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nos amenazaron, pero ninguno de nosotros arrugó. La sangre nos bombeaba con todo adentro,
pero no les íbamos a dar el placer de que lo notaran. “Venimos de parte de El Judío”, notifiqué,
con énfasis en el apodo del jefe, para que supieran que la cosa no era en joda ni éramos
cualquiera, “necesitamos tratar un asunto con El Pirata”. “¿Qué asunto?”, preguntó uno de los
tipos. “¿Vos sos El Pirata?”, le pregunté, mirándolo a los ojos. La verdad, esperaba que me
metiera un fierrazo, que me volara la cabeza por mi insolencia. Pero no me hizo nada. Se le veía
en la cara la bronca y las ganas de hacerme mierda; pero antes de que pudiera reaccionar
siquiera, su compañero lo frenó con la mano, sonriendo. Sacó un Handy y llamó. “Jefe, acá hay
un grupo de chicos que lo andan buscando. Dicen que vienen de parte de El Judío”, le
comunicó a El Pirata. Un par de segundos después, nos estaba invitando a subir. “Van
subiendo”, avisó por el Handy, supongo que para que a nadie se le ocurriera cobrarnos algún
peaje.
Un par de pisos más arriba llegamos a la puerta de nuestro objetivo. Había un tipo más
custodiándola, que nos dijo que pasáramos, que su jefe nos andaba esperando. Adentro,
sentado cómodamente en una silla, con los pies cruzados encima de un enorme escritorio,
fumando un habano, encontramos a El Pirata. Lo primero que nos llamó la atención al verlo fue
el parche que llevaba en el ojo derecho; nos impresionó incluso más que la enorme cantidad de
tatuajes que cubría su cuerpo. “Buenas noches, señores”, nos saludó, con su voz grave y
oxidada, “¿qué se cuenta el otro hijo de mil putas de El Judío?”, y en sus palabras se notaba
todo el odio y el rencor del que el asistente nos había hablado después de la reunión en la
mesa redonda.
Habíamos salido completamente desorientados por las palabras de nuestro buen jefe, y
lo primero que hicimos fue hablar con su mano derecha para que nos diera un poco más de
dirección. Lo primero que le preguntamos fue, por supuesto, por qué los dos mafiosos andaban
enemistados. “Es algo que viene de hace mucho”, nos contó el asistente, “de antes incluso de
que yo empezara a laburar para El Judío. Creo que viene incluso de antes del Traspaso, desde
los primeros días del jefe en Capacaída, cuando todavía no era más que uno más entre todos
los delincuentes con chispa de la ciudad. Pero la verdad es que nadie lo sabe. Lo único cierto es
que cada vez que se cruzan, si no hay ninguna formalidad, se cagan a piñas. Solamente se
comportan en los Aquelarres. Pero bueno, eso a ustedes no les interesa.
“Lo que se cuenta por ahí”, seguía revelando, “es que la principal razón de su odio está
en la venganza mutua. Ojo por ojo, reza el dicho, y tanto El Judío como El Pirata intentaron
aplicarlo, aunque nuestro jefe tuvo mayor fortuna. Si le preguntan a El Pirata, él les va a decir, yo
lo escuché, que el jefe nunca le sacó su ojo, que no son más que mentiras. Pero su versión se
cae una vez que uno se entera de que fue el mismo Pirata el que le marcó la cara a El Judío, y
casi le robó el ojo izquierdo. Supongo que debe ser desde esa época que decidieron no
cruzarse nunca, y cómo será su rivalidad, que hasta El Príncipe está enterado. Aunque desde el
principio, se decantó por apoyar a nuestro jefe.
Ahí entendimos todo. Con razón el cagón de nuestro buen jefe no se animaba a encarar
a El Pirata: alguien había estado a su altura y lo había puesto en su lugar. Pero ni bien asumimos
la idea, nos llenó de terror. ¿Cómo debía de ser feroz aquel tipo, si El Judío se mantenía a una
distancia respetable? Por un segundo, dudamos de seguir con la Cruzada. Tuvo que ser el
asistente el que nos devolviera a la realidad, la dura realidad, recordándonos que nomás nos
quedaban tres semanas antes de que se cumpliera la sentencia, y vinieran por la cabeza de
todos. Así que, sin seguir perdiendo el tiempo, le pedimos toda la información que nos pudiera
dar.
Y ahora estábamos ahí, frente a El Pirata. “Buenas noches, señores. ¿Qué se cuenta el
otro hijo de mil putas de El Judío?”, nos había saludado, antes de bajar los pies de encima del
escritorio y pararse, imponente, más alto que cualquiera de nosotros. Ninguno de nosotros
supo qué contestarle. “¿Qué pasa? ¿Les comieron la lengua los ratones?”, se burló de nosotros,
antes de que el Pocho, enojado por la falta de respeto, saltara enseguida, el pelotudo. “Vinimos

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a negociar”, se metió. El Pirata se fue acercando a nosotros, que intuitivamente nos preparamos
para alguna clase de ataque. “¿Así que vienen a negociar? ¿Negociar qué?”, lo apuró, a lo que
mi hermano, repentinamente intimidado, se quedó callado. “La deuda de nuestro jefe”, le
contesté yo, tratando de alejar su atención de mi hermano.
El Pirata se rió. Una risa seca, precisa, despectiva. Nos pidió que saliéramos. Afuera nos
andaba esperando toda su gente. Cuando vimos aquel ejército nos entraron a temblar las patas,
se nos enloquecieron las glándulas sudoríparadas, y nos empezó a cosquillear el esfínter. “¿A
ustedes les parece que yo preciso negociar algo con ustedes?”, nos preguntó. Estábamos en
medio de uno de los pasillos de aquel edificio de cemento armado, con todos los hombres de El
Pirata formando una medialuna armada alrededor nuestro, y el otro mafioso enfrente, apenas
un paso por delante de la puerta de su oficina. “¿Qué estaba pensando su jefe, eh,
mandándolos acá? Los mandó a morir, ¿sabían?”, trataba de golpear nuestra moral, y entonces
nos susurró, acercándose a nosotros, “son como chanchos en un matadero. Yo que ustedes
temblaría. Estaría cagado en las patas. Sobre todo porque… ¿quién sabe? A lo mejor no los
queremos matar enseguida. A lo mejor nos queremos divertir un rato con ustedes. No siempre
vienen pibes tan jóvenes, tan limpios y tan facheros por acá”. En ese momento se irguió para
llamar a uno de sus hombres. “¡Eh, Matasiete…!”, fue lo único que alcanzó a decir.

Si tengo que ser sincero, nunca supe de dónde me salió aquello. Qué dios atrás de mi
cuerpo mandó la orden a mi brazo, para que ejecutara aquel movimiento con la fuerza y la
contundencia con la que lo hice. Pero lo cierto es que aquella piña, una piña brutal y decidida,
alcanzó la cara de El Pirata justo cuando andaba distraído, ocupado en convocar a ese tal
Matasiete. Mi puño cerrado le dio de lleno, con todo en la nariz, y ahí nomás, el tipo cayó de
espaldas, ante la mirada de todos sus hombres.
Todavía no sé cómo estamos vivos. Bueno, sí sé. Pero en ese momento, y durante
mucho tiempo, no conseguí entender cómo no nos habían matado en aquel mismo momento,
cómo nos disparó ninguno de los tantos tipos que había ahí mismo rodeándonos. Fueron
varios, por cierto, los que sacaron sus armas. Varios los que nos apuntaron. Pero no llegaron a
disparar. Por un ratito, pareció que se habían congelado, que no sabían qué hacer, y fue
suficiente para que El Pirata consiguiera recuperarse, y desde el piso, los cagara a pedos a
aquellos que nos habían apuntado. “¡Ey!”, rugió, “¡Acuérdense de lo que nos pidieron!”, para
que todo el mundo bajara sus armas y se calmara.
El Pirata se puso de pie y se quedó parado enfrente mío, mirándome a los ojos. Sabía
que si llegaba a bajar la mirada estaba frito. Su único ojo destilaba tanta bronca, tanta
determinación de matarme, que me estaba atravesando y me golpeaba como un tambor
adentro de mi cabeza. “Tendría que volarte la cabeza”, me dijo, “pero tenés coraje, la verdad. Y
eso es algo que hoy en día no se ve mucho. Por eso nomás, te voy a dejar vivo. Pero quiero que
vos y tus amiguitos, así callados como están, se den media vuelta y se vuelvan a casa, ¿me
escuchaste?”. Asentí tratando de no demostrar mi agradecimiento, y Los Pibes todos dimos
media vuelta para que las tropas del mafioso en el pasillo nos abrieran paso. “Díganle al cagón
de su jefe que si quiere algo conmigo que lo venga a buscar él”, nos despidió El Pirata, “Y
agradezcan que los dejamos salir de acá. Que no los matamos… O algo peor”.
Callados bajamos las escaleras de aquel edificio, y callados abandonamos el barrio del
enemigo. Recién cuando llegamos a los límites del nuestro, nos desahogamos. El Elfo y Junior
se pusieron a llorar, sentados en el cordón de una vereda. El Rulo se preguntaba, una y otra vez,
cómo mierda habíamos sobrevivido, mientras Locura puteaba, y no paraba de putear, en su
impotencia por haberse quedado quieto, por no haber hecho nada. El Pocho estaba pálido; no
hablaba, prácticamente no respiraba. Estaba catatónico. Y yo…
Yo en lo único que pensaba era en la deuda. ¿Cómo mierda íbamos a hacer ahora?
¿Cómo resolvíamos la cuestión? Sabía, no tenía idea de cómo pero lo sabía, que nuestro buen
jefe no iba a enfrentar a aquel otro mafioso; y que este no nos iba a dar otra oportunidad a

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nosotros. Entonces, ¿qué quedaba por hacer? No tenía idea, y no se me ocurría nada para hacer.
Estábamos, como se dice, jodidos.
Lo que yo no sabía, era que El Judío tenía un as en la manga. Pero no puedo seguir
contando porque se está por terminar la cinta que dispuse para esta entrega.

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DUODÉCIMA ENTREGA

SEIS HOMBRES SOBRE EL COFRE DEL MUERTO

Ahora sí, por fin, puedo volver a contarles mi historieta.


Como les expliqué antes, en alguna de las otras grabaciones, estoy relatándoles la
crónica exacta de mi Cruzada a la par de Los Pibes, a pedido expreso de El Judío, que quería
que grabara absolutamente cada palabra de mi aventura para que, eventualmente, algún
valiente escritor se animara a transcribirla. Obviando, claro está, cualquier detalle que pudiera
incriminarnos o relacionarnos de forma directa con cualquiera de los crímenes que hubiéramos
llevado a cabo. Y es por eso que conseguí una nueva cinta para arrancar otra entrega, que la
anterior, si no mal recuerdo, se había quedado en el momento en el que volvíamos del barrio
de El Pirata, todos con la frente en alto a pesar del revés que significaba su rechazo.
El Pirata se había negado a refinanciar la deuda de nuestro buen jefe. Se la había
traspasado, indefectiblemente, a El Príncipe. La actitud, nos dimos cuenta enseguida, tenía que
ver directamente con la bronca que se tenían los dos: ¿qué mejor forma de cogerlo, hablando
con propiedad, que convirtiendo en acreedor y en tenedor de la deuda a un hombre con el que
no solamente no se podía negociar, sino que tampoco se lo podía intimidar, dada su calidad de
hombre más poderoso de Capacaída, o engañar, dado que conocía a su amigo como a sí mismo
y, por lo tanto, estaba al tanto de sus estratagemas? Como un auténtico hijo de puta, al negarse
El Pirata nos había mandado a todos directamente al muere. Sí, es cierto, a lo mejor pueden
pensar que El Príncipe no mataba a nuestro jefe si no entregaba una fracción de la deuda, pero
acuérdense de que la sentencia exigía que estuvieran los tres millones de dólares. Ni más… Ni
menos.
“¿Y ahora qué hacemos, eh?”. Mi pregunta sonó hueca entre Los Pibes. Ninguno tenía
idea de qué podíamos hacer. Así que, una vez, decidimos recurrir al único hombre que podía
llegar a darnos algo de orientación en aquel océano de dudas.
Acordamos irnos a dormir y, al otro día, ni bien pudiéramos, reunirnos en la Casa Roja.

“¿CÓMO QUE NO FUERON CON LOS TRAJES?”. El Judío estaba enloquecido. Nos
habíamos reunido aquel día con el asistente para comentarle el saldo negativo de nuestro
encuentro la noche anterior y este, por su parte, se había comunicado con el jefe para conversar
en la mesa redonda los posibles movimientos futuros. Una vez en la sala, volvimos a contarle a
él lo que había pasado en el barrio de El Pirata; pero nuestro buen jefe, lejos de alterarse por
nuestro fracaso (aunque su rival lo había llamado para burlarse de nuestro desempeño, por
momentos casi sentimos que lo estaba esperando de antemano, por la poca sorpresa o
preocupación que mostraba. Mención especial merece el detalle de mi trompada: cuando se lo
contamos, El Judío nos dijo que El Pirata le había aconsejado que no hiciera caso de nuestra
versión, y remarcado, enfáticamente, que nadie lo había golpeado), se preocupaba por el hecho
de que hubiéramos efectuado la misión con nuestra ropa de calle. “¿No les dije yo que cada vez
que salieran tenían que llevar sus trajes?”, nos preguntó, fuera de sí. “Dijiste”, le contesté, “cada
vez que saliéramos con vos”. Mi respuesta fue como tirarle nafta. Ya estaba caliente, ahora era la
Roma de Nerón. “¡Ah, sos vivo, ¿no?!”, me contestó, “¡Pelotudo de mierda, ustedes tienen que
usar esos trajes sí o sí, siempre!”, y ahí nomás, nos amenazó. “Si yo me llego a enterar que
ustedes vuelvan a ir a enfrentarse, solos o conmigo, a cualquiera de los demás hombres de
negocios de la ciudad, sin llevar el traje que les mandé a hacer a cada uno, les pego un tiro en la
cabeza”, sentenció.
Nos quedamos un rato todos callados, esperando a que bajara la temperatura de la
situación. Después de un par de minutos, que parecieron durar años, Locura se animó a tomar
la palabra. “Y al final, ¿qué vamos a hacer con este asunto?”, quiso saber, a lo que El Judío se

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encogió de hombros. “Voy a ser sincero con ustedes”, empezó, “no tengo ni la menor idea de
cómo conseguir persuadir o engañar a El Pirata. Para peor, incluso si tuviera una idea, todos, o
casi todos los escenarios exigen que yo haga acto de presencia frente a él. Lo cual, como ya se
habrán dado cuenta, solamente puede tener consecuencias muy, muy feas para todos”, y eso
nos descorazonó por completo. “De todas maneras”, dijo de repente, y alzamos las orejas, “ya
les dije que no deberían preocuparse. La amenaza de El Príncipe no se va a cumplir”, vaticinó,
con campante seguridad, “Yo sé cuando me voy a morir. Y puedo asegurarles, sin miedo a
equivocarme, que no va a ser a finales de este año”.
Ni bien dijo eso, todos aquellos dentro de la habitación que no éramos él nos volvimos
a derrumbar, hasta el mismísimo asistente. Más tarde, mi hermano me confesó que por un
momento había estado pensando en decirle, ahí mismo, en la cara, que sus creencias no eran
más que supersticiones. “Pero después me di cuenta de que hubiera sido al pedo”, reconoció,
“él no iba a cambiar su manera de pensar porque yo se lo dijera, y aparte, capaz que hasta se
calentaba conmigo”. Sí, tiene cara de boludo mi hermano. Pero no lo es, para nada.
Volviendo al relato, lo concreto de todo aquello era que no teníamos una puta idea de
cómo hacer con el pequeño detalle de la deuda con El Pirata. “A ver”, nos desafió entonces
nuestro buen jefe, “díganme qué harían ustedes”. Y ahí nomás arrancó el brainstorming. “Yo
diría”, arranqué, “que buscáramos algún punto débil u obsesión del tipo”. Junior me salió al
cruce enseguida, desafiante. “¿Cómo cuál?”, quiso saber, sarcástico, “digo porque yo también si
sé que el tipo tiene un punto débil u obsesión la atacaría”. “¿Y vos qué proponés?”, saltó a
defenderme mi hermano, a lo que Junior le contestó que podíamos volver a aprovecharnos de
los contactos que tenía El Judío en las zonas marginales. “Como hicimos con El Yanki”,
sobreexplicó. El Elfo le paró el carro. “Nah, vieja, eso ya lo hicimos. No lo podemos volver a
hacer. Tenemos que ser más creativos”. “De una”, ratificó Locura, “y si vamos a volver a pedir
ayuda tiene que ser con otro mafioso”, el asistente chistó, “perdón, hombre de negocios. No
con este. Si no es siempre lo mismo y no tiene gracia”. “Para mí”, intervino entonces el Rulo, con
algo de timidez, “tenemos que volver a conseguir reunirnos con el tipo. Pero no en su territorio.
Porque así fue como nos cagó ayer. La cosa sería encontrar algún lugar…”, y se puso a pensar.
“Ese es el tema”, le contesté, “¿Cuál? Porque si tenemos el lugar, podemos planear una
estrategia para aprovecharlo”. “Y así consiguiéramos el lugar”, reflexionó el Elfo, “todavía
tendríamos que encontrar algo que lo hiciera cambiar de opinión”. “Sí chabón”, ratificó Junior,
“se están olvidando lo más importante. ¿Qué le hacemos?”. “No sé, a mí no me importa lo que
le hagan”, opinó entonces el Pocho, “pero lo que sea, quiero que lo humillemos como un hijo
de puta”.
Y así seguimos por un rato largo: tirando ideas, contrastándolas, retorciéndolas, y
chocándonos, una y otra y otra vez, contra la contundencia estéril de la realidad. Nada de lo que
pensábamos nos terminaba de cerrar. Tarde o temprano, siempre le terminábamos encontrando
el fallo. El Judío, juez y testigo de la discusión, parecía observarnos desde una distancia abismal,
complacido con cada uno de nuestros encuentros con un callejón sin salida. Hasta que
finalmente, después de que las deliberaciones no dieran frutos, decidimos rendirnos. “No
sabemos qué hacer”, tuvimos que reconocerle a nuestro buen jefe. Él suspiró. “Como ya les dije,
yo tampoco”, contestó, para que ya nos fuéramos a la lona, definitivamente y sin marcha atrás.
De repente, intervino el asistente. “Existe otra posibilidad”, pareció recordarle al jefe.

Una noche, quizás dos o tres años atrás, cuando ninguno de nosotros trabajaba en la
empresa o sabía siquiera de El Judío, un extraño llamó a las puertas de la Casa Roja. El hombre
estaba prácticamente en los huesos, y llevaba el semblante de aquellos que no tienen muchas
chances de despertarse al día siguiente. Así que El Judío y el asistente decidieron atenderlo en
la casa: le dieron una cama donde dormir, y se preocuparon por que lo viera algún médico
amigo. Aunque nada les importó más, que conseguir determinar la identidad de aquel
desconocido que estaban albergando. No tenía documentación, ni señas de identidad

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reconocibles. Tampoco habló durante los primeros días, salvo ciertos delirios devenidos de la
fiebre y la enfermedad, y que se inclinaron, más bien, a las puteadas y a la solicitud, compulsiva,
brutal, de caña, como si aquella bebida fuera a mejorar su salud.
Al cabo del tercer día, el hombre recuperó por fin la conciencia, y así sus anfitriones
pudieron saber que se trataba de un desertor de El Pirata. Había trabajado en su organización
durante muchos años, sufriendo todo tipo de explotaciones y maltratos, hasta que finalmente
se harto y decidió abandonar a sus compañeros. Pero ese no fue el fin de su pesadilla: acosado
una y otra vez por sus antiguos camaradas, había pasado los últimos tiempos escondido y
temiendo por su vida, obligado, en el camino, a abandonar a su familia y amigos para que no
sufrieran las represalias de los hombres de su vejo jefe. Ahora, ya derrotado, ya en los huesos,
cansado de luchar, había enfermado, y no le quedaba mucho tiempo.
Y estaba en lo cierto: al día siguiente la fiebre volvió, ahora con más fuerza que antes, y
lo atacó sin piedad, torturándolo hora tras hora, hasta que finalmente, un par de días después,
el hombre llamó a sus anfitriones una vez más. Esta vez, les dijo que la suerte estaba echada. No
le faltaba mucho para morir. Por lo tanto, quería irse limpio de este mundo, sin más secretos, sin
más mentiras. Estas últimas palabras intrigaron a El Judío y el asistente, que quisieron saber
enseguida a qué se refería.
Resulta ser que aquel hombre en los huesos no había huido con las manos vacías del
refugio de El Pirata. Como compensación por las vejaciones y humillaciones recibidas, había
decidido llevarse consigo un mapa; mapa que El Pirata guardaba celosamente y del que pocos
conocían su existencia. Puesto que no era un mapa común: era el mapa del cementerio de la
República Popular de Capacaída, y tenía marcado un punto muy particular: la tumba en la que
El Pirata había decidido enterrar el botín de un atraco, como seguro por si alguna vez llegaba a
precisar el dinero. Ahí estaba la verdadera razón de la persecución y las amenazas posteriores a
su partida: de alguna manera, sus antiguos camaradas se habían enterado de su robo, y ahora
todos querían hacerse con el mapa. Y durante mucho tiempo, aquel hombre en los huesos
consiguió resistir, eludir el acoso y la persecución de los demás. Pero la Muerte fue más hábil
que todos sus cazadores juntos, le reconoció a El Judío, y a ella no había logrado engañarla. Por
eso mismo, sabiendo que ya no iba a tener oportunidad de desenterrar, y mucho menos,
disfrutar el tesoro, había decidido entregarle, al único benefactor que había conocido, la
potestad de aquel mapa.
Apenas un par de horas después, tal y como le había asegurado a su anfitrión, la Muerte
se presentó en la Casa Roja buscándolo. Aquel hombre en los huesos no llegó a completar una
semana desde su llegada. Según el médico personal de El Judío, el tipo se andaba pudriendo
por dentro desde hacía bastante tiempo. Alguna especie de cáncer fulminante o algo por el
estilo.
Durante las semanas siguientes, El Judío y el asistente anduvieron esperando a que
alguien se presentara, si no por el hombre misterioso, por lo menos por el mapa. Esperaron y
esperaron, pero no apareció nadie. Nadie parecía interesado en aquella fortuna enterrada y,
menos que menos, en la suerte de aquel tipo. Así que guardaron el mapa. No pasó mucho antes
de que los vaivenes empresariales y las pugnas por poder y las rencillas cotidianas recuperaran
su lugar habitual, y así lo olvidaron. Entonces llegó la loca idea de reunir a un grupo de jóvenes,
y empezar un proyecto nunca antes visto, y los reclutamientos, y los entrenamientos, para que
llegara la amenaza de El Príncipe, y hubiera que encontrar una manera de saldar la fracción de
la deuda que correspondía a El Pirata.
“Pero… no es seguro”, advirtió el asistente cuando terminó de contarnos la historia del
mapa, “Puede ser que El Pirata, que es el único que conocía la ubicación del botín aparte del
tipo este, fuera a buscarlo, para evitar que el otro, o cualquiera que tuviera el mapa, se lo
llevara”. “No importa”, contestó Junior, “si esa guita todavía está ahí nos puede salvar la vida”, a
lo que el resto de Los Pibes acordó también. Entonces nos dimos vuelta para ver qué tenía para
decir nuestro buen jefe. Nuestro mayor miedo, lo charlamos después, era que aquel loco de

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mierda, por alguna razón desconocida para nosotros, o por mera superstición, se negara a que
usáramos el mapa y recuperáramos el botín. Pero no tuvo problemas. “Es una alternativa
viable”, reconoció, antes de pedirle al asistente que buscara el mapa, para que organizáramos
nuestra excursión al cementerio de la República Popular de Capacaída.

El cementerio estaba prácticamente en las afueras de la ciudad, a la vera de una de las


pocas rutas que se podían usar para llegar a esta isla rodeada de tierra. Por cierto, aquella era la
vía industrial, razón por la cual los vehículos que más la circulaban eran camiones, pesados
aunque brutalmente veloces. Hacia ahí fuimos, a los dos o tres días de la reunión, una noche a
dos semanas del final del año. Éramos nomás los seis Pibes; ni el asistente ni El Judío se habían
dignado a acompañarnos. Por eso fuimos con las motos, que dejamos a una cuadra del lugar.
Llevábamos también un par de palas, y por supuesto, el mapa.
“Bueno, acá estamos”, dijo el Elfo, suspirando. Lo único que nos quedaba por hacer era
cruzar la ruta, para después saltar los altos muros que bordeaban el cementerio y ponernos, por
último, a buscar la famosa tumba. Que, por cierto, hasta aquel momento no sabíamos ni de
quién era. Por eso decidimos echarle una nueva ojeada al mapa.
En este punto voy a hacer una pequeña disgresión: resulta que, cuando el asistente nos
trajo el mapa, enseguida se planteó la cuestión de quién iba a guardarlo. “¡Yo, yo!”, alzó la mano
Locura, emocionado. Todos nos dimos vuelta para mirarlo y le dijimos “No”. Sabíamos que si se
lo dejábamos a él, tarde o temprano el pelotudo se iba a terminar aburriendo, y lo iba a usar
para hacer origami, o lo iba a dibujar, o podía llegar a prenderlo fuego para ver cómo se
quemaba. En vez de eso, Los Pibes (salvo Locura), nos pusimos de acuerdo en que el más
idóneo para llevarlo, por ser el más serio y responsable, era Junior.
Así que aquella noche, al borde de la ruta que nos separaba del cementerio, le pedimos
a él que sacara el mapa, para revisarlo una vez más. Pero apenas alcanzó a tocarlo, cuando
Locura, que parecía haber estado esperando ese momento desde la otra noche, se lo manoteó,
sin darle tiempo a ninguno a reaccionar. “A ver”, dijo, abriéndolo de par en par. Enseguida
quisimos sacárselo de las manos, pero el desgraciado se alejaba de nosotros, saltando o
picando, mientras observaba el mapa, lo sabíamos, sin entender una mierda. Hasta que nos
cansamos de usar la fuerza, y quisimos negociar. Entonces él también se detuvo. “Ah”, dijo en
ese momento, mirando el mapa, y haciendo de cuenta que la persecución no había existido, “el
tipo se llama Nosdwis Jawoh. Debe ser griego”, mientras nosotros lo llamábamos y le
prometíamos que no le íbamos a sacar su prenda si se acercaba a nosotros.
Probablemente habremos hecho enojar a algún dios por la mentira que le dijimos a
nuestro amigo, porque apenas tratamos de engañar Locura, pasó un camión cargado de
eventos desafortunados. Considerando que el otro estaba pegado a la ruta, y que el camión
pasó a una velocidad altísima, con toda la corriente de aire que eso implica, y que el mapa
abierto de par en par alcanzaba el metro cuadrado, ofrenciendo una enorme resistencia al aire;
supongo que era inevitable que el mapa se le escapara de las manos de Locura, y saliera
volando por los aires, sólo para pegarse en la caja de un camión que pasaba en la dirección
contraria y que lo perdiéramos para siempre.
Podría pasarme horas repitiendo todas las puteadas que le dijimos a nuestro camarada.
Que pelotudo de mierda, que hijo de puta, que forro, que pedazo de retardado mental, y
variaciones, muchas variaciones, de cada uno. Si uno se pone a pensar, hay un fondo común de
palabras para putear, que están cargadas de una connotación especial que, con la repetición, se
va diluyendo. De ahí que probablemente, el motivo real de putear no sea el ataque al otro, sino
la canalización de la rabia propia. Si uno de verdad quiere dañar al otro, no lo putea: le
menciona, con el tono más serio posible, aquellos defectos y debilidades que el otro exagera en
su cabeza y no saber cómo esconder de los demás.
Pero bueno, me fui por las ramas, que lo que importa es que andábamos puteando a
Locura y el otro, por toda respuesta, nomás se cagaba de risa. “Ya fue vieja”, decía entre

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carcajadas, “yo sé adónde tenemos que ir”, y nosotros que nos queríamos matar, porque
nuestra única guía era la cabeza trastornada del mellizo del Elfo. “De verdad sabés, ¿no?”, pidió
confirmación el Rulo, y el otro asintió con la cabeza. “Más te vale, pelotudo, que si no somos
boleta”, le recordó al toque.
Después de un rato, no nos quedó más opción que resignarnos, y cruzar la ruta. Lo
primero que hicimos fue tirar las palas por encima del muro, y después, ayudándonos entre
nosotros, lo atravesamos, para internarnos, guiados por Locura, en el cementerio de Capacaída
a la mitad de la noche.

Avanzábamos entre las tumbas en fila india. A la cabeza estaba, por supuesto, Locura,
que era el que sabía (supuestamente) dónde estaba el tesoro de El Pirata. Tras él venía el Rulo,
después yo, a mis espaldas caminaba el Elfo, y a las suyas, Junior. El Pocho cerraba la comitiva.
Alumbrando el camino con una linterna, Locura era el único de Los Pibes que parecía estar
disfrutando aquel asunto de andar caminando de noche en el cementerio; el resto de nosotros
estaba, y con bastante justicia, alterado, no sólo por quien nos guiaba, sino por las cosas que
habíamos empezado a notar al ratito de entrar en aquel lugar.
El cementerio de la República Popular de Capacaída, nos dimos cuenta después de
alejarnos un par de metros del muro que lo separaba del exterior, tenía dos detalles
francamente perturbadores. El primero de ellos, que nos sorprendió enseguida, fue la niebla. Sí:
niebla. A mediados de diciembre, en una noche calurosa aunque agradable, una niebla reptaba
entre las lápidas, como hielo seco en un concierto. Cuando vimos eso, nos entró a agarrar el
cagazo enseguida. Había algo raro con el lugar; el segundo detalle lo confirmaba. Porque
resulta ser que, después de haber andado durante más de quince minutos caminando,
siguiendo, por supuesto, las indicaciones de nuestro guía, nos dimos cuenta de que el
cementerio era más grande de lo que parecía por fuera. De hecho, después de aquel rato
caminando, llegamos a un punto en el que, calculábamos, se hacía posible divisar el muro
contrario al que habíamos atravesado para entrar. Pero no estaba ahí. Solamente tumbas.
Tumbas, tumbas y más tumbas.
A pesar de todo, seguíamos adelante, combatiendo el miedo con las arengas de
nuestro guía, el único que no parecía preocuparse por aquellas condiciones tan extrañas. No era
fácil, ciertamente, y tratábamos todo el tiempo de mantener la fila lo más estrecha posible, a fin
de no perder a ninguno por el camino. Lamentablemente, nuestra pretensión fue vana.
En un momento dado, Junior se dio vuelta para hacerle un chiste al Pocho (creo que no
lo dije: esa noche fue la noche en la que más conté y escuché chistes de toda mi vida. Era
indispensables: la risa era el arma más poderosa contra el miedo y la incertidumbre que nos
generaba estar ahí), y se dio cuenta de que el otro había desaparecido. Nos frenamos todos,
aterrados. “¿Adónde está el pelotudo?”, preguntó enojado Locura, y al ver que nadie le
contestaba, arriesgó una explicación, cosa de poder seguir adelante. “Seguro se debe haber
vuelto al muro”, aseveró. Ninguno de nosotros quedó muy conforme, pero preferimos creer que
tenía razón, y reanudamos la marcha.
El siguiente en desaparecer fue Junior. Igual que con mi hermano, el Elfo se dio cuenta
de que no estaba cuando se dio vuelta para hacerle un comentario, y se encontró con que
ahora era él quien cerraba la fila. Otra vez, no hubo ruidos, no hubo despedidas, no hubo
migajas de pan. Simplemente, se había esfumado. “Se fue este otro cagón también”, rumió
Locura, todavía más enojado que antes. Pero no nos detuvimos. “Vieja, por favor, quedate
cerca”, me pidió el Elfo. Le temblaba la voz mientras hablaba. Me dio tanta lástima que le hice
caso: me separé un poquito de los dos que marchaban adelante mío, para acomodarme justo
delante del otro. Para saber todo el tiempo que seguíamos ahí, conversábamos. Ni me acuerdo
de qué: todo se trataba de encadenarse con palabras.
Ahora bien, Mi Buen Amigo Lector, te juro, te re contra juro, que yo no me di cuenta en
qué momento pasó. Veníamos los dos ahí charlando, el Elfo a mis espaldas, el Rulo y Locura

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apenas a unos metros adelante, cuando de repente, dejé de escuchar su voz. Como si nada. Mi
interlocutor me había dicho una cosa, y cuando le contesté (y por lo tanto, reinauguré el ciclo
conversacional), no tuve respuesta de su parte. Les pedí a los otros que pararan, y cuando giré
sobre mis talones, me vi convertido en cola de perro.
Sentí esa sensación naciendo en mi estómago, como si se devorara a sí mismo, y
después la corriente de alambre de púas que atraviesa todos los miembros del cuerpo: el terror,
el mismísimo terror en la carne. Locura ni se molestó en explicar o amargarse: sencillamente
siguió adelante. El Rulo salió tras él, tratando de no perderle pisada. Y yo, sabiéndome el
siguiente, hice exactamente lo mismo.
Caminaba con un ojo revisando todo alrededor mío, y con el otro atado a la espalda del
Rulo, para no perderla de vista. Y durante un rato bastante largo los seguí sin problemas, hasta
que sin querer, me tropecé, el primero de los tres tropiezos de aquella noche. La explicación es
bastante sencilla: a causa de la niebla, se me hizo imposible notar que los cordones de una de
mis zapatillas estaban desatados; los pisé y me fui al suelo. Así que me arodillé para atarlos, lo
más rápido posible, mientras le pedía a los gritos a los otros que me esperaran. Pero por alguna
razón, aunque me dejé los pulmones, no parecieron escucharme.
Tratando de no perder ni un segundo, me até los cordones así nomás y me volví a
levantar. No fue suficiente: para cuando me volví a parar, había quedado completamente solo.

Pude haberme puesto a llorar, del miedo y la desesperación. Pude haberme puesto a
correr como un loco, gritando sinsentidos por el mero hecho de entregarme al pánico. Lejos de
todo eso, mantuve la calma. Sabiendo que mis camaradas no podían andar muy lejos de me
habían abandonado, empecé a caminar en la misma dirección que llevaban, llamándolos a los
gritos cada tanto.
Pero no hubo respuesta, y para colmo, la linterna se me empezó a quedar sin pilas. Para
aprovechar la energía que le quedaba, me puse a trotar, sin dejar de llamar a mis amigos.
Tenían que andar por ahí, estaba seguro. Y los llamaba y los llamaba, y nadie contestaba. Y
volvía a llamar, y de nuevo el silencio. En ese momento la linterna se murió, y quedé
prácticamente a oscuras. Contaba nomás con la luz de la luna, que afortunadamente, esa noche
era llena y luminosa, un disco brillante. Me guardé el cadáver de la linterna con toda la paz del
mundo, y me puse a pensar. Para ese punto, era poco probable. Si el Rulo y Locura, por orden
del último, habían doblado en algún punto sin que yo me diera por enterado, lo más probable
era que ya no los fuera a encontrar; así que lo mejor era volver hacia cualquiera de los muros, y
tratar de encontrar la manera de atravesarlos ahora que estaba solo.
Di media vuelta y empecé a correr. Quería llegar cuanto antes al muro por el que
habíamos entrado, para poder salir de aquel maldito lugar. Y corrí, y corrí, y corrí. Durante varios
minutos corrí, con todo lo que me daba el cuerpo, a la espera de poder divisar la pared al final
del cementerio, y esta no aparecía. Por un momento, pensé que me había desorientado, que
había agarrado por el lugar equivocado, así que giré hacia uno de los lados, creo que la
izquierda, y corrí en esa dirección como por unos diez o veinte minutos. El resultado fue
exactamente el mismo. Los muros del cementerio no aparecían por ningún lado. La cuestión no
tenía el menor sentido. No podía ser que, si aquel cementerio estaba delimitado por unos altos
muros, estos ni siquiera se vislumbraran en ninguna dirección si uno mantenía el mismo curso
durante varios minutos. Por una cuestión lógica, lo que uno demoraba atravesándolo a pie,
debía de reducirse considerablemente si se lo hacía corriendo. Pero en el cementerio de
Capacaída las cosas no funcionaban así: sin importar cuánto tiempo corriera, ni a qué velocidad,
los muros no aparecían de ninguna manera.
En un momento, distraído por la corrida, volví a tropezar. La segunda vez. Entonces noté
la lápida que se erguía frente a mí. Tenía escrito el nombre de uno de mis compañeros de
escuela, un pibe que había visto hacía pocas semanas, antes de que arrancaran las vacaciones.
Era imposible. Aquel pibe estaba vivo. Me fije en la fecha bajo el nombre, para cerciorarme de

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que se trataba de un error, pero se trataba de un día que todavía no había llegado. Así es:
aquella lápida tenía escrita una fecha en el futuro.
¿Qué hacía esa tumba ahí, con esa fecha, ese lugar y esas circunstancias escritas? No
tenía sentido, el pibe estaba vivo. Y era imposible que alguien pusiera la tumba de alguien que
todavía estaba vivo, porque el único que conocía que supiera la fecha de su muerte era mi buen
jefe (y aún así, el mismísimo dato estaba en duda). Con miedo de haberme vuelto loco, fui hasta
la lápida de al lado. Pero me encontré exactamente con lo mismo: una fecha futura bajo el
nombre de un pibe que, según constaba en la lápida, había nacido en la misma fecha que yo.
Confundido, empecé a vagar entre las tumbas, revisando cada una de las lápidas. Hasta
que, sin querer, encontré una que confirmó todos mis temores. Ya había visto algunas con
nombres extraños, nombres obviamente extranjeros, u otros por completo arcaicos o
anticuados; pero aquella lápida probaba de manera indiscutible la verdadera naturaleza de
aquel cementerio. Era la tumba de una tía mía, que se había quedando viviendo en Malebolge y
la cual, según tenía entendido, nunca se había ido de aquel lugar. ¿Cómo podía ser que
estuviera enterrada en Capacaída? ¿Para qué iban a traer su cuerpo hasta esta ciudad, siendo
que la otra ya tenía un lugar donde dar descanso a sus muertos?
Entonces me di cuenta de qué era en realidad el cementerio de la República Popular de
Capacaída. ¿Y saben qué era en realidad? Era el Universo, el Universo completo, con todos los
que fueron, son y algún día iban a ser en todos los planetas de todas las estrellas de todas las
galaxias de todo el Universo. Estaban ahí adentro del cementerio. Por eso corriera para donde
corriera no iba a encontrarle el final, el muro: porque siempre aparecían más y más seres en
todo el Universo. Para decirlo de otra manera, aquella noche, una noche cálida a mediados de
diciembre, Su Buen Amigo el Narrador estaba encerrado solo, a oscuras, en el medio del
Infinito.
Completamente enloquecido, disparé para cualquier lado, a los gritos y habiendo
abandonado toda esperanza. No sé cuánto tiempo habré estado así, preso de la demencia. Lo
siguiente que recuerdo después del ataque es haber tropezado, por tercera y última vez, y
nuevamente, frente a una lápida. Sólo que en esta oportunidad se trataba de una especial: era la
mía. Así, como me leen. Me había tropezado y ahora estaba de frente a mi lápida, la lápida que
dictaba la fecha y las circunstancias de mi muerte. Me arrodillé, de terror y de tristeza, y me
puse a leer detenidamente. Según los números, no me faltaba mucho para irme. Apenas un par
de años más, menos de diez. El saberlo me aterró: si aquella lápida decía la verdad, no me
quedaban ni diez años de vida.
Sólo un error en la inscripción me dio esperanzas. Por algún descuido de quien había
tallado la información, la edad a la que había muerto no coincidía de ninguna manera con la
fecha estipulada. Considerando la fecha de mi nacimiento, le erraba por un margen
considerable. Aquel detalle me hizo sentir mejor. Quizás el que había tallado la lápida se
hubiera equivocado: quizás no era mi fecha de fallecimiento la correcta, sino la edad a la que
había muerto. Si era así, me quedaban mucho más que diez años todavía para poder vivir y
disfrutar. Y no pensaba dejar que nadie me los quitara.
Entonces una mano emergió de la tumba y me agarró de la muñeca.

Sentí la patada y me sobresalté. Estaba desorientado. No tenía idea de por dónde


andaba ni qué había pasado. “Dale, pelotudo”, me gritaba Locura enojado. Al lado de él estaban
su hermano y el Rulo, y en sus caras podía verse una confusión semejante a la mía. “Vos ya sos
el tercero que encuentro así”, me dijo, mientras me seguía pateando para que me levantara,
“total, mientras ustedes se tomaban una siesta, yo tuve que hacer el pozo y sacar la plata”.
Miré a mi alrededor. Se notaba que habían pasado varias horas, porque empezaba a
asomarse la claridad del sol por todas partes. Sobre uno de los muros, que ahora se veían
perfectamente todos, se apreciaba el rumor del amanecer. Nos quedaba poco tiempo para irnos
antes de que abrieran y quedáramos en evidencia. Me levanté; para resarcirme por mi falta, le

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pedía alguno de los chicos que me dieran lo que llevaban encima. Locura, que llevaba la
mochila con la plata, me mandó a la mierda. El Rulo, que llevaba una de las palas, también se
negó. El Elfo, por el contrario, me pasó su pala cagándose de risa. “Tomá, agarrala, llevala vos
que no hiciste nada”, me cagó a pedos, a lo que Locura le salió al cruce. “Hijo de puta, vos
tampoco hiciste un carajo. Ninguno de los tres hizo nada. Dijeron que me iban a ayudar y tuve
que hacer todo solo”, le recordó. “Eso por perder el mapa”, se burló el Rulo. Emprendimos la
vuelta cagándonos de risa.
Mientras volvíamos, le pregunté a Los Pibes qué carajo les había pasado. “Yo no sé qué
carajo les pasó”, me contestó Locura, “yo venía adelante y veía que ustedes iban
desapareciendo de a uno, pero me pareció que se estaban cagando y pegaban la vuelta. Por
eso estaba re caliente”. “¡Pero es que te veníamos siguiendo!”, se metió el Rulo, y me miró a mí,
“cuando vos desapareciste yo me pegué a vos”, mirando a Locura, “y en un momento no sé qué
mierda pasó pero ya no te vi más”. “¡A mí me pasó lo mismo!”, saltó el Elfo, “después de que
Junior desapareció, vos te acordás Flaco que venía atrás tuyo…”, “Sí”, lo interrumpí, “y
desapareciste así como si nada”, “No, ustedes desaparecieron”, me corrigió. “No sé qué
flashean”, sentenció Locura, “yo lo único que sé es que ustedes se borraron y tuve que hacer el
pozo solo, y sacar la plata solo, y guardar la plata solo. Después cuando me volví, lo encontré al
Rulo tirado por ahí, y después los dos te encontramos a vos”, miró al hermano, que me miró a
mí. “Y ahí apareciste vos, tirado frente a una lápida”. Así fue como me encontraron.
Seguimos caminando, volviendo nuestros pasos pisados al principio de la noche, y
eventualmente encontramos al Pocho, boca arriba sobre la tierra, babeando a través de la
comisura de su labio, y a Junior. A los dos los pateamos hasta despertarlos. Y siempre, el que
más los pateaba, era el último en haberse despertado. Ellos dos también, como el Rulo, el Elfo y
yo, andaban confundidos. Parecían perdidos, como si no reconocieran nada de lo que los
rodeaba. Locura, entretanto, se debatía entre la bronca y el asombro. No podía creer, para nada,
cómo coincidían nuestras historias sobre la verdadera naturaleza del cementerio.
Porque, tal y como me había pasado a mí, ellos también se encontraron con que aquel
lugar no tenía final. Y habían corrido, nos contábamos entre nosotros, como unos hijos de puta.
Del resto de mis camaradas, Junior había sido el único que, al igual que yo, había notado el
detalle de las lápidas. “¿Viste?”, le comentaba, mientras los otros nos escuchaban y nos miraban
con cara rara. Sí, hasta los que habían experimentado lo mismo que nosotros. “Era el Universo al
completo. Era infinito”, le decía a Junior, a lo que el otro no me la pudo dejar pasar. “Entonces
no era infinito. O era el Universo, o era infinito”, me desafió. “¿Por qué el Universo no puede ser
infinito?”, lo desafié. “Porque está hecho de cosas finitas. La materia y la energía son, y deben
ser, por lógica y por naturaleza, finitas, sino nada tendría sentido. Todo se agota, todo tiene un
final, todo termina”. “¿Y no era que nada, se pierde, que todo se transforma?”, retruqué. “Sí, y
no. La termodinámica aplica hasta el fin de la entropía. Cuando no hay más energía, las cosas se
terminan”. “Las cosas son energía”, le recordé, “hasta una piedra estéril y seca es energía. Así
que lleva, en su seno, la posibilidad de ser más todavía”. “Estás contaminando la ciencia con
filosofía”, me acusó. “No es contaminación, es pensamiento: la ciencia se funda en la filosofía.
Se funda en pensar. Como sea… hay algo que no consideraste”, Junior me miró interesado.
“¿Qué?”, quiso saber. “Que inclusive si tuviera muros, si no fuera infinito, si cualquiera de
nosotros hubiera atravesado el muro y hubiera penetrado en la nada, así y todo, la nada ya no
sería nada: estaríamos nosotros. Ahí adonde vaya cualquiera partícula de nuestro Universo, no
puede existir la nada. Cada partícula del Universo lleva al Universo en su seno”.
Hubiéramos podido seguir flasheando así durante mucho, mucho tiempo. Pero en
cuanto Los Pibes se dieron cuenta de que ya la discusión se estaba yendo demasiado alto, que
ya era un delirio cualquiera, nos pegaron un golpe a cada uno y nos pidieron que dejáramos de
decir boludeces, que había que salir de aquel maldito cementerio e ir a la Casa Roja, a pasar la
buena nueva a El Judío. Ya no iba a tener que preocuparse por El Pirata.

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“Es un pelotudo”, sentenció nuestro buen jefe apenas abrió la mochila y vio el famoso
tesoro. Billetes y más billetes de cien dólares se apiñaban adentro. Sentados alrededor de la
mesa redonda, nosotros esperábamos que estallara de felicidad, pero el otro, en cambio, sólo
esbozó una sonrisa amarga. “¿Quién es un pelotudo? ¿Por qué?”, quisimos saber, asustados. “El
Pirata”, nos empezó a explicar el jefe, “No hay que guardar plata, porque la plata pierde valor. Si
iba a tener una reserva escondida, tendría que haber usado algo imperecedero, como el oro.
Esa clase de cosas, las imperecederas, aunque pase el tiempo, se revalúan. La plata no”.
Nosotros no entendíamos un carajo. Eso iba en contra de todo lo que nos habían
enseñado nuestros viejos sobre el ahorro. “¿O sea que después de un cierto tiempo la plata ya
no vale más nada?”, le preguntamos. El Judío nos miró con desprecio: se dio cuenta de que no
sabíamos nada de economía. “La inflación”, nos dijo, “es un elemento natural del sistema
capitalista. Si el mundo se rige por una lógica de acumulación, de concentración, que obliga a
los menos afortunados a exigir más dinero circulante, o sencillamente, sigue naciendo gente,
seguimos teniendo cada vez más población; es imposible que la plata mantenga su valor,
porque siempre va a haber más plata en la calle para las mismas reservas. Si le das suficiente
tiempo, cualquier cantidad de plata que guardes reduce su valor a cero. Como una historia que
se deja de contar, como una lengua que va perdiendo hablantes, a la plata hay que mantenerla
en movimiento”.
Aquella noche El Judío quiso darnos una lección que se nos quedara grabada. Quería
que no lo olvidáramos, que siempre lo tuviéramos en cuenta. Que supiéramos, todo el tiempo,
que el dinero, los lenguajes y las historias, sólo se mantienen vivos si están en movimiento. Y
hay que hacer lo que haga falta para conseguirlo.

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ENTREGA SIN NÚMERO

PALABRAS DEL AUTOR

Primero que nada, me gustaría pedirles disculpas. Estoy seguro de que, antes que leer estas
pobres palabras mías, ustedes prefieren seguir leyendo las de ese curioso impertinente
conocido como el Flaco. Lo segundo que les voy a pedir que no se preocupen: esta lamentable
interrupción del relato se va a extender apenas por esta entrega de la novela, y la voz de este
quien les habla no va a volver a aparecer de nuevo en este relato. Figúrese este texto entonces,
si se quiere, a modo de prólogo tardío; una serie de explicaciones o aclaraciones que, ante la
imposibilidad de expresarse en su lugar correspondiente, aprovecha un vacío narrativo para
enumerar las ideas y sentimientos del autor de este humilde libro que están leyendo.
Quizás se pregunten a qué se debe esta ominosa interrupción. Venían siguiendo muy
atentamente las andanzas de aquel particular pícaro y sus amigos, y ahora encuentran frente a
ustedes un registro idiomático considerablemente distinto de aquel al que la voz del bufonesco
Flaco los tenía acostumbrados. La razón, aunque no resarce las posibles molestias ocasionadas,
por lo menos deja en claro la falta de motivaciones maliciosas de mi parte: el hombre que
ustedes conocen como El Judío me solicitó, en virtud de su carácter supersticioso, que eliminara
la entrega correspondiente al ordinal número trece, al considerarla de mala suerte y, además,
posible causa de un eventual fracaso artístico y comercial del libro. Y dado que se trata de la
persona encargada de financiar y gestionar la publicación del presente volumen, es obvio que
no puedo contravenir sus indicaciones y persuasivas sugerencias.
Ahora bien, considerando que el contrato tácito establecido con el Flaco (a quien
apodé, en referencia a una de las novelas con la que esta posee algunas coincidencias, Su Buen
Amigo el Narrador) establece que todo lo narrado corresponde a una ficción, es obvio que la
finalización del párrafo anterior contradice el susodicho contrato. Y en vistas de que este texto
debería leerse como prólogo y no como capítulo dentro de la serie de entregas del libro, puedo
tomarme ciertas libertades frente al acuerdo e informarles, ociosos lectores, que todos los
personajes de esta novela tienen su contraparte real. De hecho, en no pocas ocasiones Su Buen
Amigo el Narrador refiere a los personajes llamándolos por su nombre real, en vez de por el
apodo que les atribuyó él o su propia historia personal. No obstante, puede entenderse, dado el
carácter delictivo de varias escenas del relato, mi esfuerzo por desvanecer, en cada página, cada
posible referencia a la realidad conocida por todos, de manera que la relación entre los hechos
ficcionales y los que efectivamente tuvieron lugar sólo resulte anecdótica y se crea,
erróneamente, que la ficción apenas se basó, imitó a la realidad, y no que la dejó en evidencia,
la hizo más clara, le despejó de sus posibles limitaciones.
Mientras escribo esto, puedo imaginarme, aunque con riesgo de estar equivocado, que
ustedes andan pensando en la originalidad narrativa de esta intervención. No me
malinterpreten: soy un escritor humilde, y no pretendo otra cosa que morir con dignidad y con
honor en el campo de batalla de la literatura. La salvedad se refería solamente a señalar el
hecho de que, lejos de ser un escritor con ínfulas soy, por el contrario, muy poco original.
Intromisiones como la mía las han realizado, en un claro juego entre la realidad y la ficción (y
con mucha mayor pericia), autores de la talle de Borges o, más cerca en el tiempo, David Foster
Wallace. Sin olvidar, por supuesto, el magnífico, inigualable accionar de Cervantes ya a partir del
prólogo del Quijote. Pretenderme digno de una comparación con tales gigantes de la literatura
constituiría no sólo una falta de respeto, sino una necedad. Bien se sabe que para eso están los
gigantes: para acostarse cómodamente a su sombra. Sólo los locos y los tontos se arriesgan a
salir de la sombra, y ya sabemos las vidas que tienen.
Hechas entonces las salvedades de rigor, voy a pasar a desarrollar algunas cuestiones
relacionadas directamente con la concepción de este proyecto y que, asumo, van a encontrar

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bastante interesantes si es que se sienten atraídos por las palabras del Flaco. En primera
instancia me gustaría detallar la lógica con la que se implementó el proyecto. Es obvio que, a lo
largo de su narración, Su Buen Amigo el Narrador dio sobradas muestras de haber estado
contándole sus aventuras a un grabador. Esto se debe a que fue un expreso pedido de El Judío.
Después de haber sobrevivido a su “Cruzada” por salvar la vida de su jefe, este le encargó al
Flaco que contara, palabra por palabra, la historia de cómo había acontecido todo. La tarea le
llevó al chico casi unas treinta grabaciones, en las cuales su pulsión por mencionar idioteces y
nimiedades actuó con todas sus fuerzas, llenándolas de datos innecesarios y de digresiones
absurdas. Una vez concluyó la tarea de grabar cada una de las palabras del Flaco, El Judío se dio
a la tarea de hallar a un escritor que tomara el material, lo clasificara, lo decantara, lo puliera y
lo pusiera en condiciones de publicación. En esa tarea me encuentro desde hace algún tiempo,
y ya he tenido noticia de las nuevas acciones que está llevando El Judío a la par de su flamante
nueva escolta personal.
Cuestiones personales aparte, me es preciso detenerme para echar un poco más de luz
sobre la cuestión de las grabaciones del Flaco, y mi acción sobre ellas. Cuando El Judío me
acercó, por medio de uno de sus hombres, las grabaciones del chico, yo no esperaba
encontrarme con aquella capacidad lingüística tan pobre. A pesar de la cantidad casi insana de
libros que según sus propias palabras había leído —aunque puede que se haya tratado,
nuevamente, de alguna de sus groseras mentiras o exageraciones—, el Flaco podía caer
fácilmente en expresiones del tipo

“Fue todo con onda, con mucha onda. No iba a cagar a mis propios amigos. Y después
de ponernos de acuerdo sobre ese temita, o sea, sobre trabajar para todos los mafiosos para
pagar la deuda, me pareció que lo mejor iba a ser armar un plan, viste, cosa de no terminar
haciendo alguna pelotudés, y matar al que no había que matar o cosas por estilo. Digo, debe
ser jodido ser mafioso, mirá si terminás mandándote una cagada, y ahí chau, a la mierda, sos
boleta vos, tu perro, tu gato, tu vecino, y el hijo de tu vecino que anda pispeando todo como el
Flaco, que es un metido. No, che, hay que ponerse las pilas para andar mafiando por ahí como
loco lindo”.

De más está decir que, después de algunas horas de escuchar ese lenguaje, uno se
encontraba altamente perturbado. El Flaco hablaba (habla) de una forma chabacana y soez.
Marcado a fuego su lenguaje por el contexto en el que se crió, la lectura compulsiva a la que lo
sometió El Judío sólo alcanzó a atenuar algunos efectos de su condición marginal. ¿A qué se
debe, entonces, gran parte del cambio lingüístico que se nota en su voz? A mi accionar, por
supuesto: después de haber transcripto palabra por palabra la declaración del chico, me
dediqué a modificar su lenguaje tanto como pude, mixturando todo lo que pude su dialecto
con el mío, de modo que conservara la esencia de su marginalidad, pero esta se viera
encaminada por las formalidades propias de mis lecturas. Ahora bien, debo aclarar que el
proceso, lamentablemente, no fue gratuito: en mi involucramiento lingüístico, no me fue
posible evitar la contaminación de sus palabras; de modo que, si puede llegar a ser normal que
él suene como yo, no debería impresionarlos que yo también, por momentos, suene como él.
Otro de los aspectos clave a la hora de mencionar mi trabajo sobre las grabaciones del
Flaco se relaciona con la adaptación que tuve que hacer de ellas. Como ya les había dicho, Su
Buen Amigo el Narrador se dedicó a llenar horas y horas de grabaciones, la mayoría de ellas
con detalles insignificantes o con historias personales, mínimas, que distaban mucho del tema
central que le habían encargado. Por lo tanto, además de refinar el aspecto lingüístico, tuve que
tomarme el trabajo de filtrar la exagerada cantidad información, clasificarla por su grado de
interés para una novela hecha y derecha, y reorganizarla de manera que pudiera ser legible,
entretenida y, por sobre todas las cosas, lógica. Debo reconocer que la tarea no fue fácil:

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muchísima información tuvo que ser eliminada, muchos datos verídicos debieron ser
eliminados, y otros datos, que apenas alcancé a intuir ya que no formaban parte de las
declaraciones del Flaco, debieron ser agregados para llenar los baches, las lagunas de
información. Aunque también tenía otra prerrogativa, y está venía de El Judío, quien al parecer
había escuchado las cintas: la versión final debía ser atrapante.
Este detalle, que podría parecer menor, dado ya la condición atractiva per se del delito,
la marginalidad y la criminalidad, no se cumplía del todo en la narración del Flaco. Tomemos
por caso, la cuestión de los otros hombres de negocios de Capacaída. En la versión final, es
decir, la que están leyendo, los comentarios y las descripciones de estos hombres se desarrollan
a medida que van apareciendo, de manera que se pueda mantener el interés y el misterio sobre
a quiénes les debe El Judío. En la versión original, en cambio, el Flaco se tomó un tiempo para
hacer un comentario sobre cada uno de los hombres de negocios que intervenían, incluso
muchísimo antes de su aparición efectiva, de modo que el impacto, si bien era patente en ese
punto, si diluía por completo en el resto de la narración. Imaginen esta descripción…

“EL PIRATA

Desde que conocí a El Judío, lo que más me cabió de él no fueron ni los trajezulis re
copados que usaba, ni el celular dorado del Poder, que me terminó regalando, ni el autito suyo,
el BMW. Bah, no fueron lo único. Había otro detalle en él: su cicatriz. Siempre quise tener una
cicatriz así, como esa. “Ya la vas a tener”, me dijo un día, cuando le pregunté cómo se la había
hecho. El Pirata le hizo la semejante marca.
Ese miserable, un capo en algunas cosas para mí, más porque lo había marcado a El
Judío, era el dueño de todo lo que circulara por el asfalto y el aire de la ciudad enterita. Piratas
del asfalto, les dicen en la tele y los diarios ahora, aunque no andan ni con parche ni pata de
palo o lorito. Bueno, no todos”.

…varios capítulos antes de la aparición en el relato de El Pirata. Para cuando este


efectivamente aparece, ustedes, los lectores, ya saben con quién se van a enfrentar, y por lo
tanto, la fuerza dramática del encuentro se reduce.
De manera que me vi en la tarea de corregir todas estas irregularidades narrativas del
Flaco (que, bien vistas, pueden achacarse perfectamente a la ansiedad por presentar a los
personajes, o bien a una falta de pericia propia de un adolescente), a fin de cumplir con la
condición de que la novela fuese atrapante. Del mismo modo, realicé algunas modificaciones en
el orden del relato, para que, mediante la dosificación de información, ustedes, ociosos lectores,
quisieran saber, casi diría de forma patológica, qué va a pasar a continuación.
Como segunda instancia, me parece relevante llevar a cabo una presentación sobre mi
persona, y en especial, cómo fue que El Judío vino a dar conmigo. No es un detalle menor:
quién soy seguramente les va a dar un mayor entendimiento sobre mi intervención a la obra del
Flaco, y mi relación con El Judío puede servir para comprender las motivaciones que me
llevaron a trabajar con él en primera instancia.
Deben saber, primero, que no soy, para nada, uno de los escritores más importantes de
la República Popular de Capacaída. Capacaída, de hecho, no tiene auténticos escritores (por lo
que ni siquiera yo soy uno, apenas un aficionado con pelotas y con palabras). En el momento en
el que escribo esto, mientras las Mafias de la República gobiernan la noche de la ciudad, tengo
veintitrés años. Pero no soy una persona sin experiencia. He visto cosas que no creerían:
narradores desesperados, huyendo por su vida; hombres de negocios morir, una y otra vez,
frente a mi puerta; viajeros que llevaban historias en sus bolsos; tiroteos en los que el mundo
parecía resumirse a una cuestión de balazos; valientes armados con instrumentos, juglares
llevando su canción de leyendas posmodernas; amigos traicionarse por dinero o por amor o por
el absurdo; madres queriendo salvar la imaginación de sus hijos, pero también la memoria de la

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Humanidad. Y no quiero que esos momentos se pierdan, como se pierden las palabras en el
viento. Por eso escribo.
Di con El Judío por cuestiones que eran por completo ajenas a la escritura de esta
novela, y que ahora no vale la pena mencionar. Baste saber que, eventualmente, él se hizo
conocedor de mi cariño por el lenguaje y mi habilidad con las palabras (cosechados, más bien,
después de una cantidad absurda de lecturas durante mi adolescencia), y me solicitó (a mí,
justo a mí. La Fortuna siempre se ríe de nosotros) que colaborara con él en el desarrollo de su
próximo proyecto.
El asunto del proyecto de El Judío merece que detenga mi explicación un momento y lo
desarrolle con mayor detalle. Debo reconocer que, incluso a pesar de todos los acontecimientos
que tuvieron lugar desde que me lo expuso, algunos de ellos narrados por Su Buen Amigo el
Narrador en la presente novela; aun hoy no alcanzo a entender la naturaleza cabal de su
designio. Más adelante, voy a aprovechar este espacio para arriesgar una posible aproximación.
Por el momento, centrémonos en las circunstancias en las cuales él me lo narró. En ese
momento, si bien yo sabía de él (lo sabía todo, siempre lo supe todo), El Judío apareció
ofreciéndome ser el último eslabón de un proceso que iba a iniciar en el corto plazo. Cuando le
pregunté si los otros elementos ya formaban parte de la cadena, me asombró saber que yo era
el primer factor que había decidido asegurar. Es decir, el relato de lo que iba a suceder. Él no
compartía mi preocupación: estaba tan seguro del resto de su plan que, me había asegurado, su
única inquietud era contar conmigo.
Si en este momento están pensando que resulta demasiado inverosímil que aquel
hombre confiara la narración (más adelante sabría yo que se trataba en realidad de la
transcripción y corrección de una narración ajena) de su proyecto a un perfecto anónimo;
espero tranquilizarlos contándoles que a mí me había pasado exactamente lo mismo por la
cabeza. Pero entonces El Judío me dijo que una de sus máximas era valerse de gente
desconocida y con mucho potencial. Más adelante, él llevaría adelante su proceso de detección
de “jóvenes dotados”, y yo iba a poder comprobar que, efectivamente, parecía que prefería
depositar su suerte en completos desconocidos antes que en personas calificadas o, por lo
menos, con mayor reconocimiento.
Volviendo al tema del proyecto, El Judío me habló, como acabo de mencionar, de un
proceso de identificación de “jóvenes dotados”. Era difícil (todavía hoy lo es) no haber
escuchado sobre su persona en Capacaída, de ahí el evidente desconcierto ante su propuesta.
¿Para qué quería a estos jóvenes? ¿Con qué propósito? No quiso contestar ninguna de mis
preguntas, antes de que yo contestara la mía. Llevado por la curiosidad y el deseo de formar
parte de algo más grande, acepté enseguida. Y así fue como me enteré (y fue lo único que me
dijo sobre el tema; nunca más pude sacarle prenda) que estaba buscando gente de afuera,
porque quería cambiar para siempre el status quo del Sistema; debía ser gente nueva, gente
con otro enfoque: no podían ser adolescentes marginales desesperados, aquellos que no
valoran su propia vida y carecen de ambiciones y de miradas de futuro, y se consumen en lo
que uno trona los dedos, o alcanzan, si tienen la suficiente fuerza y ferocidad, lugares de poder
que más adelante resultan ser efímeros, dada la rapidez natural con la que el poder cambia de
manos. No, tenían que ser jóvenes con valores formados, integrados en la sociedad en mayor o
menor medida, jóvenes con sueños, con proyectos. Jóvenes cuya injerencia en la organización
tuviera que ver con algo más que aquello que buscan las personas carenciadas, que es la
riqueza fugaz, el sexo por la posibilidad en sí misma, y el poder sobre obediencias interesadas.
A la luz del relato del Flaco, y considerando además el tumulto patente que han
causado las acciones de su banda en la República Popular de Capacaída, debo decir que puede
intuirse alguna clase de objetivo bajo la apariencia de una locura o un capricho. Efectivamente,
Los Pibes no se parecen a nada que se haya visto antes en la ciudad. Todo, desde su forma de
moverse, las operaciones que llevan a cabo, la apariencia con la que se muestran en público
(ataviados los seis con sendos trajes negros sobre camisas blancas con corbatas negras, parecen

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una sola entidad, un verdadero equipo), hasta su austeridad, su pulcritud, su precisión (frente a
las expresiones y ataques de otras bandas, se debe reconocer que Los Pibes actúan rápido y de
manera puntual, sin exageraciones ni brotes de violencia sin sentido); pero sobre todo, su
evidente carácter artificial, dejan ver que El Judío está tratando de introducir en Capacaída, una
forma nueva de organización criminal: un esquema ficticio, una fábula, un cuento de hadas,
lejos de la naturaleza violenta, baja y chabacana de los soldados de las demás organizaciones.
Por supuesto, esta apreciación es completamente mía, y puedo estar cometiendo un error
garrafal. Con El Judío, nunca se sabe.
En tercer lugar, y para ir cerrando este prólogo tardío, considero oportuno expresar en
este texto las razones que me llevaron a aceptar semejante proyecto. He mencionado la
curiosidad y el deseo de formar parte de algo más grande, pero no fueron las más importantes.
También dije que conocía a El Judío de mucho antes de que él se cruzara en mi camino para
que trabajara la narración del Flaco. Este detalle, que es cierto, no es menor.
Conozco a El Judío desde hace demasiado tiempo. Lo conozco, estoy seguro, tanto
como él se conoce a sí mismo. Y lo odio, lo defenestro. Detesto cualquier cosa que tenga que
ver con él, con su presencia, con su nombre, con su sombra. El Judío arruinó mi vida, y si por
algo me dediqué a la lectura compulsiva fue para poder formarme, para poder prepararme, para
el día en que tuviera que enfrentarlo. De ahí que resultara para mí tan irónico que fuera, justo
por esta misma preparación, elegido para ser el que disfrazara y pusiera la firma sobre sus
crímenes.
Pero no pienso llevar a cabo esta tarea con sumisión, desapareciendo, difuminándome
bajo la excusa de que todo lo que ustedes han leído hasta ahora es ficción, y cualquier parecido
con la realidad es pura coincidencia. El Judío me pidió, después escuchado las cintas del Flaco,
que eliminara cualquier información que, en mi organización del material, cayera bajo la esfera
del ordinal número trece. No me dijo nada sobre lo que podía hacer con el espacio que sobrara.
Nadie quiere un proyecto incompleto, a medio terminar, censurado, amputado. Frente a la
posibilidad de que la obra tuviera un faltante de páginas y de sentido, decidí rellenar el hueco
con mi propia intervención. Y es por eso que están leyendo estas palabras, y que yo aprovecho
los párrafos finales para lanzar mi diatriba contra el funesto Judío.
Sé muy bien que este texto no va a pasar frente a sus ojos una vez lo termine. Sé que va
a ir directo a la imprenta, donde unas máquinas lo van a desparramar sobre inocentes páginas
en blanco, ignorantes de que su destino es soportar mi denuncia. Sé que este libro va a llegar a
las manos de ustedes, ociosos lectores, y que por consiguiente, mediante mis palabras se van a
enterar de que hay alguien que quiere dejar en evidencia a El Judío. Que quiere que lo vean tal
como él es el fondo: como un ser triste y patético, como un farsante, como un falsario, como un
actor preso de su propia ficción, como alguien que no debe ser temido ni respetado. Como una
marioneta que se enredó con sus propios hilos.
Pero también sé de la fama de El Judío. Sé que se rumorea que lo ha visto, y puedo dar
fe de que es verdad. Sé que siempre está un paso por delante de sus enemigos, y que conoce
sus debilidades desde el primer momento como si ya los hubiera enfrentado mil veces. Y sé,
cabalmente sé, que El Judío no es ajeno a la escritura de estas palabras, que sabe muy bien que
en este momento estoy encerrado en esta pequeña habitación, escribiendo febrilmente, para
hacer todo lo que había mencionado antes. Y mientras escribo, no puedo dejar de preguntarme
si será en la próxima palabra que sus hombres atraviesen la puerta para liquidarme, si espera
que la gente, naturalmente, no crea absolutamente una palabra de lo que digo, si se estará
burlando de mí, en secreto, al hacerme escribir todo esto sólo para que después, más adelante,
nadie compre el libro y se pruebe, de forma indiscutible, que no importan ni la verdad, ni la
bondad, ni la justicia; que su cinismo triunfó, que su visión amarga y corrupta del mundo está
en lo cierto, y que ya no tiene sentido que yo siga con vida.
Mientras escribo estas palabras, las últimas de mi intervención antes de devolverle la
potestad de la palabra al Flaco, me alegra únicamente el saber que esto recién empieza, que

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puede que mis palabras no lleguen a prácticamente ningún puerto, pero que ahí afuera hay un
hombre, un hombre valiente, dispuesto a llegar al fondo de todo y a enfrentarse al siniestro
Judío. Y me llena de orgullo este mismo ejercicio de escritura y de libertad. Si es verdad que,
como se dice, El Judío puede verlo todo, si es que sabe que estoy escribiendo esto, espero que
pueda ver mi sonrisa al escribirlo, que sepa la alegría que embarga mi espíritu y la
determinación que gobierna mi cabeza.
Ociosos lectores, en la madrugada en las que escribo estas palabras (sobre una versión
escrita por un hombre que es otro y el mismo que yo, dieciocho años antes de la Cruzada),
cuando ya compaginé y redacté todo el resto de la novela, cuando ya vi qué va a pasar
exactamente con Los Pibes, cómo van a ejecutar las diferentes tretas con las Mafias de la
República, y fui testigo del giro final que guarda la experiencia del Flaco, mientras me vence el
sueño y el hambre y la rabia y la locura y el anonimato, mientras me carcome la cabeza la
certeza de que El Judío se está burlando de mí, que la Fortuna se está burlando de mí; me doy
cuenta que la única redención posible es escribir estas palabras, dejar testimonio de que, por lo
menos, una parte de mí no estuvo de acuerdo en nada de lo que pasó.
Quizás, algún día, puedan entenderme.
Quizás, algún día, puedan perdonarme.

J. L.
Capacaída,
Febrero de XXXX

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DECIMOCUARTA ENTREGA

PICADITO

Esa noche volví a mi casa y no pude dormir después de lo que había visto. O sea, sí, es cierto, El
Judío se había reunido conmigo apenas sucedió el incidente, para explicarme que todo había
sido un efecto de luces, una confusión de la vista, una ilusión óptica, un espejismo. Pero yo
sabía muy bien lo que había visto. Y los había visto a todos, ahí parados, antes de desaparecer,
de desvanecerse como si nunca hubieran estado ahí. Aquello no fue ningún espejismo, aquello
fue tan real como cualquiera de las cosas que estoy contando.
Así que fue volver a casa, y dar vueltas y vueltas sobre la cama, tratando de encontrarle
una explicación a todo el asunto, a qué hacían ellos ahí, cómo habían llegado, qué querían, y
por qué nuestro buen jefe nunca nos había contado de ellos. Pero no había explicación, no
tenía el menor sentido. Y para cuando me di cuenta de que Los Pibes no me iban a creer nada
de aquel asunto, de que iban a decirme que estaba loco, que me había confundido, y que El
Judío y el asistente me iban a machacar con la misma mentira de aquella noche; preferí que el
asunto se diluyera entre aquellas cosas que yo no sabía cómo explicar, entre los auténticos
misterios de la vida, a la espera de que, algún día, la Fortuna o algún generoso sabio dieran con
la clave de qué había sido aquello. O bien, si yo no estaba equivocado, me lo iba a demostrar,
de forma incontrastable, la propia experiencia.
¿Por qué lo cuento entonces ahora, frente a esta grabadora, tal y como El Judío me
pidió que lo hiciera? Supongo que porque, de todas las cosas que me pasaron a lo largo de mi
último año de secundario, la Última Terraza del Purgatorio, esta fue una de las más zarpadas,
más espectaculares; si no, la más importante. Un encuentro tan poderoso que todavía hoy, a
pesar de ya casi haber desechado casi toda mi fe en la veracidad del asunto, me sigue haciendo
ruido en el interior. Y aunque no puedo hablar por lo que va a pasar mañana, estoy casi seguro
de que no me lo voy a olvidar en toda mi vida.

Pero no voy a seguir con mariconerías que no llevan a ningún lado. Mi Buen Amigo
Lector, hagamos de cuenta que no leíste nada de lo que conté en la entrega anterior, la décimo
tercera, y sigamos adelante con esta, la historia de nuestra Cruzada por salvar la vida de nuestro
jefe y conseguir los tres millones de dólares que El Príncipe había puesto como precio a su
cabeza por su estupidez.
Habíamos despachado ya a tres de las cabezas de la República Popular de Capacaída.
Teníamos la guita de El Chino, El Yanki y El Pirata. Sabíamos, asimismo, por lo que nos había
contado nuestro jefe durante nuestra segunda misión (la primera había sido la visita al Adivino;
nuestra incursión a El Chino no estaba considerada dentro de la carrera), y lo habíamos
confirmado gracias a la amenaza que habíamos recibido en el Club, que había un tipo conocido
como El Milico; que estaba directamente relacionado con la policía de Capacaída, si es que no la
manejaba por completo.
Y justamente, durante los albores de la tercera semana, nuestro buen jefe nos convocó,
como siempre, a la mesa redonda, para hablarnos del susodicho. Como lo suponía, no hizo
ninguna mención a los hechos que habían tenido lugar la otra noche, aunque yo no sabía si
estaba al tanto de que no se lo había dicho a nadie, o simplemente no le importaba que Los
Pibes lo supiéramos. “Señores, tempus fugit, sicut nubes, quasi naves, velut umbra ”, arrancó El
Judío. Nosotros no entendimos qué carajo había querido decirnos. El jefe hizo caso omiso de
nuestras caras desconcertadas, y siguió adelante. “Estamos a dos semanas de que se cumpla la
sentencia de El Príncipe, y todavía nos falta conseguir mucha plata. Sí, es cierto, conseguimos…
No, estoy faltando a la verdad, ustedes consiguieron más de la mitad del dinero que nos hacía
falta, y por eso no puedo hacer más que felicitarlos”, dejó que sus palabras calaran en nosotros,

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que nos subieran el ánimo, y nos hicieran sentir grossos por un ratito, antes de volver a tomar la
palabra, “Pero por otro lado, como saben, la suma que tenemos no es la que nos requirieron y,
por lo tanto, cualquier dinero en nuestro poder se vuelve, como les conté la noche en la que
nos conocimos, inútil. Así que esta noche nos reunimos acá una vez más, para discutir los
medios por los cuales vamos a resolver nuestro dilema con el siguiente hombre de negocios de
Capacaída: El Milico”.
A continuación, El Judío, como hacía antes de cada nueva misión, desarrolló el perfil del
objetivo. En este caso se trataba del Jefe Supremo de las Fuerzas Policiales de la República
Popular de Capacaída. Así, como leen: nuestro buen jefe se había endeudado con el dueño de la
policía en la ciudad, con el hombre atrás de cada una de sus corruptelas y asuntos viciosos. La
cosa era más todavía más complicada de lo que ya nos parecía. Porque, a diferencia de
cualquiera de los otros hombres de negocios de Capacaída, que solamente se ocupaban de un
rubro en particular y si bien se extendían por toda la ciudad, concentraban sus operaciones y su
poder en un barrio en particular; El Milico no solamente estaba a cargo de la policía y las
transacciones que se realizaban dentro de esta sino que, en su carácter de representante y
guardián de la ley, intervenía en cualquier otro negocio que se llevara a cabo en Capacaída,
incluido, por supuesto, el de nuestro buen jefe. Dicho de otra manera: no había nada que
pudieras hacer fuera del marco de la ley, sin que él se enterase y te pasase un precio para no
intervenir.
De esta forma, El Milico se había convertido casi en el verdadero poder de la República.
Había solamente dos hombres en la ciudad que, bien sea por su capacidad económica o su
capacidad militar, estaban por encima de este tipo. Y sí, como se abran dado cuenta, uno de
estos hombres era El Príncipe: gracias a sus vínculos con el tráfico internacional de armas (y
quitando, por supuesto, su vasta, vasta, vasta fortuna), el acreedor de nuestro buen jefe se había
convertido en el principal proveedor de los materiales que Jefe Supremo precisaba para sus
operaciones parapoliciales. De hecho, era este mismo carácter de proveedor de armamento (y la
susodicha vasta, vasta, vasta fortuna), lo que, durante la Época del Traspaso, lo había
consolidado como eje de toda Capacaída: no puede haber guerra sin armas, y no puede haber
armas sin hacerse amigo del que las tiene en su poder.
Pero sacando a El Príncipe y al otro cabecilla, nadie estaba por encima de El Milico, y
todos estaban obligados, irremediablemente, a transar con él por cualquier cosa que quisieran
hacer. Él decidía quién estaba suelto, él decidía quién se podía hacer el loco, él decidía qué
quilombo se averiguaba, él era el que ponía las luces en todos lados, a donde quería. Él, él, y
nadie más que él.

Era de tarde cuando caminábamos por la única calle que conducía al barrio del Negro.
Ataviados los seis iguales, como quería El Judío, Los Pibes avanzamos a la par de nuestro buen
jefe, mientras, con el sol casi sobre nuestras cabezas (y que, a menos de una semana de la
llegada del verano, era sencillamente asesino), murmurábamos entre nosotros los miedos que
teníamos yendo hacia aquel lugar. Que nos iban a dejar en pelotas, que por algo habíamos
dejado el BMW y el Audi en el otro barrio, que por algo el asistente no había venido con
nosotros. El único que no decía nada, el único que sonreía, sin miedo, sin problemas, era él. Para
El Judío, nosotros estábamos exagerando.
A medida que nos íbamos acercando, que empezaba a escucharse, cada vez más fuerte,
el sonido de la cumbia y el reggaetón, el paisaje se modificaba gradual pero inexorablemente. Y
era imposible no notarlo. Si al principio del camino, el ripio se mantenía relativamente en
condiciones, para cuando ya habíamos pasado de la mitad empezaron a aparecer los primeros
despojos de las bolsas plásticas con ropa o con basura. Y el número de cadáveres, con cada
paso, no hacía más que aumentar: restos de zapatillas, de remeras, de botellas, de bolsas de
todas las clases y colores; emergían de la tierra en jirones, como fósiles que un accidente del
terreno había sacado a la luz, y que invitaban a preguntarse cómo habían llegado a aquel lugar.

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Aunque la mayoría de las veces bastaba sencillamente con girar la cabeza, y observar, en las
zanjas, los improvisados basurales que aquella gente, librada a la buena de Dios, había
inaugurado.
Dije la buena de Dios, y no exagero. Porque si algo se nos hizo patente a todos una vez
que entramos en los dominios del Negro, fue que a aquel lugar no había llegado casi ninguno
de los beneficios de la ley y de la civilización. Solamente sus vicios y sus daños colaterales. Se
notaba que aquel lugar no le importaba a nadie; las canchas de fútbol rodeadas por autos que
habían sido prendidos fuego, las urbanizaciones a las apuradas y los yuyos que emergían de
cada zanja dejaban ver que en aquel lugar no había pasado ningún plan mayor, que nunca
fueron agenda de ninguna clase de político, que cuestiones tan básicas como el alumbrado, el
barrido, la limpieza de calles, el asfaltado, las cloacas y el agua potable eran privilegios de lo
que se comprendía como cuerpo social, y que aquella gente, la gente que habían permitido que
viviera ahí, no formaba parte de ese cuerpo, o lo hacía, en todo caso, como una visita molesta,
como un huésped parasitario que no merecía ninguna clase de trato similar al que se le
prestaba al resto del cuerpo, sano y autóctono.
Nuestro comité de bienvenida fue tan triste como representativo. Corriendo de un lado
para otro, veinticinco millones de nenes, con la cara sucia y los mocos pegoteados y duros,
como cascaritas amarillas pegadas a la nariz, y la ropa más mugrienta que ellos, descalzos la
mayoría, iban y venían atrás de los perros, jugando. Cuando los fiché, la verdad, ni dos años me
pareció que tenían. ¡Y los perros!, flacos, sarnosos, medio muertos, medio descarnados, malos
más que ellos solos, corriendo también, como los chicos, de un lado para otro, haciendo
quilombo, tratando de morder a la gente que pasaba por la calle. Los que andaban en bicicleta
o a pata les devolvían una patada. Mugre por todos lados, aparte, que esos perros rompían las
bolsas y desparramaban la basura en la calle.
Mientras caminaba por las calles de tierra del barrio, acompañado de Los Pibes, no
pude evitar abstraerme, aprovechando que ellos se habían enfrascado en una discusión sobre la
viabilidad de que Los Simpsons fueran lo que mejor representaba a nuestra generación, si eran
universales, eternos, o el mero reflejo de una época. Yo, por mi parte, ante el espectáculo que
tenía frente a mis ojos, no pude atajar a mi cabeza. Contra mi voluntad, volvieron a mí los
recuerdos de los días antes de Capacaída, cuando vivía en aquel barrio de mierda, olvidado,
abandonado. Aunque hacía lo posible por no reconocerlo, me eran familiares las bolsas de
basura que emergían del suelo, las caras sucias de los chicos, la miseria, la desesperación y la
ausencia de ley y de esperanza. Sabía que, si no era en esta cuadra, en la siguiente íbamos a
encontrar las infaltables zapatillas, y pintadas en las esquinas anunciando qué clase de barrio
era este, para los delincuentes forasteros, o símbolicas amenazas a la policía. Los olores, la
música, el ambiente tenso de aquel lugar, me devolvían a la época más triste y oscura de mi
vida, a la parte de mí que más odio y que más deseo dejar atrás. No por alguna clase de olvido
clasista, sino más bien porque, si yo siguiera manteniendo esos sentimientos adentro mío, si yo
no tratara de metabolizar todo aquello laburando para El Judío, en este momento sería un fusil,
y no una grabadora, lo que estaría en mis manos. Y no estaría solo.

Si tuviera que elegir un adjetivo para calificar el hecho de que el próximo objetivo de tu
Cruzada mafiosa sea uno de los hombres más poderosos de la ciudad, y encima, el dueño de la
policía; probablemente me decantaría por “desalentador”. La verdad, el panorama que nos
había pintado nuestro buen jefe nos había caído como un balde de agua fría. Que pudiéramos
conseguir algo de El Milico parecía prácticamente imposible: ¿qué podía llegar a necesitar, dada
su posición? ¿Cómo íbamos a conseguir engañarlo?
El Judío, con su habitual tono despreocupado, nos invitó una vez más a que no nos
preocupáramos. “Si quieren, podemos desistir. Ya les dije que conozco de memoria la fecha de
mi muerte, y no va a ser a la otra semana”, nos decía, jocoso, mientras, a sus espaldas, el
asistente se desesperaba por decirnos que no, no y no. “El problema es”, trató Junior de razonar

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con él, “que no se trata de un mero asunto de fe”; El Judío lo miró interesado, esperando con
voracidad el desarrollo de la idea, “Se trataría de un asunto de fe, si lo que estuviera en juego
fuera tu palabra contra tu vida. Afirmás que sabés de la fecha de tu muerte: perfecto, creemos
en vos, tenemos fe en tu palabra, no hacemos nada. Te matan. Mal, otro ídolo con pies de barro
que cae por su propia vanidad. Ahora bien: creemos en vos, tenemos fe en tu palabra, no
hacemos nada. El Príncipe te mata, y después, viene por nosotros, tus colaboradores, nos mata
también. ¿De qué nos sirvió la fe?
“La fe no sirve si únicamente paraliza. La fe que paraliza tiene otro nombre, y se llama
necedad. Nosotros tenemos fe en tu palabra. Está bien, si vos decís que no te vas a morir la
semana que viene, que no nos van a matar la semana que viene, no hay ningún problema.
Mejor. Más para vivir, más para disfrutar. Pero esa creencia no va a impedir que hagamos algo
para evitarlo. Porque, ¿quién sabe si no son nuestras acciones justamente las que consigan que
se cumpla tu palabra? Nosotros tenemos fe, te dije, y esa fe es lo que hace que estemos acá,
que no nos hayamos ido corriendo o nos hayamos matado entre nosotros o dado la cabeza
contra la pared. Nuestra fe es lo que nos permite mantener la cordura y seguir haciendo lo que
tenemos que hacer, cuando el terror de la propia realidad nos llama a que nos volvamos locos”.
Ante semejantes palabras, nuestro buen jefe solamente atinó a sonreír. Una sonrisa de
placer y de orgullo. Y sin que medie palabra, empezó a aplaudir a Junior. Nosotros, imitándolo,
aplaudimos también. El camarada se puso colorado de repente; no pudo hacer otra cosa que
sentarse, avergonzado. “Entonces”, arrancó El Judío después de cerrar los aplausos, “¿qué vamos
a hacer?”. Nos quedamos todos callados. A veces pareciera que los grandes discursos, que las
grandes palabras, ya bastan. Pero no. La vida se gana, la vida se salva, con acciones. Y eso
nuestro buen jefe lo sabía muy bien.
Libres ya del hecho de tener que ir a clases al día siguiente, decidimos quedarnos toda
la noche en la Casa Roja pensando en cómo íbamos a llevar a cabo nuestro próximo golpe. Y
así, pasamos varias horas, probando alternativas, analizando posibles marcos de acción. Pero
todo resultaba infructuoso. Si no era el Rulo, entonces era el Elfo, si no era el Pocho, entonces la
experiencia de El Judío; hasta Locura se dio cuenta, en un momento, de un fallo colosal en una
de las estrategias que habíamos esbozado.
Hasta que, en un momento, llegó a mí. Sin que lo buscara, sin que fuera mi intención.
Emergiendo desde el mismísimo caos, la idea tomó forma en mi cabeza y me ganó totalmente
cada recoveco. No había otra opción. Tenía que ser así, de esa manera. Iba a ser esa. Lo supe
enseguida.
Para evitar el escarnio de Los Pibes, que sabía me iban a tirar con toda la mierda
posible, le pedí a El Judío que me acompañara aparte y se la conté a él. “¿Se puede hacer?”, le
pregunté cuando terminé mi exposición. “Por supuesto”, contestó él.
“Pero vamos a necesitar ayuda”.

“¿Cómo anda, maestro?”.


Ni bien entró El Judío, el Negro le salió al cruce para abrazarlo, como si fueran dos
viejos amigos. Nosotros nos quedamos a una distancia respetable, alejados de la baranda a
humo y a vino que lo acompañaba, mientras le echábamos un ojo a la casa. Lo que más le llamó
la atención a Los Pibes fue el contraste: el lugar se encontraba en pobrísimas condiciones, la
humedad había dejado su huella en casi todas las paredes, y ya varias se habían desnudado,
dejando ver la carne de ladrillo que existía bajo sus revoques. Pero, en contra de todo aquello,
la vivienda estaba ampulosamente amueblada, y sobre cada mueble había por lo menos un
electrodoméstico, fuera ya televisor, reproductor de dvd o consola de videojuegos. El Pocho y
yo conocíamos bastante bien la situación, porque nos recordaba a nuestra propia casa. Eran las
paradojas del capitalismo.
A todo esto, ya nuestro buen jefe y su colega se habían sentado a la mesa. El Negro
mandó a sus hombres a que prestaran todo para un buen momento: algo de vino y algo de

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fiambre para picar. “Ey, amigos”, nos llamó a nosotros, “vengan, siéntense, que no muerdo”,
dijo, y se empezó a reír, y El Judío lo acompañó en su risa. Por dentro, sabíamos muy bien que,
con esa misma risa, podía estar dándote con un martillo en la cabeza. Pero fuimos y nos
sentamos, a pesar de todo; al ratito cayeron algunos de sus hombres, trayendo las cosas para
picar.
Entonces el jefe se puso a desarrollar su propuesta, lo que quería hacer, y para qué
necesitaba al Negro. El otro lo iba escuchando atento, empinando el codo cada tanto (aunque
notamos que la frecuencia aumentaba, de forma patente, con cada nueva información
relacionada al plan), y pidiéndole que repitiera todos aquellos puntos de los que dudaba, que
no eran pocos, por cierto. “¿Y yo qué sacó de todo esto? Amigo, no me podés dejar en la lona si
querés que haga semejante matufia”, se cubrió el Negro enseguida. Nuestro buen jefe le aclaró
que iba todo para él, salvó lo que precisábamos nosotros. Pero eso no le calmó la desconfianza.
“No sé viejo”, le planteó a El Judío, “¿me estás diciendo que estos pendejos acá van a hacer
eso?”, y nos señaló a nosotros. El jefe, con la seguridad que lo acompañaba siempre, contestó
que sí. “No te creo”, fue la respuesta del Negro, y se dio vuelta para mirarnos a nosotros,
“Perdonenmé, chicos, pero ustedes no tienen pinta de estar para esto. Hay otros pibes, yo los vi,
están hechos mierda, no valen un mango. Pero ustedes… Ustedes parecen pibes sanos. Están
para otra cosa, no sé, como estudiar y tener una carrera, o algo así. No estar acá con estos viejos
como nosotros o con esos pibes que están perdidos. Ustedes no. No se metan”.
Esas palabras nos pegaron duro. Como si la cara de uno marcara su suerte, como si el
origen condicionara el destino, aquel tipo nos estaba diciendo que no éramos parte de su
mundo, que no teníamos madera para el negocio, y que mejor hiciéramos aquello para lo que
habíamos nacido: llevar vidas burguesas, prestablecidas y vacías (¿y alcanzar la gloria cómo?
¿Escribiendo libros? Sí, claro…), y le dejáramos el asunto a ellos, gente condenada a delinquir.
No precisé mirar al resto de mis camaradas para saber que todos pensábamos lo mismo: a la
mierda con el lugar en el que habíamos nacido, no hay destino, somos lo que hacemos.
Y se lo dijimos. Que no nos reprimiera, que no cortara el mambo, que confiara en
nosotros. Porque podíamos hacerlo. Porque lo íbamos a hacer, nomás para taparle la boca. “Así
que me van a tapa la boca, ¿eh?”, preguntó el Negro, entre enojado y desafiante; sacó su celular
y, mientras marcaba un número, nos miró a cada uno a los ojos. “Perfecto. Vamos a ver si se la
aguantan”, nos dijo.

Los Hermanos López, El Chueco y El Gringo, eran bastante famosos en la República


Popular de Capacaída. Sobre ellos se extendía una larga lista de quilombos y puteríos en los
que habían andado metidos desde que eran chicos. Esta es su leyenda.
Ya a los ocho años, los habían agarrado a los dos afanando un kiosco que quedaba a la
vuelta de la casa, con un fierro del viejo de ellos; un tipo que, si no mal recuerdo, era cafiso, o
algo así. Obvio, al ratito salieron de vuelta a las andanzas; no pensaban parar ahí. A los diez
años los echaron de su escuela, por haber quemado una de las cortinas con un zippo que
habían conseguido. Prefiero guardarme el nombre de la misma, para evitar que, si alguna vez
llegan a escuchar estas palabras, se les ocurra terminar lo que empezaron. Y si lo del
encendedor podía sugerir que fumaban, lo cierto era que no lo hacían. Eso se lo dejaban para
sus compañeros. Le zarpaban los puchos al padre, viste, y los vendían por un peso cada uno. A
veces, peso cincuenta. O sea, tenían mano para esas cosas. Ya desde esa edad les gustaba hacer
plata a costa de los demás.
Entraron en otra escuela, y los volvieron a echar en dos semanas, por haberle robado el
sueldo a una portera para irse de joda, y comprarse de todo. Su siguiente escuela los recibió
con la obligación de no echarlos, y ahí se desataron. Cagándose a palos con cuanto pelotudo se
le cruzara en el medio, los Hermanos se volvieron los capos de la escuela, siendo que eran de
sexto, y el mayor grado era noveno. Pasa que habían repetido tantas veces, que no me
extrañaría que a los quince todavía estuvieran en sexto grado. Para esa época, ya los tenían

101
entre cejas en como cuatro, cinco barrios, por haber entrado a chorearle a los almaceneros o los
chicos que pasaban por ahí, o estado manoteando carteras.
Después de que los echaran del séptimo grado por un lío que tuvieron con una
compañerita de curso, salieron a dar sus primeros golpes profesionales. Empezaron a asaltar a
los viejos empresarios con plata, esos mismos que andan en su auto de lujo y no se preocupan
por nada, y se consiguieron armas, para meterse de cabeza en las andadas de un tipo más
groso. Habían escuchado por ahí de un hombre al que le decían el Negro, y querían formar
parte de algo más grande, más organizado, así que cayeron en su casa para empezar a laburar.
Con el tiempo, se convirtieron en los favoritos del modesto hombre de negocios, a
pesar de su temperamento inestable y su tendencia hacia la pérdida de cadena y los posteriores
tiroteos irracionales. Aunque, cuando estaban tranqui, laburaban realmente bien como
representantes del incipiente negocio en la ciudad. Y, cuando la situación lo ameritaba, podían
ser terribles caballitos de batalla, kamikazes dispuestos a romperse la cabeza por el Negro.
Nomás que, esta vez, tenían un encargo un tanto distinto. “Ey, pelotudos, tengo un
encargo para ustedes”, les dijo el Negro por teléfono, frente a nosotros. “Necesito que se
vengan para acá, que acá hay unos pibes que les quieren jugar un partido de fulbo. Júntense
unos amigos y vengansé ya”, ordenó, antes de cortar. “Ahora los quiero ver. Si ustedes le ganan
un partido de fulbo a estos pibes, les doy una mano con su… trabajito”.
Sí, ya sé que están pensando. Y no, no tiene casi nada que ver con nuestra historia con
El Chino. Tengan paciencia, quizás se demore un poco. Pero lo vale.

Salimos corriendo con todo de la cancha y fuimos a refugiarnos atrás del montón de
autos quemados, mientras escuchábamos los tiros a nuestras espaldas. Los locos aquellos nos
querían matar. Habían perdido, justo al final, después del Mejor Partido de Fútbol de la Historia,
y de la bronca que les había agarrado, habían sacado los fierros que llevaban a la cintura (los
siete), y nos habían empezado a tirar. Y eso que le habíamos dicho al Rulo, después de su
cuarto, quinto gol: que se calmara, que dejara la magia en la casa, que esos chabones se
estaban calentando cada vez más y si llegábamos a ganar, no íbamos a salir con vida de ahí.
Pero el Rulo, cuando se trataba de la pelota, no hacía caso de razones.
Sonaban como esas gotas gordas de lluvia cuando caen contra el techo de chapa,
llenándote de placer. Sólo que aquellas balas golpeando la osamenta oxidada de los autos no
resultaban para nada placenteras. Estábamos aterrados. Nunca había participado de ningún
tiroteo. Para colmo de males, ni siquiera podíamos responder, porque a pesar de todas nuestras
clases de tiro, nunca nos habían dejado portar armas. El único que estaba armado era,
obviamente, El Judío, que llevaba la pistola plateada de siempre, la misma con la que había
baleado a los ninjas y asesinado al gitano, y con la que el Elfo le había disparado a la policía. El
detalle de que en ese momento haya estado con Los Pibes implica, sí, como lo imaginaron, que
había jugado a la par nuestra.
Pero no vamos a caer en nimiedades como el pobre desempeño que había tenido
nuestro buen jefe en el campo de fuego. Sobre todo considerando que, en ese mismo
momento, antes que hacer un comentario futbolístico mejor nos convenía ver cómo mierda
salvar la vida, que aquel grupo de pendejos nos andaba tiroteando y en cualquier momento
íbamos a ser boleta.
Lo peor de todos era que tampoco podíamos intentar una huida: el Rulo había pagado
el partido de su vida con la carne. Los chabones aquellos, durante el partido, sabiéndolo el
mejor de nosotros, viéndose humillados con tacos, caños y rabonas, se habían cebado con él, y
había descargado sobre los tobillos de nuestro camarada toda su violencia. Y ahora el Rulo
yacía a la par mía y de mi hermano. Junior, Locura y el Elfo habían conseguido refugiarse en un
auto contiguo al nuestro; pero no se animaban a cruzarse por miedo (casi certeza diría) a que
un tiro los atravesara en el camino.

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Hasta que, de repente, la lluvia paró. Al principio, no supimos a qué se debía; recién
cuando empezamos a escuchar los gritos descubrimos por qué. Estaban llamando a más gente,
convocaban a más amigos del barrio. Ahí fue cuando nos asomamos. Entonces pudimos ver,
casi desde los cuatro costados, cómo se iba asomando una horda de tipos, de todas las clases y
colores, alturas y formas, hacia la canchita donde habíamos jugado el Mejor Partido de Fútbol
de la Historia. De las armas se había pasado al lenguaje de las manos. Con Los Pibes nos
miramos entre nosotros, y sonreímos. Por fin era nuestra hora.
Salimos de atrás de los autos con todo, para irnos a cagar a trompadas con las huestes
de los Hermanos. Hasta el Rulo, con los tobillos hinchados, vino con nosotros. Con su fuerza,
hacía volar por los aires a nuestros enemigos, levantando polvareda en aquella canchita de
tierra. Locura, por su parte, parecía estar en su cumpleaños, por cómo se divertía pegando y
pegando y haciendo llaves para un lado y para el otro. Como se le hubiéramos dado carta
blanca para golpear, como si se supiera avalado para usar la violencia, se había desatado, y era
un huracán de piñas, patadas, llaves y hasta escupidas. Para él, valía todo. Por otro lado, Junior,
el Elfo y yo nos defendíamos como podíamos, apelando a todo lo que habíamos aprendido en
el entrenamiento. Aunque, definitivamente, aquellos tipos no eran los ninjas de El Chino. Con
decirles que hasta el Pocho, que llevaba nomás dos semanas (si no menos), en la organización,
se defendía bastante bien.
El Judío también participó en la pelea. A pesar de haber estado armado mientras
andábamos escondido, en ningún momento disparó su arma. Y cuando los otros se quedaron
sin balas, lejos de aprovechar para responderle a los tiros, guardó su arma bajo el saco y salió a
derribar oponentes a puño limpio. Les voy a decir la verdad: era casi un espectáculo ver a
nuestro buen jefe en acción, derribando tipos con sus movimientos de krav magá, tan rápido
que prácticamente no llegabas a apreciar el perfecto manejo de su técnica. Bastaba solamente
con que alguno de aquellos pelotudos se le fuera encima, para que El Judío le agarrara la
extremidad con la que lo había atacado y le hiciera alguna clase de torsión o de llave, para que
el tipo terminara tirado y terriblemente adolorido, en cosa de un segundo. Si parpadeabas, te lo
perdías.
Así que anduvimos, durante un rato largo, trompeando a las huestes del barrio del
Negro, mientras, desde lo lejos, los pibes más chiquitos chusmeaban la batalla campal en la
canchita, y ya salían algunas de las mujeres a putearnos y a decirnos de todo, por pegarles “a
sus machos”. Nosotros, protagonistas de la riña, andábamos preocupados únicamente en darles
para que tuvieran a esos infelices. Y mierda que pegamos bastante. Esa tarde, en el barrio del
Negro, nos cansamos de pegar.
Entonces pasó que uno de los tipos descubrió que todavía le quedaban balas en su
revólver, y no tuvo otro mejor a quien apuntarle que a Su Buen Amigo el Narrador. Empezó a
caminar hacia mí, confundido y ensangrentado como sus compañeros, a causa de la paliza que
les habíamos metido. Yo me quedé paralizado. Por un segundo, me acordé de la noche en la
que el asistente me había amenazado. La misma sensación de agonía, la misma desesperación
estática. Una quietud idéntica, también, a la que sentimos esa tarde en que El Judío liquidó al
gitano a sangre fría. Estaba duro como pedazo de fierro. Había muerte en el ambiente. Una
persona estaba por morir, y todas las señales marcaban que iba a ser yo.
El tipo se siguió acercando, mientras alrededor de nosotros, nuestros camaradas, los
míos y los de él, seguían enfrascados en sus micro-combates, reproducciones y al mismo
tiempo fragmentos del combate mayor. Caminaba hacia mí con lentitud, sabiendo que al
apretar el gatillo iba a acabar con mi vida. Pero, de la nada, apareció El Judío. Con el tipo
distraído apuntándome, no le costó nada bajarlo de una trompada, para que el arma cayera
prácticamente a mis pies. Enseguida, fui hasta el revólver y lo levanté. Observé el tambor. Le
quedaba una sola bala.
Nuestro buen jefe, después del golpe, se había quedado parado, sonriendo en medio
de la batalla, ajeno a mi descubrimiento. En ese momento, un pensamiento extraño atravesó mi

103
cabeza. ¿Y qué pasaba si yo, en aquellas circunstancias, mataba a El Judío? Después de todo, en
el fragor de la batalla, no era raro que uno de los tipos descubriera que se había dejado una
bala en el tambor y todavía pudiera llevarse una vida. ¿Qué pasaría si, con el deudor ya muerto,
a El Príncipe no le quedara otra que cobrarle la deuda a cada uno de los que, efectivamente, le
debían a él? Había que considerar que todo aquel asunto en realidad no involucraba a El Judío
sino indirectamente y, por lo tanto, con su muerte el asistente y cada uno de nosotros quedaba
libre de las obligaciones que él, en su irresponsabilidad, había contraído. ¿Y qué pasaba si, con
un disparo, no se disolvía el negocio por completo, cerraba la empresa, desaparecía la Casa
Roja y el asistente se tenía que conseguir otro laburo? Los Pibes podíamos tener otra
oportunidad en el marco de la legalidad, y aprovechar, de paso, todo lo que habíamos crecido
gracias al entrenamiento. Hacía menos de una hora el Negro nos había dicho que estábamos
para cosas mejores. Podía ser cierto.
Por otro lado, todavía tenía en mi cabeza el recuerdo del fusilamiento, como ya les
había dicho hacía unos párrafos atrás. A pesar de todas las justificaciones que nuestro buen jefe
había usado, lo cierto es que El Judío era un asesino. Un asesino, un delincuente, un mafioso. Si
lo mataba, iba a estar ayudando al mundo a deshacerse de aquella gente que le estaba
haciendo daño. En el fondo, matarlo era llevar a cabo un acto de bien.
Y por último, quedaba el detalle de que nunca le había disparado a nadie. No sabía
cómo se sentía. Ni qué implicaba. Al final, todo el entrenamiento había sido para nada. Ahora
tenía la oportunidad de experimentarlo. Un tiro que podía terminar con todo.
Sí, pensé, voy a matar a El Judío.

Levanté el arma y le apunté directo al corazón. Lo único que tenía que hacer era
disparar. Y todo habría terminado.

104
DECIMOQUINTA ENTREGA

MUTATIS MUTANDIS

El Judío se dio vuelta y me miró a los ojos. “Disparame”, parecía decirme con la mirada, “quiero
que me dispares, quiero que me pegues un tiro. Quiero que seas como yo”. No, no me miraba a
los ojos; miraba a través de mis ojos, atravesándome como alguna vez lo había hecho el
asistente, escrutando mi alma, sopesando todo lo que me andaba pasando por dentro en ese
mismo momento: los nervios, el miedo, la esperanza, la irracionalidad. “Dale, por favor, pegame
un tiro”, seguía la voz de su mirada, “matame, acaba conmigo, acaba con mi vida, matame, lo
estoy esperando, apretá el gatillo”, me gritaba casi, “Un balazo puede terminar con todo”.
Todo aquel asunto pareció haber durado una eternidad. Como si el tiempo se hubiera
ralentizado de una manera exagerada, hasta quedarse el Universo congelado en aquel
momento. Como si siempre lo hubiéramos estado haciendo. Como si el hecho de que mi buen
jefe me mirara a los ojos, y que yo estuviera apuntándole al corazón, fuera parte de una
secuencia infinita, condenada a repetirse por siempre. El resto del mundo se había empañado,
se había fundido en una mancha uniforme. Sólo éramos él y yo.
Entonces algo se movió a sus espaldas, y la sensación de estar aprisionados en la
eternidad se quebró como un cristal. Me di cuenta, en ese momento, de que apenas habían sido
un par de segundos. Y noté, atrás de él, que otro de los tipos con los que andábamos peleando
se acercaba, armado con un cuchillo, para matarlo por la espalda. De repente, parecía que mi
decisión se había resuelto sola: aquel tipo iba a matar a nuestro buen jefe, y a mí nomás iba a
quedarme dispararle después de que lo hiciera. Parecía que la Fortuna quería sacarme de
encima el fardo de la decisión.
Ahora bien, ¿era justo que un tipo como El Judío muriera de esa manera, apuñalado a
traición? Yo le había apuntado a su corazón, y él había esperado, con honor, que mi bala
acabara con su vida. ¿Podía dejar que aquel tipo lo matara sin siquiera mirarlo a los ojos? Y
hablando de aquel miserable, ¿debía dejarlo llevar a cabo una acción tan rastrera? Nuestro buen
jefe era un ladrón, un estafador, un asesino, es cierto; pero tenía honor. Merecía que su verdugo
lo mirara a la cara mientras le robaba la vida. Una acción convencida, intencional, honesta. En
cambio, el otro era un hombre menor, una rata de alcantarilla, un cobarde que no merecía la
menor de las consideraciones. Iba a matar a El Judío, sí, pero evitar el accionar del otro me
parecía una acción más urgente.
Aparte a mi buen jefe con un brazo, y disparé.
El negro cayó al piso. El sonido del balazo paralizó a todos alrededor nuestro.
Enseguida, salieron todos corriendo, dejando únicamente a Los Pibes y los Hermanos en la
canchita. Un grupo de personas, no obstante, también se acercó corriendo. Eran un grupo de
chicos y una mujer, que agarrando al infeliz mientras agonizaba, se puso a gritar de la
desesperación, a bramar como una loba. Apurado por hacer desaparecer la evidencia, yo me
alejé de la escena y tiré el revólver en unos pastos que había por ahí. Al rato, se me habían
unido mis camaradas, El Judío y los Hermanos, que querían que los acompañáramos a la casa
del Negro.
Teníamos que hablar.

Si les interesa, sí, el Negro decidió darnos una mano. Después de haber visto cómo nos
la habíamos bancado en la cancha, después de que uno de sus hombres muriera por nuestra
(por mí) mano, se convenció de que éramos auténticos delincuentes, de que realmente éramos
capaces de llevar a cabo la locura que nuestro buen jefe le había propuesto que hiciera para
ayudarnos en nuestra Cruzada contra El Milico.

105
Pero la verdad, no les quería contar sobre eso. Les quería hablar sobre mi crimen.
Todavía hoy, que ya pasó todo y puedo contarles esto tranquilo, hay noches en las que la
imagen de aquel negro desplomándose vuelve a mi cabeza, para repetirse una y otra vez, en un
bucle infinito. Y yo vuelve a tener aquel maldito revólver en las manos, y El Judío vuelve a estar
enfrente mío una vez más, observando cómo paso de matarlo, cómo paso de deshacerme de él,
y apunto mi arma hacia un hombre menor, hacia alguien de menor calaña, sólo por el respeto
que le tengo. Hay un momento en aquel sueño en que El Judío abre la boca para decir algo;
pero nunca lo dice o a lo mejor me lo dice pero es apenas un eco, una repetición, o lo entiendo
pero, como la mayoría de las cosas valiosas, apunta al alma y no al entendimiento.
Las noches en las que me visita el recuerdo de aquel tipo, el recuerdo de mi crimen, el
pesimismo se adueña de mi mirada y siento que ya estoy condenado, que no tengo posibilidad
de redención sobre este mundo. Pienso qué autoridad moral puedo tener para juzgar a nuestro
buen jefe. O en qué condiciones puedo volver al ámbito de la legalidad. Ciertas acciones te
llevan a cruzar un límite del que no hay retorno, un límite que te define y que te persigue, como
el estigma silencioso que marcaba a Caín. Habiendo asesinado a aquel tipo, yo me había
convertido en criminal. No, digo mal. Me había convertido en El Judío: para mí no había retorno,
y había matado a un hombre.

Pero ya dejémonos de literaturas baratas y mariconerías, y vayamos a lo concreto.


Habíamos cumplido con la primera parte del plan que yo había esbozado y que el jefe retocó
para que funcionara como un reloj. Ahora había que cumplir con la segunda parte. Que
consistía, básicamente, en provocar al enemigo.
Esa misma noche, después de volver de aquella batalla campal, con mis nervios todavía
destruidos, el Rulo con los tobillos hinchados, y el resto cansados y sucios, a excepción de El
Judío, que permanecía impoluto; el asistente se dedicó a llamar a la Jefatura de Policía de
Capacaída, para ver si podía arreglar, para la misma mañana siguiente (acuérdense de que nos
quedaban, más o menos, diez días para la fecha de la Sentencia), una reunión con el Jefe
Supremo de las Fuerzas Policiales. Tuvo que hacer uso de su legendaria lengua de serpiente
para que el oficial del otro lado accediera a reservarle una cita para El Judío y su joven guardia,
apelando a esta última, sobre todo, que al parecer intrigaba a todos los hombres de negocios
de la ciudad.
Así que al día siguiente, bien temprano, nos levantamos todos Los Pibes y nos dirigimos
a la Casa Roja. “¿Y qué vamos a hacer una vez que lleguemos a la Jefatura?”, quiso saber el Elfo
cuando aparecieron nuestro buen jefe y su asistente, y ya nos dirigíamos a los autos. “No sé,
pregúntenle al Flaco”, se lavó enseguida las manos El Judío, y me miró desafiante. El resto
también clavó en mí su mirada. Por un segundo, titubeé. No sabía qué decir. No me salía sonar
como El Judío y largar las palabras con la seguridad ciega del fanático que no cree, sabe que va
a tener éxito en las empresas que acomete. Yo era un pelotudo. “Y…”, dudé, “la idea es ir a verlo
al tipo este, a El Milico, y decirle que queríamos charlar sobre el tema de la deuda. Como todos
los otros, nos va a sacar cagando, y va a tener razón: no tenemos mucho para negociar, y aparte
le conviene que su deuda con El Príncipe esté a nombre de El Judío y no del suyo”, capaz que
estas palabras ahora las digo con más confianza, pero en aquel momento, la mirada inquisitiva,
el juicio de los otros, me hacía temblar la voz, mal, de una manera feroz. “¿Y entonces?”,
preguntó Junior, que venía siguiendo mi exposición con más celo todavía que los otros.
“Entonces le vamos a decir que es una lástima, porque el trato le hubiera podido ahorrar
muchos líos en el futuro, y vamos a dar media vuelta, y nos vamos a ir”. Ese final, lo pude ver en
su cara, los decepcionó bastante. “¿Cómo? ¿Eso nomás?”, se indignaron. “Sí, es eso nomás”, les
contesté. “¿Y qué pasó con los tiros, los lanzacohetes y el bardo con la policía?”, chequearon,
sacando la lista que alguna vez habíamos hecho circular entre nuestros celulares. “¡Sí, y las
putas!”, recordó el Elfo. “No rompan las pelotas”, le pedí a Los Pibes, antes de que subiéramos al
auto y marcháramos para la Jefatura.

106
Paramos los autos a unas cuadras del objetivo, y recorrimos la distancia que nos faltaba
a pata, mientras el chofer del BMW y el asistente nos esperaban apoyados contra el Audi.
Entramos en la Jefatura, no por la puerta de la fachada, que en general no se usaba nunca (una
gigantesca puerta de hierro labrado, que hacía juego con el resto del estilo colonial de la
fachada), sino por una puerta lateral, cotidiana, de servicio. Nos recibió un oficial de aspecto
cansado, sentado atrás de un escritorio viejo y rebalsado de papeles. Apenas le dijimos que
veníamos por nuestra cita con El Milico, nos pidió que lo siguiéramos.
El policía nos condujo durante un ratito por los pasillos de la Jefatura, hasta que, en un
momento, nos paró, para tocar un punto especial en la pared y que esta se abriera y se
convirtiera en una puerta a un pasadizo secreto. Los Pibes abrimos los ojos asombrados; El
Judío, en cambio, parecía conocer aquel lugar a la perfección. Mientras íbamos a través del
pasadizo, guiados por el oficial, nuestro buen jefe nos iba contando acerca de aquellos túneles.
Porque sí, no había nomás uno. “Existe todo un entramado de galerías atrás de las paredes y
abajo de la Jefatura”, explicaba, “Yo no los recorrí todos, pero conozco bastante de ellos, por
cosas que me anduvieron contando. Y si se están preguntando para qué están, la respuesta es
sencilla: funcionan como los conductos por los que fluye la verdadera justicia en Capacaída”.
No alcanzamos a preguntarle a qué se refería con eso de la verdadera justicia, que nos
topamos con una puerta de hierro cerrándonos el camino. Atrás de esa puerta nos esperaba El
Milico.

Del otro lado de la puerta nos esperaba una sala circular, la Sala Central de la Jefatura
de Policía de la República Popular de Capacaída. A lo largo de la circuferencia de la pared, pude
ver una serie de puertas de hierro idénticas a las que acabábamos de atravesar. Por algunas de
ellas aparecían policías trayendo encadenados a los infelices que iban a ser juzgados. A lo mejor
se están preguntando por quién. Y acá viene lo más importante de aquella extraordinaria
habitación. Desde el centro exacto de la Sala Central emergía un cono escalonado (me parece
que la forma más fácil de imaginar esto sería pensar en el Purgatorio de la Divina Comedia), en
cuya cúspide se asentaba un trono de oro, generosamente adornado. Y sentado sobre el trono
había un hombre.
Y llegamos al punto más inverosímil de mi narración, el punto que seguramente va a
hacer que muchos de ustedes que andan escuchando mis palabras (o leyéndolas), quiera dar
media vuelta e irse de una vez por todas, hartos de que un pendejo de (ahora) dieciocho años
les tome el pelo contándoles giladas imposibles de creer. Sí, ya sé, ahora es un poco tarde:
pudieron irse con los ninjas, con lo del entrenamiento, con el cementerio, y acá están. Pero
como se sabe, el que avisa no es traidor, y yo quiero tenerlos sobre aviso de que lo que viene a
continuación, nuestro primer encuentro con El Milico, o más bien, su aspecto, está en la línea de
las cosas más raras que me tocó vivir, y, como soy Su Buen Amigo el Narrador, contarles.
Decía que sentado al trono, nos esperaba nuestro objetivo. Ahora bien, a mí me
gustaría saber si ustedes tienen en la memoria alguna imagen de esos emperadores romanos,
viste, de la Antigüedad Clásica, con sus petos y sus capas. ¿Sí? ¿Se acuerdan de cómo se veían?
Esa mañana, cuando alzamos los ojos y vimos por primera vez a El Milico, no lo pudimos creer.
A la usanza de aquellos viejos emperadores, el Jefe Supremo de las Fuerzas Policiales de
Capacaída, en vez de un chaleco antibalas llevaba puesto un peto, y acompañaba el conjunto
con una capa azul marino y hasta una corona de laureles. El peto, negro, estaba adornado con
filigranas doradas que representaban pistolas 9 mm., mientras que otras tejían áureos laureles.
También llevaba, sobre el lado izquierdo, a la altura del corazón, el escudo de la policía. Más
tarde, El Judío me iba a revelar que el lema que estaba escrito en aquella insignia, el que
realmente seguían las Fuerzas Policiales, rezaba, en latín: MUTATIS MUTANDIS.
Aquella disposición, con las puertas de hierro y los infelices encadenados y el
Purgatorio coronado por el Emperador Milico, servía para ejecutar la verdadera (y secreta)
justicia de la ciudad. Uno a uno, los criminales eran arrastrados a los pies del cono, donde el

107
oficial a cargo del prisionero se disponía a leer los cargos por los cuales se lo acusaba. Una vez
El Milico escuchaba las imputaciones, se dedicaba a observar al acusado, y extendiendo su puño
hacia el frente, llevaba adelante el proceso en su interior: si el prisionero era de piel clara, tenía
ropas de marcas caras, o bien tez oscura pero con suficiente poder adquisitivo como para
abonar su libertad, entonces levantaba su pulgar, y el acusado era liberado, previo pago de sus
obligaciones para con la Ley. Ahora bien, si se trataba de un infeliz de tez oscura, vestido a la
usanza marginal, o de tez clara pero que no probara (exhaustivamente) su capacidad de pagar
por la libertad, entonces El Milico bajaba su pulgar, y el acusado era enviado a los calabozos,
donde no sólo se lo despojaba de cualquier dinero que llevara encima (en concepto de gastos
administrativos y legales), sino que se lo molía a palos por delincuente.
Esto lo sé porque aquella mañana fui testigo de, cuanto menos, diez procesos, resueltos
con una celeridad que me dejó pasmado. De esa manera pude entender cuánto poder tenía
realmente nuestro enemigo, en virtud de su capacidad para decidir sobre la vida de los otros
como si de un capricho se tratara, elevado por un sistema corruptor a la categoría, casi, de dios
en la tierra, y al mando de un ejército de hombres dispuestos a cumplir sus disposiciones (en
muchos casos, como forma socialmente aceptable de encauzar sus conductas violentas natas).
Pero creo que me estoy yendo demasiado por las ramas y yo estoy yendo a las
acciones, que son el corazón de una buena historia. Después de un rato de andar esperando
ahí, frente a la puerta por la que habíamos entrado, El Milico por fin accedió a hablar con
nosotros, y mirando al oficial que nos acompañaba, le pidió con un gesto que nos llevara ante
él. “¡Miren quién esta acá!”, nos recibió desde lo alto, cuando llegamos al pie del Purgatorio.
Todos nosotros nos quedamos clavados al suelo, sin animarnos a movernos; apenas El Judío
mantenía la soltura, y hasta puso un pie sobre el primer escalón, sin importarle ni la mirada de
su colega, ni la del oficial que tenía al lado. “El extraordinario Judío y su banda de pendejos”,
siguió El Milico, “Tengo que reconocer que vienen haciendo bastante ruidos, chicos, eh. Es más,
ayer mismo, mi gente me avisó de un tiroteo en uno de los barrios. Lo que más les llamó la
atención fue la descripción de los involucrados: un grupo de pibes de su edad vestidos igual
que ustedes”. “Si van a hablar, que hablen las pruebas”, minimizó El Judío. Para qué… El Milico
montó en cólera. “¡ASÍ ESTÁS, VOS TAMBIÉN, PELOTUDO DE MIERDA! ¡Dale, seguí haciéndote el
vivo, hacete el canchero! ¡Vamos a ver cuando te agarre El Príncipe! Aaaaah, me gustaría estar
ahí para verlo. Dicen que es capaz de arrancarle a la gente el corazón con la mano y comérselo
enfrente de ella”, nosotros ya estábamos cagados en las patas, pero nuestro buen jefe seguía
ahí, impertérrito.
“En resumen, ¿a qué venían?”, quiso saber nuestro objetivo una vez que se calmó.
Entonces El Judío se dio vuelta y me miró, esperando que hablara. Yo me puse de todos colores,
y busqué auxilio en mis camaradas, que de repente me habían abandonado. Estaba solo, bajo
aquel dios autoproclamado, y todo el mundo esperaba mi respuesta. “Vinimos”, arranqué como
pude, “porque queríamos saber si existía la posibilidad de que reconsiderara la situación de mi
jefe, acá presente. Sabemos que le debe un dinero a usted y por eso mismo, nos quisimos
mostrar dispuestos a renegociar las condiciones de pago, para evitar la Sentencia de El
Príncipe”.
Desde lo alto, El Milico me miró entre el asombro y la admiración. “Ah, bien, los tenés
educaditos a los pibes estos, eh”, le dijo a El Judío, riendo. Entonces me miró a mí. “¿Sabés qué
pasa, nene?”, me contestó, “hay una cuestión a la hora de hacer negocios, que es el respeto. El
respeto mutuo. Tu jefe acá presente, el que vos estás defendiendo, me faltó el respeto. Le
brindé un servicio, y él no me lo pagó. Confié en su palabra, y me volvió a fallar. Y a pesar de
todas mis amenazas e intimidaciones, tu jefe acá presente no me dio pelota, se creyó vivo.
Ahora que por fin encontré una manera de que esa guita que no tenía me sirviera de algo, no
me podés venir a pedir que confíe en el mismo tipo que me cagó a antes”. Tenía razón. Aunque
calculo que él no había imaginado que yo iba a contar con esa respuesta, que su negativa, tal y
como le había explicado a Los Pibes antes de salir para la Jefatura, formaba parte del plan que

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se me había ocurrido. “No sabe cuánto lamento que diga eso”, me afligí, irónico, “de verdad que
quería que hiciéramos negocios. O sea, le podría ahorrar a usted muchos dolores de cabeza
futuros”, decía, mientras veía cambiar el semblante del tipo, “y además, a diferencia de mi jefe,
acá presente, para mí sería muy importante mantener una buena relación con usted. Cosa muy
difícil si ya va truncando mi primer ofrecimiento”.
El Milico sonrió y empezó a bajar de su pedestal, peldaño por peldaño, hasta quedar
enfrente mío. “Hablás como tu jefe, ¿sabías?”, me preguntó. Yo trataba de que no se notara el
cagazo que tenía. “No le está yendo muy bien por hablar así, ¿sabías?”, reincidió. “Yo te digo lo
que van a hacer ahora, todos ustedes”, miró a El Judío, “Vos incluido”, volvió conmigo, “Se van a
dar media vuelta, y se van a ir de acá antes de que los mande a encerrar por todos los
quilombos que vienen haciendo desde hace rato ya, y que todavía no les cobré”.
No le contesté nada. Tampoco es que hubiera mucho para decir. Nomás quedaba
obedecer. Así que enseguida, el oficial que nos había llevado hasta la Sala Central, se dispuso a
conducirnos de nuevo a la parte visible de la Jefatura, y a continuación, a la salida. Una vez
afuera, mientras volvíamos para los autos, Los Pibes se me acercaron para preguntarme por qué
mierda le había dicho las cosas que le había dicho. “Ahora él sabe posta de nosotros, no somos
rumores ni algo que no conozca”, les contesté. Al toque saltó Junior. “Pero chabón, ¿para qué
mierda querés que sepa posta quién somos?”, preguntó.
Sencillo: era indispensable para la tercera parte del plan.

“Entonces, ¿qué hacemos acá?”, preguntó Locura, mientras se echaba en un sillón.


Revisé el Celular Dorado del Poder. Ya tenía que estar por llegar. Era inevitable. En
cuanto se enterara de que habíamos sido nosotros, no lo iba a pensar dos veces y se iba a
encargar del asunto en persona. Tal y como yo andaba esperando. No lo iba a poder soportar:
tenía que ponernos en nuestro lugar, tenía que ajusticiarnos.
Quizás se pregunten qué hacía yo con el Celular Dorado del Poder de mi buen jefe.
Unas horas antes de que anduviéramos ahí, esperando, El Judío y yo nos reunimos para aclarar
los últimos puntos de nuestra incursión contra El Milico. Se nos ocurrieron algunos nuevos giros
interesantes, descartamos otros, alteramos algunas cositas del esquema original, y al final, el
jefe me pasó la herramienta indispensable. “Cuidalo bien”, me advirtió cuando me puso el
Celular Dorado del Poder en las manos. “¿Y a qué hora piensan salir?”, quiso saber. “Un rato
después de que oscurezca”, le notifiqué.
Dicho y hecho, un rato después del anochecer, ya El Judío y el asistente nos llevaban
para el barrio adonde íbamos a ejecutar la tercera parte de nuestra estrategia. Aquel era un
sector de Capacaída para la gente de alto poder adquisitivo: todo un barrio dispuesto nada más
que para quintas y casas de fin de semana que se ocupaban tres fines de semana al año. Un
lugar de calles angostas, en las que solamente se puede circular a baja velocidad, pleno de
verde, de naturaleza. Hacia aquel lugar, la Tierra de las Quintas, nos llevaron, en los pañales de
la noche.
Apenas nos dejaron, Los Pibes no perdimos un segundo y marchamos hacia nuestro
objetivo. ¿Qué buscábamos? La quinta que El Milico tenía en aquella zona. Gracias a las
diligencias del asistente, nos habíamos enterado de la dirección, y no nos costó encontrarla
teniendo el dato. Era una casa gigante, de un marcado estilo colonial. Parecía una de esas casas
que habían persistido de la época de la Revolución, con sus tejas anaranjadas y sus galerías y
esa disposición en chorizo, aunque por lo materiales y el acabado se notaba que no tenía más
que un par de años.
Saltamos el alambrado que la cercaba, y en ese momento recibí un mensaje en el
celular. Los Pibes, a todo esto, avanzaban tranquilos a través del patio en dirección a la casa.
Saqué el Celular Dorado del Poder, y mientras leía el mensaje, escuché los gritos. Era del
asistente: “Chicos, tengan cuidado que me parece que El Milico tiene unos dóberman dando
vueltas por la quinta”, decía, y para cuando levanté la vista, pude ver a Los Pibes correr

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desesperados, huyendo de los dos canes del Infierno que los perseguían. Ahí nomás, entré a
correr y a gritar como mis camaradas, rezando por no terminar último en la carrera. Con que los
perros agarraran a otro yo ya me conformaba. Hasta que al Elfo le pintó el papel de héroe, y
después de pedirnos que lo esperáramos en la casa, se rezagó un poco y atrajo a los doberman
tras de sus pasos.
Para honrar la memoria de nuestro amigo, que se había perdido en la noche junto con
los dos perros, decidimos hacerle caso y entrar en la quinta. Tuvimos que romper una ventana
para poder pasar, porque todas las puertas de entrada estaban (obviamente) cerradas con llave.
Una vez adentro, Junior y el Pocho decidieron tirarse a descansar en uno de los sillones que
había por ahí. Locura, el Rulo y yo nos dedicamos a recorrer las distintas habitaciones.
La quinta de El Milico estaba llena de antigüedades, sobre todo militares. No eran
antigüedades mundiales, sino más bien nacionales: armas y artesanías de los pueblos
originarios, platería, documentos, cartas, trajes de gala, cuadros, mosquetes, y hasta armaduras
de los primeros conquistadores. Visitar aquel museo privado permitía atestiguar la marcada
admiración que nuestro objetivo sentía por aquella época, y el celo en la selección de las
antigüedades, puesto que no coleccionaba cualquier cosa, sino objetos muy particulares y
significativos; demostraba que no se trataba de un tipo violento cualquiera, de otro gorila
retardado y golpeador, sino de alguien con un lado paciente y culto, y con un criterio de valor
bastante afinado. Lo cual lo hacía, a mis ojos, un adversario más digno. Y un éxito más
placentero.
Me devolvió a la realidad el vozarrón de Locura. “Nooo”, chilló, mientras se dirigía a un
arco y un carcaj lleno de flechas que colgaban en una de las paredes, “a mi hermano esto lo va
a volver loco”, dijo, y ahí nomás los manoteó. “Ey, pelotudo de mierda, devolvé eso”, lo retó el
Rulo, “no vinimos a robar nada”, pero ya era demasiado tarde: Locura se había enamorado de
aquello, y ya no había forma de que abandonara su cabeza. Aunque se lo prohibiéramos,
aunque se los arrancáramos de las manos después de una paliza brutal, nuestro camarada iba a
encontrar la manera de volver a buscarlos y llevárselos. Era inevitable. “Ya fue, dejalo”, le pedí al
Rulo después de que lo corriera a nuestro amigo alrededor de aquella sala, “no los va a soltar”.
“¡Pero vamos a quedar como chorros!”, rezongó el Rulo. “Perfecto”, contesté, “es lo que
necesitamos”.
Volvimos a la sala de la que habíamos salido. Ahí nos esperaban los otros dos, que
seguían descansando, y el Elfo, que había llegado hacía un ratito. “Ya están los perros”, nos
informó, “los encerré en un galponcito que había por ahí. No van a joder más”, y sonrió.
Entonces el hermano le dijo que le tenía preparada una sorpresa, y le alcanzó el arco y el carcaj.
No voy a ponerme a detallar cada una de las exclamaciones que largó el Mellizo en ese
momento, de la emoción zarpada que le embargaba el alma, porque me quedaría sin cinta
antes. Supongo que basta con decir que se puso a saltar y a llorar de la emoción: toda su vida
había flasheado con los arcos, y ahora resulta que tenía uno, que era suyo y de nadie más. Ni
siquiera preguntó de dónde carajos lo había sacado el hermano. Simplemente se lo adueñó, y
sin perder un segundo, se los calzó en la espalda.
“Entonces, ¿qué hacemos acá?”, preguntó Locura después de un rato, mientras se
echaba en un sillón. “Esperamos”, le contesté. “¿Qué esperamos?”, quiso saber Junior, que se
retorcía por dentro al no conocer el plan. Le molestaba que, siendo el más inteligente de Los
Pibes, todavía no supiera que andaba pasando. “Ya se van a enterar”, fue lo único que dije.
Cuando un rato después Los Pibes escucharon las sirenas, se desesperaron. Enseguida
se pusieron a correr, y a buscar la salida de aquella casa. El único que andaba tranquilo era yo. Y
así también me comía sus puteadas. Salimos de la casa y emprendimos el camino hacia el
alambrado, que treparon a toda velocidad. Yo que seguía con idéntica paz. Total, toda celeridad
fue inútil. Para cuando estuvimos del otro lado, ya nos andaba esperando media docena de
patrulleros, y estábamos rodeados por la policía.

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No sé por qué, pero en aquel momento me acordé de la noche en la que espié el
encuentro de El Judío con El Príncipe, y todo pareció tener sentido. Las cosas que habíamos
pasado tenían que desembocar en aquel momento. Era inevitable.

“Miren a quién tenemos acá”, se relamió el Jefe Supremo de las Fuerzas Policiales de la
República Popular de Capacaída mientras venía hacia nosotros. Había por lo menos diez tipos
apuntándonos y gritándonos que nos quedáramos quietos y con las manos en alto,
prepotentes, agresivos. Las luces altas de los patrulleros nos daban de frente en la cara y casi
nos dejaban ciegos. “Pero si son los nenes de El Judío”, seguía el otro, “¿No les bastó con la
visita de hoy a la mañana, eh?”, su voz se fue endureciendo de a poco, “¿Tenían que venir a mi
casa, eh? ¿Tenían que provocarme?”. Entonces vio el arco y el carcaj, cruzados a la espalda del
Elfo. Y ahí se desató. “¡Ah, encima me roban! ¡LA PUTA QUE LOS PARIÓ, PENDEJOS DE MIERDA!
Ahora van a saber lo que es sufrir. Los vamos a llevar con nosotros, y me van a pedir por favor
que les llame su mama. No saben cómo les va a quedar el orto después de que los deje donde
los pienso dejar”.
Los Pibes estaban cagados en las patas. Hasta yo, lo reconozco, reculé un poco con la
bronca y la fuerza que tenía en la voz El Milico. Por dentro rezaba, rezaba posta, que El Judío se
acordara de la parte que le tocaba, que no nos traicionara, que no nos dejara en banda. El
Milico mandó a que los oficiales nos agarraran y, a los golpes, nos llevaron hasta los autos. Los
Pibes no paraban de putear: a mí, a El Judío, a El Príncipe, a la Cruzada, a las deudas, al
capitalismo. Y yo rezaba. Nos dieron a todos la cabeza contra los capots de los autos, y nos
esposaron las manos. Y yo rezaba. Y para cuando ya nos estaban por meter adentro de los
patrulleros, sonó el Celular Dorado del Poder. Y mis plegarias fueron escuchadas.
“Esperen… Esperen un segundo”, ordenó El Milico, antes de pedirle a sus hombres que
nos reunieran de vuelta, esposados, frente a él. El Celular Dorado del Poder seguía sonando.
“¿Sabés quién es?”, me interrogó nuestro objetivo. “Supongo que debe ser El Judío”, le contesté.
“¿Así que El Judío, eh? Vamos a ver qué opina de que sus muchachos estén en mi poder”, y acto
seguido, mandó que uno de los oficiales me incautara el celular, y se lo alcanzara, para
llevárselo al oído. Había caído en la trampa.
No precisaba escuchar las palabras que nuestro buen jefe le iba diciendo al Jefe
Supremo. Ni siquiera adivinarlas a través de la cara del objetivo. Porque ya las habíamos
ensayado con El Judío en la Casa Roja, antes siquiera de haber ido hacia la Tierra de las Quintas.
“Pobre de vos, queridísimo Comisario”, había teatralizado él aquella noche, “Pero caíste en una
trampa organizada por un grupo de pendejos de secundaria. El celular que sostenés en las
manos, tiene una carga inestable de sales de potasio conectada a la batería. En cuanto
contestaste la llamada, activaste un circuito que puso a circular el potasio: si vos llegás a cortar,
o yo corto, el potasio que está circulando dentro del circuito va a hacer reacción y va a hacer
explotar la batería. Y no sabés cómo les queda la cabeza a la gente cuando les explota un
celular en la oreja. Te sugeriría que tampoco trates de alejarlo de tu cara: en este mismo
momento te estoy vigilando, y si llegás a intentarlo te juro que corto, y antes de que puedas
moverte te va a volar la cabeza”
El rostro de El Milico se puso pálido. Todos los que estaban alrededor de él, salvo yo,
que conocía las palabras, lo miraron con intriga o preocupación. ¿Qué mierda le estaban
diciendo, que se le alteraba así el semblante? “¿Y qué querés que haga?”, se resignó el Jefe
Supremo. Yo sonreía: El Judío había mencionado exactamente esa pregunta. “En primer lugar”,
había dicho en la Casa Roja, “quiero que sueltes a los pibes, que los larguen”. Unas horas
después, los hombres de El Milico nos largaban. “Ahora”, siguió ensayando El Judío frente a mí,
“quiero que se suban todos en tu auto. No des explicaciones, no hagas cosas raras. Que se
suban todos a tu auto y salgan de ahí, sin que nadie los siga”.
Frente a la mirada atónita de todos los oficiales, el Jefe Supremo de las Fuerzas
Policiales se subió a su auto personal acompañado de todos nosotros. Locura, por ser el que

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más experiencia tenía al volante, manejaba. Su hermano hacía las veces de copiloto, y el resto
de nosotros se apiñaba, como podía en el asiento de atrás. “¡No quiero que nadie me siga!”, le
gritó El Milico a sus hombres, que no sabían cómo reaccionar.
Mientras nos alejábamos de la quinta, nuestro objetivo recibió la última de las
instrucciones. “Yo sé que vos tenés un revólver, ahora mismo, en la cintura. Quiero que te lo
saques, y se lo des al pibe que tenés al lado”, o sea, a mí. A regañadientes, El Milico accedió.
Sacó su revólver y me lo pasó, para que yo le apuntara con el arma pegada a su garganta.
“Ahora dale el celular también”, fue lo último que dijo El Judío en la Casa Roja, antes de que lo
felicitara por saberse de memoria su papel.

“Sí, se lo creyó todo”, le dije a nuestro buen jefe por el celular, cagándome de risa. En
ese momento los otros se empezaron a preguntar, entre ellos, si todo aquello había sido un
engaño. Cuando les contesté que sí con un gesto, se entraron a cagar de risa también. “¡Qué
hijo de puta!”, reconocía Locura. “Sí, muy buena vieja”, me felicitó Junior. Sí, Junior. Al Jefe
Supremo lo devoraba la bronca. “Ya vamos para allá”, le avisé a El Judío, antes de cortar. “Espero
que no nos guardes rencor”, miré al Comisario a los ojos y sonreí.
El auto de El Milico era una fiesta. Salvó yo, que iba atento apuntándole a nuestro
rehén, el resto se cagaba de risa y festejaba lo que habíamos hecho. Sí, éramos grosos, éramos
muy grosos. Habíamos hecho una jugada zarpada. Y un montón de boludeces más, que
solamente les cuento para que sirvan de contraste para lo que pasó a continuación.
Porque resulta que, mientras veníamos ahí, todos contentos por el éxito de la
operación, un cascote salió de la nada e impactó en el parabrisas del auto del Comisario.
Enseguida, Locura clavó los frenos, asustado. Y de la misma nada, sin que ninguno lo hubiera
podido prever, aparecieron un montón de negros como los de la canchita, y con palos y
cadenas rompieron los vidrios de las cuatro puertas y nos sacaron del auto a los empujones y
los palazos. Una vez estuvimos afuera, nos cagaron a palazos y a cadenazos a todos, una paliza
que nos dejó en la ruina, y a mí me sacaron el revólver; después se mandaron para adentro del
auto, donde se andaba refugiando El Milico, y salieron a toda velocidad de ahí.
Todo pasó así, a una velocidad apabullante. De la cima a la lona en segundos. Mientras
estábamos ahí, en el suelo, destruidos, pudimos ver el auto del objetivo perdiéndose en la
noche. Y para cuando pensábamos que nada podía ser peor que aquella mejicaneada,
escuchamos las sirenas los desobedientes policías, que habían salido a buscar a su jefe, y no
iban a tener ningún problema en levantarnos a nosotros como cómplices de secuestro.

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DECIMOSEXTA ENTREGA

LA MANO DEL POCHO

Como pudimos, salimos de la calle y fuimos hasta las zanjas a los lados del camino, para
escondernos. Desde la trinchera, pudimos ver a los patrulleros, uno atrás del otro, pasar en
busca del auto del Comisario, que ya prácticamente se había perdido en la lejanía. Cuando
estuvieron a una distancia prudente, salimos de nuestro escondite, un poco más enteros, y yo
me dispuse a llamar a El Judío para que nos fueran a buscar.
“Vieja, ¿hacía falta que nos pegaran tanto?”, quiso saber Locura, mientras esperábamos
a nuestro jefe. “Sabés cómo es: el secreto de una buena estafa está en la teatralidad”, le
contesté. “Toda la teatralidad que vos quieras”, dijo el Rulo, agarrándose por todos lados, “pero
esos tipos nos pegaron en serio. No fue actuando”. Tuve que reconocerle que tenía razón, pero
también que era indispensable. “Si nos tenían lástima, El Milico se iba a dar cuenta de que esos
locos estaban con nosotros, y no iba a dar resultado. El objetivo tenía que ver que nos rompían
todos”, les expliqué.
Sí, Mi Buen Amigo Lector. Una vez más, como en tantas otras ocasiones, te engañé: Los
Pibes estaban esperando aquel ataque. No, no esperaban el resto, y de hecho, su
desconocimiento del plan del Celular Dorado del Poder era cierto; pero si hacés memoria,
deberías acordarte de que ellos estuvieron presentes mientras nuestro buen jefe le detallaba al
Negro lo que precisaba que hiciera durante la jugada contra El Milico. Así que sabían que, en
algún momento de nuestro recorrido (que también sabían que se iba a producir, y realmente
intrigó a Los Pibes cómo íbamos a conseguirlo), un grupo de revoltosos nos iban a dar una
paliza y se iban a llevar consigo al objetivo. ¿Por qué entonces fui tan despreciable como para
velarles ese dato al final de la entrega anterior? Supongo que estaba jugando, que quería ver lo
que se sentía contar la historia desde el punto de vista de la víctima, del que no tenía idea de lo
que andaba pasando, del que ignoraba que todo, todo, todo, estaba fríamente calculado.
¿Tuve éxito?

Si todavía están leyendo esto, me gustaría contarles que El Judío nos pasó a buscar y
nos llevó de vuelta a la Casa Roja. Eso sí, a mí no me dejó subir al BMW hasta que no le devolví
el Celular Dorado del Poder. Yo rezongué un poco; la verdad, me había acostumbrado a llevarlo.
Me sentía muchísimo más groso cuando lo tenía en mi bolsillo. Pero al jefe no había con qué
darle: tuve que renunciar a tener aquel objeto de mi adoración.
Para que nuestros viejos no sospecharan de nuestras heridas, decidimos volver a la vieja
excusa de la pelea a la salida de un bar; en este caso, del Bar Obrero, con un número más justo
de agresores, y una contienda relativamente pareja, que por cierto al final terminamos ganando.
Sí, igual nos comimos todos un reto y un sermón, pero por lo menos la coartada evitó que
supieran que lo que en realidad hacíamos por las noches no era ponernos en pedo o jugar a la
Playstation como los demás chicos de nuestra edad, sino salir a engañar mafiosos.
No obstante, nuestro mayor problema, antes que lo que nos pudieran decir nuestros
viejos sobre las salidas y las peleas, seguía siendo conseguir la plata del Jefe Supremo de las
Fuerzas Policiales de la República Popular de Capacaída, que todavía no habíamos conseguido.
O sea, lo habían secuestrado las huestes del Negro (y fue de agradecer que el comunicado se
pasara enseguida a la policía, para evitar que sus miras cayeran sobre nosotros. De todas
maneras, El Milico no pudo evitar comentar, en el mensaje que les mandó a sus hombres, la
paliza que se habían comido los pendejos que quisieron cagarlo en primer lugar), pero todavía
no le habían pagado. Y nos quedaban nomás unos diez días antes de que llegara la Última
Noche del Año y se cumpliera la Sentencia. Lo peor de todo era que ni siquiera podíamos

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intervenir, porque de esa manera íbamos a revelar nuestra vinculación con los secuestradores;
algo que, obviamente, queríamos evitar.
Por suerte, el buen hacer de la gente del Negro a la hora de torturar consiguió que,
unos cinco o seis días más tarde, El Milico cediera y ordenara a sus hombres que usaran parte
del dinero sucio de la organización para liberarlo. Era irónico, en cierto sentido: habiendo
conseguido tanta plata cobrando por los crímenes ajenos, ahora usaban esa misma plata para
zafar de un crimen que les estaban cometiendo a ellos.
De todas maneras, nosotros no supimos nada de cuánto fue en total el rescate que se
pidió por el Comisario, ni en qué condiciones se realizó el intercambio, o en qué estado estaba
nuestro objetivo para ese momento; recién tuvimos vela en el entierro cuando un par de
pendejos que laburaban para el Negro apareció en la Casa Roja trayendo un bolso con nuestra
parte de la guita. “Amigo, nuestro jefe les manda esto para ustedes”, nos contó el asistente que
le dijo uno de los chicos, riéndose de la ignorancia del pendejo, que no sabía que con la plata
que llevaba, podía fugarse de la ciudad y empezar una nueva vida. Aunque lo que más gracia le
causó fue la respuesta que el pibe le dio cuando le preguntó por lo que le pagaban por llevar
paquetes. “Todavía nada, amigo”, nos contaba que le contestó el chabón, “pero me dijeron que
un par de viajes más capaz me garpan mi primera luca, loco”.
La conclusión de El Judío sobre aquel asunto fue que, mal que le pesara al status quo, el
Negro tenía futuro entre los hombres de negocios de Capacaída, y que, más tarde o más
temprano, iba a terminar convirtiéndose en El Negro, con todas las letras. Después nos íbamos
a enterar de que, con la plata que había obtenido gracias al secuestro de El Milico, el Negro le
había comprado todo un arsenal a El Príncipe. En lo inmediato, esto le servía para evitar las
obvias represalias que la policía le iba a tirar encima. Pero según nuestro buen jefe, aquella
movida implicaba que, en el mediano plazo, el Negro iba a poder contar con su propio ejército,
al igual que el resto de los cabecillas de cada barrio. “Ustedes contribuyeron al curso de la
Historia”, nos dijo, mordaz, El Judío.

La misma noche en la que los esbirros del Negro vinieron a traernos la plata, decidimos
ir con Los Pibes a celebrar nuestro éxito al viejo Bar Bohemio. Pero mientras nos marchábamos,
nuestro buen jefe me mandó a llamar a su oficina, la misma en la que se había reunido con El
Príncipe. Yo estaba re caliente: me quería ir de joda. Pero no se le podía decir que no a El Judío,
así que agaché la cabeza y me despedí de mis camaradas. “Yo ya voy”, les dije antes de que se
fueran, “esperenmé”. “Sí, vos andá tranquilo”, me contestó el Rulo, “que nosotros te guardamos
la cuarta jara de Branca Menta”, y se cagaron todos de risa del pobre gil que se tenía que
quedar en la Casa Roja. Sobre todo mi hermano.
Refunfuñando, puteando por lo bajo, fui guiado por el asistente a través de la
laberíntica Casa Roja hasta llegar a la oficina. “Te está esperando”, me dijo entonces el tipo,
indicándome la puerta, y pasé. Adentro estaba, efectivamente, mi buen jefe, sentado tras un
enorme escritorio en aquel gigantesco sillón de terciopelo verde. Pude ver, a sus espaldas, las
ventanas de la discordia, a través de una de las cuales espié yo su conversación con El Príncipe
aquella fatídica noche de la cual nunca me voy a olvidar. “¡Flaco, qué bueno que todavía estés
acá!”, me recibió. Hijo de puta, yo quería con mis amigos de joda, la concha de tu madre,
cortamambo, aguafiestas, explotador, rata, tendría que haberte disparado. “Siempre es un
placer”, le contesté con una sonrisa. Me invitó a sentarme. “Ponete cómodo”, dijo, “te lo
merecés”.
Esa última frase me hizo sospechar. Merecer implicaba que había hecho algún mérito, y
la verdad yo no me acordaba de haber hecho nada lo suficientemente significativo como para
que El Judío me lo reconociera. Y se lo dije. “¿Cómo que no?”, me preguntó casi en la
indignación, “¿Y el plan para conseguir la plata de El Milico? Salió de tu cabeza”. Tenía razón.
Todavía me acordaba que lo había llevado aparte y le había comentado la idea de secuestrarlo,
pero jugando con la omnipotencia del Jefe Supremo y haciéndolo caer en el error de que tipos

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más peligrosos que nosotros habían sido los culpables, alejándonos de las sospechas. Igual a
como habíamos hecho con El Yanki, sólo que cambiando lo que hacía falta cambiar. “Bueno,
pero eso no fue mérito mío nomás. Todos ayudaron a que lo consiguiéramos: vos, el asistente,
Los Pibes, el Negro, los Mellizos. Decir que fue mérito mío no sería justo con el esfuerzo de los
demás”, me sinceré.
El Judío sonrió y se levantó del sillón. “Sos más humilde de lo que me acordaba”, dijo
con satisfacción mientras rodeaba el escritorio. Una vez del mismo lado que yo, se apoyó contra
el mueble y siguió. “Por eso, voy a decirte algo: ningún hombre se hace solo. Ninguno. Ni
siquiera los más grandes. Menos que menos, los grandes hombres. Cada persona es un
conjunto de personas que van detrás de ella, sosteniéndola, ayudándola, quitándole los
obstáculos del camino. Y muchas veces sucede que los nombres más afamados son aquellos
que mayor cantidad de personas tienen atrás, para obedecerlos, para ayudarlos, para
defenderlos, para financiarlos. Para realizar todas aquellas cuestiones menores que harían que,
si el gran nombre se ocupara de ellas, no llegara a ser ni un maldito susurro. Y saber eso, saber
que uno es lo que es gracias a los otros, saber que uno fue elegido para ponerle rostro a una
masa de personas, saber que uno no es la grandeza que se arroga, sino más el resultado de la
eficiencia de la multitud que lo sostiene, es una desgracia tan grande como el anonimato.
“Por eso te reconozco el mérito del último asalto. Porque vos tuviste la idea que ejecutó
el resto, y vos llevaste adelante las acciones más comprometidas. Sí, no lo hubieras podido
hacer sin los otros. Pero los otros, sin vos, no hubieran sido nada, ni siquiera colaboradores. Así
que, como reconocimiento por lo que hiciste”, arrancó, buscando dentro de su saco, “quiero
darte esto”, y sacó el Celular Dorado del Poder. Yo me quedé sin voz. Me entraron a brillar los
ojitos. “No te lo di antes”, me aclaró, “porque lo necesitaba para seguir las negociaciones del
Negro. Pero ahora que todo eso ya pasó”, me lo extendió para que lo agarrara; yo se lo saqué
de las manos, sin poder entrar en mí de la emoción, “te lo regalo, para que lo uses como se te
antoje. Ya es tuyo”
Mi cara apenas bastaba para albergar mi sonrisa. Me dolía de sonreír. De todas maneras,
pido disculpas, porque mi capacidad para narrar no alcanza para describir todo lo que me pasó
en ese momento por adentro y por afuera. Les pido perdón, en serio, porque hasta la cosa más
exagerada que les pudiera decir, no sería más que un diminutivo de la alegría que yo tenía en
aquel momento. En parte, sí, porque me acababan de dar el mejor celular que había visto en mi
vida; pero sobre todo porque venía con el respeto y el reconocimiento de El Judío.
“Lo único que te voy a pedir”, me advirtió apenas me lo dio, “es que no le borres nada.
Mirá que los números que hay en ese teléfono algún día te van a salvar la vida”. La verdad, no le
entendí lo que me había querido decir (ni siquiera ahora, mientras lo tengo en las manos, lo
entiendo), pero le dije que sí igual y me lo guardé en el bolsillo.
Así fue como conseguí el Celular Dorado del Poder.

Aunque realmente habíamos disfrutado festejar nuestro último éxito en el viejo Bar
Bohemio, tomando jarra tras jarra de Branca Menta, y acariciándonos con unas chiquitas, la
posta era que ya estábamos en la última semana de diciembre y nos quedaban apenas unos
días antes de que El Príncipe matara a El Judío, así que, más que festejar, teníamos que hacer
todo lo posible para evitar perder la cabeza. No teníamos ni un puto segundo de sobra.
Así que, al día siguiente nomás de haber recibido la plata de El Milico, nos reunimos una
vez más alrededor de la mesa redonda, durante la tarde que moría, para hablar del último
hombre de negocios de la República Popular de Capacaída. “Lo conocen como El Tano”, lo
presentó nuestro buen jefe siguiendo la costumbre, “y es el hombre más poderoso de
Capacaída después de El Príncipe. Si el Jefe Supremo basaba su poder en el control policial de
la ciudad, y en la omnipresencia a través de las distintas comisarías; El Tano lo hace a través de
la plata y de la organización precisa: es un tipo con suficiente plata como para comprar a toda
la policía, y de hecho lo hace después de cada operación, y cuenta con un ejército de contactos

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en todas las esferas del poder oficial de la ciudad. Si hay alguna clase de poder, él tiene
infiltrados y testaferros.
“En la ciudad, controla a todos los corredores de apuestas. A todos. Otra de sus
inversiones está en el negocio de la construcción, que no para nunca, contra toda lógica.
También se dedica a usar sus influencias para interceder en los distintos niveles de gobierno, a
cambio de una pequeña comisión, a favor de las operaciones de los demás hombres de
negocios, a excepción de El Milico y El Príncipe. Aunque su principal fuente de ingresos, gracias
a su cuantiosa fortuna, reside en su carácter de prestamista. El Tano sabe que todos
necesitamos guita. También sabe que no siempre tenemos las posibilidades o las intenciones
para acceder a opciones más legítimas como los bancos, con toda la legitimidad que pueden
llegar a tener. Así que se aprovecha: te agarra en un momento de extrema necesidad, de
desesperación, y se ofrece como tu única salida. Después, cuando llega la hora de cobrar,
aparecen los intereses, y el que se mostró como tu única salida te empieza a acorralar, con
vencimientos, con intereses absurdos, que se van volviendo cada vez más elevados, con
refinanciamientos, con nuevas deudas. Y para cuando te diste cuenta, ya le debés tu casa, tu
mujer, tus hijos e hijas, tu auto, tu laburo, todo, y la plata que podés usar para pagar apenas
alcanza para cancelar un porcentaje de los intereses, mientras la deuda se vuelve cada vez más y
más grande, hasta que viene a reclamar tu vida. Así funcionan los bancos… perdón, El Tano”.
La presentación siguió con algunos detalles más, pero nada significativo. Dónde
podíamos encontrarlo, cuál era su aspecto, y cómo eran sus relaciones con el resto de los
mafiosos y nuestro buen jefe. Así que, apenas terminó, fuimos al grano. “¿Y cómo vamos a hacer
con este?”, quiso saber el Elfo. “Yo diría que tenemos que apuntar al tema de las apuestas, más
que al de los prestamos o la construcción”, sugirió Junior, y enseguida justificó, “esos rubros no
dejan mucho margen de maniobra efectivo. En vez de eso, las apuestas pueden arreglarse,
cambiarse y hasta aprovecharse”. “Yo no me apuraría tanto”, saltó el hermano, “todavía no
sabemos si hay algún dato de relevancia que podamos aprovechar, como pasó con el cofre de
El Pirata”. “¿Y a vos no te parece que si lo tuvieran lo hubiesen mencionado?”, se enojó el más
inteligente de nosotros. “Sí, claro”, se metió el Pocho, “como hicieron cuando fuimos al edificio
de mierda ese y casi nos matan”. “Ahí tenés, ¿ves?”, lo secundó el Rulo, “callate la boca gil, y
dejá hablar a los que saben”, y señaló a El Judío y el asistente. “Yo lo único que sé es que son
todos putos”, concluyó Locura.
Como se habrán dado cuenta, durante esa discusión yo me mantuve prudentemente
apartado. Pero es que había algo que me intrigaba: la poca bolilla que le estaba dando el jefe a
la riña verbal. De hecho, parecía soportarla, antes que disfrutarla como había pasado en otras
ocasiones, o cuanto menos, espectarla; como si se tratara de un atajo de incoherencias de algún
grupo de locos o de idiotas, se le notaba en la cara el malestar de tener que ser testigo de
semejantes disparates. Hasta que un momento, harto de tanta gilada, carraspeó.
En ese mismo momento, Los Pibes, que andaban ocupados en su gresca, se dieron
vuelta para prestarle atención. “Hay un detalle que no están considerando”, nos dijo a todos, y
demoró un segundo antes de seguir, para que su pausa demostrara el vacío de nuestro
descuido, “hoy ya es veintisiete. Veintisiete de diciembre. La fecha límite es el treinta y uno. O
sea que tenemos… veintiocho, veintinueve, treinta… Cuatro días antes de la Última Noche del
Año”, el tono serio de su discurso nos estaba poniendo bastante tensos y avergonzados, “Ahora,
yo me pregunto: si el último operativo nos consumió más de una semana, ¿cómo piensan llevar
a cabo otro en menos de cuatro días? Con todo lo que eso implica, obviamente. Y eso
considerando que encontremos una estrategia para implementar, lo que también nos llevaría
tiempo”.
Agachamos todos la cabeza. Todos, salvo Junior, que reaccionó enseguida,
contestatario como siempre. “¿Y vos que proponés que hagamos?”, lo desafió, “porque no te
veo proponiendo nada”. El Judío lo miró como si esperara aquel desafío, y después nos pidió
que nos levantáramos. “Cuando no se tiene idea de lo que hay que hacer, hay que hacer. A

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menudo, los planes se revelan trabajando”, nos dijo, antes de invitarnos a que lo
acompañáramos.

Salimos de la Casa Roja y fuimos a los autos. Unos quince minutos después, el BMW y el
Audi se estacionaban enfrente de uno de los bares menores de Capacaída. No se trataba ni del
Careta, ni del Obrero ni del Bohemio. Era uno menos popular, casi un restaurante, sin una
identidad demasiado marcada. Parecía más bien uno de esos viejos bares de pueblos, de
aquella clase frecuentada sólo por habitués, y que no se extinguen justamente por la fidelidad
de su puñado de parroquianos. A aquel bar fuimos esa noche, a la salida de la Casa Roja. Por
primera y última vez.
Adentro el local estaba casi vacío. Aparte del cantinero y un par de tipos sentados a la
barra, no había nadie más. A excepción, claro, de El Tano, que sentado en una de las tantas
mesas del lugar, andaba comiendo apaciblemente y mirando el televisor que pendía de un
soporte en una esquina. Hacia él fuimos, los siete (el asistente y el chofer del BMW, como
siempre, se habían quedado junto a los autos), y a medida que nos acercábamos, pudimos ver
cómo se avispaban los hombres en la barra, y enseguida se disponían alrededor de El Tano,
para protegerlo. Para cuando estábamos por llegar a la mesa donde comía nuestro objetivo, los
tipos nos pararon el carro a todos
El Tano corrió la vista de la pantalla y nos vio. Con un gesto, le indicó al tipo que había
parado a El Judío que él tenía permiso para pasar. Así que nuestro buen jefe fue hasta la mesa, y
se sentó a un lado del objetivo. “¿Se puede saber a qué se debe el honor de tu visita, así, tan de
golpe, sin avisar?”, le preguntó El Tano a El Judío, sin dejar de comer y de mirar la tele. “Sabés
muy bien a qué vengo”, le contestó el jefe. “Es cierto”, reconoció el otro, “y la verdad es que ya
me preocupaba que tardaras tanto”, nos echó una mirada, “¿ellos son los famosos ‘Pibes’ que
tanto lío andan armando?”. El Judío asintió. “Parece que es cierto que las apariencias engañan.
Yo no les doy un peso”, dijo el objetivo con toda la mala leche posible, “¿De dónde los
sacaste?”. “Un poco de acá, otro poco de allá”, contestó nuestro buen jefe, elusivo. El Tano hizo
apenas un sonido inentendible, como para figurar que lo había escuchado, y siguió comiendo y
mirando la tele.
“¿Y no pensás decir nada?”, reaccionó nervioso El Judío después de un ratito sin
intercambiar palabra. “Mi respuesta es no”, dijo indiferente El Tano. “¿A qué? ¿A mi pregunta o a
qué?”, quiso saber el jefe. “A lo que sea que estés pensando”, contestó tajante el otro, “la suerte
está echada, lo lamento. Ya le transferí tu deuda a El Príncipe, y a esta altura, siendo que se va a
cumplir el plazo que te habían dado, no tiene sentido que la vuelva a tomar yo”. “Estoy seguro
de que puedo encontrar una manera de convencerte”, trató de tentarlo nuestro buen jefe, pero
el otro no le hacía caso, “tiene que haber una manera”, siguió probando, pero El Tano tenía la
vista clavada en el televisor. Entonces El Judío se puso de pie, y apoyando las manos en la mesa,
le tapó la visión al objetivo. “¡Te estoy hablando!”, rugió.
Lo siguiente duró apenas un parpadeo, pero fue suficiente para que Los Pibes
entendiéramos con quién andábamos lidiando. Sin mediar palabra después del exabrupto de
nuestro buen jefe, El Tano agarró el cuchillo con el que andaba comiendo, y después de
levantarlo con una velocidad sobrehumana, lo descargó sobre la mano de El Judío, clavándosela
a la mesa. Nuestro buen jefe pegó un grito y cayó de rodillas. A nosotros nos recorrió el cuerpo
un escalofrío y sentimos, bien en el centro del estómago sentimos, la punzada del auténtico
miedo, mientras los hombres de El Tano seguían reteniéndonos. “No me vuelvas a levantar la
voz”, lo amenazó nuestro objetivo al jefe, “¿me escuchaste? Porque esto que te hice es nomás
una muestra de lo que pienso de vos. Te podría mandar a hacer mierda si quisiera. No hablo de
ninguna guerra: te exterminaría, a vos y a todos los que te sigan”, la rabia y el sadismo saliendo
por su boca, “Decí que al anterior dueño de la ciudad le caías bien, y al actual también, porque,
si por mí fuera, si yo manejara Capacaída, hace rato te hubiera hecho desaparecer. Es más, si no
fuera porque El Príncipe se va a encargar de matarte en, ¿cuánto?”, revisó su reloj; El Judío

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seguía arrodillado, seguía gritando, consumido por el dolor, “sí, cuatro días, lo yo ahora mismo.
Aunque… qué sé yo, todavía puedo cambiar de opinión”.
En ese momento llegó desde la entrada uno de sus hombres, un tipo de unos treinta
años. Estaba nervioso y agitado, y lejos de darle pelota al cuadro que andábamos presenciando
todos, pasó de El Judío clavado a la mesa y directamente le habló a El Tano en el oído. Desde
lejos, pudimos ver cómo las facciones del objetivo se iban alterando, y el placer daba lugar a la
preocupación. Hasta que estalló.
“¿¡CÓMO QUE SE TE ESCAPÓ!?”, gritó con todas sus fuerzas, levantándose de golpe de
la mesa. Con la misma celeridad con la que había atravesado la mano de nuestro buen jefe,
retiró el cuchillo y, empujando a su empleado contra la pared, se lo apoyó a este en la garganta.
El Judío aprovechó entonces para retirar su mano y agarrársela con la otra, mientras seguía
doblado de dolor. “Martino, Martino, ¿qué tengo que hacer con vos?”, preguntaba, retórico, El
Tano, “Lo dejaste escapar, y ahora ese tipo va a pensar que en esta ciudad cualquiera puede
verme la cara de pelotudo. ¿Entendés eso vos? ¿Sabés lo que te tengo que hacér, no?”, le dijo, y
ya estaba por atravesarle la garganta, cuando se arrepintió.
El Tano soltó a Martino y, recuperando la compostura, se acomodó el traje que llevaba
puesto, que se notaba que era bastante caro. Fue a buscar a El Judío, cuya mano se le había
vuelto una masa de carne furiosamente roja, y lo ayudó a levantarse,. “Se me ocurrió una idea”,
dijo entonces con una sonrisa en el rostro, “ya que los dos tienen idénticas posibilidades de
morir, ¿qué les parece si resolvemos a quién mato esta noche con una partida de cartas?”,
propuso, aunque se le notaba que en realidad no esperaba respuesta de nadie. Y era cierto:
tenía suficiente poder como para matarnos a todos los que estábamos ahí adentro, incluidos
sus propios hombres, si así lo quería. No quedaba otra que hacerle caso.
“Va a ser divertido”, aseguró El Tano.

Todos Los Pibes habíamos aportado nuestro granito de arena durante la Cruzada.
Todos habíamos colaborado usando las habilidades con las que habíamos venido de fábrica, y
nos habíamos ganado el derecho a formar parte de Los Pibes. Todos, sí, excepto el Pocho.
Porque, ¿qué había mi hermano mientras el Elfo corría, Locura manejaba, Junior pensaba y
pensaba, el Rulo gambeteaba y Su Buen Amigo el Narrador hacía planes? Nada, absolutamente
nada. Por eso, cuando esa noche nuestro objetivo habló de una partida de cartas, supo que le
había llegado la hora de reivindicarse.
“¿Y qué vamos a jugar?”, preguntó El Judío acomodándose en la mesa. Se había hecho
un vendaje apresurado con su pañuelo de seda, y se le notaba en la cara la bronca que tenía.
“Truco, por supuesto”, contestó El Tano, “el póker es un juego repugnante. Todos los juegos del
mundo tienen tiempo o tienen puntaje; el póker no. Con el suficiente tiempo y la suficiente
habilidad de los jugadores, una partida de póker podría extenderse por la eternidad. Por eso a
veces pienso que Dios no juega a los dados con el Universo: juega al póker, y nunca consigue
ganar”. “Pero, señor, para jugar al truco… somos tres”, observó, lastimero, Martino. El Judío lo
miró con desprecio. “Podemos jugar al truco gallo”, le recordó. Entonces saltó nuestro objetivo.
“No”, intercedió, “tiene razón. De a tres no es bueno jugar. Vamos a jugar en parejas”, y nos
echó una mirada a nosotros, los seis ahí, rodeados por sus hombres, como pollitos mojados. “Ya
que de todas maneras, ninguno se va a ir de acá si perdés”, le notificó con una sonrisa, “¿por
qué no le pedís a alguno de ellos que te haga la segunda?”.
El Judío se dio vuelta y nos echó una mirada de auxilio. Y en ese momento, sin que
ninguno dijera nada, ni se moviera siquiera, el Pocho trató de dar un paso adelante. El tipo que
lo tenía agarrado miró a El Tano buscando autorización, y después de que este accediera, lo
liberó, para que mi hermano fuera hasta la mesa donde ya lo esperaban los otros tres, y se
sentara frente a nuestro buen jefe. Al resto de nosotros nomás nos quedaba espectar. Cómo El
Tano le pedía papel y lapicera al cantinero para anotar los tantos, cómo se hacía también con

118
un mazo, que mezcló y mezcló, y cómo el Pocho cortó, para que nuestro objetivo repartiera, y
empezara la partida.
Posta que al principio, las manos les vinieron duras a la pareja de El Tano y Martino,
porque mientras que ellos tiraban treses y anchos falsos, El Judío y mi hermano los aplastaban
en la tercera, con la Hembra, o el Macho. Y si era parda, qué mierda, se terminaba ligera la
mano. Aunque también habían demostrado, en manos menos agraciadas, su capacidad para
jugar sin cartas, presionándolos mediante palabras sugerentes. Lo mismo pasaba con el envido;
que te digo, Mi Buen Amigo Lector, era donde más puntos robaban, porque si no tenían de
dónde agarrarse, mi hermano sabía mentir de una manera tan convincente, que conseguía que
los contrarios dudaran de sus propias cartas.
Cuando pasaron las malas, y ya estaban como diecisiete a tres, se les terminaron las
vacas gordas, y El Tano, pero sobre todo Martino, decidieron poner toda la carne al asador. Que
primero un envido-envido, y después un vale cuatro, y otro envido ganado, y que los nuestros
se fueron al mazo como tres manos seguidas. Un desastre, la verdad, un desastre total. Sí, con
mentiras habían conseguido consolidarse, pero los otros ya les habían agarrado parte del juego
y sabían cómo contenerlos. Y si bien a la suerte se la ayudaba con habilidad y con pericia, el
componente de azar presente en el juego les estaba pasando factura: se puede mentir sin
cartas, pero la mano la sigue ganando la carta más alta.
Al final, el partido se les dio vuelta, y quedaron perdiendo por cinco, contra las
veinticinco de El Tano y Martino. Y en esa mano, cuando mi hermano levantó las cartas, vio algo
que nunca en su vida se iba a olvidar: un seis de copas, y un siete de copas. Para qué… Ahí
nomás, cuando le tocó al él, cantó con todo la falta envido. Sabido de que la pareja contraria no
llegaba a ganar con la falta de todas maneras, y confiado con todo de sus 32 parejas y
hermosas, Martino le cantó el “quiero”, y recibió una mirada de odio de nuestro objetivo,
cuando perdió y quedaron empatados.
Ahí nomás se fueron mi hermano y El Judío al mazo, confiando en que la otra mano les
trajera más suerte. Y cuando vio el jefe que había sacado la misma pareja de cartas que mi
hermano, bah, al menos en cantidad, de vuelta se jugaron, pero esta vez por un real envido, que
El Tano no quiso, porque sabía que era muy zarpado darles eso, a cinco puntos de terminar el
partido. Si lo ganaban, con un truquito chiquito más, ya los mataban, y él no iba a dejar que eso
pasara. Así que quedaron empatados de vuelta.
Se estaban acercando a la recta final del partido. Aquella podía ser, si alguno de ellos
jugaba mal o no era favorecido con las cartas, la última mano. Mi hermano, dándose cuenta de
ello, le pidió a El Judío si se podían ir al mazo, pero él, con un siete de espadas y las cosas como
andaban, no se quiso ir ni a palos. Entonces mi hermano tiró un cuatro, y Martino le tiró un
cinco encima, y El Judío, que era pie, tiró un seis roñoso. La primera se la quedó El Tano, que
tiró un dos para comérsela cruda.
La segunda la empezó él, con un cuatro, y mi hermano, atrás de él, tiró un siete falso.
Entonces Martino quiso apretar y cantó truco. El Judío, envalentonado con sus cartas, le aceptó,
y entonces el compañero de nuestro objetivo le tiró con todo un siete de oros, que te digo, dejó
a los nuestros con los huevos en la garganta. Mi hermano se agarraba la cabeza, y El Judío ya
sabía cómo iba a terminar todo, pero no arrugó. Cantó el retruco, que le aceptó El Tano, y tiró el
siete de espadas, su única esperanza, y le dejó la tercera a Dios para que los salvara: tenía un
siete de copas miserable, que no le servía para nada.
Entonces tocó poner la tercera, pero se achicó, y lo único que dijo fue: “Paso”, con una
resignación que a mi hermano se le vio en la cara. El Tano, sabiendo que ya había ganado el
partido, miró a mi hermano a los ojos, y anunció, con sumo placer, “Quiero vale cuatro”. Mi
hermano, sabiendo que ya estaba todo perdido, lo quiso. Entonces nuestro objetivo, festejando
ya que había ganado, gritando y cagándose de risa, se pegó en la frente la Hembra, contento,
porque con la cara que tenía mi hermano, sabía que se le había terminado el juego a El Judío.
De hecho, ya había vuelto a agarrar el cuchillo, para apuñalarlo en ese mismo momento.

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Pero cuando levantó el arma blanca, escuchó la voz de mi hermano, que todavía no
había jugado. Entonces se dio vuelta, y vio al camarada. Y el Pocho parecía más contento que él,
y en la cara una sonrisa grande como una casa le explotaba, se abría como una flor,
mostrándolo como al afortunado que por fin está con la mina de su vida. Era impresionante lo
contento que estaba. “Pará”, fue lo único que le dijo, y con pocas ganas, tiró su última carta en
la mesa.
Cuando cayó, todos los que estaban ahí, vieron que era el Macho.

Todavía hoy, después de tanto tiempo, se me hace difícil explicar nuestro estado en
aquel momento. Si antes había dicho que mis palabras no alcanzaban a expresar mi felicidad
por el Celular Dorado del Poder, lo cierto es que tampoco alcanzan para referir el terror, el asco,
los nervios que sentimos al finalizar la partida de truco. Diría, incluso, que estábamos peor que
aquella tarde en la que nuestro buen jefe había asesinado al miserable gitano a sangre fría. No,
lo de esa noche había sido mucho peor. Definitivamente, muchísimo peor. Imaginate, que hasta
el Elfo no aguantó y se puso a vomitar en una esquina, mientras el resto de nosotros
permanecía shockeado. Duros como pedazos de fierro.
Ya nos habían soltado, y estábamos todos ahí, de pie frente a la mesa, a espaldas de El
Judío, que había permanecido sentado después de la victoria. El Tano mostraba una
tranquilidad extraordinaria. Parecía increíble que pudiera mantenerse así tras lo que había
hecho; pero ahí estaba, cómodamente sentado en su silla frente a nuestro buen jefe y Los Pibes,
sonriendo, con el traje completamente cubierto de sangre, y el cuchillo todavía en su mano,
también ensangrentado. Decí que, mientras sus hombres retiraban el cadáver acuchillado de
Martino, había alcanzado a limpiarse, con una servilleta, las manos y la cara, y no teníamos que
ver sangre ahí también.
“No es bueno rodearse de gente pelotuda”, sentenció nuestro objetivo, “te obligan a
ensuciarte las manos bastante seguido. ¡Puta madre!”, reaccionó de repente, mirando el traje,
“con lo que me costó, me lo viene a manchar el pelotudo este…”, hasta que se recompuso, “No
importa, es un problema menos. Ahora queda el otro. Ah”, se acordó entonces, y miró a El
Judío, “vos y tus pibes ya se pueden ir”. Levantó la vista hacia nosotros, “Chicos, perdonen por
lo que vieron recién. Son negocios, ustedes lo entienden, ¿no?”, nos aclaró con una sonrisa
amistosa. No le contestamos. Aunque, en el estado en el que estábamos, no hubiéramos podido
ni aunque lo quisiéramos.
Entonces El Judío intentó hablarle, pero el Tano lo paró apuntándole con el cuchillo. “Ya
te dije antes que mi respuesta es no”, le recordó, “no me sigas provocando”. Pero en el mismo
movimiento, se quedó pensando. Pasó unos segundos así, paralizado, con la mirada puesta en
la nada, hasta que finalmente, sonrió, volvió al planeta Tierra, y miró a nuestro buen jefe a los
ojos. “Puede ser que me haya precipitado”, reconoció.
“¿Tienen ganas de hacerme un favor?”.

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DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

EL ENCARGO

El hombre está descansando solo en su casa. Nadie lo acompaña, nadie está a su lado cuando
golpean la puerta. Camina hacia ella sabiendo lo que se va a encontrar detrás. Lo está
esperando, resignado. Es el precio que hay que pagar por la imprudencia. Se pregunta por qué
es que demoraron tanto; le habían dado suficiente tiempo como para escapar. Aunque, ¿para
qué engañarse? Nunca lo hubieran dejado escapar. Si demoraron su aparición fue solamente
para alargar la agonía. Por suerte, las personas que quiere (su mujer, sus hijas, el hijo de su
mujer anterior), ya están lejos, ya están a salvo. Entonces abre la puerta.
Falsa alarma. Afuera no están ellos, sino dos simples jovencitos, de esos que van por ahí
con sus camisitas y sus corbatitas, divulgando la palabra del señor. “Buenos días, señor”, lo
saluda uno de ellos, “perdone que lo estemos molestando”. Arranca enseguida su perorata
sobre la salvación, mientras el hombre, por dentro, pensaba si todo aquello no se trataba de
alguna clase de señal. Algo así como un “Es tu última oportunidad, devolveme tu alma antes del
fin”. A veces, se le ocurría pensar en Dios como el Gran Acreedor del Universo, como un
banquero de almas al que le pedías la tuya en garantía para poder disfrutar de los placeres
terrenos. Cuando agotabas la carne, o si la perdías en apuestas idiotas, tenías que devolver el
alma. Sólo eso podía explicar de forma lógica la fugacidad de la existencia. La fugacidad de la
existencia, recordó en ese momento. ¿Sabían esos chicos a quién habían ido a visitar?
Le preguntaron si podían pasar. El hombre se queda pensando un rato. ¿Es capaz de
hacerlos pasar en aquellas condiciones? De repente, tiene una epifanía. Reconoce para sus
adentros la verdad, la vergonzosa verdad: le tiene terror a morir solo. Así que los hace pasar. Si
realmente Dios dirige la empresa de seguridad que los cuida, entonces van a salvarse.
Los dos chicos se instalan en el living del hombre y empiezan con su discurso
programado sobre el fin de los días y la esperanza de salvación. Mientras los escucha, el hombre
se da cuenta de que deben ser sus primeras incursiones en el negocio de traer ovejas al rebaño,
porque dudan mucho y precisan volver constantemente a los folletos para recordar las líneas
que deben decir. Entonces uno de ellos le pregunta si hay alguien más en la casa, así escucha
también “la Palabra”; pero el hombre niega con la cabeza y le aclara que él es la única persona
en la casa, que el resto de la familia está de visita en casa de una abuela. Los dos chicos se
miran entre ellos, y sonríen.
Entonces uno de ellos saca una pistola y le apunta, y el hombre comprende, finalmente,
que le ha llegado la hora. Que los verdugos que andaba esperando, que creía iban a matar a sus
invitados, eran sus propios invitados. Que los hombres que llevaban la palabra de Dios, eran
también sus cobradores. Y que apenas aquel chico dispare, su plan va a tener éxito, su jugada
maestra le va a permitir salvar a su familia para siempre. Así que se arrodilla, esperando su
liberación.
Pero el chico no dispara. “No vinimos a matarte”, le dice. “No todavía”.

“¿Tienen ganas de hacerme un favor?”.


Ya habíamos llegado a la Casa Roja, pero la conversación todavía resonaba en nuestras
cabezas. Mientras nosotros íbamos, guiados por el asistente, hacia la mesa redonda por una
reunión de emergencia, nuestro buen jefe llamó a su médico personal para que lo pusiera al
tanto del daño sobre la mano atravesada. “¿De qué clase de favor estamos hablando?”, le había
preguntado un rato antes a El Tano. Nosotros estábamos atrás suyo, en aquel viejo bar de mala
muerte. Los hombres de El Tano ya se habían ido, supongo que a ocultar el cadáver.
“¿Y qué vamos a hacer?”, preguntó el Rulo mientras esperábamos a El Judío en la sala.
“Esperen a que venga el jefe”, nos pidió el asistente, hundiéndonos otra vez adentro nuestro,

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justo cuando las ganas habían hecho que exteriorizáramos los dilemas de una buena vez.
“Ustedes vieron lo que pasó con nuestro buen amigo Martino”, empezó El Tano después de la
pregunta de El Judío, “fue todo culpa del malestar que me causó la noticia que me trajo”, dudó
un segundo, “bueno, ya venía molesto por una noticia anterior, y venir a enterarme de lo que
me contó, fue… digamos, la frutilla del postre”. Los siete ahí, escuchándolo.
Estábamos en el bar de El Tano, y ante la charla elusiva de su colega, nuestro buen jefe
se andaba impacientando. “Bien, pero, ¿qué tiene que ver con nosotros?”, quiso saber. Mientras
tanto, en la Casa Roja, en la sala de la mesa redonda, nosotros lo seguíamos esperando. Ni
siquiera podíamos hablar, ir adelantando temas, porque el asistente había sido inflexible con
eso. “¿No puede esperar ni cinco minutos?”, se hartó después de un rato de insistencia de
nuestra parte. “¡Pero es que queremos hablarlo ya!”, reaccionó, feroz, Junior, “¿Vos sabés cómo
estamos nosotros?”. “Sé que son pelotudos, que se están haciendo un mundo de esto. Y que
encima, el jefe les está dando una chance que no le da a nadie más, hablando con ustedes,
queriendo saber su opinión, en vez de mandarlos y que directamente se jodan”, se indignó el
asistente, “Pero como les dije desde el principio, es mejor no discutir con un tipo como El
Judío”, y clausuró la discusión.
“Hace unos días uno de mis tantos contadores me llamó la atención sobre un flujo de
dinero que, en el transcurso de un par de semanas, había desaparecido”, le contó El Tano a
nuestro buen jefe en el bar, mientras nosotros, atrás de él, también escuchábamos la historia, “el
tipo me había aclarado que, quien fuera que lo había hecho, lo había hecho muy bien. La plata
había estado fugándose de a poco, presentada como pérdida de otros negocios, mientras iba
yéndose sabía Dios a dónde. Así que puse a mi gente a averiguarlo que había pasado”. Ahí
andábamos, los tres pares de hermanos, sentados en silencio alrededor de la mesa redonda,
vigilados por el asistente, esperando a El Judío. Y mientras esperábamos, las palabras de El Tano
seguían ahí, presentes.
Hasta que, finalmente, nuestro buen jefe apareció. Llevaba una venda fresca en la mano,
con un gran manchón rojo en el centro. “Por fin”, saltó el Pocho apenas atravesó la puerta, y
todos nos dimos vuelta para mirarlo como al pelotudo que era. Aunque en el fondo sabíamos
que era envidia: se había animado a decir exactamente lo mismo que pensábamos todos.
“Espero que hayan adelantado algo”, nos dijo, cagándose de risa, antes de sentarse a la mesa.
Los Pibes nos dimos vuelta todos hacia el asistente. Pero el asistente no estuvo con nosotros, un
rato antes, en el bar de El Tano. “Después de un exhaustivo examen de las cuentas, que fue
revisado varias veces, mis hombres descubrieron que todo había sido obra de uno de mis
contadores, uno muy bueno en realidad” nos seguía contando el hombre de negocios, “El tipo
había estado dibujando números durante un montón de tiempo, un laburo paciente, de
hormiga. Hasta que, bueno, lo descubrí. Así que lo mandé a Martino a buscarlo esta tarde.
Quería agarrarlo de improviso, sin que se pudiera preparar. Pero el pelotudo lo dejó escapar”.
El Judío nos miró a todos. “Señores, yo solamente voy a ponerlos en perspectiva, antes
de darles la palabra para que sean ustedes, como siempre fueron, los encargados de decidir el
próximo paso de esta Cruzada contra mis colegas de Capacaída”, empezó diciendo, serio,
“quedan exactamente cuatro días antes de que se termine el año. Y necesitamos cortar esa
parte de la deuda. No tenemos otra manera de conseguirlo, que no sea a través de ese encargo,
o no al menos en el tiempo que les queda. Así que, esos son los hechos. La decisión es suya”,
nos dijo, y con un gesto de su mano, nos cedió la palabra.

“¿De qué clase de favor estamos hablando?”


“Yo lo único que digo”, arrancó Junior, “es que pensemos muy bien antes de hacerlo.
Esto no es como nada que hayamos hecho antes”, y yo lo secundé. “El tema, a ver…”, saltó mi
hermano, visiblemente estresado, “es que no tenemos opción. Ya lo escuchaste al jefe”. “Sí
chabón”, lo apoyó el Elfo, “nos van a matar en cuatro días”. “Sí, pero igual”, insistía Junior, “¿a
qué precio?”.

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“De todas maneras, todavía hay tiempo. No está todo perdido”, nos decía El Tano un
rato antes de la reunión en la mesa redonda, “Yo sé que ese tipo todavía no se fue de
Capacaída. Tengo a El Pirata controlando las salidas y sé que está acá, en algún lado. Pero no
van a pasar más de cuarenta y ocho horas antes de que decida desaparecer de la ciudad, y
entonces encontrarlo va a ser mucho más complicado”, y se apuró a aclarar, por las dudas, “No
digo que no pueda hacerse, pero preferiría evitarme la molestia”, mientras nosotros, ya en la
Casa Roja, debatíamos acerca de su propuesta. “El tema, vieja”, opinó mi hermano, “es que si
nos ponemos en filosóficos podemos estar discutiendo toda la vida. Y en este momento no
necesitamos discutir, necesitamos acción”. “Sí loco”, se metió Locura, “debatir aburre,
hagámoslo de una vez”. “¿Quién lo va a hacer, vieja?”, desafió entonces el Rulo. A todos.
“Porque yo no lo pienso hacer. ¿Quién se hace cargo?”, y miramos a El Judío, para que el jefe se
negara con la cabeza. “Ya les dije: esta es SU Cruzada”.
Durante un ratito nos callamos todos, frente al reto del Rulo. Y adentro de cada uno, Su
Buen Amigo el Narrador lo sabe muy bien, resonaron en aquel momento las palabras que
habíamos escuchado hacía menos de una hora, cuando El Tano nos explicaba finalmente qué
era lo que quería que hiciéramos. “Necesito que lo encuentren”, dijo, y nosotros, atrás de
nuestro buen jefe, todavía alterados por el asesinato de Martino, volvimos a estremecernos.
Sabíamos lo que se venía. “Y quiero que lo maten. La plata que se haya robado no me interesa.
Quiero la cabeza de ese tipo, para colgarla en aquel lugar de allá, ¿ven?”, y nos señaló el punto
más alto en la pared de la barra. “Ahí la voy a poner, para que todo aquel que entre sepa que si
se mete conmigo va a terminal como él”.
“Y yo digo”, sugirió entonces Locura, y toda la mesa redonda giró hacia él, “¿Por qué
simplemente no le pegamos un tiro en la cabeza, lo envolvemos una alfombra y lo tiramos a un
barranco?”, ninguno sabía si hablaba en serio o nos estaba tomando el pelo una vez más, “¿Tan
difícil es?”. Ante su pregunta, volvió a mí, de repente, la tarde en la canchita del barrio del
Negro. Y la imagen del negro que pretendía acuchillar a El Judío. Y el momento en que levanté
el arma y le disparé. En ese momento, viendo peligrar la vida de nuestro buen jefe, le disparé
convencido. Ideas todavía más locas me habían cruzado por la cabeza en aquel momento, así
que aquella no tenía por qué asustarme. Pero después, cuando lo pensé en frío, me puse a
pensar. Qué rápido, que fácil era quitar una vida con un arma. Tan sencillo como apretar un
gatillo, para que otra persona muriera. Un poco de fuerza en el dedo índice, y la persona
enfrente tuyo se apagaba, si tenía suerte, en aquel mismo instante. Si tenía suerte, aclaro,
porque podía terminar sufriendo una agonía enorme, una vida de agonía inclusive, y eso era
peor fortuna. Y hablamos, por supuesto, de una acción irreversible. Creo que no debe haber
acción más irreversible en todo el Universo que la de apretar una gatillo: lo transforma todo, sin
posibilidad de dar marcha atrás, porque una persona que muere ya no vuelve, una extremidad
amputada no se recupera, e incluso si se consiguiera retirar una bala que quedara alojada, el
dolor y la alteración de la persona serían imposibles de compensar.
Frente a semejante poder, frente a tan monstruosa capacidad, ¿cómo podía un solo ser
humano a la vez usar ese poder? ¿Bajo qué criterio se podía hacer gala de usarlo sabiamente? Y
después de haber disparado, ¿se podía vivir con el peso de que todas las cosas que podría
haber hecho la otra persona, no sólo los males que quizás evitamos, sino las buenas acciones
que también eran potenciales, ya no van a ser, nunca más? Era en suma, el poder de algo más
grande que nosotros. Llámese Dios, el Azar o el Destino; pero es algo superior, y para poder
usarlo sin dejar de dormir, hace falta repetirse a uno mismo un sinnúmero de mentiras y de
ficciones, drogarse con cuentos y con justificaciones, para no tener que caer ante la certeza de
lo que uno sabe apenas empuña un arma: no importa en qué se transforma la persona que está
delante del gatillo, importa en qué se convierte quien está detrás.
Eso mismo, obviando el detalle del negro, expuse ante Los Pibes. El Judío dibujó una
sonrisa satisfecha. El mismo Judío que, frente a El Tano, no pudo evitar hacer la pregunta clave.
“¿Y qué sacamos nosotros haciéndote ese favor?”, quiso saber. El otro se rió. “Bueno, si matan a

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ese tipo, pueden estar tranquilos de que de parte mía El Príncipe no los va a molestar más. Yo le
puedo pagar mi deuda, y vos seguirías teniendo tu deuda conmigo”, le contestó El Tano, y
enseguida, agregó, “Aunque, como te habrás dado cuenta, soy mucho más magnánimo que El
Príncipe”. “¿Qué significa ‘magnánimo’?”, le preguntó, susurrando, el Pocho a Junior. “Que es
piola”, contestó el camarada.
“Vos ponelo como quieras”, me enfrentó mi hermano, de vuelta en la mesa redonda,
“pero tenemos que encontrar a ese tipo y lo tenemos que hacer cagar. Lo lamento por el que le
toque”, largó, enojado. “¿Y si te toca a vos lo vas a hacer?”, quiso saber el Rulo. El Pocho se
encogió de hombros. “Y si me toca a mí, sí”, se resignó, “si no queda otra, sí”. La verdad, no nos
convenció mucho que digamos. “Piensen nomás lo que va a pasar si no lo hacemos”, nos
recordó el Elfo, y agachamos la cabeza los seis.
“¿Y qué pasa si no lo hacemos, si no matamos a ese tipo?”, le preguntó El Judío a El
Tano en su bar. Su colega lo miró, suspicaz. “¿Lo preguntás por mí? Yo no voy a hacer nada”, le
informó, divertido, “¿Para qué? La muerte pende sobre tu cabeza, aunque vos no la veas. Si no
me ayudás, yo no cancelo la deuda y en cuatro días El Príncipe va a ir a tu casa y te va a meter
un tiro en la cabeza”, a nosotros nos corrió un escalofrío, pero El Judío ni se inmutó, “Ah,
también va a matar a tus pibes”, ahí sí se alteró, “¿Qué? ¿No lo esperabas? ¿No te enteraste de
que nadie los quiere? No confiamos en ellos. Hay algo raro con ellos. Por eso los queremos
fuera del mapa. Y El Príncipe no va a poner por encima de la voluntad de todos los hombres de
negocios de Capacaída la vida de seis pendejos pelotudos con traje”. Esperó un tiempo para
que se asentara la amenaza, y entonces, resumió, “Tienen cuarenta y ocho horas para liquidar a
ese tipo, o El Príncipe los va a matar a ustedes”. Sí, justo cuando ya habíamos conseguido casi
toda la guita.
No teníamos escapatoria. Había que eliminar a un infeliz.

Al día siguiente, mientras el asistente se pasaba haciendo las diligencias necesarias para
dar con el paradero de nuestra víctima, Los Pibes decidimos juntarnos un rato a la tarde para
seguir discutiendo el tema del encargo. Aunque ya se había decidido que íbamos a matar al
pobre diablo, de todas maneras tanto Junior como yo, y cierta medida el Rulo, queríamos saber
qué pasaba por la cabeza de los otros tres camaradas, para estar todos de acuerdo y que
aquella acción no nos dividiera. Después de todo, estábamos hablando de cometer un
asesinato, y eso, comparado con saltar alambrados, robar autos, profanar tumbas o pelear
contra ninjas, no era ninguna gilada.
Así que, como les dijo Su Buen Amigo el Narrador, Los Pibes nos juntamos en una de
las tantas plazas de la República Popular de Capacaída, y nos pusimos a charlar, gaseosa de por
medio, sobre el favor que nos había pedido El Tano. “Vieja”, les decía Junior, “miren que de eso
no hay vuelta atrás, eh. Si lo hacemos…”. “Si lo hacemos, ¿qué?”, lo desafió Locura. “¿Vos vas a
poder dormir sabiendo que un tipo se murió por tu culpa?”, salté yo, de repente, y Los Pibes me
miraron todos, “O sea, no estamos hablando nomás de que ese tipo cagó fuego, y chau. No,
estás hablando de una mujer que se queda sin marido, de un hijo que se queda sin padre, y de
padres sin su hijo”. “Bah, Flaco, no digás boludeces, que es como dice el asistente al final”, me
contestó el Elfo, “Nos estamos haciendo un mundo de algo que es una boludez”. “Sí”, lo
secundó mi hermano, “mirá los otros pibes. Los del negro, ¿vos te pensás que ellos se hicieron
problema cuando nos tiraron?”, y los otros dos lo vitorearon. “¡¡PORQUE A ELLOS LES CHUPA
UN HUEVO TODO!!”, rugió entonces fuera de sí Junior. Pero para ese momento ya los otros tres
lo paraban, y nos señalaban para un punto especial de la plaza.
Mágicamente, se aplacaron los humos de la discusión. Un grupo de nenas, que salían de
la escuela religiosa que quedaba cerca de la plaza donde nos habíamos juntado (más tarde, los
Mellizos nos iban a confesar que era por eso que la habían elegido), pasaron por cerca de
donde andábamos nosotros. Habrán tenido, ponele, quince o dieciséis años, y estaban re
buenas. Tenían esas piernas recién descubiertas, de estreno, esas piernas con las que

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empezaban a aprender que podían prender fuego al mundo, con el pelo desatado, al viento,
liberadas por fin del aburrido yugo de las viejas religiosas, que tenían más ganas de fiesta que
ellas. Pasaban modelando para nosotros, pasaban para anunciarnos a nosotros que ya eran
mujeres, que estaban listas para que saltáramos sobre ellas, que iban a ser nuestras si nosotros
nos animábamos a jugar a ser hombres, como ellas se animaban a jugar a ser mujeres. “¡Chicas,
llévenme con ustedes, por favor!”, les rogó a los gritos en Elfo, mientras las pendejas se alejaban
cagándose de risa. “¡Cuánta belleza que hay dando vueltas, por Dios!”, les gritó el Pocho.
“¡¡Alguien que le avise a los ángeles que la escuela religiosa está para el otro lado!!”, aduló el
Rulo. “¡¡QUÉ LINDAS MACETAS PARA MI FLOR DE PORONGA!!”, derrapó Locura, y todos
quisimos cagarlo a trompadas. Siempre se iba al carajo.
Una vez nos bajaron las hormonas, después de una ronda de gaseosas y de comentarios
sobre las bellezas que nos habían visitado, volvimos a la charla. “¿Qué andábamos diciendo?”,
quiso saber el Elfo, para retomar. “Ustedes habían dicho de los negros esos de la canchita”,
recordó el Rulo. “Ah, sí”, hizo memoria el hermano, “les iba a decir: vieja, esos chabones están re
quemados. Si no están drogados, están tan para la mierda de la cabeza que no les importa
nada. Yo calculo que si vos le preguntás, no se importan ni ellos mismos. Aparte, ¿qué sabés”, y
ahí miró a Locura, “lo que habrá sido la primera vez que mataron a alguien? Porque vos los ves
ahora, después de haber matado a quinientos mil, y sí, vieja, obvio que les chupa un huevo.
¿Pero la primera vez? Es como todo: una vez que lo empezás a hacer seguido ya después no te
pasa nada”. Junior tenía razón. Como los empleados de un matadero, como los soldados que
pasan meses y meses en zona de guerra, uno se va acostumbrando a la muerte, se insensibiliza;
la cabeza, para sobrevivir, la va volviendo una cosa de todos los días y al final, para poder zafar,
llegás incluso a convertirla en una joda, en algo completamente lúdico. Es la única manera de
que no se te revienta la bocha con filosofías.
Pese a todos estos argumentos, la balanza se fue inclinando, cada vez más, hacia la
postura de los Mellizos y el Pocho; hasta el Rulo, que en un principio había estado con nosotros,
terminó por convencerse de que no teníamos muchas opciones. Solamente pidió no ser el que
ejecutara al pobre tipo. Junior y yo, por otro lado, nos mantuvimos inflexibles en nuestra
negativa. Para nosotros, hacer aquello iba a ser el principio de nuestro fin como personas (e
ignoraban, todos ellos, que yo ya había empezado a recorrer ese camino). Junior, de hecho,
llegó a afirmar que, si lo hacíamos, no sabía iba a poder volver a salir a la calle, siendo como era
parte de Los Pibes.
Por eso, cuando esa misma noche El Judío nos convocó a todos en la Casa Roja para
comunicarnos que habían descubierto la casa del contador, y el asistente confirmado que el
tipo seguía ahí, que no había abandonado Capacaída; nos asombró a todos que Junior se
ofreciera para la tarea. “Yo quiero hacerme cargo”, se puso de pie cuando nuestro buen jefe
preguntó por voluntarios para la ejecución. Locura también se había levantado: era obvio. Pero
Junior… nos desconcertó a todos. “¿Estás seguro?”, le preguntó El Judío mirándolo a los ojos. Y
nuestro camarada, devolviéndole la mirada, le aseguró que sí. “Perfecto”, dijo entonces el jefe,
“mañana se hace”.
Quedaban nomás tres días para la Sentencia.

Ya estábamos a veintinueve. Aquel día se cumplían las cuarenta y ocho horas que El
Tano nos había dado para cumplir con el encargo. Apoyados o bien contra el BMW o bien
contra el Audi, el asistente, el chofer, el Elfo, el Rulo, mi hermano y yo veíamos cómo El Judío le
daba las últimas indicaciones de lo que había que hacer a los pibes restantes. Ya les había dado
su pistola antes de que nos subiéramos al auto en la Casa Roja, y ahora, a unas cuadras de la
casa de nuestro objetivo, los dos voluntarios intercambiaban las dudas que les quedaban con
nuestro buen jefe. El plan era sencillo: golpearle la puerta al tipo como si fueran miembros de
esa secta que va a romperte las pelotas los fines de semana, pasar a la casa, averiguar si no

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había nadie aparte de él y, en caso afirmativo, volarle ahí mismo la cabeza y desaparecer de ahí.
Después de haber recuperado el casquillo, por supuesto.
Locura vino hacia nosotros. Tanto él como Junior se habían deshecho de los sacos,
dejándose nomás la camisa y la corbata, y habían recuperado, de visitas que les habían hecho a
ellos en varias oportunidades (para ser honestos, a todos Los Pibes nos habían visitado, y todos
habíamos colaborado, para la ocasión, con ejemplares que teníamos olvidados en nuestras
casas), algunos números de esas revistas planfetarias que reparte aquella gente, y que en
general son preguntas apocalípticas y mala onda que se contestan adentro siempre con las
mismas tres palabras: LEA LA BIBLIA. “¿Cómo me veo?”, nos preguntó a nosotros cagándose de
risa, y después de nosotros le diéramos el OK, abrió una de las revistas y se puso a recitar, como
si fuera uno de esos predicadores negros:

El camino del hombre recto está por todos lados


rodeado por la avaricia de los egoístas y la tiranía de los
hombres malos. Bendito sea aquel pastor que, en
nombre de la caridad y de la buena voluntad, saque a los
débiles del Valle de la Oscuridad. Porque él es el
verdadero guardián de su hermano y el descubridor de
los niños perdidos. ¡Y os aseguro que vendré a castigar
con gran venganza y furiosa cólera a aquéllos que
pretendan envenenar y destruir a mis hermanos! ¡Y tú
sabrás que mi nombre es Yahveh, cuando mi venganza
caiga sobre ti!

Para que todos nos cagáramos de risa. “Amén”, dijo el Pocho.


En ese momento apareció Junior, con un semblante de mierda. Realmente se le notaba
el garrón que era para él andar haciendo aquello, y todavía no conseguía entender, ninguno de
nosotros, por qué carajos se había ofrecido para hacerlo, por qué no lo había dejado todo en
manos de Locura. Pero no, ahí estaba, nervioso, tensionado, hecho mierda por dentro. “Dale
viejo, vamos, que se nos hace tarde”, lo llamó a su compañero de misión, para que el otro
reconociera la tardanza y se despidiera de nosotros. Junior no dijo nada. Simplemente se fue.
Cuando los perdimos de vista, empezó la misma agonía de siempre. La agonía de no
saber, la agonía de estar en un solo tiempo y un solo lugar, y que ese lugar no fuera aquel en
donde nuestro espíritu estaba en ese mismo momento. Apenas El Judío, el asistente y el chofer
se mantenían tranquilos, como si todo el asunto fuera nomás una rutina. “Todavía no entiendo
para qué tanto quilombo”, opinó el chofer, y Los Pibes lo miramos con odio. “No te pago para
opinar”, le contestó nuestro buen jefe, con mucha mala leche. Nunca lo habíamos escuchado
hablarle así. El empleado entonces, dándose cuenta de que había hablado de más, se llamó al
silencio. Y así quedamos, en silencio, a la espera de que los otros volvieran, con la misma agonía
de siempre.
Hasta que, de repente, le sonó el celular a nuestro buen jefe. No el Celular Dorado del
Poder, que ya tenía yo, sino el nuevo, el que había conseguido para reemplazarlo. “¿Cómo?”,
preguntó alterado, y nosotros nos pusimos todos en alerta. Seguro aquel tipo se había enterado
de las pesquisas del asistente, seguro nos había estado esperando, seguro hasta era una trampa
de El Tano; y para cuando nuestros amigos llegaron, los habían agarrado y los habían tomado
prisioneros, y ahora lo llamaban a El Judío para pedirle rescate, y se venía el bardo más grande
de nuestras vidas, a tres días de que llegara la Última Noche del Año y El Príncipe en persona
viniera por nosotros. “Ya vamos para allá”, dijo entonces El Judío, para confirmar nuestras
peores sospechas, y que saliéramos todos, a excepción del chofer y el asistente, para la casa del
objetivo.

126
Nuestro buen jefe sacó su caja de cigarrillos y agarró un tabaco. Con lentitud se lo llevó
a la boca, y con la misma lentitud lo encendió, usando su encendedor dorado. Le dio una larga
calada, tomándose todo el tiempo del mundo (ahora que el tiempo ya no importaba), antes de
mirarlo a los ojos y disparar una sola pregunta. “¿Por qué lo hiciste?”.
Todo había sido un engaño, desde el principio. Él lo había tenido perfectamente
calculado: de ahí la contradicción con sus acciones anteriores, de ahí el misterioso ofrecimiento.
Pero era necesario, nos explicó entonces, porque de no hacerlo, no íbamos a estar aquella tarde
en esa casa, tal y como estábamos, todos reunidos. Porque Junior había sabido, desde el
principio, que no podía ser que el único camino que tuviéramos fuera matar a aquel infeliz,
exactamente como quería El Tano; que existía otra alternativa. Y él la había encontrado.
“¿Por qué lo hiciste?”, quiso saber el jefe, sentado frente a nuestro objetivo. Habíamos
llegado a la casa y los habíamos encontrado a los tres ahí, esperándonos. Junior apuntándole al
tipo con un arma, y Locura en la cocina, comiendo lo que había en la heladera. Como sabíamos
que íbamos a tener para un rato ahí adentro, nos pusimos cómodos, mientras ya El Judío se
disponía para el interrogatorio, y Junior le explicaba, detalladamente, por qué no había matado
enseguida al objetivo, y cuáles eran las sospechas que tenía. Las mismas que había venido
alimentando desde que escuchara, atentamente, el encargo de El Tano. Las mismas que le había
confirmado, sin querer, el objetivo. “Yo sabía que había una razón por la que el tipo no se había
ido de la ciudad. Por la que se había quedado a esperar que lo mataran”, le contaba, “cuando
dijo que su mujer ya tenía el futuro asegurado, que era demasiado tarde, lo entendí”.
“¿Por qué lo hiciste?”. “Para salvar a mi familia”, dijo el contador, con una tranquilidad
terrible. “¿Cómo?”, quiso saber nuestro buen jefe. Entonces el tipo le explicó: durante meses,
había estado realizando un preciso trabajo de hormiga. Sabidor de que El Tano tenía
demasiadas cuentas que llevar, y que existía un cierto margen de error en los cálculos que era
aceptable, fue desmantelando, pedacito por pedacito, una cuenta de cientos de miles de
dólares. “La idea era que no se diera cuenta. Que a simple vista, entre tantas cuentas que había,
pareciera que el dinero había sido sacado de ahí para distribuirlo entre las otras, cuando en
realidad me lo había llevado yo”, le contaba el tipo al jefe. “Todavía no me dijiste cómo eso va a
salvar a tu familia”, le recordó El Judío. “Yo no importo”, contestó el contador, “Yo me mandé
muchas cagadas. Pero ahora mi familia tiene esa guita. Mientras iba sacando la plata, sabía que
alguna vez me iban descubrir y me iban a mandar a matar. Por eso guardé el dinero en una
cuenta a nombre de mi mujer. Y apenas me maten a mí, ella va a cobrar la plata y no la van a
encontrar más”.
En ese momento, nuestro jefe no pudo evitar romper en una carcajada irrespetuosa. Se
rió y se rió, durante un rato largo, enfrente de aquel tipo. “¿Qué? ¿Qué tiene?”, preguntó el tipo,
y por primera vez notamos que estaba nervioso. “Voy a hacerte una pregunta”, le dijo El Judío
después de recuperar la compostura, mirándolo a los ojos, “¿Vos te pensás que los mismos
tipos que descubrieron la estafa que vos te mandaste, no van a conseguir rastrear, tarde o
temprano, el destino al que fue a parar la guita?”, dejó que la pregunta hiciera efecto en el
contador, y se le notara en la cara, “Y si El Tano te mandó a matar solamente por habérsela
quitado, sin usarla siquiera, ¿qué te pensás que va a pasar con tu mujer, eh? ¿Con tus hijos?”,
levantó la mano que le había atravesado El Tano, todavía vendada, “Si a mí, siendo alguien de
temer, me hizo esto, imaginate lo que va a pasar con tu señora”, y movió, sugestivamente, la
cabeza hacia delante y hacia atrás, “Entonces la plata no le va a servir de nada. Creeme”.
De a poco, el tipo empezó a carburar. Y a medida que le fue cayendo la ficha, se
quebró. “Dios, ¡no!”, se lamentó, rompiendo en llanto, “¿qué hice?”. Agarrándose la cabeza,
lloraba y se quejaba de su propia estupidez, de lo insensato que había sido todo aquello, y de lo
pelotudo que fue al pensar que podía cagar a la mafia. “Hay una alternativa”, le ofreció
entonces nuestro buen jefe. “¿Cuál?”, preguntó el tipo, desesperado. “A nosotros nos mandaron
a matarte. Podemos ir y decirle a El Tano que lo hicimos. Conseguir testigos de que vamos a
llevar tu cuerpo para hacerlo desaparecer”, le explicaba, a lo que el infeliz se empezó a

127
recuperar, “pero curiosamente, nosotros también tenemos una deuda que necesitamos pagar.
Así que esto es lo que te propongo: esta noche vas a venir con nosotros. Mañana a la mañana,
mi asistente te va a acompañar, y vas a retirar todo el dinero de esa cuenta fantasma. De esa
plata, nosotros vamos a sacar lo que nos corresponda, y el resto va a quedar para vos, para que
empieces, digamos, tu nueva vida. Después, el mismo asistente te va a llevar a las afueras de
Capacaída. Probablemente, se encuentre con uno de los hombres que están a cargo de vigilar
que no abandones la ciudad. Así que le va a decir que estás muerto, que es tu cadáver, y que va
a abonar el terreno. Te va a dejar cerca del mismo basural donde depositamos las sobras de
nuestros trabajos, y va a volver a la ciudad solo. A partir de ahí, vos te las vas a tener que
arreglar solo para llegar con tu familia. Pero para los hombres de negocios de Capacaída, vos
vas a ser un hombre muerto. Vos no vas a existir más. ¿Qué te parece?”.
El tipo se quedó pensando, con la mirada extraviada. Después de un rato de esperar a
que contestara, El Judío buscó su mirada. “Podemos pegarte un tiro si querés, eh. Y que a tu
mujer la ayude Dios, como dirían los muchachos”, le ofreció, serio. El contador dudó apenas un
segundo más. “No”, contestó, “Tenés razón. Hagamos como decís vos”, se resignó, para que nos
levantáramos todos y Locura abandonara la heladera. Salimos los ocho de aquella casa y
empezamos a caminar hacia los autos. Durante el trayecto, nuestro buen jefe sacó su celular y
llamó a uno de sus contactos. Después de pasarle la dirección que acabábamos de abandonar,
solamente dio una orden: “Préndanla fuego”. El contador se asustó. “¿Por qué…?”, quiso decir,
pero El Judío lo frenó con un gesto. Cuando cortó, se puso a explicarle. “Si vamos a hacerte
desaparecer, lo vamos a hacer bien. Nunca más vas a poder volver a Capacaída. Acá ya no tenés
más nada”, le notificó.
Al llegar hasta los autos, nuestro buen jefe lo llamó a Junior, que ya había abierto la
puerta del Audi. “Buena, pibe”, fue lo único que le dijo, antes de que saliéramos para siempre de
ahí. Creo que fue uno de los momentos más felices en la vida de nuestro camarada.

A la mañana siguiente, la del treinta de diciembre del año pasado, la Última Terraza del
Purgatorio, aparecimos los seis en la Casa Roja para chequear junto con El Judío que el asistente
acompañara al contador a buscar la plata.
Cuando, después de como una hora de espera interminable, el asistente apareció por la
Casa Roja con el dinero que nos faltaba reunir, por un segundo pensamos que era mentira. Pero
no, era real, estaba pasando. Nosotros, Los Pibes, los nuevos en el negocio, habíamos juntado la
plata para salvar la cabeza de El Judío. Y mientras el asistente se iba a llevar al objetivo lejos de
Capacaída, tal y como le habíamos prometido, Los Pibes nos dedicamos a reunir la plata de
todos los hombres de negocios de la ciudad que había en la Casa Roja y a prepararla, para
llevársela esa misma noche a El Príncipe.
Nos tomó un rato terminar la tarea. Tanta era la plata. Al terminar, los veíamos ahí, en
tres bolsos diferentes, y todavía no lo podíamos creer. Pero no, era real, estaba pasando. Por fin,
Mi Buen Amigo Lector, habíamos reunido los tres millones de dólares. Sí, como estás leyendo.
Después de tantas corridas, de tantas peleas, de tantos tiros, piñas, sustos, saltos; después de
haber enfrentado a ninjas y gitanos, después de haber robado autos y asaltado quintas y
profanar tumbas, después de haber conocido el Infinito; después de todo, todo, todo lo que
habíamos pasado, la Cruzada había terminado.
Y todavía nos sobraba un día.

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ANTEPENÚLTIMA ENTREGA

ALEA IACTA EST

Bienvenidos sean ustedes, los que están del otro lado, a esta, la antepenúltima entrega de mi
humilde historieta. Ya pasaron muchas palabras por esta grabadora, y como bien se sabe, todo
tiene un final. Hasta esta, la narración de nuestra Cruzada mafiosa, a la que le quedan apenas
tres paradas más antes de alcanzar el fin del recorrido. Son los momentos culminantes, las
palabras más importantes de todas. Porque sé muy bien que desde el principio las están
esperando, aunque también les temen.
No hay nada más humano que la fascinación por las conclusiones: capaz sea porque
nos recuerdan a la muerte, capaz porque es común a todas las cosas, y no podemos escapar a
nuestra naturaleza finita; tendemos a ver a todas las cosas como parte de un ciclo, y las
historias, que en realidad, en su propia naturaleza, siguen adelante, desarrollándose sin cesar,
ajenas a nosotros, encuentran un punto en el cual ya no pueden seguir siendo contadas, o no se
quiere seguir, o no conviene. Todo final termina así siendo capricho o incapacidad del que
cuenta, y este caso, que no es precisamente el más brillante, osado o excéntrico, no es ajeno a
esa ley de los relatos.
Como les dije, quedan tres entregas más antes de que mi incapacidad para seguir
contando (debido, básicamente, al hecho de que no conozco el futuro y, por lo tanto, no tengo
más para contar, apenas para vivir), me fuerce a dejar de grabar mis palabras. Nos queda, eso sí
les puedo ir adelantando, el relato de las dos últimas noches del año. Nos queda, por si querían
saberlo, la visita al Palacio de El Príncipe. Nos queda, antes de que esto se termine, la narración
de los tres encuentros que marcan definitivamente el desenlace de esta, mi humilde historieta.
Estamos en la recta final. Agárrense fuerte.

Si hubiese dependido de nosotros, habríamos ido en aquel mismo momento. Ya


habíamos juntado la plata, ya habíamos guardado la plata, y ahí nos esperaba la plata,
equitativamente distribuida en tres bolsos de un millón de dólares cada uno. Lo único que
teníamos que hacer era llevar los bolsos hasta el BMW, cargarlos, subirnos y salir para donde
fuera que viviese El Príncipe, y una vez ahí, bajarnos, bajar los bolsos, tocar el timbre, y decirle a
nuestro buen amigo que ahí tenía, por fin, su plata, que podía metérsela en el centro del orto, y
que nunca más le volviera a romper las pelotas a El Judío, porque ahora contaba con la ayuda
de Los Pibes, que no iban a dejar que ningún bardo le cayera encima. Pero no dependía de
nosotros.
Nuestro buen jefe, lejos de acceder a nuestro pedido, nos pidió que dejáramos de
romper las pelotas. Que estábamos a mediodía y que, por lo tanto, no era una buena hora para
hacer negocios. Así que nos mandó a nuestras casas, con la condición de que aquella noche
volviéramos para acompañarlo a llevar la plata. “Después de comer”, nos ordenó, “vénganse
todos para acá, que vamos a ir a saldar la deuda”, a lo que nosotros, que ansiábamos escuchar
esas palabras desde hacía dos meses, no pudimos más que saltar y festejar como locos.
Ese día fue uno de los más felices de toda mi vida. Después de haber estado durante
tanto tiempo hasta las manos, con la soga mordiéndote el cuello; descubrir de un día para el
otro que ya no tenés más obligaciones genera una sensación de intensa ligereza, de libertad
absoluta, que uno se siente casi como si volara. Resulta raro, en el fondo, porque ese es, de
hecho, nuestro estado natural, la libertad. Pero lo llenamos con tantas deudas, con tantas
obligaciones, que al final terminamos creyendo que uno es libre porque puede cumplir con lo
que se debe. Y por eso, cuando alcanzamos la verdadera libertad, la verdadera independencia,
la sentimos con tanta ferocidad, la sentimos más viva y grande de lo que en realidad es: nos
parece maravillosa, extraordinaria, un verdadero don, y no lo que nos corresponde por el simple

129
hecho de haber nacido seres humanos. Ese día fue uno de los más felices de mi vida porque
pude entender, de una vez y para siempre, como se sentían mis viejos después de que pagaban
todo el fiado o saldaban y cerraban una tarjeta de crédito: se sentían dignos.
Por la tarde, nos juntamos con Los Pibes para tomar algo en el centro, y festejar nuestro
éxito. “Qué grossos que somos” y “Y ahora, que se agarren todos”, eran los comentarios que
más sonaban, mientras nos chupábamos las pijas entre nosotros. Y yo le decía al Rulo que en la
canchita del Negro había jugado un partidazo, y el Rulo le reconocía a Locura que lo del
cementerio fue una cosa zarpada, y Locura miraba a mi hermano y le confesaba que jamás se
hubiera imaginado que, en un partido en serio, pudiera jugar tan bien al truco, y el Pocho, a su
vez, ponderaba la velocidad del Elfo, que nos había salvado en la quinta de El Milico, y el Mellizo
le decía a Junior que sus cuentas con El Yanki y su última deducción habían sido claves, y Junior
me reconocía que, de no haber sido porque era un chusma hijo de mil putas, nada de todo esto
hubiera pasado.
Entre gaseosas y chizitos, entre cervezas y papas fritas y anécdotas, pasamos aquella
tarde en el centro de la República Popular de Capacaída. Esa vez no hubo discusiones, no hubo
debates. No hubo charla sobre cosas culturosas. Esa tarde todo se trataba de nuestro mayor
éxito, de haber llevado a cabo la Cruzada mafiosa y haber conseguido, en dos meses, los tres
millones de dólares que hacían falta para salvar la cabeza de nuestro buen jefe. Esa tarde lo
único que queríamos esa sacarnos de encima el recuerdo de los balazos en el pecho, del tiempo
pasado en el hospital, del asesinato del gitano, del Infinito, de ser tiroteados en una cancha de
fútbol, de tener que andar decidiendo por la vida de un tipo. Para que, cuando llegara la noche,
pudiéramos ir livianos a la Casa Roja.
Con el paso de las horas, no obstante, lo que perdíamos en malas memorias y cicatrices
de guerra, lo ganábamos en nervios y ansiedad. El pasado que nos dejaba, era cubierto por el
presente cada vez más tenso, por el futuro cada vez más inmediato. Y para cuando llegó
efectivamente la hora de ir a la Casa Roja, sí, ni nos acordábamos de lo que habíamos pasado
en el año, pero nomás porque la cabeza estaba completamente enfocada en lo que estaba por
pasar: la visita a El Príncipe, el saldo de la deuda, el fin de toda la historia.
Después de comer, tal y como se había estipulado, El Judío nos recibió en su morada
laberíntica. “¿Están listos?”, quiso saber, para que nosotros le contestáramos (mintiendo) que sí,
que nunca (mintiendo) habíamos estados más listos en toda nuestra vida. “Procedamos
entonces”, fue lo único que dijo, antes de pedirnos que lo acompañáramos afuera, donde nos
estaba esperando el asistente, apoyado contra el BMW. “Los bolsos ya están cargados, y el
tanque está lleno”, le notificó, mientras le pasaba las llaves. Nuestro buen jefe se lo agradeció y
nos invitó a subir, informándonos que, en esa oportunidad, tal y como había pasado cuando
fuimos a visitar a El Yanki, íbamos a ir solamente nosotros siete. Así que no iba a haber segundo
auto: teníamos que acomodarnos como pudiéramos.
Un rato después, tras aplicar concienzudas técnicas aprendidas del Tetris y distribuirnos
relativamente bien adentro del BMW, El Judío arrancó el auto y abandonamos la Casa Roja.
Mirando por el espejo del lado del acompañante pude ver, haciéndose cada vez más chiquita, la
figura del asistente.
Estábamos en camino.

La casa de El Príncipe se situaba en la zona alta de Capacaída, donde se concentraban,


también, las moradas de los hombres más ricos de la ciudad. Se trataba del barrio más exclusivo
de la República, una acrópolis separada del vulgo adonde se concentraba la mayoría de lo
verde, de lo sano, de lo puro de la ciudad (salvando, por supuesto, la Tierra de las Quintas).
“Mierda”, observó Locura, mientras atravesábamos las calles empedradas de aquel sector de la
ciudad, mirando las mansiones iluminadas por las festividades de Fin de Año, “si así viven estos
tipos, no me quiero imaginar cómo debe vivir El Príncipe. Seguro la casa es un palacio”. Y
efectivamente, cuando llegamos a la casa que coronaba aquel lugar, la casa más grande y

130
fastuosa de todas las que habíamos visto, El Judío detuvo el BMW, para que nos bajáramos y
contempláramos el Palacio.
Nos acercamos hasta la reja de hierro negro que rodeaba todo el terreno de la
propiedad, y entonces notamos que no había ninguna forma de llamar a la casa. Ni llamadores,
ni timbres, ni porteros eléctricos. Después de reírse de nuestro asombro, el jefe sacó su celular,
y mientras marcaba un número, nos explicó que El Príncipe era un tipo práctico No precisaba de
ningún dispositivo para que las visitas notificaran su llegada: las personas dignas de entrar iban
a tener el número que hacía falta para solicitar el ingreso. Entonces intercambió un par de
palabras con alguien del otro lado, y al cortar, las puertas de hierro se abrían para nosotros.
Atravesamos la reja y nos dispusimos a subir por la escalera que llevaba a la entrada del
Palacio, en la cúspíde de una breve colina. Avanzábamos hacia el punto más alto de la
República Popular de Capacaída: la cúpula de aquella morada, que surgía desde el centro
mismo de su arquitectura, parecía, a nuestros ojos, rasgar el cielo iluminado de colores. La
hiperbólica puerta que encontramos al llegar, asimismo, era un dechado de ostentación y de
poder. Más alta que el más alto de nosotros, probablemente era de oro sólido, o cuanto menos,
estaba enchapada con el material regio, y podían verse, en ella, figuras que narraban una
historia; la historia de un gigantesco monstruo que oprimía a un pueblo, hasta que llegó un
hombre a liberarlo, después de una larga guerra tras la cual, se consolidó por encima de los
otros. “No fue tan así tampoco”, nos informó El Judío.
En ese momento, se abrió una de las hojas de la puerta, y un humilde viejecito se
asomó por ella. Se trataba del asistente de El Príncipe, que nos invitó a pasar y que lo
siguiéramos. A continuación, empezamos a recorrer el Palacio en dirección a la sala en la que,
según el viejo asistente, nos esperaba nuestro acreedor.
Y fue caminar por el lugar más hermoso que jamás habíamos visto, una morada limpia,
clara, que se desenvolvía sin trampas ni cruces frente a nuestros ojos. Una casa que te devolvía
a los tiempos de las Mil y Una Noches, a juzgar por su más que reconocible arquitectura árabe,
plena de arcos túmidos, entrecruzados y de entibo. Una casa repleta de columnas, tantas
columnas para sostener el Universo mismo. Dentro de la misma había, a la usanza oriental,
varios patios internos, o al menos eso nos hizo notar nuestro buen guía (“este es uno de los
patios”, nos había dicho cuando atravesamos uno), que semejaban claros en aquel bosque de
columnas. Finalmente, después de un rato de paseo extasiado, de paseo admirado (y realmente
nos propusimos con Los Pibes, más tarde, pedirle a El Judío si nos dejaba mudarnos al Palacio
para vivir ahí), llegamos frente a una puerta todavía más grande y majestuosa que la de la
entrada. Una puerta de oro negro que doblaba al más alto de nosotros.
El asistente la abrió, y frente a nosotros encontramos una sala enorme, en cuyo centro
se acomodaban tres sofás, alrededor de una mesa baja. Y cerrando la cuadratura del conjunto,
nos aguardaba El Príncipe, vestido con otro de sus trajes carísimos, y sentado en uno de esos
sillones reales tan ostentosos. Nos hizo un gesto con su mano, invitándonos a pasar, y su
humilde asistente nos condujo hasta los sofás, para que nos distribuyéramos cómodamente en
ellos.
“Bienvenidos a mis aposentos, ustedes los de fatigados pies, que en el transcurso de los
últimos dos meses movieron sus brazos y cabezas al son del canto del trabajo. Sepan, mis
amigos, que mi espíritu nada carga contra ustedes, y la verdad es que me complacería mucho
más verlos descansados, pero llevan ustedes como carga una tarea que yo mismo les
encomendé, y no van a poder descansar, sea ya sin carga, sea ya en la muerte, hasta no darme
noticia del estado en que se encuentra. De todas maneras, más allá de la nueva que traigan con
su persona, esta noche se sabrá la verdad que se esconde tras de todo, y a su destino accederán
por mi mano. Porque mi persona guarda un conocimiento que les va a resultar grato adquirir, y
aunque está ansiosa por revelarlo, tienen ustedes primero palabras que pronunciar, salvando su
carne de mis leones, que aguardan en la arena, o pereciendo, en su iniquidad.

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“Pues muy bien saben ustedes de la deuda con este servidor suyo que acarreaba el
hombre junto a ustedes, una deuda fruto de su desdén para con las otras cabezas. Y no soy, de
ninguna manera, hombre de no cumplir con su palabra, ya que así como en la generosidad doy
lo que prometo, también en la disciplina acometo con firmeza, otorgando el perdón y la dicha
al que cumple, y al que falla, un castigo que le haga renegar hasta de su propio nombre.
“Por lo tanto ustedes, que esta noche vinieron frente a mi ser queriendo redimirse, van
a tener el poder para hablar en este momento, e informar de que cumplieron con el cometido,
llevándose con ustedes mi gratitud y mi favor eternos, o reconocer que no lo consiguieron, y
enfrentar, por consiguiente, el peso de mi Sentencia. Los escucho.
A medida que El Príncipe iba desenrollando su parlamento, fue creciendo en nosotros el
horror. Porque aquel tipo, aunque gozaba del poder económico, militar y político, conseguía
intimidar simplemente con el uso que hacía de la palabra. Porque sabíamos, en el fondo de
nosotros sabíamos, que antes siquiera de que abriéramos la boca, él ya estaba al tanto de todo
lo que le íbamos de decir. Pero sobre todo, porque nos dimos cuenta, de que con él no íbamos
a poder apelar al honor, ni engañarlo, ni conseguir un tesoro secreto, ni presionarlo con un
secuestro, ni ayudarlo a liquidar a alguien. Porque aquel tipo no nos necesitaba, aquel tipo no
tenía ningún punto débil, y aquel tipo no iba a dejar que saliéramos con vida de aquella casa.
Así que solamente nos quedaba encomendar nuestra alma a los Dioses, y confesarle, con alivio,
con humillación, con terror, que no íbamos a poder pagarle, porque no teníamos la plata.

Hacía un rato ya que la silueta del asistente de El Judío se había borrado, con la
distancia, del espejo del acompañante. Era la penúltima noche del año e íbamos, los siete en el
BMW, hacia el Palacio de El Príncipe, por una de las tantas calles de Capacaída, con tres millones
de dólares en el baúl. Me acuerdo que estábamos re nerviosos; contentos, sí, pero nerviosos,
porque aquella iba a ser la noche en la que por fin saldáramos la deuda de nuestro buen jefe,
demostrándole al hombre más poderoso de la República, de paso, quiénes éramos, y de qué
éramos capaces, Los Pibes.
Mientras viajábamos, El Judío nos iba contando anécdotas de la mafia. Era la primera
vez que lo hacía: parecía una especie de gesto de aceptación y de complicidad con nosotros,
como quien, por primera vez, te reconoce como un igual. Lo cual, por cierto, contribuía bastante
a aliviar nuestros nervios de cara al encuentro y, para qué negarlo, aumentaba todavía más
nuestra alegría y nuestra autoestima criminal. Así nos enteramos de muchísimas cosas de la
mitología secreta de Capacaída que sólo unas pocas personas sabían, sobre todo porque la
mayoría había muerto durante la Época del Traspaso. Como por ejemplo, la historia del auto de
El Pirata, que había dado origen a su rivalidad con El Judío. “Recién mucho después, en una de
los tantos cruces que tuvimos, me llevé su ojo… Pero cómo estaba esa tarde, cuando vio lo que
le hice al auto”, nos contaba nuestro buen jefe, y se cagaba de risa. Ya habíamos abandonado
hacía rato nuestro barrio, y por aquel momento estábamos saliendo de la zona residencial de
Capacaída, en el sector bajo, para encarar hacia el sector alto de la ciudad, adonde
supuestamente, según nos había contado el jefe, se erigía la mansión de El Príncipe.
Entonces, de la nada, un auto se cruzó en nuestro camino. El Judío frenó de golpe,
incapaz de llevar a cabo una maniobra que le permitiera esquivarlo, y cuando miró hacia atrás
por el espejo retrovisor, notó que ya otro auto se atravesaba en la calle, bloqueando la salida.
Echamos un vistazo a nuestro alrededor: aquella ruta, que llevaba a la zona rica de Capacaída,
estaba completamente abandonada a aquella hora. “Salgan”, nos ordenó entonces nuestro
buen jefe, serio, para que todos abandonáramos el auto. Cuando salimos pudimos ver que del
auto que nos bloqueaba la marcha atrás se bajaron dos tipos, con unos lentes oscuros y una
pinta inconfundible. Casi ni nos dimos vuelta para ver quién salía del otro auto. No hacía falta.
Porque había un solo hombre en toda la República Popular de Capacaída que podía estar
haciéndonos aquello, y al que le respondieran hombres como los que acababan de bajarse de
aquel Camaro.

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Porque solamente un hombre que fuera doblemente traidor podía volverse triplemente
traidor. Un hombre que como criminal traicionaba al género humano, y a la vez a sus propios
déberes, y que ahora, traicionando a otros criminales, se condenaba por completo. Y ese
hombre era uno solo y nosotros sabíamos muy bien quién era. Por eso, dije, casi ni nos dimos
vuelta para observar el otro auto, aquel vetusto, viejo y oxidado Falcon verde, del que ya se
bajaba el único hombre que podía cagarnos en aquel momento: El Milico.

“Miren a quién tenemos acá: el extraordinario Judío y su banda de pendejos”, dijo el


Comisario con sorna, mientras venía hacia nosotros. En su cara todavía podían verse marcas
producto de las golpizas y torturas a las que había sido sometido hacía apenas una semana.
“¿Cómo andan, chicos, eh?”, preguntó con mala leche, “¿Se recuperaron de la paliza que les
pegaron?”, y se cagaba de risa. Infeliz. Entonces agregó, mirando a El Judío: “Desde el principio
supe que era una mala idea. Que pasarles todas nuestras deudas a un tipo suficientemente loco
como para endeudarse con todos nosotros, nomás iba a traer lío, tarde o temprano. Aunque si
te tengo que ser sincero, nunca pensé que lo ibas a conseguir”.
Mientras el Jefe Supremo le decía eso a nuestro buen jefe, los dos tipos que habían
salido del Camaro levantaron sus armas y nos apuntaron. Rodeándonos, sin dejar nunca de
apuntar, llegaron hasta El Judío y le pidieron las llaves del auto. “Cuando pasó lo de la mansión
de El Yanki, por un momento pensé que se trataba de algún enfermo que no sabía con quien se
estaba metiendo”, nos confesó El Milico, al tiempo que ya sus esbirros se dirigían a la cola del
BMW, “pero después consulté el tema con El Chino, y me habló de lo que estaban haciendo.
Entonces supe que realmente lo estaban haciendo, que realmente querían juntar la plata para
pagar la deuda. Y entendí que, tarde o temprano, iban a venir por mí”.
Uno de los tipos, desde el baúl abierto, le hizo un gesto afirmativo al Comisario,
avisándole que había encontrado los tres millones. El otro, a todo esto, nos seguía apuntando.
El Milico le pidió su arma a nuestro buen jefe, que se la entregó de mala gana, y mandó a los
otros a buscar los bolsos y guardarlos en su auto. “Por eso”, al mismo tiempo que nos iba
explicando, le sacó el cargador a la pistola y se puso a retirarle las balas, que fue acumulando en
su mano, “cuando aparecieron por la Jefatura, los estaba esperando. Y aunque tengo que
reconocer que lo que hicieron fue bastante corajudo, porque hay que tener huevos para
animarse a joder conmigo, la verdad es que desde el primer momento supe que, tarde o
temprano, como fuera, iba a terminar cogiéndomelos de parado”. Levantó el cargador, al que le
quedaba solamente una bala, y se lo mostró a sus hombres. “No vamos a precisar mucho más
que esto, ¿no muchachos?”, les preguntó, para que los otros se cagaran de risa. Se guardó el
resto de las balas en el bolsillo, puso el cargador de vuelta en la pistola y nos siguió contando.
“No me costó nada sacarle a la gente del Negro quién había hecho eso. Esos tipos no tienen
honor, ni moral”, empezó a caminar hacia sus compañeros, que ya habían guardado los bolsos
en el Falcon, “Por eso no tuve problemas en poner la plata: sabía que esta noche la iba a
recuperar”.
“Es más”, dijo cuando ya había llegado junto a su auto, “sabía que iba a tener mucha
más guita de la que había, digamos, invertido”. “De todas maneras, el 33%, es muy poco”,
observó, antes de tirarle la pistola a uno de sus compañeros, y preguntarle, “¿qué te parece el
50%?”, para que el otro le apuntara al tercer miembro del grupo, y le volara la cabeza. El tipo
cayó seco, con la cabeza destrozada. Frío, El Milico le pidió entonces a su compañero que
devolviera el arma, lo que el otro fue hasta él y se la alcanzó en la mano. “Nah, 50% sigue
siendo muy poco”, se quejó, y en ese mismo momento, con extrema soltura, levantó el arma y le
pegó un tiro al segundo colaborador. Con rapidez, fue hasta el tipo, que agonizaba en el piso.
“Perdoná, pero yo necesito el 100%. Me quiero jubilar”, le dijo, mientras le sacaba su pistola. El
arma de El Judío había quedado, ahora sí, descargada, y no tenía cómo defenderse de nosotros.
Se levantó y empezó a caminar hacia nosotros. “Yo no sé por qué”, iba diciendo a
medida que venía, “pero siempre se olvidan de la bala que queda en la recámara”, se burló,

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antes de devolverle el arma plateada a nuestro buen jefe. Con una sonrisa, se fue caminando
hacia atrás, en dirección al auto. “Para que veas que no soy tan hijo de puta”, le notificó, “me
tomé el trabajo de eliminar toda la evidencia que los relacionara con esta guita. Como si
ustedes nunca hubieran conseguido estos tres millones de dólares”, abrió la puerta del Falcon.
“Ahora lo único que queda como evidencia, son estos dos fiambres acá. Hacé lo que te
parezca”, fue lo último que nos dijo, antes de saludarnos, subirse al auto e irse a la mierda de
ahí. Para dejarnos en medio de la nada, con dos tipos muertos y las manos completamente
vacías.

Los Pibes nos quedamos paralizados, clavados al piso. Completamente incapaces de


reaccionar. ¿Aquello acaba de pasar? ¿No había sido un mal sueño, una pesadilla? Había pasado
tan rápido que ni siquiera lo podíamos procesar. En un momento teníamos la plata y estábamos
a salvo, en el otro no teníamos nada, y estábamos muertos. Te juro, Mi Buen Amigo Lector, que
estábamos haciendo nuestro mayor esfuerzo por asimilarlo. Pero como con la mayoría de las
cuestiones traumáticas de la vida, se hace camino al andar.
Porque lejos, muy lejos de nuestra actitud pasiva, y acostumbrado ya a esas situaciones,
El Judío había ido hacia los cadáveres, y empezaba a levantarlos para sacarlos de ahí. “¡¡Ey,
pelotudos de mierda!!”, nos llamó con un grito, sacándonos de aquel letargo, golpeándonos
con la realidad en la cara, “¡Vengan a darme una mano que no puedo solo!”, ordenó, para que
nosotros volviéramos a poner los pies en la tierra y fuéramos a ayudarlo. Mientras los Mellizos
lo ayudaban con el primero de los tipos que había muerto, el Rulo y yo levantamos al segundo.
Los llevamos hasta el BMW y los metimos adentro del baúl. Antes de cerrarlo, nos quedamos
mirándolos y nos dimos cuenta del horrible negocio que habíamos hecho: cambiamos tres
millones de dólares por un par de pelotudos muertos.
Entonces nuestro buen jefe le pidió a Locura y el Rulo que fueran hasta el Camaro y lo
usaran para seguirnos, al tiempo que nosotros nos íbamos subiendo al BMW para salir de ahí.
“¿Ahora adónde vamos?”, le pregunté a El Judío ni bien se subió al auto. “Ahora”, fue la
respuesta del otro, “vamos a deshacernos de ese auto y de esos tipos. Ya después pensáremos
en qué hacer”, antes de arrancar el auto, y que pusiera primera.
Abandonamos la zona y volvimos con el auto a la zona residencial de Capacaída. Cada
tanto, mirábamos atrás nuestro, y reconocíamos al Camaro de los muchachos, siguiéndonos
fielmente, como había ordenado nuestro buen jefe. Mientras atravesábamos la ciudad, miraba
hacia fuera, a las personas que andaban dando vueltas por la calle esa noche: durante la última
mitad del año, las distintas experiencias me habían ido transformando, metamorfoseándome, y
ahora ya no podía verlos sino como seres distantes, personas comunes, aburridas y corrientes.
¿Iban a andar ellos, alguna vez, sobre un BMW con destino incierto, y dos muertos en el baúl?
Aunque aquello no era precisamente un sueño, sino más bien una pesadilla, ¿cómo hacía esa
gente para vivir justo en el medio, en el centro tibio y gris de la existencia, sin miedos
agotadores ni asfixiantes alegrías? Yo, que alguna vez había sido uno de ellos, que alguna vez
había flotado, sin vivir realmente, sin conocer el auténtico sabor del Ser, ahora, a bordo de un
BMW que llevaba dos muertos en su baúl, agradecía haber conocido a El Judío, a pesar de todo.
Salimos de la República Popular de Capacaída por la vía industrial, siempre seguidos de
cerca por el Camaro. En la última estación de servicio que encontramos, nuestro buen jefe
compró un bidón y le pidió al playero que lo llenara con nafta. Diez o quince minutos después
del haber abandonado la zona urbana, El Judío dobló por un camino que se abría hacia el
interior de la llanura. Un ratito más tarde, divisamos un basural, perdido en medio de la
inmensidad, en el que nos internamos, para que el que jefe parara el auto. Imitándolo, Locura
apagó el motor del Camaro justo atrás del BMW.
Salimos los siete de los autos, y Los Pibes nos dispusimos a seguir las indicaciones de El
Judío, que nos pidió que sacáramos los dos cuerpos de adentro del baúl, y los lleváramos hasta
el otro auto. Una vez los depositamos en los asientos del conductor y el acompañante,

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respectivamente, nuestro buen jefe fue a buscar la nafta que había comprado en la estación de
servicio, y nos ordenó que bañáramos el auto y los interiores. Por último, me mandó a buscar
un trapo y y una piedra entre la basura; obedeciendo al instante, fui hasta donde se acumulaba
toda aquella porquería, y volví con ambas cosas. Entonces nuestro buen jefe enrolló la piedra
con el trapo, mojó la punta de este con nafta, y prendiéndolo con su encendedor dorado, tiró la
piedra con todas sus fuerzas contra el parabrisas del Camaro, para que el auto ardiera al
instante.
Mientras veía cómo se alzaban las llamas en la mitad de la noche, no pude evitar pensar
todo lo que andaba consumiéndose también. Con aquel Camaro no sólo ardían esos dos
cuerpos; también se reducían a cenizas nuestras posibilidades de pagar la deuda, nuestras
posibilidades de pasar de la siguiente noche. Con aquel auto también nos estábamos
incendiando nosotros. Tal era nuestro abatimiento, que hasta Locura, que en cualquier otra
circunstancia se hubiera emocionado, e incluso se hubiera puesto a bailar alrededor del fuego,
estaba cabizbajo y meditabundo.
Un rato después, El Judío clausuró el espectáculo del Camaro ardiendo, y nos llamó al
BMW, para devolvernos una vez más a la Casa Roja. Abatido por nuestro abatimiento, aunque
sin dejar de insistir con que el día que recién nacía no era la Fecha de Circe, nuestro buen jefe
nos despidió aquella noche recordándonos la primera pregunta que nos había hecho el
asistente. Nos preguntó si así era como queríamos morir: como miembros ilustres de una de las
más poderosas organizaciones de la República Popular de Capacaída, después de haber dado
todo de nosotros, y de demostrarle a todo el mundo, a absolutamente todo el mundo, incluidos
nosotros mismos, de lo que éramos capaces. Y si él estaba equivocado, y si realmente nos
tocaba el ocho, íbamos a morir teniendo un propósito; nuestras vidas, por fin, habrían tenido un
Sentido.

Al día siguiente, la gente de Capacaída se desayunó una noticia inesperada, una noticia
que inundó los diarios y las televisoras locales: el Jefe Supremo de las Fuerzas Policiales, el
Comisario Máximo de la República, horrorizado por la enorme corrupción que envenenaba el
departamento de policía, renunciaba a su cargo, y le pedía disculpas a la población de la ciudad
por el lamentable estado en el que se encontraba el cuerpo.
Apenas un eco se hizo Su Buen Amigo el Narrador de la semejante noticia. De hecho,
en vez de indignarme, de preocuparme por esas cosas, me deshice de todo recuerdo de lo que
había pasado la noche anterior, y encaré aquel día con total normalidad. Como si ya la
inminencia de la muerte me tuviera sin cuidado (por vieja conocida, por las palabras de nuestro
buen jefe, o bien porque de todas formas, aunque me amargara, no iba a poder hacer nada
para evitar mi trágico desenlace), desde el primer momento lo viví como lo que era: el último
día del año más zarpado de mi vida.
Lejos de lo que alguna vez hubiera pensado que sería la jornada de mi ejecución
programada, no me puse a pensar en todas las cosas que me había perdido. No hubo, como en
aquella noche en que el asistente me amenazó, recuerdo de todas las situaciones traumáticas
de mi vida; no pasé lista de mis frustraciones ni lamenté todo lo que no había hecho. Tampoco
hubo memoria de las decepciones, de los malos tragos, de los amores que no fueron. Aquel día,
el día que yo pensaba iba a ser el de mi muerte, fue probablemente el día más normal y
corriente de mi vida: un día marcado por una sensación extrema de cotidianeidad, como si el
hecho que, al caer la noche, tuviera que entregar mi cabeza, fuera algo que me pasara a diario.
Y así fue como lo entendí. Ese día, el día en que supuestamente iba a morir, el día en el
que mi ejecución estaba programada, el día en el que, siendo yo otro, hubiera contado las horas
entre llantos, o me hubiera arrojado al descontrol y a los excesos, a la locura y al placer y al
olvido, y que resultó ser un día cotidiano y normal, corriente, típico, el emblemático del devenir
de mi existencia, me reveló lo que El Judío había querido hacer con nosotros: ese día, que pasé
acompañando a mis viejos a hacer las compras, en el que jugué a los videojuegos con mis

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hermanos, y a la pelota más tarde, en el que el Pocho y yo discutimos con nuestros viejos por
no poder recibir el año en familia (hasta hacerles aceptar, y en esto valió la memoria laboral de
mi viejo, que a veces la gente trabajadora se ve obligada a cumplir horarios irrespetuosos); ese
día aprendí lo que era la conciencia de muerte. Vivir cada momento con la certeza de que
puede no haber otro. Una conciencia que, lejos de arrojarte al caos y al absurdo, te permite vivir
intensamente cada placer, cada dolor, hasta el extremo de que la mera existencia es ya un
tesoro. Y la existencia con Sentido, el fin último de estar vivo.
Cuando llegó la noche, mi hermano y yo nos bañamos, en paz, nos cambiamos, en paz,
poniéndonos las ropas que El Judío nos había enseñado a usar y admirar, y después de otra
breve discusión con nuestros viejos (sobre todo nuestra vieja, que insistía en lo hijo de puta que
era nuestro jefe, pero que al mismo tiempo, se lamentaba de que esos sacrificios fueran los que
había que hacer para conservar el trabajo), salimos de nuestra humilde morada, para marchar
hacia la Casa Roja, encontrarnos con El Judío y Los Pibes, y viajar en el BMW hacia el Palacio de
El Príncipe, nuestro patíbulo.

Con una paz que no condecía con el miedo que habíamos empezado a sentir nosotros
después de escuchar hablar a El Príncipe (miedo que entraba, ciertamente, en contradicción con
la paz que había sentido durante el día. Aunque, qué se podía hacer, soy humano, soy débil),
“La verdad”, empezó El Judío, “tuvimos un pequeño predicamento con el tema de la plata. Pero
no te preocupes”, ¿trató de calmarlo? “no fue hace mucho, como tampoco fue por alguien que
no conocemos. Podríamos decirte todo del que nos afanó: dónde vive, dónde come, dónde
duerme, todo, y vos, que tenés más poder, lo encontrarías enseguida”. En aquel momento,
viendo cómo había desviado el peso hacia El Milico, lo admiramos. Incluso llegamos a
ilusionarnos con que consiguiera torcer la voluntad de nuestro enemigo.
“Pero sé que no lo vas a salir a buscar”, dijo entonces, y nos bajó de un hondazo.
“Porque el que tendría que haber conseguido la plata era yo, y si se escapó, se me escapó a mí,
y a estos pibes, y por eso merezco el castigo y la muerte. Pero la verdad, sé que no voy a morir,
porque la adivina Circe me predijo de esta noche, y sé que nunca tuviste intenciones de
matarnos. Es más, para que sepas, ni siquiera iba a molestarme en venir, pero ellos me pidieron
encarecidamente que lo hiciera. Tanto así fue el miedo que les metiste.
A medida que nuestro buen jefe iba hablando, a medida que la locura iba tomando sus
palabras, el rostro de El Príncipe fue pasando de la placentera expectativa, al más increíble
desconcierto. Como si entendiera que estaba frente a un perfecto lunático, y no supiera cómo
reaccionar, si bien ya sus gestos se mudaban hacia la ira, habiéndose dado cuenta de que no
iba a tener su plata.
“Por favor”, salté entonces, tratando de tomar la posta de la locura de El Judío, y
trocándola por servil sumisión. Para demostrarle a El Príncipe que éramos dignos, traté de
hablarle con esas palabras re difíciles que usaba, “los desvaríos de nuestro buen jefe no nos
representan, seco su cerebro como está por falsas y malintencionadas profecías. Sepa, gran
Príncipe, que mucho nos esforzamos, y durante los últimos dos meses, nos embarcamos en
innumerables trabajos, buscando recuperar tu fortuna, pero fue, por la mala nuestra, que una
pérfida voluntad se cruzó en nuestro camino. Sacándonos de nuestras manos, no solamente tu
dinero, sino todo nuestro esfuerzo. Mas como signo de buena voluntad, nos presentamos ante
usted, a riesgo de perder nuestras cabezas, para demostrar nuestra subordinación y buscar
nueva oportunidad”, le largué, apelando a todo el vocabulario aprehendido durante las lecturas
del entrenamiento. Si no lo compraba con eso, no lo comprábamos con nada.
Si tengo que decir la verdad, no largué aquel parlamento siendo realmente consciente
de la situación. Estaba como poseído, como si alguien más anduviera poniendo las palabras en
mi boca, alguna Musa o algo por el estilo. Cuando volví en mí, y vi las caras de los que me
rodeaban, me di cuenta de que de mi boca había salido algo grosso. Por un lado, El Judío me
miraba con su clásica sonrisa satisfecha; parecía que esperaba que yo dijera algo así. Por el otro,

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El Príncipe me observaba entre el asombro y la admiración, como si acabara de ser testigo de
un milagro, de un hecho extraordinario y maravilloso.
“Excelente… Excelente, realmente. Si he de confesar algo, que sea la despreciable fe que
había depositado en sus personas. Al tomar conocimiento de que El Judío estaba gestionando
un grupo de jóvenes, no pude evitar caer en el equívoco de considerar que sólo se trataba de
otro irrisorio, ignominioso cuerpo militar, prescindible y olvidable. Mas ahora, frente a tus
palabras, vengo a caer en la cuenta de que aquel a quien yo más respeto entre las cabezas de
pérfida ciudad, le ha dado a este mundo no solamente guerreros, sino también poetas.
“No obstante, te voy a hacer saber, ´pendejo´, que mucho conoce este servidor tuyo de
esa lengua que ahora se maneja, y aunque me ´chupa un huevo´ su nivel expresivo, voy a imitar
tu osadía y jugar tu juego. Así que, viste, me parece que va a ser copado hablar como vos, y
decir las mismas pavadas, y mandarme las mismas guasadas con el idioma, nomás para
demostrarte que no solamente sé hablar en difícil, como seguramente dirán ustedes, que son
todos giles, sino que también sé de lo popular, y lo cotidiano no me es ajeno. Porque soy El
Príncipe, pero tomo mates, y aunque argento no soy, por argento yo mismo me tomo, y si
alguno se me hace el loco, no mucho me cuesta mandarlo a la mierda.
“Así que si tu truco era impresionarme hablando como yo, seguramente soy yo el que
ahora te está impresionando, pero dejame decirte algo, boludo: podrás hablar como quieras,
pero con eso nomás te ganas mi respeto, y el tuyo a mí no me vale, ni a palos, tres millones de
dólares.
El Príncipe no se había achicado. El Príncipe no había retrocedido frente a mi desafío.
No contento con reconocer que admiraba nuestra condición intelectual y celebraba mis
palabras, las había desarticulado, pulverizado, al bajar a mi nivel, al llenarse del fango de lo
popular y hacerme frente en mi propio terreno, demostrando que ni siquiera podía superarlo en
mi osadía. Sencillamente, aquel tipo era invencible. Sencillamente, estábamos jodidos. Eso, pero
te lo firmo y con sangre.

“¿Y entonces, qué hacemos?”, le preguntó de repente El Judío a El Príncipe, como si


estuviese cansado de estar ahí sin que lo mataran, después de que este último redujera mi
parlamento a cenizas. Incluso parecía impaciente: no quería esperar más para que se cumpliera
la Sentencia. Los Pibes lo fulminamos con la mirada. El Príncipe lo miró extrañado, incapaz de
creer su falta de preocupación. Sacó el reloj de bolsillo que guardaba en su traje, y nos miró de
frente. “La hora ha llegado”, anunció entonces, para satisfacer a nuestro buen jefe, y en ese
momento empezamos a temblar todos. “Largo y obscuro fue el hado que escribió para ustedes
ese Dios, que por encima de nuestras cabezas todo lo Ve y todo lo Decide”, declamó, “Un
peregrinar sin fin a la merced de un capricho superior, en busca de aquello que no era suyo,
aquello que nunca tocaron y aquello que estaban obligados por mi ser, poderoso y severo, a
recuperar antes de la última noche del año.
“Mas por su escandalosa inocencia, no lograron ustedes dilucidar la verdad, y frente a
sus ojos insípidos extendí impune un velo, ocultando el verdadero leitmotiv tras mis amenazas
feroces. Y así, bastaron un puñado de palabras altisonantes, para dejarlos a la merced del sutil
engaño, prisioneros de mi red en silencio tendida. Puesto que, por estar ustedes aquí, esta
noche frente a mi ser, con sus bolsillos vacíos; no tres, sino seis millones de dólares se
depositan a mi nombre, en un banco de la Gran Capital del Sur”.

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PENÚLTIMA ENTREGA

DEUS EX MACHINA

En este momento me gustaría decir que es mentira, que estoy jugando con ustedes, que se trata
de otra treta como la de la cuarta entrega, para asaltar irrespetuosamente, de lleno, su
incredulidad suspendida. Yo sé bien que ya antes había exagerado, deformado, omitido,
tergiversado, falseado tramos completos de mi narración, que en estas grabaciones que estoy
haciendo, después de apretar de forma suicida el botón de REC, no pasó todo lo que se cuenta,
ni se cuenta todo lo que pasó. Y estoy seguro de que deben pensar que les estoy tomando el
pelo, que después de tanto tiempo narrándoles una historia llena de tensión, cada vez más
compleja, y sin saber cómo resolver el cuento, salgo con un subterfugio barato, un recurso más
viejo que la literatura misma. Pero, lamentablemente, lo que les acabo de contar es cierto.
Después de todo lo que habíamos hecho, de todas las corridas, los tiros, las peleas, las
persecuciones, las discusiones y las profanaciones, nos veníamos a enterar, por boca del mismo
Príncipe, motor y motivo de nuestras acciones, que no sólo todo nuestro esfuerzo había sido en
vano (por cuanto se esperaba que llegáramos con las manos vacías, por lo que, de no haber
hecho nada desde el principio, ya hubiera bastado), sino que, a cambio de las frustraciones y los
dolores y las humillaciones y las pérdidas, El Príncipe se llenaba de guita. Sí, estábamos a salvo,
ninguno iba a morir esa noche, pero, ¿qué carajos había pasado? ¿Qué capítulo de esta
historieta nos habíamos perdido?
Los Pibes nos debatíamos entre la indignación y la perplejidad, entre el agradecimiento
y la mera bronca. A diferencia de nosotros, El Judío se mantenía estable, como si aquella
revelación sólo hubiera tenido un valor informativo. Si podía notarse algo de molestia o de
incomodidad en su cara, probablemente se debía al hecho de tener que haber ido al Palacio
solamente para que le dijeran que no hacía falta que fuera, ni que se disculpara por su fracaso
recolectando el pretendido dinero de su colega, ni que nada de lo que había hecho tuvo
rimpotancia, nunca. Es decir, todo lo que él ya sabía. Y desde esa postura, nos pedía,
infructuosamente, que lo imitáramos.
Pero lo cierto era que nosotros nos sentíamos defraudados, burlados. Como
seguramente se deben sentir ustedes, al escucharme. Porque habían jugado con nosotros. Con
nuestros sentimientos, con nuestra voluntad, con nuestras capacidades. Porque los últimos dos
meses no habían sido otra cosa que un engaño, que una mentira, que un vil artificio, producto
de una voluntad siniestra y manipuladora. Alguien que sabía que todo arde si se le aplica la
chispa adecuada, y que con nosotros bastaba apenas un poco de miedo a la muerte, para que
saliéramos a cagarnos a trompadas, saltar tejidos, robar autos, profanar tumbas, jugar partidos
de fútbol o de truco históricos, o largar parlamentos extraordinarios. Como aquellos peces
gordos dueños del capital que, vendiéndoles humo a los pequeños inversores, los llevan a su
propia destrucción mediante mentiras y maniobras fraudulentas. Para que todo se vaya a la
mierda.
Y El Príncipe, sin lugar a dudas, se había ido a la mierda.

“Quiero que nos expliques ya mismo de qué carajos estás hablando”. El Rulo había
surgido hecho un león, espetándole a El Príncipe aquella exigencia en su propia cara. “Sí, loco,
ponete las pilas y explicá ya qué mierda pasa acá”, lo secundó el hermano. “No nos podés venir
a decir eso después de todo lo que hicimos”, le dije yo, a lo que el Elfo salía con que “Sos un
hijo de puta, chabón, nos estás cargando”, y el Pocho y Locura hacían su parte con sendas
acusaciones. De repente, parecíamos haber olvidado que el tipo que teníamos enfrente había
dicho que no, que todo era falso, que no iba a matarnos, y que por siguiente, deberíamos estar
contentos porque íbamos a seguir con vida. Pero la posta es que no era lo mismo seguir con

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vida porque alguien reconocía tu esfuerzo, a seguir con vida porque nunca estuviste en peligro
en realidad. Si no existía un auténtico peligro, no podía existir un auténtico sentimiento de
liberación.
Frente a todas nuestras puteadas y recriminaciones, El Príncipe se mantenía tranquilo,
como si él también, al igual que El Judío sabía que era todo mentira, hubiera esperado esa
reacción de nosotros. “¿Y? ¿No vas a decir nada?”, lo desafió el Pocho después de un ratito sin
que contestara. Nuestro enemigo apenas si sonreía. “Mientras ustedes lanzaban contra mí sus
imprecaciones”, arrancó después de un rato de observarnos, “me asaltó un pensamiento que
ahora no puede abandonar mi cabeza. Siendo como es esta, y así quedó pactado al principio de
mi ardid, la Última Noche del Año, me figuro que ustedes, en su prisa por acudir a mis
aposentos, no se tomaron la molestia de comer antes de presentarse ante mi humilde persona”,
observó, lo que nos dejó desconcertados. “¿Y eso qué mierda tiene que ver con lo que te
habíamos preguntado?”, quiso saber Locura, al tiempo que ya se metía El Judío. “A ver si se
calman un poco, señores, que el hombre acá les está haciendo un ofrecimiento”, nos cagó a
pedos. “Efectivamente, mi buen amigo. Ustedes, jóvenes de fatigados pies, ¿aceptarían
acompañarme en una cena frugal y sencilla, a modo de despedida del año que estamos
despidiendo en esta hora de revelaciones?”
Nos miramos entre nosotros. ¿Qué hacíamos? Después de un rato de dudar,
terminamos aceptando la cena, de mala gana. Sí, es cierto, nos moríamos de hambre, pero nos
urgía más saber. El problema era que tanto nuestro buen jefe, como nuestro maldito enemigo,
se habían puesto de acuerdo para coaccionarnos a que nos calmáramos y comiéramos un poco,
así que tampoco había mucho que pudiéramos hacer. Y fue ver cómo El Príncipe le ordenaba a
su asistente, aquel humilde viejito, que fuera a buscar todo para que comiéramos con
frugalidad. Y fue ver cómo el asistente volvía con una bandeja con vino, queso y frutas, algo de
carne hervida y un poco de pan. Nada de cerdo, nada de sangre coagulada.
Comimos sobre aquella mesita encerrada entre los sofás, y entre bocado y bocado,
escuchábamos las palabras de nuestro enemigo. “Lúcida razón tenía su buen jefe, El Judío,
desde el principio sobre este asunto”, decía El Príncipe, “aunque no por sabiduría, sino más bien
por su locura, que le permitió entender la sobrada locura, el absurdo de este mundo. Y a efectos
de no cegarlos con la luz de la verdad, que tanto ansían sus ojos inocentes; de colmar con un
ápice de sapiencia sus vacías cabezas obtusas, voy a referir, poco a poco, las revelaciones que
aclararán su pobre entendimiento. El secreto que celosamente guardo desde hace tantas lunas”,
y a continuación, pasó a desarrollar el relato de los acontecimientos que nos llevaron a estar
aquella noche, en el Palacio, comiendo con él.
“Hace ya un tiempo, acudió a mi morada un hombre, requiriendo mi presencia. Si bien
en un principio me negué al encuentro, pues quién en el mundo osaría pedir por mi encuentro
de improviso, sin recurrir al sano recurso de la cita, que tan caro es a mis ojos; cuando mi leal
asistente me puso en conocimiento de quién se trataba, no pude más que acceder, aunque
conservando ciertas precauciones. Y así, me encontré con el hombre aquí mismo, en esta
deleitable sala, y no pasamos más del tiempo que ustedes llevan, anhelantes de la luz en sus
asientos, antes de que desenvolviera por completo sus intenciones e hiciera sus tentadoras
ofertas, con las cuales se ganó mi completa complicidad. Porque expuso tal beneficio en su
acuerdo, que mi codicia no encontró reparos, y acepté colaborar con su propuesta, obviando
cualquier dilema o reflexión; mas, si he de ser sincero, la magnitud de la recompensa lo
ameritaba.
“¿Y cuáles fueron, entonces, las intenciones desenvueltas y las tentadoras ofertas?
Quería este hombre que hiciera acto de presencia en la morada del célebre Judío, a fines de
proferir falsas amenazas. Cuando pregunté por razones, avino en explicarme que no sería él el
destinatario, sino ustedes, sus siervos, quienes temerosos, tal vez, o cuerdos, se lanzarían a una
precipitada carrera por cumplir con mi encargo, a fin de no ser muerto su ser bajo mis nobles
armas. Ignotos fueron para ustedes los lazos de la telaraña, que impávido mi ingenioso ser

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había tejido, y durante dos meses llevaron adelante tal Cruzada, a riesgo de perder hasta el
alma, que más nos vale a todos reconocer su gallardía, de no querer pecar por mentirosos. Y si
llegaban a presentarse, como ahora están presentes, durante la Última Noche del Año, pidiendo
clemencia con desesperación, como la pidieron; entonces me haría acreedor, no sólo del abono
íntegro de la deuda que las otras cabezas de la ciudad mantenían con mi persona, sino también
de una suma idéntica, en concepto de liquidación por los servicios que con tal diligencia presté.
“Finalmente, después de cerrar nuestro acuerdo, el hombre desapareció, y puedo dar fe
que, desde esa lejana fecha, no volví a tener el placer de encontrarlo. Apenas dejó, como
recuerdo de su paso y compromiso de la susodicha alianza, el número de una cuenta bancaria,
donde habría de encontrar yo depositado el dinero, circunstancia que mi asistente se encargará
de verificar. Y realizó además, dos salvedades: por un lado, solicitó el visitante que los pusiera
sobre aviso de la situación, para que, tomando público conocimiento del escenario, se llenaran
ustedes de desconcierto; y por el otro, quería la redención de su persona, que más vivos que
muertos le servían. Mas de estas razones no puedo emitir yo palabra, puesto que toda otra
explicación o razonamiento me fue negado.
Sin lugar a dudas, el hombre misterioso que había visitado a El Príncipe la tenía clara,
porque, tal y como había dicho, ahora estábamos totalmente desconcertados. Sí, es cierto, la
situación se había resuelto por completo: seguíamos debiéndole a El Yanki, pero con el resto de
los hombres de negocios de la República Popular de Capacaída la deuda ya estaba saldada y no
teníamos más problemas; pero de todas maneras, nuevas preguntas habían surgido para ocupar
el lugar de las que habían sido contestadas. Aunque la mayor de todas se refería a la
incoherencia que acabábamos de escuchar. ¿Alguien había pagado seis millones de dólares
nomás para que estuviéramos ahí aquella noche? ¿Con qué propósito? E incluso si este fuera el
más noble e imperativo no del mundo, sino del propio Universo, ¿no había una forma más
barata, más práctica, más directa de cumplirlo? ¿Hacía falta pagar tanto para que el tipo más
poderoso de la ciudad amenazara al más endeudado, y que sus reclutas más jóvenes tomaran la
iniciativa de salvarlo, llevando a cabo una serie de misiones suicidas a lo largo de…? ¿Cuánto?
¿Quince entregas? ¿Realmente no había otra manera?
Pero la pregunta que le hicimos fue mucho más concreta. “¿Quién fue?”, quiso saber el
Rulo, “¿Quién podía poner toda esa guita por nosotros?”. El Príncipe lo miró complacido, como
si hubiera hecho justo la pregunta que estaba esperando. “Si se me consultara a mí, diría que es
una persona sin la menor concepción de valor del dinero”, se mofó, soberbio, “mas si lo que
precisan es una respuesta certera, quizás están equivocados al dirigirse a mi persona, debido a
que quien más conoce al hombre que me visitó ha ya mucho tiempo, es aquel que se sienta
entre ustedes y que acostumbran llamar El Judío”.

Era la última noche del año y estábamos teniendo nuestra última cena en el Palacio de
El Príncipe. La hora de la Sentencia ya había pasado y, lejos de resolverse con una muerte
dolorosa, precedida de una tortura ferozmente puntillosa, se reveló que todo aquel asunto de la
deuda apenas había sido una estratagema de un misterioso hombre, cuyas intenciones e
identidad permanecían, todavía y lamentablemente, en la sombra. Sin embargo, parecía que
alguien sabía de quién se trataba. Y ese alguien, según había dicho nuestro anfitrión, era
nuestro buen jefe: El Judío.
Bastó con que El Príncipe mencionara aquel nombre para que todos nos diéramos
vuelta y le claváramos la mirada. ¿Qué carajos tenía que ver en todo aquello? Hasta el mismo
Judío se sorprendió, de hecho, cuando su colega mencionó su alias, y tomando la posta, le
preguntó a qué se refería. “Mi muy estimado amigo, mucho me temo que debo informarte del
regreso de alguien a quien hace ya mucho no veías. Alguien cuya mera presencia no te va a
satisfacer para nada. Ya que el hombre de quien hablo no es, ni más ni menos, que el
denostado, el pérfido Desertor”. Apenas escuchó eso, El Judío se puso en alerta enseguida. “No
puede ser”, renegó de la verdad, “¿Estás seguro? ¿No pudo haberte jugado una mala pasada la

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vista?”, negociaba, pero su colega fue inflexible. “Lamento informarte que aquel a quien tanto
niegas, no fue muerto por mano ninguna. Por el contrario, bien vivo vino hacia mi puerta,
trayendo una oferta imposible de rechazar. Lejos de la muerte, parece gozar de un buen pasar
en su estadía terrenal”, le recordó El Príncipe.
Entonces pudimos ver cómo El Judío se ponía a putear desaforadamente, a todos los
santos, vírgenes, ainur, duendes, dioses, balrogs y demonios del Universo. Una serie de
puteadas que brotaban íntegramente del hecho de que aquel llamado Desertor hubiera vuelto
a Capacaída. Al pedo fue preguntarle quién carajos era: nos sacó cagando enseguida,
diciéndonos que todavía no era hora de que nos enteráramos de aquello. Lo único que
importaba en ese momento era que había vuelto, y que tenía suficiente plata como para pagar
las deudas de toda la ciudad, e incluso duplicaba la cifra. Un poder, nos aclaró, bastante lejano
al que tenía en la época en la que desapareció de forma efectiva de la República. Desesperado,
le preguntó a El Príncipe si había algo más que tuviera para decirle, alguna información
relevante, una pista, un paradero. Pero el otro le contestó negativamente: no sabía más que lo
que le había dicho, ni podía decirle más que lo que supiera.
“Yo no sé…”, saltó entonces Junior, sagaz como siempre, “más allá de quién sea ese tal
Desertor, lo que a mí más me sigue haciendo ruido es por qué. Por más que sepamos quién fue,
si no sabemos para qué lo hizo no vamos a entender nada”. “Definitivamente, mi buen amigo”,
dijo entonces El Príncipe con una sonrisa, mirando a El Judío, “has hecho un buen trabajo con
esta juventud. Me impresionan, y mi favor no se lo doy a cualquiera”, y volvió su vista a nuestro
camarada, “Y con respecto a tu incertidumbre, astuto joven, lamento tener que informarte que,
nuevamente, no es a mí a quien más te convenga consultar”, le contestó, para que, una vez más,
nos diéramos vuelta hacia nuestro jefe. Pero no obtuvimos lo que esperábamos.
“Hay solamente una sola razón por la que ese tipo podría estar haciendo esto, y no
quieren saberla”, nos cortó el mambo al toque, “Lo que realmente mi intriga”, observó, y ahí
todos paramos la oreja, “es por qué demoró tanto. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no antes? Pero
sobre todo, ¿habrá vuelto solo?”, se preguntó El Judío, para que nosotros quedáramos
completamente perdidos.

A partir de aquel momento, la reunión se distendió. Incapaces de conseguir respuestas


o de poder actuar sobre la situación, nomás nos quedaba seguir adelante como fuera.
Acordamos, en aquel momento, entre Los Pibes y con nuestro buen jefe, que a partir del día
siguiente todos los esfuerzos iban a volcarse a encontrar y sacarle la verdad a ese hijo de puta
del Desertor. Pero más que eso no se podía hacer: mientras tanto íbamos a tener que convivir
con la incertidumbre, con el misterio de por qué aquel tipo había pagado una cantidad tan
absurda de plata para que estuviéramos ahí esa noche; si no pudo ser de otra manera.
Personalmente, y esto lo saben ustedes porque nomás no se lo dije ni a Los Pibes, creo que el
tipo quería que sufriéramos, pretendía la Cruzada porque sabía, a ciencia cierta, que iba a ser
una tortura. Con lo que no contaba, era que la Cruzada también iba a transformarnos.
Pero todo esto son boludeces mías, a las que no vale la pena prestarles atención. Mejor
es seguir adelante con mi historieta, que ya llegamos al punto en el que, habiendo terminado
de comer, nos habíamos separado en dos grupos. Por un lado, Los Pibes se habían reunido
entre ellos para hablar giladas y cosas culturosas, mientras que la gente grande se había
acercado para hablar de los asuntos serios de la República Popular de Capacaída. Su Buen
Amigo el Narrador, a caballo entre las dos conversaciones, se mantenía en el medio, la cuerda
tendida entre el Superhombre y la Bestia.
Así, mientras a mi derecha, escuchaba a mis camaradas discutir sobre La conjura de los
necios, con Junior, por un lado, defendiendo la tesis de que la novela estaba centrada en
Ingatius Reilly, y el Pocho, por el otro, que le decía que estaba equivocado, que la novela iba de
la transformación del señor Levy; a mi izquierda, por su parte, El Judío y El Príncipe charlaban
sobre la situación de Capacaída, a la luz de la noticia que había sacudido a todos la mañana de

141
aquel mismo día. “¿Así que fue El Milico quien se hizo con los tres millones de dólares?”, le
preguntó El Príncipe a nuestro buen jefe, “Sabía que había una razón oculta para que llevara
adelante semejante acción. Nunca pensé que iba a estar relacionada directamente con este
asunto”, confesó, a lo que El Judío tuvo que reconocerle las palabras que le había dirigido, hacía
tanto ya, en la Casa Roja. “Tenías razón cuando me lo dijiste la otra noche: las cosas están
cambiando. Creo que estamos asistiendo al fin de una época”, le dijo, preocupado.
“Efectivamente. No tengo dudas de que la partida de El Milico es el principio de un proceso, mi
buen amigo. Todo hace pensar que el próximo Jefe Supremo no va a ser favorable a nuestros
deseos. El público, al parecer, se ha hartado de nuestras faenas, y los sectores políticos, incluso
coaccionados por la influencia de El Tano, van a actuar en nuestra contra. Las Fuerzas Policiales
lejos están de ser íntegras y limpias, mas este cambio de dirección va a llevar a la aparición de
más uniformados idealistas, y eso, como bien sabés, solamente va a dificultar nuestra tarea”.
“Todo lo cual nos lleva, una vez más, a la cuestión de tu joven guardia”, retomó
entonces nuestro enemigo. “Ellos…”, quiso arrancar El Judío, pero entonces su intelocutor le
señaló que alguien más lo estaba escuchando. “¿Qué hacés, pendejo pelotudo?”, me espetó el
jefe después de darse vuelta, “Andá con Los Pibes y dejá de chusmear que acá no hay nada que
te interese”. Avergonzado por el tono del reto, no pude hacer otra cosa que obedecerlo y volver
con mis amigos.
Cuando llegué con Los Pibes, deseoso de contarle todo aquello que había escuchado,
los encontré divagando, aunque ahora sobre algo completamente distinto. “No seas pelotudo”,
decía el Elfo, “¿qué mierda tiene que ver una cosa con la otra?”, y el Rulo, enojado, expuso su
punto. “Tiene que ver. Pensalo: Conan Doyle aplica por primera vez la lógica de la amistad al
policial. La relación entre Holmes y Watson es el antecedente directo de las buddy movies. Sin
Holmes y Watson no tendríamos ‘Arma Mortal’ o ‘Bad Boys’”. “Estás diciendo boludeces”, se
metió entonces mi hermano, “el tema de la amistad siempre estuvo. Mirá al Quijote y a Sancho.
O más atrás, mucho más atrás: Niso y Euríalo, o bien Aquiles o Patroclos”. “Nah”, lo descartó
entonces Locura, “esos eran todos putos”. “Hay un componente latente de homosexualidad en
todas las relaciones de amistad de la literatura”, observé yo, entrando al grupo, para que todos
me miraran con suspicacia. “Siempre venía a cagarla vos”, me bardeó Locura, y todos lo
acompañaron, antes de que les pidiera que se quedaran piolas, porque traía conmigo
información valiosa.
A continuación, me dediqué a contarles a Los Pibes todo lo que había escuchado recién,
en la conversación de los dos gigantes. En ese momento, Junior salió con una de sus teorías
disparatadas. “¿Y qué pasa si”, sugirió, “el tipo ese que hizo todo esto, no nos necesitaba para
eso?”, y todos lo miramos esperando a que desarrollara su idea, “Sí, piénsenlo: el tipo está
buscando un cambio en Capacaída. Para conseguirlo es necesario sacar al Jefe Supremo de las
Fuerzas Policiales. ¿Cómo hace para conseguirlo? Consigue que un grupo de jóvenes que
laburan para El Judío, al que conoce, se hagan con tres millones de dólares. La misma plata que
después se roba el policía corrupto”. Nosotros lo miramos como si fuera pelotudo. “Es muy
rebuscado eso”, le señaló el hermano, secundado por el Elfo. “Sí, vieja”, dijo este, “aparte, si era
por un tema de guita, le hubiera dado la plata directamente a El Milico, en vez de hacer tanto
quilombo”. “Yo cada vez que lo pienso”, surgió entonces Locura, asombrándonos a todos, “le
encuentro cada vez menos sentido a la cosa. Como si el tipo lo hubiera hecho todo a propósito,
para que se notara que era una flasheada”. En cuanto escuchamos eso, paramos la oreja al
toque, le pedimos que siguiera con el razonamiento. “A ver”, arrancó, ahora dubitativo (siempre
es más fácil largar unas palabras con suerte que llevar la razón), “o sea, ¿no ven que estamos
acá como pelotudos preguntándonos por qué hizo esto, por qué hizo aquello, sin que le
encontremos la vuelta? Capaz que el tipo ese quiere tenernos así. Preguntándonos eso,
mientras la solución termina siendo muchísimo más sencilla. Y por el tema de la guita,
seguramente debe tener más plata que los ladrones. ¿Qué le hace gastar unos millones? De
paso, le salvó las cuentas a El Judío”, concluyó entonces, dejándonos sin saber qué decir.

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Entonces, nos dimos vuelta y descubrimos que, lejos de andar discutiendo entre ellos
sobre cuestiones de la mafia, El Príncipe y El Judío se habían acercado a nosotros para escuchar
las deliberaciones que largábamos. A ambos les brillaba una sonrisa de asombro y satisfacción
en la cara, como esos profesores que ven progresar a sus alumnos, o más bien, como científicos
orgullosos que ven desarrollarse la vida en una cápsula de Petri. “Realmente es una juventud
extraordinaria la que tenemos acá”, reconoció El Príncipe. A lo que nuestro buen jefe le
contestó, satisfecho, “No tenés idea”.

Después de un rato más conversando e intercambiando información sin sentido,


estuvimos listos para abandonar el Palacio. El Príncipe agradeció profundamente a las
circunstancias, que aunque podían resultar molestas o desfavorables para nosotros, le habían
permitido conocer a los famosos Pibes y verlos en acción. En ese momento no dijimos nada y
nos hicimos los boludos, pero más tarde en la semana, cuando nos reunimos en el Bar Bohemio,
no pudimos evitar burlarnos de él. ¿Vernos en acción, siendo que lo único que habíamos hecho
en su casa era hablar? Si eso era para él vernos en acción, no me quería imaginar lo que
pensaría de nosotros si nos hubiera visto tirándole a la policía, o cagándonos a trompadas, o
haciendo cualquiera de las otras cosas que eran la verdadera acción. Pero bueno, había que
entenderlo también: era un tipo soberbio que hablaba raro y vivía en el punto más alto de la
ciudad; no podía tener valores terrenales.
Salimos de aquel lugar y volvimos al BMW. Mucho más tranquilos que a la ida,
agarramos por las calles de la acrópolis de Capacaída para volver hacia el barrio. Por el camino,
pasamos por el lugar adonde El Milico nos había mexicaneado, y la verdad, no pudimos evitar
putear y putear. ¿Qué hubiese pasado si aquel tipo no nos hubiera robado? ¿Quién nos decía
que, aquella noche, no nos hacíamos acreedores de tres millones de dólares? Después de todo,
El Príncipe ya tenía su plata, por lo que no iba a precisar el dinero que le estábamos llevando.
Dicho de otra manera, los tres millones que habíamos juntado nos pertenecían, y no era al
hombre más poderoso de la ciudad que le había robado El Milico. Nos había robado a nosotros.
Llegamos a la Casa Roja y nos bajamos del auto. Atravesamos la reja, tranquilos, como
si estuviera todo bien, y cruzamos el jardín que se extendía frente a la morada, bajo la mirada
atenta de las gárgolas que se extendían a través de la fachada. De la nada, El Judío nos chistó.
“¡Cuidado!”, advirtió, antes de sacar su pistola plateada. Cuando prestamos atención, notamos
frente a nosotros que la puerta de la casa estaba entreabierta; enseguida nos pusimos en alerta,
y fuimos tras nuestro buen jefe, que ya había empezado a caminar hacia la entrada. Apenas
llegó ahí, la abrió con cuidado, sin dejar de apuntar. Entonces lo encontramos: en un charco de
sangre, yacía el viejito que cuidaba la puerta. Alguien le había atravesado la garganta de un
balazo. Alguien, sin lugar a dudas, había entrado en la Casa Roja.
Mientras nosotros reprimíamos todas las sensaciones que reclamaban emerger adentro
nuestro (el miedo, el asco, la rabia, la confusión), nuestro buen jefe se dedicó a echarle un ojo al
cadáver. “Está acá”, fue lo único que dijo, antes de levantarse y pedirnos que prestáramos
atención. Sin dejar de estar alerta, apuntando y mirando hacia todos lados, me llamó. “Flaco”,
me dijo, “buscá el número del asistente y llamalo”. Inútiles fueron mis tres intentos. “Tal y como
me lo suponía”, observó El Judío, sin decirnos exactamente qué era eso. Entonces nos pidió que
lo siguiéramos, y que tuviéramos los ojos abiertos.
Los seis atrás de El Judío nos adentramos en el laberinto. Caminábamos despacio; cada
paso dado estaba precedido por una inspección pormenorizada del entorno, y cada paso
abandonado obligaba a revisar nuestras espaldas, para cerciorarnos de que quien fuera que
estuviera en la casa, como fuera que se viera aquel Desertor (no podía tratarse de nadie más,
nos dimos cuenta enseguida), no nos sorprendiera por la retaguardia. Para colmo de males, los
pasillos de la Casa Roja estaban repletos de puertas; puertas por las cuales podía sorprendernos
el atacante, y acabar, sino con todos, por lo menos con algunos de nosotros. En un momento,
nuestro buen jefe notó algo que había ido viendo antes, pero que todavía no había asociado

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con ningún patrón. “Ya sé hacia dónde estamos yendo”, concluyó cuando lo dedujo, mirando
fijamente la pared una de las esquinas, donde se cruzaban un par de corredores. Le echamos un
ojo a lo que andaba observando: la huella roja de una mano, como si hubiera sido impresa con
sangre. “¿Adónde vamos?”, quisimos saber, a lo que el jefe, caminando ya con más seguridad,
empezó a explicarnos.
“Lo visto es una categoría de la mente”, nos decía, “Las cosas están enfrente nuestro,
pero nuestra cabeza, a menos que ponga un esfuerzo consciente en verlas, las invisibiliza. La
mirada es una operación de la voluntad, por eso a veces vemos cosas que no están en realidad:
queremos que estén”, avanzábamos rápido a través de los pasillos, y a pesar de que el motivo
de la mano roja se repetía cada tanto en las paredes, nuestro buen jefe parecía no prestarle
atención, “Cuando la voluntad no está puesta en la mirada, las cosas pasan enfrente nuestro,
pero es como si no existieran. ¿Nunca les pasó, cuando leían, que su cabeza se iba a otra parte,
a una parte interior, y después se descubrían muchas palabras, incluso muchas páginas delante?
Y sin embargo, la lectura estaba ahí, habían visto esas palabras. Cuando estamos mirando algo,
el resto de las cosas están en su lugar, pero son invisibles para nosotros. La mayoría del tiempo
esa información es asimilada temporalmente por el cerebro, para borrarse apenas
abandonamos nuestra posición. Pero a veces puede recuperarse”. El Judío estaba como
poseído, hablaba y caminaba con una velocidad y una decisión exageradas, “Cuando
empezamos a caminar por la casa, vi salpicaduras de sangre, y vi la huella de esa mano, impresa
en ciertas paredes. Pero no le presté atención. Hasta que volvió a aparecer. Y lo hizo una vez
más. Entonces, aquello que estaba delante mío pero que yo no podía ver, atrajo mi voluntad”,
cada tanto se daba vuelta y nos miraba, gesticulando, para hacernos parte de su monólogo, “y
me acordé de que ya la había visto. Y en cuanto empecé a concentrarme en notarla, yo, que
conozco todas las posibilidades de la Casa Roja, todas sus bifurcaciones, pude trazar un mapa
mental de sus apariciones”, con cada paso crecía más y más su expectativa. Parecía que nos
estábamos acercando adonde fuera que estábamos yendo, “un mapa mental que tenía una
dirección potencial, un destino mucho más posible que los otros. Porque si quien entró a mi
casa es quien yo pienso que es, solamente puede ir en una sola dirección. Que es… justamente…
esta”.
Nos paramos justo enfrente de una puerta que yo ya conocía bastante bien. Era la
puerta de dos hojas de la oficina de El Judío. Levantando una vez más su pistola plateada,
nuestro buen jefe la abrió de par en par y pasó. Y nosotros, los de fatigados pies, pasamos atrás
de él, para encontrarnos, al final de nuestro viaje, con el Desertor.
“Buenas noches, jefe”, saludó a El Judío apenas entramos, “¿se acuerda de mí?”

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ÚLTIMA ENTREGA

VIENTOS DE TORMENTA

Frente a nosotros estaba un hombre de aproximadamente la edad de nuestro buen jefe.


Andaba sentado en el mismo sillón que usaba él, relajado, y con los pies cruzados sobre el
enorme escritorio, donde también podía verse un revólver. A sus espaldas, las ventanas de la
habitación estaban abiertas por completo, debido al calor del pleno verano que andábamos
atravesando. A un costado, tirado contra una de las paredes de la oficina, yacía el asistente,
herido en una de sus piernas. “No pude hacer nada”, se disculpó con El Judío cuando este le
echó una mirada. “Es verdad, no pudo hacer nada”, se metió entonces el Desertor, para que los
siete nos diéramos vuelta hacia él, con el odio saliendo por nuestros poros.
“Por fin estas de vuelta”, le dijo, mordaz, nuestro buen jefe, “¿por qué tardaste tanto?”.
El Desertor sonrió, y bajó los pies del escritorio: la cosa se había puesto más seria. “Lleva tiempo
organizar algo como lo que tenemos preparado para vos”, le contestó a El Judío. Este dio un
paso adelante; entonces el otro, instintivamente, buscó el revólver. “¿Y valió la pena? ¿El tiempo
gastado, la plata?”, quiso saber el jefe, a lo que nuestro enemigo le apuntó simbólicamente, sin
firmeza. “Por supuesto que lo vale”, le informó, “aparte, vos fuiste el que siempre dijo que el
dinero no era lo importante…”, iba diciendo, cuando El Judío completó la idea, “lo importante
son los propósitos. La mayoría de la gente fracasa porque confunde al dinero con el fin.
Entonces todo pierde sentido, porque el dinero es una ficción, y como toda ficción, no tiene un
sentido en sí mismo”.
Nosotros éramos testigos de todo. Queríamos ser actores, pero no sabíamos qué hacer:
podíamos tirarnos encima del tipo y cagarlo a trompadas, pero probablemente nos hubiéramos
comido un tiro ni bien diéramos el primer paso; otra cosa que podíamos hacer era abrirnos a
través de la habitación, de manera que, dispersos, fuera más difícil para él prestarnos atención a
todos; sin un arma encima, era imposible que pudiéramos liquidarlo al instante, pero si llamaba
una vez más al asistente, probablemente el ringtone haría que el Desertor se distrajera, una
fracción de segundo era suficiente para que Locura le tirara con cualquier cosa que tuviera a
mano, y mientras se recuperaba del golpe, ya el Elfo podía saltar sobre el escritorio y usar las
técnicas de combate que habíamos aprendido para desarmarlo, y durante sus esfuerzos, el Rulo
podía acercarse a ayudarlo, incluso noquear al hijo de puta, para hacer con él lo que hiciera
falta. Todas estas opciones barajamos, mirándonos entre nosotros, sin palabras, mientras
veíamos a El Judío y el Desertor dialogar entre ellos.
“Lo que me intriga es la razón por la que estás haciendo todo esto”, le reveló nuestro
buen jefe al tipo, que ya se había levantado. “¿Qué le pasa, jefe, le da miedo que el pasado le
pase factura?”, se burló el Desertor, y enseguida, continuó, más serio, “¿Creías que ibas a poder
hacer algo así, algo tan terrible, sin que hubiera consecuencias?”, a lo que El Judío lo miró,
desafiante. “Supuse que no habías tenido el coraje para hacerlo”, le espetó, despreciativo.
“Cualquiera que tuviera el coraje para hacer eso merece la muerte”, fue la respuesta del hombre
misterioso, “Comparado con lo que me habías ordenado, todas las cosas que hicimos, todas las
cosas que vamos a hacer, todas las cosas que hicieron ustedes en estos meses, son un juego de
chicos. Vos te pasaste de la raya”. “Era lo que tenía que hacer”, trató de justificarse nuestro buen
jefe, mientras el otro ya se iba acercando a la ventana. Con cada paso que daba hacia el
exterior, nosotros avanzábamos otro. “¡No es cierto!”, se desató el Desertor, “Tuviste opción:
pudiste haber convivido con las consecuencias, en vez de tratar de borrar la evidencia. Pero sos
un cagón, no te la bancaste. Ahora vamos a hacerte pagar por tus crímenes”, anunció.
“Estás usando mucho el plural”, notó de repente El Judío, “obviamente, no cumpliste
mis órdenes, y para colmo, te diste vuelta”, concluyó, “tendría que haber imaginado que vos
solo no podías hacer tanto quilombo”. El Desertor ya había llegado hasta la ventana. Nosotros

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estábamos al borde del escritorio. “Era lo menos que podía hacer”, le contestó el hombre.
“Después de darme cuenta de la locura que me habías pedido, y negarme a llevarla a cabo, no
me quedó otra que explicarle a ella con qué clase de hombre había estado tratando”. Ante la
aparición de aquel pronombre, paramos la oreja todos. “Oh, mirá qué chico tan bueno”, se burló
nuestro buen jefe, “¿realmente te creíste todas las cosas que te dijo? Ella es una mentirosa con
mucho talento”.
El tipo pareció quedarse pensando, dudando, durante un segundo. Finalmente, su cara
mostraba la maravilla de quien confirma algo. “Me advirtió que ibas a decirme eso”, le dijo a El
Judío entonces, “Ella anticipó con lujo de detalles todas las cosas que hiciste en este último
tiempo. Es la persona que más te conoce, y me mandaste a hacer una cosa como esa. ¿Y encima
querés que desconfíe de ella, que te crea a vos?”.
“No, viejo”, siguió, “Yo ya no estoy más de tu lado. Ahora estoy con ella. ¿Siente cómo
soplan los vientos, jefe? Están trayendo la tormenta. Ella está viniendo, y cuando llegue, se va a
encargar de que lo pierdas todo, así como vos le quitaste todo a ella”. El Desertor levantó su
arma, mientras ya empezaba a verse preso de la pasión, “Va a agarrar lo que hiciste durante
todos estos años, todos tus planes, todo tu imperio, y los va a reducir a cenizas. Porque tiene la
capacidad para hacerlo, y me lo demostró. Los hizo correr a todos ustedes durante los últimos
dos meses, mientras nos reíamos de su sufrimiento. Supongo que así se debe sentir cuando te
hacen un juramento y después te traicionan, ¿no?”, apuntaba, como antes, de forma simbólica,
sin sostener el revólver con vigor, “Y ahora, esta noche, vine acá, a la vieja Casa Roja, para
encontrarme con ustedes, tal y como ella me lo pidió. Las cosas estaban un poco cambiadas, así
que me hice de un guía que me trajera hasta acá”, miró al asistente, que seguía tirado contra la
pared, “Esta habitación, la habitación en la que me contrataste, sigue igual, por suerte. Pero
ahora no vengo a pedirte trabajó”, anunció.
El Desertor empuñó, finalmente, el arma con firmeza. “Ahora vengo a sacarte tu último
gran plan. Ahora vengo a destruir tu último proyecto. Ella me dijo que nunca se separaban de
vos, pero no pensé que los ibas a tener desarmados, indefensos. Todo el tiempo los llevaste
como animales al matadero”, le dijo, antes de empezar a disparar. Y con el primer balazo, vi
caer a mi hermano. El tipo volvió a disparar, y le dio a Junior en el pecho. Fue entonces cuando
Locura reaccionó, pero al querer tirarse sobre él, nuestro enemigo le disparó también. El
siguiente balazo fue para el Elfo, y el próximo, para el Rulo. Entonces llegó mi turno.
Sonriendo desde la ventana, el tipo me apuntó al corazón, y disparó.

Escuché la explosión justo después de sentir el martillazo golpearme el pecho, y caí


hacia atrás. De repente, todo pareció volverse más lento, tan lento que pude haber pasado,
tranquilamente, mil años en el piso. Desde donde estaba, ahí tirado, con los ojos llorosos por
haber visto cómo aquel tipo acababa de dispararle a mis amigos, pude observar al Desertor
desaparecer por la ventana, y a nuestro buen jefe asomarse a ella para ver qué derrotero había
tomado, mientras ya el aire se iba por completo de mis pulmones, y yo respiraba a grandes
bocanadas tratando de recuperarlo. Poco a poco, empecé a sentir una sensación de vacío en mi
garganta, y al mirar hacia el techo de la oficina, pude sentir cómo se iba cayendo sobre mí,
cómo todo se iba oscureciendo, hasta perder el conocimiento.
Me gustaría decir que esto es como en la cuarta entrega, y burlarme de ustedes un rato,
para después pedir disculpas y retomar el cauce real de mi narración, contándoles que en
realidad no era así como habían pasado las cosas. Que aquel tipo no había conseguido
dispararnos, porque ni bien levantó su revólver para dispararnos, El Judío fue más rápido con el
gatillo y le dio diez balazos. Que no tuve que ver cómo todos mis amigos, mi propio hermano,
iban cayendo uno a uno, baleados por el Desertor, antes de que me apuntara a mí, y me tirara.
Pero lo cierto es que no fue así: aquel le pegó un tiro a cada uno de Los Pibes, antes de
dispararme a mí, y escapar por la ventana de la oficina de El Judío, que solamente se limitó a
verlo escapar.

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Ahora bien, ninguno de nosotros llevaba chalecos antibalas, y ya les dije antes que esta
no es una de esas historias del estilo “The Lovely Bones” o “American Beauty”, y aparte, no
conozco ningún fantasma que se ponga a grabar sus memorias. ¿Qué había pasado entonces?
¿Cómo habíamos sobrevivido a los disparos a quemarropa del Desertor?
Eso fue exactamente lo mismo que nos preguntamos con Los Pibes cuando nos
despertamos a la vida de nuevo. Nos dolía el pecho a todos, y al abrirnos las camisas
descubrimos una imagen conocida: cada uno de nosotros tenía uno de los típicos hematomas
de la práctica de tiro. De alguna forma misteriosa, las balas de nuestro enemigo no habían
conseguido penetrarnos, sino que simplemente nos habían golpeado, como si lleváramos un
chaleco antibalas. El Judío, que estaba apoyado contra el escritorio, con un ojo puesto sobre el
asistente, al que andaba atendiendo su médico personal, y el otro sobre nosotros, al notar
nuestro asombro, se entró a cagar de risa. “¿Qué les pasa señores, que andan tan
sorprendidos?”, nos preguntó, cuando se calmó un poco. Había algo raro. “¿Y vos de qué
carajos te reís?”, saltó Locura, tan embroncado como nosotros por su burla. El Judío lo miró con
su sonrisa de satisfacción. “Hay algo muy particular en los trajes que llevan ustedes”, nos dijo.
“El conjunto que ustedes llevan, tanto en el ambo como en la camisa”, empezó a
explicarnos nuestro buen jefe, al mismo tiempo que nosotros nos poníamos de pie, “está
fabricado con un tejido especial. Es un polímero experimental que, entretejido con los
materiales tradicionales, los refuerza y los vuelve a prueba de balas”. Nos dijo eso y nosotros no
lo pudimos creer. Volvimos a mirar nuestros trajes, los tocamos; parecían completamente
normales. Y sin embargo, todos encontramos el punto donde aquel tipo nos había pegado los
balazos y, efectivamente, la ropa estaba marcada, como se marcan los chalecos antibalas
después de un disparo. “Por eso”, siguió explicando El Judío, “no me preocupé cuando empezó
a tirarles, ni tampoco le disparé a él. No es que le haya tenido piedad. La verdad es que ese
pelotudo nos sirve ahora más vivo que muerto: ahora, la persona que está detrás de él, que es
la que verdaderamente me importa, cree que ustedes están muertos. Eso les va a dar un poco
más de tranquilidad, y obviamente, no va a estar muy contenta con el Desertor cuando se
entere de que falló con su encargo”, y se cagaba de risa.
Los Pibes no salíamos de nuestro asombro. Ni nos interesó lo que nuestro buen jefe nos
dijo sobre el otro infeliz. Después de conocer el detalle de los trajes, nos chupaba un huevo. Y
así, mientras él se dedicaba a hablar, nosotros nos dedicamos a examinar cuidadosamente los
trajes, para ver si le podíamos encontrar la hilacha. Pero no: cualquiera que los viera podía creer
que no tenían nada en especial. Y sin embargo, acababan de salvarnos la vida. “Loco”, surgió
entonces el Rulo, emocionado, “¡esto es re zarpado!”. “Sí”, intervino el Elfo, “y seguro no debe
ser nada barato”. “Ah, por supuesto que no”, reconoció El Judío, “esos trajes no son nada
baratos. De hecho”, nos informaba, “cada uno de esos trajes cuesta alrededor de medio millón
de dólares”, apenas escuchó eso, Junior se puso a sacar cuentas, “Que en realidad es apenas
una fracción de lo que realmente valen para mí”. Entonces Junior saltó con el resultado de sus
cuentas, completamente enloquecido por lo que había descubierto.
Sí, Mi Buen Amigo Lector, todo el tiempo, desde el principio de la mismísima Cruzada,
habíamos llevado, encima nuestro, tres millones de dólares.

Así que, estamos llegando al final de esta historieta. Después de aquel ataque del
Desertor, de que nos recuperáramos y supiéramos el secreto de nuestro uniforme, y que el
médico personal de El Judío terminara de curar al asistente, el jefe nos despachó de la Casa Roja
y nos ordenó que volviéramos a nuestras casas. Nada de hablar del otro tema, de todo lo que
habíamos visto o escuchado durante esa noche. ¿Cuál iba a ser la suerte de nuestro atacante?
¿Iban a conseguir encontrarlo? ¿Y quién era esa “ella” que tan enojada estaba con El Judío?
¿Qué mierda le había hecho él para que lo odiara tanto? Ni en ese momento ni en ningún otro
nos lo dijeron. Aunque calculo, por el humor que tenían tanto nuestro buen jefe como su leal
asistente, que definitivamente nada de todo aquello era una cuestión menor.

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Por lo demás, a nosotros nos quedó volver a nuestras casas a dormir. Al llegar, mi
hermano y yo notamos las sobras de lo que había sido una fiesta exagerada: sin lugar a dudas,
las festividades son lo más anticapitalista que existe. Creemos que nos llevan al consumismo
desmedido, al comprar por el comprar mismo; pero al ver los restos de lo que había sido la
cena de Fin de Año en mi casa (reflejo, diría que incluso menor, de lo que fue la de Navidad), se
nos hizo claro (aunque más a mí que al Pocho, que todavía llevaba poco tiempo en la
organización) que la gente aprovecha las festividades para expresar el sinsentido de su
existencia. En ellas, la gente simplemente se entrega al gozo y la exageración, y se siente
liberada de las cargas que la azotan el resto del año: ya no más preocupaciones, ya no más
pago de servicios, ya no más tarjetas de crédito. Todas las imposiciones del sistema (que sí,
apuntan al consumo, pero a uno racional, que te mantenga en la cadena), se destruyen, todo
deja de importar, y la gente tiene carta blanca para disfrutar sin culpa, aunque más tarde todo
vuelva a su cauce, y aquella libertad se transforme en deuda o kilos de más.
Pero no me hagan caso, que no están acá para atestiguar los delirios que se le ocurren
a Su Buen Amigo el Narrador a cada rato. Baste reconocer que sí, mi narración está llena de
errores y de tergiversaciones, de digresiones absurdas que no van a ningún lado, que debe
zarparse en lagunas y en cabos sueltos e incoherencias, que es un carnaval de sinsentidos. Lo
único que puedo decir, en mi defensa, es que no pueden negar que, por lo menos, le puse
onda.
A partir del día siguiente, todo volvió a la normalidad. Los Pibes volvimos los seis al
entrenamiento, con más intensidad que nunca, haciendo de cuenta que todo el asunto de la
Cruzada ni siquiera había existido. Aunque por supuesto que había existido y, de hecho, según
el asistente, debido a nuestro “buen comportamiento” y nuestro “compromiso” con la
organización, nos habíamos ganado un aumento de sueldo. Respecto de El Judío, la relación
con él volvió al nivel de trato de antes de la Cruzada. Dicho de otra manera: no aparecía nunca,
ni siquiera para tirarnos algún mensaje motivador, parecía un fantasma dentro de su propia
casa, y todo intento por ponernos en contacto con él era frustrado por el propio asistente, que
había vuelto a ser, para nosotros, la cara de la mafia, y nuestro principal responsable y maestro.
Este silencio de nuestro buen jefe se iba a quebrar, desde entonces, una sola vez,
durante la segunda semana del año. Y únicamente conmigo. No, no es un comentario para
agrandarme, nada que ver; de hecho, no se debía ninguna característica mía que me destacara
sobre los demás, sino, justamente como siempre pasaba con El Judío, al hecho de que yo era el
hombre indicado para la tarea, y nada más. Pero vamos a contar las cosas como corresponde:
resulta que una tarde de, como dije, la segunda semana del año, andábamos todos en el
gimnasio, entrenando, cuando de la nada le sonó el celular al asistente. Atendió frente a
nosotros, como solía hacer, y después de un par de monosílabos, cortó, para llamarme con él.
Los Pibes me entraron a abuchear y joder. “Uuuuhhhh”, se burlaban todos, indistintamente,
“¿qué hiciste ahora, viejo, eh? ¿No te habíamos dicho que no espiaras más?”, y todas cosas por
el estilo. “Flaco”, me notificó el asistente al llegar junto a él, “el de recién fue El Judío. Dice que
quiere hablar con vos para darte una tarea”.
Ahí nomás, después de que el asistente le dijera a Los Pibes que siguieran con el
entrenamiento, que él ya volvía (aunque en el fondo supiera que, una vez abandonara la
habitación, mis camaradas se iban a tirar a no hacer nada); salimos del gimnasio y encaramos
por los pasillos de la Casa Roja. “¿No te dijo nada por qué era?”, le pregunté, a lo que el otro me
contestó negativamente. “Lo único que me dijo fue que te llevara a su oficina, y nada más”, me
informó, y revisó el Quinquela Martín en la pared, para confirmar que andaba yendo por la
dirección correcta. Un ratito después, nos deteníamos frente a la puerta de la oficina. “Buena
suerte”, me deseó el asistente, antes de abrirme la puerta para que pasara.

El Judío me andaba esperando sentado atrás del escritorio, como esa vuelta legendaria
en la que me cedió la potestad sobre el Celular Dorado del Poder. “Buenas noches, Flaco”, me

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saludó apenas me vio pasar, y enseguida, ofreció, “tomá asiento”. Fui hasta enfrente del
escritorio y me senté. Sin perder un segundo, lo miré a los ojos. “¿Por qué desapareciste una vez
más?”, le preguntaba con la mirada, “¿Por qué solamente te podíamos ver durante la Cruzada?”.
Y si bien por dentro sentía que él había entendido mis preguntas, y de hecho, casi podía leer su
pensamiento, conocer las respuestas, lo cierto era que nunca me iba a contestar. A una
pregunta imaginaria sólo puede corresponderle una respuesta imaginaria.
“¿Para qué me llamaste?”, dije finalmente, aunque la pregunta llevaba leves notas de
todo aquello que le reprochaba internamente. El Judío me sonrió. “Mi estimado”, arrancó, “te
necesito para un encargo muy especial”. Ahí nomás, cuando dijo eso, despertó mi interés. “Hay
algo interesante con las cosas que pasan por el mundo”, me empezó a explicar, “Pensemos, por
ejemplo, en la Revolución Francesa. ¿Fue real? ¿Existió en realidad una tal ‘Revolución’? ¿O sólo
hubo hechos? Y esos hechos, ahora a la distancia, ¿podemos decir que fueron reales? Quiero
decir, si yo ahora sacara mi pistola”, sacó su pistola, y me apuntó, “y te pegara un tiro, y no
hubiera nadie acá para verlo, y nadie lo escuchara, y nadie fuera testigo, ¿pasó en realidad? Y
qué tal si alguien lo ve, y reconstruye la escena, ¿sería el mismo hecho? ¿O será apenas un
reflejo, una versión, un recorte?”
A medida que mi buen jefe iba hablando, yo me iba perdiendo cada vez más y más
entre sus palabras. No entendía a dónde carajos quería llegar. Y lo cierto es que nunca lo
hubiese imaginado. “La verdad es que no existe lo Real, que lo Real es apenas un instante, es el
presente, y es como es, en el momento que es, y ya no puede ser nunca más, ni por la memoria
de los hombres ni por ningún otro medio. Todo pasa y todo se pierde. Todo es único e
irrepetible, y una vez acontecido, se vuelve inaccesible”, seguía hablando El Judío, una
presentación que cada vez se me hacía más oscura, “Pero no hay nada como la voluntad del ser
humano por asirlo todo, y así, las personas se esfuerzan, brutal, infructuosamente, por cristalizar
lo Real. Y algunos creen realmente en este engaño, y se ufanan de sus capacidades,
mintiéndose, creyendo, en vano, que lo Real, eso que pasa, que está pasando, está en su poder.
Cuando en realidad, lo que tienen es un artificio. Un artificio que, valga la salvedad, es más
valioso que la nada. Porque lo cierto es, querido Flaco, que sin ese artificio, no tendríamos nada.
al es la naturaleza absoluta de lo Real: si ni siquiera existe registro de algo que pasó, es como si
nunca hubiera sido Real. A través de las versiones, podemos intuir el acontecimiento de lo Real”
“Por eso es que te llamé esta noche”, me informó entonces. Para ese momento, yo tenía
un quilombo tan grande en la cabeza, que esperaba a lo siguiente con esa misma ansiedad de
lo divino. “Te llamé, porque quiero que la memoria de lo que pasó el año pasado no se pierda”,
empezó a concluir mi jefe, y a mí me interesó la tarea, “Por más que ya nadie pueda, ni siquiera
ustedes mismos, volver a vivir su, como le dicen ustedes, ‘Cruzada’, quiero que quede el registro
de lo que hicieron. Porque además, el hecho de contarlo, le va a dar entidad. No sólo no se va a
perder, sino que va a ser digno de compartir y de emular. Porque solamente las historias
valiosas son contadas, y se siguen contando a lo largo de los siglos, y el resto es olvidado. El
resto, lamentablemente, ya no existe, y en su lugar nomás queda la Nada. Y no es la Nada lo
que yo quiero para ustedes. Ni para el mundo”.
Las palabras del jefe me calaron hondo, me llegaron hasta los mismos huesos,
sacudiéndome los cimientos. Pero entonces me asaltó la duda. “Pero, ¿por qué yo?”, quise
saber, “¿Por qué me llamaste a mí y no ningún otro de Los Pibes?”. El Judío me dirigió una
mirada intrigada, como si no entendiera por qué le estaba haciendo esa pregunta, por qué no
estaba celebrando y creyendomelá, como seguramente esperaba que hiciera. Finalmente,
suspiró y me dio la respuesta. “Porque de los seis, vos sos el que más habla. Y necesito a alguien
que cuente, que lo cuente todo. Necesito a alguien que no se aguante las palabras adentro,
alguien que no tenga esa vergüenza contraproducente, ese menosprecio de su propia voz,
alguien para quien el hecho mismo de contar, se confunda con respirar. Y de todos Los Pibes, al
único que veo que le pasa eso, al único que le brota de esa forma tan absurda, es a vos. No es
porque seas más inteligente, ni más memorioso, ni más rápido, ni más fuerte, ni más valiente. Es

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porque para vos es inevitable”. Y por esa misma inevitabilidad, me dijo mi buen jefe, a partir de
la semana siguiente, me iba a encerrar en esta misma habitación de la Casa Roja, solamente con
una grabadora y algunas cintas, para contar esta, mi humilde historieta, y ser ese, Su Buen
Amigo el Narrador, que ya tan bien conocen.
Así fue como pasó.

Entonces, ¿el final es una mierda?


“No dije eso”, me corrigió el Elfo, “lo que yo dije fue que ese fue un mal final”. “Lo que
pasa, viejo”, me dijo respaldándolo el hermano, “es que fue un final truculento”. Junior se
deshizo de la jarra de Branca Menta para poder tirarme la posta. Le pasó la jarra al hermano y
arrancó. “Cuando hicieron la primera de ‘Volver al Futuro’, en realidad los tipos no tenían idea
de que iban a hacer dos películas más. Entonces metieron un final que sugería algo que en
realidad no existía. Y eso no se puede hacer”. “Posta”, se metió entonces el Rulo, dándole la
jarra a mi hermano, “reconocé que los que hicieron la película se arriesgaron a que el proyecto
fuera un fracaso, y ese cliffhanger se lo hubieran tenido que meter en el orto”. “Si no, mirá
‘Lost’”, saltó entonces el Pocho.
Ahí andábamos, Los Pibes (los Tres Pares de Hermanos: el Elfo y Locura, y el Rulo y
Junior, y el Pocho y yo), hablando giladas en el viejo Bar Bohemio de la República Popular de
Capacaída. Habíamos terminado otro duro día de entrenamiento, y pasábamos el rato ahí para
olvidarnos del dolor y del cansancio de aquel día. A falta de una buena jarra de cerveza, que te
salva del verano, andábamos tomando un Branca Menta, que refresca el espíritu, y discutiendo
sobre las mismas cosas culturosas de siempre. De todos, yo era el único que se la pasaba
mirando la hora: sacaba el Celular Dorado del Poder a cada rato, con ansiedad, esperando que
llegara el momento que tanto ansiaba. Los otros, en cambio, deseaban de manera enfermiza
que aquel momento se prolongara por siempre. Para Los Pibes, si existía un Paraíso, se tenía
que parecer a andar tomando Branca Menta en el Bar Bohemio, mientras miraban minitas.
Reclamé la jarra, para tomar un poco y pedirle a mi hermano que desarrollara eso de
“Lost”. “Claro”, me dijo entonces, “los escritores del programa se la pasaron metiendo cosas
para atraer al público, y al final resultó que no tenían una explicación que lo uniera todo. Si
estamos hablando de finales truculentos, los finales de cada temporada, de cada capítulo de esa
serie son lo más vende humo que hay”. “Sí hubo una explicación”, saltaron de la nada los
Mellizos, férreos defensores de la serie. “Sí, claro”, se burló entonces Junior, antes de sacarme la
jarra, “todo se trató de una cuestión espiritual. Hay que ver la serie con el corazón, ¿no?”. “Se
trataba de una serie sobre personajes”, lo corrigió el Elfo. “¡Personajes las pelotas!”, rugió el
Rulo, “si vos me metés cosas raras, después yo quiero explicaciones”. “Exacto. Todo lo que vos
pongas en una historia te compromete. Si planteaste una inquietud, más vale que tengas una
respuesta. Aunque la escondas muy, muy profundo”, concluyó el Pocho, y los Mellizos quedaron
empacados. “Para mí sigue siendo zarpado”, refunfuñó Locura.
En ese momento, sonó el Celular Dorado del Poder. Había llegado la hora. “Lo lamento
muchachos”, les dije entonces, “pero me tengo que ir”. “¿Adónde te vas?”, preguntó, curioso, mi
hermano. “Este seguro se va con una minita”, sugirió, jodiendo, el Rulo. “Nah, ya va a haber
tiempo para las minas”, dije yo, haciéndome el boludo. “Dale, confesá”, trataba de sacarme la
verdad Junior, “si anunciás que te vas por algo es. Si no fuera que te vas por algo importante no
dirías nada. No te hagás el boludo y contá”. Pero a pesar de las cargadas y las risas y los chistes
de los otros, no dije nada. Ese era, por cierto, otro de los requerimientos que me había hecho El
Judío. Y si bien hasta ahora lo vengo cumpliendo a rajatabla, en aquel momento me sentía tan
orgulloso que no pude evitar sugerírselo a Los Pibes, solamente para que ellos se preguntaran
por qué me hacía tanto el misterioso.
Aunque la respuesta era sencilla: porque después de ponerme de pie, iba a salir del
viejo Bar Bohemio. Porque después de volver sobre los pasos pisados, iba a estar de vuelta en la
Casa Roja. Porque una vez allá, y encomendándome a los Dioses, iba a cumplir la última misión

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que me había encargado mi buen jefe. Porque esa fue la noche en la que grabé mis primeras
palabras.
En una de las habitaciones de la legendaria morada carmesí de El Judío descansaba una
cinta virgen, esperandomé.

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