A mayor cercanía del arte, menor espacio para la beLIGERAncia.
Como una especie de gripe juvenil, la beLIGERAncia se contagia por la
familiaridad de sentimientos: la frustración, seguida de la desocupación, pero también por el empeño, pulsión siempre subconsciente, de golpear con la cabeza una macana hasta llegar a convertirte en un profesional.
Para que eso suceda, se escupe un rumor y todo lo demás es un incendio
de saliva.
Al prolongar distancia entre lo obtuso y la emoción, el arte deja más
espacio para el desarrollo de la verdad unida a la belleza. En palabras de Fernando Savater: “Se trata de vivir mejor, no de alcanzar el Infierno”.
El infierno ya lo hizo Dante, ya lo perpetuó el Bosco, ya lo retomó
David Nebreda, ya lo reivindicó Gina Pane… ¿Rehacer un neogótico de pasteleros te correspondería a ti?
En cuanto a esa verdad y esa belleza, me referiré de nuevo a Thomas
Mann: “La verdad y la belleza deben remitirse la una a la otra; tomadas por separado y sin el soporte que cada una encuentra en la otra se quedan en valores muy inestables”.
Ahora, para ilustrar todo lo anterior, te contaré la bella y verdadera
historia de la caza de Gadafi, cuando lo sacan a tiros de una alcantarilla y lo matan como a una rata.
Es la “Primavera de Libia”, donde los muertos florecen en el desierto, y
la opulencia, dando maromas de loco, vuelve de nuevo a ser petróleo: negra pesadilla que auspicia la ONU, siempre financiada por los EE.UU.
Reventada la fortaleza, los bombardeos son rebasados por los rugidos de
júbilo; disminuida la guardia especial, los avances son celebraciones estratégicas. Lleva algunas semanas huyendo y la turba carnicera de rebeldes – inconformes de Bengasi, alzados de Trípoli, viejos bereberes de las montañas de Nafusa, arteros saqueadores de Misrata, violadores de Tahuerga– ya le pisan los talones; deshonra de “rebeldes”, que el Che Guevara escupiría con gusto en la cara.
¿Quién está detrás de este manicomio de balas? ¿Qué intereses privan
en esta cacería humana? ¿No tenemos ya noticias del fraude bélico de Irak, de las innecesarias matazones, crueles y cínicas, en todo Medio Oriente?
Cargados de pólvora, los perros husmean por las sucias tuberías y
salivan: la presa recula, sofoca chillidos, intenta la invisibilidad, después de más de cuarenta años de imbecilidad.
Asoma la turba sus expectativas al desagüe y, arsenal a su entera
disposición, las armas amagan al líder, al libertador, al coronel, al dictador, al ahora piltrafa de hombre… Muamar Gadafi.
Humillado por el destino, la historia le juega mal: lo desfalca del
martirio y lo convierte en un tirano a la altura de los demás tiranos: Mussolini, colgado de los testículos, Nicolae Ceausescu, desmembrado por las fieras.
Lo ofenden y zarandean: está herido y sin posibilidad de defensa. El
bombardeo de la ONU asalta la caravana de huida desde los cielos y adereza el banquete con sangre negra y humo.
Los captores arrastran sus hocicos y la inestabilidad de la cámara celular
ayuda a que el caos se vuelva un vórtice al infierno de lo inhumano: en un instante se catapulta “la Civilización” a condición de bestia.
Un jovencito imberbe, gorra de los Yankees de New York, ha cometido
el crimen y, alma chueca, sonríe ante las cámaras.
Alza una pistola dorada, soñando que así será su futuro…
“Es un momento histórico, es el fin de la tiranía y de la dictadura”,
proclama Abdel Hafiz Ghoga, portavoz del Consejo Nacional de Transición, y en su ilusoria felicidad, como si la democracia fuera un hongo de las arenas, olvida que desde el primer tiro de la “Primavera Árabe” el intercambio de “aguas negras” ya está en proceso: Coca-Cola por petróleo, diamantes y coltán.