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Título: Los afectos docentes en las relaciones pedagógicas: tensiones


entre querer y enseñar

Autora: Ana L. Abramowski (FLACSO-Argentina)

Área Temática: EDU/Educación, pedagogía y políticas educativas

Prepared for delivery at the 2012 Congress of the Latin American Studies
Association, San Francisco, California May 23-26, 2012

La centralidad de lo afectivo en la escena pedagógica contemporánea

En los últimos años, la cuestión afectiva está cobrando una fuerte presencia en
el ámbito educativo. Coexistiendo con viejos estereotipos emocionales del/la
buen/a maestro/a” −que se condensan en frases como: “La buena maestra es
dulce, tierna, cálida, afectuosa”; “Para ser maestro/a te tienen que gustar los
chicos, tenés que quererlos”− nuevos discursos “afectivizados” son recurrentes
al momento de describir perfiles docentes, modalidades de vinculación con los
alumnos, así como problemas diversos del cotidiano escolar.

Desde distintas perspectivas, sociólogos, pedagogos y ensayistas


contemporáneos advierten y señalan este asunto. Por ejemplo, el sociólogo
francés François Dubet plantea que en la actualidad las dificultades de los
alumnos son concebidas en primera instancia como fracaso o déficit afectivo y
no como falta de inteligencia como sucedía varias décadas atrás (Dubet, 2006:
114-116). Habría una suerte de mudanza de “etiquetas” a partir de la cual el
alumno “tonto”, “lento” o “burro”, dejaría paso al alumno con “problemas de
autoestima”, o con “fragilidad emocional” (Ecclestone & Hayes, 2009: xi). Pero
no solo los comportamientos de los alumnos se estarían describiendo con este
vocabulario. En el caso de los docentes, su trabajo estaría siendo entendido
cada vez más como “performance” (Tenti Fanfani, 2009), lo que les
demandaría no solo y simplemente aplicar técnicas y métodos estandarizados
de enseñanza sino “invertir” la propia personalidad (las habilidades expresivas
y comunicativas, el carisma, el compromiso) en la tarea educativa con el
objetivo de generar motivación e interés y, consecuentemente, aprendizajes en
los alumnos (cf. Dubet y Martuccelli, 2000). Esto obligaría a los maestros a
configurar un estilo propio de trabajo antes que meramente apoyarse en su rol
(Dubet, 2006: 94) y explicaría por qué la competencia emocional es hoy una
divisa para el desempeño docente (Illouz, 2007).

Otra cuestión que pone en el centro el tema de lo afectivo es que en estos


tiempos prevalece el imperativo de que el trabajo sea más que un mero
empleo: el trabajo se ha convertido en algo “más personal que nunca” y
debería ser una fuente profunda de satisfacción. Bajo la órbita del discurso de
encontrarle sentido a lo que hacemos, nos lanzamos a una búsqueda que

1
implica una gran inversión afectiva que, además, en términos económicos, nos
vuelve más productivos (Ducey, 2007).

Por su parte, Paul Virilio plantea que vivimos en una época de “sincronización
de las emociones”, en un “comunismo de los afectos”. Explica que así como
con la Revolución Industrial se estandarizaron los productos y con el desarrollo
de la prensa y de los medios se operó una uniformización de las opiniones
públicas, hoy, con la interactividad, “estamos ante una sociedad en donde la
comunidad de emociones reemplaza la comunidad de intereses” (Virilio, 2010).

La situación que venimos describiendo no es ajena a amplias transformaciones


de la época contemporánea, en las que tiene un papel insoslayable el discurso
de la psicología. A lo largo del siglo XX, la psicología se fue convirtiendo en lo
que Castoriadis llamó nuestro “magma” contemporáneo, en tanto sus
significados pasaron a compartirse de manera colectiva, dotando de sentido a
nuestro yo y configurando nuestro modo de relación con los otros (Illouz, 2007:
226). Gracias a la expansión de la psicología se fue instalando la preocupación
por la vida emocional y la tendencia a que las personas exploren
sistemáticamente su “yo” profundo e íntimo (Álvarez Uría, en Catelli, 2007:18).
En relación con esto, Paula Sibilia (2008) dice que esta época está signada por
el “show del yo”. “Ser uno mismo” y “autorrealizarse” se han convertido en
imperativos de época. En las últimas décadas, el yo se ha inflado y expandido:
el “yo” debe exteriorizarse, exhibirse, expresarse y liberarse; en definitiva, debe
verse. Por otra parte, la tendencia actual a revalorizar la primera persona ha
dado lugar a que el sentimiento personal se haya elevado a criterio de verdad.
Todo lo que proviene del yo, por tener precisamente allí su origen, se considera
legítimo y auténtico y sirve como patrón de clasificación y verdad (Catelli,
2007). Este fenómeno es bautizado también como “giro terapéutico”
(Ecclestone & Hayes, 2009) y tiene importantes consecuencias en diversos
ámbitos de la vida cotidiana. En las escuelas, uno de los resultados de la
difusión de la jerga psicológica es que los problemas han pasado a
interpretarse dentro del marco de una psicología natural (Dubet, 2006: 115),
concibiéndose a esta disciplina como la proveedora de herramientas y técnicas
para solucionar una amplia variedad de dificultades (McWilliam, 1999).
Alcanzar bienestar emocional o estar alfabetizado emocionalmente serían
también metas vigentes al interior de las escuelas (Ecclestone & Hayes, 2009).

Consideramos que el lugar de lo afectivo en el campo educativo merece ser


explorado con detenimiento, en particular porque suele considerarse −al decir
de Polanyi− como una “dimensión tácita” (citado en Hirschman, 1978: 77):
alrededor de lo afectivo encontramos proposiciones y opiniones dadas por
obvias pero escasamente problematizadas. Avanzar en ese sentido es uno de
los objetivos de este escrito. Para ello, en una primera instancia, vamos a
delimitar cómo entenderemos este término. Luego nos detendremos en una
serie de paradojas condensadas alrededor de este significante. Además de
ponerlas sobre la mesa intentaremos pensar qué consecuencias tiene que lo
afectivo se manifieste a partir de estas tensiones. En un tercer momento,
revisaremos distintos argumentos a favor o en contra de la apelación a la
afectividad docente en el ámbito de la enseñanza. Dicho de otro modo,
exploraremos la pregunta: ¿por qué los docentes habrían de querer (o no) a los

2
alumnos al momento de pretender enseñarles? Por último, trataremos de ir
más allá de las argumentaciones analizadas, ensayando otros cruces entre el
querer y el enseñar.

Sobre lo afectivo

En el lenguaje común, existe la propensión a considerar a las emociones, los


sentimientos o los afectos1 como espontáneos, naturales, auténticos y
universales. También es habitual representar las emociones en términos
personales, psicológicos e individuales. Focalizando en los docentes, es usual
que se sostenga que ser un maestro delicado, cariñoso o apasionado es una
cuestión de disposición personal, de compromiso moral o una virtud privada.
(Hargreaves, 2000: 813). Por otra parte, existe la tendencia (que se remonta a
Platón) de definir a las emociones, pasiones y afectos como contrapuestos a la
razón, como disruptivos y excesivos (cf. Bordelois, 2006).

Tomando distancia de dichas concepciones partiremos de considerar que


aquello que llamamos “lo afectivo” no es inmutable, natural o instintivo, sino
que se construye a partir de discursos disponibles, producidos en contextos
particulares y, por lo tanto, históricos y cambiantes. Como plantea Chokr (2007:
383): “Antes que buscar entender las emociones en su carácter y significado
biológico, psico-fisiológico y evolutivo, o en términos de su relación con la razón
y la racionalidad, será mejor que focalicemos en su construcción socio-
histórica-cultural. Es decir, en cómo las emociones son construidas de diferente
manera en diferentes tiempos en la historia, de diferente manera para
diferentes individuos o grupos y en diferentes contextos sociales y culturales”.
Esta perspectiva supone, además, que las emociones están atravesadas por
relaciones asimétricas de poder y que vivimos en un mundo en el que algunas
personas tienen significativamente más limitaciones (u oportunidades)
emocionales que otras. (Gross, en Chokr, 2007)

Adoptando también una perspectiva constructivista, Jon Elster (2001:17)


afirma: “Cuando digo que una cultura o una sociedad “inducen” conceptos y
creencias específicas o que “condenan” o “aprueban” determinadas prácticas,
solamente quiero decir que a) los individuos de esa cultura comparten los
conceptos, creencias y valores o normas y saben que los comparten, y b) los
individuos de alguna otra cultura carecen de esos conceptos, creencias o
normas. Si aceptamos la segunda condición, los conceptos, las creencias y las
normas compartidas por los individuos serán debidos a su desarrollo y
socialización en el seno de una sociedad particular, más que a rasgos
universales de la condición humana”. 2

1
Si bien hay estudios que parten de distinguir a las emociones de los afectos (cf. Gregg, &
Seigworth et. al, 2010) en este artículo no avanzaremos en esa distinción. En este sentido,
usaremos estos términos de manera intercambiable.
2
Aún sosteniendo un enfoque constructivista, Elster realiza la siguiente distinción: “Decimos
que el concepto de culpa es “socialmente construido” (…), esto no quiere decir que la emoción
de culpa sea una construcción social” (2001:17) “Nadie, que yo sepa, ha pretendido defender
que el dolor sea una construcción social” (2001:181) Las variaciones culturales existirían solo
en el nivel de la conceptualización y no en el de las emociones mismas (2001:103).

3
Por otra parte, este mismo autor enfatiza que “las emociones se desencadenan
por creencias”, y que hay algo del orden cognitivo interviniendo en estas
experiencias. Dice, por ejemplo, que una persona puede sentir envidia ante un
amigo que tiene más éxito. Pero al advertir que está sintiendo envidia podrá
encontrarse sintiendo vergüenza. Esto es, el saber y la creencia respecto de un
estado emocional inciden en el sentir de esa emoción: “una vez que la emoción
se conceptualiza, dicha emoción también cambia. Cuando una persona tiene
los recursos conceptuales para decirse a sí misma: ¡Dios, estoy aburrido!, el
estado de aburrimiento será, por lo general, más agudo y los esfuerzos por
mitigarlo más intensos” (Elster, 2001:103).

“Sentimos. Tratamos de sentir. Queremos tratar de sentir”, dice Arlie Russell


Hochschild (2011:144) para explicar que las personas elaboran sus
sentimientos a partir de expectativas y reglas socialmente compartidas que a
menudo permanecen latentes. La socióloga elige un ejemplo del ámbito de la
educación para ejemplificar cómo funciona el trabajo emocional: “Es probable
que el maestro que quiere a todos sus estudiantes por igual necesite
embarcarse en una actuación profunda, una actuación que va mucho más allá
de lo que meramente exteriorizan. En su fuero íntimo, los individuos
emprenden continuamente la tarea de hacer que el sentimiento y el marco
concuerden con la situación. Pero lo hacen en obediencia a reglas de las que
no son por completo responsables” (Russell Hochschild 2011: 144)

Resumiendo, aquello que llamamos “lo afectivo” no solo está configurado


histórica, cultural y socialmente, sino que se construye y formatea a partir de
expectativas, creencias, saberes y normas. En todo ámbito, tiempo y lugar
habrá sentimientos inteligibles, sentibles, pensables, disponibles para ser
sentidos (cf. Abramowski, 2010). Focalizando en la afectividad docente, Erica
McWilliam plantea esto del siguiente modo: “El placer de los maestros es
producto de ciertas formas de entrenamiento constituidas y organizadas a partir
de discursos disponibles (incluidos los discursos profesionales y otros textos
sobre la naturaleza de la buena pedagogía). Esto significa poner a un lado la
idea de que el placer es un sentimiento que ocurre naturalmente. Esto implica
entender que los placeres disponibles para los maestros y alumnos son algo
diferente de los apetitos personales o psicológicos. Por el contrario, el placer es
producto de discursos situados en espacio y tiempo. Aprendemos cómo debe
sentirse el placer y cuándo debemos sentirlo, y aprendemos esto a través de
formas precisas de entrenamiento” (McWilliam, 1999: 3)

Paradojas en torno a lo afectivo

Al inicio de este escrito señalamos la centralidad de la apelación a lo afectivo


en la escena pedagógica contemporánea. Ahora nos interesa destacar que esa
centralidad se expresa, en gran medida, en términos paradojales. Así,
encontramos que coexisten sentidos valorizadores de lo afectivo con
expresiones descalificadoras; del mismo modo, apelaciones a su necesidad se
superponen con su prescindencia, y cuando se habla de lo afectivo, se dice,
por momentos, que es algo que está en falta, para luego afirmarse que sobra,
que se presenta en exceso. A continuación queremos desplegar estas
tensiones en torno al significante “afectos”, para luego explorar, entre otras

4
cuestiones, qué implicancias tiene que una noción se manifieste a partir de
paradojas.

¿eterno o reciente?
En primer lugar, encontramos que lo afectivo se enuncia, por momentos, como
un fenómeno reciente, inaugurado por los avatares de la psicologización y la
expansión de las terapias que apuntalan al yo: los docentes “de hoy” serían
afectuosos, cálidos, comprensivos mientras que esos rasgos estarían ausentes
en los docentes “de antes”. Pero en otras ocasiones, la cuestión afectiva
docente aparece como “eterna”, más allá y más acá de tiempos y lugares
precisos, como si se tratara de una condición constitutiva del oficio del
enseñante. Avalando esta última perspectiva, encontramos que Sarmiento, en
el siglo XIX, ya abogaba por maestras simpáticas y dulces “para ejercer su
dominio sobre los niños y jóvenes más groseros”. En el rostro del maestro −
decía el pedagogo− hay un poder latente ‘que brilla con amor por los alumnos y
entusiasmo por su noble causa’.” (tomado de Giménez, en Puiggrós, 1996:
329).

¿ganancia o retroceso?
Por otra parte, la afectividad docente a veces se nombra como si se tratara de
una deuda pendiente favorablemente saldada de la escolarización moderna,
cuya matriz racional e iluminista supo producir un docente frío, distante,
desafectado. En este sentido, la afectivización del rol sería una ganancia en
pos de enseñanzas más humanas, más plenas, más integrales. 3 Contestando
estos postulados celebratorios, hay quienes identifican que la avanzada del
afecto es un retroceso de la profesionalización docente y un síntoma indudable
de la deserción de las tareas de enseñanza. En este sentido, el cariño, la
comprensión y la contención estarían desplazando la posibilidad de que se
produzcan enseñanzas, pues habría una maestra-madre-sustituta antes que
una maestra profesional especialista en enseñanza y aprendizaje de
contenidos culturales socialmente válidos (Tedesco y Tenti Fanfani, 2002:6-7).
La ecuación podría enunciarse del siguiente modo: a medida que los maestros
se ocupan de realizar tareas afectivas (de cuidado y contención), estaría
retrocediendo el perfil profesional docente. Dicho de otro modo: los maestros
quieren a sus alumnos pero no les enseñan. O en términos mucho más
coloquiales: “Mucho mimo, mucha caricia, mucho beso y poca matemática y
lengua”. Desde esta perspectiva, el afecto docente, antes que ser algo
“faltante” (o una ganancia) sería un “sobrante”, un exceso.

Retórica pública vs. realidades prácticas


Tomamos este enunciado paradojal de la socióloga Arlie Russell Hochschild
quien plantea en relación a la noción de cuidado algo que podría también
pensarse para el afecto docente. Ella afirma que “el ‘cuidado’ se ha ido al cielo
en el terreno ideológico pero en la práctica se ha ido al infierno. En efecto, a
pesar de la escalada que se produjo en la retórica pública del cuidado, cada
vez nos planteamos más preguntas angustiantes en torno de sus realidades
prácticas” (Russell Hochschild, 2011:13). En el caso educativo, la retórica
pública que avala la importancia del involucramiento afectivo por parte de los

3
Esta perspectiva es presentada y discutida por Ecclestone & Hayes (2009: 151-156)

5
docentes avanza a la par de las manifestaciones de rechazo hacia los alumnos
así como de las denuncias por malos tratos 4.

¿instituciones más humanizadas o en declive?


Es posible encontrar otro contrapunto respecto del afecto en el plano del
funcionamiento de las instituciones. La centralidad de lo afectivo puede ser
leída tanto como un signo de humanización de las burocracias institucionales,
como como un “insumo” para que hoy las maquinarias institucionales puedan
seguir funcionando. Esta segunda hipótesis se advierte en los análisis de
François Dubet y Danilo Martuccelli, quienes dicen que cuando las instituciones
marchaban a pleno, lo hacían a partir de apoyarse en normas y valores
sociales trascendentes; predominaba el rol sobre la personalidad y los
maestros encarnaban principios que los sobrepasaban (Dubet & Martuccelli,
2000). En el actual declive del programa institucional (Dubet, 2006) se han
caído las antiguas regulaciones y lo afectivo-vincular no solo ha quedado más
expuesto, a la vanguardia de la escena, sino que se apela a ello para sostener
el trabajo cotidiano. La cuestión afectiva es, entonces, un insumo para armar
relaciones y generar acuerdos con los alumnos que ya no vienen dados de
antemano.

Dubet, además, encuentra un interesante matiz para pensar lo afectivo docente


poniendo en relación el apogeo del programa institucional con su declive.
Cuando el programa institucional daba señales de esplendor existía la
apelación a lo afectivo: “Evidentemente, la maestra y el maestro republicanos
podían dar pruebas de talento y de humanidad, podían hacer más laxas las
reglas, podían “amar” a sus alumnos; pero en ese caso era cuestión más de
una intensificación de la vocación y del programa institucional que de la crítica
latente a un modelo riguroso. En primer lugar, el buen maestro de escuela
debía dictar su clase, el muy buen maestro debía sumar una dosis de
humanidad y de afecto”. (Dubet, 2006: 106). El amor del docente era un “plus”
mientras que hoy se percibe como un insumo, como una competencia básica
indispensable para el desempeño docente.

¿empoderamiento o debilidad subjetiva?


Querríamos señalar otra paradoja relacionada con el modo de entender las
subjetividades contemporáneas. Por un lado, es posible advertir que los
discursos actuales sobre lo afectivo apuntan al empoderamiento de las
personas a partir de premisas como “sé tú mismo”, “concretá tus sueños”, etc.
Allí habría maneras pro-activas de entender a los sujetos. Pero, por otro lado,
esos mismos discursos que alientan el movimiento, la acción y la
transformación se nutren de imágenes de vulnerabilidad subjetiva pues les
hablan a unos “yoes” que están “atrapados” emocionalmente. Es decir, se
alienta el movimiento de personas que sufren déficits afectivos y que necesitan
terapias y apuntalamiento emocional (Ecclestone & Hayes, 2009: 132). La
paradoja radica en que, si bien se enuncia un horizonte de empoderamiento y
acción, hacen falta seres débiles y vulnerables para que la transformación que

4
Una denuncia de reciente aparición en la prensa argentina plantea el caso de una maestra
jardinera que ató y amordazó a una alumna de 4 años. (En:
http://www.lanacion.com.ar/1468563-denuncian-que-una-maestra-jardinera-ato-a-una-alumna.
Fecha de consulta: 28 de abril de 2012)

6
se pretende vía la alfabetización emocional pueda ser alcanzada. Dicho de otro
modo, si para lograr un estado de bienestar las personas previamente tienen
que ubicarse en un nivel de malestar es necesario producir padecimiento para
que éste pueda ser revertido. En términos de Eva Illouz, la corriente terapéutica
“irónicamente crea buena parte del sufrimiento que se supone que alivia”
(2007: 137).

¿nuevos problemas ligados a lo afectivo o afectivización de viejos problemas?


Por último, podría identificarse otra tensión. Por un lado, se podría sostener
que la avanzada de la afectivización de los discursos educativos no hace otra
cosa que reflejar que hay nuevos problemas de orden emocional
produciéndose en entornos pedagógicos, porque “hay mucha gente dañada ahí
afuera” (citado en Ecclestone & Hayes, 2009: 174). Desde otra perspectiva, lo
que estaría sucediendo es que la educación terapéutica estaría “afectivizando”
o “emocionalizando” problemas que, en realidad, serían de otra índole. Es
cierto que las personas que viven en situación de marginalidad y exclusión
pueden, al mismo tiempo, sufrir de baja autoestima o sentirse emocionalmente
vulnerables. La dificultad radica en nombrar exclusivamente con vocabulario
emocional problemas íntimamente ligados, en este caso, a la pobreza,
desatendiendo sus causas estructurales (cf. Ecclestone & Hayes, 2009).

Hemos desplegado una serie de paradojas ligadas a lo afectivo en el campo


educativo, pero no con el ánimo de confrontar al lector con binarismos que
implicarían tomar partido por uno de los dos términos contrapuestos 5. No se
trata de eliminar o resolver estas tensiones sino de desplegarlas y ver cómo
funcionan en situaciones específicas. En este caso, podríamos aproximarnos a
entender, entre otras cosas, cómo realizan los docentes su “trabajo emocional”,
con qué enunciados disponibles (expectativas, creencias, saberes) sobre el
afecto se confrontan cotidianamente. Por ejemplo, los maestros son, por un
lado, incitados a ser cariñosos, contener y comprender a alumnos con
supuestos déficits afectivos mientras que, por el otro, son criticados por estar
ocupándose de tareas afectivas que los estarían haciendo desertar de sus
labores específicamente pedagógicas. Ahora bien, ¿cómo se sale de ese
brete? ¿Focalizar en la enseñanza es “hacer dieta” de caricias y besos? Lo
ridículo que puede sonar este planteo habla tanto de la falsa antinomia que
estamos queriendo evitar así como de la desproporción del tema que estamos
intentando indagar. Advertir que una persona que transita por una situación de
exclusión material sufre o se deprime, ¿es “emocionalizar” un problema? Tal
vez se trate, en algunos casos, de poner un signo “más” (+) o de sustituir la
conjunción “o” por la “y”, sin que esto implique quitarse de encima la
complejidad de las situaciones que están siendo analizadas.

En los próximos apartados vamos a describir algunos argumentos a favor o en


contra de la apelación a la afectividad docente en el ámbito de la enseñanza.
Dicho de otro modo, exploraremos la pregunta: ¿por qué los docentes habrían
de querer (o no) a los alumnos al momento de pretender enseñarles?

5
Como se habrá visto, además, es posible construir argumentos válidos para ambas partes de
la disyuntiva.

7
¿Por qué habría que querer a los alumnos? Quererlos para generar
condiciones para enseñar

Intentando responder a la pregunta arriba formulada encontramos al menos


dos argumentos que incitarían a los docentes a apelar a lo afectivo en el aula.

Alumnos con necesidades afectivas


En distintos pasajes de este texto hemos hecho mención a este asunto. En la
actualidad se estarían multiplicando los diagnósticos acerca de la explosiva
presencia en las aulas de alumnos “carentes de afecto”: carencia deducida de
problemas de aprendizaje o de comportamiento, así como de supuestos déficits
afectivos familiares, entre otras causas. Esta situación ubicaría al docente
como un proveedor de afectos reparadores. En relación con esto, una docente
decía lo siguiente: “es más fácil querer a ese pobre que nadie lo quiere, que no
tiene ni padre, ni madre, que tiene que ir a trabajar. Uno se encariña más
rápido Ese pobre que nadie quiere, que está solo o que está muy aislado”
(Abramowski, 2010: 120).

Lo afectivo como vía de consecución de legitimidad docente


Otro argumento que justifica que los docentes apelen a lo afectivo en el aula es
aquel que lo supone como una vía para alcanzar una legitimidad que otrora se
daba por supuesta y hoy se ha vuelto muy difícil de lograr. Dicho de otro modo,
el afecto docente emerge y es sobrevaluado ante la crisis de autoridad
pedagógica. Como señalamos anteriormente, la cuestión afectiva se ha
convertido en un insumo para construir relaciones y establecer acuerdos con
los alumnos. Hace unos años bastaba con imponer normas, acudir a
reglamentos, obligar, amenazar, pero hoy esos procedimientos se han vuelto
ineficaces, y, en su lugar, se debe apelar a la seducción del alumnado, a su
motivación e interés. En una entrevista, un maestro hablaba del cariño como
“una estrategia para ganarse al alumnado”: “Me parece que puede ayudar
mucho lo afectivo, porque sirve para mejorar el vínculo y también como
estrategia para tratar de que los chicos se interesen por lo que uno les dice. Yo
creo que habiendo un vínculo afectivo los chicos pueden tener más ganas de
escuchar lo que uno tiene para contarles” (Abramowski, 2010: 72).

Estos argumentos que explican por qué los docentes, en la actualidad, tendrían
que recurrir a la afectividad y al trabajo emocional tienen un rasgo en común:
no estarían describiendo situaciones propias del dictado de las clases sino
maneras de construir condiciones que permitan darlas (Dubet, 2006: 176).
Dubet (2006:170;176;180) dice que los profesores de escuela secundaria
vivencian estas nuevas tareas como “trabajo sucio”. No alcanza con que los
docentes entren al aula y se dispongan a dictar contenidos; es necesario que
generen adhesión subjetiva por parte de los alumnos, y, para logarlo, tienen
que interesarse por ellos para que ellos se interesen por el curso.

El texto de Dubet (2006: 191), en principio, intenta comprender “cómo se


construyen de manera ‘positiva’ el trabajo de de los profesores y los alumnos”.
En este sentido, no ubica en el horizonte un pasado en el que las cosas
funcionaban sin mayores inconvenientes y al que sería deseable volver.

8
¿Por qué no habría que querer a los alumnos? Cuando el quererlos
desplaza al enseñar

A continuación queremos focalizar en una argumentación que desalentaría a


los docentes a recurrir a lo afectivo en el aula. Ecclestone & Hayes son
exponentes de esta línea. Por un lado, identifican a lo afectivo con el “ethos
terapéutico” que configura sujetos emocionalmente vulnerables, débiles,
disminuidos y que alienta una introspección que conduce a pensar los
problemas en clave individual y psicológica –desplazando la posibilidad de
pensar proyectos colectivos de cambio− (Ecclestone & Hayes, 2009: 136).
Luego plantean que la educación terapéutica desplaza la centralidad del
conocimiento y de la cultura intelectual y desmantela el currículum basado en
materias. Esto ocurriría porque se presenta a los alumnos como víctimas de su
situación, como seres frágiles que estarían solo motivados para aprender lo
que les es inmediatamente relevante para sus vidas personales y sus intereses
(Ecclestone & Hayes, 2009: 143).

Estos autores señalan algo más en relación con la enseñanza: “Las iniciativas
emocionales que componen la educación terapéutica están preocupadas, no
con la educación sino con el aprendizaje, una actividad mucho más general
que no requiere de un maestro. Un maestro es necesario para enseñar
asignaturas, contenidos, temas; la educación terapéutica simplemente requiere
maestros entrenados en enfoques terapéuticos y una colección de trabajadores
de apoyo o refuerzo (…). Las diversas iniciativas que componen la educación
terapéutica revelan un declive en lo que nosotros pensamos que los chicos y
los jóvenes son “capaces de”, refractado en el prisma de lo que los productores
de políticas y la industria del bienestar emocional piensan que ellos necesitan.
De la educación al aprendizaje, del aprendizaje al aprender a aprender, y del
aprender a aprender a aprender a sentir y responder de manera apropiada… el
colapso de la creencia en el potencial humano es palpable” (Ecclestone &
Hayes, 2009: 143)

Desde la perspectiva de estos pedagogos habría algo inconciliable entre


atender lo afectivo y la posibilidad de que las enseñanzas escolares se
produzcan. La obsesión con los aspectos emocionales del proceso de
enseñanza evita la pregunta por qué es lo que estamos enseñando. La
educación terapéutica supedita la enseñanza de asignaturas a los supuestos
efectos emocionales del proceso. Para ello simplemente se requieren maestros
que sean sensibles a los sentimientos o que tomen a las emociones en cuenta.
(Ecclestone & Hayes, 2009: 153-154). En el remate del texto, afirman: “Lo que
produce humanidad es la intelectualidad y una educación basada en el cogito
ergo sum y no en el sentio ergo sum””( Ecclestone & Hayes, 2009: 164)

En este enfoque se vería lo que Zelizer (2009) llama “esferas separadas o


mundos hostiles”. Entre el pensamiento y la emoción habría una franca brecha
que separaría esferas incompatibles entre sí. Sería preciso evitar todo contacto
o mezcla entre esos mundos en perpetua discordia. De este modo, la tensión
entre “querer” y “enseñar” sería resoluble optando por la enseñanza, entendida
como una actividad crítica e intelectual desinteresada en las variables
afectivas.

9
Lo afectivo, entendido en el apartado anterior como una “condición” para que
las enseñanzas se produzcan, aquí es un “obstáculo” que impide que éstas
tengan lugar.

¿Afectivización vs. enseñanza?

Podrá observarse que, aun cuando se propongan cursos de acción diferentes,


hay acuerdos en los diagnósticos acerca de la creciente apelación a lo afectivo
en la escena pedagógica contemporánea. También hay acuerdo en advertir la
actual corrosión de la figura del maestro en tanto enseñante, ya sea por el
declive del programa institucional (Dubet, 2006), como por el auge de las
narrativas terapéuticas (Ecclestone & Hayes, 2009).

Megan Watkins (2010) agrega unos factores específicamente pedagógicos que


han contribuido a ese desdibujamiento. Dice que el énfasis en el aprendizaje
autónomo o personalizado y la crítica al método simultáneo han limitado el rol
docente y han intentado minimizar el contacto docente-alumno, reduciendo al
maestro a la figura de un mero facilitador. De este modo, el aprendizaje se
reconfigura como una actividad independiente de la enseñanza, es decir, de la
intervención externa de un cuerpo dirigiendo el proceso (Watkins, 2010: 270).
La función del maestro no sería la de enseñar sino la de favorecer que los
alumnos aprendan. Watkins plantea que estos postulados, provenientes de la
psicología, han sido exacerbados en los últimos tiempos por el impacto de las
tecnologías y de políticas que pretenden minimizar costos en la enseñanza. A
estos factores, la autora agrega los efectos de las pedagogías críticas
(corriente encabezada por pedagogos como Henry Giroux y Peter McLaren,
entre otros) que con sus críticas a la autoridad del maestro y su apuesta a
redireccionar el poder hacia los estudiantes (responsabilizándolos de sus
propios aprendizajes) también cuestionaron la enseñanza directiva,
concibiendo la centralidad del maestro como una imposición dominadora. Es
decir, las pedagogías progresistas, con sus críticas tanto psicológicas como
político-culturales, también contribuyeron a la corrosión de la figura del maestro
promocionando que el método de instrucción global dejara de ser una
“pedagogía apropiada” (Watkins, 2010: 271; McWilliam, 1999).

Podríamos considerar un hecho que, en la actualidad, las prácticas de


enseñanza están teniendo dificultades para constituirse como tales. También
se muestra evidente que este retraimiento coincide con el avance de la
afectivización del rol docente. Ahora bien, de ahí se puede construir una
antinomia, como hacen Ecclestone & Hayes (2009), identificando a la
afectivización como la causante de corroer la enseñanza. O se puede
identificar a la afectivización como síntoma de una serie de cambios
irreversibles (Dubet, 2006) y como una modalidad “inevitable” de encarar un
trabajo como el docente que hoy requiere que se generen una serie de
condiciones que antes venían dadas. Desde estas dos perspectivas la
apelación al afecto docente es, o bien un obstáculo-problema, o bien algo del
orden de la necesidad.

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Identificar a lo afectivo con las narrativas terapéuticas y los discursos de
autoayuda permite trazar fronteras claras así como ubicarnos en zonas no
ambiguas. Desde allí es fácil mirar con recelo todo aquello englobado bajo el
mote “afectos” para no dejarnos llevar por unas sendas que conducen a
prácticas impunemente emotivas (amparadas en el “yo siento”) y poco
profesionales (cf. Abramowski, 2010). No obstante esto, resulta un poco
decepcionante que la indagación sobre lo afectivo termine allí. ¿La alternativa a
la impunidad es la inmunidad afectiva?

Por su parte, el argumento del afecto como un insumo para generar


condiciones que posibiliten dar clases también otorga un lugar acotado a la
dimensión emocional de la enseñanza. Si esas condiciones vinieran dadas por
otras vías (si las sanciones resultaran efectivas, por ejemplo) la cuestión del
afecto se vería saldada. En lo que sigue intentaremos ver si es posible
identificar cruces entre afectos docentes y enseñanza que vayan más allá de
las argumentaciones descriptas hasta este momento.

Querer enseñar

Hay una manera habitual de nombrar el lugar de los afectos en la escena


educativa que consiste en señalar que simplemente “están ahí”: en tanto la
relación pedagógica es un vínculo entre humanos, no puede no haber allí
afectos de diverso signo, tipo, intensidad. En términos teóricos, esta
apreciación resulta muy poco fecunda. Se trata de una afirmación tan cierta e
irrefutable (¿alguien asumiría lo contrario?) como inocua, aún cuando intente
reponer un lugar constitutivo y legítimo para la variable emocional.

Conviene en este punto recordar algo que señalábamos hacia el comienzo. Si


lo afectivo se configura en el marco de expectativas, reglas, creencias,
saberes, nos hallaremos siempre en un terreno de disputas de sentido. Y lo
que digamos, afirmemos o refutemos no podrá no estar en diálogo con
creencias, saberes, expectativas que, de manera hegemónica, funcionan
aglutinando significados.

En la actualidad, los afectos docentes se nutren de argumentos prioritariamente


provenientes del discurso de la psicología. También, como vimos, prima la
noción de un afecto que los maestros brindan de manera reparadora a unos
alumnos con necesidades afectivas, así como la de un afecto al que se apela
en pos de conseguir legitimidad. A continuación, intentaremos aproximarnos a
otros sentidos para entender la afectividad docente.

En primer lugar, consideramos que la relación educativa es, en sentido estricto,


un encuentro entre desconocidos. Laurence Cornu (2006:12) sostiene que la
relación del educador es con unos niños que no son suyos, que le son extraños
y que le son confiados a partir de su actividad o función. Este argumento
mostraría, entre otras cosas, cierta prescindencia del saber psicológico, pues
no sería necesario conocer quién es el otro para establecer un vínculo
pedagógico con él. Es decir, la opacidad de los sujetos no sería un obstáculo
sino un rasgo constitutivo del vínculo de enseñanza. Esta característica de la
relación pedagógica no echaría por tierra la posibilidad de encontrar allí afecto

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sino que, por el contrario, invitaría a explorarlo a partir de otras dimensiones,
más allá de las psicológicas. ¿Puede haber afectividad cuando hay
desconocimiento de la persona del otro? Arendt, recurriendo a San Agustín,
diría que sí, pues para él el amor al prójimo era algo muy distinto al hecho de
albergar cálidos sentimientos por un prójimo en particular (en Sennett,
2003:144-145). Y Rousseau también diría que tenemos “la facultad de ligar
nuestros afectos a seres que nos son extraños” (en Todorov, 2008: 34).

Este planteo no apunta a negar que en las escuelas se producen, circulan y se


requieren saberes sobre los alumnos (quiénes son, dónde, con quiénes y en
qué condiciones viven, etc.). La hipótesis que buscamos explorar es aquella
que sugiere que cuando se hace efectivo un encuentro pedagógico entre un
docente y sus alumnos se produciría una suerte de suspensión de ese saber
sobre los sujetos; algo así como una despersonalización o una pérdida de sí en
pos de la causa común que involucra a esos sujetos en el acto de enseñanza.
En ese momento, la atención no estaría puesta en los sujetos en sí mismos
sino en aquella otra cosa que los une o los convoca. Vale la pena poner en
diálogo esta idea con una noción de Alain Badiou, la de interés-desinteresado.
Este filósofo dice que un apasionado de la matemática, un espectador de
teatro, un militante entusiasta manifiestan por lo que hacen un prodigioso
interés. Sin embargo, esas personas también están suspendidas, rotas,
desinteresadas, puesto que no pueden interesarse por sí mismas y perseguir
sus intereses. Toda la capacidad de interés está volcada sobre la resolución
del problema matemático, sobre Hamlet, o sobre la siguiente etapa del proceso
político (Badiou, 1995: 130).

Megan Watkins también desarrolla unos argumentos que permiten pensar en


afectos pedagógicos no psicologizados. En el marco de una investigación, esta
pedagoga realizó una serie de entrevistas a docentes en las que buscó indagar
qué pedagogías consideraban que les proporcionaban mayores sensaciones
de satisfacción. Allí encontró que, si bien sus entrevistados en principio
mencionaban los postulados de la “pedagogía apropiada” que los ubicaba
como facilitadores de aprendizajes autónomos de sus alumnos, a medida que
avanzaban relatando ejemplos de su práctica se volvía evidente que el deseo
de enseñar se concretaba a través del método global: “tengo que admitir que
me gusta mi lugar al frente y en el centro para la instrucción”, decía una
profesora. Otra describía lo que había sucedido en una clase del siguiente
modo: “Pienso que vos tenés el mismo sentimiento que los chicos porque ellos
están entusiasmados con una actividad en particular y vos pensás ‘Oh!’ Vos
estás entusiasmado por ellos porque lo que vos querés que ellos aprendan es
lo que ellos realmente están aprendiendo…” (Watkins, 2010: 282) Watkins
enfatiza que esta docente estaba haciendo algo más que “asistir” a sus
estudiantes: estaba enseñando. Y que “el deseo que conducía la performance
de esta maestra parecía traducirse a través de su acto de enseñanza en deseo
de aprender, una fuerza potente o una serie de afectos que los estudiantes
encarnaban, incitando su compromiso con la lección” (Watkins, 2010:282).
Watkins habla de “interafectividad” pero en ningún momento la considera una
condición previa o favorecedora de la enseñanza sino algo que sucede durante
la enseñanza misma (recordemos el lugar de lo afectivo reducido a condición
de posibilidad del acto de enseñar que exploramos anteriormente).

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Lo que venimos diciendo nos permite identificar un afecto docente que es
propio del querer enseñar unos contenidos a un conjunto de alumnos. Sería un
afecto que emana de la fidelidad o perseverancia (Badiou, 1995) ante el acto
de enseñar, y lejos estaría de pensarse como legitimando un lugar de autoridad
perdido (“te quiero para que me escuches”) o como supliendo una falta afectiva
del otro (“te quiero porque nadie te quiere”).

En este sentido, no sería un afecto que se busca en sí mismo ni algo que se


necesita. Simplemente se trataría de un afecto que se advierte al constatar que
“algo está pasando” entre unos sujetos (opacos, diferentes, relacionados de
manera asimétrica) a quienes une el trabajo alrededor de un puñado de
saberes. Dubet llama a este trabajo de enseñar “oficio” y hacia el final de su
investigación sobre el declive del programa institucional postula que ha
decidido defenderlo. El oficio es la “capacidad de producir algo, de conocerlo y
de hacerlo conocer” y permite “mediatizar la relación con los otros a partir de
objetivos en común y de acuerdos, de evitar la deriva relacional dejando de
creer en una suerte de ágape confraternal en el cual los individuos no serían
más que sujetos transparentes” (Dubet, 2006: 444).

Al impedir la pura deriva relacional, el oficio, dice Dubet, protege. Si hubiera un


afecto docente también protector sería aquel que, en su desinterés por las
debilidades, infortunios y déficits emocionales individuales, se interesa y
persevera para que algo del orden de las enseñanzas pueda tener lugar.

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