Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
EDICIONES CÁTEDRA
UNlVERSnAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Consejo asesor:
1 lan Watt, The R ú e o/th e Novel. Bcrkclcy. University of California Press, 1957.
2 Sandra Gilbert y Susan Cubar, T h e Madwoman in ih e A u k : The W'oman Wriier and thc
¡Vineieenlh Century Liierary lma%tnailon, New Haven, Yale University Press, 1979.
Elaine Showaltcr. A f.iterature o fT h c ir Own: fíriíish Women M rveifots fntm Bronte lo Les-
sing, Prinecton University Press, 1987, (primera edición: Londres. Virago Press. 198?).
mismo tiempo, dignidad literaria a textos menospreciados, cuando 110 to
talmente ignorados por el canon historiográfico oficial. El caso de Mujeres
Iiteradas de Ellen Moers4 puede servir como ejemplo paradigmático de esc
tipo de aproximación. Podríamos decir que la intención era «otorgar voz»
aJ silencio, y hacer de lo femenino, no el síntoma de una ausencia, sino el
marco de una presencia silenciada: se reivindicaba lo femenino como lu
gar de una alteridad impuesta y a la vez reprimida, como una subalterni-
dad y alternidad forzosa y. en cuanto tal, portadora de un potencial esen
cialmente subversivo.
Lo que hasta entonces, sin embargo, había quedado fuera de los objeti
vos del discurso crítico era el análisis o, mejor, la puesta en cucsLión del ca
non literario mismo en cuanto tal y el estudio dé la relación ideológica
existente entre la manera en que dicho canon había sido elaborado y el de
sarrollo concreto de la historia social. La mayoría de los trabajos, en su ex
plícita voluntad reivindicativa, acababan moviéndose dentro de los pará
metros de un discurso teórico del que se rechazaban los resultados, pero
no necesariamente los presupuestos. En ese sentido, no se había consegui
do conjugar la conciencia de la importancia del «género» en el discurso so-
ciocultural con lo que habla sido el punto de partida del estudio de Watt:
la conexión entre el origen de la novela y la subida al poder de la clase me
dia inglesa, es decir, entre literatura y Estado moderno. Analizar esa rela
ción es el desafío al que se enfrenta el trabajo de Nancy Armstrong.
En efecto, su libro demuestra que hablar de «género» no significa nece
sariamente tener que centrarse en lo particular (el estudio de tal o tal libro
escrito por una mujer, más o menos reconocido y aceptado) sino enfren
tarse a cuestiones más generales de interpretación e inscripción cultural y
de práctica social y política. Hablar de «género», de lo «femenino» o del
papel de las mujeres en la historia cultural es, en ese contexto, un «suple
mento» en sentido derrideano5, es decir, algo que no se añade simplemen
te al conjunto de saberes que poseemos sobre una época o una tradición
cultural, sino que obliga a reestructurar y redefinir no sólo el conjunto en
que se inserta sinoel instrumental crítieocon el que pretendemos analizarlo.
Si una de las conquistas principales del feminismo de los años 70 fue el
reconocimiento de que «lo privado es público», el libro de Nancy Arms
trong convierte lo que era un eslogan político en un presupuesto epistemo
lógico y un punto de partida analítico: su trabajo, en efecto, pretende de
mostrar — y lo consigue con extrema lucidez y de forma absolutamente
convincente — que la historia de la constitución y desarrollo de la novela
no puede entenderse si se prescinde de la historia de la sexualidad, y en
particular de la producción de esa nueva tipología de mujer que encamó
una idea de privacidad e intimidad funcional para la toma del poder por la
•* Filen Moers, Lilerary H-ornen. Oxford University Press, 1985. (primera edición: Carden
City, N. Y., Doubleday. 1976).
5 Jacques Derrida. De la gram aiohgia. México D. F. Siglo X X I. 1971.
clase media. Este nuevo modelo de mujer — la mujer doméstica, «reina
del hogar»— no constituyó simplemente un modelo de feminidad, sino
que acabó convirtiéndose en el modelo de subjetividad para el individuo
moderno, producto de la cultura burguesa en formación, basada sobre
unos valores que implicaban el desplazamiento de lo socio-político en fa
vor de las relaciones aparentemente universales y subjetivas (emocionales
y sexuales) entre hombres y mujeres individuales.
Partiendo de la convicción que la «ficción [es] a la vez documento y
principio motor de la historia cultural», Nancy Armstrong demuestra que
la creación del sujeto moderno empieza con la escritura acerca de y hecha
por mujeres, y que la constitución del ámbito supuestamente «apolítico»
de la intimidad doméstica fue — como nos enseña la Pamela de Richard
son— una empresa de carácter eminentemente político en un sentido
nada metafórico. Su acta fundacional fue, de hecho, un trabajo de ficción
que, ejemplificado en el Rohinson Crusoe de Defoe, constituyó al sujeto
moderno como creador, es decir, como principio de control, de autogene-
ración y. simultáneamente, de dominación.
Para demostrar su tesis, Armstrong se aleja de lo que Foucault ha lla
mado «hipótesis represiva»6, una hipótesis que había conducido a un cier
to tipo de teoría feminista de los años 70 y primeros años de la década si
guiente a un cierto impasse teórico y práctico, dado que, confirmando la
vieja oposición entre sujeto y objeto, acababa por volver a proponer la
misma noción de mujer que el discurso feminista pretendía desmontar, es
decir, la noción de lo «femenino» como algo definido por una «ausencia»,
o una «falta» de algo. (En este ámbito se mueve por ejemplo el trabajo de
teóricas como Susan G rifiín y Mary D aly7 y alguno de sus presupuestos
son rastreables asimismo en los textos, oor otra parte muy interesantes, de
Héléne Cixous y Luce Irigaray)**.
De acuerdo con esta «hipótesis represiva» de la que habla Foucault,
hay una verdad, algo «natural» en el interior de las personas que está re
primido o no representado por el orden cultural, y esta verdad debe ser sa
cada a la luz para que los individuos sean lo que realmente «son». Según
este planteamiento, habría un ser, una naturaleza — sexual, deseante—
que precede a la inscripción cultural. El problema con esta noción es que,
como ha subrayado Foucault. la sexualidad no es atemporal sino un dis
curso histórico específico: el discurso sobre el sexo elaborado por el pensa
miento burgués durante los siglos xvni y xix para codificar los lugares
¡Mujerzueia ingeniosa!, dijo él, ¡Qué tiene eso que ver con mi pregunta?
— ¿No llevas [las cartas] contigo? — Si, dije yo, he de sacarlas de mi es-
con dite tras el zócalo, ¿no mirará? — ¡Cada vez más ingeniosa! dijo él —
¿Es eso una respuesta a mi pregunta? — He registrado por todas partes,
encima y dentro de tu armario, buscándolas, y no las encuentro; de
modo que sabré dónde están. Creo, dijo, que las llevas encima; y nunca
he desvestido a una muchacha en toda mi vida; pero voy a desnudar aho
ra a mi preciosa Pamela (pág. 245).
2 lan Watt, The Rise o f ihe Novel (Bcrkclcy. Univcrsity of California Press, 1957), pá
gina 57.
das las cuestiones verdaderamente interesantes sin plantear: ¿Por qué la
«sensibilidad femenina»? ¿En qué sentido «mejor equipada»? ¿Qué
«complejidades»? ¿Las «relaciones personales» de quién? ¿Por que en si
tuación «de ventaja en el reino de la novela»? Y, por último, ¿cómo llegó
todo esto a convertirse en un lugar común?
Como si se tratara de una respuesta, The Madwoman in the Ailic, de
Sandra Gilbert y Susan Gubar, ai menos intenta dar cuenta de una tradi
ción de escritoras. Mientras que Watt se ocupa sólo de la cuestión de qué
papel desempeñó la ficción en lo referente a los intereses de un público lec
tor en proceso de cambio, Gilbert y Gubar se concentran en las propias au
toras y las condiciones en las que escribieron. Defienden que las autoras,
en contraste con sus contrapartidas masculinas, tuvieron que llevar a cabo
la difícil tarca de subvertir y acomodarse simultáneamente a los criterios
patriarcales1. Pero cuando se entienden en el contexto de este marco de re
ferencia sexuado, las condiciones en las que las mujeres escribieron pare
cen permanecer relativamente constantes a lo largo de la historia porque
los autores en cuestión eran mujeres y porque las condiciones en las que
escribieron estuvieron en su mayor parte determinadas por hombres. Asi,
al igual que Watt, Gilbert y Gubar ignoran virtualmente las condiciones
históricas que las mujeres han afrontadoroiiro escritoras,' y aí hacerlo ig
noran el Jugar en la historia de las obras escritas-por mujeres. También
para Gilbert y Gubar la historia se desarrolla no en y a través de aquellas
áreas de la cultura sobre las cuales las mujeres pueden haber ejercido in
fluencia, sino en instituciones dominadas por los hombres. Debido a que
estas dos importantes historias de la novela presuponen un mundo social
dividido de acuerdo al principio del género, ninguna de las dos puede con
siderar en qué forma se originó un mundo tal ni qué papel desempeñó la
novela en su formación. Con todo, éstas son precisamente las cuestiones
que debemos considerar si queremos explicar por qué las mujeres se con
virtieron en prominentes autoras de ficción durante el siglo xix en Inglate
rra. Mientras asumamos que el género trasciende la historia, no hay espe
ranza de que entendamos qué papel desempeñaron las mujeres — para
bien o para mal— a la hora de dar forma al mundo que habitamos en el
momento actual.
Para describir la historia de la ficción doméstica, pues, voy a aducir va
rias cuestiones al mismo tiempo: primera, que la sexualidad es un conglo
merado cultural y como tal tiene una historia; segunda, que las representa
ciones escritas del yo permitieron al individuo moderno convertirse en
una realidad económica y psicológica; y tercera, que el individuo moderno
fue primero y sobre todo una mujer. M i defensa sigue el desarrollo de un
ideal especifico femenino en libros de conducta y tratados educativos para
' Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, The Madwoman in theAltic. The Woman Writer and
the Nineteenth Century Lilerary ¡rnaginalion (New Haven: Yale University l’ress, 1979). Ver
especialmente págs. 45-92.
mujeres en los siglos xvm y xix, asi como en la ficción doméstica, escritos
con frecuencia por mujeres. Insistiré en que no se puede distinguir la pro
ducción del nuevo ideal femenino ni del ascenso de la novela ni del ascen
so de las nuevas elases medias en Inglaterra. En un principio, tal como voy
a demostrar, escribir sobre la mujer doméstica proporcionó un medio de
rebatir el concepto dominante de la sexualidad que entendía lo deseado en
términos de las reivindicaciones de la mujer de riqueza y nombre familiar.
Pero entonces, llegadas las primeras décadas del siglo xix, se advierte que
los escritores e intelectuales de clase media toman las virtudes encarnadas
por la mujer doméstica y las oponen a la cultura de la clase trabajadora.
Hizo falta nada menos que la destrucción de un concepto mucho más anti
guo del hogar para que la industrialización superara la resistencia de la cla
se trabajadora. Con el liempo, siguiendo el ejemplo de la ficción, nuevos
tipos de escritos — estudios sociológicos de fábrica y ciudad, así como
nuevas teorías de historia natural y economía política— establecieron la
domesticidad moderna como el único refugio a salvo de las exigencias de
un mundo económico sin corazón. Para la década de 1840, las normas ins
critas en la mujer doméstica ya habían superado las categorías de estatus
que mantenían un modelo anterior y patriarcal de relaciones sociales1.
Toda Ja superficie de la experiencia social había venido a reflejar esos ti
pos de escritos — la novela como forma prominente entre ellos— que re
presentaban el campo existente de información social como esferas mascu
lina y femenina en contraste5.
Este libro, que une la historia de la ficción británica con el crecimiento
de las clases medias en Inglaterra a través de la propagación de un nuevo
ideal femenino, desafía necesariamente las historias existentes de la nove
la. Para empezar, insiste en que la historia de la novela no se puede enten
6 En este aspecto no estoy de acuerdo con los críticos cuyo estudio de la sexualidad se basa
en la naturaleza. Por ejemplo. JcfTrey Weeks. al oponerse u Foucault. insiste en que «el discurso
no es e! único contacto con lo reab.& x. Polilics, and Society: The Regulalion ofSexuatily since
m O Q .ondres, Longmun. 1981), págs. 10-11. Para refutar la tesis de Foucault, sin embargo, se
basa en las mismas estrategias que Foucault identifica como constituyentes del discurso de la
sexualidad. Asi y todo, Weeks intenta deshacer el nudo gordiano que nos presenta una com
prensión foucauldiana de la sexualidad: «Roben Padgug ha escrito recientemente que "la se
xualidad biológica es la condición previa necesaria para la sexualidad humana. Pero la sexuali
dad biológica es sólo una condición previa, un conjunto de potencialidades en el que la realidad
humana siempre media". Esto resume la premisa fundamental de estu obra» (pág. 11. cursiva
mia). Junto con Padgug y otros, Weeks invoca una base biológica para la sexualidad que es
transcultural y externa a la historia, aunque, asi lo admite, «la realidad humana siempre me
dia». Junto con Foucault, yo diría que la diferencia entre lu naturaleza y la cultura es siempre
una función de la cultura, siendo la construcción de la naturaleza uno de los tropos habituales
de autoautorización de la cultura Y me atrevería a preguntar que si el cuerpo sexuado pertene
ce a una naturaleza que está más allá de la cultura, como Weeks parece asumir, por qué la dife
rencia entre hombre y mujer no ha venido a dominar las representaciones del cuerpo biológico
hasta hace relativamente poco tiempo. Escribiendo sobre la ginecología del siglo xvn, por ejem
plo, Audrey Eccles señala que «anatómicamente» se «mantenía que no había prácticamente di
ferencia alguna entre los sexos, siendo el pene y los testículos del hombre exactamente iguales
que el útero y los ovarios». Obstettics and Oynaecology in Tudor and Sluan Enxland (Londres.
Croom Hetfb, 1982). pág. 26. Sobretodo en una cultura que mitifica el sexo suprimiendo su di
mensión política, la idea del sexo natural, desde iui punto de visla. plantea una contradicción
en términos que sin duda es la forma más pura de ideología.
lidad es lo que los autores representan bien o mal (da lo mismo) a conti
nuación en la ficción. F.s como si sus crónicas opuestas de la producción de
ficción se hubieran puesto de acuerdo en diferir en la cuestión relativa
mente sin importancia de si la escritura opera en el lado de la cultura para
reprimir la naturaleza o, de forma alternativa, para llevamos más cerca de
la verdad de la naturaleza. En cualquier caso, el sexo se sitúa histórica
mente antes que la sexualidad. De acuerdo con Foucault, sin embargo, el
sexo no estaba ni está ya allí para que la sexualidad se ocupe del mismo de
una manera o de otra. En lugar de ello, su representación determina aque
llo que uno identifica como sexo, la forma concreta que el sexo adopta en
una época en oposición a otra, y los intereses políticos a los que estas di
versas formas pueden haber serv ido.
Cualquier representación del sexo como algo que ha sido malinterpre-
tado y debe conocerse, algo que ha sido reprimido y debe ser liberado, ar
gumentaría Foucault, opera en si misino como un componente de la se
xualidad. Más que eso. tales representaciones dan a la sexualidad moder
na su empuje político concreto, que produce más que reprimir una forma
específica de sexualidad. Durante los siglos x v i i i y xix, como Foucault ha
observado, el descubrimiento del hecho del deseo oculto dentro del indivi
duo dio lugar a un extenso proceso de vcrbalización que efectivamente
desplazó a un erotismo localizado en la superficie del cuerpo. El discurso
de la sexualidad vio tales formas de placer como un sustituto de otro deseo
más primario, natural y coa todo, fantasmagórico. El descubrimiento de
esta sexualidad reprimida proporcionó así la justificación para entender e
interpretar el comportamiento sexual allí donde se encontrara, siempre
con el motivo de la Ilustración de descubrir la verdad y producir libertad,
siempre, por consiguiente, con el resultado muy distinto de enmarcar el
sexo dentro de la subjetividad de un individuo. «La noción del sexo repri
mido no es, por lo tanto, una cuestión meramente teórica», insiste Fou-
caull.
7 Michcl Foucault, The History o/Sexualily, vol. I. An lntroduction, trad. Roben Huricy
(Nueva York, Puntheon. 1978), pág. 8. Las citas del texto corresponden a esta edición.
cho la distinción entre la naturaleza esencial humana y los aspectos de la
identidad humana que nos han sido impuestos por la cultura. Esta distin
ción no nos permite examinar la cultura y la naturaleza como dos conglo
merados mutuamente dependientes que juntos constituyen una función
política de la cultura. Solo Foucault aleja la investigación de la sexualidad
de la naturaleza del deseo y la acerca a sus usos políticos. Rechaza la oposi
ción entre deseo y escritura con el fin de considerar el deseo moderno
como algo que depende de la escritura. «La cuestión que me gustaría plan
tear», explica Foucault,
no es, ¿Por qué estamos reprimidos?, sino más bien, ¿Por qué decimos,
con Lanía pasión y lanto resentimiento contra nuestro más reciente pasa
do, contra nuestro presente y contra nosotros mismos, que estamos re
primidos? ¿Por medio de qué espiral llegamos a afirmar que el sexo se
niega? ¿Qué nos ha llevado, ostentosamente, a mostrar que el sexo es
algo que escondemos, es decir, que es algo que silenciamos? (pági
nas 8-9).
Pero por la misma regla de tres se reconoce el valor práctico del placer
cuando está controlado y dirigido a los objetivos adecuados. Convencidos
de que los «placeres de la literatura» actuaban sobre el lector en más o me
nos la misma forma que el «gusto por el confite» del niño (pág. 80). los Ed
geworth junto con otros educadores avanzados comenzaron a apoyar la
lectura de ficción que hacia parecer necesaria, si no enteramente deseable,
la conformidad social. Aunque designan a Robinson Crusoe como capaz
de hacer perderse a mentes inmaduras, los Edgeworth también conceden
al libro un valor práctico. Pero conceden al libro más valor, lo que resulta
curioso, para los mismos lectores para los que la ficción representaba un
peligro mayor: «Para las jóvenes este tipo de lectura no puede ser tan peli
groso como lo es para los muchachos: las chicas deben percibir pronto la
imposibilidad de andar por el mundo en busca de aventuras» (pág. 111).
Ésta es una de tas muchas afirmaciones que sugieren la forma en que la so
cialización estaba unida al género. Considera Robimon Crusoe educativo
por la razón ya expresada de que las mujeres nunca se imaginarían a si
mismas llevando a cabo las aventuras económicas de Crusoe. Hay tam
bién una fuerte posibilidad de que los primeros teóricos educativos reco
mendaran Crusoe más que las otras obras de Defoe porque pensaran que
era posible que las mujeres aprendieran a desear lo que Crusoe llevaba a
cabo, un terreno totalmente encerrado en sí mismo y funcional donde el
dinero no tenía realmente importancia. Sin duda fue porque Crusoe era
más femenino, según la comprensión del género del siglo xix, que Roxana
o Mol!, por lo que los educadores encontraron este relato una lectura más
adecuada para chicas que para chicos en edad impresionable.
Si la lectura de ficción vino a desempeñar un papel indispensable a la
hora de dirigir el deseo a ciertos objetos en el mundo, no fue porque narra
ciones tales como Rubinson Crusoe administraran una dosis particular
mente útil de didacticismo. En vez de ello, me gustaría plantear la posibili
dad de que la hegemonía moral triunfara en la Inglaterra del siglo xix en
gran parte a través del consentimiento más que de la coerción; fue precisa
mente porque eran lecturas de ocio por lo que libros como Rohinson Cru
soe fueron importantes para la lucha política entre las clases dirigentes y
los trabajadores pobres. En su estudio del impacto de las escuelas domini
cales sobre la cultura de la clase trabajadora durante el siglo xix, Thomas
Walter Laqueur afirma que fue a través de su forma de inculcar cultura y
hambre de libros, no a través de su abierta promoción de ciertas normas
de conducta, como las escuelas dominicales inglesas aseguraron la docili
dad en regiones, donde esperaríamos encontrar una resistencia violenta a
la industrializaciónl0. Pero estas nuevas formas de literatura parecían en
trometerse dentro del escenario cultural que blandía una espada de doble
filo. La educación no ponía necesariamente a los trabajadores recién em
pobrecidos a salvo de un mundo en proceso de industrialización; podía de
hecho haberlos convertido en personas extremadamente peligrosas. Si la
educación ayudó a producir una clase trabajadora más tratable, el radica
lismo de la clase trabajadora fue predicado también en la literatura — esto
es, en panfletos políticos, en programas alternativos para la educación e
incluso en una literatura que hablaba de sus necesidades y deseos más que
de los de sus patrones. Así, concluye Laqueur, la literatura no sólo indoc-
trinó a los pobres en los valores y prácticas que les harían personas adecua
das para habitar en un mundo industrial. Lo que es más importante, la
apropiación total del tiempo durante el que los pobres llevaban a cabo ac
tividades colectivas tradicionales fue esencial a la hora de desarmar el po
tencial subversivo de la literatura de la ciase trabajadora. Laqueur aduce
que las escuelas dominicales se convirtieron en un medio efectivo de so
10 Thomas Walter Laqueur. Relifuvn and Respectability: Sunday Schcoh and Working
C/aw Culture 1780-1850 (New Havcn, Yale University Press. 1976).
cialización no porque enseñaran la necesidad del autoinmolación y el res
peto a la autoridad, sino porque ofrecían programas de recreo que ocupa
ban muchas de las horas ociosas en las que la gente se reunía en la forma
acostumbrada y que podrían haber servido para trazar planes de acción
política.
El mismo principio se puede aplicar, a mi juicio, a la lectura de ficción.
Conforme la educación se convirtió en el instrumento preferido de control
social, la ficción pudo llevar a cabo en gran medida el mismo propósito
que las diversas formas de ocio promovidas por las escuelas dominicales.
El periodo que siguió a 1750 vio un nuevo esfuerzo por regular el tiempo
libre de los niños y, por extensión, el de sus padres. El hecho de quitar el
estigma que conllevaba la lectura de novelas sin duda conspiró con activi
dades promovidas por las escuelas dominicales para combatir histórica
mente nociones anteriores del yo. de la familia y del placer. Al tiempo sin
horarios, al tiempo libre, se atribuyó la posibilidad de minar el orden polí
tico, como si, en palabras de un ciudadano preocupado, el ocio en sí mismo
pudiera «llenar el país de villanos, convertir la propiedad en algo inse
guro, atestar nuestras cárceles con malhechores y traer la pobreza, la aflic
ción y la ruina a las familias»1L. Pero entre las prácticas que el nuevo gru
po de educadores intentaba criminalizar y después suprimir estaban la be
bida, el deporte violento y el libertinaje. La política reformista fue particu
larmente efectiva en el control de los trabajadores descontentos porque
aquellos aspectos de la cultura de clase trabajadora que, en térm ino s pura
mente morales, más amenazaban la esperanza de salvación del trabajador
estaban también las prácticas que más fomentaban la resistencia políti
ca 12. •
Allon White ha argumentado persuasivamente que el esfuerzo logrado
por apartar el carnaval y la cultura popular hasta los márgenes de la vida
social estuvo relacionado con la emergencia victoriosa de prácticas y len
guajes específicamente burgueses, que encontraron su expresión dentro
del marco en el que indicaban el grado de socialización de un individuo13.
Y la novela está implicada en este proceso. Si la producción de un curricu
lum específicamente femenino fue un momento importante de nuestra
historia cultural, la inclusión de las novelas dentro de ese currículum tam
bién fue significativa. Hasta bien entrado el siglo xvm la lectura de ficción
14 Fretlric Jameson aduce que la crítica debe abandonar «un provecto de salvación pura
mente indi!\Ju;il o meramente psicológico»* para «ex plorar los múltiples senderos que llevar al
desenmascaramicntn de los objetos culturales como actos socialmeme simbólicos». The Políti
ca! Unconscious: Narrativa as a SnriaUy Symbolic Acl (Uhaca, Corncll University Press, 19X1).
pág 20. Invocando el concepto de Jameson de cuando en cuando, voy a poner énfasis en que
el inconsciente político no es menos histórico que cualquier otro fenómeno cultural. Mi cstudin
implica el alza de la novela en la producción de una forma especifica de inconsciente político
que suprimía la naturaleza inherentemente política de las relaciones de parentesco, por un lado,
y de las representaciones de las mujeres por el otro. Los autores preilustrados parecen haber sido
extremadaT ie n te conscientes de la política del ipviazgo y las relaciones familiares. £1 aparta
miento de estas áreas de la cultura del dominio de la política fue un rasgo deliberado de la fic
ción de los siglos xvm y xix. Pero la historia de tal proceso semiótico es una historia que nues
tro concepto moderno de lo literatura borra sistemáticamente. Para el propósito de este estudio
estoy particularmente interesada en iximo la ficción doméstica contribuyó a reprimirla política
de la sexualidad mientras ocultaba sus propias operaciones políticas y cómo, al hacerlo, se dife
renció de otra ficción para ganarle a la ficción estatus literario.
15 Jacques Don 2 elot. The Tolicing o f Familias, trad. Robert llurley (Nueva York, Pan-
tbeon, 1979), pág. 92.
■6 Para un estudio del paternalismo que surgió en oposición al patriarcado en los escritos
de reclamar la soberanía del padre sobre su casa, no estaban proponiendo
una nueva forma de organización política. De acuerdo con Kathleen M.
Davis, la doctrina puritana de la igualdad insistía sólo en la diferencia de
papeles sexuales en los que la mujer estaba ciertamente subordinada al
hombre y no en la igualdad de la mujer como tal. «El resultado de esta re
lación social», explica Davis, «era una definición de deberes y característi
cas mutuos y complementarios». El genero se entendía tan claramente en
términos de oposición que se podía representar gráficamente de la siguien
te manera17:
Marido Mujer
Conseguir bienes Reunirlos y ahorrarlos
Viajar, ganarse la vida Llevar la casa
Ganar dinero y provisiones No derrocharlos
Tratar con muchos hombres Hablar con pocos
Ser «animador» Ser solitaria y retraída
Saber hablar Presumir de silencio
Ser dadivoso Ser ahorradora
Presentar el aspecto que guste Arreglarse como conviene
Ocuparse de todo fuera de casa Supervisar y ordenar en el hogar
puritanos del siglo xvu, ver Leonard Tennenhousc, Power on Dispiay: The Pnlitics o f Shukes-
pi'are's üenres (Nueva York. Methuen. 1986). sobre lodo el capítulo titulado «Family Rites».
Mientras describe la alternativa al patriarcado que surgió a finales del siglo xvtty principios del
xvm en las familias de la aristocracia, Randolph Trumbach opone el término «patriarcado» al
lírmino «domesticidad», con el que hace referencia al hogar moderno. Esta forma de organiza
ción social basa su autoridad en relaciones internas de gíncro y generación más que por analo-
|la a relaciones cítenlas de poder que existen entre el monarca y su súbdito o entre Dios y el
hombre. The Rise o f tht Evaluarían (Mueva York, Acadcmic Press, 1978. pági
nas 119-163.
17 Kathleen M. Davis. «ThcSacred Condiüonof Equalitv-How Original were Puntan Doc
trines of Marriage?», Social HUtory, i (1977), 570. Davis cita esta lista de John Dod y Rohert
Clcaver. A tíodly Forme ofHousvholde üoaemment (Londres, 1614).
para individuos que de otro modo se verían en competencia o si no, sin
ninguna relación en absoluto, e! hogar había de ser gobernudo por una for
ma de poder que era esencialmente femenina — es decir, esencialmente
distinta de la del hombre y con todo, una fuerza posit iva por derecho pro
pio. Aunque sin duda sujeto de la fuerza política, la mujer doméstica ejer
ció una forma de poder que pareció no tener fuerza política en absoluto
porque parecía poderosa sólo cuando era deseada. Era el poder de la vigi
lancia doméstica. El marido que conocía los criterios enumerados ante
riormente pasó al olvido mucho antes de que el hombre aristócrata cesara
de dominar la conciencia política británica, pero la mujer doméstica su
frió un destino opuesto. En los siglos transcurridos entre nuestros propios
días y los de la revolución puritana, esta mujer estuvo circunscrita a valo
res que hacían referencia a toda una gama de grupos de interés en compe
tencia y, por medio de ella, estos grupos ganaron autoridad sobre las rela
ciones domésticas y la vida personal. De esta forma, lo que es más, estable
cieron la necesidad de la clase de vigilancia sobre la que se basan las insti
tuciones modernas.
De hecho, las dos últimas décadas del siglo xvn vieron una explosión
de escritos que proponían educar a las hijas de numerosos grupos sociales
aspirantes18. El nuevo currículum prometía hacer a estas mujeres desea
bles para hombres de una categoría superior y de hecho más deseables que
las mujeres que tenían la misma categoría y fortuna como recomendación.
F.1 currículum tenia como objetivo producir una mujer cuyo valor residie
ra principalmente en su feminidad más que en símbolos tradicionales del
estatus, una mujer que poseyera profundidad psicológica más que una
apariencia física atractiva, una mujer que. en otras palabras, destacara con
respecto a las cualidades que ía deferenciaban del hombre. Tal como la fe
minidad se redefinió en estos términos, la mujer exaltada por una tradi
ción aristócrata de educación humanística dejó de parecer tan deseable. Al
convertirse en la otra cara de esta nueva moneda sexual, la mujer aristó
crata representó la superficie en lugar de la profundidad, encarnó el valor
material en vez del moral, y desplegó vina sensualidad ociosa en vez de una
vigilancia constante y una preocupación incansable por el bienestar de los
demás. Una mujer semejante no era verdaderamente mujer.
Pero no fue hasta mediados del siglo xix cuando el proyecto de dividir
la subjetividad en géneros comenzó a adquirir la inmensa influencia polí
tica que todavía ejerce hoy día. Alrededor de 1830, se puede ver cómo el
discurso de la sexualidad pierde interés en la critica de la aristocracia con
forme las clases trabajadoras en periodo de organización se convierten en
el blanco más obvio de la reforma moral. Los autores súbitamente adqui
rieron conciencia de grupos sociales que apenas habían tenido ninguna
18 Ver, por ejemplo. Patricia Crawford, «Women’s Published Writings 1600-1700», cu Wo-
men in Engksh Sociely ¡500-1800. ed. Mary Prior (Londres, Meihuen. 1985), pági
nas 211-281.
importancia con anterioridad. Los reformadores y los hombres de letras
descubrieron que los artesanos y trabajadores urbanos políticamente agre
sivos carecían de la clase de motivación que caracterizaba a los individuos
de la clase media. Numerosos autores intentaron buscar las causas de la
pobreza, la incultura y el cambio demográfico no en las circunstancias
económicas en rápido proceso de cambio que habían empobrecido a gru
pos enteros de gente y que habían desgarrado familias, sino dentro de
aquellos individuos cuyo comportamiento se consideraba a un tiempo
promiscuo e insuficientemente definido por el género. En el análisis de la
condición de las clases trabajadoras los autores normalmente retrataban a
las mujeres como masculinas y a los hombres como afeminados y pueriles.
Al representar a la clase trabajadora en términos de estas deficiencias per
sonales, los intelectuales de clase media tradujeron con efectividad el
abrumador problema político causado por la rápida industrialización en
un escándalo sexual provocado por la carencia del trabajador de desarro
llo y autocontrol personal. Los reformadores pudieron entonces avanzar
un paso más y ofrecerse ellos mismo, su tecnología, sus conocimientos de
supervisión y sus instituciones de educación y bienestar social como el re
medio apropiado para la creciente resistencia política.
Si queremos ser justos, tal como hace notar Foucault, las clases medias
rara vez impusieron trabas institucionales sobre otros sin antes probarlas
sobre ellas mismas. Cuando se trató de crear un currículum nacional, los
oficiales gubernamentales y los educadores a cargo de la tarea adoptaron
uno modelado sobre la teoría educativa que se desarrolló en torno a los
Edgeworth y su círculo intelectual, que se puede considerar el heredero de
la tradición de la disensión1(*. Fue básicamente el mismo curriculum pro
puesto por los pedagogos y reformadores del siglo xvm como la mejor for
ma de producir una hija casadera. Para empezar, el nuevo curriculum se
basó en el modelo femenino al requerir la familiaridad con la literatura
británica. Para finales del siglo xvui los Edgeworth se encontraban entre
equellos que ya habían determinado que el programa que tenía como obje
tivo producir la mujer doméstica ofrecía una forma de control social que
se podía aplicar a los jóvenes al igual que a las mujeres. Y para mediados
del siglo xix el gobierno estaba intentando encontrar la manera de admi
nistrar básicamente el mismo programa a nivel de masas. Al formar la
ba.se conceptual sobre la que se cimentaba el curriculum nacional, una
idea concreta del yo se convirtió así en un lugar común, y conforme las for
mas de indentidad basadas en géneros determinaron cada vez más la for
ma en la que la gente aprendía a pensar sobre sí misma así como los de
más, ese yo se convirtió en la realidad social dominante.
Una historia abreviada semejante no puede hacer justicia a las feroces
controversias que puntuaron la institución de un currículum estándar en
19 Brian Simón. Studies in the History o f Educalión 1780-1870 (landres, Lawrence and
Wishart, 1960), págs. 1-62.
Inglaterra. Intento simplemente situar unos pocos puntos en los que la his
toria política convergió obviamente con la historia de la sexualidad asi
como con la de la novela para producir un tipo específico de individuo, y
lo hago para sugerir las implicaciones políticas de representar estas histo
rias como narraciones separadas. Conforme comenzó a negar sus prejui
cios políticos y religiosas y a presentarse en lugar de ello como una verdad
moral y psicológica, la retórica de la reforma evidentemente cortó sus
vínculos con un pasado aristocrático y adoptó un nuevo papel en la histo
ria. Dejó de constituir una forma de resistencia, pero se distinguió de las
cuestiones políticas para establecer un dominio especializado de cultura
donde las verdades apolíticas se pudieran expresar. El estatus literario de
la novela giró en tomo a este acontecimiento. La ficción empezó a negar la
base política de su significado y se refirió en lugar de ello a las regiones pri
vadas del yo o al mundo especializado del arte, pero nunca al uso de pala
bras que creaban y todavía mantienen estas divisiones primarias dentro
de la cultura. Entre los distintos tipos de ficción, las novelas mejor recibi
das fueron aquellas que mejor llevaban a cabo las operaciones de división
e independencia que convertían la información política en discurso de se
xualidad. Estas novelas hicieron de la novela algo respetable, y es signifi
cativo el que recibieran con tanta frecuencia títulos que eran nombres de
mujeres, tales como Pamela, Evelina o Jane Eyre. Con estecambio de la in
formación cultural llegó el recelo generalizado respecto de la cultura polí
tica y con él, también, un olvido masivo de que había una historia de la se
xualidad que contar.
De esta forma, la emergencia y dominación de un sistema de diferen
cias de género sobre y frente a una larga tradición de signos abiertamente
políticos de identidad social ayudó a introducir una nueva forma de poder
estatal. Este poder — el poder de representación sobre la cosa representa
da— restó autoridad a la vieja aristocracia basándose en que un gobierno
estaba moralmentc obligado a rehabilitar a los individuos degenerados
más que a mantenerlos sometidos por medio de la fuerza. Tras la masacre
de Peterloo de 1819. se hizo evidente que la capacidad del Estado para la
violencia se había convertido en una fuente de vergüenza. Las abiertas
muestras de fuerza iban contra la autoridad legítima igual que iban contra
las facciones subversivas. Si determinados actos de rebelión abierta ha
bían justificado la intervención en áreas de la sociedad con las que el go
bierno no se las había tenido que ver antes, el uso de la fuera por parte del
gobierno daba credibilidad a los cargos de opresión formulados por los
trabajadores. El poder de la vigilancia se hizo dominante en este momen
to, desplazando los usos tradicionales de la fuerza. Al igual que la forma de
vigilancia que mantenía un hogar dentro del orden, este poder no creaba
tanto igualdad cuanto trivializaba los signos materiales de la diferencia
mediante la traducción de todos esos signos en diferencias en la igualdad,
intensidad, dirección y capacidad autorregulatoria del deseo del indivi
duo.
Esta historia se podría considerar como simplemente otra «historia» si
no fuera por ia forma en ia que implica a la literatura y la cultura en la his
toria política. La preocupación de Foucault con el poder del «discurso»
distingue su narración de las de Marx y Freud, pero los objetivos reales de
sus estrategias antidisciplinarias son los historiadores tradicionales, que
ignoran la hegemonía de la que la literatura moderna no es más que una
función. Ciertamente es posible estar en desacuerdo con la forma en que
hace derrumbarse a categorías tales como «historia», «poder», «discurso»
y «sexualidad». También es normal sentirse incómodo por el hecho de que
no logre mencionar estas cuestiones que parecen más relacionadas con su
argumento. En el caso de la «sexualidad», por ejemplo, está su indiferen
cia prácticamente total por un modo de diferenciación de género que per
mite que un sexo domine al otro, igual que, en su estudio épico de la «dis
ciplina», debemos preguntarnos dónde se encuentra la mención de ideolo
gía o de las actividades colectivas que presentaron resistencia a la misma.
Aunque explica la formación de instituciones que ejercen el poder a través
del conocimiento, y aunque toma medidas para cuestionar esas institucio
nes haciendo el poder político de la escritura visible como tal, la historia
que Foucault cuenta es, no obstante, una historia parcial.
Ninguna historia de una institución — ya sea de la cárcel, el hospital y
el aula, tal como Foucault las describe, o de tribunales, parlamentos y mer
cado, tal como prefieren historiadores más convencionales— puede evitar
el comportamiento político del modelo disciplinario porque estas histo
rias minimizan necesariamente el papel del sujeto en la autorización de las
fuerzas que lo gobiernan. \x¡ que es más, tales historias tienden a ignorar el
grado hasta el que las propias formas de resistencia determinan las estrate
gias de la dominación. Así, encontramos en Disciplina y castigo de Fou
cault que el cuerpo desmembrado del sujeto que compone la mitad de la
escena del andamio desaparece conforme la institución penal moderna se
cierra en tomo a él. Lo mismo se puede decir del cuerpo de la víctima de la
plaga en la crónica de Foucault de «el nacimiento de la clínica»2IJ. La his
toria de la dominación sobre el cuerpo material del sujeto parece llegar a
20 En la elaboración de la escena del cadalso, Foucault presta gran atención al cuerpo des
membrado del criminal en los dos primeros capítulos de Discipline und Ptinish: the Birth o f the
Prisnn. trad. AlanSheridar (Nueva York, Vintagc, 1979). Sin embargo, el cuerpo material desa
parece una vez que Foucault se adentra en el periodo moderno y el poder se basa no tanto en el
cuerpo cuanto en ia penetración e inscripción del sujeto como subjetiv idad. El cuerpo delcadai-
so sigue en el discurso foucauldiano como si fuera otro cuerpo, un cuerpo de conocimiento, y el
de un tipo completamente distinto de sujeto: el paciente en la clínica. Pero de hecho, tal como
¡ aqueui ha demostrado, la historia del cuerpo material no termina aquí. La posición del crimi
nal en el cadalso vino electivamente a ser ocupada por el cuerpo del pobre que la ciencia del si
glo xvii! necesitaba para el estudio déla anatomía y que la cultura moderna, al apropiarse de ce
menterios comunes para convertirlos en propiedad privada, había situado en el mercado. Ver
Foucault, The Birth o f the Clinic: An Archaeotogy o f Medical Pereeplinn. trad. A. M. Shcridan
Smith (Nueva York, Vintagc, 1973) y Thomas l^qucur. «Bodies. Death. and Pauper Fnnerals»,
Representations. 1 (1983), 109-31.
su fin conforme el Estado comienza a controlar a los individuos a través
de estrategias de discurso más que por medio de la violencia física. Pero
decir que este cuerpo ya no es importante para la historia de la domina
ción no significa que desaparezcan otras formaciones culturales. La pri
sión, la figuras de poder más completamente articulada en Foucault, es
incompleta en sí misma como modelo de cultura. Requiere algo en el
orden del «carnaval», la figurs de Mijaíl Bajtin para todas las prácti
cas que, con el crecimiento de las instituciones disciplinarias, fueron com
pletamente apartadas del dominio de la cultura21.
Creo que necesitamos crear otras formas de hablar asi mismo de resis
tencia, porque la critica literaria traduce con demasiada facilidad el carna
val — y todas las prácticas materiales del cuerpo que se toleran dentro de
su contexto— en la simple ausencia de inversión o estructuras normati
vas. Si se pudiera permitir tal heterogeneidad — la superposición de ver
siones en competencia de la realidad dentro del mismo momento en el
tiempo— , el pasado eludiría el patrón lineal de una narración desarrollati-
va. En el modelo que propongo, la cultura aparece corno una lucha entre
diversas facciones políticas por poseer sus signos y símbolos más precia
dos22. La realidad que domina en cualquier situación dada parece ser
exactamente eso, la realidad que domina. Como tal, la composición mate
rial de un texto concreto tendría más que ver con las formas de representa
ción que supera — en el caso de la ficción doméstica, con su desafío a una
tradición aristocrática de educación humanística y, más tarde, con su re
pudio de una cultura de clase trabajadora— que con la composición inter
na del texto per se. Me gustaría avanzar un paso más en esta línea de pen
samiento y decir que la composición interna de un texto dado no es ni más
21 l as figuras gemelas de Bajlin del cuerpo grotesco y el cuerpo de masa ofrecen un manera
para imaginar una formación social alternativa a ia nuestra. Estas figuras tienen una importan
cia especial paca la gente interesada en la investigación de la historia política desde un punto de
vista antagónico al poder, un punto de vista que da prioridad a la historia del sujeto frente a la
del Estado, porque el propio Bajlin evidentemente quería ver en el pasado formas que resistie
ron las tristes y temidas condiciones del gobierno totalitario hajo el queescrihía Asi, usa a tta-
belais para construir la figura de carnaval que idealizaría todas aquellas prácticas simbólicas
que se resistieron al cuerpo político exclusivo que daba forma al romance cortés. Mijaíl Bajtin,
La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. E l contexto de Frartfvis Raketais
(Madrid, Alianza editorial, 1989). Allon Whitc y Pctcr Stallybrass emplean la figura de carna
val para seguir las buell&s de la historia de la resistencia en el periodo moderno en The Botly En-
c/<?.«<í(lthaca,Cornell University Press, 1986). Deseo agradecer a los autores que me permitie
ran ver fragmentos de su libro mientras aún estaba en forma manuscrita.
22 En The iMtig Remlution (I-ondres, CluUlo and Windus, 1961), Raymond Williams des
cribe este proceso, (Ver especialmente su estudio del aumento del público lector y de la prensa
popular, págs. 156-213. (Como espina dorsal conceptual de este libro he usado su concepto de
una revolución política que adoptó la forma de una revolución cultural. A diferencia de W i
lliams. sin embargo, me he centrado en el proceso de separación en géneros que fue crucial para
el triunfo de una forma de poder basada en el control cultural y la difuminación de la informa
ción. Mi trabajo se ocupa sobre todo de cómo los escritos para y sobre mujeres influyeron en el
tipo de información producida por «la larga revolución», así como de la forma en que tales es
critos identificaron los objetivos a los que se dirigía tal información.
ni menos que la historia de su pugna con formas contrarias de representa
ción por medio de las que la autoridad controla el significado. A esle res
pecto, no existe un interior del texto como algo opuesto a lo exterior, nin
guna distinción texto/contexto en absoluto, aunque debemos hacer tales
distinciones por motivos de leyes de copyright y análisis literarios tradicio
nales.
Los capítulos que siguen demuestran este argumento pergeñando la
historia de la mujer doméstica tal como fue representada no sólo en las
grandes novelas domésticas, sino también en los textos que nunca desarro
llaron tales pretensiones literarias. En la interpretación de estos materiales
no voy a descubrir formas de represión ni a llevar a cabo actos de libera
ción, aunque mi argumento tiene un objetivo político definido. Más bien
me comprometo en una hipótesis productiva. Quiero mostrar cómo el dis
curso de la sexualidad está implicado a la hora de dar forma a la novela, y
mostrar también la forma en la que la ficción doméstica ayudó a producir
un sujeto femenino que se entendía en los términos psicológicos que ha
bían dado forma a la ficción. Considero la ficción, en otras palabras, tanto
el documento como la agencia de la historia cultural. Creo que contribuyó
a formular el espacio ordenado que ahora reconocemos como el hogar,
hizo ese espacio totalmente funcional y lo usó como contexto para la re
presentación del comportamiento normal. Con ello, la ficción rebatió y fi
nalmente suprimió las bases alternativas para las relaciones humanas. Al
percibir esto, no se puede — creo yo— ignorar el hecho de que la ficción
hizo mucho por relegar vastas áreas de cultura al estatus de aberración y
ruido. Al articular la historia de este dominio femenino, pues, delineará
atrevidamente el revelador movimiento cultural sobre el que yo creo que
ha descansado la supremacía de la cultura de la clase media. Una historia
semejante volverá a representar el momento en el que la escritura invadió,
revisó y contuvo el hogar por medio de estrategias que distinguían la vida
privada de la social y. así, separaban la sexualidad de la historia política.
La lucha de la clase media por el dominio se llevó a cabo y se ganó en el
frente doméstico quizá incluso más que en los tribunales y en el mercado.
Mientras que otros han aislado estrategias retóricas que naturalizan la
subordinación de la mujer al hombre, no hay nadie que haya examinado
en profundidad la figura, o giro de lógica cultural, que diferencia a los se
xos y los une pur la magia del deseo sexual. Y si nos limitamos a asumir
que la diferenciación de género es la raíz de la identidad humana, no pode
mos entender la totalización del poder de esta figura ni los intereses, muy
reales, a los que tal poder sirve inevitablemente. Los términos «masculi
no» y «femenino» son tan básicos para la semiótica de la vida moderna
que nadie los usa sin incurrir hasta cierto punto en el propio gesto materia-
lizador cuyas operaciones nos gustaría entender y cuyo poder deseamos
historificar. Cuando quiera que proyectamos nuestra suerte política en la
formación emparejada del género, nos situamos en un doble lazo clásico,
que nos confina a alternativas que no son en realidad tales alternativas. Es
decir, cualquier posición política fundada principalmente en la identidad
sexual confirma en última instancia las limitadas elecciones ofrecidas por
tal modelo de pareja21. Una vez que se piensa dentro del contexto de tal es
tructura. las relaciones sexuales aparecen como el modelo para todas las
relaciones de poder. Esto hace posible ver a la mujer como representación
de toda la sumisión y usar su subjetividad como si fuera una forma de re
sistencia. Inscribiendo el conflicto social dentro de una configuración do
méstica, sin embargo, se pierden de vista todas las diversas y contrarias
afiliaciones políticas paralas que cualquier individuo dado proporciona la
localización. Este poder de la sexualidad de apropiarse de la voz de la vic
tima funciona tanto medíante la inversión como por medio de la adhe
sión estricta a la organización interna del modelo. Sin duda fue porque
una forma tal de trangresión afirmaba su estructura normativa por lo que
los intelectuales de clase media fueron los primeros en producir un exten
so vocabulario de delitos y perversiones sexuales.
A pesar de todo, hay una forma en la que este libro le debe todo al pro
pio feminismo académico que con frecuencia parece criticar, porque si in
terpretar textos de mujeres como textos de mujeres no fuera actualmente
una tarea con ventajas profesionales, no tendría sentido escribir una histo
ria de esta área de la cultura. Sin embargo, en vista del hecho de que las es
critoras han sido incluidas en la Norton Antholoxy como parte del estudio
estándar de la literatura británica y también como una colección por si
mismas, y en vista del hecho de que ahora hay hombres feministas que se
están esforzando por subirse al carro, ha llegado el momento de hacer una
evaluación. Es tiempo de considerar por qué la institución literaria se
siente tan cómoda con un tipo de crítica que comenzó como una crítica del
canon tradicional y de los procedimientos de interpretación que tal canon
fomentaba. Sólo puedo concluir que al dedicarse a estudiar lo escrito y re
presentado por las mujeres, la crítica literaria no ha desestabili/ado con
éxito la metafísica reinante de la sexualidad. Es claro que, al generar toda
vía más palabras sobre la cuestión, ha prestado vigor al discurso que sos
tiene tal metafísica. Y con todo, estoy convencida de que no se puede con
tar la historia de la novela británica sin, al mismo tiempo, considerar la
1 WalterOng. citado por IreneTaylery GinaLuria, «(tender and Gcnrc; Woracn in Britisb
Romantic Literature», en What Manner o f Woman. ed. Marlene Springer (Nueva York, New
Yorit (Jniversity Pre», 1977), pág. 100.
tradicción entre su forma de llevar la casa y la forma del mundo exterior
fue sin duda lo bastante aparente en la época en que la novela se escribió.
Fielding no fue el único en acusar a Richardson de estar jugando a un tira
y afloja con la realidad social. Pensaba que Richardson insultaba a la inte
ligencia de los lectores pidiéndoles que creyeran que una criada podía di
suadir a un hombre de la posición de Mr. B de salirse con la suya en rela
ción con ella. Fielding encontraba grotesco pensar que un hombre de tal
altura social sobrevalorara de manera semejante la virginidad de una mu
jer que no era de origen particularmente alto. Pero a pesar del hecho de
que la representación de Richardson del individuo inspiró a Fielding a es
cribir dos novelas que la rebatían, la crítica literaria no ha considerado
oportuno hurgar en las implicaciones políticas de la discrepancia entre el
extraordinario deseo de Mr. B por Pamela y los principios que aparente
mente gobernaban el comportamiento en la sociedad de Richardson.
A partir del siglo xix, los críticos han preferido con diferencia conside
rar Pamela como una representación de un yo encerrado y definido por el
género más que como una forma de escritura que contribuyera a crear este
concepto del individuo. Como si este yo fuera lo único de todas los cons-
tructos culturales que no estuviera sujeto al cambio histórico, los críticos
tienden a interpretar los encuentros sexuales de Pamela como aconteci
mientos psicológicos más que políticos. Así, pueden ignorar el conflicto
ideológico dando forma al texto como la diferencia entre un hombre y una
mujer más que como entre una persona de posición y otra de categoría in
ferior. La escritura aparentemente ganó una cierta autoridad mientras
transformaba las diferencias políticas en diferencias arraigadas en el géne
ro. Podemos atribuir el desarrollo de una forma distintivamente femenina
de escritura a la autoridad que conllevó el ocultamiento de la política de
escribir de esta forma. A pesar de acusaciones de sentimentalismo y a pe
sar de intentos sin éxito como los de Fielding de situar la novela en una
tradición de letras masculina, las novelas asumen muy al principio los ras
gos distintivos de un lenguaje especializado para las mujeres. Una novela
podía reivindicar una fuente femenina para sus palabras, concentrarse en
la experiencia de una mujer, llevar un nombre de mujer por título, dirigir
se a un público de jóvenes damas e incluso encontrarse criticada por rese-
ñadoras femeninas2. Aunque ocupadas principalmente con las vicisitudes
del noviazgo y el matrimonio y, por tanto, con noviazgos y matrimonios
L a l ó g ic a d e l c o n t r a t o s o c ia l
3 Ciertamente con la aparición de una teoría de economía política y los influyentes escritos
de filósofos escoceses como Dugald Stewart, la teoría del confralo había casi desaparecido
como modelo de gobierno. Sobre esta cuestión, ver Maxinc Bcrg, The Machinery Quesíion and
ihe Makint; ofPoiiíical Economy 1&H-Í848 (Cambridge, Cambridge University Press, 1980),
págs. 32-42 y Stefan Collini, üonald Winch y John Barrow, Thai Noble Science ofPohíics: A
Sludy in Nincleenlh Century ¡níeHecluul Hislory (Cambridge. Cambridge University Press,
1983), pág. 38.
dad ideal desarrollarse: en contraste con el mundo que en realidad existía
pa'farRousséaü, la sociedad modelo no podía tener intereses faccionaies.
Louis Althusser, por citar sólo uno, ha explicado el juego de manos retóri
co por el que esta sociedad ficticia evita la reproducción de los problemas
que afligían a la Francia prerrevolueionaria en la que vivió Rousseau. Se
gún Althusser. el poder del contrato dependía no tanto de la lógica del in
tercambio cuanto del poder figurativo del contrato para constituir las par
tes en cuestión que proponía regular4. De acuerdo con la lógica del contra
to. cada una de las dos partes debe existir con anterioridad a la puesta en
práctica de un intercambio. Como figura, sin embargo, el contrato crea las
dos partes que supuestamente participan en el intercambio. Rousseau em
plea la ficción de un contrato original para crear un individuo que existe
independientemente de las relaciones sociales. Al desplegar su narración
del origen del Estado, Rousseau convierte a la primera persona, un indivi
duo sin socializar, en la segunda persona, o cuerpo social, por medio de un
aclo de sumisión voluntaria. Sólo bajo estas circunstancias especiales, la
autoridad a la que uno se somete al entrar en sociedad es en realidad uno
mismo, y el Estado, a su vez, «formado por los individuos que lo compo
nen, ni tiene ni puede tener interés alguno contrario a los de ellos»5.
Regresemos ahora a las exigencias lógicas del contrato y la transforma
ción retórica que llevan a cabo. Si es necesario que tas dos partes sean
esencialmente la misma antes de que el contrato las una en una relación
mutuamente productiva, también loes que las dos se diferencien por el in
tercambio. Conforme entra en una relación con el Estado, pues, el indivi
duo de Rousseau sufre una transformación al limitar voluntariamente su
apetito adquisitivo de forma que pueda asegurar su propiedad y vivir en
paz con otros. Esta transformación no reprime, sino que más bien amplía
y perfecciona, su individualidad. «Aunque este Estado se ve privado de
muchas ventajas que obtiene de la naturaleza», defiende Rousseau, un in
dividuo «adquiere grandes ventajas a cambio: sus facultades se ejercitan y
desarrollan; sus ideas se expanden; su sentimiento se ennoblece; toda su
alma se exalta» (pág. 22). Desplazando por completo las necesidades ma
teriales que inicialmente inspiraron al individuo modelo de Rousseau a es
tablecer un contrato con el Estado, la autoperfeceión se convierte milagro
samente en un fin en si mismo; el crecimiento y el desarrollo personal le
motivan a crecer y desarrollarse. Reforzado así dentro del contexto del in
dividuo, su deseo se convierte en una fuerza exclusivamente psicológica.
Evidentemente, es crucial para todo el proyecto de Rousseau que no
4 t,ouis Althusser, Polilicsand History: Montesquieu, Rousseau, Hege¡ and Marx, trad. Bcn
BrcwstDr (tendré*. NI B. 1972), pág. 129. las citas de ambos textos corresponden a esta edi
ción (Moníesquieu: la política y la historia, Ariel, 1979).
5 Jtan-Jactiues Rousseau, «The Social Contraciaen TheSocial Contrae! and thc üicuurseon
the O rigino!'Im qualiiy.eó. l.ester G. Crockcr, trad. IxssterG Crockery HenryJ. Tozer (Nueva
York, Washington Square Press, 1967), pág. 21. Las citas del texto corresponden a esta edición
(El contrato social, Aguilar. Madrid, 1970).
medie ninguna otra afiliación política entre su individuo y el Estado. De
hecho, siempre que representa la motivación individual en términos de
los intereses de la propiedad, la narración de Rousseau amenaza con vol
ver a una situación en la que la socialización se manifiesta a través de la re
presión más que como un medio de realización personal. Cuando el poder
está basado en una distribución desigual de la riqueza, el Estado ideal pier
de inevitablemente su diferencia vital desde el Estado deprimente que
Rousseau contemplaba en su obra anterior Discurso sobre el origen de la
desigualdad (1754). Bajo tales condiciones, una facción política se hará
con el gobierno. Unos pocos llegarán a dom inara la mayoría a costa de re
primir las cualidades esenciales del sujeto individual: «En la proporción
en la que se convierte en ser sociable y un esclavo para los demás», escribe
Rousseau en el Discurso, el sujeto «se vuelve débil, asustado, de espíritu
mezquino, y su modo de vida blando y afeminado completa de inmediato
el menoscabo de su fuerza y de su valor» (pág. 184).
En El contrato social Rousseau admite que un sistema de consenti
miento voluntario, con el fin de convertirse en una realidad, depende de la
educación. «Para que el mecanismo lleve a cabo su función como es debi
do», como explica Althusser, Rousseau debe añadir la condición de que
« “La gente debe contar con una información adecuada”, es decir, debe ha
ber ilustración» (pág. 150). Asi, del público, dice Rousseau: «Debe hacér
sele ver los objetos como son, algunas veces como deben aparecer». El de
seo debe estar dirigido hacia estos objetos en la forma adecuada. No sólo
debe mostrarse al público «el buen camino que busca», sino que «se le
debe guardar de las seducciones de los intereses privados» también (pág.
41). Para cumplir estos imperativos, curiosamente, el público ilustrado de
Rousseau no debe «tener ninguna comunicación entre los ciudadanos».
Porque todavía siguiendo la lógica del contrato, razona que la circulación
sin restricciones de la información produciría alguna «asociación parcial,
cuya voluntad se hace general en referencia a sus miembros y en particular
en referencia al Estado» (pág. 31). Si se les permite representar los objetos
en términos de un interés particular, los individuos volverían a su identi
dad política. Se entenderían a sí mismos como facción.
Por una parte, para que el contrato sea una alternativa verdadera a un
gobierno basado en la fuerza, Rousseau debe representar ese poder como
una extensión de cada individuo, lo que exige que los individuos existan
como individuos con anterioridad a la sociedad que los controla. Pero,
por otra parte, para imaginar la segunda parte del contrato como un Esta
do compuesto de individuos ilustrados que no desean nada tanto como el
bien común, Rousseau debe instalar una fuerza social anterior al indivi
duo. Debe haber algo ahí desde el principio para individualizar y dirigir el
deseo de cada hombre hacia el bien común. Empujado a esta conclusión
por las exigencias lógicas del contrato, Rousseau imagina una forma de au
toridad que surge por medio de un intercambio mutuamente beneficioso.
T» autoridad no surge ni del individuo ni del Estado. Es un poder invisible
— el poder de la educación, de hecho del propio lenguaje. Tal poder parece
ser sencillamente un deseo natural, pero en realidad crea la ficción de que
tai deseo tiene una base en la naturaleza. Rousseau imagina tal manipula
ción del deseo como la alternativa y antidoto a un Estado basado en la
fuerza. Crea un individuo capaz de transformar sus propias circunstancias
históricas por medio de la producción de leyes que son a un tiempo la ex
tensión y la contención de sus deseos. Tal como las operaciones figurati
vas del contrato sugieren, esta representación de poder tenia la facultad de
individualizar a la gente y de hacer que sus deseos apuntaran a un objetivo
común. Y es completamente razonable decir que tal poder llegó a transfor
mar las condiciones históricas en las que Rousseau escribía. Al decir esto,
no apoyo la hipótesis absurda de que Rousseau fuera de ninguna manera
responsable de los sucesos de 1789. Por el contrario, estoy sugiriendo que
Rousseau, junto con numerosos escritores e intelectuales de Inglaterra y el
continente, introdujeron una época dominada por el noder del discurso
masque por la fuerza, por la hegemonía cultural más que por la revolución
política.
"Se p i H e f r n r l e r el rnntrqto proporciona el tropo central del dis
curso ilustrado, que siempre crea lo que parece organizar c individualiza
lo que asegura unificar. Si Rousseau cometió algún error en su versión del
contrato social, fue sencillamente hacer los motivos políticos subyacentes
a su lógica demasiado evidentes. Más de una década antes de que El con
trato social se publicara, los filósofos británicos ya habían contado con la
idea de un Estado fundado en el consentimiento voluntario. En su ensayo
«Del contrato original» (1748), David Hume afirma haber encontrado
sólo un caso en todos los documentos de la antigüedad en el que la «obliga
ción del gobierno se imputa a una promesa,... en el Critón de Platón: don
de Sócrates rechaza escapar de la prisión porque había prometido tácita
mente obedecer las leyes»6. Según Hume, el poder reside no tanto en el
consentimiento de la eente cuanto en su creencia en la ficción de que tal
promesa se ha hecho rn realidad. F.n otras palabras, el poder del consenti
miento se den va de la ficción de un contrato original y no del hecho de su
puesta en práctica. Sólo la pura fuerza de la tradición basada en la creencia
en esta ficción hace que la gente apoye la ley. Sobre esta base, Hume recha
za ambas alternativas del debate político anterior relativo a la fuente legi
tima de la autoridad estatal. Decir que el monarca manifiesta o bien la vo
luntad divina de Dios o el consentimiento voluntario del individuo es
igualmente falso en su opinión. La verdadera naturaleza de la autoridad
política reside no en la fuerza superior. sinQ ^.iaslevésrñ'oVn'el consenti
miento, sino en la opinión: «Tan grande es la fuerza de las leyes y de for
& David Ilnme, « O f the Original Conlract», en fcssays Mora!. Potinca!. andIAlerary. eds
T.H. Grccn y T. H. Grosc (Darinstadt, West Germany: Scientia Verlag AAlen 1964; reimpreso
Londres, ! 9*2), pág. 460. (De ¡a moral y oíros escritos. Centro Estudios Constitucionales. Ma
drid. 1982.)
m as concretas de eobiemo v dependen tan poco de los humores v tempera-
mentos de los hombres que consecuencias casi tan grandes y ciertas pue-
de n a veces deducirse de eilas, como cualquiera de las que~ños ofrecerTlas
ciencias matemáticas»r 1rIuTne parece rechazar por completo la teoría de
Rousseau. Al argumentar en contra de la noción de un contrato original,
no obstante, en realidad emplea la misma lógica. Incluso al desvelar la na
turaleza ficticia dei contrato, H um e.imagina el Estado como fin F<ttaflnh«.
sado en una forma de poder que se perpetúa por medio de una ficción h is
tórica similar que confiere autoridad a ciertas tradiciones. Al distinguir
«tradición» ue tiecÜon, íiace que las dos parezcan ser en gran medida la
misma cosa. Para él, por ponerlo con sencillez, la historia es la ficción que
la gente considera desde hace tiempo como la verdad.
Para demostrar la implicación de la novela en el proceso histórico más
largo que llevó a la nueva clase media ai poder me he basado inicialmente
en las obras de Rousseau y Hume para sugerir cómo transformaron los te
mas de una cultura aristocrática anterior argumentando en favor de los
derechos del individuo, por encima de cualquier élite política. Estas obras
también sugieren que tal transformación — la representación de la socie
dad como algo compuesto por individuos más que por grupos— dio lugar
a una forma de autoridad política por derecho propio. Pero hizo falta la
obra de Jeremy Bentham The Theory o f Fictions para explicar la forma en
que el Poder del contrato social no era otra cosa que el poder de la ficción.
En esta obra, la última que escribió, considerada durante mucho tiempo
como el producto de su ancianidad mal llevada, el malicioso adepto al uti
litarismo pone en tela de juicio la base epistemológica del Estado que ha
bía defendido en sus escritos anteriores. The Theory o f Fictions, publicada
en parte en 1812, pero no en su totalidad hasta 1929-1932. defiende que la
mayor parte de la vida física se entiende en términos de Ficciones de dere
cho, obligación, verdad o justicia. «En teoría», argumenta Bentham, estas
entidades puramente ficticias «fueron asumidas como axiomas; y en la
práctica se observaron como reglas»*. Al decir esto está simplemente afir
mando que la distribución real de poder depende en gran medida de los
términos en los que acordemos representarlo. Ningún orden social miede
existir sin el elemento invisible del lenguaje. En su opinión, el lenguaje,
menosreai que los objetos oue representa, es más poderoso precisamente
porque no se encuentra entre ellos. Como algo hecho principalmente de
lenguaje, pues, el Estado no regula simplemente el mundo de objetos de la
misma forma que gobiernos anteriores. El Estado que Bentham vino a
imaginar es un Estado que extrae el poder de las palabras por encima de
las cosas. Entendiendo quizá mejor que nadie el poder inherente al raun-
7 Hume. «That Pontics May Be Reduced to a Seicncc», en Bssays Moral, Política!. and ¡i-
lerary, púg. 99.
8 Jeremy Bentham, Bentham’s Theory ofFklions, ed. C'. K. Ogdeo(Nucva York. Harcourt.
Bracc and Company. 1932). pág. 123. Las citas del lexto corresponden a esta edición.
do. este autor proclama, en el capitulo titulado «The Fiction of an Original
Contract», que «el tiempo de la Fiction ha terminado; en la medida en que
lo que anteriormente pudo haber sido tolerado y aprobado bajo ese nom
bre, se censuraría ahora si se intentara ponerlo en pie y recibiría el estigma
de los apelativos más duros de usurpación o impostura» (pág. 122). Si el
conocimiento está destinado a convertirse en poder, pues, no puede pare-
cerlo. La forma de conocimiento que parecerá operar en interés de todos
es la que parece residir en las propias cosas. En este caso, el conocimiento
no tiene ninguna localización política concreta. Se convierte en una pre
sencia ubicua que presta valor a los objetos y regula al tiempo que tos defi
ne.
He hecho esta breve incursión en territorio extraliterario como parte
de un esfuerzo por sugerir que la ficción podría haber funcionado en con
cierto con otros tipos de escritura, muy distintos, para producir una nueva
forma de poder político. Siempre que las operaciones retóricas del contra
to se hacen aparentes, como se hicieron hasta cierto punto en el ensayo de
Hume, pero incluso más en The Theory ofFictions de Bentham, el poder
que se podía ejercer a través de las ficciones de desarrollo personal tam
bién se hizo aparente como tai. Si la versión de Rousseau del contrato im
plicaba que las ficciones son necesarias para que el individuo piense de sí
mismo como un tipo concreto de yo, entonces la crítica de Hume del con
trato original implicaba que las ficciones aseguran que diversos indivi
duos se verán a sí mismos en relación con la misma forma de autoridad
política. Bentham argüía sencillamente que la propia ficción era lo único
que había tenido a la gente sometida a una clase de Estado y que podía, si
se entendía debidamente, permitir a esa gente hacerse cargo de otro. Dado
que una teoría elaborada de la ficción parece haberse desarrollado junto
con la novela y dado que las novelas se identifican característicamente
como ficción y con todo, se supone que son más fieles a la vida que las fic
ciones anteriores, podríamos esperar que la historia de la novela propor
cionara la crónica del poder que contribuyó a determinar la forma en que
las personas se entendieron como individuos y lo que pensaron que signi
ficaba ser feliz y libre. F.n otras palabras, si la ficción desempeñó en reali
dad un papel semejante en la historia cultural, deberíamos ser capaces de
interpretar la hisloria de la novela como 1a formación del individuo que
demostró estar preparado para habitar un mundo basado en tos poderes
gemelos de la supervisión y el control de la información, un mundo, en re
sumen, como el nuestro. Pero tal comprensión histórica de la novela no
iba a darse porque el poder que la ficción ejercería dependía enteramente
de la negación del objetivo político inherente a las ficciones de desarrollo
personal: ia producción del individuo moderno exigía sobre todo una for
ma específica de inconsciencia política.
Dentro del contexto de la carrera de Rousseau, lo que primero apare
ció fue la retórica de la represión. El individuo reprimido de su Discurso
sobre el origen de la desigualdad exigía una forma concreta de liberación;
una forma de realización personal advenida con la desaparición de la
identidad política. Así, podemos considerar el concepto de represión
como el «otro» lado necesario de la ilustración. Tal concepto confinaba las
posibilidades de la identidad humana entre los polos del sometimiento po
lítico. por una parte, y una subjetividad apolítica por la otra. Esta forma
de pensar sobre la relación de uno con el Estado asumía que los intereses
de cualquier grupo concreto se perseguían a expensas de los de otro. El
único motivo político bueno era, por lo tanto, un motivo defensivo, hecho
por el bien de un grupo que había estado reprimido. Y la única forma de
remediar tal situación sin volverse a su vez represivo era rescatar a los
miembros individuales de un grupo reprimido. Modelado por esta lógica,
el contrato social ofrecía de manera característica una solución privada a
problemas que eran inherentemente políticos. Al hacer esto, oscurecía ne
cesariamente la identidad política de una facción y las reivindicaciones
que se pudieran hacer en bien de tal grupo.
Conforme dio lugar al discurso liberal moderno, el contrato social pro
dujo una contradicción sobre la que se apoyó el ascenso de la novela. La
novela desarrolló complejas estrategias para transformar la información
política en cualquiera de varias condiciones psicológicas reconocibles, y lo
hizo de una forma que ocultó el poder ejercido por el propio discurso al
llevar a cabo esta transformación a escala masiva. Como si fuera para re
conocer el grado hasta el que el contrato social fue principalmente un con
trato lingüístico que escondía lo que realmente estaba en juego en cual
quier lucha por controlar el significado, Rousseau abandonó su intento de
escribir ya fuera teoría política o fábulas pedagógicas como Emitió. Des
pués de 1762, en el exilio, se dedicó a escribir extrañas narraciones auto
biográficas — los Diálogos y Ensueños de un caminante solitario, así como
las Confesiones— , en las que el pensam iento podía seguir su curso sin sen
tirse inhibido por la historia y en las que la propia escritura parecía surgir
de fuentes internas del individuo independientes del mundo político.
9 lonn Williams explica que la novela no fue considerada lectura cortés en Inglaterra hasta
finales deJ siglo xvm. The Idea ofthe Nove! in F.urope. 1600-1800 (Nueva York, New York IJni-
vcisity Press. 1979), pág. 137. I.cnnard Davis, tactual Fictions. The Origins of the Fnglish No
vel (Nueva York, Columbia University Press, 198.1) ha mostrado que la novela se consideraba
de hecho peligrosa porque «sus propias premisas teóricas y estructurales eran en cierto sentido
de naturaleza criminal y que parte de la naturale¿a de esta criminalidad se encontraba específi
camente situada en la violencia y el desorden social de las clases más bajas» (pá«¡. 123-124).
Frente a los intentos de prosclitismo de Richardson para elevar la Acción a un plano moral, el
famoso prefacio de Fieldmg a Joseph Andrews intenta hacer de la novela una expresión literaria;
propone una serie de modelos clásicos que et novelista podría imitar. Cuando la ficción se libra
ba de sus orígenes criminales, sin embargo, no se volvía respetable por medio de la observancia
de la tradición aristocrática de las letras como Fielding aconsejaba, sino por medio de la adop
ción de las estrategias moralizadoras que Richardson habia introducido en la ficción. Durante
el siglo xix, bastante después de que la novela se hubiera convertido en un modo respetable, se
guía sin considerarse literatura. Ésta es la razón de ser que Fredric Rowton expone en el prefa
cio a The Femóte Pners of Great Britatn (Filadclfia, 1853: reimpresa en 1981): «el Autor espera
confiadamente que la obra que presenta al lector justificará la postura que ha adoptado y al me
nos demostrará que la Facultad Poética no está limitada a uno de los sexos» (pág. xxxviii). Row-
ton defiende que las mujeres son capaces de escribir literatura porque tienen una «Facultad
Poética». No obstante, todavía en 1871. Charles Darwin insistía en unabase biológica para ex
plicar el fracaso de las mujeres a la hora de escribir cualquier obra literaria notable: «I J distin
ción principal de los poderes intelectuales de los dos sexos se demuestra observando que el
hombre alcanza mayor eminencia en lo que quiera que emprenda que la mujer — ya se requiera
un razonamiento profundo, ya la razón o la imaginación o sencillamente el uso de los sentidos y
las manos. Si se hicieran dos listas de los hombres y mujeres más eminentes en poesía, pintura,
escultura, música ... historia, ciencia y filosofía, con media docena de nombres debajo de cada
lema, las dos listas no podrían compararse.» The Desceñí o f Man, and Natural Selection in Rela-
tion to Sex. vol. II, eds. John Tyler Bonner y Robert M. May (Princcton, Princeton University
entender las relaciones sociales en términos de la sociedad de clases mo
derna, y en el que las afiliaciones políticas se entendían no como una fun
ción de lealtades hacia aquellos por encima y por debajo de uno en una ca
dena de dependencia económica, sino en relación con aquellos que deriva
ban sus medios económicos de vida de fuentes similares en trabajo, tierra,
servicio o capital. Éste fue no sólo el tiempo en el que el comportamiento
sexual surgió como un criterio común para identificar y evaluar a los indi
viduos de todos los confines del mundo social, sino que también fue el pe
riodo en el que toda la tradición de la novela se fue estableciendo. En
1809-1810, Walter Scott produjo la primera edición de lo que llamó The
Novéis o f Daniel Defoe, que excluía Roxana y Molí Ftanders. Kn el mismo
año, 1810, apareció en cincuenta volúmenes t he British Novelists; with an
Essay; and Prefaces Biographical and Criticalde Mrs. Barbauld. A esta co
lección le siguió British Novelists { 1810-1817) de Mudford y, más adelan
te, quizá la más influyente de todas aquellas colecciones, Ballantyne's No
velista Library. editada en 1821-1824 por Walter Scott10. Desde estos co
mienzos se fue desarrollando en sentido inverso en el tiempo una historia
de la novela basada en una selección radicalmente limitada de la ficción
del siglo x v i h .
En su iluminador ensayo. «The Institution of the English Novel», Ho-
mer Obed Brown explica cómo la novela del siglo xix. tal como la definie
ron Scolt, Barbauld y otros, determinó qué obras de ficción temprana de
bían constituir la tradición novelística. Para explicar los procedimientos
esencialmente ahistóricos que gobiernan la mayoría de las historias de la
novela, Brown dice:
Press, 1871: reimpreso en 1981), pág. 327 (cursiva m(a). A partir de este tipo de piucbas, pues,
se puede en justicia concluir que hasta hien entrado el siglo xix la literatura se asociaba con la
poesía y no con la ficción, debido a que la ficción la escribían las mujeres.
10 He reunido esta y otra información valiosa relativa a lu definición genérica de la novela
del libro en fase de preparación de Homer Obed Brown, tnxtituiions o f ihe English Novel in the
Eighteenth Century. Le agradezco al autor que me permitiera generosamente leer el ma
nuscrito.
de fundación o creación de la cosa, la organización o el conjunlo de prác
ticas. Lu que es más. corno verbo implica comienzo con un plan, un obje
tivo, un diseño — un acto intencionado. Cuando pensamos en un género
literario como en una institución, tal como se ha pensado a menudo en la
novela, el impulso de reprimir el hecho deque el acto institucionalizador
es una reconstrucción se m ultiplica11.
Dando por hecho la Icsis de Brown, no se puede decir que Defoe y Fiel
ding, ni Richardson si concedemos crédito a su propia lista, se enfrentaran
a una serie de expectativas que habían de cumplirse a la hora de escribir
una novela12. Por otro lado, cuando Austen y las Bronte se sentaron a es
cribir novelas, aparentemente sabían que estaban escribiendo novelas y
sabían lo que era una novela. Sabían incluso que para ser novelistas en el
mejor sentido de la palabra tenían que distinguir su obra de otras novelas
por medio de la afirmación de estar diciendo la verdad en donde oíros ha
bían escrito simple ficción.
Porque para entonces se había establecido que las novelas debían re-
escribir la historia política en forma de historias personales que explica
ran en detalle los procedimientos de noviazgo que aseguraban una vida
doméstica feliz. El que las novelas parecieran en último término apartarse
completamente de la política se consideró verdad en cuanto a la ficción
más masculina de Fielding y Scott. al igual que en lo que se refiere a la fic
ción doméstica de Richardson y Austen. Pero la ficción destacaba en el
arte de recoger los fragmentos de una cultura agraria y artesnna cuando los
reelaboraba como diferencias de género y los incluía dentro del contexto
de un marco doméstico. Me da la impresión de que las novelas que mejor
ejemplifican el género para nosotros hoy día son de hecho aquellas que
traducían el contrato social en un intercambio sexual. Por medio de la re
presentación del conflicto social corno historias personales, cuentos góti
cos "de sensatez y relatos de noviazgo y matrimonio,fueron pocos los auíó-
res del sigloTt vIU a 105 que se permitió desplazar todo un cuerpo de ficción
*1 Brown, «The Institution of the English Novel», en fnstitutions ofthe English Nove! in the
Eighteenth Century. manuscrito pág. 1.
12 Richardson parccc haber intentado a conciencia establecer, según sus propias palabras,
«una nueva especie de escritura». Reconstruyendo la génesis de su primera novela, explica en
una carta a Aaron Hill, «finalmente... empecé a recordar temas que pensaba podrían ser útiles
en este diseño [esto es, un libro de cartas ejemplares, o un tipo de libro de conducta, para muje
res jóvenes], y formó varias canas siguiendo este modelo. Y. entre el resto, pensé dar una o dos
como consejo a jóvenes en Jas mismas circunstancias que Pamela. Poco pensaba, al principio,
en hacer un volumen a partir de esc material, muebo menos dos. Pero cuando empecé a recor
dar lo que. hacía muchos años, me había dicho mi amigo, pensé que la historia [de Pamela, su
puestamente un incidente local], sí se escribía de un modo fácil y natural, apropiadamente para
su simplicidad, podría posiblemente ¡ncroducirunanuevacspccic de escritura, que podría posi
blemente hacer que la gente joven se internara en un curso de lectura distinto de la pompa y
boato de los romances, y apartando Jo improbable y lo fantástico, abundantes generalmente en
las novelas, podría tender a promover la causa de la religión y la virtud.» Selected Letiers. cd.
John Carroll (Oxford, Clarendon, 1964), pág. 41.
en el que el conflicto político no resultara tan profundamente Iransforma-
dd'por éTamor de clase media. M i descripción de unas cuantas novelas de
principios del siglo xix mostrará que este poder sutil de transformación
no fue algo peculiar de la ficción doméstica o de las novelas en general,
mucho menos de la literatura. Fue una estrategia política por derecho pro
pio que ciertas novelas compartieron con otras formas de escritura carac
terísticas de la época.
Insisto en las semejanzas entre los contratos social y sexual, aunque
dieron forma a dos tipos muy diferentes de escritura. Lo que pretendo con
ello es preparar el camino para explicar cómo una crítica del Estado podía
resultar tanto más eficaz cuanto la naturaleza política de esa crítica estaba
oculta. En los escritos de John Stuart Mili, por ejemplo, se puede ver cómo
el contrato social se incorporó y se ocultó en el contexto de las relaciones
sexuales. Mostrado de esta forma, el contrato se confundió con la propia
naturaleza de tal forma para mediados del siglo xtx que Mili lanzó su fa
mosa defensa del derecho al voto de las mujeres invocando el propio prin
cipio que ratificaba el sometimiento de éstas. No puede derivarse nada
malo de concederles el voto, le asegura al lector recalcitrante, «porque la
lev ya se lo da a las mujeres en los casos más importantes para ellas: por
que la elección del hombre que gobernará a la mujer hasta el final de su
vida se supone que la hace ella voluntariamente»13. En esta declaración
M ili emplea claramente el contrato sexual para ocultar el político. Pensan
do en los mejores términos liberales, asume que el destino de una mujer
depende de su deseo por un compañero, a cambio de lo cual se mostrará
dispuesta a renunciar a una identidad política propia. Sohre esta base,
concluye Mili, «no es probable que la mayoría de las mujeres de cualquier
clase difieran en su opinión política de la mayoría de los hombres» (pág.
37). Cree, en otras palabras, que el contrato sexual regula las relaciones so
ciales tan firmemente que el cambio político — la concesión del voto a la
mujer— no puede en realidad cambiar el orden político.
Podemos ver la misma figura del contrato sexual en acción en la histo
ria natural cuando Charles Darwin lo utiliza para conceder poder a las
mujeres con una mano mientras que con la otra se lo quita. Extrañamente
compelido a complementar su Origen de las especies con la pieza que lo
acompaña titulada La descendencia del hombre y la selección natural en
relación con el sexo, Darwin se basa en un modelo contractual para identi
ficar la contribución femenina con el triunfo de la especie humana:
l.a lucha sexual es de dos tipos; en una se trata de individuos del mismo
sexo, generalmente los varones, que pretenden alejar o matar a sus n va
les. mientras las hembras permanecen pasivas, mientras que en la otra la
1 John Stuart Mili, «The Subjection of Womcn», en Women 's Liberation and Literature.
ed. Elaine Showalter (Nueva Yorlí, Harcourt Hrace Jovanovich, 1971), pág. 36. Las citas del
texto corresponden a esta edición
lucha es igualmente entre individuos del mismo sexo, con el fin de exci
tar o encandilar a aquellos del sexo contrario, generalmente las hembras,
que ya no permanecen pasivas, sino que seleccionan a los compañeros
más adecuados14.
Es sólo por medio de este curioso giro de la ley de la herencia que los ras
gos competitivos están prácticamente ausentes en la hembra, haciendo ne
cesario que dependa para su supervivencia del varón que selecciona. Un
intercambio sexual — donde él pelea con miembros de su especie que
compiten por ella y ella a su vez le domestica— hace algo más que simple
mente unir a un varón y una hembra. También diferencia a individuos
dentro de una especie dada según, primero y sobre todo, el género. Sobre
esta base Mili y Darwin eximen a las mujeres de las relaciones políticas y
separan la vida doméstica, por definición, de las prácticas competitivas
que presuntamente caracterizan a los hombres.
No nos ha sido difícil entender cómo las mujeres se vieron disminui
das por las aplicaciones sociales de este modelo, incluso aunque el modelo
pretenda darles poder, e incluso aunque las mujeres del siglo xix aparente
mente encontraran fácil ver ventajas claras en una vida sin trabajar. Lo
que no está tan claro y, por lo tanto, sigue siendo un problema mucho más
interesante, es cómo esta representación concreta del poder femenino po
dría haber servido a los intereses de un público lector formado tanto por
hombres como por mujeres y cómo, al hacerlo, dio autoridad a las escrito
ras. El prefacio de Fredric Rowton a su antología de poesía de mujeres,
The Female Poets o f Greal Brilain (1848), ofrece un claro ejemplo del jue
go de manos cultural que concedió a las mujeres la autoridad para escribir
y al mismo tiempo les negó el poder de realizar declaraciones políticas.
Para justificar su selección de poesía exclusivamente escrita por mujeres
Rowton se basa en el mismo modelo contractual que M ili intentó desafiar
sin éxito y que Darwin convertiría en una ciencia. Rowton escribe que
16 Ver, por ejemplo, Eli Zaretsky. Capitalism. The Fam ily and Personal Ufe (Nueva York,
Harpcr and Row, 1976) y Anne Foreman. Fem ininily as A/ienation (Londres. Piulo Press,
197 7) para explicaciones sociológicas del cambio en los roles de los sexos que acompafió al cre-
cimienfo de una sociedad industrial cu Inglaterra. F.n The Feminizaiion of American Culture
(Nueva York, Avon Books. 1978), Ann Douglas describe un fenómeno similar en la America
del siglo xix. A Literature ofTheir Own de Elaine Showalter ofrece una descripción inestimable
de cómo estos cambios influyeron en la política de la industria editorial con respecto a las escri
toras.
>' Lawrcncc Stone, Family, St'x antlM arriage in England ¡500-1800 (Nueva York. Harpcr
and Row. 1977), págs. 390-405.
1® Rowton. op. cit., pág. í vii. Debería advertirse que la m isma lógica se puedeencontrar en las
criticas más sofisticadas de la época. Considérese, porej emplo, los cstrechosparnlelismosexistcn-
en acción en los propios escritos que contribuyeron a producirlas. Pero
nos podríamos preguntaren vez de ello cómo la falta de acceso de la mujer
al poder económico y político autorizó ciertas formas de escritura. Esta
autoridad, como voy a demostrar, no fue una cuestión de género biológi
co, puesta que cualquier uso del lenguaje se consideraba esencialmente fe
menino siempre que estuviera lo bastante despegado de los cánones conte
nidos del mercado y arraigado en su lugar en los valores del corazón y del
hogar.
Estas condiciones de recepción fueron una extensión de los temas que
organizan la novela y dan fe de su poder para transformar la comprensión
de las relaciones sociales de un público lector. La ficción respetable, voy a
defender, era aquella que representaba el conflicto político en términos de
diferencias sexuales que respaldaban un concepto del amor típico de la
clase media. No es accidental, pues, el hecho de que las novelas de autores
importantes, como Dickens y Thackeray, avancen hacia el cumplimiento
del contrato sexual con toda la coherencia de las novelas de Austen, las
Brome y Gaskell. La división y el equilibrio de autoridad que Rowton des
cribe se entendía obviamente como la única forma de resolver una trama
convencional. Sobre todo cuando tenía lugar a través de los esfuerzos de
una protagonista femenina, una conclusión lograda no podría ser otra que
una vida libre de trabajo físico y asegurada por el mecenazgo de un hom
bre benévolo. La idea de que se podía ganar autoridad a través de tal de
pendencia sin duda sirvió a intereses múltiples en la justificación de la ex
clusión de las mujeres de los negocios y la política. Pero la creencia de que
la vida doméstica y la sensibilidad moral constituían un dominio femeni
no era mucho más que una compensación para la mujer. Aunque no pare
cía ser política o económica en la superficie, la autoridad femenina seguía
siendo real, porque el lenguaje de las propias relaciones sexuales se consi
deraba escritura femenina aceptable. En virtud de su aparente indiferen
cia ante cuestiones que supuestamente concernían a los hombres, los argu
mentos que giraban en torno al contrato sexual ofrecían los medios de pa
sar disimuladamente ideología como el producto de una preocupación pu
ramente humana. Yo diría que el contrato sexual sigue contribuyendo en
efecto a la regulación de las relaciones sociales; realiza en gran medida la
misma labor que Rousseau imaginó que el contrato social llevaría a
cabo.
tes entre la poética de Rowton y esta afirmación de George Henry l.ewcs: «La mujer, por su ma
yor capacidad de afecto, su mayor espectro y profundidad de experiencia emocional, cstí bien
pertrechada para dar expresión a los hechos emocionales de la vida y exige un lugar en la litera
tura que se corresponda con el que ocupa en la sociedad.» «The Lady Novelista», en W'ornen í
Liberation and Literalure. pág 174.
En el comienzo de Orgullo y prejuicio, Jane Austen se identifica invo
cando un modelo de intercambio sexual al que personalmente no se po
dría haber adherido: «Es una verdad universalmente reconocida que un
hombre soltero en posesión de una fortuna debe querer una esposa»1*.
Esta aseveración establece relaciones históricamente específicas entre la
obra y el público lector de Austen. Ella se sitúa como una escritora con co
nocimiento de las relaciones sexuales y la intención, por irónica que sea,
de demostrar la verdad del contrato sexual. Treinta años más tarde, sin
embargo, Charlotte Bronte comienza la autobiografía novelada Jane Eyre
en la voz de una mujer que parece obtener su autoridad simplemente por
medio del lenguaje. Sin dinero, ni posición social, ni atractivo físico ni en
canto alguno que la recomiende Jane Eyre empieza su ascenso hada una
posición segura dentro del marco de la clase dominante de una manera no
tablemente directa:
1 Jane Austen. Pride and Prtjudice, cd. Donald ¡ Gray (Nueva York, W. W. Nonon,
1966), pág. I. Las citas del texto corresponden a esta edición, fü rp ilh y prejuicio, Ed. Cátedra.
Madrid, 1989.)
20 Charlotte Bronté, Jane Eyre. ed. Richard J. Üunn (Nueva York, W. W. Norton. 1971),
págs. 30-31. Las citas de] texto corresponden a esta edición.
21 George Eliot. Middlemarch, ed. Bert G. Homback (Nueva York. W. W Norton, 1977),
pág xiii. Las citas del texto corresponden a esta edición.
la atención hacia esta heroína sólo para mostrar en la ficción que le sigue
que hay una contribución mucho más importante hecha por las mujeres
que no se reconoce en los anales de la historia convencional. No sólo nos
pide que entendamos la historia de las mujeres como algo exterior a la de
los hombres y esencialmente distinta, sino que al concluir la novela, tam
bién nos pide que reconozcamos el hecho de que la experiencia humana
está profundamente afectada por aquellos cuyo trabajo se desarrolla en un
terreno ajeno al ámbito político. Lo que es verdad para la historia de las
mujeres, implica ella, demuestra ser verdad también para el oficio de la
novelista: «el bien creciente del mundo depende en parte de actos no his
tóricos; y el que las cosas no sean tan malas para ti y para mí como podrían
haber sido se debe al menos en parte al número de las que vivieron fiel
mente una vida escondida y que descansan en tumbas que nadie visita»
(pág. 578).
Estas obras demuestran el punto hasta el que el contrato sexual autori
zó a las escritoras al gobernar la forma de la novela. Avanzando un paso
más, sin embargo, Cumbres borrascosas de Emily Bronte usa el contrato
como el medio de dar al conocimiento de una mujer preferencia sobre el
de un hombre a la hora de explicar las relaciones sociales. Mr. Loekwood
puede transcribir la historia familiar de los Eamshaw que constituye el ar
gumento de la novela. Pero aunque su educación clásica, sus viajes por el
extranjero y su experiencia de lectura de novelas le capacitan ciertamente
para escribir esta historia, no puede hacerlo sin la criada familiar Nelly
Dean, que tiene acceso a la información que explica las relaciones familia
res. Ella es la única que combina el conocimiento contenido en la «biblio
teca del amo» con el saber acumulado por la «gente del campo», con el co
tilleo difundido entre las diversas haciendas y con una memoria que ha re
gistrado acontecimientos en términos de las emociones que generan. Los
cambios radicales en la distribución del poder político dentro de la familia
a lo largo de los años no se pueden entender sin la crónica histórica de
Nelly acerca de los deseos que han dado lugar a tales cambios. Y aunque
Loekwood es el que solicita el relato y lo escribe, no puede proporcionar el
origen de su significado. E l‘que incluso en todo su carácter mundano el
punto de vista masculino demuestre ser inadecuado queda dramatizado
por el número de lectores que se han sentido inspirados a llevar a cabo el
trabajo de interpretar a Loekwood. Buscan dentro de este narrador las
fuentes de su peculiar fascinación por la familia Eamshaw, de su enferme
dad resultante, así como del relato que aparentemente le cura. Hay algo en
la novela que le empuja a uno, en otras palabras, a crear una base emocio
nal privada para el significado, si no en Loekwood, el autor putativo, en
tonces en un autor que es presuntamente la propia Emily Bronte.
Podríamos incluso ir tan lejos como para llegar a ver la «Marioneta
Maestra» de VanityFair o al «tejedor de historias en su telar» que se ade
lanta en el epílogo de Our Mutual Friend como una prueba más de que el
punto de vista de los novelistas masculinos estaba impelido por el mismo
imperativo a extraer autoridad del terreno femenino de conocimiento. A
pesar de la preocupación de Thackeray por la historia napoleónica, la
perspectiva del autor en Vanity Fair no se encuentra ciertamente dentro
del ámbito mayor de acontecimientos políticos de Europa ni en las fortu
nas de los hombres en el amor y la guerra. La suya es la crónica de las pe
queñas ondas expansivas sentidas en el frente del hogar por dos mujeres
que se esfuerzan por estar bien mantenidas por hombres. Dickens tampo
co está exento de la norma que separaba ia autoridad moral de la autori
dad política sobre la base de que cada una emanaba de esferas separadas,
basadas en los géneros, de conocimiento. Tal como George Ford ha de
mostrado, Dickens, al transgredir esta regla, perdió el apoyo de los lectores
Victorianos. «Según el reseñador del Weslminster. “En todos sus relatos
existe un deseo latente de mejorar y reforzar las caridades de la vida, ele
var a los pisoteados, suavizar la intolerancia, difundir el conocimiento,
promover la felicidad.”» Sin embargo, señala Ford: «Es extraño que vein
tidós años después, en 1864, el Weslminster invirtiera su veredicto. “Cree
mos que ha sido el principal instrumento en el cambio que ha pervertido
la novela haciéndola pasar de obra de arte a plataforma para el debate y el
argumento"»22. Con un género cuyo lenguaje debía mostrar el comporta
miento femenino («mejorar y reforzar las caridades de la vida, elevar a los
pisoteados, suavizar la intolerancia, difundir el conocimiento y promover
la felicidad»), Dickens se atrevió a entrar en el debate político. Los reseña-
dores entendieron esto evidentemente como una intrusión del hombre en
terreno femenino, una forma de rudeza que aparentemente minaba la au
toridad de un novelista.
Quizá más reveladora que las transgresiones de la división sexual del
discurso sea la insistencia de las escritoras en que las diferencias de género
deberían mantenerse. El prefacio de Mary Shelley a la edición de 1831 de
Frankenstein da fe del hecho de que la novela no era otra cosa que «mi
sueño de despertar»2*. Así, ella reivindica para este escrito un origen sin
intermediarios en la imaginación femenina, la suya propia. Los cambios
en el manuscrito realizados por su marido, nos asegura ella (situándole a él
en más o menos la misma relación con ella en la que Bronte situó a Lock-
wood con respecto a Nelly), tuvieron que ver sólo con cuestiones superfi
ciales de estilo. De forma parecida, es con esta protesta con la que una
mundana Mrs. Gaskell presenta Mary Hartón, su «relato de la vida de
Manchester», a unos lectores que acababan de sobrevivir a la turbulenta
década de 1840: «No sé nada de economía política, o de las teorías del co
mercio»2! Pero es un error que imaginemos que su afirmación de conocer
25 George H. Ford, Dickens and His Readers: Aspects o f Novel Criticám Since 1X36 (Nueva
York. W. W. Norton. 1965). pág. 81.
23 Mary W. Shelley, frankenstein. or The Modern Prometheus, ed. M. K. Joscph {Nueva
York. Oxford University Press. 1971), pág. 10.
24 Elizabetli. Gaskell, Mary Hartón. A Tale o f Manchester Life. ed. Slephen Gilí (Harmondii-
worth, Penguin. 1970), pág 38. Las citas del texto coiicspondcn a esta edición.
sólo los caminos del corazón sea una declaración de humildad, porque
como mínimo sus novelas demuestran que el amor puede resolver incluso
los conflictos políticos más violentos, Según ella, el contrato sexual anula
el contrato social, y el amor es la más poderosa «ley reguladora entre dos
partes» (pág. 460).
Fue Charlotte Bronte la que convirtió la demostración del poder emo
cional en un imperativo estético cuando criticó a Jane Austen por no ser
capaz de sondear las profundidades de sus personajes. Bronte describió en
una ocasión a Austen como «una dama, pero ciertamente no una mujer»
puesto que su «interés» como autora «no es para con el corazón humano
ni la mitad de lo que lo es para con los ojos, boca, manos y pies huma
nos»25. A partir de esta afirmación se podría inferir que Charlotte aproba
ba con entusiasmo la novela de su hermana Emily en la que las emociones
corren crudamente sobre el comportamiento cortés-mostrado dentro de
los salones ficticios de Austen. Sin embargo, no es ése ei caso. Charlotte
censuró los escritos de su hermana por un tipo de deficiencia completa
mente distinta que hizo que Emily ao llegara a alcanzar el estándar feme
nino. El prefacio de Charlotte a la edición de 18S0 de Cumbres borrascosas
afirma que «la voluntad (de Emily] no era demasiado flexible, y que gene
ralmente se oponía a su interés, su temperamento era magnánimo, pero
cálido y súbito; su espíritu era completamente inflexible»26. Tales cualida
des autoritarias se manifiestan en una escritura que Charlotte describe en
términos de rasgos masculinos — «la expresión dura y fuerte, la pasiones
crudamente manifestadas, las aversiones incontenidas y las parcialidades
impetuosas de gañanes iletrados de los páramos y de desabridos terrate
nientes de-los páramos» (pág. 9). Tal ficción parece sincera, pero tan terri
blemente «iletrada», al decir de Charlotte, que al ir hasta el extremo
opuesto del estilo gentil de Austen, disminuye en la misma medida la au
toridad de los escritos femeninos.
El prefacio y la «nota biográfica» de Charlotte fueron escritos en res
puesta a los reseñadores, muy escépticos, de la edición original de 1847 de
la novela. Aunque admitía que Cumbres borrascosas era, entre otras cosas,
«iletrada», rebatía no obstante que fuera «extraña», «áspera y odiosa» o
un ejemplo del «poder de un autor desperdiciado», tal como habían afir
mado los reseñadores27. Ella rechazó estos cargos al caracterizar a la auto-
25 Charlotte Bronte, carta a W. A Williamse» I85<), en The Bromes: Their Friendshipx, I.i■
ves and Correspondence, v q !. 111, cds. I\ J . Wiscy ). A. Symington (Londres, Oxford University
Press, 1932), pág. 99.
Charlotte Bronte, «Biographical Notice o f Ellis and Acton Bell», en Emily Bronte, Hw-
fhering Heighls* ed. William M. Sale, Jr. (Nueva York, W, W. Norton, L972), pág. 8. Las citas
del texto corresponden a esta edición.
2? William Sale prologa su selección de las primeras reseñas de Cumbres borrascosas con
esta valoración: «La recepción crítica de Cumbres borrascosas generalmente se ha considerado
poco benévola, y desde luego así lo parece ante los extraordinarios elogios que se han hecho más
tarde de esa novela. Pero si comparamos lo que la propia Charlotte dijo de la novela en su "Pre
facio'* con lo que muchos de los primeros críticos hablan dicho, quizá deberíamos concluir que
ra de Cumbres borrascosas como una persona que poseía el gen io del poeta
romántico, pero que en realidad era más ingenua. Lo que es más, la edi
ción de 1850 de la novela suprimió el pseudónimo masculino que se había
usado en la publicación original y, al aparecer bajo el nombre real de
Emily, llegó al público como el producto de una mujerculturalmente mar
ginal y mortalmentc enferma. «Bajo una cultura sin sofisticación, gustos
no artificiales y una fachada sin pretensiones», escribe Charlotte de su her
mana, «yacía un poder secreto y un fuego que podría haber formado parte
del cerebro y haber corrido por las venas de un héroe; pero ella no tenía
ninguna sabiduría mundana» (pág. 8). Esta representación de la autora ex
plica con eficacia sus aparentes lapsos en el decoro al considerarlos como
signos de inocencia y, dada su ausencia de poder masculino, como símbo
los de una auténtica naturaleza femenina. Por consiguiente, el prefacio de
Charlotte aleja a Cumbres borrascosas del mundo contemporáneo en el
que la representación de la novela de las relaciones sexuales, que tan clara
mente desafia ciertos rasgos del modelo contractual, habría tenido que
considerarse subversiva. Animando a los lectores a localizar el significado
de la ficción de Emily en los escondrijos secretos de su vida emocional, el
prefacio rechaza tales transgresiones del eontrato sexual en tanto que me
ros síntomas de definición imperfecta de género. Pero al hacer esto, por
supuesto, el prefacio aplica las normas de género a la ficción en cuestión y
feminiza con eficacia la controversia política o aleja a esa ficción de dicha
controversia. J, Hillis Miller revela el supuesto en el que esta estrategia de
feminización de la ficción se basa cuando afirma: «La validez de las visio
nes de Emily Bronté depende de que se mantengan en privado. Su propó
sito es crear un mundo interno que excluya a otra gente y al mundo
real»28.
Probablemente Charlotte Bronte quiso sugerir que en algún punto en
tre los excesos de la prosa no auténticamente femenina de Austen y el esti
lo agresivamente femenino de Emily Bronté, existe un estilo ideal de fic
ción. Anticipa que un ideal semejante se habría hecho realidad en la obra
de Emily si se hubiera permitido que su imaginación se desarrollara por
completo. «Si hubiera vivido», según Charlotte, «su mente habría crecido
por si misma como un árbol fuerte, más alto, más derecho, extendiéndose
ampliamente, y sus frutos maduros habrían logrado una razón más suave
y un florecimiento más soleado» (pág. 11), Este alto árbol cargado de fru
tos proporciona a Charlotte una metáfora para un estilo femenino que no
es ni tan agresivo como el de su hermana ni tan contenido comoel de Aus
ten. Creo que podemos considerar Jane Eyre como una dramatización de
los límites y privilegios que la autoridad femenina permite idealmente. Se
puede decir en justicia que al desarrollar el personaje de una heroína que
tanto Charlotte como los críticos lo tuvieron difícil para llegar a aceptar una pieza de ficción tan
extrañamente distinta.» En Fmily BrontS, Wuthering HóighLs, pág. 227.
J. Hillis Miller, The Disappeara/ice o f (Jod {Nueva York, Shockcn, 1965), pág. I 57.
adquiere el poder de ser autora de su propia historia, Bronte identifica el
origen de su propia autoridad también como escritora. Para alcanzar una
posición desde la que hablar con autoridad, Jane debe abdicar de funcio
nes que se desarrollan en las instituciones económicas, religiosas y educa
tivas de su sociedad. Debe convertirse en una institución por derecho pro
pio. Otras instituciones crean callejones sin salida que fijan la autoridad
de la heroína a un lugar. Al renunciar a cargos en el ámbito público, resulta
que ella gana la felicidad sin ninguna amenaza a su razón ni a su comedi
miento.
Al centrarse en la cuestión de la autoridad de la heroína sobre las emo
ciones, Jane Eyre nos permite pasar por alto un detalle crucial que lleva el
relato hasta un estado de gratificación emocional. Quizá más que su vir
tud o su pasión, es el regalo del adinerado tío de Jane lo que hace posible
su felicidad. Este dinero sirve como eslabón en una cadena causal que tras
lada a Jane desde la orfandad a una posición de respetabilidad social. Pero
lo que es más importante, la herencia de Jane le permite realizar una fór
mula cultural que es prácticamente inseparable de la forma de la novela
— el intercambio entre hombre y mujer. Inicialmente, el dinero permite a
Jane librarse de su obligación para con su primo St. John Rivers. Luego,
con autonomía económica, ella adquiere el poder para perseguir deseos se
xuales que de forma mágica reivindican prioridad sobre cualquier deber
social: «Rom pí con St. John, que me había seguido y me habría detenido.
Había llegado mi momento de asumir mi ascendencia. Mis poderes esta
ban en juego y mostraban su fuerza» (pág. 370). Jane rompe su alianza in
minente con su primo St. John, no porque él le haya ofrecido una vida de
pobreza y negación de sí misma, sino porque se ha negado — a cambio de
controlar sus circunstancias económicas— a concederle la soberanía sobre
su corazón. Por otra parte, al principio de la novela, la alianza de Jane con
Rochcster es anulada por motivos muy diferentes, no porque él ya estuvie
ra casado (por lo que Jane sabe cuando decide regresar a él ese contracto
todavía está en vigencia), sino porque ella no tenía ningún poder económi
co al que renunciar. Rochester era su patrón. Sólo cuando ella deja de ne
cesitar su dinero se puede convertir en la mujer de su corazón, y es en este
papel, no en el de ama de llaves, en el que ella adquiere la posición de do
minio adecuado en la casa de él. Vale la pena destacar que con este inter
cambio la autoridad femenina adopta la forma de autoridad lingüística
— la supervisión de la información. Jane describe su papel en relación con
el ciego Rochester como una combinación de enfermera e intérorete: «Él
veía la naturaleza, veía los libros a través de mí; y nunca me cansé de mirar
en su nombre y de poner en palabras el efecto del campo, el árbol, la ciu
dad, el río, la nube, el rayo de so l... ni de hacerle llegar por medio del soni
do en su oído lo que la luz ya no podía plasmar en sus ojos» (pág. 397). La
renuncia a su identidad económica capacita así a Jane para reescribir las
condiciones materiales bajo las que las relaciones sexuales tienen lugar
idealmente. Dicho en otras palabras, su contexto se convierte en un texto
profundamente domesticado que ha sido filtrado a través de la percepción
de una mujer e imbuido con su respuesta emocional.
Al representar esta transacción como un imperativo va sea moral o
emocional más que como una necesidad económica, Jane Eyre participa
en la estrategia cultural más amplia que subyace la propia sexualidad de
clase media. Conforme la novela separa tanto el deseo como la necesidad
de su comedimiento de los principios que gobiernan el mercado, sostiene
la ilusión de la autonomía de Jane y, por lo tanto, la ilusión de que ella
controla su experiencia personal. El buen matrimonio que pone fin a la
ficción de este tipo, en el que los personajes alcanzan la prosperidad sin te
ner que comprometer su virtud doméstica, se podría usar para resolver
otro orden de conflicto, el conflicto entre una clase agraria acomodada y
los industrialistas urbanos, por una parte, o entre el trabajo y el capital por
otra. Al enmarcar tal conflicto dentro de la esfera doméstica, ciertas nove
las demostraron que a pesar de las vastas injusticias de la época, práctica
mente cualquiera podía encontrar gratificación dentro de este marco pri
vado. Al convertirse en la esfera femenina, pues, el hogar pareció separar
se del mundo político y proporcionar complemento y antídoto para el mis
mo. Y de esta forma las novelas contribuyeron a transformar el hogar en lo
que podría llamarse la «contraimagen» del mercado moderno, un reino
apolítico de cultura dentro del contexto de la cultura en conjunto2*.
E l c o n t r a t o s e x u a l c o m o p r o c e s o n a r r a t iv o
30 lan Watt, The Risa o f (he Wovel (Berkeley: University of California Press. 1957). Watt ve
la novela como un «espejo» del conflicto de clase más que como una lucha en si para hacerse
con ciertas signos, símbolos y prácticas estratégicamente poderosos. Ést3 es la razón por la que
tiene problemas a la hora de explicar no sólo el fenómeno de la ficción de Austen, sino también
el éxito de Richardson. Es decir, no puede explicar el hecho de que Richardson. lan puritano
como era, «hubiera marcado su entrada en la historia de la literatura con una obra que daba un
relato más detallado de una intriga de lo que nunca se había hecho con anterioridad»» (pá
gina 172).
última instancia sometido a la autoridad de un hombre. Intereses de clases
en competencia se representan, por lo tanto, como una lucha entre los se
xos que se puede resolver por completo en términos del contrato se
xual.
Quizá más revelador a este respecto sean aquellos ejemplos en los que
la sexualidad no oculta el choque entre intereses políticos. Molí Flanders
ofrece un caso evidente de esto. Cuando es seducida, cosa que ocurre en
varias ocasiones, no se puede negar que ofrece un escenario para Defoe
para representar conflictos políticos. Lo que es más, una vez que Molí ha
superado las barreras sociales que la separan de las clases ociosas, adopta
un nombre nuevo y condena sus pasos más ventajosos en la escalera so
cial. En otras palabras, adopta una posición opuesta a su identidad social
original. I.as contradicciones del mundo político producen tales disonan
cias, que resultan tanto más perturbadoras en cuanto que gobiernan la his
toria personal de una mujer y la haccn parecer una mentirosa. Por esta ra
zón, sin duda. Molí Flanders y Roxana tuvieron que esperar hasta nuestro
propio siglo antes de recibir el calificativo de novelas. Y sin duda estas na
rraciones exigen algo en el orden del psicoanálisis para explicar ciertas dis
continuidades evidentes que ocurren dentro de la mujer más que entre ella
y un hombre.
Siguiendo por esta linca de pensamiento, debemos considerar posible
que una novela como Orgullo y prejuicio opera de acuerdo con la misma
estrategia política de amplia base simplemente porque parece ocuparse
exclusivamente del problema de casar a unas cuantas hijas. Más o menos
en la época en la que Austen escribió, la novela estaba siendo definida por
Scott, Barbauld y otros de una manera que daba sentido a narraciones
cuya resolución dependía del matrimonio. La novela se identificaba con
ficción, que daba autoridad a una forma concreta de relaciones domésti
cas. Pero si Austen no pudo variar la forma y, sin embargo, escribió una
novela respetable, pudo modificar en cambio el contenido y, asi, la natura
leza del conflicto social que el matrimonio parecía resolver.
De hecho, sus modificaciones del modelo richardsoniano son notable
mente sutiles. Orgullo y prejuicio presenta al lector un grupo de mujeres,
hijas de un terrateniente cortés y que compiten entre ellas en un juego de
emparejamientos. Exigen maridos con dinero y posición a cambio de ofre
cerse ellas mismas, sus modales y sus cualidades mentales. El juego del
amor decide cuáles son las virtudes femeninas más ventajosas en una mu
jer que aspira a vivir la buena vida campestre. Como consecuencia, atribu
tos femeninos tradicionales, como la castidad, el ingenio, el carácter prác
tico, el deber, los modales, la imaginación, la simpatía, la generosidad, la
belleza y la amabilidad, compiten unos con otros entre las hermanas Ben-
net y sus amigas. Jane, la hermana richardsoniana, languidece en espera
de un marido hasta el mismo final de la novela, pero Austen no permite
que Lydia. que hace el papel de la aventurera, salga mejor parada. Lo que
es más, a la hora de cazar un marido, Lydia pone en peligro la reputación
de la familia y, así, limita las posibilidades de matrimonio de sus herma
nas. De esta forma la novela hace al lector considerar qué es lo que capaci
ta a la heroína, Elizabeth Bennet, para atraer a un hombre que no sólo sal
va la fortuna familiar, sino que también eleva su posición social. Aunque
no destaca en ninguna de las cualidades femeninas tradicionales represen
tadas por sus competidoras, Elizabeth las supera en un plano completa
mente distinto. Sus ventajas particulares son las cualidades masculinas
tradicionales de inteligencia racional, honradez, dominio de sí misma y
sobre todo un dominio del lenguaje, todas las cuales al principio parecen
impedir un buen matrimonio.
Desde el principio el padre de Elizabeth la distingue de sus otras her
manas aunque, tal como Mrs. Bennet lo expresa, « “no es ni la mitad de
atractiva que Jane, no tiene ni la mitad del buen humor de L ydia...” “Ellas
no tienen demasiado que las recomiende*’, replicó él; “todas son tontas e
ignorantes como otras chicas; pero Lizzy tiene algo más de viveza que sus
hermanas"» (pág. 2). Al final, el mejor partido masculino de la novela con
firma esta alternativa de deseabilidad. Cuando se le pregunta por qué es
coge casarse con Elizabeth, Darcy le dice: «“Lo hice por la vivacidad de tu
mente.”» En un acto característico de agresión verbal, Elizabeth le desafía
a que la defina y responde ella misma a la pregunta: « “El hecho es que es
tabas harto de urbanidad, de deferencia, de atención oficiosa. Harto de
mujeres que estaban siempre hablando y mirando y pensando sólo en que
dieras tu aprobación. Te llamé la atención, te interesé por ser tan diferente
de ellas''» (pág. 262). Aunque gana el corazón de Darcy debido a que rom
pe con el prototipo del ideal femenino, Elizabeth renuncia a toda su im
pertinencia en el instante en que accede a casarse con él. Su «vivacidad de
mente» pierde su lado cortante ya partir de entonces ejercerá una influen
cia suavizadora en el mundo proyectado al final de la novela. Pero lo que
parecería ser una discontinuidad dentro de su carácter demuestra de he
cho la forma en que esta novela se basa en la figura del intercambio sexual.
Cuando esta figura se hace con el poder, la novela redistribuye la autori
dad entre Darcy y Elizabeth de una manera que demuestra claramente su
habilidad para traducir el conflicto político en términos psicológicos. Su
unión transforma milagrosamente todas las diferencias sociales en dife
rencias de genero y las diferencias de género en cualidades mentales:
F.ra una unión que debe haber sido ventajosa para ambos; por medio de
la naturalidad y la viveza de ella, la mente de él debe haberse suavizado,
sus metíales deben haber mejorado, y por medio del buen juicio, la infor
mación y el conocimiento del mundo de él, ella debe haber recibido un
beneficio de aún mayor importancia (pág. 214).
Tal como Doruthy Thompson señala, el numbre de la Carla del Pueblo (documento bási
co del can ismo) «la definía como un movimiento radical de la clase trabajadora» y la distinguía
de una empresa política de clase media. The C h a'liM : Popular Polilics in ihi' industrialRevolu-
tion {Nueva York, Psniheon, 1984), pág 57.
Enfrentando a la figura del intercambio sexual con ella misma, la fic
ción dejó de ofrecer una fantasía en la que uno podía disfrutar viendo di
solverse las lincas de clase dentro del matrimonio. En lugar de ello, co
menzó a marcar fronteras que antes se había sentido libre para cruzar. En
este aspecto, vale la pena recordar que en Olivcr Twist, la naturaleza ver
daderamente villana de Fagin se oculta iniciaimente tras un exterior ma
ternal de salchichas chisporroteantes, juegos de aula y cariño. Pero su si
mulación de autoridad benigna se desintegra cuando el motivo del benefi
cio entra en conflicto con sus virtudes femeninas y las anula. Junto con el
siniestro hermanastro de Oliver. Fagin impide que Olivcr descubra la
identidad de su madre, y a través de Sikes da lugar al asesinato de la prosti
tuta Nancy. En muchos aspectos. Cumbres borrascosas podría parecer
ofrecer una comparación improbable con Olivcr Twist. Aun así, los rasgos
de Heathcliff cambian de una forma notablemente similar a la de Fagin,
conforme sus cualidades románticas dan paso en la segunda mitad de la
novela al «pecado dominante» de la «avaricia». También aquí la agresión
contra la forma establecida de autoridad demuestra en último término su
derrota, y el valor viene a quedar localizado en el fantasma de Catherine
Earnshaw, un poder femenino que conserva la línea familiar, excluye a los
intrusos que han recorrido la región y de esta forma libra a la familia de
formas de competencia que gobiernan el mundo del dinero. Una segunda
generación de personajes, notablemente domesticados en comparación
con sus prototipos de la primera mitad de la novela, viene a dominar a tra
vés de derechos heredados más que a través de competencia económica o
matrimonio32. Una ambivalencia similar hacia la autoridad femenina tal
como se manifiesta en la ficción anterior se hace sentir en las heroínas dúpli-
ces de Vanity Fair. Una confía en la constancia emocional y el comedi
miento moral, la otra se basa en instintos sin escrúpulos y puro oportunis
mo. El lector descubre muy pronto que una mujer prospera a expensas de
la otra. La realidad política de Thackeray no es una realidad en la que to
dos prosperen a partir del éxito de unos pocos. Así, con el ascenso de
Becky, las simpatías del autor se trasladan a la heroína sentimental. Ame
lia, sólo para representar sú pasividad como algo cansado. Incluso así, se
siente empujado a neutralizar a Becky. cuyo individualismo agresivo ame
naza a la propia clase de gente que ya ha alcanzado el poder por medios si
milares.
l a misma ambivalencia parece dominar el final de Jane Eyre, de
Bronté. A pesar de la maquinaria de la relaciones contractuales, hay algo
que obviamente se desmanda en esta novela. Demasiados lectores han vis
to el ascenso de Jane en los últimos capítulos no como un intercambio m u
tuamente enriquecedor, sino como la castración simbólica de Rochester.
Y una de las razones por las que creen esto es porque él tiene todavía su tí
32 Sobre esta cuestión, ver Nancy Armstrong. «Emilv Bronte tn and Out of Her Timo».
Genrc, 15 (1982), 243-264.
tulo y su fortuna: los símbolos de la autoridad masculina. El sentido de de
sequilibrio en la relación entre los sexos parece derivarse del trastorno
producido por la ficción de la jerarquía tradicional que daba por sentada
el dominio masculino sobre el femenino. Es como si la mujer, lejos de re
presentar los intereses de las clases instruidas, amenazara en realidad la
tranquilidad de la vida privada a todos los niveles del mundo social cuan
do ella desafía las fronteras entre las clases. Porque el contrato sexual ya
no pretende hacer deseable a la mujer agresiva o recompensar el deseo fe
menino, sino más bien ofrecer a las mujeres seguridad a cambio de su su
misión a un papel tradicional. No es sólo en las novelas de las Brontü en las
que una violencia extraordinaria acompaña a un cambio hacia algo que se
asemeja a un orden matrilineal. Como en los casos de la intrusión del fan
tasma de Catherine y la ceguera de Rochester, la autoridad femenina surge
con las ejecuciones que concluyen Oliver Twist y la cuchillada que bien
puede haber acelerado ia muerte de Joseph Sedley en Vanity t'air. Su po
der sobre el hombre se parece algunas veces a la fuerza demoníaca — ma
nifestada en la mujer loca— que definiría a estas mujeres como antiheroí
nas y esposas poco deseables.
A principios del siglo xix, Austen se sintió obligada a poner fin a Orgu
llo y prejuicio volviendo a situar la autoridad política en Pemberley, la
casa de los antepasados de Darcy, y a una distancia considerable de la ciu
dad donde viven los vergonzantes parientes de los Bennet. Por medio de
tal cambio geográfico, la novela mantiene la continuidad de la autoridad
política tradicional mientras parece ampliar su base social al otorgar a Eli
zabeth una autoridad de tipo estrictamente femenino. Por contraste, las
novelas escritas a mediados de siglo insisten en los efectos perturbadores
de la redistribución de la autoridad. Vemos la diferencia social entre hom
bre y mujer acrecentrarse en Cumbres borrascosas y Jane Eyre. así como
en Vanity Fair. La distancia se hace menor sólo cuando una de las partes
en contienda ha sido eliminada o, por el contrario, claramente subordina
da. De esto se puede concluir razonablemente que el contrato que subyace
las relaciones sexuales tuvo que cambiar con el atrincheramiento del po
der de la clase media.
Al convertir las prerrogativas tradicionales masculinas en formas de
autoridad femenina, estas novelas de mediados de siglo tienden a repre
sentar a la mujer bajo un aspecto amenazador. Su poder sobre el hogar
produce discontinuidades que nunca acaban de resolverse a través de un
intercambio sexual tradicional a pesar del gesto del novelista hacia la con
clusión. N o se puede remediar ei sentir alivio cuando el poder de Heath-
cliff se desvanece cuando se rinde al encanto de Catherine Eamshaw, pero
tal como le explica a Nelly, la pérdida de su propia energía destructiva se
cubre de alusiones siniestras: «Nelly, se aproxima un cambio extraño
— me encuentra en este momento en su sombra. Tengo tan poco interés
por mí vida diaria que apenas me acuerdo de que tengo que comer y be
ber» (pág. 255). Al haccr desaparecer a Heathcliff, este cambio devuelve la
casa de los antepasados de los Earnshaw a la «tradición antigua y el amo
legítimo». Sin embargo, el proceso sigue teniendo su lado siniestro porque
está motivado por una mujer, en este caso, la hija de Catherine. Al trans
formar al heredero de Earnshaw de un criado a un caballero, la segunda
Catherine muestra los rasgos autoritarios de su madre: «cambió su con
ducta y se volvió incapaz de dejarle en paz; hablándole; haciendo comen
tarios sobre su estupidez y ociosidad: expresando su asombro ante la for
ma en que él puede soportar la vida tal como la vivía — cómo podía pasar
toda una tarde mirando al fuego y dormitando» (pág. 245). En el lugar
donde siempre había habido zarzas silvestres en Cumbres Borrascosas,
Catherine' hace que Hareton plante «un lecho de flores de su elección en
medio de ellas» (pág. 250). El efecto perturbador de la feminización se
consigue finalmente cuando la familia —o lo que queda de ella— abando
na las Cumbres y se traslada a las tierras más modernas y afeminadas de
Thrushcross Grange. Un acto similar de dislocación tiene lugar en Jane
Eyre, donde es posible que los amantes se unan sólo después de que
Thornfíeld Hall haya ardido hasta los cimientos y de que la familia, de
nuevo reducida, se haya trasladado a un bungalow en las afueras de la ha
cienda familiar. Cuando Jane se acerca al lugar de su reunión con Roches
ter, Bronté describe el lugar en términos que deberían recordarnos el casti
llo conservado en las historias de la Bella Durmiente v la Gavanza: «los ár
boles eran algo menos densos: en este momento contemplaba una barandi
lla. luego la casa — en esta luz mortecina apenas distinguible de los árbo
les; así de malsanas y verdes eran sus paredes ruinosas» (pág. 379). Una in
versión obvia del patrón de cuento de hadas, este lugar contiene un hom
bre qué volverá a la vida por medio del beso de una mujer. Más que
funcionar como mitades complementarias de la misma estructura políti
ca, pues, el hombre y la mujer representan con tanta claridad fuerzas en
competencia a mediados de siglo que un intercambio contractual faculta a
la mujer a expensas de agotar al hombre.
Para poner fin a una descripción de lo que es en realidad un proceso
continuado, me gustaría ofrecer unos cuantos ejemplos que muestran
cómo el contrato sexual cambió durante la segunda mitad del siglo. Mere
ce la pena destacar, en primer lugar, que mientras Charlotte Bronte podía
permitir a Jane Eyre un grado de libertad sexual y movilidad social que
obviamente iba más allá de la propia experiencia de la autora, no ocurre lo
mismo con respecto a Luey Snowe, la maestra solterona de la novela pos
terior de Bronle Villette. Tampoco George Eliot, que también estaba escri
biendo tras el listón de mediados de siglo, otorga a sus protagonistas casi
tanto espacio para ejercer su deseo como la propia Eliot pudo disfrutar. Es
notable, además, que el mero pensamiento de iniciativa sexual por parte
de Louisa Gradgrind, una burguesa sin el menos interés por lo demás,
arroja sombras sobre las cuestiones mucho más importantes que afloran
en Tiempos difíciles de Dickens. En una novela que trata crispadamente el
desasosiego laboral y la crisis del sistema educativo, Dickens persigue el
tema sexual con un aplomo perfecto, como si supiera que en la ficción al
menos estas volátiles cuestiones políticas se podían resolver simplemente
con el sometimiento de la mujer. Es significativo, pues, que no pueda per
mitir que una figura como el Darcy de Austen o el Rochester de Bronte ga
nen autoridad sobre Louisa. Estos hombres son encarnaciones anteriores
de autoridad política que para mediados de siglo habían desaparecido del
dominio de la ficción cortés. Adoptando en lugar de ello una estrategia
que pretende anular el poder del deseo femenino, Dickens devuelve a
Louisa a su padre en un estado de dependencia infantil. El mundo domés
tico cobra un tinte más tradicional en la novela sólo cuando ella se da a
Sissy Jupe, una muchacha de circo que desea por encima de todo encon
trar a su padre perdido.
Claramente Dickens divide el personaje de la mujer dueña de sí misma
en dos esterotipos Victorianos familiares, la virgen y la aventurera. Su re
solución no proporciona ninguna mediación entre las dos, porque depen
de de la exaltación de la mujer pasiva y de hacer desaparecer del mundo
todo el deseo femenino activo. En M illón thc Floss de Eliot, el locusclassi-
cus del dilema de Maggie Tullí ver es el juicio medieval por brujería. Esta
versión victoriana del doble vínculo condena a la mujer por tener poder
demoníaco si nada y celebra su inocencia si se ahoga. La dinámica del in
tercambio sexual es aparentemente tal que la mujer gana autoridad sólo
por medio de la redención del hombre, y no persiguiendo sus propios de
seos. La ficción esenta pasada la mitad del siglo castiga severamente a las
mujeres si resisten las formas establecidas de autoridad política, por muy
ineficaz que su resistencia resulte ser. La misma ficción recompensa a los
personajes femeninos cuando se oponen con firmeza al comportamiento
competitivo que se asemeja a la lucha despiadada perfilada en la biología
de Darwin,
Aproximadamente en esta época, en que el contrato sexual se volvía contra
sí mismo de esta forma, apareció la antología de Rowton de poesía femenina..
Su prefacio deja claro que la figura del contrato ya no se podía usar para in
yectar un elemento de individualismo en el sistema. En lugar de ello, el de
seo femenino debe convertirse en la obra retórica de transformar al hom
bre de un bruto competitivo en un padre benevolente. La antología de la
mujer de Rowton y la poesía femenina surgen de este imperativo político.
La colección se puede considerar un intento de contener la autoridad fe
menina manteniendo su alejamiento de los escritos producidos por hom
bre. Dado el hecho de que las mujeres victorianas tenían poco acceso di
recto al poder económico o político, sin embargo, uno debe preguntarse
por qué la novela victoriana encontró súbitamente necesario mostrar a Ja
mujer como un ser pasivo y excluirla de la esfera masculina.
Una vez más me gustaría insistir en la dimensión retórica de la obse
sión por la pureza sexual. Más que ninguna otra cosa, esta obsesión de
muestra cómo las clases instruidas buscaron revisar la forma en que la
gente hablaba, escribía y pensaba sobre ella misma en relación con los de-
más. Argumentaría aún más que este esfuerzo fue parte de una revisión
mucho másprofunda del contrato sexual y sus diversos rasgos, incluyéndolos
tipos de masculinidad y feminidad que podía contener, la base sobre laque
los dos se distinguían y las condiciones de un buen matrimonio. Este cam
bio trajo consigo una nueva actitud en el énfasis moral desde las reivindi
caciones del individuo afirmadas a través del deseo femenino a aquellas
de la comunidad, que requerían que lal deseo se sometiera al control ra
cional. Con el ascenso de las clases medias el ideal de mujer ya no podía re
presentar una forma emergente de poder. Encontramos que la ficción la si
túa fuera de un sistema ahora abiertamente competitivo donde ella es «di
ferente», más que en el interior en el que ella podría ascender. Pero una
vez que el territorio cultural había sido delineado y se le había encontrado
sin sentido de una forma en oposición a otra, este significado no se podía
transformar según la voluntad de un autor. La autoridad del novelista se
guía identificada con la de la mujer. La voz de los autores de finales del si
glo xix gana autoridad a partir del alejamiento, al llegar a nosotros desde
fuera del mundo social más que desde su centro. A esta separación de po
deres dentro de la cultura se puede probablemente atribuir el creciente nú
mero de críticos y reseñadores así como de editores del orden de Rowton.
La creencia de que las diferencias esenciales distinguían al hombre de la
mujer y daban a cada uno poderes que el otro no poseía proporciona la
base, tal como Elaine Showalter ha explicado, sobre la que una subcultura
femenina intentó ampliar el poder de las mujeres-'3.
Como si fuera para demostrar que ninguna área de la cultura — y sobre
lodo no la sexualidad— permanece estable a lo largo del tiempo y el uso
repetido, escritores modernistas como Virginia Woolf y Jean Rhys aban
donaron deliberadamente la estética femenina. Una cultura posfreudiana
aparente/nente les dio lo que sus predecesoras no tenían, un lenguaje para
articular las diferencias y silencios de la ficción doméstica anterior. O qui
zá sea más preciso decir que el lenguaje nuevo y más especializado del yo
ofrecido por el psicoanálisis — junto con cambios en las ciencias, filosofía,
y las artes hermanas, incluyendo la crítica literaria— les permitió repre
sentar profundidades en el sujeto femenino que estaban más allá de la
imaginación de los límites de un discurso anterior. En la obra Mrs. Dallo-
h ay de W oolf los corteses intercambios de un lenguaje a un tiempo sexual
34 Virginia Woolf. Mrs. Dalloway (Nueva York, llafcourt Brace Jovanovich, 1953), pá
gina |4.
55 Woolf. Orlando. A Btography {Nueva York. Signcl, 1960), pág. 117.
3® Joan Rhys. Wide Sorgussu Si'a (Nueva York. W W Norton. 1966).
El alza de la mujer doméstica
1 Ha habido libros de conducta desde la Edad Media. Desde el ejemplo medieval hasta el
moderno, casi siempre implican un público lector que desea mejorar y para los que la mejora de
si mismos promete un ascenso de posición social. Para una recopilación de ensayos que estu
dian la gran variedad de libros de conducta desde la Edad Media hasta la actualidad, ver The
Idcology o f Conduct: Essays in Uterature and the History ofSexuolily, eds. Nancy Armstrong y
Leonard rennenhouse (Nueva York, Methuen. 1987). Paraunestudio de loslibros de conducta
de la Edad Media, ver ICathleen Ashley. «Medieval Courtesy Literatura and Dramatic Mirrors
for Femalc Conduct», en The Ideotogy o f Conduct. Ver Ann R. Jones, «Nets and Bridles: Con-
duct Books for Women 1416-1643». en The Ideoloxy o fConduct. para un estudio de la literatu
ra de conducta en la Inglaterra y la Italia renacentistas. Ver también Suzaanc M. Huli, Chusle
Silent <£ Obedtenl: Lngltih Rooks Jor Women 1475-1640 (San Marino, Calif., Huntington Li
bran-, 1982); Ruth Kelso. The Doctrine for ihe istdy of the Renaixsanee (Urbana, Illinois, Uni-
la nueva mujer doméstica más que su contrapartida, el nuevo hombre eco
nómico. la que se introdujo por primera vez en la cultura aristocrática y
obtuvo autoridad de ella. Estos escritos asumieron que la educación ideal
mente haría a una mujer desear ser lo que un hombre próspero desea, que
es sobre todo una mujer. Por lo tanto, ella debía carecer de los deseos com
petitivos y ambiciones mundanas que consecuentemente pertenecían
— como por algún principio natural— al hombre. Para tal hombre, la de-
seabilidad de la mujer giraba en lom o a una educación en prácticas do
mésticas frugales. Ella debía complementar el papel del hombre como
aquel que ganaba el pan y producía con el de ella como mujer que gastaba
con inteligencia y consumidora caracterizada por el buen gusto. Tal rela
ción ideal presuponía una mujer cuyos deseos no estaban necesariamente
atraídos por las cosas materiales. Pero como el deseo de una mujer se po
día de hecho manipular por medio de signos de riqueza y posición, ella re
quería una educación.
Asumiendo esto, los libros de conducta del siglo xvm y ios tratados
educativos para las mujeres pusieron al descubierto una contradicción
dentro del territorio cultural existente que se había delineado para repre
sentar a la mujer. Estos autores retrataban mujeres aristocráticas junto
con aquellas que albergaban pretensiones aristocráticas como verdaderas
encarnaciones del deseo corrupto, a saber, el deseo que buscaba su gratifi
cación en términos económicos y polít icos. Todos los libros se cuidaron de
explicar cómo esta forma de deseo destruía las propias virtudes esenciales
de una mujer y una madre. Más tarde aparecerían narraciones de su desa
rrollo ideal. Los manuales educativos para mujeres simplemente perfila
ban un nuevo campo de conocimiento específicamente femenino. Al ha
cer esto, declaraban que su intención era recuperar y conservar la identi
dad (sexual) verdadera de la mujer en un mundo gobernado de acuerdo
con otras medidas (políticas y económicas) de los hombres. Con esio como
su justificación, los escritos dedicados a definir a la mujer produjeron un .
importante cambio en la comprensión del poder. Seccionaron el lenguaje
del parentesco del de la relaciones políticas, produciendo una cultura divi
dida en los dominios respectivos de mujer doméstica y hombre econó
mico.
[Después de leer vanas docenas o más de libros de conducta, 1c sorpren
de a uno una sensación de vacío — una ausencia de lo que hoy considera-
versity oftllinuis Press, 1956); LouiiB. Wright, Mtddle-Class Culture in Elizabelhan língland
(Ithaca, N. Y ., Cornel! Univcrsity Press. 1935), págs. 121-227; y John E. Masón, Gcnllefolk in
ihcM aking: Studies in che History ofEnglúh Couriesy Literature and Related Topicsftom 153i
lo 1774 (Filadetfia: Univcrsity of Pennsylvania Press. 1935). El libro de conducía del siglo xvjn
ha sido estudiado por Joycc Hetnlow, «Faiiny Burney uid the Couriesy Books», PM L4, 65
(1950), 732-61; Marityn Butler. M aría Edgev-arth: A Liierary Biography (Oxford, Clurendon,
1972); y Mary Poovcy, The Proper Lady and the Womati Whter:¡dtology as Siyle in the Works
o f Mary Wollstonecraft, Mary Shelley. and Jane Austen {Chicago. University of Chicago Press,
1984), págs. 3-47.
mos información «real» sobre el sujeto femenino y el mundo de objetos
que ella supuestamente debe ocupar. Bajo la propia fuerza de la repeti
ción, sin embargo, uno no ve una figura surgir de las categorías que organi
zan estos manuales. Una figura de subjetividad femenina, en realidad una
gramática, esperaba la sustancia que las novelas y sus lectores, así como
los innumerables individuos educados según el modelo de la nueva mujer,
llegarían a ofrecer. En tales libros se puede ver una cultura en el proceso de
volver a pensar al nivel más básico las reglas dominantes (aristocráticas)
para el intercambio sexual. Debido a que parecían no tener prejuicios po
líticos, estas normas se adueñaron del poder del derecho natural, y como
consecuencia, ofrecieron —en realidad lo siguen haciendo— a los lectores
una ideología en su forma más poderosa.
Teniendo esto en mente, describo el campo de información tal como lo
representaban los libros de conducta para mujeres del siglo xvm, sabiendo
que la importancia histórica de la formación de tal campo no se puede en
tender ni como una psicología ni como un conjunto de normas destinadas
a restringir el comportamiento femenino. Al revisar el contrato sexual, au
tores y lectores — tanto hombres como mujeres— usaron las mismas nor
mas para formular un nuevo modo de pensamiento económico, aunque
representaron esa forma de pensar como algo perteneciente sólo a las mu
jeres. Ver el contrato sexual una vez más como un contrato económico es
la única forma, pues, de tratar la sexualidad moderna como el lenguaje po
lítico que resulta ser. El debate que sigue defiende que, en virtud de su apa
rente insignificancia, un cuerpo de escritos preocupados por la creación de
una clase especial de educación para mujeres desempeñó de hecho un pa
pel crucial en el ascenso de las nuevas clases medias en Inglaterra.
Hacia finales del siglo xvn, la gran mayoría de los libros de conducta
estaban dedicados principalmente a representar al hombre de la clase do
minante2. En lo que concierne a m i argumento, no importa en realidad si
los aristócratas eran realmente los que se tomaban seriamente tal instruc
ción o no. Lo que importa es lo que el público instruido consideraba como
el ideal social dominante. Ruth Kelso y Suzanne Hull han mostrado que
durante los siglos xvi y xvu había relativamente pocos libros para instruir
a las mujeres en comparación con los que estaban al alcance de los hom
bres. Su investigación también muestra que los libros dirigidos a un públi
2 Frank Whigham. Ambition and Privilegr The Social Trapes o f FJhabelhan Courtesy
Theory (Berkdey. University o í California Press, 1984); John L. Licvsay, Stefano (iuazzo and
theEngiish Renaissance, 1575-1675 (Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1961); y
Ruth Kelso. The Doctrine of thv Lngtish Gentleman in the Sixteenth Cenlury. Vol. 14. Univer-
sily o f Illinois Siudiex in Language and S.üerature (1929).
co lector de aspiraciones más humildes aumentaron su popularidad du
rante el siglo x v ii3. Aunque para mediados de siglo sobrepasaban en nú
mero a los libros de conducta que exaltaban los atributos de las mujeres
aristócratas, el sabor distintivamente puritano de algunos manuales de
matrimonio y libros sobre el gobierno del hogar dejaron bien claro que no
apoyaban las normas culturales preferidas4. Pero el consejo que ofrecían a
las mujeres tampoco decía que debieran desafiar el ideal aristocrático.
Cualquiera que fuera su actitud política hacia la aristocracia, estos libros
no tenían la presunción de representar una mujer más deseable, sino que
simplemente perfilaban los procedimientos domésticos que eran prácticos
para gente con menos medios y prestigio. Una preocupación exclusiva por
las cuestiones prácticas de cómo llevar una casa clasificó ciertos tetftos
para mujeres como economías domésticas, lo que significaba que pertene
cían a un género completamente distinto del de los libros de conducta que
aspiraban a ser literatura cortés. Aunque algunos libros defendían que la
economía doméstica debería formar paite de la educación de una dama
ideal, no fue una norma generalizada hasta la última década del siglo
x v ii5. Hasta entonccs, los distintos niveles de la sociedad tenían ideas re
conociblemente distintas sobre lo que hacía a una mujer deseable para el
matrimonio. Durante las primeras décadas del siglo xvm , sin embargo,
categorías que aparentemente habían permanecido bastante constantes
durante siglos sufrieron una rápida transformación.
La distinción entre los libros de conducta y las economías domésticas
cambiaron de tal forma que las dos categorías alcanzaron a los lectores de
la otra. Estos libros adquirieron tal popularidad que para la segunda mitad
del siglo xvm prácticamente todos sabían el ideal de feminidad que pro
ponían. Joyce Hemlow considera estos escritos la expresión más pura del
mismo interés en los modales que se puede encontrar en Bumey: «el pro
blema de la conducta de la joven fue investigado tan profundamente que
los años durante los que vivió Fanny Burney, o con mayor precisión los
años 1760-1820, que también vieron el alza de la novela de costumbres, se
podrían llamar la cpoca de los libros corteses para mujeres»6. A esto yo
añadiría una reserva importante. Mientras que los años en los que vivió
Bumey — y, se podría destacar, también los de la vida de Austen— se de
berían ver de hecho como el punto álgido de una tradición de libros de
conducta para mujeres, sería erróneo sugerir que los dos tipos de escritos
— libros corteses de mujeres y novelas de costumbres— cobraron vida y se
pasaron de moda al mismo tiempo. La producción de libros de conducta
11 Ha rol d Perkin, The Orígins o/Modern English Snctety I780-IX80( landres, Routledge
and K.€gan Paul, 1969). pág. 24. tas citas del texto corresponden a esta edición. Perkin sigue
una línea arguraental similar a la de Peier Laslett, The World We Ha\e Losl: England Befare the
Industrial Age, 2a ed. (Nueva York, Charles Scribner’s, 19H ), págs. 23-54. R. S. Neal ha culpa
do a Perkin y Laslett de ofrecer una representación histórica de la sociedad que no revela los ele
mentos de un conflicto de clases, Class in English Hislory 1680-1850(Totowa, N. J., Bamesand
Noble Books. 1981), págs. 68-99. Ver también E. P. Thompson, «Eightecnth-Centnry English
Society: Class Slruggle Without Class?», Social Hislory. 3 (1978), 133-65. Perkin responde a
Thompson en «The Condcscension o f Posterity: Middle-Class Intel leeni ais and the History of
the Working Class», en The Structured Crowd: Estay* in English Social History (Susse*, The
Harvester Press. 198!), págs. 168-185. Tanto Perkin como Laslett se basan eD gran medida en
la manera en que las relaciones sociales se represen taban para formular historias de aquellas re
laciones. Ai citar a Perkin con relación a ciertos tipos de información, no estoy tan interesada
en cómo dice que las cosas eran en realidad cuanto en las representaciones que emplea. Me inte
resa la Iucha entre tales representaciones por definir una realidad social. Es en relación a los da
tos que los historiadores modernos consideran como historia como planteo la información «fe
menina», que representa, en mi opinión, este pensamiento capitalista naciente.
ción histórica de proporciones alarmantes — una clase media que no exis
tía en realidad. No era ningún misterio quien ocupaba la cumbre de la pi
rámide social, así como quien ocupaba el punto más bajo, pero sólo hay
datos irregulares y diversos por io que respecta a aquellos que estaban si
tuados en el centro. Revisando su información concerniente al periodo en
tre 1688 y 1803, Perkin describe lo que llama «las categorías medias» de la
«vieja sociedad»:
•2 lan Wati, The Rise o f the Novel (Bcrkeley. Univcrsity of California Press, 1957) y Ri
chard D. Altick, The b'nglish Common Reader A Social hislory o f the Mass Reailing Public
1800-1900 (Chicago, Univcrsity of Chicago Press, 1957).
que tenemos acceso no nos permiten hacerlo. Si tos cambios en las catego
rías socioeconómicas vinieron tras cambios similares en las categorías que
gobernaban la educación femenina, debemos preguntar en lugar de ello
qué es lo que el nuevo ideal doméstico decía a un grupo económico hetero
géneo que aseguraba que este ideal seguiría teniendo sentido hasta bien
entrado el siglo xix — después de que las relaciones políticas asumieran
una configuración moderna.
Durante el siglo xvm el libro de conducta para mujeres se convirtió en
un fenómeno tan común que muchos tipos diferentes de escritores se sin
tieron obligados a añadir sus contribuciones al carácter femenino. Ade
más de hombres como Halifax, Rochester, Swift y Defoe — todos los cua
les intentaron escribir libros de conducta para mujeres— , había también
pedagogos, como Timothy Rogers, Tilomas Gisborne y T. S. Arthur, cléri
gos como el reverendo Thomas Broadhurst, el Dr. Fordyce y el amor de la
generación de Austen, el Dr. Gregory, así como una serie de escritoras
como Sarah Tyler, Miss Catherine E. Beecher y la condesa Viuda de
Carlisle, todos los cuales se han borrado hace tiempo de la memoria cultu
ral. Al igual que Hester Chapone, Hamiah More y María Edgeworth. algu
nos autores se forjaron una reputación escribiendo libros de conducta,
mientras que otros autores de libros de conducta, como Mary Wollstone-
craft y Erasmus Darwin, fueron conocidos principalmente por escribir en
modos más prestigiosos. Incluso cuando el nombre del autor es oscuro,
como lo son la mayoría de estos nombres, se puede normalmente deducir
una identidad social délas virtudes femeninas a las que el escritor concede
máxima prioridad, porque estas virtudes están inevitablemente unidas a
funciones que ese escritor cree esenciales para el buen gobierno del
hogar.
Tomadas en su conjunto, estas voces locales conforman un texto que
muestra distinciones obvias entre la ciudad y el campo, entre el dinero an
tiguo y el nuevo, entre niveles de ingresos y diversas ocupaciones, y sobre
todo entre las diversas cantidades de tiempo de ocio que la gente tenía
para gastar. El propósito de este capítulo es mostrar cómo tales diferencias
vinieron a inscribirse en un contexto que era en gran medida predecible.
Por medio de la división del mundo social sobre la base del sexo, este cuer
po de escritos produjo una idea única del hogar. Pero el ideal doméstico
no habló tanto de los intereses de la clase media como los entendemos en
la actualidad. De hecho, es preciso decir que determinados escritos, como
los libros de conducta, ayudaron a generar la creencia de que existía la cla
se media con afiliaciones claramente establecidas antes de que existiera en
realidad. Si hay algo de verdad en esto, entonces también es razona
ble afirmar que el individuo moderno fue primero y sobre todo una
mujer.
El manual que ganó una popularidad inmensa en Inglaterra a finales
del siglo xvn fue una forma híbrida que combinaba materiales de libros
devocionarios anteriores y libros de modales ostensiblemente escritos por
mujeres aristócratas, con información de libros de consejos maternales
para las hijas, así como con descripciones de los deberes prácticos del ama
de casa tal como se describían en manuales más modestos de economía
doméstica, almanaques y libros de recetas. Escrito por Timothy Rogcrs,
un educador por lo demás sin nada de excepcional con las simpatías del di
sidente, The Character o f a Good Woman. hoth in a Single and Married
State proporciona un ejemplo particularmente útil del género tal como
apareció a principios del siglo xvm. El libro es fiel a su subtítulo y repre
senta el ideal femenino como un personaje bipartito. Entre las cualidades
de la mujer soltera que el autor ensalza están la modestia, la humildad vja
honradez. En escritos anteriores, estas virtudes conspicuamente pasivas
eran consideradas como el antídoto a las deficiencias naturales que habían
sido la herencia femenina desde la caída del hombre. Manteniendo el paso
con las estrategias de la Ilustración, sin embargo, el nuevo modo de ins
trucción declara que cultivará las cualidades inherentemente femeninas
que con más probabilidad mantendrán al margen la vanidad que la vida
social contemporánea infunde. Publicada en 1697, The Character o f a
Good Woman no representa a la mujer como más tendente a la corrupción
y, así, en mayor necesidad de redención que el hombre; exalta la naturale
za femenina porque, tal como el autor afirma, las mujeres son «general
mente más serias que los homhres..., tanto más allá en las lecciones de la
Devoción como en la afinación y la dulzura de la voz»1- 1. Aquí la virtud
pasiva se corresponde con la naturaleza femenina y es esencial para la con
servación de la naturaleza.
La virtud pasiva de la mujer soltera constituye sólo la mitad del para
digma que ganó rápidamente popularidad durante el siglo xvm. A las cua
lidades de la doncella inocente, los libros de conducta añadieron aquellas
del ama de casa eficiente. Como si procedieran directamente de los ma
nuales renacentistas de economía doméstica, estos libros desarrollaron ca
tegorías que definían a la mujer casada ideal. Su representación era tan
práctica y detallada en estilo como abstracta y homilética era la de la don
cella. Excepto por la obediencia sin condiciones a su esposo, las virtudes
de la esposa ideal parecían ser activas. Una lista de sus deberes podía ha
ber incluido gobierno del hogar, trato con los criados, supervisión de los
hijos, planes de entretenimiento y preocupación por los enfermos. Se hace
rápidamente aparente, sin embargo, que el principal deber de la nueva
ama de casa era supervisar a los criados que eran los que debían hacerse
cargo de estas cuestiones. El contenido de The Young I.odies Companion
or, Bemay's Looking-Glass, escrito en 1740. demuestra una mezcla típica
de temas extraídos de la literatura cortesana así como de los manuales
prácticos: 1. Religión, 2. Marido, 3. Casa, familia c hijos, 4. Comporta
miento y conversación, 5. Amistades, 6. Censura, 7. Vanidad y afectación.
*5 Timolhy Rogcrs, The Character o/ a Good Woinan, hoth in a Single and Married State
(Londres, 1697), pág. 3. Las citas de! texto corresponden a esta edición.
8. Orgullo, 9. Diversiones14. En este momento de la historia, las diferen
cias implícitas en los diferentes materiales que formaban parte de los li
bros de conducta se han desvanecido. Los rasgos de la doncella devota se
han unido a los del ama de casa industriosa, formando un nuevo, pero
completamente familiar, sistema de signos.
Contenido dentro del marco del género más que del estatus, el signifi
cado anterior de rasgos tradicionalmente femeninos — deberes prácticos
al igual que virtudes abstractas— cambió incluso mientras parecían pasar
al siglo xvm sin dejarse tocar por la imaginación individual. Las distintas
categorías de la identidad femenina, que se extrajeron de muy diversas
tradiciones de escritura y apuntaban a diversos grupos sociales, formaron
una representación única. En su combinación nociones contrarias de gus
to se transformaron unas a otras para formar un criterio capaz de alcanzar
a través de una amplia gama de grupos sociales. Una vez que los deberes
prácticos del ama de casa común se habían incluido en el contexto de la li
teratura cortesana, se restringieron cada vez más a aquellas tareas realiza
das dentro del hogar y sólo para el hogar. En contraste con economías do
mésticas anteriores, los libros de conducta del siglo xvm cesaron de ofre
cer consejo para el cuidado del ganado o la elaboración de curas medicina
les. Producir elementos que iban a ser consumidos por los formantes del
hogar ya no interesaba aparenteménte a sus lectores. A este respecto, in
cluso la literatura de instrucción del siglo xvm modelada sobre las econo
mías domésticas anteriores se vio influida por la literatura cortesana. Los
libros de orientación más práctica seguían insistiendo en la frugalidad, por
ejemplo. Pero en sus instrucciones para la preparación de comida la fruga
lidad se convirtió en una cuestión de buen gusto y en una forma de mos
trar la virtud doméstica, no de estirar los recursos para responder a las ne
cesidades del hogar. /VI proponer un menú «adecuado para una mesa fru
gal al tiempo que suntuosa», por ejemplo, The Compleat Housewife or, Ac-
complished Gentlewoman’r Companion ( 1734) convirtió la noción de de
coro de una norma económica a un nuevo estándar nacional. Una comida
proporcionada con los medios de uno. en otras palabras, se convirtió en
una comida «adecuada para las constituciones y los paladares ingleses,
sana, apetitosa, práctica y fácil de preparar»1\
Si las virtudes abstractas de la mujer otorgaban valor a los deberes del
ama de casa, las virtudes espirituales honradas por la literatura cortesana
anterior quedaron limitadas en cuanto a la forma en la que podrían ayu
darle a llevar a cabo sus deberes prácticos. Una vez que la virtud femenina
vino a estar tan vinculada con el trabajo, los libros de conducta hicieron
desaparecer del ideal de mujer los rasgos que en un tiempo habían pareci
1 4 The Young Ladies Companion or. Beauty's l.ooking-Glass (Londres. 1740). Las citas del
texto corresponden a esta edición.
15 n. Smilh. The Compleat Housewife or Accomplished (Sentlewoman's Companion (Lon
dres. 1734), pág. 2. Las citas del texlo corresponden a esta edición.
do deseables porque realzaban a la mujer aristócrata. En un libro de con
ducta de mediado el siglo xix, T. S. Arthur llega hasta a atacar el ideal de
la virtud enclaustrada que durante siglos se había considerado deseable en
las mujeres aristócratas solteras. En su opinión: «Lo que se llama religión
del claustro no es religión en absoluto, sino simple egoísmo — un retiro del
deber real en el mundo, hasta llegar a un estado imaginario de beatería» (la
cursiva es m ía)16. Adviceto Young Ladies on the Improvement o f the Mind
and Conduct o f Life ( 18 10), de Thomas Broadhurst, muestra una tenden
cia igualmente prevaleciente hacia un antiintelectualismo dirigido a muje
res que buscaban una educación elitista — en cierto tiempo el privilegio de
las mujeres acomodadas- - y los placeres de la vida intelectual:
La que se ocupa fielmente de llevar a cabo los diversos deberes de una es
posa e hija, una madre y una amiga, está ocupada en algo mucho m is útil
que la que, descuidando de forma culpable las obligaciones más impor
tantes, está absorbida diariamente por especulaciones filosóficas y lite
rarias, o flotando por los aires en medio de las regiones encamadas de la
ficción y el romance17.
Tales ataques tanto a las mujeres religiosas como a las intelectuales conde
nan las virtudes femeninas asociadas con el ideal social dominante de la
cultura anterior. De esta manera, los libros de conducta buscaron definir
la práctica de la moralidad secular como el deber natural de la mujer. Si
ciertas formas agí arias y artesanas de trabajo se consideraban poco feme
ninas en virtud de su inclusión en el libro de conducta, entonces ciertas
manifestaciones de gusto y aprendizaje aristocrático se declararon corrup
tas y opuestas a los logros mentales de la buena esposa y madre. En el pro
ceso, sus deberes se redujeron a aquellos que parecían notablemente frívo
los, pero que eran — y hasta cierto punto todavía son— considerados, no
obstante, esenciales para la felicidad doméstica.
Vfe gustaría sugerir que los rasgos peculiares y la duración extraordina
ria del ideal doméstico tuvo que ver completamente con su capacidad de
suprimir los propios conflictos que tan evidentes resultan en el campo des
concertante de los dialectos que comprenden este cuerpo de escritos hasta
la segunda mitad del siglo xvm. Los autores de libros de conducta eran
agudamente sensibles a las diferencias más sutiles de estatus, y cada uno
representaba los intereses de sus lectores en términos de un sistema dife
lfl T. S. Arthur, Adviceto Youna L u d ia on their Duties and Conduct í« ¿//¿(Londres, 1853).
pág. 12. Las cilas del texto corresponden a estad edición. Aunque éste es un libro americano
de conducía, su inclusión en la colección dd Fawcett Museum cuyas otras pertenencias ret'e-
icnies a esia área son británicas sugiere que los deberes más activos exigidos de la muier de
Nueva Inglaterra en esta época se consideraban adecuados para las mujeres inglesas de la clase
media baja
I7 Thomas Broadhurst, Advice to Young Ladies on the Improvement o f the M ind and Con
duct o f Life (Londres. 1810), págs. 4-5.
rencial que oponía campo y ciudad, rico y pobre, trabajo y ocio y sin duda
intereses socioeconómicos más refinados o locales. Dentro de un campo
semántico semejante, la representación de cualquier papel masculino au
tomáticamente definía una postura partidista. A la hora de decidir el pa
pel que un hombre debería desempeñar idealmente, pues, los autores tan
to de ficción como de libros de conducta tuvieron que ponerse a un lado u
otro en un conjunto de estas oposiciones temáticas. Y hacer esto limitaría
proporcionalmente el público lector. La mujer, por contraste, proporcionó
un tema que podía unir precisamente a aquellos grupos que estaban nece
sariamente divididos por otras clases de escritura. Prácticamente era el
único lema que parecía estar libre de prejuicios hacia una ocupación, fac
ción política o afiliación religiosa. Al crear un concepto del hogar en el que
los grupos socialmente hostiles sentían que podían estar de acuerdo, el
ideal doméstico ayudó a crear la ficción de las afiliaciones horizontales
que se puede decir que se materializó como una realidad económica tan
sólo un siglo más tarde. Como parte de un esfuerzo por explicar cómo la
ficción doméstica pudo sobrevivir y adquirir prestigio mientras otras for
mas de escritura se alzaban y caían en popularidad, la siguiente descrip
ción demuestra cómo la formulación de la mujer doméstica superó los
conflictos y contradicciones inherentes en la mayoría de los demás esfuer
zos Ilustrados por reescribir las condiciones de la historia.
U n a c a s a d e c a m p o q u e n o es u n a c a s a d e c a m p o
18 Jacques Uonzclot escribe que «la riqueza se producía para asegurar la munificencia de
los Estados. Fra su {de la aristocracia] actividad suntuaria, la multiplicación y refinamiento de
las necesidades de la autoridad central, la que conduela a la producción. De ahí que la riqueza
se encontrara en el poder manifiesto que permitía que el Estado gravara para beneficio de una
minoría» The PoUcing o f Families, irad, Robert Ilurley (Nueva York, Pantheon, 1979), pág
13. En este sentido, la ostentación de la riqueza como adorno del cuerpocra un síijibolo de cate
goría social que todos podían entender.
19 Para un estudio del poema de la casa solariega, ver C. R. Hibbard, «The Country House
Poeio o f the Se ventcentb C entury», Journal o fthe Warburg and Courtauid Instílales. 19(1956),
159-174; Charles Molesworth, «Property and Virtuc: the Cenrc of the Country-IIouse Pocni in
the Scventeenth Century», Genre, I (1968), 141-157: William Alexandcr McClung, The
Country House in English Renaissarue Poetry (Berkelcy, University of California Press, 1977);
Don E. Wavne. Penhurst: The Semiolics v f Place and the Poelics o f Histary (Madison: Univer
sity of Wtsconsin Press. 1984); y Virginia C Kinny, The Country-IIouse Ethos in English Lile-
roture 1688-1750: Themes of Personal Retreat and National Expansión (Sussex, The Harvcstcr
Press, 1985). Don F Waync argumenta que la nueva casa solariega supuestamente resumía
siempre la nostalgia por los ideales de la antigua pero ahora entinta aristocracia: incluso hoy día
la casa de campo que sobrevive retiene, en palabras suyas, «un vestigio» de «el teatro para la
puesta en escena de un cierto concepto de "hogar"» (pág. 11).
20 Tudor Royai Proclamalions, TheLater Tudurs: 1588-1603. vol. III, eds. Paul L. Hughes y
James F. Larkin (New Haven. Yale University Press, 1969), pág. 175.1 as citas del texto corres
ponden a esta edición.
mente preciso de relaciones de parentesco determinadas por la metafísica
de la sangre. La orden afectaba desde las vizcondesas hasta a las hijas de
barones y esposas de los primogénitos de ios harones, desde los caballeros
de la cámara alta hasta aquellos que acompañaban a duquesas, condesas,
etc. La lista concluía con una orden de que «ninguna persona bajo los gra
dos especificados deberá llevar ninguna guarnición o ribete de seda sobre
enaguas, capa o protección» (pág. 179).
Estos intentos de regular el despliegue aristocrático pretendían evitar
que la riqueza oscureciera las reglas de parentesco que mantenían la jerar
quía social. F.ste imperativo político bien puede haber motivado que Jai
me I lanzara proclamas ordenando que la nobleza saliera de la ciudad y se
fuera al campo donde se suponía que ganarían el apoyo popular con sus
muestras de hospitalidad. Leah S. Marcus ha argumentado que con estas
medidas Jaime pretendía contrarrestar la resistencia política que se estaba
forjando en la ciudad, pero que también parecía estar extendiéndose a las
zonas rurales en 1616 cuando los intentos de los terratenientes de cercar
las tierras comunes produjeron disturbios21. En un discurso en la Star
Chamber de ese mismo año, Jaime, al igual que Isabel antes que él, repre
senta la ciudad como un lugar que atrae a tanta gente que «todo el campo
se ha venido a Londres; con el tiempo, Inglaterra será únicamente Londres
y todo el campo será un erial abandonado»22. Afirmaba que las esposas e
hijas, atraídas por modas extranjeras, obligaban a sus maridos y padres a
abandonar el campo para ir a Londres donde la virtud de una mujer se ve
ría inevitablemente mancillada. Para corregir todos estos abusos, promul
gó una orden para «mantener el antiguo modo de Inglaterra: porque era la
costumbre que el honor y la reputación de la nobleza y clase acomodada
inglesas vivieran en el campo e hicieran gala de hospitalidad» (págs. 343-
44). En otras palabras, Jaime consideraba la buena vida campestre como
un medio de mantener el apoyo popular a la corona. Y con esto en mente,
se ocupó de que las prácticas de la aristocracia centradas en la casa de cam
po representaran todo lo que era auténticamente británico.
Los libros de conducta para mujeres del siglo xvm, por lo tanto, soste
nían dos tradiciones particularmente poderosas, una que tenía que ver con
las normas para mostrar el cuerpo de la aristocracia y la otra que tenía que
ver con la práctica de la hospitalidad en el campo. Estas prácticas simbóli
cas daban autoridad al poder aristocrático — poder basado únicamente en
el nacimiento y el título— cuyo lugar apropiado era la casa solariega. Pare
ce razonable asumir que, en oposición a estas tradiciones, los libros de
conducta femeninos cambiaran el ideal de lo que la vida inglesa debía ser
cuando sustituyeron los dispendios de la vida aristocrática por las prácti
21 Leah S. Marcus, «“Present Occasions” and the Shaping ofBcn Jonson’s Masques»,ELH ,
45 (1978), 201-225.
22 The Political Works o f James 1, ed. C. H. Mellvvain (Cambridge. Harvard Univcrsity
Press. 1918), pág. 343. Las citas del lexto corresponden a esta edición.
cas frugales y privadas del caballero moderno. Éste fue sin duda el princi
pal objetivo político de tales escritos y la razón primera de que atrajera re
pentinamente a tantos autores y lectores. Pero la nueva representación de
la vida campestre inglesa dependía de otra estrategia retórica que denigra
ba el cuerpo ornamental del aristócrata para exaltar a la mujer doméstica
en el anonimato y, con todo, siempre vigilante. Al desafiar a la metafísica
de la sangre, tal representación llegaría a vaciar el cuerpo material de la
mujer para llenarlo con los materiales de un yo basado en el sexo, o psico
logía femenina. Capítulos posteriores seguirán la pista de este proceso,
pero mi intención en este capítulo es mostrar cómo la definición de los li
bros de conducta de la mujer deseable permitió por primera vez a un nú
mero considerable de grupos de interés en competencia identificar sus in
tereses económicos con el mismo ideal doméstico.
Esta estrategia para desviar la oposición política entre campo y ciudad
se puede aislar en una serie de manuales. The Compleat Housewife or.
Accomplished Gentlewoman ’s Companion (1734) promete dar al lector un
conjunto de «Instrucciones generales para aderezar de la forma mejor,
más natural y sana, aquellas Provisiones que son el Producto de nuestro
Campo y de tal Forma que agrade en la mayor medida a los Paladares In
gleses» (pág. 2). La forma en que el ideal de una mesa apropiada para eco
nomías diversas del reino servía en realidad a los intereses agrarios se hace
evidente cuando consideramos que tipo de comida prohíbe el manual. Al
afirmar que es «para nuestra Desgracia» que los ingleses hayan «admirado
hasta tal punto el paladar francés, las modas francesas y las comidas fran
cesas» (pág. 2), el autor habla en bien de los intereses agrícolas. Pero es im
portante el hecho de que ataca el gusto urbano por las cosas importadas,
metiéndose con la diela «poco sana» que teóricamente se sirve para com
placer el gusto aristocrático. Limitado a las cuestiones domésticas, su co
mentario político evita traer a colación la oposición entre los intereses
agrícola y los propios de quienes, en número creciente, importaban
bienes para los mercados urbanos. Unos cuantos años más tarde, en 1740,
The Young Ladies Companion or, Beauty’s Looking-Glass ataca de forma
similar los gastos del hogar sin ningún tipo de moderación. Empleando
términos que habrían sido especialmente significativos para gentes de ciu
dad ambiciosas, este autor elabora sobre el desastre económico que se si
gue de imitar los criterios aristocráticos:
¿3 Harry Payne, «Elite vs Popular Mcntality in Ibe Ei&hleenth Cenlury». üludies in Eigh-
leenth Cenlury Culture, 8 <1979). ) 10.
24 The Complete Servant. Being a Prm lical Cuide lo the Peculiar Duliei and Businesi of all
Deseriptíons o f Servanls (Londres, 1825), pág. 4.
a ver la casa solariega no como el centro del poder aristocrático (masculi
no), sino como la perfecta materialización del carácter de la mujer domés
tica (no aristócrata). En plena época victoriana, este modelo de domestici-
dad de clase media comenzó a determinar la forma en que la aristocracia
se representaba a si misma también. Mark Girouard cita una serie de
ejemplos que dan fe de este curioso giro en la historia cultural británica:
25 Mark Girouard, Life in the English Countrv Mouse: A Social and Architectural History
(New Haven, Yale University Press, 1978), pág. 270.
T r a b a j o q u e n o ES t r a b a j o
3® Elizabeth Hamilton, Letters: Addn'ised to the Daunhter o f a Sobleman on the torm alion
oíReligious and M oral Principie (Londres. 1806), pág. 109. Las citas del texto corresponden a
esta edición
Sobre esta cuestión, ver M. Jeannc Rctcrson, «The Victorian Govemess: Status Incon-
gnicncc in Family and Socicly», en Suffer and Be Still: Women tn the Vidonun Age, ed. Martha
Vicinus (Btoomingtori. Indiana University Press, 1972), págs. 3-19.
iizaron para trazar lineas culturales. El que realizara los del>eres de la mu
jer doméstica por dinero borraba una distinción de la que parecía depen
der la propia noción de género. Ella parecía poner en cuestión una distin
ción absolutamente rígida entre el deber doméstico y el trabajo realizado
por dinero, una distinción grabada tan profundamente en la imaginación
pública que la figura de la prostituta se podía invocar libremente para des
cribir a cualquier mujer que osara trabajar por dinero. Una condena feroz
de las criadas femeninas afirmaba que «la mitad de los seres ruinosos de
su sexo, que viven del deplorable sueldo de la iniquidad, durante el corto
tiempo que viven, son despedidas por orgullo»32. Las motivaciones de
cualquier mujer que trabajara por un deseo de dinero se ponían automáti
camente en duda, pero debe haber sido especialmente perturbador pensar
en una mujer tal llevando a cabo la supervisión de los jó%'enes. Es la trans
gresión que el ama de llaves comete al cruzar la línea de separación entre el
trabajo remunerado y los deberes domésticos el verdadero motivo subya
cente de ataques tan burdos como el que sigue: «Tampoco podemos sor
prendemos demasiado por la falsa posición que ocupan las amas de llaves
cuando consideramos con cuánta frecuencia son inducidas simplemente
por motivos egoístas y sórdidos a buscar el empleo que deberían llevar a
cabo sólo a partir de una convicción de su adecuación mental y moral para
un cargo tan importante»3J.
Al diferenciar el papel ideal de la mujer tanto del trabajo como del en
tretenimiento, los libros de conducta crearon una nueva categoría de tra
bajo. Uno encuentra que mientras estos libros elaboran sobre todas las ta
reas que se pueden llamar deberes domésticos, siguen representando a la
mujer de la casa como si aparentemente no tuviera nada que hacer. Los
criados realizarían idealmente la mayoría del trabajo específico para go
bernar el hogar, si no todo. Con todo, la diferencia entre los excesos que
los manuales de conducta atribuyen a la vida campestre en una cultura
aristocrática y la economía doméstica que imaginaban para sus lectores
estaba directamente relacionada con la presencia del tipo adecuado de
mujer. Para resolver el enigma de la función esencial que esta mujer lleva
ba a cabo, debo volver a la distinción entre la mujer como sujeto y la mujer
como objeto de exhibición. Es útil recordar cómo la mujer doméstica sur
ge conforme se redefine el concepto de entretenimiento dentro del marco
de su subjetividad. De esta forma, su poder parece ser precisamente el po
der de convertir el comportamiento en acontecimientos psicológicos. Más
que eso, su poder es el de controlar y evaluar tales acontecimientos. Para
Al citar este pasaje, lo único que deseo es llamar la atención sobre el cam
bio de dicción que localiza el poder en los rasgos mentales de la mujer do
méstica. un poder que fue arrancado del cuerpo en el pasaje precedente.
Tan «completa», esta nueva mujer suscita «admiración» asi como «amor»
mientras que antes merecía sólo «afecto». En esta comparación entre dos
mujeres deseables, estamos siendo testigos del hecho del cambio cultural
desde una forma anterior de poder basada en la exhibición suntuosa hasta
una forma moderna que funciona a través de la producción de subjeti
vidad.
La capacidad de la mujer doméstica para supervisar era claramente
T.rasmus Darwin. A Planfor the Conduci o f Female Education ¡n Roording Schonls (Du-
blin, 1798). pág. 3. Las citas de! texto corresponden a esta edición.
más importante que cualquier otro factor a la hora de determinar la victo
ria de esta criatura, ardientemente anodina, sobre todas sus competidoras
culturales. Por esta razón, parece, la peculiar combinación de invisibili-
dad y vigilancia personificada en la mujer doméstica vinieron a represen
tar el principio de la propia economía doméstica. De Thoughis in ihc
t orm o f Maxims Addressed lo Young Ladics on iheir Firsi Establishmenl
in the World procede el consejo «No intentéis destruir sus (del hombre)
placeres inocentes con pretextos de economía: reducid en cambio vuestros
propios gastos para poder fomentar los de él»3*. Los manuales de conduc
ta demuestran cómo una mujer que intenta realzar su valor por medio de
formas de autocxhibición disminuiría significativamente las posibilida
des de felicidad de su familia, pero para que la situación doméstica ideal
llegara a producirse hacía falta algo más que su comportamiento comedi
do. La simple ausencia de virtud doméstica eliminaría también esa posibi
lidad. Tal como escribe un autor:
Si «su» (de él) objetivo es «acumular», entonces el «suyo» (de ella) es «re
gular», y «de su conducta en estos aspectos» depende el éxito de todos «los
trabajos del hombre». Por implicación, «la intuición y los principios» fe
menino aumentan el poder para acumular ganancias del hombre al liberar
capital incluso mientras el hogar hace uso de él y consume. La mujer do
méstica ejecuta su papel en el hogar regulando su propio deseo. De su «in
tuición y principio» depende el comportamiento económico que es lo úni
co que asegura la prosperidad. Concebida de tal modo, la autorregulación
se convirtió en una forma de trabajo que era superior al trabajo. La auto
rregulación era lo único que daba a la mujer autoridad sobre el campo de
los objetos y el personal domésticos, en el que su supervisión constituía
una forma de valor por derecho propio y era, por lo tanto, capaz de realzar
el valor de otras personas y otras cosas.
■
’ S La condesa Viuda de Carlislc. l'ltouxnis w the Form i>/ Maxtms Addressed lo Young
tedies on their First JZstahiishment in the World (landres, 1789). pág. 4
36 Mrs. Taylor, Praciicüt Hintx to Young Pernales on the Dudes o /a Wife. a Mother. and a
Mistrexs lo a Family, (Londres, 1$ 18), páft. 18
E c o n o m ía q u e n o es d in e r o
Debido a que suprimía las diferencias econóni icas, sobre todo ocultan
do e) espacio cada mayor entre ricos y pobres, esta nueva forma de valor
demostró que servia para gente cuyos ingresos variaban en gran medida en
la vieja sociedad. A pesar de su asociación con la riqueza y el ocio, la casa
solariega también llevaba consigo algo del residuo cultural de una econo
mía autosuficiente. Fiel a sus raíces en las economías domésticas de un pe
riodo anterior, los libros de conducta representaban tal economía en opo
sición a aquella basada en el dinero. Los libros de conducta reformularon
invariablemente esta oposición como su forma de preparar un ataque con
tra lo que veían como los excesos de una aristocracia corrupta. Las recetas
que componen la mayor parte de The Compleal Housewije or. Aecomplis-
hed Gentlewoman’s Companion revelan algunos ingredientes más hien ca
ros — perdiz y venado, por ejemplo— que la media de ios ingleses no po
dían obviamente permitirse sin convertirse en caballeros o en cazadores
furtivos. Insistiendo, no obstante, en su carácter apropiado «para una
mesa frugal así como suntuosa», el autor no desea implicar que la dicta
que propone sea una dicta de subsistencia. Su intención es la del reforma
dor: combatir los males del criterio aristocrático del gusto con un criterio
alternativo que es, p o r implicación, mejor para todos menos para l o s de
las categorías más bajas de la sociedad. «Ya existen efectivamente en el
Mundo varios libros que tratan de este Tema y que llevan grandes Nom
bres, como Cocineros de Reyes. Príncipes y Nobles», declara su prefacio,
pero «muchos de ellos son impracticables para nosotros, otros capricho
sos, otros incomestibles, a menos que vayan dirigidos a Paladares depra
vados» (pág. 2). Al representar la mesa privilegiada como objeto de disgus
to. tales manuales otorgan a la mesa frugal un valor superior.
Las diferencias materiales parecen tener poco que ver con la determi
nación de la calidad de vida que uno puede disfrutar. Cuando el autor de
The Compleat Houscwife sitúa la mesa ideal en oposición a comidas que
exhiben riqueza y título, llama la atención sobre cualidades de la mente
que observa en los objetos a los que dedica su consideración, cualidades
que incluyen el carácter práctico, lo sano, lo equilibrado y la preocupación
por la salud. La mesa frugal alimenta al cuerpo social, igual que el gusto
aristocrático lo corrompe. A diferencia de aquel que refuerza las distincio
nes jerárquicas, el criterio más moderado de vida se extiende por un am
plio espectro de individuos dentro de la economía. Pero si la retórica del
libro de conducta no excluía de la buena vida a aquellos situados en la base
de la escala social, tampoco sugiere nunca que los pobres puedan vivir la
vida tan bien como los que tienen dinero en cantidad. Aunque relativa
mente pocos autores se sintieron obligados a decirlo en tantas palabras,
siempre se asumió, como uno de los autores más francos explica, que «allí
donde las bendiciones de la independencia y la fortuna se encuentran en
proporción liberal, se encontrará fácilmente el tiempo necesario para to
dos los propósitos de la mejora mental, sin descuidar ninguno de los más
importantes y sagrados oficios de la virtud activa»-17. Tal virtud evidente
mente pertenecía a la mujer que no había sufrido escasez económica ni se
había permitido extravagancias. Como otro libro de conducta explica, hay
más probabilidades de que la propia esposa sea frugal «si siempre ha esta
do acostumbrada a un buen estilo de vida en la casa de su padre»38. Esta
subordinación del dinero a un criterio superior de valor distinguió al ho
gar ideal de la vida familiar tanto en lo más alto como en lo más bajo de la
pirámide social en la que — en cada caso— la gente era conocida por sus
derroches de dinero.
Todos estos ejemplos bien sugieren o bien declaran abiertamente que
sin la mujer doméstica todo el marco doméstico se vendría abajo. Desde el
principio su presencia como supervisora fue un componente necesario de
su lógica cuLtural. La consistencia con la que términos como «modestia»,
«frugalidad», «regularidad» y «discreción» se repiten no se puede ignorar.
Los libros de conducta más prácticos se dirigen a lectores locales muy dife
rentes en lo que respecta a la constitución del hogar, la naturaleza de sus
objetos, el número y tipo de criados, el estilo de su mesa, el del vestido de
sus ocupantes y la conducta de sus actividades de ocio, a menudo llegando
a los más pequeños detalles en una u otra categoría. Pero cuando el siglo
xvm estaba ya bien entrado, las categorías generales del ámbito doméstico
se habían establecido ya y se habían vinculado a las cualidades de la mu
jer. Ella aportó estas cualidades al contrato sexual. Al mismo tiempo, eran
cualidades que demostraron ser suyas al gobernar ella el hogar de acuerdo
con el gusto que había adquirido por medio de una educación femenina.
Es decir, el carácter femenino y el del hogar se convirtieron en uno solo
cuando ella tradujo ios ingresos de su esposo en los objetos y el personal
que formaban parte de su hogar. Tal intercambio puso en práctica de in
mediato un contrato económico y ocultó la naturaleza particular de la
Iransacción al cumplir el contrato sexual.
Debe haber sido un momento memorable el que corresponde al esta
blecimiento de esta forma de representación de las relaciones de parentesco.
Por primera vez en la historia se expuso una opinión — admitimos que
una opinión minoritaria— que llamó la atención da gente de orígenes ra
dicalmente distintos, con ingresos sustancialmente diferentes y con pues
tos en diversas cadenas de relaciones sociales. Cualquier persona pertene
ciente a la categoría media podía así creer que estaba a su alcance el mis
mo ideal de vida doméstica. Imaginar esto era imaginar un orden de rela
ciones políticas sustancialmente distinto del que estaba vigente en ese mo
mento de la historia. Para explicar por qué el nuevo modo de pensamiento
Guineas
Ama de llaves 24
Profesora 30
Dama de compañía 20
Niñera jefe 20
Sólo unos pocos de los posibles lectores del autor podían esperar poder cu
brir todos los gastos de la lista. Pero para crear el mismo hogar con ingre
sos considerablemente menores, explica el autor, hay que empezar por el
principio de la lista, omitir los puestos de segundos y consumir en propor
ción con la cantidad de los ingresos propios. Así, vemos por qué ha inclui
do criados y personas al cuidado de los niños en lo alto de la lista, mientras
deja para el final, como los menos necesarios, aquellos sirvientes que sólo
la gente privilegiada se puede permitir emplear. El sistema vertical de rela
ciones basado en la cantidad de los ingresos del hombre se conserva, por lo
tanto, pero este baremo cuantitativo también queda invertido cuando se
encierra dentro de un campo femenino de información donde los valores
cualitativos dominan idealmente. El autor insiste en que, incluso así, cual
quiera puede observar las proporciones correctas y, dentro de las catego
rías proporcionales, el ejercicio correcto de prioridades. Según este punto
de vista, sólo el ejercicio de estas cualidades personales —conocidas en
cualquier otro lugar como «discreción», «modestia», «frugalidad» y «re
gularidad»— pueden asegurar ia felicidad doméstica.
Este manual ofrece una representación inusualmente sistemática
— una gramática, en realidad— de lo que era en aquel momento de la his
toria un lenguaje común de objetos y personal doméstico. Resulta justo
decir que, a partir de mediados del siglo xvm, todo libro de conducta fe
menino presuponía una gramática tal simplemente centrándose en una o
más de sus categorías. El principio de la traducción demostrado en el texto
anteriormente citado estaba vigente en la mayoría de los libros de conduc
ta desde comienzos del siglo xvm. Para principios det xix, cuando apare
ció The Compleat Servanl, pues, este principio había transformado la su
perficie material de la vida social hasta el punto en el que tal gramática
descriptiva se podía escribir. No se trataba de que los hogares ingleses su
frieran una redecoracíón total. Creo que es más probable que la textura del
hogar cambiara conforme la gente comenzó a interpretarlo de forma dife
rente, es decir, conforme la gente comenzó a considerar al hogar en los tér
minos de una representación escrita. Al menos es bastante plausible que la
vida doméstica se convirtiera en primer lugar en un texto autónomo cuan
do sus objetos y personal, que parecían tener poca relación con la región y
las condiciones locales de trabajo externas a él, lograron una identidad se
gún una fuerza inlema — un principio psicológico— que los mantuvo uni
dos. Por medio de este principio de interpretación, también, el hogar dejó
de exhibir el valor de los ingresos del hombre y adoptó en lugar de ello las
cualidades humanas más internas de la mujer que regulaba la economía
doméstica.
Como un mundo de objetos investidos asi de significado, el hogar dejó
de poderse invocar y usar arbitrariamente por autores de ficción y por los
que escribían libros de conducta. La ficción doméstica partió de la asun
ción de que un mecanismo interpretativo similar se podía aplicar simple
mente representando estos objetos por medio del lenguaje. Tal lenguaje
estaría gobernado por la misma norma que convertía las diferencias mate
riales en diferencias psicológicas, o valores masculinos en normas femeni
nas. Antes de que Richardson escribiera Pamela. el hogar feminizado ya
era un campo de información familiar, pero aún había de ser escrito como
ficción. Y para cuando aparecieron las novelas de Austen, la compleja gra
mática que organizaba ese campo había pasado evidentemente al conoci
miento común hasta tal punto que simplemente se podía dar por sentada.
Si los escritos de Austen se caracterizan por una especie de economía y
precisión sin precedentes, se debe al menos en parte a esta intertextuali-
dad. En su mundo, uno no podía sólo extrapolar el valor neto de un hom
bre a partir de unos cuantos objetos hogareños, sino que podía también si
tuar a su esposa en una escala psicológica. En Emma. por ejemplo, la ad
quisición caprichosa de un piano por Frank Churchill para Jane Fairfax
representa una intrusión de valores masculinos en el hogar exclusivamen
te femenino de su tía, Miss Bates, La mera aparición de un objeto que vio
la las proporciones y prioridades de un determinado hogar es suficiente
para generar narraciones escandalosas que implican que Jane se ha rendi
do a la seducción. O el hecho de que Augusta Elton no logre apreciar el es
tilo modesto del vestido de novia de Emma — «Muy poco satén blanco,
muy pocos lazos de encaje; ¡de lomas penoso!»'12— es suficiente para cali
ficar su propio gusto como algo irremediablemente unido a los valores
Jane Austen, Em m a, cd. Stcphcn M. Parrish (Nucv» York, W. W. Norton, 1972), pág.
335. (Emma. Planeta. Barcelona, 1982.)
materialistas que contradicen la metafísica de la domesticidad que domi
na el ideal de comunidad de Austen.
Más tarde, Mrs. Gaskell extendió este código de valores a los hogares
de los trabajadores pobres. En Mary Hartón describe esta escena con el fin
de demostrar cómo la aplicación dedicada de la economía doméstica por
una mujer podría realzar el valor del magro salario de un hombre:
Las Bronte, por otra parte, llevarían el mismo ideal al campo de Yorkshi-
re, donde el reparto de espacio dentro de una casa y los objetos que la lle
nan siempre describen la aparición de este mundo de objetos y el choque
entre sus valores y los de la casa solariega tradicional. Pero Dickcns lleva
ría el arte de este lenguaje de objetos hasta su extremo lógico al crear un
mundo totalmente fetichi/ado. No hace falta pensar en las traperías que
reaparecen aquí y allá a lo largo de su ficción, ni siquiera en el castillo de
Wemmick de Grandes esperanzas, que Lévi-Strauss tomó como ejemplo
por excelencia del bricolaje, o un lenguaje de objetos de segunda mano44.
Incluso más importante que estas curiosas piezas fijas son las representa
ciones de Dickeus del hogai habitado por dinero nuevo. Aquí se puede ob
servar cómo los objetos entran en un intercambio demoníaco con sus pro
pietarios por el que las cosas adquieren cualidades humanas y la gente que
vive en una relación con tales cosas se convierte en objetos regulados por
las mismas cosas a las que han dotado de valor humano. Tal como Do-
rothy van Ghent ha señalado, esta forma particular de intercambio entre
sujeto y objeto impregna el mundo dickensiano y genera su carácter distin
tivo, que es el de un mundo superficial donde los individuos comunican la
ausencia de profundidad4-'. Está, por ejemplo, el bien conocido pasaje de
43 Elizabeth Gaskell, Mary Hartón, A TaíeofManchester Life, cd. Stcphcn Gilí (Harmonds-
worth, Penguin, 1970), pág. 49.
44 Claude Lávi-Strauss, The Savage Mind, (Chicago, University o f Chicago Press, 1973),
pág. 150.
45 Dorothy van Ghent, por ejemplo, escribe: «F.sic principio general de cambios recíprocos,
por d que las cosas ban venido a estar como diabólicamente animadas y la genle ha quedado re
ducida a características de cosas —como si, por una ley de conservación de la energía, la huma
nidad de la <iuc la gente es incapaz hubiera goteado en el ambiente extemo— puede funcionar
simbólicamente en la asociación de algún objeto con una persona de modo que el objeto asuma
Laesencia y el significado de la persona.... Este recurso de asociación es un recurso familiar en la
ficción; lo que distingue el uso que Dickcns hace de él es que el objeto asociado no actúa simple
mente para ilustrar las cualidades de una persona simbólicamente — como los novelistas nor
malmente lo emplean— . sino que tiene una función metafísica necesaria en el universo de Dic-
kens: en este universo los objetos usurpan realmente las esencias humanas; comenzando como
fetiches, tienden — y algunas veces lo hacen literalmente— a devorar y apropiarse de los pode
Our Mutual Friend en el que Dickens hace que un plato de Podsnap pase
como comentario de la gente reunida a su alrededor:
Hay que destacar que esta critica del plato en cuestión no apunta a aque
llos que cumplen el código del manual de conducta, sino a los que usan los
objetos para exhibir su riqueza y su poder. El afecto de Dickens por la in
versión cultural deja inmune la idea del hogar como un sistema puramen
te relacional de objetos que incluye gente entre ellos. La aparición de este
mundo de objetos que está libre de trabajo distingue al hogar del mundo
del trabajo y une a los individuos por medio de formas de afecto más que
por cualquier necesidad de supervivencia económica. Construir y conser
var este mundo sin trabajo exige, .sin embargo, una preocupación y una vi
gilancia infatigables, y ahí es donde la mujer figura idealmente. Ella y no el
hombre, tal como Dickens demuestra mejor que ningún otro, debería do
tar a las cosas de sus dóciles rasgos de carácter.
El p o d e r de l a fe m in iz a c ió n
r « del adorador del fetiche.» The Engtisk Novel: Fnrm and Funciion (Nueva York. Harper and
Row, 1961), págs. 130-131.
46 Charles Dickens, Our M utual Friend, ed. Monroe Engel (Nueva York, Random House,
1960), p,íg. 136. (El amigo enm ín. Monlaner y Simón, Barcelona, 1940.)
47 Rogers, op. cit.. pág. 3.
deferencia no sólo representaba las cualidades esenciales de la naturaleza
femenina, sino que !o hacía de forma que dotaba a esta representación del
poder de las normas de conducta. Conforme los libros de conducta trans
formaron a la mujer en la encamación de las normas morales y la sociali
za d o s de los hombres, también cambiaron las cualidades que se solían
atribuir a la naturaleza femenina y las convirtieron en técnicas de regula
ción de deseo. Estas técnicas tenían el principal objetivo de producir for
mas de comportamiento económico diferenciadas por el género. Los li
bros de conducta de mediado el siglo xix completaron así un proceso cir
cular que también cambiaría las prácticas económicas consideradas más
naturales y deseables en un hombre.
Advice lo Young Ladies on their Dudes and Conduct in Life, escrito en
Estados Unidos en 1853 por T. S. Arthur. amplía el principio de la virtud
femenina hasta hacerlo la razón de ser de una forma de comportamiento
económico que vino a conocerse como la doctrina del autointerés ilustra
do. Esla doctrina representaba el principio de la educación femenina de
una forma que lo hacía aplicable a los hombres así como a las mujeres, tal
como la dicción del autor implica:
Este pasaje ataca primero el concepto cristiano del propio sacrificio sobre
la base de que viola los hechos de la naturaleza humana sobre los que do
mina el egoísmo. La disposición cristiana se rechaza desde la primera frase,
pero sólo para introducirse a través de la segunda. Una vez desaparecida, la
doctrina teológica convencional regresa en una forma profundamente se
cularizada, como una cualidad que el autor considera necesaria en una
mujer y que tiene también una aplicación universal. Si los libros de con
ducta opusieron habitualmente la disposición femenina hacia el capricho
aristocrático, lo hicieron con el fin de transformar los instintos codiciosos
del hombre para que sirvieran al bien general. No intentaron suprimir
esos instintos. Representados como cualidades inherentes en ia sexuali
dad, que eran entonces diferenciadas según el género, las dos formas de
deseo — codicia y altruismo— no planteaban ninguna contradicción. El
intercambio sexual convirtió la codicia masculina en objetos que propaga
ban la gratificación por todo el hogar.
La lógica del contrato había reorganizado tan profundamente las rela
ciones sexuales a comienzos del siglo x ix que el principio del deber do
méstico se podía extender, pues, más allá del hogar de clase media para
formar la base de una política social general. La plataforma reformista de
Hannah More y sus colegas se basaba en este principio. «Incluso los que
admiten el poder de la elegancia femenina en los modales de los h o m
bres», argumenta ella, «no siempre lo acompañan de la influencia de los
principios femeninos sobre su carácter»48. Si es prerrogativa de las muje
res regular los deseos de los hombre, la domesticación constituye una fuer
za política de no escasas consecuencias, de acuerdo con More. Tal como
explica en el principio de su obra Structures on the Modern System o f t e
níale Educalion:
El Dr. Gregory asegura de forma similar a sus muchos lectores: «El poder
de una mujer corno es debido sobre los corazones de los hombres, de los
hombres de mejores orígenes, llega incluso más lejos de lo que ella puede
concebir»4'1. Con una especie de tendencia despiadada, los autores del si
glo xix utilizaron el lenguaje que identificaría las habilidades de supervi
sión con el atractivo sexual de una mujer. The New Female Instructor or.
Young Wornan’s Guide to Domeslic Happiness, escrita en 1822, cita
«ejemplos de la influencia que las m u j e r e s s e n s a t a s han tenido siempre
sobre los hombres con sentimientos»50. Invocando la creencia de que los
poderes específicos se podían atribuir al género, el autor promete elaborar
sobre «todas aquellas cualidades que te permitirán lograr el deseado arte
de complacer, que te dará derecho a representar el carácter de una m u j e r
s e n s a t a , v q u e te concederá todo el poder del q u e acabo de hablar»
(pág. 2).
Conforme tales escritos convertían el placer sexual en un poder regula
dor, también dotaron al poder de la vigilancia de todas las características
de un padre benevolente. El nuevo currículum práctico adoptó la estrate
gia formulada por los autores de libros de conducta al disponerse a produ
cir un individuo que pudiera regularse por sí mismo. Introduciría mate
mática práctica y ciencias en el currículum estándar, sin duda, pero a lo
largo de la primera mitad del siglo xtx y hasta bien entrada la segunda, los
reformadores educativos — reformadores de todo tipo en realidad— con
centraron una energía desmesurada en el control de las actividades perifé
ricas del ocio del individuo más que en asegurar la supervivencia econó
48 Hannah More. Strictures on the Modern System c¡fFemale Education. The Works o f H an
nah More. vol. 1 (New York, 1848), pág. 313.
49 Dr. John Gregory, A Father's Lesacy to his Daughters (landres, 1808). pág. 47.
50 The New Female Instructor or. Young Wotnun's Guide ¡o DomesUc Happiness (Londres,
1822), pág. 2.
mica de uno51. La preocupación pedagógica pareció quedarse fijada en no
velas, periódicos y conversaciones y no en las áreas del conocimiento que
teóricamente podrían parecer más prácticas. El siguiente capítulo — y de
hecho el resto del libro— se centrará en este concepto de instrucción como
una forma de control social. Por ahora sólo hace falta decir que muchos
autores de libros de conducta parecieron pensar que la educación de una
mujer equivalía a poco más que a infundir buenos hábitos de lectura y
cultivar el arte de la conversación. Parecían confiar en que una educa
ción semejante establecería la base para el gobierno eficaz del hogar por la
mujer.
Este concepto del trabajo de las mujeres como la regulación de la infor
mación yace tras una fábula incluida en el manual de T. S. Arthur. Por lo
tanto, debería darnos alguna idea de cómo las estrategias de domestica
ción se convertirían en una política de largo alcance — e inherentemente
colonial— en Estados Unidos. La fábula afirma que su propósito es de
mostrar que «por muchas y muy grandes que sean las desventajas bajo las
que una joven pueda trabajar, ella podrá alzarse, si lo desea, muy por enci
ma del punto, en cuanto a condición externa, del que partió en la vida»52.
En el mismo momento en el que la popularidad de la filosofía de ayudarse
a uno mismo se encontraba en su punto culminante53, los libros de con
ducta declinaron mostrar cómo una mujer trabajadora podía elevarse so-
eialmente por medio del trabajo industrioso. Muy al contrario, se nos dice
lo siguiente:
De las jóvenes que trabajaban en el taller donde Ann [la heroína de la fá
bula] aprendía su oficio, no había ninguna más aventajada que ella;
sieie se casaron con hombres de inteligencia escasa y hábitos vulgares y
nunca se abaron por encima de su condición original. Otras dos eran
más como Ann y las pretendían hombres jóvenes de una clase mejor.
Una de ellas no se casó (pág. 76).
De hecho, la fábula muestra que cuando Ann se alza por encima de aque
llos de «inteligencia escasa y hábitos vulgares» a través de su dominio de
las lecciones de conducta femenina, se eleva socialmente; se convierte en
una mujer con la que están dispuestos a casarse hombres de «una clase me
jor». Por lo que respecta a esta historia, lo único que necesita una mujer
51 En este punto tengo mucho que agradecer a! estudio de Thomas Laqucur de las escuela*;
dominicales como un instrumento de control social en virtud de su habilidad para apropiarse
del tiempo de ocio. Religión and Respcclabilíty: Sunday Schouh and Working Class Cullure
J 780-1850 (N 'w Haven, Yale Umvcrsity Press, 1976). pág». 227-239. Para un relato distinto
del oso del tiempo de ocio en el siglo xix, ver Hugh Cunninghain, I.eisurem ihelndunrial Reto-
lu/ion. 1780-1880 (Nueva York. Croom Hclm, 1980).
52 Arthur, op. d i., pág. 76.
53 En relación con la popularidad de Self-Heip (1859) de Samuel Smiles, un libro que pre
sentaba la autorregulación como la clave del éxito en el mundo de los negocios, Asa Brigg* seña
la que se vendieron 20.000 ejemplares en el plazo de un afio desde su aparición. The Age ofím-
provemenl 1783-186 7 (Londres, Longman's, 1959), pág 431.
para alzarse sobre su «condición original» es resistir las tentaciones de
holgazanería y convertirse en un ejemplo de las normas de feminidad de la
clase media. Habiendo establecido esto como la base de su atractivo se
xual para el hombre, el relato concluye con una descripción de la recom
pensa que Ann gana por encarnar tan estrechamente el barerno femenino:
«Y en la proporción en la que sube encontrará un grado más alto de felici
dad y será capaz de hacer más bien de lo que habría sido posible en caso
contrario» (pág. 76). Si logrando internalizar las normas de los libros de
conducta, Ann se puede casar por encima de su posición, el altruismo es
tanto la recompensa por este esfuerzo de regulación de sí misma como su
obligación como esposa de un hombre próspero. El relato concluye, en
otras palabras, exaltando una forma de trabajo que no es trabajo en abso
luto, sino una forma de regulación de uno mismo que funciona como un
fin en sí mismo.
Este principio se podría extrapolar del hogar y aplicarse a la sociedad
en conjunto donde ofrecía una forma de exhibir la largueza aristocrática
— o patemalismo benevolente, como se le llama más apropiadamente—
en relación a aquellos grupos que más habían sufrido a causa de los cam
bios ocasionados por la industrialización de Inglaterra. La aplicación polí
tica de esta nueva idea de trabajo se hace instantáneamente aparente si se
observa cómo el principio que organiza el hogar se extendió hacia fuera
para ofrecer la retórica liberal que representara la relación entre un grupo
social y otro. Al crear un currículum para el pensionado dirigido por sus
dos hijas ilegítimas, Erasmus Darwin intentó idear una forma de infundir
en las mujeres la idea de que su trabajo era su propia recompensa. «Debe
ría haber un plan en las escuelas para promover el hábito, así como el prin
cipio de la benevolencia», tal como él le llama. Teniendo estoen mente, el
autor sugiere que «todas las damas podrían ocasionalmente aportar una
pequeña suma, a la vista de un niño desnudo y necesitado, para adquirir fra
nela o lino basto para ropas, que podrían aprender a cortar y hacer ellas
mismas; y así la práctica de la industriosidad se vería unida a la de la libe
ralidad»54. Al permitir que las mujeres produjeran bienes destinados a la
caridad cuando ya no era respetable que las produjeran para su propia san
gre, mucho menos para propósitos comerciales, los libros de conducta fo
mentaron una cierta forma de relaciones de poder que florecería más tarde
cuando se desarrollaron las instituciones de beneficencia de la cultura mo
derna.
Fue su aptitud reconocida para llevar a cabo actos de caridad lo que
primero permitió a las mujeres salir de la casa y pasar al ruedo político.
Tal como defiende Martha Vieinus: «El debate público sobre las condicio
nes en las que vivían los pobres de las ciudades ofreció a los reformadores
la puerta abierta que necesitaban»^. Sobre la base de una necesidad de la
Los deberes privados y hogareños de las mujeres tfue los tienen son, más
allá de toda duda, su primera preocupación y una preocupación que
cuando se toma completamente en serio debe a menudo ocupar todo su
tiempo y energías. Pero es una suposición ahsurda y característica del tra
tamiento que se da a las mujeres, seguir suponiendo que todas ellas tie
nen deberes hogareños, y tratando licitamente a las que no tienen ningu
no como si ocuparan el lugar equivocado en la tierra creada por Dios, y
no tuvieran nada en absoluto que hacer allí. Debe haber un propósito
para las vidas de las mujeres solteras en el orden social de la Providen
cia...; ella no tiene menos deberes que las otras, sino deberes más exten
sos y quizá más laboriosos. No el egoísmo — flagrante para un prover
bio— sino el sacrificio personal más completo que el que pertenece a la
vida doble del matrimonio, es la verdadera ley del celibato (pági
nas 13-14).
Torna una mente del menor grado posible, el pequeño paria de las calles,
abandonado por padres que carecían incluso de los instintos humanka-
dores de la naturaleza, expuesto a toda influencia del mal y que no sabe
nada bueno; los primeros pasos para reclamar, humanizar una mente se
mejante, serían ponerla en un ambiente moral, cultivar y elevar su inteli
gencia y mejorar su condición física'6.
¿920 (Chicago, University o f Chicago Press. 19»5).pág. 15. I¿s citas del lexlo corresponden a
esta edición.
5* Madame de Watend, PraClical Hinis on ¡he Mora!. Menta!andl'hyiical Traininz of Girls
ai School (Londres, 1847), pág. 64.
ca» del «pequeño paria de las calles» aparece como una especie de ocu
rrencia posterior.
La división sexual del trabajo puede haber comenzado al permitir que
dos formas diferentes de entender la realidad social conistieran lado a
lado, más que como el modelo puritano del matrimonio. Pero la inserción
de una nueva idea del trabajo en el campo de la información social llegaría
a hacer que la división sexual del trabajo sirviera como una forma de re-
concebir el todo. Debido a que se confinaron estrictamente a cuestiones
de economía doméstica, los libros de conducta pueden parecer menos dig
nos de mención por sí mismos que los otros escritos que caracterizan los
siglos xvjn y xix. Pero lo que he estado persiguiendo al avanzar en círcu
los hacia detrás y hacia adelante en el tiempo a través de este cuerpo de da
tos extremadamente familiar, pero relativamente ignorado, es la forma
ción de un lenguaje especializado de sexualidad. Al suprimirla cronología,
he intentado mostrar cómo este lenguaje — circulando entre lo psicológico
y lo económico, así como entre lo individual y el Estado— separó y re
constituyó a uno en relación con el otro y produjo así un discurso, una
nueva forma de almacenar información cultural que cambió la totalidad
de la superficie de la vida social. Un cambio semejante no podía haber
ocurrido en un solo momento o a través del esfuerzo de cualquier persona
particular, aunque algunos tipos de escritura claramente disfrutaron de
mayor popularidad que otros durante este periodo de tiempo. Es más pro
bable que el cambio tuviera lugar por medio del uso persistente de ciertos
términos, oposiciones o figuras hasta que las diferencias sexuales adqui
rieron el estatus de verdad y dejaron de necesitar ser escritas como tales.
Adoptando el poder de una metafísica, pues, estas categorías tuvieron el
poder de influir no sólo en el modo en que la gente entendía el trabajo,
sino también en cómo consideraba el mundo de los objetos y, por tanto,
experimentaba deseos por tal mundo.
A pesar de cambios notables en el énfasis y la terminología de los libros
de conducta, que apuntan hacia fuera del hogar a las vicisitudes de la vida
económica, a la historia social y los asuntos de los hombres, así como a la
secuencia de acontecimientos que han venido a formar parte de la historia
literaria, he considerado en su mayor parte estos textos bien diferentes
como una sola voz y un discurso continuo. El propósito que me guía ha
sido mostrar mi convicción de que la cultura domestica funcionó en reali
dad como un principio de continuidad que impregnó la superficie social
para ofrecer un marco conceptual estable, dentro del cual estos cambios
«exteriores» aparecen como otras tamas variaciones del tema sexual. Aun
que se trate de un género femenino, con frecuencia escrito por mujeres y
dirigido a lectoras femeninas, los libros de conducta de los siglos xvm y
x ix — o de la misma manera, libros de conducta femenina anteriores—
estaban sintonizados con los intereses económicos que se designaban
como dominio del hombre. En virtud de su aparente separación de la eco
nomía en sentido más amplio de la que era parte fundamental, la econo
mía doméstica proporcionó las fábulas en cuyos términos se replanteo rían
las relaciones económicas. Lo que es más, como he argumentado, las rela
ciones sexuales pudieron dar forma a esta nueva narrativa maestra preci
samente debido a esa apariencia de que su poder era más restringido.
Conforme los libros de conducta reescribieron el sujeto femenino para
un público del siglo xvm , cambiaron toda la intención estratégica del gé
nero desde la reproducción de un slalu quo — un hogar aristocrático—
hasta la producción de un futuro siempre en retroceso. Si precedió a la for
mación de una serie coherente de principios económicos asociados con el
capitalismo, esta retórica reformista anticipó incluso el establecimiento
del matrimonio como una institución social. Los libros de conducta vie
ron siempre el mundo doméstico como un mundo que debía desempeñar
un papel. Cuando la aprobación de la Ley de Matrimonio de 1754 institu
cionalizó el hogar y lo situó más firmemente bajo el control del Estado de
lo que nunca lo había estado, el sentido de su futurismo no desapareció
para los autores y lectores de los libros de conducta. Con los tremendos
cambios demográficos de finales del siglo xvm y las violentas disputas la
borales de las décadas siguientes, la división sexual del trabajo se convirtió
rápidamente en un fail accompli, pero los libros de conducta conservaron
su punto retórico de una promesa que estaba por cumplirse. Incluso hoy
día esta promesa no puede aparentemente distinguirse de la propia forma.
Tales manuales siguen ofreciendo el poder de la auiotransformación. Per
siste la ilusión de que hay un yo independiente de las condiciones materia
les que lo han producido y que un yo semejante puede transformarse sin
cambiar la configuración social y económica en oposición a laque se cons
truye. Este poder de transformación todavía parece surgir del yo y afectar
a ese yo a través de estrategias de autodisciplina, cuya más perfecta puesta
en práctica sea quizá la anorexia nervosa. Lo que encontramos en libros de
instrucción para mujeres, pues, es algo que se puede incluir en el orden de
la hipótesis productiva de Foucault que continúa trabajando sobre el cuer
po material sin sentir el peso de la historia política porque esc cuerpo es el
cuerpo de una mujer. Sobre la base de que su identidad sexual la ha supri
mido una clase que valoraba a la mujer principalmente por razones mate
riales más que por ella misma, la retórica de los libros de conducta produ
jo un sujeto que de hecho no tenía cuerpo material en absoluto. Esta retó
rica sustituyó al cuerpo material por un cuerpo metafísico formado en su
mayor parte de palabras, si bien las palabras constituyen una forma mate
rial de poder por derecho propio. El cuerpo femenino moderno compren
día una gramática de la subjetividad capaz de regular el deseo, el placer, el
cuidado ordinario del cuerpo, el proceso de noviazgo, la división del tra
bajo y la dinámica de las relaciones familiares.
Como tal, la escritura de la subjetividad femenina abrió un espacio
mágico en la cultura en el que el trabajo ordinario podía encontrar su gra
tificación debida y en el que los propios objetos que enfrentaban a los
hombres en el mercado competitivo servían para unirles en una comuni
dad de valores domésticos comunes. Si el mercado dirigido por el trabajo
masculino vino a ser imaginado como una fuerza centrífuga que rompía
las cadenas verticales que organizaban un concepto anterior de la socie
dad y que diseminaban a los individuos de grado o por fuarza por todo el
paisaje inglés, la dinámica del hogar se concebía como una fuerza centrí
peta. El hogar volvía a centrar simultáneamente la comunidad disemina
da en una miríada de puntos para formar la familia nuclear, una organiza
ción social con una madre, más que un padre, como centro. El propio he
cho de sus simeLrías entretejidas sugiere que el mundo social doblado era
claramente un mito antes de que se pusiera en práctica, como fue efectiva
mente el caso durante casi un siglo.
El ascenso de la novela
1 l’ara una crónica de la tradición deprincipicis del sielo xvm que vinculábala novela con la
vida miserable, ver Lennard Davis. Factual Fietions: The Origins o f the Bnglish Novel (Nueva
York, Columbia L'niversity Press, 1983), págs, 123-37. Para la objeción a la novela por su atrac
tivo quasiciótico. ver John Riehctli. Popular F u lion Befare Richardsoni Narrative l'atterns
i 700-1734 (Oxford, Clarendon, 1969). En un número del Spei'lator de Addison y Stcele, por
ejemplo. Mr. Spectator advierte a los lectores sobre los peligros de mayo, advirtiendo que las
mujeres «están en un estado especial en lo Que se refiere a cómo se las entienden con los roman
ces. los bombones, las novelas y demás materiales inflamables, cuyo uso considero muy peligro
so durante este gran Carnaval de la Nat «raleza», citado en Four Befare Richardson: SelectedEn-
glish Novéis 1720-1727, ed. William H. McBumey (Lincoln, University o f Nebraska Press,
1963), pág. x¡. I j> novela se consideraba un uso del lenguaje — con frecuencia escrita por muje
res— destinado a inflamar las pasiones Los lectores modernos han advertido esta cualidad en
el lenguaje de muchas de las novelas escritas por mujeres en la primera mitad del siglo xvm. Pa
tricia Mever Spacks describe asi varias obras de Eliza Hayward y Mary Manley como «novelas
semipomográficas», en «Evcry Woman is at Heart a Rakc». Eighleenth Cenlury Studies, 8
(1974-1975), 32. Fue el elemento pornográfico de su lenguaje loque llevó a William Forsyth en
1871a abstenerse de citar ejemplos de ficción prerrichardsoniana en su libro The Novéis and
Noveláis of the Eighteenth Ceniury in íllustration ofthe Manners and Moráis o f the Age (Port
Washington, Nueva York, Kcnnikat, 1871; reimpreso en 1971). Dice que no puede citar ejem
plos de los modales bastos de las novelistas anteriores a Richardson: «Necesariamente no pue
do dar citas para mostrar esto porgue si lo hiciera me ofendería a mí mismo» (pág. 162). Ver
también Jcan B. Kear, «The Fallen Woman from the Perspective of Five I jtrly Eighteenth Ccn-
tury Womcn Novelists», Studies in Eighteenth-Cemury Culture, 10 (1981). 457-468 y Ruth
Perry, Women, Letters, andtheNovel (Nueva York, AMS Press. 1980). Para una lista délas que
se consideraban novelas antes de que la categoría fuera redeftnida, ver William H. McBurney./l
Checklist o f English Prose Ficlion 1700-1739 (Cambridge, Harvard (l'niversity Press. 1960).
2 Thomas B»t>adhurst,.'i{A,i « , !0 Young ¡.adíes on the Improwment ofthe M ind and Conduci
o f U fe (Londres. 1810). pág. 53.
de las cualidades del texto que resisten la estética moderna, sin embargo,
es identificar el papel del texto en el proceso mucho más extenso que yo
denomino feminización, en el que ciertas áreas de la cultura aristocrática
fueron adoptadas por el grupo social emergente3.
Para finales del siglo xvin los libros de conducta se habían puesto de
acuerdo con respecto a una clase de ficción que era verdaderamente segu
ra para que la pudieran leer las jóvenes. Ésta fue una clase no aristocrática
de escritura que era cortés y particularmente adecuada para las lectores fe
meninas. También tenía la virtud de dramatizar los mismos principios es
bozados en los libros de conducta. Evelina de Bumey es sólo uno de los
ejemplos más famosos de la ficción escrita por damas novelistas, como
eran llamadas las mujeres que escribían novelas corteses. Este tipo de es
critura se estableció basta tal punto, las clases instruidas le concedieron
hasta tal punto la aprobación por encima de otras variedades de ficción
más viejas y consideradas de rango superior que con el tiempo suplanta
ron a todo lo que la novela había sido con anterioridad. De esta manera,
una forma relativamente nueva de escritura vino a definir el género en el
transcurso de un número notablemente escaso de años. Austen pudo escri
bir Northanger Abbey y el resto de su ficción sabiendo perfectamente lo
que una novela tenía que hacer para ser considerada como tal. Nunca per
sistió en la dirección en la que empezó su carrera como escritora. Su Lady
Susan fue una obra de ficción, sin duda ninguna, pero no era ciertamente
una novela en el sentido eonés del término, porque la heroína parecía ser
una aventurera con éxito según el modo del drama de la Restauración.
Cuando mediado el siglo xix las nuevas clases medias se establecían y la
economía británica se había estabilizado, la novela ya era conocida como
una forma femenina de escritura y el conflicto entre ficción y la tradición
cortés de las letras estaba a punto de ser resuello. Llegado este momento,
ficciones como las de Richardson y Bumey fueron llevadas al reino de lo
normativo y se podía escribir una tradición continua de la novela en el
tiempo tanto hacia detrás como hacia adelante. Sin embargo, conforme la
novela fue escrita en una historia literaria, el proceso de su producción de
sapareció. Sólo las propias novelas conservaron la lucha entre la escritura
que sólo más tarde llegaría a ser conocida como novela y otro tipo de fic
ción — en una época llamada novelas o romances— que se han relegado
desde entonces a los áticos y trasteros de la historia cultural.
Comenzando con. Pamela de Richardson, pues, se puede observar el
proceso por el que las novelas se alzaron hasta una posición de respetabili
L a b a t a l l a d e i .o s l i b r o s
4 Thomas Gisbome, Eníptiry ¡nio the Duiies o j the Femate Sex (l-ondres, 1789). pá
gina 54.
5 Harriet Martincau predijo un serio problema social que surgiría de un programa de educa
ción que preparaba a las mujeres para no ser más que esposas: «Las mujeres se encuentran ron
que tienen que mantenerse, sin que se les dé la opción de una variedad de empleos o se les im
parta la educación necesario. Lfna consecuencia natural de esto es que las mujeres son educadas
res de una teoría de la educación basada en eJ género, que argumentaba
que el ambiente social de una mujer le ofrecía demasiadas formas de acti
vidad que resonaban con entretenimiento. Y así, renunciando a la idea del
trabajo femenino y, sin embargo, reconociendo los peligros del ocio, los
autores de libros de conducta generalmente insistieron en que las activida
des que comprendían las artes domésticas — y, por lo tanto, el deber de
una mujer— tenían que supervisarse con mucho cuidado precisamente
allí donde parecían más frivolas. Porque era allí donde la educación de
una mujer podría volver al estatus de aquellos entretenimientos sin tasa
que supuestamente descarriaban su deseo.
Convencidos de que las actividades de ocio de una mujer requerían
una supervisión, los autores, empeñados en resolver el problema plantea
do por el entretenimiento, desarrollaron una nueva noción de gusto — una
noción específicamente no aristocrática— y una nueva forma para ocupar
el tiempo de las mujeres. «Los Rudimentos del Gusto», explica Erasmus
Darwin:
deberían enseñarse [a las mujeres] con cierto cuidado; puesto que el gus
to entra en el campo de su vestido, sus movimientos, sus modales, asi
como en el de las bellas artes que pueden cultivar en su tiempo de ocio,
tales como la pintura, el dibujo, el modelado, la fabricación de flores ar
tificiales, el bordado, la escritura de cartas, la lectura, la conversación y
en casi todas las circunstancias de la vida6.
Continúa explicando que hay que tener cuidado de que estas actividades
no se conviertan en medios de autoexhibición: deben siempre ofrecer oca
sión para la «cultura mental o moral». La supervisión supuestamente era
lo que daba la diferencia entre los entretenimientos que conducían a la co
rrupción y las formas de ocio que ocupaban a una mujer constructivamen
te. Las actividades comprendidas en su educación se podían considerar
educativas sólo si eran supervisadas, y por la misma regla de tres, práctica
mente cualquier cosa se podía considerar educativa si ofrecía una ocasión
para considerar el matrimonio como el único objetivo en la vida» y por lo tanto a sentirse extre
madamente impacientes por asegurarlo.» ffon to Observe: Moráis and Manners (Londres,
1838). pág. 176. Mrs. Pulían es menos abierta que Martineau en su desafío de Jos conceptos de
amor de la clase media Así, ella dramatiza la aceptación general — para finales de siglo— de la
opinión de Martincau de que las mujeres deberían estar mejor equipadas para sobrevivir en eJ
mundo económico de lo que una educación femenina especializada les permitía: «y que ningu
na inglesa olvide al elegir su ocupación que el orgullo y la vanagloria de su país es su comercio.
Que todas las grandes instituciones de nuestro país, sus escuelas, sus hospitales, sus bibliotecas,
su riqueza aquí y la civilización que ha extendido fuera de sus frontera*, las debe a sus comer
ciantes y a su comercio. Recordando todo eslo, dejará de pensar en convertirse en una comer
ciante como en una degradación». Maternal Causéis to a Daughicr: Designed lo Aid Her tn the
Core ofHer Health, ¡mprovement ofH er M ind. and Cultivation ofH er ileatt (Londres. 1861),
pág. 148.
(i Erasmus Darwin, A Plan for the Conduct of Female Educa (ion in Bvarding Schools (Du-
blin, 1798), pág. 25.
para la supervisión. De hecho, parece que cuanto más inútil fuera la activi
dad, tanto más se prestaba al solo ejercicio de las técnicas de supervisión7.
Al aprender cómo llevar a cabo estas actividades, la mujer, por lo tanto,
aprendía el arte de la supervisión doméstica. Como la supervisión de las
actividades del tiempo de ocio ofrecía los medios para domesticar a la mu
jer, la mujer de tal modo domesticada adquiría principalmente las técni
cas de supervisión del tiempo de ocio. Siguiendo este objetivo estratégico,
la lectura era a un tiempo la forma más útil y la más peligrosa de ocupar el
tiempo de una mujer.
La idea de que la instrucción ofrecía el medio más eficaz para dar for
ma a los individuos fue la raison d'éire de los libros de conducta. Esta su
posición era inherente al género desde sus comienzos en una época ante
rior. Para los propósitos del presente argumento, pues, simplemente deseo
afirmar que tras todas las aseveraciones pedagógicas sobre la cuestión, y
sin duda tras todo el intento de la filosofía británica del siglo xvm de en
tender la comprensión humana también, estaba la noción de que una mu
jer se desarrollaba por medio de un intercambio entre un mundo de suje
tos y un mundo de objetos. En e) fondo de estas teorías de desarrollo per
sonal estaba la premisa más básica de que el lenguaje podía constituir una
relación mutuamente transformadora entre el yo y un mundo externo de
objetos. No pretendo adentrarme en las sutilezas de estas teorías, ya que
estoy más interesada en aislar la tosca base teórica de la psicología popu
lar. o ÍJe scnti'do común, que se puede observar en los libros de con
ducta.
7 La tendencia a educar a las mujeres con sencillez de modo que pudieran exhibir «se hecho
obtuvo críticas de muchas fuentes. En ludas las novelas de Austen, por ejemplo, hay un ataque
explícito contra la educación femenina. En AiansfieldPark. Lady Bcrtram ha traído a Mrs. No-
rris para que eduque a sus hijas y a Fanny. Sin embargo, es evidente que su educación debe ser
tan exclusiva como la que distingue a los hombres según las clases. En contraste con Fanny las
«señoritas Bertram» saben algo de francés, saben tocar dúos, son capaces de recitar la lista de
reyes de Inglaterra en orden cronológico «con las fechas de su acceso al trono > la mayor parte
de los acontecimientos principales desús reinados... y de los emperadores romanos como Seve
ro; asi como gran parte de la Mitología Pagana y todos los Metales, Semimetules, Planetas y Fi
lósofos distinguidos.» A lo que Austen añade «no es demasiado maravilloso que con todo el ta
lento que prometen y la información que poseen estén tan maJ en las cualidades menos comu
nes de conocimiento de si mismas, generosidad y humildad.» (Nueva York, Signet. 1964), págs.
17-18. Medio siglo más tarde en su testimonio ante la Schools Inquiry Commission en 1865,
Francés Mary Buss criticó el estado de la educación para muchachas en términos similares.
Pero aunque defendía una educación igual para las jóvenes, sus pupilas, a diferencia de los chi
cos, debían tener «talentos» tales como la música, la pintura y las labores Victoria» Women A
r>ocumentary Account of Wnmm's Uves in \’ineteenth Century ICngland. {■ranee, and the Uni
ted State.’:, cds. Erna Olafson Hellerstein, Leslic Parker Hume, y Karen M. Offen (Slanford,
Stanford University Press, 1981). págs. 76-80. Ver también Emily Faithfull, How Shai! J Educa-
te My Daughter?(Londres, 1863); Joscphinc Kamm, Hope Deferred: üirts’ Education in English
History (T.ondrcs., Methucn. 1965); Joan N. Burstyn, Victorian l-Uiucation and the Ideal ofWo-
manhood (Londres, Croom Helm, 1980); y Martha Vieinus, Independen! Wvmun: Wvrk and
Cnmmunity for Single Wvmen 1850-1920 (Chicago. University of Chicago Press. 1985). págs.
163-210.
Corriendo el riesgo de simplificar excesivamente toda la cuestión de la
epistemología de la Ilustración, me gustaría sugerir que todas aquellas teo
rías podrían haber surgido de una comprensión específica de la relación
entre la lectura, la sexualidad y el control social y que la relación podría
haberse representado de una forma que diera a aquellas teorías algo así
como el poder del mito. Aunque voy a usar pocos ejemplos para ilustrar
mi punto de vista, se debe asumir que hicieron falta innumerables declara
ciones describiendo el Corpus del conocimiento femenino y sus procedi
mientos para dar a luz una teoría que ni siquiera se podía reconocer como
tal porque su poder se derivaba de la simple repetición. Fue sin duda el
cumplimiento de este doble objetivo de la teoría — explicar y confundir—
lo que permitió que Lajemm c h&roique ou le.y héroines comparces avec les
héros. en toute sorte de vertus de DuBoscq cruzara el canal, sobreviviera a
través de varias reediciones en 1632, 1633, 1634,1636, 1639-1640. 1643,
1658, y tras ser traducida en 1753 como The Compleal Woman reaparecer
una vez más aquel año como The Accomplish ’d U-'oman. DuBoscq ofrece
esta explicación de cómo el lenguaje media entre los mundos de sujetos y
de objetos:
Sea cual sea nueslra disposición o Inocencia, como Cuerpos.'incluso sin
nuestro Consentimiento, tomamos las Cualidades de aquello de lo que
nos alimentamos; del mismo modo nuestras Mentes, a pesar de nosotros
mismos, tienen tendencia a empaparse de los Libros que leemos: Nues
tros humores se alteran sin ser conscientes; nos demoramos con lo Alegre
y Placentero, ros volvemos disolutos con lo Libertino, y lloramos con la
Melancolía; en tal medida que nada es más común que ver a Personas
completamente cambiadas tras leer ciertos Libros; asumen nuevas Pa
siones. llevan vidas completamente distintas*.
Tates. ul.to Valuabie Receipís and Directions, Retaling lo DomesticEconvmy) (Londres, 1830),
pág. 146.
*4 DuBoscq. pág. 17.
IS The Young Lady's Friend (Boston, 1837). pág. 81.
■<> The Young Lady's I-'riend, pág. 427.
tara a subordinar a un sexo ya subordinado. El establecimiento de un cri
terio femenino degusto ofreció una alternativa positiva al criterio mascu
lino, basado en la tradición clásica. Y si estas áreas alternativas de estudio
para mujeres nos parecen hoy extremadamente tópicas, es sólo porque los
manuales de educación de las mujeres, cada uno insignificante en sí mis
mo, formularon juntos las categorías básicas que determinarían más tarde
el curriculum angloamericano estándar. Las instituciones educativas mo
dernas continuaron el proyecto de feminización del sujeto al convertir lo
que había sido un corpusdeconocimientoespecíficamentefemeninoen algo
válido para la educación en general,
A partir de diversas instrucciones de este tipo, uno puede juntar las
piezas de una metodología precisa para la lectura que podría extenderse
— y con el tiempo se extendería— a prácticamente todo tipo de informa
ción. La lectura de la historia, por ejemplo, se podía usar para ofrecer a las
jóvenes una serie de lecciones. Para una de estas lecciones el reverendo
Broadhursl delega en Hume. «De la historia», escribe de forma más bien
presuntuosa, «el sexo débil puede aprender que el amor no es el único, ni
siempre el predominante, principio en los corazones del hombre»17. El
motivo de ofrecer a las mujeres esta lección, de acuerdo con otro escritor,
es «hablar de la historia como de un cuadro del hombre en su avance gra
dual desde el animal simple y asesino de los viejos tiempos hasta la inteli
gencia y el cultivo intelectual de hoy día». Lo que es más, el progreso de la
humanidad se supone debe entenderse como el producto del genio indivi
dual. A la estudiante se le deberían dar no sólo «hechos aislados», sino que
también hay que preguntarle «si ha pensado en la diferencia de la gloria
propia de Alejandro y Julio César, y la de aquellos hombres como Penn,
Jenner, Wattes y Cooke, con su magnífica aplicación de los poderes del
galvanismo»1S. Para considerar qué forma de poderes más grande, ia fuer
za militar o la de la tecnología moderna, los lectores deben asumir que
toda la historia occidental es la historia de hombres, no una genealogía o
relato de relaciones de parentesco. Dondequiera que la historia se debate
en estos libros, como por un acuerdo anierior entre los autores, se forja un
vínculo entre lo personal y lo político para hacer que el mundo exterior al
hogar surja de los grandes esfuerzos hechos por hombres individuales. No
era infrecuente que los autores propusieran que las mujeres adquirieran
sus conocimientos de la historia por medio de la lectura de memorias y
biografías de hombres famosos en relación con los tiempos en los que de
jaron sentir su influencia. «La historia», según uno de ellos, «debería con
siderarse como un esqueleto que hay que rellenar con toda la información
adicional que uno se pueda procurar»11'.
Si la historia ofrece un correctivo a las peores tendencias de la mente
Una vez más deberíamos insistir en que esta afirmación deja clara la for
ma en que una serie precisa de procedimientos interpretativos ofrecía es
trategias que asignaban una emoción específica a cada una de las deida
des. Darwin podia permitir que su lector consumiera casi cualquier tipo
2? Del libro de conducta titulado The lid ie s Library, Ruth Perry cita una advertencia a lo»
padres sobre los efectos seductores de la lectura de novelas. Las pasiones «pueden insinuarse en
lectores desprevenidos y por una inversión desafortunada una copia producirá un original. ...
De hecho es muy difícil imaginar cuán grande es el daño que hacen al mundo las nociones falsas
y las imágenes de cosas... representadas en estos espejos». Wonwn, Lt'tWrs, and thv Novel, pá
gina 155
24 The Young Ladies Conduct: or. Rules for Educarton, (Londres, 1722), pág. 130.
25 Erasmus Darwin, pág. 44.
ficación de la ficción se había vuelto de repente más sofisticada. Algunas
novelas incluso se adaptaban a los criterios de los libros de conducta con
respecto a la lectura educativa, mientras que otras ofrecían los medios de
regular el tiempo de ocio. A Planfor the Conduct o f Female Education at
Boarding Schools, de Erasmus Darwin, clasifica las novelas como serias,
humorísticas o amorosas. Mientras el autor prohíbe estrictamente las no
velas que pertenecen a esta última categoría, apoya abiertamente aquellas
de la primera categoría, sobre todo obras de Bumey, Brooke, Lennox,
Inchbald y Smith, «todas las cuales», según sus propias palabras, «incluyo
aquí por la opinión que de ellas me ha dado una dama muy ingeniosa»».
Entre la lectura seria, lectura que fuera tan segura como para ser recomen
dada por tal «dama ingeniosa», Darwin incluye extrañamente Robinson
Crtisoea igual de curiosamente, mientras recomienda algunas de la varie
dad humorística para lectores más maduros, menciona Tam Jones como
una novela que no intenta tanto inflamar las pasiones cuanto ofrecer una
imitación de la vida.
Si fue sobre la base del género sobre la que la gente condenó la ficción,
debería añadir, también fue sobre la base del género sobre la que la ficción
recibió su apoyo más fuerte. Cuando reflexiona sobre su propia tendencia
a mantener el curriculum para las mujeres relativamente vacío de la man
cha del conocimiento sobre los hombres, se pregunta si este principio de
bería aplicarse a la novela. ¿Cómo, pregunta, «pueden las jóvenes, reclui
das del otro sexo desde la infancia, formar un juicio sobre los hombres si
no es contando con la ayuda de tales libros que perfilan los modales?» Y a
menos que mal interpretemos lo que quiere decir por tales libros y la que
desea implicar que es su función, Darwin recurre a una estrategia novelís
tica. Ofrece este caso individual, por ejemplo, para demostrar que la fic
ción no sólo ofrecc una forma adecuada de ocupar el ocio, sino que tam
bién tiene un valor educativo para las mujeres:
Una dama de fortuna a la que su tutor convenció para que se casara con
un hombre desagradable y egoísta, hablando con su amiga del mal hu
mor de su esposo, se lamentaba de que se le hubiera prohibido leer nove
las. «Si hubiera leído tales libros, decía ella, antes de casarme, habría es
cogido mejor; me habían dicho que todos los hombres eran iguales ex
cepto en lo que respecta a la fortuna»-7.
Es t r a t e g ia s d e a u t o p r o d u c c ió n : «P am ela »
Se ha acusado a Richardson de todas las faltas por las que Austen ri
diculiza a Mary Bennet, y no sin razón. Pero es también debido a que usó
las estrategias feminizadoras de la literatura de libros de conducta en su
primera obra de ficción por lo que fue recibida con tal aclamación e inclu
so recomendada desde el pulpito en una época en que las novelas se consi
deraban moralmente peligrosas. Sabemos que Richardson se preocupó en
gran medida de distinguir su «bella novela» de los «horribles romances»
de otros y que intentó controlar la interpretación de Pamela reuniendo a
w Sarah Tyler, Papen for Thvughíful (iirb, with Illusirative Sketches ofSom e Giris' Uves
(Londres, 1863). pág. 23.
*1 Para un estudio definitivo de los cuidados maternales modernos como la reproducción
de distinciones de sexo, ver Nancy Chodorow, The Reproduction o f Mothertng, Psychoanalysis
and the Sociohgy o f Gender (Berkeley. University of California Press, 1976).
32 The Young Woman > Componían, pág 161.
damas con el propósito de debatir su ficción33. Además de hacer numero
sas revisiones, se basó en esta ficción y en Ficción posterior para compilar
un libro de homilías morales para su publicación. Incluso publicó y revisó
su correspondencia en un esfuerzo compulsivo por reclasificar su ficción
como algo distinto de la ficción común. Pero si. como Richardson insistió,
Pamela no es una novela según los criterios de su momento, tampoco se
puede decir que sea un libro de conducta. Tal como Richardson obvia
mente sabía, los libros de conducta nunca representaban el cuerpo femeni
no en absoluto, salvo para mencionar las particularidades de la vestimenta
o para recomendar una apariencia modesta cuando una mujer se exponía
a la vista pública. Tampoco valoraban el cuerpo como un cuerpo femeni
no, ni siquiera en aquellos pasajes que describen procedimientos de lim
pieza e higiene. Aunque declararon con frecuencia que la ficción impedi
ría de alguna manera a la mujer llevar a cabo sus deberes domésticos, estos
libros también se negaron a decir que era exactamente aquello tan amena
zador que tenía la ficción para que las mujeres tuvieran que evitarla sobre
cualquier otro tipo de lecturas.
En la escritura de Pamela Richardson logró dar con una maniobra do
ble que aseguraba que su novela no era una novela en el sentido peyorati
vo de la palabra, aunque se trataba efectivamente dé una obra de ficción.
Desplegó las estrategias de la literatura de los libros de conducta dentro
del marco de la ficción, e incluyó las estrategias de la ficción más perjudi
cial — nn relato de seducción— dentro del marco de un libro de conducta.
Para domesticar la ficción representó temáticamente ambos modos de es
critura — ficción que pretendía producir el nuevo mundo doméstico y fic
ción que réfor/aba las estrategias estratificadoras identificadas con la vie
ja sociedad— como la lucha entre una criada y su amo aristócrata. Repre
sentó su lucha por la posesión del cuerpo femenino en escena de seducción
tras escena de seducción, que elaboró hasta el más mínimo detalle. Así,
ofreció un lugar y un nombre para el propio comportamiento sexual con
tra el que los libros de conducta habían lanzado su retórica. Pero Richard
son también usó la ficción para entrar en una lucha con la ficción. Y tam
bién se encargó de que esta lucha fuera una lucha que otra ficción perde
ría, porque las relaciones sexuales estarían contenidas dentro de las cate
gorías de la economía doméstica. De hecho, el último tercio de Pamela
trata de poco más que de los detalles del gobierno del hogar, tal como se
describen en el capitulo anterior.
Una vez más deseo insistir en el hecho de que la lucha que Pamela libra
contra los avances de Mr. B no apunta a ningún orden de acontecimientos
que se desarrolle fuera del lenguaje; hace la crónica de una lucha que tuvo
lugar realmente dentro de la ficción. En tomo al resultado de esta lucha gi
raba el derecho a determinar no sólo lo que hacia a una mujer deseable,
Marido Mujer
Conseguir bienes Reunidos y ahorrarlos
Viajar, ganarse la vida Llevar la casa
Ganar dinero y provisiones No derrocharlos
Tratar con muchos hombres Hablar con pocos
Ser «animador» Ser solitaria y retraída
Saber hablar Presumir de silencio
Ser dador Ser ahorradora
Presentar el aspecto que guste Arreglarse como conviene
Ocuparse de todo fuera de casa Supervisar y ordenar en el hogar
•,4 Kathlecn M. Davis, «The Sacred Cominion of Equality-HowOriginal were Puritan Doc
trines of Marriage?» Social Hisiory. 5(1977), 570. Davis cita esta lista de John Dod y Roben
Clcavcr, A Ovdly Forme o í Household? tiouernmeni {Londres, 1614)
do dentro del Estado como independiente y como contenedor de relacio
nes basadas en el género más que en la familia o la fortuna. Rebatiendo de
este modo el concepto dominante de las relaciones de poder, sin embargo,
el hogar puritano organizó el Estado dentro del Estado en términos de las
relaciones radicalmente asimétricas entre monarca y súbdito. Tal como
explica Robert Clcaver. el hogar era una comunidad formada por dos es
pecies, «el Gobernador» y «aquellos sobre los que hay que mandan)3’.
Este ataque directo contra el principio de la monarquía nunca logró trans
formar la organización política de Inglaterra.
Pero la versión puritana del hogar contenía otra cuestión de resisten
cia, que vino a actuar posteriormente en la historia de la familia. Las ver
siones posilustradas del hogar parecieron dejar el mundo político solo al
evitar el lenguaje de gobierno que discurre a través de los manuales de ma
trimonio del siglo xvu. Los libros de conducta del siglo xvm en particular,
supuestamente trataban sólo de relaciones sexuales y dentro de ellas del
componente femenino en exclusiva. Al mismo tiempo, sin embargo, afir
maban representar todos los hogares como el dominio natural de una mu
jer dedicada a hacer del lugar una casa feliz de clase media. Al representar
sólo al hogar, estos libros de conducta posteriores lograron lo que las re
presentaciones políticas anteriores y reconocidas como tales no habían
sido capaces de hacer. Aunque su punto de vista era el de una minoría, los
libros de conducta alejaron al hogar del orden político más amplio y lo hi
cieron un mundo en si mismo, un mundo en el que las distinciones de esta
tus quedaban suspendidas.
Pamela demuestra, quizá con más claridad que ningún otro ejemplo,
que tranformar a una de las partes del contrato sexual efectivamente
transforma la relación entre los dos sexos y, por lo tanto, el contrato en sí
mismo. Para explicar cómo Pamela convierte la representación de las rela
ciones sexuales en un instrumento de hegemonía, ofrezco a continuación
un ejemplo de una sección dei contrato sexual en la que Mr. B intenta ne
gociar con la criada que ha resistido con firmeza todos sus avances sexua
les. Es particularmente importante la forma en que Richardson presenta
este contrato a sus lectores. Contrapone las exigencias de Mr. B con las res
puestas de Pamela y las enfrenta de esta forma paradigmática hacia la m i
tad de la narración™:
11. Te haré directamente un regalo de II. I’or loque respecta a su segunda pro-
500 guineas, para tu propio uso, de las puesta, la consecuencia será que la re-
(jue puedes disponer para cualquier chazaré con toda mi alma, t i dinero, mi
IV. Ahora. Pamela, verás por esto el va IV. Sé, señor, por desgracia que estoy en
lor que le concedo al libre albedrío de su poder sé que toda la resistencia que
una persona que ya está en mi poder; y puedo oponer será pobre y débil y, qui
que, si estas propuestas no se aceptan, zá, me servirá de poco: me temo que su
se dará cucnta de que no he hecho todos voluntad de perderme es tan grande
estos esfuerzos y arriesgado mi reputa como su poder: con todo, señor, me
ción, como he hecho, sin conseguir gra atrevo a decir, que no ofreceré mi vir
tificar mi pasión por li, por todos los tud por propia voluntad. Lo único que
medios; y si te niegas sin hacer ninguna puedo hacer, p o t poco que sea, como
concesión en absoluto, haré, es convenceros de que sus ofreci
mientos no encontrarán respuesta en
mi elección; y si 110 puedo escapar a la
violencia del hombre, espero, por la gra
cia de Dios, que no tendré nada que re
procharme a m í misma, por no hacer
todo lo que está en mi mano para evitar
mi desgracia; y entonces puedo apelar
con tranquilidad al gran Dios, m i único
refugio y protector, con este consuelo.
Que mi voluntad no habrá participado
en m¡ violación.
3" Debo en gran medida esta interpretación del papel político de Richardson al estudio de
Terry Fagleton sobre Richardson en su calidad de intelectual de clase media. Tomando presta
do el concepto de Gramsci del «intelectual orgánico». Eagleton arguye de forma convincente
que las novelas de Richardson «no son meras imágenes de conflicto!, librados en ouo terreno,
representaciones de una historia que tiene lugar en otra parte; son en si mismas una parte im
La parte masculina de este intercambio es un miembro de la vieja clase
acomodada con tierras. Resulta quizá curioso que alguien de lan alta posi
ción, aunque sin título, se convierta en el blanco de la retórica reformista
de Richardson, Aun así, se puede observar cómo es verdad que — desde el
Mr. B de Richardson hasta el Mr. Knightley de Austen y el Mr. Rochester
de Bronte— el hombre de la clase dominante, tal como se representa en la
ficción, tiene todas las probabilidades de ocupar precisamente esa posi
ción social. Es probable que encame ciertos rasgos de la clase dominante
que inhiben las operaciones del amor genuino. Sin embargo, hasta cierto
punto la ficción doméstica rehace esta figura a la imagen de una nueva cla
se dominante. La clase acomodada era permeable, una clase en la que uno
podía entrar a través del matrimonio, y sus rasgos como grupo, al igual
que los de la casa solariega, se podían remodelar conforme a las especifica
ciones de la familia de clase media18.
Vale la pena destacar que el hombre de la clase dominante, aunque
puede tener ciertos rasgos del libertino o del snob, es capaz de ir social
mente en cualquier dirección, pero su contrapartida femenina general
mente no. Mujeres como la hermana de Mr. B, Lady Davers, o la tía de
Darcy, Lady Catherine de Bourgh, o la prometida de Rochester, Blanche
Ingram, están irremediablemente vacías de sentimientos y sólo se preocu
pan de mostrar su posición. Encaman los rasgos de la clase dominante
que, en contraste con un buen par de ojos o una educación gentil, no se
pueden incluir entre aquellos de la mujer doméstica. Lo que sugiero al ha
cer esta comparación es que Richardson otorga a Mr. B ciertos rasgos polí
ticos que se pueden transformar por medio de la temática del género. Den
tro del marco de la división en géneros, el hombre se define de hecho en
términos políticos, porque esto es precisamente lo que significa ser hom
bre. Sólo aquellos rasgos de la mujer aristócrata que dan fe del desarrollo
portante de esas luchas, criterios en tomo a los cuales se entra en combate, instrumentos que
ayudan a constituir intereses sociales más que lentes que los reflejan. Estas novelas son un agen
te. más que un relato, del intento de la burguesía inglesa de arrancar cierto grado de hegemonía
ideológica a la aristocracia en los décadas que siguen al asentamiento político de 1688.» The
Rapf o f Clarissa, pág. 4.
38 An Open Elite? Ertfland ¡540-1880 (Oxford. Clarendon, 1984) de Lawrence Stone y
Jeanne C. Fawtier Stone le otorga a esta cuestión toda la complejidad que merece. La clase aco
modada era un grupo socioeconómico extremadamente fluido, explican, del que uno podía ba
jar por necesidad al status de comerciante y al que los comerciantes, por otro lado, podían acce
der si eran lo bastante prósperos. Fn 1710. Steele aparentemente afirmó, «como hicieron mu
chos otros antes y después que él. que "los mejores de entre nuestros iguales se han unido con
frecuencia a las hijas de comerciantes muy coi tientes teniendo en cuenta ..consideraciones va
liosas”» (pág. 20). Los Stone aíslan tres factores que contribuyen a esta situación social inesta
ble: «El primero era el presunto hecho de que los comerciantes estaban ocupados comprando
haciendas, construyendo residencias y conviniéndose en señores o noble». I I segundo era otro
presunto hccho. que la clase acomodada en declive a menudo restauraba su fortuna introdu
ciendo a sus hijos, sobre todo a sus hijos menores, en el comercio. El tercero era una presunta
actitud social, la aceptación relativamente fácil de hombres que se han hcchoa si mismos, como
compañeros o consortes por parte de personas de nacimiento gentil y posición de élite» (pág
20). las citas posteriores del texto corresponden a esta cdición.
de ciertas cualidades psicológicas pueden participar en la creación del
nuevo ideal doméstico. A través del matrimonio con alguien de una clase
inferior, el hombre de clase acomodada alta se puede redimir, no así la
mujer. No pretendo implicar que esta clase de gente realmente se compor
tara de forma tan paradójica como muestra la ficción, sino que tal repre
sentación de la clase acomodada alta ofrecía los medios retóricos para la
redistribución de ciertos atributos, junto con los poderes y privilegios co
rrespondientes, según el principio del género.
Como un hombre de posición significativamente mas elevada que la
de su propia criada, Mr. B se inclina en un principio a considerar que su
ofrecimiento de conceder a Pamela la independencia económica a cambio
de placer sexual es un gesto de pura generosidad. Podría reclamar tal pla
cer como algo para su disfrute sin entrar en absoluto en un intercambio
conscnsual. En virtud de ser dueño de la hacienda y, por tanto, de todo el
personal y los objetos que la componen, Mr. B posee ya — tal como le re
cuerda a Pamela— lo que más desea. Si Richardson hubiera dotado a Pa
mela de riqueza o posición, el que Mr. B se casara con ella entraría a la per
fección dentro de las normas de su casta, porque ella en tal caso estaría en
posesión no sólo de un cuerpo erótico, sino también de una propiedad y
un linaje. El hecho de que Mr. B intente y no logre seducir a Pamela en
tantas ocasiones nos dice que esta mujer posee algún tipo de poder distin
to de aquel inherente al cuerpo de una criada o a una familia prominente.
Al convertir a la mujer en parte del contrato, Richardson implica una par
te independiente con la que el hombre tiene que negociar, un yo femenino
que existe fuera y con anterioridad a las relaciones que están bajo el con
trol del hombre.
Nos podríamos preguntar cuándo, en la historia de la literatura antes
de Pamela, tuvo una mujer, por no hablar de una criada, la autoridad para
definirse como tal. Para entender el poder que Richardson encarna en la
mujer no aristócrata, sólo hay que observar cómo la dota de cualidades
subjetivas. En su respuesta al artículo II de la propuesta de Mr. B, Pamela
pone de manifiesto una forma de valor alternativa a la de su dinero y ran
go. Este valor cobra vida cuando ella rechaza lo que Mr. B ofrece a cambio
del placer de utilizar su cuerpo. Ella resuelve, a toda costa, incluso a costa
de su propia vida, preservar un yo esencial que el hombre de la clase domi
nante no posee ni puede poseer en virtud de su riqueza y monopolio sobre
la violencia. En ambos artículos, II y IV, podemos ver que Richardson
contrarresta el poder al alcance de la tradición aristocrática basándose en
el lenguaje de la tradición teológica para los términos de la resistencia de
Pamela. «Esperanza», «reflexión», «reproche» así como «alma» describen
los sentimientos de una mujer empeñada en la conservación del control
sobre su cuerpo ante un sistema que permite el ataque sexual. Richardson
no se decide por este lenguaje por estar particularmente interesado en re
presentar la condición de su alma. Utiliza esta terminología para darle va
lor a ella como compañera en el matrimonio.
El término «voluntad» es especialmente revelador a este respecto. Para
cuando Richardson termina con él, ya no tiene nada que ver con la tradi
ción grandilocuente del debate teológico. Tiene que ver con una nueva
preocupación por la motivación personal39. Atrapada y redefinida dentro
de la figura del contrato, la idea de Ja voluntad se vuelve individualizada,
sexual e internalizada; se convierte, en otras palabras, en la voluntad nece
saria antes de que se lleve a cabo cualquier contrato consensual. Lo que es
más, al adquirir un significado psicológico moderno, «voluntad» también
se adhiere a un principio de economía. Aceptar el dinero de Mr. B sería la
causa de que Pamela sufriera una pérdida que ella describe en términos es
pirituales, pero que también identifica como un mal negocio; si acepta su
dinero, tendrá que volver la vista a una vida «malgastada». Rechazar a
Mr. B sobre esta base hace que la integridad del cuerpo femenino, inde
pendientemente de origen y posición, valga más que el dinero y define ese
cuerpo dentro de un sistema de valores que no se puede traducir en valor
económico per se. Las heroínas de Richardson encarnan un principio con
trario de economía que se basa en el contrato sexual o las relaciones de ge
nero y que se debe entender como algo distinto y aparte del contrato social
o las relaciones entre grupos sociales. La mujer en este intercambio se
constituye, pues, en una forma de resistencia, o «voluntad», que plantea
una economía moral alternativa a la de la clase dominante.
Su poder de no consentir redefine la naturaleza del contrato cmrc hom
bre y mujer tal como había sido representado por una tradición puritana,
según ta cual una mujer entraba voluntariamente en una relación de amo-
criada cuando daba su consentimiento al matrimonio. Más que entrar en
un contrato sexual, que es una réplica del contrato económico de amo y
criada, Pamela se decanta por un intercambio entre partes cuya diferencia
se determina sólo por el género. Resulta irónico que, al hacer un romance
que intentaba unir los extremos de la jerarquía social, Richardson tuviera
que borrar prácticamente todas las marcas socioeconómicas antes de que
el hombre y la mujer pudieran entrar en un intercambio. ¿Qué posibilidad
tenía Richardson de derrocar el concepto con siglos de antigüedad de la re
laciones contractuales que llevaban a uno a someterse a aquellos de rango
superior? Fielding pensó que la resid encia de Pamela era absurda; un
hombre de la posición de Mr. B nunca habría estado dispuesto a «arriesgar
su reputación» (tal como el propio Mr. B explica en el contrato citado an
teriormente) para disfrutar de los lavares sexuales de una mujer semejan
M Sobre la relación ende escritura y la «voluntad» en Clarissa, Tony Tanncr observa que
«la escritora aislada está segura dentro de su escritura, mientras que la hablante/oyente tiene
que negociar (el caso de Clarissa) en los siempre posibles peligros de la consanguinidad física.
Asi. parte de su triunfo final es escribir su voluntad (110 sólo el documento de legado, sino volun
tad en todos los sentidos de la palabra), puesto que. de una forma física, nunca podría vivirla.
Esta voluntad, con todos sus aspectos positivos y sus imperativos, no se puede negar ni contra
decir». Adultery m the Novel: Contrae! and Transgresión (Baltimore. John Hopkins University
Press, 1979), pág. 111.
te. Pero simplemente al introducir la figura de la mujer con la capacidad
de decir «no» y luego ofreciendo una base sobre la que pudiera encontrar
tal negativa ventajosa, Richardson echó por tierra la larga tradición de
pensamiento sobre relaciones de noviazgo y parentesco. Fielding tuvo a
bien admitir este punto cuando se basó en estas estrategias para escribir
ficción que intentaba poner al descubierto la representación totalmente
errónea de Richardson de las circunstancias políticas. Debería entenderse
que uso el nombre de Richardson en un sentido estrictamente retórico
cuando digo esto, porque desde luego el «no» de Pamela habría significa
do muy poco si ella no hubiera sido la voz de miles que para entonces co
nocían la filosofía de lectura de los libros de conducta. Y por la misma ra
zón, su negativa no habría tenido la reverberación que tuvo a lo largo del
liempo si no se hubiera dirigido a millones, que vinieron a entenderse
como básicamente el mismo tipo de individuo descrito por primera vez en
estos libros de conducta femeninos.
El efecto de insertar la presencia escrita de Pamela en el texto de Mr. B
como si ella fuera igual a la clase dominante es el efecto de la suplantación.
Emparejada con las palabras de su amo, la respuesta de ella desplaza la re
lación entre amo-criada hasta una batalla entre los sexos, donde el valor de
la parte políticamente subordinada surge de una fuente alternativa, su gé
nero, más que de su lugar en una jerarquía política. Mientras Mr. B ofrece
dinero a cambio de su cuerpo, ella mantiene que su valor real no se deriva
de su cuerpo; ella no es, en otras palabras, moneda en un sistema de inter
cambio entre hombres. Diciendo esto, tal como hace Pamela en más de
una ocasión, sólo plantea la cuestión de por qué, si Richardson pretendía
situar el valor en un sitio que no fuera el cuerpo material de la mujer, pro
dujo un relato extenso e incansable de seducción. Pamela insiste en que su
identidad depende de su pureza sexual, porque según sus propias pala
bras, «robarle a una persona su virtud es peor que cortarle el cuello» (pá
gina 111). Si la penetración forzosa del hombre en su cuerpo representa un
ataque contra la propia vida de la mujer no aristócrata, el ejercicio por
parte del amo de su poder sobre los cuerpos de aquellos que pertenecen a
su hacienda equivale al asesinato. Destruye el valor de aquéllos. Asi, con
una pincelada Richardson obliga a su lector a condenar el sistema político
en que basa su autoridad el ejercicio de tal poder.
Al reescribir de esta manera el cuerpo femenino, Richardson invirtió la
base sobre la que las relaciones políticas se entendían como naturales y co
rrectas. Ya pretendiera hacer esto o no, resulta claro que su relato de se
ducción participa de un proyecto cultural mucho más amplio. Pamela lu
cha por poseer su cuerpo en un mundo donde la necesidad de poseerlo es la
opinión de una minoría. Con respecto y contra su afirmación de que la pe
netración sexual del cuerpo equivale al asesinato, Mrs. Jewkes, la tutora
de Pamela, expresa el veredicto del sentido común — «¡qué forma tan rara
de hablar!»— y luego procede a filtrar su acusación por un catecismo rela
tivo a las leyes de la sexualidad: «¿No se hicieron los dos sexos el uno para
el otro? ¿Y no es natural que un caballero ame a una mujer hermosa? Y su
poniendo que pueda obtener sus deseos, ¿es eso tan malo como cortarle el
cuello?» (pág. 111). Si nos centramos en una de las dos escenas principales
de la novela en las que Mr. B logra ganar control sobre el cuerpo de Pame
la, pronto se hace evidente que incluso sin demasiada lucha la propia defí-
nición de Pamela de su cuerpo triunl'a sobre el sentido común de él. Mr. B
dirige estas palabras a la mujer desnuda que yacc en la cama bajo él: «¡Ves
que ahora estás en m i poder! — No puedes escapar ni ayudarte» (pág.
2 13). Más que poseerla de esta forma violenta, sin embargo, él preferirla
dejarla tranquila después de que ella consintiera al intercambio de su cuer
po por dinero. En el mismo momento en el que los términos de ese contra
to parecen imposibles de rechazar por la mujer — cuando significa su su
misión por la fuerza si no por el consentimiento— , Richardson cambia sú
bitamente los términos de las relaciones sexuales en la novela. Esto es,
cambia aquello que el hombre debe poseer con el fin de poseer a la mujer,
porque no es una criatura de carne y hueso lo que Mr. B encuentra en el
cuerpo desnudo y acostado sobre la cama, sino una proliferación de pala
bras y sentimientos femeninos.
Pamela resiste con éxito los intentos de Mr. B de ejercer formas tradi
cionales de poder — dinero y fuerza— porque tiene posesión de sí misma
por medio de los esfuerzos de sus propias emociones, Ella se desvanece.
Vuelve en sí para oír cómo su asaltante jura «que no había ofrecido la me
nor indecencia; que estaba asustado ante el terrible acceso que sufrí; que
desistiría de su intento y no rogaba más que verme tranquila, y me dejaría
directamente y se iría a su propia cama» (pág, 2 13). Así, Richardson repre
senta una escena de violación que transforma un cuerpo erótico y permea
ble en un cuerpo de palabras encerrado en sí mismo. Los fracasos repeti
dos de Mr. B sugieren que Pamela no puede ser violada porque no es sino
palabras. Como tal, ella demuestra el poder productivo del tropo del con
trato. Rescatando en teoría a la pura y original Pamela, Richardson crea
una distinción entre la Pamela que desea Mr. B y la mujer que existe con
anterioridad a convertirse en este objeto de deseo y que puede, por lo tan
to, reclamar el derecho de pertenccerse en primer lugar a sí misma. Por
medio de una curiosa división de la mujer, Richardson representa a los
dos — hombre y mujer— luchando por la posesión de Pamela; «Él vino
hasta mí, me tomó de la mano y dijo, ¿De quién es esta hermosa doncella?
Me atrevo a decir que eres la hermana de Pamela, por lo mucho que te
pareces a ella. ¡Tan correcta, tan limpia, tan hermosa! ... No me tomaría
tales libertades con tu hermana, puedes creerlo; pero tengo que besarte.»
En un estilo característicamente richardsoniano, la división que tiene lu
gar siempre que Mr. B intenta poseer a Pamela tiene un efecto doble al
producir un sujeto que puede reclamar posesión de sí mismo como objeto.
«Oh, señor», replica ella, «soy Pamela, claro que sí: claro que soy Pamela,
su propio yo» (pág. 53). Al ofrecerle la ocasión de resistir ante los intentos
de Mr. B de poseer su cuerpo, la seducción se convierte en el medio de dis
locar la identidad femenina del cuerpo y de definirla como un objeto mc-
tafísico.
De forma significativa, la transformación de Pamela de un objeto de
deseo a una sensibilidad femenina también transforma a Mr. B. Antes de
seaba sólo la superficie de su cuerpo y encontraba su resistencia molesta
mente «impertinente» e «insolente». Sin embargo, tras la escena de la vio
lación, Mr. B describe el circulo completo hasta desear las mismas cuali
dades femeninas que anteriormente habían obstaculizado sus avances. Su
valoración de estas cualidades revela cómo Richardson usa la figura del
intercambio sexual para producir un concepto moderno de genero:
Tienes gran ingenio, gran perspicacia, más allá de tus años y, como yo
pensaba, de tus oportunidades. Posees una imaginación abierta, franca y
generosa; y una persona tan encantadora que a mis ojos superas a todo tu
sexo. Todas estas cualidades han atraído tan profundamente m i afecto
que, como he dicho con frecuencia, no puedo vivir sin tí; y con toda mi
alma dividiría todas mis propiedades conligo para hacerte mía con arre
glo a mis propios términos. Tú los has rechazado absolutamente; y, aun
que en términos insolentes, de una forma que hace que te admire todavía
más ...Y veo que despliegas tal vigilancia sobre tu virtud que aunque es
peraba que fuera al contrario, no puedo dejar de confesar que mi pasión
por ti se ve aumentada por eso. Pero ahora, ¿qué más puedo decir, Pame
la? — Haré que, aunque parte, seas m i consejera en esta cuestión, aunque
no, quizá, mi juez definitivo (pág. 223).
¡Mujcrzuda ingeniosa!, dijo el, ¡Qué tiene eso que ver con m i pregunta?
— ¿No llevas [las cartas] contigo? — Si, dije yo. he de sacarlas de mi es
condite tras el zócalo, ¿no mirará? — ¡Cada ver más ingeniosa! dijo él —
¿Es eso una respuesta a m i pregunta? — He registrado por todas parte.,
encima y dentro de tu armario, buscándolas, y no las encuentro; de
modo que sabré dónde están. Creo, dijo, que las llevas encima; y nunca
he desvestido a una muchacha en toda mi vida; pero voy a desnudar aho
ra a mi preciosa Pamela; y espero no tener que llegar muy lejos antes de
encontrarlas (pág. 245).
40 Acerca de los diversos intentos de poseer la escritura de Pamela, Lennard Davis señala:
«Pamela la heroína queda sustituida por Pamela el simulacro lingüístico.» Factual Ficltons.
pág. 184.
novela bonita» (pág. 242). Junto con la autoridad para escribir su historia,
él le entrega a ella el gobierno del hogar, y la novela se convierte en poco
más que el libro de conducta para parecerse al cual ha franqueado tantos
obstáculos.
Al representar las relaciones dentro de la casa de campo tradicional
como una lucha entre grupos de interés en competencia, Richardson desa
fió el ideal cultural dominante. Al mostrar esta lucha como una relación
sexual, ocultó la política de tal representación. Esto se puede atribuir, tal
como han afirmado una serie de lectores, a su ambivalencia personal tanto
hacia aquellos de posición elevada en la sociedad del siglo xvm como ha
cia las mujeres41. Pero lo que retrospectivamente aparece como ambiva
lencia creo que se puede explicar mejor como el ingenio del intelectual de
clase media rehaciendo ciertos materiales culturales para alejar al deseo
del cuerpo aristocrático y dirigirlo a un mundo de gratificación privada
que cualquiera pudiera disfrutar por implicación. Richardson indica una
conciencia más aguda de la política de escribir de la que normalmente es
tamos dispuestos a conceder a alguien de entendimiento psicológico tan
poco sutil. En ejemplos cruciales a lo largo de su narración, se esfuerza por
conectar la lucha sobre la escritura, la lucha por el control de la interpreta
ción, con la lucha por el poder político. Y a me he referido a la forma en la
que hace que Pamela rechace la generosa oferta de un contrato económ ico
que le ofrece Mr. B, y he explicado cómo la narración de seducción permi
te a Richardson producir subjetividad femenina como una forma de resis
tencia. Pero también utiliza giros que reconocen abiertamente la dimen
sión política del conflicto sexual. Mr. B dice de Pamela, por ejemplo, «la
ingeniosa criatura es capaz de corromper a una nación por medio de su
aparente inocencia y simplicidad» (pág. 169). Debido a que este punto
está destinado a terminar con las categorías políticas, sin embargo, este
potencial para la interpretación del comportamiento de Pamela como sub
versión va a estar contenido y transformado principalmente dentro de sus
cartas. El lenguaje del poder debe estar siempre presente como una posibi
lidad interpretativa si Richardson va a dramatizar la conversión de Mr. B
ante el sentimentalismo de Pamela.
Para entender el alboroto que arma sobre la moralidad de la ficción
— y sobre si está escribiendo o no una novela— es necesario entender el
escrito de Richardson como una realidad material por derecho propio. Él
mismo lo dice cuando envuelve a Pamela en sus cartas, sustituyendo la su
perficie de su cuerpo por las profundidades de sus sentimientos privados
en una escena que revela el nuevo — y verdadero— objeto del deseo de
41 Samuel Richardson: A Biography de Eavcs y Kimpel documenta lanío sus contactos con
gentes de posición más alta como su> muchas amistades con mujeres. Ver William Beatty War
ner, Readin# Clarisw: The Struggies o f Interpretó!ion (New Havcn, Ya le University Press.
1979). págs. 143-218, para un relato ingenioso Ue los juegos que Richardson ponía en práctica al
hacer revisiones que atormentarían a los lectores.
Mr. B. Proyectada en esta luz como un lucha en gran medida literal entre
dos tipos de autorrepresentación, el texto de Richardson no trata tanto so
bre una lucha entre grupos políticos opuestos que logra la mediación en y a
través de la escritura cuanto sobre una lucha por el control de los propios
términos en los que el conflicto político será entendido y la mediación se
logrará. Esta novela concluye no con un matrimonio de familias o fortu
nas, sino con un mensaje que une modos distintos de subjetividad para
producir el mundo dividido en géneros de los libros de conducta. Al triun
far sobre los otros lenguajes de la novela, la escritura de cartas personales
aparta las relaciones domésticas de toda consideración económica y polí
tica sometiendo tales relaciones al escrutinio moral y a la respuesta emo
cional de una mujer.
Está claro que esta concepción total de autoridad es la misma que
Bentham representaría más tarde como una teoría política. Pamela ofrece
una narración en la que el trabajo de la pluma se ve rivalizado sólo por el
de los ojos. De hecho, se puede decir que mientras Pamela está encarcela
da en la hacienda de Mr. B. los ataques contra su cuerpo no parecen tan
frecuentes ni tan perversos como los «miramientos» que tiene que sopor
tar. Es para establecer el poder de la observación como superior al del di
nero o la fuerza por lo que Richardson irrumpe súbitamente en la narra
ción que le ha confiado a Pamela en todas las demás ocasiones:
F.l voyeurismo llevaba ya tiempo siendo un raigo normal del tipo de novela que Richard
son afirmaba que no estaba escribiendo. Al trasladar la mirada voyeurista desde el cuerpo de
Pamela a su esentura. Richardson saca literalmente a Mr B del mundo narrativo del que proce
de y lo introduce en lo que Richardson afirma que es «una nueva especie de escritura». El trasla
do de la mirada desde al hombre a la mujer, tal como yo lo veo. cambia la propia naturaleza de
la mirada, que pasa de voyeurismo a supervisión y. con ella, el papel de la novela que pasa de
cotilleo seraiescandaloso a demostración de conducta ejemplar. Para un estudio del voyeuris
mo en las novelas de antes de Richardson. ver Ruth Perry, Women, ¡¿tters. and the Novel, págs.
157-167. «Una nueva especie de escritura» es la frase de Richardson en una caria a Aaron Hill,
Selected Lelters. ed. John Carroll (Oxford, Clarendon. 1964). pág. 41. Sobre el significado de la
frase misma, ver William Parir «\Vhat was new about the “New Spccies of Writtng"?» Studies
in the Novel, 2 (1970), 112-130. y su «Romance and the “New’’ Novéis of Richardson. Fielding,
and Smollctt», Studies in English l.iterature, 16 (1976), 437-450.
estos pasajes en la novela se podrían haber tomado directamente de cual
quiera de una serie de libros de conducta. Lo que es más, cuando se hace
cargo del texto, la escritura de Pamela se vuelve repentinamente pesada,
estática y tanto paternalista como obsequiosa, mostrando todas aquellas
cualidades, en resumen, que hacen que los libros de conducta parezcan tan
vacíos y resulten tan tediosos de leer una vez que su momento histórico ha
pasado. En otras palabras, cuando ya no es una forma de resistencia, la
voz femenina se apaga y se convierte en la voz de la ideología pura. Desde
una perspectiva histórica, sin embargo, es completamente lógico que R i
chardson se sintiera obligado a transformar su primera obra de ficción en
un paradigma estático semejante. El principio de la lectura que gobernaba
los programas para la educación femenina también puso a su alcance pro
cedimientos para rcescribir la casa solariega en oposición a una tradición
aristocrática de tas letras.
Vale la pena destacar cómo esta reordenación del hogar utiliza ciertos
rasgos de la casa solariega aristocrática para convertir el modo existente
de relaciones de parentesco en un modo obsoleto. Se podría comentar que
el propio Mr. B renuncia al deseo que solía considerar completamente
apropiado para un amo en relación con una criada, y lo hace en términos
que sitúan tal deseo en el pasado: «¡Oh, cuán completamente desprecio
mis persecuciones anteriores, y mis obstinados apetitos! ¡Qué alegrías, qué
verdaderas alegrías, fluyen del amor virtuoso! ¡Alegrías que el alma mez
quina del libertino no puede comprender, que sus pensamientos no pue
den concebir! ¡Y de las que yo mismo no tenía ni la menor ¡dea mientras
fui un libertino!» (pág. 379). Las «alegrías» de las que habla tienen poco
que ver con los placeres de la carne, mientras que el dormitorio que antes
ofrecía un escenario para los acontecimientos narrativos desaparece ente
ramente de la página impresa conforme viene a ocupar un espacio en blan
co entre dos de las entradas del diario de Pamela. Las alegrías más exten
sas a las que hace referencia Mr. li se difuminan por el hogar conforme su
tiempo y lugar se reorganizan bajo la supervisión de Pamela.
Antes de que Pamela asuma el control del hogar, su organización no
nos recuerda sino a una conspiración paranoica. Porque mientras los es
critos de Pamela dejan al descubierto los secretos de la vida dentro del ho
gar aristocrático, Richardson convierte el lugar en un teatro para la intriga
sexual. El personal del hogar se guía sólo por el principio de satisfacer los
deseos del amo. El tiempo, así como el espacio y el trabajo humano se de
dican a servir a este único fin. De acuerdo con la doctnna doméstica emer
gente, sin embargo, este principio de orden produce en realidad desorden.
Tal como Pamela observa:
Por medio de esto podemos ver ...de qué fuerza es ejemplo, y lo que
está en la mano de los cabezas de familia hacer: y esto muestra, que los
ejemplos malignos, en superiores, son doblemente perniciosos, y doble
mente culpables, porque tales personas son malas en si mismas, y no
sólo no hacen nada bueno, sino que hacen mucho daño a los demás
(págs. 399-400).
En resumen, me esforzaré todo lo que pueda para que los buenos criados
encuentren en m í a una animadora amable; los indiferentes pueden me
jorar inspirándoles con una emulación loable; y los malos, si no son de
masiado malos por naturaleza, y mejorables, serán reformados por me
dio de la amabilidad, la reconvención e incluso las amenazas adecuadas,
si es necesario; pero sobre todo por un buen ejemplo (pág. 350).
Los que han defendido su honor pertenecen a la primera categoría; los que
no lo han hecho pertenecen a la tercera, y ni uno solo, ni siquiera la odiosa
Mrs. Jewkes logra estar más allá del poder del ejemplo redentor de Pame
la. Con esto, el lugar deja de operar como si fuera una conspiración para
noica y se convierte sin tardanza al orden racional.
Hay varias estrategias de este orden que merecen nuestra atención. Es
tas estrategias surgen del combate narrativo entre modos de escritura.
Constituyen un proceso de feminización que los libros de conducta, en
virtud de su atención exclusiva sobre las cuestiones femeninas, no tienen
que llevar a la práctica. En otras palabras, éstas son estrategias que reorga
nizan la casa solariega de acuerdo con los principios de la economía do
méstica tratados en el capítulo anterior. Convertido en un proselitista de
la virtud doméstica, Mr. B explica las reformas que deben llevarse a cabo
en una casa de campo como la suya. De las mujeres cuyo origen es la casa
solariega, dkc, «generalmente actúan de una forma como si pensaran que
es privilegio del origen y la fortuna convertir el día en noche y la noche en
día. y rara vez hacen algo hasla que llega la hora de comer; y así, todas las
buenas normas familiares de siempre se ven invertidas» (pág. 389). Así, a
la mujer de su propia casta él atribuye hábitos que desbaratan el orden na
tural de las cosas; por el contrario, concede a la mujer moderna el poder de
restaurar el orden por medio de la inversión de modelos establecidos por
la ociosidad y el entretenimiento de la mujer aristócrata. Aunque ya no se
puede permitir que Pamela irabaje, sus horas se ven ahora más rígidamen
te reguladas que antes, según el principio de que, tal como Mr. B explica,
«el hombre es una pieza de maquinaria tan frágil como cualquier artefacto
mecánico; y. si se deja llevar por la irregularidad, será propenso a caer en
el desorden» (pág. 390). De hecho, cada una de las horas del día hasta bien
entrada la tarde se justifica mayormente de la siguiente manera: «Enton
ces tendrás varias horas más útiles para ti, para emplearlas en lo que más
te guste; y me gustaría que la cena fuera generalmente a las ocho» (págs.
389-90). Lo que esto dramatiza es sobre todo la reorganización del tiempo
libre, reorganización a la que los libros de conducta también aspiraban.
Resulta curioso que tal reorganización se logre en nombre del antiguo
ideal aristocrático de la hospitalidad. Si Pamela se ciñe a una rutina, expli
ca Mr. B, entonces «estarás preparada para recibir a cualquiera que yo in
vite a mi mesa; y no necesitarás presentar esas estúpidas disculpas a los vi
sitantes inesperados, que se reflejan en la conducta de aquellos que las
pronuncian» (pág. 389). En resumen, la casa bien ordenada tendrá más ca
pacidad de extender la tradición de la hospitalidad a cualquiera y a todo
aquel que la necesite. Pero el hecho de que no se logre extender la hospita
lidad. deberíamos destacar, no significa la carencia de un hombre de posi
ción y riqueza, sino la carencia de su esposa de virtud doméstica; tales lap
sos «se reflejan en la conducta de aquellos que las pronuncian». El mismo
principio dicta la apariencia de Pamela. No ha de exhibirse para sus invi
tados, pero debe siempre mostrar «esa dulce tranquilidad en tu vestido o
comportamiento, que tan felizmente posees» (pág. 389). Lo que más clara
mente distingue el código de vestido de Mr. B de aquel ordenado por pro
clama real durante el Renacimiento es la atención cuidadosa a la expre
sión facial, porque e s allí donde se pueden apreciar las verdaderas cualida
des de la mujer, en oposición a su rango.
Espero de ti. quienquiera que sea el que venga a m i casa, que te acostum
bres a una complacencia igual y uniforme: Que nunca haya una arruga
en tu frente: Que ya estemos bien o mal preparados para su recepción, no
muestres agitación o falta de compostura: Que sea quien sea quien este
en tu compañía en el momento, no des lugar por medio de la más m íni
ma mirada a que piense que el extraño viene a ti en mal momento, o en
un momento en el que desearas que no hubiera venido. Sino que seas
graciosa, amable y atenta con todos; y, si lo eres con uno más que con
otro, que sea aquel que tenga la menor razón para esperarlo de ti. o el que
sea inferior a los demás en la mesa; porque así. Pamela mía, alegrarás la
mente en duda, tranquilizarás al corazón inquieto y propagarás naturali
dad, placer y tranquilidad alrededor de mi mesa (pág. 393).
hazme una lista de pobres honrados y laboriosos que puedan ser verdade
ros objetos de caridad y que no cuenten con ninguna otra asistencia; sobre
todo los ciegos, cojoso enfermos, con sus varios casos; y también familiasy
amas de llaves pobres reducidas por las desgracias, como estaba la nuestra,
y donde un gran número deniños les im pidan subir hasta un estado de co
modidad tolerable: Y yo escogeré lo mejor que pueda; porque ansio co
menzar. con la amable benevolencia noble que m i querido buen benefac
tor me ha concedido para tales buenos propósitos (págs. 500-501).
IV
¡Ay de nosotros! dijimos; quién puede disponer
su corazón pesaroso
¿Cómo cantar en tierra extranjera
los cánticos de Yavé?
IV
¡Ay de mi! me dije, ¿cómo puedo disponer
mi corazón pesaroso
o templar mi mente, acometida
por tal perversidad? (págs. 335-36)
El y o c o n t e n id o : « E m m a .»
43 Ver mi estudio en el capitulo 2 de The Compleat Servant. Being a Practica! Cuide to the
Peculiar Duties and Business o f alt Descriptivas ofServunis (Londres. 1825).
44 La naturaleza de esa comunidad ha sido el objeto de una conocida controversia. Ver, por
ejemplo, Liond Tritiing. «dimma». Lncounter, 8! 1957). 45-59 y John Baylcy, «The“!rrcsponsi-
bilily” of Jane Aúllen», CriticaI Essays on Jane Austen. ed. B.C. Southam (Nueva York. Bames
and Noble. 1969), págs 9-14.
4Í Raymond Williams, The lo n g Kevolution, (Londres. Chano and Windus. 1961).
pág. I 34.
sionados», continúa, todas «mantenían principalmente el currículum tra
dicional de los clásicos, y aunque menos exclusivas socialmente de lo que
llegarían a ser, tendían en conjunto a servir a la aristocracia y la nobleza, a
nivel nacional»46. Además de estas escuelas, las clases altas observaban la
práctica de los tutores en casa, a la que seguía con frecuencia el Gran Viaje
por el Continente. Según Brian Simón, era el sello de un caballero «no ad
quirir ningún conocimiento de especialista; el objetivo era, más bien, lle
gar a tener familiaridad con la literatura cortés a través del estudio de los
clásicos»47. Las escuelas primarias subvencionadas aparentemente varia
ban según la localización: las de áreas urbanas mostraban cierta amplia
ción del currículum hacia disciplinas prácticas bajo la influencia de hom
bres de negocios y comerciantes. «De las tres antiguas profesiones, las uni
versidades seguían sirviendo principalmente al clero, mientras que el de
recho y la medicina estaban fuera de ellas. De las nuevas profesiones, so
bre todo en ciencias, ingeniería y artes», concluye Williams, «una mayoría
de los principiantes estudiaba fuera de la universidad al igual que la mayo
ría de los comerciantes y fabricantes»48. A pesar de las señales de un currí
culum cada vez más práctico a muchos niveles de instrucción y en distin
tos ambientes, la educación de las categorías intermedias de la sociedad
moderna en sus comienzos parece haber comprendido un campo extraor
dinariamente heterogéneo de aprendizaje. Pero lo que podría parecemos
un verdadero parloteo de estilos de escritura era probablemente, para el
oído afinado en la historia, algo que estaba más en el orden de una jerar
quía finamente graduada de lenguajes especializados.
Estos hombres eran tan distintos de los que tenían una educación cor
tés como de las masas iletradas. Sin embargo, al mismo tiempo, sus estu
dios servían para marcar diferencias entre ellos más que para crear un ca
rácter social coherente. Si. tal como afirma Williams, el propósito de las
instituciones educativas siempre es enseñar «a los miembros de un grupo
el “carácter social” o “patrón cultural” que domina en el grupo o por el que
el grupo vive», sólo de la aristocracia y de la nobleza se puede decir que
poseen un carácter tal49. A lo largo del siglo x v iii y hasta bien entrado el
xix, el resto de la población masculina se distinguía del grupo privilegiado
no sólo por lo que sabía, por cómo hablaba y escribía. También eran dis
tintos unos de otros. El lenguaje que uno usaba le habría identificado ins
tantáneamente como un miembro de la Iglesia de Inglaterra o un lncon-
formista, un estudiante de la tradición clásica de la educación frente a los
curricula prácticos, o como parte del grupo de gente de élite que usaba el
inglés cortés más que algún dialecto sin prestigio.
50 F.l hecho de que varios críticos estudien la obra de Jane Austen sobre la base de algún tipo
de análisis lingüístico da fe de su poder para m a r la impresión de una comunidad lingüistica
separada, pero familiar y de carácter único. Ver, por ejemplo. K. C. Phillips, Jane Austen 'sF.n-
#hsh (Londres, Andrc Deutsch, 1970); Norroan Page, The Language o f Jane Austen (Oxford.
Basil Blackweil. 1972); y Mary Varanna Taylor. «The Grammar o f Conduct; Speecb Act
Thcory and thc Education of Emma Woodhouse», Slyle, 12, (1978), 357-371.
51 Paia un estudio de Austen como «la madre» de la novela del siglo xix, ver CÍ i fiord Sis-
kin. «A Formal Dcvclopment: Auslen. the Novel, and Komanlieism». The Cemvnnml Keview,
28/29(1984-1985), I-2S.
52 Daniel Cotlom, «The Novéis of Jane Austen: Attachments and Supplantmcnts», Novel,
14(1981), 152-167, ha estudiado ei poder de la sociedad en términos del poder sobre las condi
ciones de la comunicación en las novelas de Auslen.
Morland como heredera y la malinterpretación de ésta de él como marido
y padre; la primera carta de Darcy como oposición a su segunda caria a
Elizabeth Bennel; los dramáticos entretenimientos de Mansfield Park; y
una serie de piezas tijas que convierten las cuestiones de conducta en
Emma en cuestiones casi exclusivamente de interpretación. Considere
mos, por ejemplo, el retrato que pinta Emma de Harriet Smith, su inter
pretación de la charada de Mr. Elton y de las cartas escritas por los otros
jóvenes que son buen partido de la novela, la defensa de sus malentendi
dos ante la crítica de Knightely y su reconocimiento de sus verdaderos
sentimientos hacia él. Los procedimientos de la lectura y la escritura se ex
tienden más allá de la página hasta la sala de baile y el salón. Sugieren que
las relaciones sexuales son, antes que nada, un contrato lingüístico. Y en la
medida en que la novela confina su teatro de acción a un marco donde las
relaciones sociales están determinadas por las relaciones sexuales, el con
trato lingüístico es también un contrato social.
La ficción de Austen acaba con la temática de Richardson, en la que un
discurso femenino entra en competencia con el discurso masculino por ga
nar el poder de representar la identidad individual. La heroína una vez
más deposita un concepto de la identidad que se basa en diferencias de gé
nero más que en las distinciones políticas seguidas por los hombres y en
las que basan su autoridad. Pero entre la publicación de Pamela y la escri
tura de Emma han ocurrido varios cambios. La distancia entre amo y cria
do se ha acortado considerablemente en un grupo de élite de individuos
que no son ni aristócratas ni trabajadores, ni siquiera de las clases mercan
tiles e industriales. Al mismo tiempo, todo un espectro de sutiles distincio
nes se abre dentro de este campo políticamente limitado. Entre éstas se en
cuentran los marcadores políticos tradicionales que designan el origen de
los ingresos de uno, el prestigio de una propiedad y un nombre familiar,
las perspectivas futuras de uno, y los signos externos de delicadeza y edu
cación que un persona de medios despliega. Tales marcadores sociales in
vocan a la clase acomodada de campo de finales del siglo x v iii, que el siglo
anterior de fluctuación económica había convertido en un grupo extrema
damente heterogéneo. En un grupo así, la identidad social de un individuo
era sin duda muy difícil de interpretar. Pero en Austen se encuentra esta
situación aún más complicada; los símbolos tradicionales del estatus se
han separado de su referente en alguna cadena de dependencia económica
por medio de un sistema de comunicación local — cotilleo— que convier
te automáticamente esta información en materia de la experiencia subjeti
va. Sobre la base de esta información, por ejemplo. Mr. Knightley puede
decir; «Elton es un buen hombre y un vicario muy respetable de High-
bury, pero no es en absoluto probable que realice una unión imprudente.
Conoce el valor de unos buenos ingresos tan bien como cualquiera. Elton
puede hablar de forma sentimental, pero actuará racionalmente»53.
53 Jane Austen, Emma. ed. Stephen M. Parrish (Nueva York. W. W. Norton, 1972). pág.
44. Las citas del texto corresponden a esla edición.
Emma siente de otra forma y «estaba segura de que Mr. Elton no llegaba
sino hasta un grado razonable y adecuado de prudencia» (pág. 45).
Así, podemos ver que — junto con la distancia social entre contendien
tes masculino y femenino— las diferencias en sus modos de interpretar el
comportamiento sexual han disminuido considerablemente en relación a
aquellas que diferenciaban el contrato inicial de Mr. B del rechazo de Pa
mela y la contraoferta. Mr. Knightley y Emma sólo difieren en la cuestión
de la proporción de sentimiento y racionalidad que uno debería aplicar a
la hora de escoger al compañero. Con todo, se puede sentir una gran ten
sión entre los sexos también en la ficción de Austen; sus heroínas mantie
nen siempre grandes diferencias con los hombres con los que acaban ca
sándose, y en el conflicto está enjuego siempre la base del intercambio se
xual. En Emma , más que en Orgullo y prejuicio tal vez, la lucha entre mo
dos de representación masculinos y femeninos está claro que no es una lu
cha entre dos clases sociales. De todos los personajes de esta novela, Mr.
Knightley y Emma son los que están más estrechamente relacionados. Y
debida a que pertenecen a las dos familias más antiguas y que cuentan con
más propiedades de Highbury, su desacuerdo parece ser más una cuestión
de diferencias personales — edad, sexo y disposición— que una cuestión
de política. Al mismo tiempo, están en desacuerdo sobre cómo deberían
los individuos encontrar su lugar apropiado dentro de la comunidad, y su
desacuerdo incluye a todos los miembros de esa comunidad. Su disputa es,
en otras palabras, la que distinguía a conservadores de liberales durante el
siglo xviii. Pero cuando está contenida dentro de un marco doméstico y
sujeta al resultado de los procedimientos de noviazgo, esta diferencia polí
tica, tal como Austen la imagina, se convierte en la diferencia entre las
posturas liberal y conservadora en el siglo x tx 5*. El contrato sexual ya no
ofrece los términos para un conflicto de clases, sino que más bien identifi
ca los polos de opinión dentro de una sola clase — una clase instruida. Lo
que es más, en contraste con Richardson, que tiende a oscurecer la dife
rencia entre clase acomodada y nobleza, Austen representa a su grupo de
élite de gente acomodada de campo como un grupo que apoya las normas
domésticas.
Harriet Smith, de origen desconocido y cualidades subjetivas aún por
determinar, ofrece el campo apropiado para un debate que determinará
los signos verdaderos de la identidad individual. El debate comprendido
en la novela se pone en marcha, de forma significativa, por dos aconteci
mientos que son consecuencias de las actividades de casamentera de
Emma. Su institutriz — una sustituta de la madre muerta de Emma— se
Para clasificar la política de Austen. Marilyn Butler la sitúa dentro de las categorías del
siglo xyiu: «en tórrainos del siglo xvm, ella es conservadora más que liberal.» Jane A listen and
lite War o í Ideas ÍOsford, Clarendon. 197$), pág. 2. En termino; políticos del siglo xix. pienso
que la distinción del siglo xvm entre conservadores y liberales y3 no parece definir la importan
te diferencia entre el punto de vista político de una persona y de otra.
va a vivir con su nuevo esposo, dejando a Emma sola para llenar el tiempo
de ocio sin regular que tiene en sus manos y una posición de supervisión
en el hogar. El cambio da a su padre motivo para lamentar: «Pero cariño,
te ruego que no te dediques a conseguir más uniones, son cosas tontas y
perturban seriamente el círculo familiar propio» (pág. 7). Los términos del
debate se establecen cuando Emma se hace cargo prematuramente del pa
pel de supervisora doméstica y sigue haciendo de casamentera para ocu
par sus horas de ocio. Se consigue una acompañante, Harriet Smith, a la
que planea instruir:
55 Aunque tendría que disentir dei modelo general de Tony Tanner, que presupone más ca
tegorías — naturaleza, cultura, masculino, femenino— de las que cuestiona con propósitos his
tóricos, mi propia interpretación de la operación del lenguaje en Emma guarda afinidades sor
prendentes, a mi juicio, con la relación entre comunidad y comunicación que Tanner describe
en su introducción: «Asi, las energías de la familia están idealmente dirigidas a contrarrestar
cualquier resbalón o cambio en el sialu i/uo. a resistir ante el cambio, supliendo carencias, re
llenando lagunas y negando tipos ¡«aceptables de diferencias.... Pero el propio lenguaje intro
duce lagunas y carencias en el set consciente, como hemos visto, y como fenómeno está arraiga
do en la diferencia, el cambio y el traslado. Así. hay una paradoja potencial entre el hablante
que es propietario (en el sentido burgués), porque la acción de hablar presagia deseo > cambio,
mientras que ta de poseer sucumbe a la lógica de la inercia y la permanencia.» Adultery in ihe
jVovp/. pág. 115.
cas, y la contención entre los modos de interpretación masculino y femeni
no, por lo tanto, asume una forma muy diferente.
En la siguiente conversación entre Frank Churchill y Emma, los pro
blemas gemelos de supresión y revelación se superponen; hay al mismo
tiempo demasiada y escasa información revelada. El discurso de él se acer
ca al punto de revelar sus verdaderos sentimientos, cuando ella interviene
y reprime su confesión:
Él la miró, como si quisiera leer sus pensamientos. Ella apenas sabia
qué decir. Parecía el preludio de algo absolutamente serio, que ella no
deseaba. Obligándose a hablar, por lo tanto, en la esperanza de eludirlo,
dijo con calma... (pág. 265).
A M is s ----------- .
charada
Como componente de esta novela, el poema es tanto más brillante por es
tar compuesto enteramente de clichés. Representa las relaciones sexuales
como una lucha de poder, y al afirmar que la «mujer» hace del «hombre»
soberano un «esclavo», dramatiza un rechazo del significado a ser femini-
zado. Aunque Emma se considera «bastante dueña de los versos», su in
terpretación sentimental simplemente oculta el significado de los mismos,
que está completamente en la superficie. Elton está escasamente cautiva
do por la sencilla Harriet y busca elevarse hasta la posición de la propia
Emma. En los versos de este hombre ignorante, el deseo sexual no se ha se
parado lo suficiente del poder para ser amor y no lo será por mucho inge
nio interpretativo que despliegue Emma.
Pero esta malinterpretación sentimental del poema de Elton es una
parte de un error doble que también lleva consigo el que ella no consiga en
tender el sentimiento sincero mostrado en la carta de Robert Martin. Es
una marca de la ignorancia de Emma como lectora, pues, el que no logre
discernir la valía personal superior del estilo sencillo de Robert Martin o
entender cómo la habilidad de este estilo para comunicar emoción a Ha-
rriet le designe tan claramente como el hombre adecuado para casarse con
ella. Porque tal escritura sugiere que es a la propia Harriet — distinta y
aparte de cualquier identidad social— a la que él valora. Una ve/ más, las
categorías tradicionales de escritura demuestran ser desorientadoras, por
que igual que los hombres en teoría usan la expresión grandilocuente para
convencer, según la tradición deberían usar el estilo sencillo con fines de
argumentación lógica. Así, cuando Harriet pregunta si la carta de Robert
«¿es una buena carta? ¿o es demasiado corta», Emma replica «bastante
lentamente»;
una carta tan buena, Harriet, que teniendo todo en cuenta, creo que una
de sus hermanas le debe haber ayudado. Difícilmente puedo imaginar
que e) joven a quien vi hablando contigo el otro día se pueda expresar tan
bien, si lo ha hecho por sus propios medios, y con todo no es el estilo de
una mujer; no, ciertamente, es demasiado fuerte y concisa: no lo sufi
cientemente difusa para ser de una mujer. Sin duda es un hombre sensa
to, y supongo que puede tener un talento natural — piensa fuerte y clara
mente— y cuando coge una pluma en la mano, sus pensamientos en
cuentran de forma natural las palabras adecuadas (pág. 33).
56 Wilbur Samuel Howell, Eighteenth-Century Brilish Lvgií añil Rhvlvnc (Princelon, Prin-
ccton University Press. 1971>, pág. 115.
Cada una de estas partes del dominio de un orador requiere [sicj un esti
lo diferente. El estilo bajo es más adecuado para la prueba y la informa
ción. Porque no liene en esto otro propósito sino representar las cosas a
la mente de la forma más sencilla, como son realmente en sí mismas, sin
colorearlas o adornarlas. El estilo medio se adecúa más al placer y el en
tretenimiento, porque consiste en periodos suaves y bien proporciona
dos, números armoniosos, con figuras floridas y brillantes. Pero lo subli
me es necesario con el fin de agitar e influir en las pasiones^7.
Era una tontera, era un error tomar un papel tan activo en la reunión de
dos personas cualesquiera. Era aventurarse demasiado, asumir demasia
do. aligerar lo que debería ser serio, hacer un troco de lo que debería ser
simple. Ella [Emma] estaba muy preocupada y avergonzada y resolvió
dejar de hacer tales cosas (pág. 83).
Así, se puede argumentar, Austen se alia más con Jeremy Bentham que
con Samuel Johnson.
Con esto pretendo refutar la idea de que Auslen fuera una ardiente
conservadora que intentaba que la ficción justificara una noción tradicio
nal de rango y estatus. Pero al oponerme a esta postura, tampoco me ad
hiero a la opinión de que Austen fuera una protofeminista rebelde que car
gó contra las restricciones que ataban a un autor de su sexo al convencio
nalismo sin desearlo. Yo más bien diría que éstas son alternativas por las
que la crítica literaria reescribe el pasado porque son alternativas que au
toras como Austen transformaron en ficción, haciendo posible que la fic
ción hiciera el trabajo de la cultura moderna. Me he basado en la distin
ción entre gramática y uso para representar la oposición temática del de
seo personal y la restricción social que la crítica utiliza para interpretar la
política de Austen, y he utilizado el concepto de economía, también, en un
esfuerzo por prestar a los escritos de Austen una materialidad que tienen
tendencia a perder en la discusión crítica. Como mínimo, este capítulo ha
intentado demostrar que escribir, para Austen, era una forma de poder
por derecho propio, que podía desplazar el cuerpo material del sujeto y el
valor de aquellos objetos que constituyen el hogar. En otras palabras, al
ayudar a establecer la organización semiótica de la Inglaterra del siglo xix,
la novela contribuyó a crear las condiciones teorizadas por Bentham — un
mundo en su mayor parte escrito, en el que incluso la diferencia entre pa
labras y cosas era en último término una función del discurso.
M i interpretación de Emma muestra el punto hasta el que Austen en
tendió que el poder del uso modificaba la gramática o las reglas que go
biernan el uso. En este aspecto, su pensamiento se parece no sólo al de Sa
muel Johnson, sino también al de Samuel Richardson. (¿Qué otra cosa es
la última sección de Pamela sino precisamente una demostración de este
principio?) Pero a diferencia del intelectual del siglo xvin, Austen tam
bién entendió el principio que subvace la teoría de signos de Bentham
— esto es, el grado hasta el que las palabras constituyen los objetos que re
presentan. Al exponer su «sistema de lógica completamente nuevo», con
su orientación lingüística surgiendo del análisis y clasificación de las fic
ciones, Bentham insiste en una cierta economía de la comunicación basa
da en objetos:
Allí hay una cierta cantidad de materia, lisa cantidad de materia produ
ce en tu mente sentimientos de un cierto tipo: por medio de esa cantidad
de materia se producen al mismo tiempo en mi mente sentimientos de
un tipo que si no es exactamente el mismo, al menos con referencia al
propósito en cuestión está lo bastante cerca de ser el mismo. Aquí está
pues el canal de la comunicación, y el único. El lenguaje loma posesión
de esc canal y lo utiliza-39.
59 Jcremy Bentham, Rentluim's Theary ofFictions. ed. C. K. Ogdcn (Nueva York, Har-
wiurt, Brace and Company. 1932). pág 64. I .*<>citas del texto corresponden a esta edición.
Entendiendo perfectamente el poder de la palabra, Bentham afirma, en el
capítulo titulado «La ficción de un contrato original», que «la época de la
Ficción se ha acabado: en la medida en la que lo que antes se podría haber
tolerado y aprobado bajo ese nombre, sería ahora, si se intentara poner en
pie, censurado y estigmatizado bajo los apelativos más duros de usurpa
ción o impostura» (pág. 122). Para poner fin a las ficciones en las que él
creía que descansaba la monarquía, sin embargo, hacía falta una nueva
época de realismo y un nuevo lenguaje de verdad, que no revelaba tan fá
cilmente su poder figurativo. Su intento se puede considerar como un in
tento temprano en el gran proyecto del siglo xix de equiparar el lenguaje a
la verdad, lo que de hecho inició un nuevo imperio de signos.
Con un tipo de consciencia, rivalizada sólo, en mi opinión, por Jeremy
Bentham, Austen propone una forma de autoridad — una forma de autori
dad política— que funciona a través de la educación más que a través de
los medios jurídicos tradicionales para mantener las relaciones sociales.
Si, en la época de Austen, las relaciones sexuales se supone que son el co
nocimiento especializado de la mujer y si es en los escritos femeninos en
los que los términos de tales relaciones se configuran, la ficción cumple su
función discursiva ejemplificando la conducción de relaciones entre hom
bre y mujer. Las novelas no tienen que lanzar ya elaboradas defensas de sí
mismas, porque se han apropiado de las estrategias de los libros de con
ducta hasta un grado en el que la ficción — en lugar de los libros de con
ducta— puede reclamar autoridad para regular la lectura. Con bastante
frecuencia aquellos libros de conducta que no dirigen su sabiduría especí
ficamente a niños o miembros de los grupos sociales aspirantes miran con
ojo crítico a este género y deploran las limitaciones de la programas educa
tivos dirigidos sólo a las mujeres. En mi opinión, con Austen, si no con
Burney antes que ella, la novela suplanta al libro de conducta como esa es
critura que crea un criterio alternativo y femenino de la escritura
cortés.
Más que llevar a cabo la función de carácter psicológico que los libros
de conducta asumían ahora, que era el propósito de la educación femeni
na, la ficción de Austen se dispuso a descubrir esas mismas verdades como
la realidad privada que subyace todo comportamiento social, incluso
aquel perteneciente al dominio de lo público y masculino, por ejemplo, el
mundo político. Como los arquitectos del nuevo currículum educativo se
encontraban también en proceso de decidir, no era suficiente cultivar los
corazones solo de las mujeres. Había llegado el momento de considerar
cómo se podían cambiar las instituciones sociales. Fn palabras de los Ed-
geworth:
1 Esta observación no es, desde luego, única. Se da también en una serie de estudios históri
cos literarios conocidos, entre ellos obras generales como The History o fth e English Novel (Lon
dres. H, F. and G. Withcrby. 1924*1939), obra exhaustiva en diez volúmenes de Ernest Baker
(ver sobre lodo los volúmenes VI, VII y VIII); el capítulo «The Larly Victoriano», de The t n -
gthh Novel: A Short Critica} History (Nueva York. Dutton, 1954) de Walicr Alien; The EngJish
Novel: A Panorama (Boston, Houghton Mifflin., 1976) de Lionel Stevcnson; y The Enghsh
M iddle L'lass Novel (Londres. Macmillan, 1976) de T. B. Tomlinson. Aunque empeñado en re
conocer a la ficción menos prestigiosa (en nuestros términos modernos) lo que se le debe, Tom
linson reitera loque los demás estudios implican más o menos conscientemente: «Para expre
sarlo con mayor precisión histórica: loque me parece que ha ocurrido es que los escritores a par
tir de Jane Austen recogieron cabos desarrollados sobre todo por Richardson y continuaron
para desarrollar los intereses de clase media y burgueses que él había destilado como al menos
una de las preocupaciones principales de la novela. Hay interrupciones en la historia de la nove
la entre la muerte de Austen en 1817 y el primer Dickens (la mayor parte de las preocupaciones
de las novelas de Scott son bastante distintas de las de la novela inglesa), pero ciertamente me
diado el siglo, cien años después de Richardson, no hay duda acerca del estatus y la función de
la novela inglesa: se trata en gran medida de una empresa de elase media» (pág. 12). Ver tam
bién el volumen III de la Cambridge Biblipgraphy oíL n g lish Literature 1800-1900, cd. Georgc
Walson (Cambridge, Cambridge Univcrsity Press, 1969), que muestra en el periodo entre 1818
y I 847 una proliferación de géneros de ficción menores, entre ellos las narraciones históricas a
la manera de Scott. romanees del estilo de los de Radcliffé y Walpole. las llamadas «novelas de
tenedor de plata», novelas de color local, sobre todo irlandesas y escocesas, libros de chistes,
diarios y álbumes de gente de moda, asi como los comienzos de la tradición de novela de la clase
trabajadora. Con respecto a cstu última categoría, ver también Martha Vicinus, The Industrial
Muse: A Siudy o f Nineteenth Ccn/ury British Working-Class Literature (Nueva York, Barnes
and Noble. 1974). págs. 113-135. Sin embargo, hay una notable ausencia de novelas que exhi
ban el comportamiento característico de la ficción doméstica. The Engltsh Novel, ¡740-1850
(í,ondres. Grafton & Company. 1939) de Andrcw Block. una lisia de todas las novelas publica
das durante los años entre 1818 y 1847 «oofrece ninguna indicación de que haya una reserva de
ficción doméstica enterrada bajo algún otro epígrafe.
2 Entrelos años 1815 y 1848, argumenta MaxincBcrg, «la mecanización presentó un rostro
distintivamente ambiguo a los contemporáneos. No estaba en absoluto claro si se trataba de un
portento de la inevitable revolución económica o simplemente de un curso de desarrollo entre
otros varios, que se podían adoptar o rechazar, en todo o en pane, dependiendo de los objetivos
y prioridades de la nación»». Durante este periodo de incertidumbre radical, los representantes
de todo el espectro económico aparentemente adoptaron una postura con respecto a esta cues
tión, la mayoría de ellos — al menos inicialmente— en oposición al aumento incontrolado de
las fábricas. «La cuestión de la mecanización», escribe Berg, «se convirtió de hecho en la bisa
gra que conectaba las nuevas relaciones económicas de producción con la cultura y la concien
cia en sentido más amplio de la burguesía y la clase trabajadora nuevas». Tal como Berg de
muestra de forma convincente: «Quizá cotí mayor claridud que cualquier otra cuestión contem
poránea. la de la maquinaria definió las lincas de la división entre estas clases.» The Machinery
Question and rhe M aking o f Política! Eco noniy (Cambridge. Cambridge University Press,
1980), pág 2.
diversos grupos de gente culparon a la mecanización de prácticamente to
dos los problemas que aquejaban a Inglaterra. Pocos, si es que hubo algu
no, pudieron ignorar la pobreza, la escasez de comida, los ataques inflacio
narios, el analfabetismo paralizante, la dislocación demográfica y la in
tranquilidad entre los trabajadores pobres. Como causa supuesta de tales
trastornos sociales, la máquina se hizo tan impopular que la violencia con
tra ella fue tolerada, si no abiertamente condonada. Los asaltos contra la
maquinaria parecían ser por el bien de toda ta sociedad, mientras que la
mecanización parecía servir sólo a los intereses de unos pocos sin escrú
pulos.
«Según todas las reglas de la guerra intelectual», comenta Harold Per-
kin. «el ideal aristocrático debería haber ganado la batalla por la mente. 1.a
aristocracia era el ejército en el poder, que defendía una posición prepara
da y en control de los más poderosos órganos de opinión y de la mayoría
de las instituciones educativas»-1. Sin embargo, todos los intentos de resis
tir la mecanización reforzaron en última instancia la posición de los in
dustrialistas. Ganaron la guerra intelectual — una guerra para determinar
la definición de la propia cultura— cuando el público instruido comenzó a
considerar la resistencia a la maquinaria más peligrosa que la propia ma
quinaria. El triunfo de las nuevas clases medias dependió no sólo de un
proletariado organizado, sino también de la aparición de nuevos modos
de escritura para representarlo4. Frente a la oposición política que se iba
reuniendo, los intelectuales de clase media opusieron las representaciones
de la cultura de la clase trabajadora como falta de cultura. Sus reuniones
en los pubs, por ejemplo, se atribuyeron a que los trabajadores no disfruta
ban de una vida doméstica estable y sostenida. En términos similares, la
resistencia política se describió como primitiva y autodcstructiva, si no
' Harold Perkin, The Origins o f Moder/l Englisti Socicty 1780-1880 (Londres. Rouledpe
and Kcgan Paul, 1969), pág. 29fl.
■* En las sociedades premdustrialcs, explica Maurice Godelier. «las relaciones de produc-
ción, o económicas, no ocupan la misma localización y por consiguiente no adoptan las mismas
formas ni tienen el mismo modo de desarrollo, y de ahí que no tengan los mismos efectos sobre
la reproducción de la sociedad y de la historia. Hubo un momcnio», argumenta, wer que la pro
ducción económica, por vez primera, permitió a la humanidad percibir más claramente el rol
de la economía y las condiciones importantes de la producción respecto a la evolución de la so
ciedad y de la historia». «The Ideal in thc Real», en Cuiíurc, Ideology andPolitics. eds. Kaphael
Samuel y Garcth Stedman iones (Londres. Routledgc and Kcgan Paul, 1982), pág. 31. Enfren
tando a las teorías del despegue económico con las figuras del censo que indicaban que en 1R50
la agricultura y el servicio doméstico eran, con mucho, las ocupaciones más importantes, Bcrg
rebate la creencia de que la causalidad económica explica por sí sola las rápidas transformacio
nes económicas y técnicas que caracterizan las décadas de 1820 y 1830 (Bcrg, pág. 3). Ella de
muestra que hasta entonces la gente no vino a entender la historia en términos de las operacio
nes de una economía distinta tanto de la teología como de las relaciones de parentesco. Si otor
gamos validez a su tesis en términos absolutos, debemos considerar la revolución industrial,
como vino a ser llamada, como el triunfode una nueva forma de representación del crecimiento
industrial. La revolución industrial fue una cuestión de representación tanto como una cuestión
de dinero y bienes, en otras palabras, porque la representación otorgaba autonomía al mercado
y daba prioridad a sus operaciones en cualquier explicación del cambio histórico.
como criminal y como lina amenaza al propio orden. F,n un marco discur
sivo semejante, cualquier forma de resistencia reforzaba la postura retóri
ca de los intelectuales y reformadores de clase media. Demostró que las fá
bricas y las escuelas eran necesarias. Es importante recordar que las cir
cunstancias históricas que hicieron de la maquinaria una causa de debate
existían desde antes y continuaron largo tiempo después de que los proble
mas causados por la industrialización fueran formulados de esta forma.
Pero los que habían proclamado desde el principio los beneficios de la ma
quinaria ganaron repentinamente un apoyo tal a su postura que, a pesar
del hecho de que los males de la industrialización se cernirían todavía más
durante el curso del siglo xix, para la década de 1840 la gente ya no deba
tía si las máquinas deberían o no existir. En lugar de ello, un nuevo con
junto de afiliaciones políticas se había formado sobre la base de la mejor
forma de limitar los efectos perjudiciales de la mecanización y. así, reco
ger los beneficios.
Es significativo que aparecieran pocas novelas domésticas de enverga
dura durante las décadas de 1820 y 1830 para tomar partido en la contro
versia sobre la industrialización. Sólo podemos asumir que la relación en
tre el mundo doméstico y el mundo en el que estaba asentado — un con
flicto con el que Austen no se tuvo que enfrentar— estaba sufriendo una
revisión importante. Porque es seguro que las estrategias del siglo x v i i i
para la reforma de la casa solariega no podrían servir durante mucho tiem
po. No fue hasta la década de 1840 cuando la batalla intelectual pareció
haber terminado, cuando la escritura de la ficción doméstica digna volvió
a empezar. Conforme volvió a ganar su posición como una forma impor
tante de la escena cultural, la ficción mantuvo la vieja equiparación entre
relaciones sexuales y sociales, pero la fuente del trastorno y el objetivo de
la reforma habían cambiado definitivamente. El matrimonio ya no era el
antídoto a las distinciones restrictivas y arbitrarias del estatus, y por lo
tanto, ya no suavizaba la frontera que rodeaba a la cultura dominante. En
lugar de ello, se convirtió en un lugar común usar el matrimonio como una
forma de trazar una línea alrededor de la cultura con el fin de preservarlo
ante un mercado competitivo. En la década de 1840, en otras palabras, es
taba en tela de juicio en las novelas la naturaleza del problema que el ma
trimonio teóricamente debía resolver.
Aunque no se refirieron directamente a la cuestión de la mecanización,
estas novelas revisaron lodo el concepto del deseo sexual que organizó la
ficción doméstica anterior. En lugar de constituir una forma de resisten
cia, el deseo se convirtió en una estrategia para tratar con el problema
planteado por la máquina, el problema de la resistencia política. En ma
nos de Gaskell y Dickens sobre todo, la ficción doméstica llevó el proceso
de la supresión de la resistencia política al dominio de la literatura popu
lar, donde determinó nuevos dominios de aberración que requerían do
mesticación. Al estudiar el comportamiento político de la clase de ficción
que surgió durante la década de 1840, quiero hacer hincapié sobre las for
mas en que ciertas estrategias retóricas se convirtieron en técnicas de con
trol social. Richardson imaginó la escritura como un poder que podía re-
clasificara los individuos sobre la base de las cualidades subjetivas que pa
recían tener poco que ver con sus estatus sociales. Representó al hogar
como un espacio mantenido por una supervísora femenina. Pero también
dotó a los escritos femeninos — a saber, las cartas de Pamela— de un po
der que se extendía más allá del hogar para convertir a otros a su modo de
conocerse a si mismos. Se puede decir que Austen desplazó aún más allá
los signos políticos de la identidad humana al renunciar al impulso a la
conversión de Richardson. En Emma, por ejemplo, ella contiene interpre
taciones voluntariosas del yo dentro del yo con el fin de alejar procedi
mientos mucho más elaborados de autodescubrimiento. El deseo y la au-
loperfección se llevan a cabo cuando su heroína enmienda estas ficciones
para formar una verdad a un tiempo psicológica y social. Pero esta verdad,
en la obra de Austen, no depende de la modificación de la realidad política
como tal. Si Richardson define el hogar como aquel lugar donde los dere
chos del individuo se pueden hacer realidad, Austen escribe el mecanismo
de autorregulación dentro de ese individuo. Su concepto de la cortesía gira
en torno a esto. Emma renuncia al poder de conversión de Pamela para
hacerse con un poder superior de ejemplo que depende del autocontrol. A
través de su percepción de sus propios errores, ella abandona las incitacio
nes descuidadas de la cultura que la arrojarían en brazos de Frank Chur
chill y aprende a escuchar un deseo que es todo suyo.
fcn las décadas que siguieron a Austen es como si estas estrategias de re
presentación espacial, categoría individual y autointerrogación se hicie
ran con.una vida aparte del proyecto ilustrado que reclamaba ciertos po
deres en nombre del individuo. Estas estrategias proporcionaron técnicas
para convertir al individuo en un objeto específico de conocimiento para
sí mismo, y lo hicieron de forma masiva5. Junto con los libros de conduc
ta, la ficción doméstica representó formas de subjetividad femenina que
ofrecían una base para el yo anterior a cualquier identidad social. Arraigó
la subjetividad en el deseo sexual y en la propia habilidad para canalizar
tal deseo hacia objetivos socializados. Hizo que el bienestar del grupo so
cial dependiera, antes que nada, en la regulación del deseo individual.
Junto con otros tipos de escritura característica del siglo xix, la ficción do
méstica transformó esta fantasía de auloproducción en los procedimien
tos designados para producir hombres y mujeres adecuados que ocuparan
las instituciones de una sociedad industrializada.
Desde esta perspectiva, la cuestión de la maquinaria tuvo en realidad
mucho que ver con la historia de la novela. Fue en gran parte responsable
de los cambios que marcaron la ficción como victoriana. También fue res
ponsable del prestigio otorgado a las novelas que mostraban estos cam
5 Sobre el uso de estas estrategias, ver Michel de Certeau. The Practice o f Everyday Life,
irad Sievcn D. Rendall (Berkeley. Univcrsity of California Pre&s, 1984).
bios. Asi, he visto necesario seguir una ruta indirecta para explicar el rena
cimiento de la ficción doméstica que dio paso al gran periodo Victoriano.
Voy a estudiar brevemente la ficción en cuestión. Pero aunque, al hacer
una historia de la ficción, estudie otros materiales aparte de la ficción, no
considero estos procedimientos como disgresiones. Voy a examinar un
campo de información en el que el accidente irrumpió en la historia, en el
que el discurso se enfrentó a las múltiples prácticas de una cultura, y en
donde un modo de verdad rebatió a otro para determinar cuál definiría la
realidad social. Al examinar este campo, se puede entender cómo nuevas
formas de información salieron a la luz y por qué otras retrocedieron hasta
un segundo plano. Espero explicar por qué, por ejemplo, las resoluciones
de este corpus de ficción tendieron a reducir y confinar a la familia a un es
pacio que se asemejaba a una prisión, así como por qué los novelistas co
menzaron a plasmar su energía creativa en escenas de violencia, alucina
ción y caos que de forma característica mostraban a una mujer loca en su
centro. Más específicamente, este capítulo intenta explicar por qué muje
res perturbadas se pusieron repentinamente de moda con las grandes no
velas domésticas de los últimos años de la década de 1840. Fue como si la
producción de esta nueva ficción victoriana dependiera de la exposición
de una mujer monstruosa que fuera castigada y luego desapareciera del
texto, como ocurría regularmente en las novelas de las Bronte, Gaskell,
Dickens y Thackeray. Su forma de desvelar a estas mujeres arrancó toda
identidad social de la mujer. Representó la perdida de tal identidad como
la perdida de las distinciones de género.
Estudios tan bien conocidos como los de Nina Auerbach The Wornan
and the Demon y The Madwoman in the Attic de Gilbert y Gubar trazan
las manifestaciones literarias de esta figura. Sin encontrar precedente de
esta mujer en ficción anterior y reconociendo el poder de la figura, Auer
bach atribuye la aparición de la mujer diabólica a un mito que poblaba el
mundo V i c t o r i a n o con demonios y ángeles femeninos, mientras que Gil-
bert y Gubar localizan el origen de la loca en las autoras femeninas cuya
imaginación estaba necesariamente coartada por un repertorio limitador
de convencionalismos para su propia expresión6. Según los muchos críti
cos que trabajan dentro de una comprensión tal de la sexualidad victoria
na, las mujeres monstruosas representan aspectos de la mujer que existen
fuera de las instituciones sociales porque estos aspectos constituyen una
forma de resistencia que las instituciones sociales controlan. Tal crítica
puede, como la de Auerbach, ver a estos monstruos de deseo como figuras
positivas. Y mi posición básica es compatible con ésta, dada una condi
ción. Al asumir que la sexualidad es sólo sobre sexualidad, uno admite la
(■Nina Auerbach. The dom an and the Demon: The I-tje o ía Vuiorian M ylh (Cambridge.
Harvard Univcrsity Press. 1982) y Sandra M. Gilbert y Susan Gubar. The Madwoman in tkeAt-
7he H'oman Wrilet and the Nineteenth Century Lüerary im aginario» (New Haven. Vale
Univcrsily Press. 1979).
opinión victoriana de que los aspectos esenciales de la mujer no podían
encontrar una salida positiva dentro de las limitaciones de la vida de clase
media. Subyacente a la retórica del realismo literario del siglo xix se en
cuentra la asunción de que la respetabilidad de la clase media condenaba a
la mujer a un tipo de media-vida dentro de la sociedad porque por defini
ción la respetabilidad exigía su represión sexual. Al enfocar las novelas en
cuestión, me gustaría invertir todo este concepto de causa y efecto. Me
gustaría sugerir que las propias novelas generaron nuestra convicción mo
derna de que los convencionalismos sociales suprimían sistemáticamente
formas de sexualidad que existían con anterioridad a aquellos convencio
nalismos y que los hicieron necesarios. En lugar de la teoría de la repre
sión, como ya he explicado, voy a asumir que estas profundidades extraso
ciales del yo eran en sí mismas productos de la cultura victoriana. Voy a
asumir que se produjeron en su mayor medida en la escritura. Procedien
do a partir de tal base teórica, podemos considerar la posibilidad de que
tales formas desviadas de deseo estuvieran en realidad compuestas de ma
terial cultural con una historia. Dado todo esto, me parece que al traducir
este material en términos psicosexuales, las novelas victorianas ocultaron
eficazmente el poder político que ejercían al transformar así la informa
ción cultural. Sugiero que al producir a las mujeres monstruosas por las
que las recordamos, las novelas ofrecieron un medio de producir el in
consciente político moderno. El argumento de este capítulo considera la
figura de la mujer monstruosa como un paso en una serie de desplaza
mientos que llegaron a relegar todo el reino de las prácticas sociales al
estatus de la perturbación y la desviación que requerían contención y dis
ciplina-.
L a r e t ó r ic a d e l a v io l e n c ia : 1 8 l 9
7 E P. Thompson, «The Moral bconomv ot'thc F.nglish Crowd in the Eighteenth Century».
Pan and Presen!. 5(J <1971), pág^. 78-7V.
querido para el mantenimiento de sus propiedades, y los trabajadores sen
tían que tenían el derecho a poder subsistir a cambio de ello. Cuando su
nivel de vida caía por debajo de un cierto punto no era poco corriente que
los trabajadores pobres llevaran a cabo un levantamiento. Los levanta
mientos tenían lugar «dentro de un consenso popular con respecto a lo que
eran prácticas económicas legítimas e ilegítimas», un consenso que «se
puede decir que constituye la economía moral de la m ultitud»8. En otras
palabras, más que trastornos espontáneos del orden civil, los disturbios
eran formas de comportamiento simbólico en las que terrateniente y tra
bajador desempeñaban papeles bien definidos y predecibles. En palabras
de Eric Hobsba wm y George Rudé, éstas eran «las ocasiones rituales en las
que el orden acostumbrado de las relaciones sociales se ponía brevemente
en tela de juicio»',. No era poco frecuente encontrar mujeres a la cabeza de
tales disturbios o acosando públicamente a un comerciante de grano para
exigir mejores precios. Esta violación de la jerarquía sexual aparentemen
te ofrecía otra forma de indicar que las relaciones de poder estaban su
friendo una inversión. La retórica política se podía invocar en gran medi
da de la misma manera. Por ejemplo, los caballeros de una aldea fueron
avisados para que se prepararan «para una guerra civil del populacho»
que «haría caer a George del trono y derrumbaría las casas de los toscos y
destruiría la obra de los leguleyos»10. Aquellos implicados entendían que
estas elaboradas parodias del poder legítimo servían a un fin conservador
al acudir al terrateniente en busca de un remedio para la situación. La res
puesta a estos disturbios confirma su naturaleza conservadora, ya que el
terrateniente del siglo x v i i i generalmente prefería satisfacer las exigencias
de los trabajadores más que llamar a los militares".
La violencia que caracteriza a las primeras décadas del siglo xix no
deja duda alguna de que se está pasando a un nuevo territorio histórico.
Las rebeliones de los luditas especialmente redefinieron tanto la escena
como el objetivo de la violencia. Incluyendo a la élite de los trabajadores
textiles, los luditas vieron cómo su estatus desaparecía con la invasión de
la maquinaria en áreas especializadas de la producción. Sus ataques con
tra la maquinaria se vieron al principio como disturbios similares a aque
llos que se habían llevado a cabo con un trastorno mínimo por parte de las
multitudes del siglo x v m 1-. Se mantuvieron algunos de los rasgos de la
* Thompson. «The Moral Economy o f thc English Crowd in ihe F.ightcenth Cenlury».
pág. 79.
9 F.ric Hobsbawm y George Kudc, Captain Swin/t (Nueva York, W. W. Norton, 1968).
pág. 6 1.
■9 Ihompson, «The Moral í-.conomy of the English Crowd in thc Eiglilcenlh Century».
pág. 12 7.
1! Thompson. «The Mora] Economy of the English Crowd in the Eighleenth Century»,
pág. 127.
12 £. P. Thompson. The Making ofthe English WorkingClass (Nueva York, Random Hou-
mt, 1966), págs. 543-552.
violencia ritual — la emisión de notas de advertencia, amenazas de insu
rrección masiva, el uso de vestidos femeninos— , pero los ataques contra
la maquinaria se organizaban de acuerdo a principios militares. Los lu-
ditas a veces llevaban armas reales asi como simbólicas. Incluso requisaban
tropas en el camino hacia ei escenario de un levantamiento. Y se comuni
caban por medio de una red subterránea que tenía sus propios códigos ela
borados. Lo que es más importante, la rebelión ludita sobrepasó los lí
mites de un disturbio local cuando tejedores y labradores de diversas par
tes de Inglaterra afirmaron estar marchando bajo el liderazgo legendario
del general Ludd. La distribución geográfica de los incidentes, que in
cluían ataques contra las máquinas, estaba tan extendida que ningún gru
po local de terratenientes podía tener la esperanza de ponerlos bajo
control.
Tal como argumenta Thompson, los luditas simplemente pretendían
restaurar la sutil graduación del orden social en el que ellos tenían una po
sición relativamente ventajosa; incluso los terratenientes y los magistra
dos vieron al principio sus levantamientos bajo este prisma conserva
dor13. Durante los años que siguieron a la Revolución Francesa, sin em
bargo. la tolerancia ante tal violencia se desvaneció. La paranoia aristocrá-
lica aparentemente convergió con los intereses económicos de las clases
industriales para poner fin a todo activismo político semejante. En este
ambiente, el primero de los C'ombination Acts se convirtió en ley: «1.a
aristocracia estaba interesada en reprimir las “conspiraciones” jacobinas
del pueblo, los fabricantes estaban interesados en derrotar sus “conspira
ciones” para incrementar los salarios»l4. Los cambios de la nueva ley esta
ban en la prohibición de todas las formas de combinación, incluso aque
llas formas de organización política en las que las clases artesanas habían
estado participando desde principios del siglo x v h i, No sólo los sindicatos
eran especialmente sospechosos de albergar intenciones sediciosas, sino
también el número creciente de vagabundos que erraban por los campos
buscándose la vida, ios hogares que se extendían más allá de la familia in
mediata y la gente que se reunía en los pubs. En palabras de Thompson,
había «dos culturas en Inglaterra», una orientada a resistir «la intrusión
del magistrado, el patrón, el sacerdote o el espía» en la vida de la clase tra
bajadora, la otra dirigida a la contención y supervisión de las prácticas
perturbadoras e inherentes al pueblo15. El conflicto entre estas dos inter
pretaciones de la violencia — como protesta ritual o subversión política—
se vio claramente dramatizada en la masacre de Pcterloo.
En su marcha a Manchester de 1819, los representantes de una clase ar-
tesana desplazada y empobrecida desafiaron la redefinición moderna de
la protesta ritual. No obstante, debido a que el uso que hicieron de las figu
16 Samuel Bamiord. Passagesin lhe t.ifeofa Radical, vol. II (Londres, F rank Cass, 1S.19-41,
reimpreso en I %7), págs. 176-177.
1’ Thompson. The Muking oj lite English Worktng Class, pág. 681.
bandera o dos rasgadas a cuchilladas y abatidas; por lodo el campo habia
desperdigados gorros, gorras, sombreros, chales y zapatos y otras pren
das de la indumentaria masculina y femenina, pisoteadas, destrozadas y
ensangrentadas18.
L a r e t ó r i c a d e l d e s o r d e n ; 1832
De hecho, todas las personas que trabajan en una fábrica están someti
das al control de un poder capaz de mediar entre ellas con igual justicia y
autoridad... La máquina de vapor es el árbitro más imparcial de todos: es
impasible ante el soborno, es insensible a la adulación y es el ayudante y
amigo común de todos21.
22 Me baso aquí y en otros pasajes de este capitulo en Discipline and Punisfi: TheBirih oflhe
Pnson, trád. Alan Sheridan (Nueva York, Vjniage, 1979) de Michel Foucault. Especialmente
importante es la idea de que las estrategias discursiva? sustituyen al uso de la fuerza como me
dio aprobado de control social. Sin embargo, al tomar prestada la nal ración de cambio cultural
de Foucault para organizar mis propias observaciones y datos, mi propósito es hacer hincapié
en lo que estaba enjuego al hacer que la idea de un «mecanismo», como Foucault se refiere con
frecuencia a estas estrategias, proporcione la justificación moral del crecimiento industrial
También quiero poner énfasis en el punto hasta el que el discurso, al convertirse en medio de
control social, no asumió este rol en virtud de un poder inherente a él. Aunque ciertas formas
de resistencia a la institucionalización de la cultura desempeñan un papel crucial en el mo
delo de Foucault, no lo hacen preservando un concepto anterior del orden, ni dramatiza el pro
ceso de desmantelamiento de otras formaciones culturales. Su historia del poder, por lo tanto,
describe a menudo lo que parece ser el despliegue inexorable del orden.
James Phillips ICay Shutlleworth, The Moral and Fkysical Condilion o f thc Working
Classes Fmployed in ihe Coiton Manufacture in Manchesier (Ixindres. Frank Cass, 1832; reim
preso en 1970). pág. 8. Las citas del lento corresponden a esta edición.
24 Al describir a los escritores de viajes y protoantropók)gos del periodo entre 1650 y 1750,
J. M. Coetóce explica cómo intentaron desterrar el ideal edénico de cultura y fijaron la cultura
en v a de dio a la idea del trahajo. «Anthropology and thc Hottentots». Semiótica, 54 (1985),
91. Ciertas categorías tales como el vestido, la dieta, la medicina, la habitación, el derecho y el
comercio se siguen de esto, según Coetzee: «Estas categorías deben a toda costa mantenerse
apartadas. Forque el derrumbamiento de categorías y la mezcla de unas con otras amenaza con
un derrumbamiento del discurso sistemático en aquello en lo que comenzó el Míljcro una serie
de vistas y observaciones seleccionadas de entre datos sensoriales sobre la única base de que son
sobrecogedores, notables; es decir, en descripción meramente narrativa más que global
(pág 89).
ofrecer un resumen estadístico de información con respecto a la situación
de las calles en las secciones pobres de Manchester «Alrededor de 4^8 ca
lles inspeccionadas: 214 no tenían ningún tipo de pavimento, 32 pavimen
tadas en parte. 63 mal ventiladas, y 259 contenían montones de desperdi
cios, baches enormes, charcos estancados, inmundicias, etc.». A esto aña
de un segundo conjunto de lo que califica de «resultados igualmente nota
bles». Precisa las casas que necesitan reparaciones, hace una lista do las
que requieren encalado y cuenta las que son húmedas, están pobremente
ventiladas o necesitan retrete (pág. 31). A partir de ahí, el ojo inspecciona-
dor del autor avanza con método introspectivo para descubrir que el espa
cio interior se caracteriza por una degeneración similar de fronteras. Lo
que me gustaría destacar al reproducir esta información es su lógica de ex
plicación. Debería señalarse la forma en que una vez que el autor comien
za a pensar en términos espaciales, toda combinación — por tradicional
que sea- parece limitada, superficial, primitiva, sucia y al mismo tiempo
parece estar sometida a ciertas formas de asimilación cultural a la que el
pueblo del siglo x v j i i nunca estuvo sometido.
Señalemos en concreto lo que le ocurre a la figura de la combinación
cuando Shuttleworth la usa para representar las condiciones reinantes en
el corazón mismo de la ciudad industrial. De forma significativa, para este
sociólogo temprano esc corazón es el dormitorio y allí, según sus palabras,
uno contempla «con alarma» que «toda una familia se acomoda con fre
cuencia en una sola cama y a veces un montón de paja sucia y una manta
de vieja tela de saco los ocultan en un montón informe» (pág. 33. cursiva
mía). Este horror al amontonamiento y hacinamiento de cuerpos — que se
convertía rápidamente en la forma característica de pensar sobre ia com
binación— convierte este material con gran carga política en un escándalo
sexual. La sensación de horror se agudiza con el descubrimiento de que
dos o más familias se podían apilaren una pequeña casucha o que una fa
milia entera vive con frecuencia en una habitación de sótano. La disolu
ción se extiende entonces hacia fuera desde el centro en el que la sociología
escenifica la escena primera, mientras Shuttleworth espía con ojos de vo-
yeur en habitaciones de sótano en las que los cerdos conviven con sus due
ños, en las casas de alojamiento donde la gente duerme por tumos «sin
distinción de edad o sexo», y en retretes abiertos que pueden utilizar hasta
doscientas personas (pág. 33).
En el corazón de la ciudad industrial, pues, el intelectual de clase me
dia se encuentra con un desastre. Aquí la familia parece un montón de des
hechos apenas distinguibles de la suciedad que los rodea. Para darle a esta
escena una causa, Shuttleworth se esfuerza por establecer una correlación
entre el deterioro visible en las calles y casas de vecindarios empobrecidos
y el número de pubs. y entre éstos y el número de delitos contra la pro
piedad. Aquellas personas acostumbradas a beber y a robar son también aque
llas a las que más fácilmente se puede incitar a provocar disturbios, con
cluye Shuttleworth, pero esto no sugiere una causa política para el desor
den social. Los vecindarios donde el deterioro físico era particularmente
evidente eran los que tenían mayor número de pubs y el índice de crimina
lidad más alto, porque en ellos se podía encontrar «un predominio de la
sensualidad» (págs. 62-63). Una vez que Shuttlcworth ve la situación físi
ca de la clase trabajadora en términos de genero y generación, considera la
sexualidad o, en otras palabras, la situación moral del trabajador, como la
causa de su situación económica.
Shuttleworth explica que reunió sus datos «mientras trabajaba con los
miembros, muy inteligentes, de la Junta de Salud, con sede en Manches-
ter, en la creación y puesta en práctica de planes para el alivio de las perso
nas que sufrían cólera» (pág. 3). La cuestión no es si las grandes epidemias
de cólera de la década de 1830 fueron lo que en realidad indujo a los fun
cionarios del gobierno a recoger esta información sobre los pobres. Para
mis fines, lo que importa es que los procedimientos sanitarios proporcio
naron al gobierno un modelo para controlar a las masas urbanas. Discipli
na y castigo de Foucault describe la simbiosis moderna de enfermedad y
poder de esta forma: «la imagen de la plaga representa todas las formas de
confusión y desorden».
Me gustaría indicar que, una vez que el lenguaje del primitivismo aparece,
sólo hace falta un sencillo paso para que esta lógica cultural se mueva de
forma intercambiable entre términos que representan la situación física
de los pobres («pobreza» y «hambre») y aquellos que representan su dege
neración moral («temeridad», «imprevisión», «desobediencia»), hasta
que causa y efecto se ven totalmente invertidos. «La degradación moral, la
destrucción de los placeres domésticos y la miseria social» son «las conse
cuencias de una combinación tal». En este contexto, el término «combina
ción», que no es nunca una palabra neutral, connota falta de propiedad se
2<> Pcicr Gaskell, Anisan i and Machimry: The MoraI and Physica! Condition o f ¡he Manu-
facturing PopulaJivn L'onsidererl with Referente ío M erhanhal Substituía for Human Labor
(tandies. TranlcCass, 1836: reimpreso en ]968). pág. 6. Las dtasdel tentó corresponden a esta
edición.
xual y mezcolanza ilícita, incluso cuando se refiere al desperdigamiento de
miembros de la familia. Ya sea de forma intencional o involuntaria, Gas
kell plantea una oscura causa sexual para el trastorno de la familia tradi
cional.
Queriendo rescatar a la familia más que culpar al artesano, Gaskell la
menta que haya pasado el tiempo en que las familias estaban, como
él dice,
unidas por el fuerte vinculo del afecto, cada miembro a su vez, al alcan
zar una edad adecuada para el telar, sumaba su trabajo al conjunto gene
ral, formando parte su salario de un fondo, la totalidad del cual se ponía
a disposición del padre o de la madre, según fuera el caso; y cada indivi
duo confiaba en él o en ella para que sus necesidades fueran adecuada
mente atendidas (pág. 60).
Pero un proyecto que comienza lamentando los efccios divisorios del sis
tema de las fábricas sobre la familia, el pueblo y la clase sitúa en última
instancia el problema dentro de un marco doméstico. Contenido así.
adopta la forma de un comportamiento sexual que viola los principios fa
miliares más básicos. Así, cuando imagina la solución a este problema en
términos de una reunión familiar, Gaskell representa a la familia en térmi
nos que eliminan a la familia original27. En marcado contraste con el arte
sano tradicional tal como era anteriormente descrito, el hombre rehabi
litado
27 Sobre la familia artesana. ver Hans Medick, «The Proto-lndustrial Family Economya.en
Industrialization befan- Induslriuliuitinn. trad. Bcalc Sehempp. cds. Peter Kreidtc. Hans Mc-
dick y Jurgen Schlumbohm (Cambridge, Cambridge University Press. 1981), pigs. 21-29.
tentaban humanizar la fábrica. No tan prolíficas como la nueva sociología
quizá, pero ciertamente lo bastante copiosas para garantizar nuestra aten
ción, estos escritos representaban a la fábrica en posesión precisamente de
las fronteras de las que carecía la cultura de la clase trabajadora. La filoso
fía de la fabricación, como se llamaba a sí misma, comenzaba por desnu
dar a la maquinaria de los rasgos desagradables que había adquirido en dé
cadas precedentes. Las «oscuras fábricas satánicas» de Blake, la «enorme
máquina demoniaca» de Carlyle, la «excrecencia mohosa del cuerpo polí
tico» de Southey o el tiránico Rey del Vapor que se abre paso eructando a
través de las caricaturas políticas y las baladas de la clase trabajadora son
algunos ejemplos de las imágenes monstruosas que este nuevo tipo de es
critos habían de superar.
Uno de los intentos más influyentes de representación de la máquina
como un sistema racional, el tratado de Charles Babbage On ¡he Economv
o f Machinery and Manufacturéis ilustra cómo la máquina se convirtió en
instrumento y figura del mismo orden social. Babbage muestra que aun
que el movimiento de la máquina se origina en una ola de fuerza explosi
va. tal fuerza es esencialmente improductiva. Manifiesta todas las irregu
laridades del trabajo humano de una forma peligrosamente intensificada,
l os efectos correctivos de la máquina se ponen en marcha cuando el vo
lante traduce esta fuerza violenta e intermitente en una fuerza continua
mente productiva. Un «guardia» o termostato garantiza entonces tanto la
uniformidad del producto como la regularidad de la producción. La des
cripción de Babbage empareja el principio de la uniformidad con el de la
división para diferenciar a los individuos según la función. Una cinta
transportadora permite que los individuos estén fijos en un espacio en el
que la productividad de cada uno se puede supervisar cuidadosamente28.
Es obvio que Babbage supera el mero diseño de una fábrica. Se ha topado
con una nueva forma de pensar sobre el poder político.
En su descripción, uno puede apreciar que la máquina ha dejado de es
tar en contra de la naturaleza y que se convierte en una extensión de la
misma y la perfecciona. Andrew Ure, autor que escribe sobre el tema y que
es igualmente influyente , desarrolló este concepto en una representación
todavía más idealizada de la maquinaria. En la crónica de Urc, las virtu
des del sistema de las fábricas se hacen evidentes cuando uno ve ese siste
ma como «un enorme autómata, compuesto por diversos órganos mecáni
cos e intelectuales, actuando en concierto ininterrumpido para la produc
ción de un objeto común, todos ellos subordinados a una fuerza motriz
que se regula por sí misma»2’ . Tal imagen mezcla los lenguajes de la tecno-
L a p o l I t ic a d e l a f ic c ió n d o m é s tic a : 1848
30 Elizabeih Gaskell, Mary Hartón, A TaleofManehester Life, ed. Stephen Gilí (Harmonds-
worth, Penguin, 1970), pág. 37. Las citas del te*to corresponden a esta edición.
conflicto de clases viene a ser representado como una cuestión de mala
conducta sexual y un escándalo familiar11. Las otras novelas que estoy
considerando revelan de forma similar un escándalo sexual como fuente
de perturbaciones que deshacen una familia. El vínculo que une a Catheri-
ne con HeathclifT — a través del tiempo y el espacio y en violación de las
leyes matrimoniales— causa que el fantasma de ella perturbe el sueño de
Lockwood. Esto le obliga a su vez a pedir con insistencia la historia de las
relaciones sexuales que identifica el vínculo entre Catherine y Heathcliff
como la causa secreta de todos los acontecimientos perturbadores de la
novela. Tal deseo ilícito es también la verdad última que descubrimos en
Jane Eyre. Debajo de todas las aventuras sexuales que comprende la histo
ria de Rochester, Jane descubre el escándalo mucho mayor de un matri
monio basado únicamente en el dinero y la lujuria que hace imposible una
relación de compañerismo. Y ¿qué otra cosa crea cambio en Vanity hair
sino el subversivo comportamiento sexual de Beckv? Es ella la que priva a
Amelia de un amante marido mucho antes de que Thackeray haga que éste
muera en el campo de batalla de Waterloo.
Lo que nos hace regresar, pues, a la cuestión de las mujeres monstruo
sas por las que se recuerda esta ficción: ¿Qué función desempeñaban en el
proceso histórico que he ido esbozando? Como ya he explicado en capítu
los anteriores, el siglo xvm se caracteriza por la preocupación mostrada
por la representación de la alianza legitima de los sexos. Pero en el mo
mento culminante del periodo Victoriano, esa alianza tuvo que desplazar y
resolver un conflicto político muy diferente. Tal como Foucault señala en
l a historia Je ¡a sexualidad, se llegó a un punto durante el siglo xix en el
que «la pareja legitima, con su sexualidad normal, tenía derecho a más
discreción. Tendía a funcionar como una norma, una norma más estricta»
que un concepto anterior de la sexualidad, pero que también estaba menos
sujeto a representación32. Pamela no es una buena novela en términos ac
tuales en gran medida porque Richardson, después de que Mr. B reconoz
ca que Pamela es deseable como esposa, pasa a describir su estado de ma
trimonio perfecto. Pero hasta en eso se detiene antes de describir la perfec
ta noche de bodas que según él pueden sus personajes disfrutar por fin. No
obstante. Foucault nos recuerda que durante el siglo xix,
loque fue objeto de escrutinio fue la sexualidad de niños, hombres y mu
jeres. locos y criminales; la sensualidad de aquellos a los que no les gusta
ba el sexo opuesto; ensueños, obsesiones, manías mezquinas o grandes
ataques de rabia. l legó el momento de que tenias estas figuras, a las que
apenas se había prestado atención en el pasado, dieran un paso al frente
y hablaran, hicieran la difícil confesión de lo que eran (págs. 38-39).
Charlotte Bronte. Janr Eyre, ed. Richard J. Duntl (Nueva York, W . W. Norton. 1971),
pág. 257-258 Las citas del texto corresponden a esta edición. ÍJuni' F.yre, Ed. Bruguera, Barce
lona. 1976.)
M Emily Bronte. Wuthering Heighls, ed. W illiam M. Sale, Jr. (Nueva York, W W. Norton,
1972), pág. 228. Las citas del texto corresponden a esta edición. (Cumbres borrascosas. Ed. C á
tedra. M adrid, 1989.)
novela, al menos en ninguna forma literal o modo realista de descripción.
Al descubrir la infidelidad de Becky, su marido destroza el hogar de am
bos, reduciéndolo a «un montón de vanidades abatidas yaciendo en rui
nas», y la envía de vuelta a las calles de las que vino (cursiva m ía)35. Es sig
nificativo el hecho de que una vez fuera de las fronteras de la sociedad cor
tés, Becky pierda su aguda delincación socioeconómica. Para representar
lo que una mujer en este estado viene a ser, Thackeray recurre a una figura
literaria, las sirenas de la mitología clásica. Aparentemente «parecen her
mosas cuando se sientan en una roca y te hacen señas para que te acer
ques». pero, advierte el narrador, cuando se hunden en su propio elemen
to — en este caso, la ciudad— «esas sirenas no sirven para nada, y es mejor
que no examinemos a los diabólicos caníbales marinos, celebrando un fes
tín con sus victimas escabechadas» (pág. 617). Cuando la figura clásica
que representa el deseo inal orientado se reescribe para un público Victo
riano, pierde sus rasgos estéticos y adopta los de un salvaje. Por mucho
que Becky se pueda parecer a la gente de la sociedad cortés, ese parecido
es, como mucho, superficial. Su conducta sexual revela que procede de
otra clase.
El famoso sistema de clasificación de Henry Mayhew para el compor
tamiento criminal en London Labour and l.ondon Povr (1862) se puede
ver cómo un intelectual de clase media intenta transformar descarada
mente el problema de una clase trabajadora empobrecida por medio de la
traducción de este dilema social en términos sexuales3*'. Al construir su
sistema de todos los tipos criminales que pueblan Londres, Mayhew se
abre paso a través de las categorías políticas — distinciones basadas en la
fuente de ingresos y el lugar dentro de una economía competitiva de
uno— que los escritos anteriores sobre economía política habían aislado y
refinado. Para Mayhew la primera y más básica distinción entre los hom
bres era el profundo abismo entre los que trabajaban y los que no trabaja
ban. Entre los que no querían o no podían trabajar se encontraban todos
los tipos criminales, según Mayhew. Tal opinión sobre el vasto número de
desempleados que caracteriza a la Inglaterra victoriana puede ayudara ex
plicar cómo el capitalismo vino a ser relativamente estable mediado el si
glo xix a pesar de las continuas fluctuaciones de la economía. Tal como
Thomas Laqueur nos recuerda:
Las grandes divisiones en la sociedad del siglo xix no se daban entre las
clases m e d ia y tra b a ja d o ra , sino entre las clases ociosas y las n o ociosas,
entre los toscos y los respetables, en tre los religiosos y los n o religiosos.
T o d as estas d iv is io n e s p asab a n p o r e n c im a de las lineas de clase. L a ética
37 Thomas Walter Laqueur, Religión and RéSpeciabihly: Surulay Schooh and Workjnn
Ctass Culture ¡7X0-1850 (New Havcn. Yalc Umvcrsíty Press, 1976). pág. 239.
timadores» ofreciendo una analogía para la curiosa estructura de su pro
vecto: «A la hora de estudiar la geografía de un río es interesante ir a su
fuente... De forma similar procedemos a tratar a los ladrones y timadores
de la metrópolis» (pág. 273). En la fuente de la cultura criminal urbana,
descubre a una mujer que es precisamente lo que la mujer doméstica no
es. y la describe en los mismos términos con los que describió a la pros
tituta:
W Dickens comen/.ó a escribir Oliver Twist cuando Pickwick Papen aparecía por primera
ve* en cdición por entregas. A lo iarRO de su carrera, incluyó extractos titulados «Sikes and
Nancy» en sus lecturas públicas. muerte de Nancy fue lina pieza fija en su repertorio a pesar
del hecho de que los médicos le hablan advenido que la lectura de este episodio concreto le so
breexcitaba gravemente y ponía en peligro su vida. Las mismas estrategias para tratar la cultura
de la pobreza que aparecen en esta novela dan forma a The U fe o f Charles Dickens (Londres.
Chapman and Hall, 1872) de John Forster. así como a todas las novelas que Dickens escribió
con posterioridad. Sobre esta cuestión, ver J.S. Schwarzbach. Dickens and (he City (Londres,
Atlilone. 1979), pág. 12. Pero la am plia recepción que tuvo la novela, a pesar de lo mixta que fue
al principio, sugiere que al llevar a la ciudad de nueva a la ficción. Oliver Twisi ofrecía una for
m a de pensamiento narrativo en el que las fantasías políticas de una nueva geneiación de lecto
res, así como las cicatrices de la traumática infancia de Dickens, se inscribían. En el invierno de
I -838, por citar un ejemplo notable del comentario de Kathleen Tillolson en !a edición de Cla-
rendon de Oliver Twisi, la joven reina Victoria encontraba la novela una lectura «excesivamen
te interesante», incluso mientras una generación anterior de lectores, representada por su m a
dre y lx>rd Mclboum e, amonestaran a Victoria por «leer libros ligeros» y expresaran su disgusto
por el «estilo bajo y degradante» de ¿stc. Oliver Twisi, ed. Kathleen 1 illotsoti (Oxford. Claren-
don. 1966), pág. 600. Las citas del texto corresponden a esta edición, (¡zts aventuras de Oliver
Twisi, Ed. Hniguera. Barcelona, 1981.)
formas, este tipo de cuerpo femenino es abierto, permeable y se caracteri
za por una ambigüedad de género. En ella, los otros comportamientos se
xuales perduran como formas arcaicas que son tanto impotentes como te
rribles. Y cuando estos materiales culturales quedan contenidos dentro
del cuerpo de una loca, todas las amenazas de trastorno social pierden re
pentinamente su significado político y son sofocadas igual de repentina
mente.
Con el asesinato de Nancy, la conciencia colectiva de los bajos fondos
urbanos en Oliver Twist queda desmoralizada y los personajes desperdiga
dos. La transformación del cuerpo de la prostituta en un cadáver apaleado
criminaliza instantáneamente al alegre grupo de ladrones que rescatan a
Oliver y evitar ciertamente que muera de hambre. Pero el asesinato de
Nancy también ofrece una forma de contener esta forma alternativa de or
ganización social dentro de una figura de combinación y una manera para
transformar esa figura en una figura que pueda ser sometida a la autoridad
de la clase media. Nancy aparece en diversas formas a lo largo de la nove
la, pero la que más se parece a las mujeres monstruosas de la ficción de las
Bronte no es la mujer que ha sido reducida a un charco de sangre, aunque
de hecho, en palabras del narrador, «era una figura horrible a la vista»
(pág. 323). En lugar de ello, ella asume proporciones verdaderamente góti
cas sólo después de su asesinato y al permanecer viva en la imaginación de
su asesino40. Ejerce su poder no como un cuerpo material, sino como un
cuerpo psicológico:
Pues ahora se le aparecía una visión, tan constante y más terrible que
aquella de la que había escapado. Aquellos ojos abiertos y fijos, tan opa
cos y vidriosos que él habría preferido ver a pensar en ellos, aparecían en
medio de la oscuridad: luz en ellos mismos, pero sin dar luz a nada. No
habia sino dos, pero estaban en todas partes. Si lograba apartarla visión,
aparecía la habitación con todos los objetos conocidos — algunos, de he
cho, que él habría olvidado si los hubiera repetido de memoria — cada
uno en su lugar acostumbrado (págs. 327-28).
40 Sobro el concepto del «nuevo gótico», ver Robert B. Heilman, «Charlotte Bronte’s
“New” Gothic». The Victorian Novei: Modern Essays in Crilicism. ed. Jan Wall (Nueva York,
Oxford Univeisity Press. 1971), págs 166-67.
«¡Otra vez los ojos!» gritó con un chillido que no era de eslc mundo.
Tambaleándose como herido por el rayo, perdió el equilibrio y cayó
por encima del parapeto. Llevaba el lazo corredizo al cuello. Subió con
tu peso, tenso como un arco y veloz como la Hecha que éste despide a
toda velocidad (pág. 347).
41 He estudiado esta cuestión en «Emily Bronte In and Out of Her Time», Gente, 15 (1 982).
243-264.
42 1.a conferencia que pronuncié en este congreso se convirtió al cabo en «Kmily Bronté In
and Out of Hcr Time». Pero debo reconocer que la idea de preguntarle a un la* isla sobre la im
portancia del año 1848 la ¡nspiró directamente el articulo de Patsy Stoneliam para un congreso
en Essex dedicado al año 1848. Stoneham cumien 1,3su articulo — «The Brontes and Deatti: Al-
tematives to Rcvolution», en The Socioloxy ofl-ilerature, eds. Francis Barker et al. (Col-
ehester, University o f Essex, 1978)— con el relato de cómo a su llegada al congreso de Essex fue
recibida por dos amigos, personas instruida» uunuue no especialistas en las disciplinas litera
rias. Uno preguntó sobre el año 1848. «¿Pasó algo especial cntonccs’.’» Aunque ninguno de los
dos recordaba ninguno de los acontecimientos que hablan hecho que ese año fuera tan impor
tante para los historiadores, señala Stoneham, sabían perfectamente que 1848 icnia algo que
ver con «las Bronte y la muerte» (pág 79).
desea del lugar, el tiempo y la causa material. No im pona que Heathcliff
proceda de las calles de Liverpool y que Bronte fije la fecha de aparición
en la novela alrededor de la época de los disturbios provocados por los
hambrientos de la provincia (1766). Cuando Cumbres borrascosas llega a
su fin, Heathcliff se ha convertido en un fantasma de deseo sexual insatis
fecho.
Como para dar fe del éxito de las fábulas de deseo de las Bronte, la crí
tica literaria ha interpretado compulsivamente estas novelas de acuerdo
con los mismos tropos psicologizadores que formulaban. De hecho, la crí
tica contemporánea ha convertido las novelas de las Bronte en estrategias
sublimantes que ocultan deseos prohibidos, incluido el incesto, que se
considera generalmente la clave más plausible para las novelas43. Los críti
cos parecen seguir preguntando qué otra cosa, si no el deseo, podría haber
motivado las elaboradas secuencias de sustituciones que permiten final
mente que tanto Cumbres borrascosas como Jane Eyre terminen en bodas
satisfactorias. Las Bronte todavía nos inducen a extender su propio proce
so estético para inscribir, finalmente, todo su matejial histórico dentro de
las figuras del deseo. El círculo hermenéutico que hace de su lenguaje del
yo la propia base para el significado es tan poderoso que los propios es
fuerzos más nobles para evitar esta trampa caen en ella cuando los críticos
adoptan inevitablemente un vocabulario psicológico moderno para inter
pretar la ficción de las Bronte. Las interpretaciones tradicionales se fijan
en la distorsión que las escritoras llevan a cabo en lo que concierne al con
vencionalismo doméstico y dicen que su ficción dramatiza la necesidad de
adherirse a los convencionalismos de la subjetividad de clase media44.
43 En su citación de una gran tradición de la novela. F. R. Lea vis no puede encontrar un lu-
gnr para las Bronte y así, las relega al estatus de excéntricas que sólo merecen una nota. «Note:
**Thc Bromes"», en The Great Tradition (Nueva York, New York University Press, 1967). pág.
27. Lcavis no es el único que declara que las Bronte no se pueden situar denirode una tradición
y deben, por lo tanto, entenderse como anomalías psicológicas. La práctica común entre los his
toriadores literarios es asumir que las Bronte escribían un lenguaje transparente del yo que re
vela sus deseos inconscientes — y generalmente malsanos. Esta práctica se puede ver en Rosa-
mond langbridge. Charlotte Bronte: A Psyeholoxical Study (Londres, Victor Gollancz, 1973);
Helene Moglen, Charlotte Brome: The Seff Conceived (Nueva York. W. W. Norton, 1976); y
Barbara Hill Rigncy, Madness and Sexual Poli tic$ in the Feminist Novel: Studies in Brome.
Woolf. Lessing. flfld¿m ooí/(M adison, University o f Wisconsin Press, 197$). Más recientemen
te. John Maynard ha intentado modificar esta tradición demostrando que Charlotte Bronte no
era un carácter patológico en nuestros términos o en los de su época, sino que sus novelas eran
de hecho una revisión de problemas que constitu>en un desarrollo sexual normal. Charlotte
Bromé and Sexuaíity (Cambridge, Cambridge University Press. 1984).
44 Por ejemplo, en Ero* and Psyche: The Representaiion o f Personality in Charlotte Bronte.
Charles Dickens. George Ehot (Nueva York, Methuen. 1984), pág. 63. Karen Chase hace con
Jane Eyre lo que üorothy Van Ghent hizo con Cumbres borrascosas, en The English Novel:
Eorm and Eunction (Nueva York, Harper and Row. 1961). págs. 154-1 70- Considero que estos
están entre los mejores análisis tradicionales (formalistas) de las Bronte porque cada uno aísla
patrones csi¿ticos históricamente significativos dentro del texto. Pero mientras estos procedi
mientos interpretativos podrían llevar, en el caso de otros novelistas, a cuestiones sobre cómo y
porque tuvo lugar una materialización de uu patrón concreto en mitad del siglo xix en Inglate-
Plantean un significado, o profundidad, que existe realmente en la super
ficie en la manipulación de los significantes. La crítica de orientación psi-
coanalítica ha estudiado esta tautología del derecho y del revés para defen
der que al adecuarse en último término ai concepto convencional de amor,
las Bronté desplazaron y negaron sus verdaderos deseos; su ficción registra
por consiguiente un proceso de sublimación y r e p r e s i ó n - » , L a crítica femi
nista ha añadido un nuevo giro al argumento dando la vuelta una vez más
al modelo de represión para disputar la premisa de que estas novelas ocul
tan deseos que las Bronte no podían reconocer conscientemente. Para el
critico feminista, las figuras de deseo apuntan generalmente a formas de
sentimiento que los autores no pueden desatar sin la violación de lo que
entonces significaba ser una mujer. Al situar al lenguaje en oposición a la
emoción, se puede, pues, argumentar que las Bronté distorsionaron los
convencionalismos del amor como una expresión de su frustración y rabia
ante el hecho de ser escritoras en una sociedad patriarcal46.
Pero por controvertido que este campo pueda parecer, la crítica sobre
las Bronté ha acordado de hecho estar en desacuerdo en una cuestión rela
tivamente menos importante, a saber: ¿hasta qué punto resistieron o se so
metieron a los convencionalismos Victorianos del amor estas autoras de
forma voluntaria y consciente? Toda la crítica de las Bronté concede a
priori que el deseo y el lenguaje se oponen. Tanto el grado de perfección es
tética que las Bronté alcanzaron en sus escritos como el grado de salud
emocional que podemos discernir en su obra dependen de la naturaleza de
la oposición entre deseo y lenguaje y de la habilidad del autor para lograr
la mediación. Sin embargo, al perpetuar una tradición que opone el len
rra, u le s cuestiones históricas tienden a excluirse en los estudios de las Bronte. Así. Van Ghent
concluye con una oscura especulación psicológica «sobre porqué Ernily Bronte quiso superar las
barreras que reinan en Cumbres borrascosas: «Q uizá los oscuros poderes que existen dentro del
alma» asi como en el m undo elementa] exterior, habrían asumido el lenguaje de la conciencia, o
la conciencia habría entrado valientemente en compañía con aquellos oscuros poderes y trans
crito su lenguaje en el suyo propio» (pág. 170). Tras una consideración experta del uso delcspa-
eio en JaneEyre, Chase gira esc texto hacia dentro de forma similar para producir una forma de
verdad radicalmente ahistórica: «Pero ahora hay que preguntar si estas imágenes espaciales ex
presan sólo las inestabilidades de Jane o si permiten expresar una armonía emocional» (pág.
85). Empico estos ejemplos para ilustrar la tendencia de los estudios formalistas de proponer al
ternativas de significado que no son verdaderas alternativas. Debido a que los dos autores m a
terializan en últim o término formas de conciencia moderna, no pueden explicar cóm o y por
qué transformó la novela sus materiales históricos para crear un doble vínculo donde el signifi
cado reside en una de dos condiciones para la conciencia.
45 Usando estrategias distintas, por ejemplo, Helcne Moglen produce esencialmente el mis
mo tipo de verdad psicológica: «En la medida en que dramatiza el conflicto de fuerzas sociales y
psicológicas más amplias, ofrece también la verdad más amplia d d mito. Pero lo que es extraor-
dina rio es que esta novela, nacida de la represión y la frustración, de experiencia limitada y es
peranza truncada, ofrccc una penetración en relaciones psicosexuales que fue visionaria en su
propia ¿poca y sigue en vigor en la nuestra.» Charlotte fironté. The Self Conceived, pág.
145.
46 £sto. en términos terrible y excesivamente simplificados, es el conocido argumento de
The Mudwoman in the Altic de Gilbert y Gubar.
guaje a la emoción, la critica sobre las Bronte ha acordado no disputar las
presuposiciones básicas de que 1) el significado está basado en la vida
emocional de las autoras y 2) al ser tan autobiográficas, su lenguaje hace
referencia a una dinámica familiar que existe con anterioridad a su repre
sentación en ficción. Para estar segura, la critica con frecuencia concede a
las Bronte el mérito de estar entre los primeros que representaron ciertos
— aun psicológicamente válidos— estados anímicos. Pero la crítica tam
bién acepta la asunción fundamentalmente moderna de que tales repre
sentaciones estaban motivadas por estados de ánimo que las autoras expe
rimentaban realmente, pero cuyo significado distorsionaban al carecer de
técnicas analíticas modernas. Debido a que las Bronté no podían final
mente articular lo que reprimían, según este argumento, es tarea del críti
co proporcionar la penetración psicológica y, por medio de ella, completar
el círculo hermenéutico.
Debo apresurarme a matizar estas generalizaciones por medio del re
conocimiento de los pocos críticos que se han propuesto llevar a cabo la ta
rea de explicar por qué tales fantasías de deseo surgieron durante la mitad
del siglo xix y se referían a los intereses de las clases instruidas. Los inten
tos de responder a esta pregunta generalmente parten de la base de que,
como argumenta Terry Eagleton, la «estructura ideológica [de las Bronte]
surge de la h isto ria real de Occidente predominante en la primera mitad
del siglo xix; y es... imaginativamente asido y transpuesto en la produc
ción de la ficción de las Bronte»47. Así, la crítica sociológica tiende a en
tender la «ideología» como algo que viene de fuera de ta ficción, fuera del
lenguaje per se. Surgiendo en el dominio masculino de la economía y la po
lítica donde la historia se desarrolla, la ideología es llevada consecuente
mente al hogar a través del inundo privado de la conciencia individual, y a
partir de ahí se convierte en la materia de la ficción. El hogar, la familia y
el cuerpo material del sujeto permanecen inalterados a pesar del hecho de
que la información política ha entrado y salido de la casa a través de la
imaginación individual. La ficción de las Bronte constituye una media
ción entre el sujeto femenino y el mundo masculino de objetos, una me
diación que. según Eagleton, representa «el aislamiento de todos los hom
bres en un mundo individualista» (pág. 4). Tras distinguir así el texto de
ficción del contexto histórico, este modo de crítica puede interpretar la
ficción de las Bronte como «los signos opacos pero descifrables» de acon
tecimientos que ocurren en un mundo de objetos materiales fuera del len
guaje y fuera de cualquier conciencia humana concreta. Parece que en tal
modelo sociológico las ficciones de subjetividad femenina adquieren sig
nificado histórico conforme se traducen en una alegoría del cambio econó
mico. Subyacente a tal crítica se encuentra la premisa sin cuestionar de
que mientras, tal como lo expresa Eagleton, «las hermanas habrían visto
41 te r o Eagleton. Mylhs o) Power: A Marxi.it Study ofthe Bromes (Nueva Y ork, lía mes and
Noble. I®75). pág. 4. 1 ,¡s eilas del texto corresponden a e «a edición.
ciertamente gran cantidad de indigencia en su propia puerta», la historia
se detenía aquí a todos los efectos (pág. 13). Es como si la historia, por de
finición, no pudiera entrar en el hogar1*,
Pero supongamos que tal énfasis en el comportamiento de las institu
ciones masculinas no sea lo que las Bronté desafiaban. No creo que sintie
ran que ese poder existía exclusivamente en tales instituciones. Es más
probable que siguieran en contacto con un tiempo en el que la gente sabia
lo que se hacía. La verdadera dinámica de la historia era en su mayor parte
invisible, uno puede imaginar a Charlotte observando, y los favorecidos
por la tradición de las letras — los escritores de moda— difícilmente eran
los que poseían conocimiento histórico y lo plasmaban por escrito, Fn al
gún momento de su vida es muy posible que viera la ventaja que poseía al
haber experimentado tanto del mundo sólo en y a través del lenguaje — los
materiales escritos que fluían a través del hogar de los Bronté. Para ella y
sus hermanas, más que para la mayoría de las demás personas, estos escri
tos eran 110 sólo la crónica de la experiencia, sino que eran la experiencia
misma. La escritura proporcionó a las Bronte el medio de crearse a sí mis
mas más que simplemente representar a individuos que ya existían como
tales de antemano. í*i evidencia biográfica no ofrece ninguna base para
suponer que las hermanas Bronté vieran el acto de escribir como un meca
nismo represivo. De hecho, toda la evidencia sugiere que desde muy jóve
nes concibieron la realización personal en términos de escritura, y por
consiguiente se prepararon para ser novelistas como otras mujeres se pre
paraban en teoría para ser esposas y madres49. Decir esto es poner en en
tredicho la suposición principal sobre la que descansa la mayoría de la crí
tica sóbre las Bronté, a saber, la creencia curiosamente tena/ de que la es
critura y el deseo son otológicamente distintos e ideológicamente opues
tos.
so Claude Lcvi-Strauss, The Elementary StmcturesofKinship. liad. James Harte Bell y John
Richard von Sturmer, ed. Kodncv Nccdham (Boston, Bcacon Press, 1969; Las estructuras ele
mentales Je!parentesco. Ed Paidos. M adrid, 1981 J. Ver también Tony Tanner, Adullery in the
Novel: ContraeI and Transgresión (Ualtimore: John Hopkins University Press, 1979), pági
nas 83-87.
rrespondencia de Charlotte explica que consideraban la estética de Austen
como una estética de la superficie. Charlotte concedía que Austen «realiza
su tarea de delinear la superficie de las vidas de los ingleses gentiles curio
samente bien», pero rechazó el concepto de la escritura cortés de su prede-
cesora aduciendo que era deficiente en un tipo específico de conocimien
to, el conocimiento de la emoción genuina. En opinión de Charlotte, una
estética basada en la conducta cortés impedía «incluso el más ligero cono
cimiento» de las pasiones. Charlotte oponía el comportamiento cortés de
Austen a un nuevo lenguaje de motivación, creando, al hacerlo, la relación
entre la superficie y la profundidad entre sus dos modos diferentes de es
cribir: «A ella le va estudiar aquello que ve con atención, habla adecuada
mente y se mueve con flexibilidad, pero Miss Austen ignora lo que late ve
loz y pleno, aunque oculto, aquello a través de lo que la sangre corre, el lu
gar no visto donde se encuentra la vida y que es el objetivo sensible de la
muerte.» Los nuevos territorios del yo que las Bronté intentaron represen
tar eran los deseos no vistos de las mujeres. Para representar las pasiones
que según ellas Austen no había logrado revelar, las Bronté tomaron pres
tadas figuras sobrenaturales del cuento de hadas y figuras de pasión del ro
manee; hicieron que estos materiales representasen el poder emocional no
visto, pero muy real, de las mujeres. Si designaron ciertas formas de deseo
femenino como formas ajenas a la cultura, lo hicieron para hacer que estas
formas representaran una nueva base para el yo en la naturaleza, una nue
va naturaleza humana, pues. Y así, la crítica que Charlotte hace de Austen
concluye con la famosa afirmación que establece tales formas de sexuali
dad como la base de la estética de la ficción: «Jane Austen era una dama
completa y muy sensata, pero una mujer muy incompleta y más bien poco
sensata (no insensata)»51.
Para hacer que el lenguaje de la conducta social revelara el yo ordinario
de la forma más veraz y profunda posible, las Bronté tuvieron que des
mantelar ese lenguaje. Austen había afinado el lenguaje hasta el punto de
que para el fin de cada una de sus novelas parecía no haber desajuste algu
no entre el comportamiento de los personajes y sus motivaciones. Este len
guaje del yo se presentaba como una afirmación precisa de la relación de
una persona con otra. Sus bodas, por ejemplo, representan declaraciones
que son a un tiempo perfectamente personales y perfectamente políticas.
La escena de boda que pone fin a F.mma ilustra la precisión que el com
portamiento social convencional alcanzaba en ambos sentidos. Así. la es
cena da fe de la capacidad del lenguaje para mediar en el desajuste entre el
deseo personal de una mujer y su comportamiento social:
-
, 1 la s referencias de Bronte a la ficción de Jane Austen proceden de una carta a W .A . W i
lliams de 1859. en The Bromes: Their Frtendships, Lives. and C'orresptmiience, vol. TTI. eds. T. J.
Wise y J. A. Symmgton (Londres. Oxford tlnivereity Press, 1932), pág. 99.
teres por los adornos o la exhibición; y Mrs. Elton, a partir de los part ¡eu-
lares detallados por su marido, consideró todo extremadamente pobre y
muy inferior a su propia boda... Pero, a pesar de estas deficiencias, los
deseos, las esperanzas, la confianza, las predicciones de la pequeña parti
da de verdaderos amigos que fueron testigos de la ceremonia, se vieron
plenamente cumplidas en la felicidad perfecta de la u n ión 52.
52 j ane Austen. Emma, ed. Siephen M. Parrish (Nueva York, W .W . Norton, 1972),
págs. 334-335.
Los testigos de esta escena creen que la parodia revela los verdaderos sen
timientos de Mr. Rochester con respecto a Miss Ingram. Pero Rochester
disipa plenamente el significado más convencional de la parodia cuando
le dice a Jane que había sustituido a la propia Jane por Miss Ingram
para despertar el deseo de Jane por el mismo papel que su rival parecía
ocupar:
Ahora tenía una vista clara de toda su figura y su rostro. Era esbelta y.
aparentemente, apenas era más que una niña: una forma admirable y la
carita más exquisita que he ten ido el placer de contemplar; rasgos peque
ños, muy tinos; tirabuzones muy rubios, o más bien dorados, colgando
sueltos sobre su delicado cuello: y ojos — si hubieran tenido una expre
sión agradable, habrían sido irresistibles (...) (pág. 19).
53 Éste es uno de los varios puntos de esle capítulo por los que debo manifestar mi agradecí-
miento a John Kucich por permitirme generosamente que consultara fragmentos del manuscri
to <Je su libro Represión tn Vufanan Fieiion, a publicar en 1987 por la U ni vei^ily of California
presentan, el deseo adquiere una realidad por derecho propio, una reali
dad equivalente al principio d e la realidad, aunque a menudo en conflicto
con el. En todo caso, el deseo gana al principio de la r e a l i d a d , cuando estas
novelas reorganizan progresivamente elementos dispares del campo so
cioeconómico en una unidad artificial — la de la conciencia narrativa. No
sólo los signos sociales, sino también los elementos anatómicos, las fun
ciones biológicas, los comportamientos, sensaciones y placeres se convier
ten en signos del deseo masculino o femenino. Y conforme lo hacen, el
principio que reorganiza el mundo de objetos en esta formación de género
adquiere las proporciones de un principio causal y un significado univer
sal que está por descubrir.
Las novelas domésticas habían aspirado en una época a lograr la respe-
tabilidad, como la propia Pamela, permaneciendo libres de cualquier
mancha de deseo erótico. Sin embargo, con las Bronté la historia de la no
vela dio un giro contrario. En sus manos la ficción doméstica comenzó a
representar una fiera lucha por socializar deseos cuyo origen y vicisitudes
comprendían la verdadera identidad de uno así como sus posibilidades de
crecimiento. Este acontecimiento en la escritura del deseo alcanzó su for
ma más extrema en las novelas de sensación de la década de 1860 y en la
poética de sexualidad que creció alrededor de tal ficción controvertida
como una forma de domesticarla54. Una afirmación de Blanche A. Crac-
kenthorpeen su artículo de 1895 «Sexoen la literatura moderna» muestra
cuán firmemente se había asentado la revisión de Austen llevada a cabo
por Charlotte Bronte para entonces:
Prcss. Sus opiniones están expresadas en términos distintos de los m íos, pero nuestro trabajo
converge en la cuestión queesloy esludiandoaquí, a saber, el aspecto productivo de la represión
victoriana. Kucich considera su trabajo sobre Charlotte Bronte com o « u n intento de redetinir
la conducta de ciertas novelas que ha sido unida al miedo y la culpa t o m o , en lugar de eso, una
estrategia decimonónica para la exaltación de la interioridad» (m anuscrito, pág. J).
54 W inifred Hughes. The Maniac in ihf Cellar (Princeion. P rinccton University Press.
1980), págs. .18-72, y lilaine Showaltcr. A Lilerature n/Their Own (Prineeton, Princcton U ni
versity Press, 1977), págs 155-181
55 Blantlie A. Craekcnthorpe. «Scx in Modern Literature», Kineteenth Ceniury, 37 (1985).
607-616.
cíonal y no en la resistencia a la misma. Era inevitable que fuera así, pues
al disputar las categorías políticas del mundo en proceso de industrializa
ción, las Bronté representaron los deseos sexuales como algo más impor
tante que las categorías políticas y distinto de las mismas.
Voy a concluir aportando un ejemplo o dos de otro lenguaje de la se
xualidad que coexistió con el de las Bronte. The Industrial Muse de Mar-
tha Vicinus conserva la crónica escrita de una tradición oral que rara vez
llega a ser objeto de discusión literaria porque perdió en la lucha por la al
fabetización, aunque persisten versiones de la misma en la cultura hasta el
día de hoy. Aquí, por ejemplo, están estos versos de «The Bury New
Loom», al que Vicinus llama «uno de los poemas más populares elogiando
la vida de un carpintero» y que se publicó por primera vez en una edición
de cordel en 180456:
«The Bury New. I-oom». en Vicinus, The Industrial Mrne, púg. 40.
inidos e inspira el discurso de Jane mientras Mr. Brocklehurst la somete a
interrogatorio:
58 |;| testimonio de Charlotte del genio de su hermana era, en mí opinión, no menos calcula
do que genuinaraentc sentido. Describiendo el estado de fcmily durante el periodo en que com
puso Cumbres borrascosas, Charlotte usa estos términos característicamente Victorianos: «Más
fuerte que un hombre, más sencilla que un nifio, su naturaleza se al/aba en soledad. Lo terrible
era que. mientras que estaba llena de compasión por los demás, por ella no tenia la más mínima;
el espíritu era inexorable para la carne.» «Biographical Notice of Ellis and Ación Bell», en Wu-
ihering Heighls, págs. 7-8. Me parece que la misma lógica cultural peculiar, que contiene la
creatividad femenina y le da causas y consecuencias patológicas, subyacc todavía las caracteri
zaciones de la artista e intelectual hoy día.
La seducción y el escenario de la lectura
El m u s e o d e i .a m u j e r : «Jane Ey r e »
I-os terrores del poder aristocrático han dado paso a otros que son menos
terribles y más eficaces, mientras Austen representa un mundo social regu
lado por la vigilancia o, según sus palabras, «espías voluntarios». Lo que
Bronte hace en las páginas que siguen a la llegada de Jane a Thornfield es,
pues, reabrirlos espacios paranoicos dentro de una casa solariega anterior
que Austen había forrado con la versión moderna del sentido común in
glés. Sin embargo, el uso que hace Bronte de tal material no se parece para
nada al uso que hace Richardson. Ella vuelve a traer este material arcaico
a la ficción precisamente porque es arcaico. Como tal, no puede represen
tar las condiciones públicas y sociales reales de la época de Bronte. Sólo
puede representar una realidad privada y psicológica. Aunque imbuida
del mismo poder diabólico que Richardson y Radcliffe habían atribuido a
la cultura aristocrática, las habitaciones de la casa de Rochester no son, no
obstante, «de proporciones vastas, aunque sí considerables; la casa sola
riega de un caballero, no el trono de un noble» (pág. 86). Las habitaciones,
1 Charlotte Bronte, Jane liyre, cd. Richard J. D unn (Nueva Y o * , W . W. Norton. 1971).
pág. 83 Las citas del texto corresponden a esta edición.
2 Jane Austen, Korlhanger 4bbei\ ed. Anne Hcnry Ehrenprcis (Harmondworth, Penguin.
1972), pági. 199-200. (La ahodía de Sorlha/tger. Ed. Bmfiucra, Barcelona, 1983.)
por lo lanto, contienen los materiales de un drama que no es sólo extrema
damente individual, sino también completamente tópico.
Un siglo antes los libros de conducta para mujeres convirtieron los ob
jetos y el personal del hogar en los signos y símbolos de la mujer que los su
pervisaba y cuyo gusto y sentido del deber no podían dejar de comunicar.
Los libros de conducta también crearon un curriculum de textos — frag
mentos y piezas del pasado cultural nativo inglés— que sólo se mantenían
juntos por el electo de ciertas estrategias textualizadoras. Sólo tal conjunto
de textos de anticuario, deberíamos recordar, y sólo un conjunto proyecta
do en términos psicológicos por medio de procedimientos específicos de
interpretación, podía asegurar la producción de una sensibilidad femeni
na. Pero donde los libros de conducta del siglo xvm construían un ideal
sexuado de la normalidad, la ficción de las Bronté complementa el corpus
estándar de conocimiento femenino con información extraña y oculta.
Esta información implica un yo que es más profundo que el yo escrito y
que es esencialmente distinto de éste. Cada habitación de Thornfield Hall
es un lugar familiar para los lectores de ficción, y cada una es una citación
diferente; todas las habitaciones se reúnen en una sola casa de ficción por
medio de un principio que no es otro que el del ojo textualizador de Jane.
Fstá «la larga y oscura galería» que termina en «resbaladizos escalones de
roble», una biblioteca cuyos «volúmenes de literatura ligera, poesía, bio
grafía, viajes, unos pocos romances» parecen prometer «una cosecha
abundante de entretenimiento e información» (pág. 90), un comedor «con
sillas y cortinas moradas, una alfombra turca, paredes revestidas de nogal,
una amplia ventana con ricas cristaleras pintadas y un techo alto, noble
mente artesonado» y un salón cuyo mobiliario exótico le parece a Jane
como el de «un cuento de hadas». Era, dice ella, «un salón muy bonito, y
dentro de él un boudoir, ambos cubiertos con alfombras blancas» (pá
gina 91). Las habitaciones parecen abrirse en habitaciones dentro de habi
taciones para sugerir la capacidad de expansión interior infinita.
De hecho, se puede decir que Bronté compone la autobiografía de Jane
a partir de una serie de habitaciones de ese tipo. Por consiguiente, vincula
el espacio doméstico a la mujer que lo habita de una forma que nunca se
había representado así con anterioridad. Las novelas de las Bronté so desa
rrollan en una variedad de espacios — habitaciones dentro de mansio
nes— que no pertenecen al mismo texto. Y no porque sean, como los di
versos lugares de una novela como Mansfield Purk, incompatibles en tér
minos socio-económicos. Se trata más bien de que representan hogares
históricamente discontinuos. Por cada Thrushcross Grange hay una Cum
bres borrascosas. Cuando Monsieur Paul compra un espacio concienzuda
mente domesticado para él y Lucy Snowe, los aposentos lúgubres de Ma-
dame Walravens aparecen ante la vista. La inquilina de Wildfell Hall tiene
una casa solariega regencia en su pasado y una que está profundamente
purgada de pasado en su futuro. Cuando encontramos a Mrs. Fairfax aco-
gedoramente instalada como si se tratara de un salón de Austen, debemos
saber que no está sino en una habitación de una casa de muchas mansio
nes que se abren unas dentro de otras para incorporar nuevos materiales
culturales dentro del mundo privado.
Las Bronte emplean estas habitaciones para representar territorios ig
notos dentro del yo que anteceden a lo conocido y novelísticamente repre
sentado. Así, mucho antes de descubrir la habitación del ático que sirve de
cárcel a la primera mujer de Rochestcr, Jane descubre lugares en la casa
que ya no ofrecen un escenario para las prácticas de la vida diaria. En
cuentra que «algunas de las habitaciones de! tercer piso, aunque oscuras y
bajas, eran interesantes por su aíre de antigüedad». En todas estas habita
ciones están los materiales de otra escritura, deliberadamente excluida del
mundo de salones de Austen. pero incorporada de nuevo a la novela por
Bronte para cumplir nuevos propósitos:
3 Fruncís Sheppard, London I80S-IS70. The In ferna! Fen (Berkeky, Univcrsily of California
Press, 19^1). pág. 361.
4 Raymond Williams. The Ijong Revolution (Londres, Chatto and Windus, 1961), pá-
gina 57.
5 Williams, pág. 57.
b Sheppard. pá¿. 362.
En el tercer piso de Thornfield Hall, el pasado se usa para llenar varias
habitaciones que, al no tener ninguna utilidad doméstica, parecen super-
fluas. Jane pregunta, «¿Duermen los criados en estas habitaciones?» A lo
que la atenta Mrs. Fairfax replica: «No; ellos ocupan una serie de aposen
tos más pequeños de la parte de atrás; nadie duerme nunca aquí» (pág.
93). En estas habitaciones no se encuentra naturaleza física, ni siquiera
metafísica, ni cuerpo ni alma. Según Bronte, lo que uno encuentra en estas
habitaciones es un pasado cultural que — como lo «misterioso» de
Frcud— se niega a permanecer en el pasado. Así. encontramos a Jane Eyre
meditando sobre la materia de estas habitaciones como sobre un «relica
rio de recuerdo»:
7 Waller Benjamín. «The Work ol'Art in Ihc Age of Meclianical Reproduclion», en lllumi-
nations. ed. Hanmili Arcndt (Nueva York. Schoekcn, l% 9). pág. 226.
sentimientos imperfectos» (pág. 6). Algunos capítulos más tarde, el mate
rial que ha asimilado reaparece en cuadros pintados «en las dos últimas
vacaciones que pasé en Lowood, cuando no tenía ninguna otra ocupa
ción» (pág, 109). Vale la pena señalar aquí cuán distintos son sus cuadros
del retrato que £m m a pinta de Harriet Smith, porque las representaciones
de Jane no pretenden en absoluto representar algo que exista en el mundo
de los objetos. Cuando Rochester pregunta: «¿De dónde sacaste los mode
los?», ella replica sin titubear: «De mi cabeza» (pág. 109). Como para re
forzar la naturaleza de la transformación que su narración está haciendo
continuamente, Bronte hace que Rochcstcr siga preguntando acerca de
esta «cabeza»: «¿Tiene otro mobiliario del mismo estilo dentro?» (pág.
110). Así, Jane procede a traducir a palabras lo que habia traducido de la
imaginación a la pintura:
Sin duda deberíamos reconocer los «sujetos» que Jane dice que habían
«surgido vividos en mi imaginación» mientras las imágenes del Bewick’s
History o f British Birds vuelven a la vida como quimeras de la imagina
ción más que como imitaciones de la naturaleza. La historia natural, os
tensiblemente observada, luego escrita y finalmente leída, se abre paso en
la vida psíquica de Jane y en su lienzo, donde proporciona un lenguaje
para deseos por lo demás sin articular.
Pero estas imágenes no observan las categorías convencionales de vida
emocional tras sufrir diversas transformaciones. Al tomar prestado conte
nido de nuevas fuentes culturales Bronté permite que el contenido se en
trometa — como en las pinturas— y modifique la forma. Jane describe el
propio acto de pintar como «uno de los placeres más intensos que nunca
he conocido». Al mismo tiempo afirma haberse «atormentado por el con
traste entre mi idea y mi obra: en todos los casos había imaginado algo que
era incapaz de plasmar» (pág. 111). Cuando su heroína dice esto. Bronte la
hace participar de la angustia de un poeta romántico, y se ha gastado gran
cantidad de energía crítica para demostrar que la propia Charlotte Bronte
debería ser entendida en relación con ese papel. Pero prefiero pensar que
Bronte insertó estos cuadros verbales en la narración de Jane como un
modo de mostrar las cualidades mentales que tienen el poder de hacer a
una institutriz por lo demás sin atractivo tan deseable para un hombre
como Rochester. El estado mental intensificado en el que el placer y el tor
mento se funden no es el estado de un poeta profesional. F,s el estado men
tal de una colegiala que se encuentra sin «nada mejor que hacer» (pág.
111). Así, Jane comienza un metacomcntario sobre sus obras al decir «en
primer lugar, hay que partir de la base de que no son nada maravilloso»
(pág. 110). Los fragmentos desfamiliarizados de cultura que se entrome
ten en la narración de Jane, como imágenes de cuadros, libros y sueños se
paran estas imágenes de cualquier referente en el mundo y les dotan de
otro tipo de significado que hace en parte realidad los movimientos rudi
mentarios de la mente. Por lo tanto, la única historia que la cultura viene a
comunicar en la Ficción de Bronte es la historia de una transformación cul
tural desde la imaginación hasta la forma visible y hasta las palabras, una
historia del yo y de su lenguaje. Al igual que Richardson y Austen, Bronte
está interesada tanto en los intersticios que hay entre las ceremonias ofi
ciales de la vida como en la representación de las actividades de la mente
femenina vuelta hacia sí misma durante las horas de ocio.
¡Pero qué diferente es esta mente de la de Emraa y qué distinta es la
forma en que se comporta cuando no tiene otras ocupaciones! Los cuadros
de Emma también se quedan a medio hacer, pero esto se debe a que ella
está demasiado ocupada con palabras para completar un cuadro, no a que
experimente emociones para las que no existe un medio de expresión ade
cuado. En la novela de Bronte. por el contrario, las palabras resumen im á
genes visuales que apuntan a territorios del yo que se encuentran más allá
del alcance de la representación verbal. Estas imágenes parecen irrumpir
en la superficie textual mantenidas por la inexorable superioridad moral
deJanecon respecto a todos los demás personajes, asi como al lector. Indi
can una falta de control por su parte que induce a formular interpretack*-
nes sexualmente subversivas.
* Charlotte Bronlc. Shirley, cd. Andrcw v Judilh Hook (Harcnondsworth, Penguin, 1974),
pág. 114 l as citas det icnto corresponden a esta edición
Todas las demás formas de actividad ociosa se sustituyen por la lectura,
que consiguientemente permite que la escritura medie en la relación entre
hombre y mujer. Éste, hay que recordar, es el único momento de intim i
dad entre Caroline y Kobert hasta que ella visita su lecho de muerte cerca
del final de la novela y, al hacerlo, consolida su relación. Así, se puede de
cir que Shirley comienza donde terminan Jane Eyre y Cumbres borrasco
sas. La figura de una mujer con un libro ya ha venido a representar el con
trato sexual: «Lo colocó entre los dos, reposó su brazo sobre el respaldo de
la silla de Caroline y, así, empezó a leer» (pág. 116).
Mucho más detallada que intercambios similares de un periodo ante
rior, esta escena de lectura indica una intensa conciencia del poder de la
educación. Bronte da al poder mucha más claridad que la fuerza vagamen
te civilizadora que las mujeres de ficción anterior podían ejercer sobre
aristócratas por medio de la palabra escrita. Robert Moore es medio belga
y medio inglés. A través de la lectura de la literatura inglesa, según Caroli
ne, conseguirá «ser completamente inglés» (pág. 114). Robcrt se educa so-
cialmcnte conforme va adquiriendo este lenguaje especializado, porque
tal como ella explica: «Tus antepasados franceses no hablan tan dulce, tan
solemne, ni tan impresionantemente como tus antepasados ingleses, Ro
ben» (pág. 114). Ni el ser inglés se refiere a la identidad política — como
Shakespeare lo habria entendido— , sino a las más básicas cualidades de la
naturaleza humana. Caroline ha seleccionado para que Robert lo lea en
alto un pasaje que, en palabras suyas,
Shirley creía que son pocos, hombres o mujeres, los que tienen buen gus
to en poesía: el sentido correcto para distinguir entre lo que es real y lo
que es falso. Había oído a gente muy inteligente pronunciar una y otra
vez este o aquel pasaje, en esa versificación, admirable sin duda, que,
cuando ella leía, su alma reconocía como gazmoñería, fioritura y oropel
o como mucho, palabrería elaborada (pág. 231).
9 Charles Darwin, The Deseen! u f Man. and Natural Selection in Relation lo Seje, vol. Il.eds.
John Tvlcr Bonner y Robert M. May (Princcton, Princcton University Press. 1871; reimpreso
1981). pág. 398. l as citas del texto corresponden a esto edición. (F.l origen del homhre. Produc
ciones Editor, 2 vols., 1979.)
Darwin, el principio de la selección sexual «es estrechamente análogo al
que el hombre aplica involuntaria, pero efectivamente, en sus produccio
nes domesticadas, cuando continúa durante largo rato eligiendo a los indi
viduos más agradables o útiles, sin ningún deseo de modificar la raza»
(pág. 398). De hecho, cada vez que Darwin menciona la selección sexual,
demuestra esta curiosa necesidad de aliar a! principio que gobierna las re
laciones de parentesco lo más íntimamente posible con un proceso natu
ral. Ésta es la razón de que atribuya la función de selección sexual a la
hembra o a las operaciones menos racionales del sistema cerebral masculi
no. Así, cuando vuelve a expresar el principio eugenésico del empareja
miento animal para describir ese principio por el que el hombre selecciona
a su propia compañera, Darwin contradice su afirmación anterior que
describe el poder selectivo operando a través de las mujeres: «El hombre
examina con cuidado escrupuloso el carácter y pedigrí de sus caballos, ga
nado y perros antes de emparejarlos; pero cuando se trata de su propio
matrimonio rara vez, o nunca, pone tanto cuidado» (pág. 402). Darwin
continúa argumentando que mientras el hombre se ve «empujado por
prácticamente los mismos motivos que mueven a los animales cuando se
les deja que elijan libremente», no obstante es tan superior a ellos que «va
lora los encantos y virtudes mentales» (pág. 402-403) extraordinariamen
te. Una facultad estética del hombre que le atrae a la mujer de virtud está
más cercana a la naturaleza y es más civilizada que la facultad por la que el
hombre calcula cómo servir a sus propios intereses. Teóricamente, pues, el
hombre es superior a la bestia sólo en la medida en la que observa el mode
lo de relaciones sexuales desarrollado en los manuales de conducta y en la
ficción doméstica. Porque estos representan al hombre deseando a una
mujer que aplica el mismo principio estético que él pone en práctica al do
mesticar a los animales. «Por otra parte», concede Darwin, «él se ve fuer-
temerte atraído por la mera riqueza o rango» (pág. 403).
Al llegar a esta conclusión atormentada, el intento de Darwin de intro
ducir la sexualidad en su teoría de la historia natural amenaza con contra
decir su esfuerzo por elogiar como cultura esa área especializada de la cul
tura donde el sexo está separado del poder. Por medio del uso, como crite
rio del desarrollo humano, de la capacidad del hombre para apreciar la be
lleza. Darwin se encuentra atrapado en una curiosa paradoja en la que su
antropología — basada, podría parecer, en el poder de la belleza— contra
dice abiertamente una historia natural que es propulsada por el deseo
competitivo innato. Su estudio concluye pintando una escena en laque las
implicaciones de su teoría anterior vuelven para atormentarle. Darwin
permanece horrorizado mientras esta visión de la historia cultural se revi
ve en su recuerdo:
N unca olvidaré la sopresa que sentí la primera vez que vi a los fuegui
nos en una playa salvaje y accidentada, porque la siguiente reflexión se
abrió paso de inmediato en mi mente; así eran nuestros antepasados. F.s-
tos hombres estaban completamente desnudos y embadurnados de pin
tura, sus largos cabellos estaban enmarañados, sus bocas espumeaban de
excitación y su expresión era salvaje, sorprendida y desconfiada. Apenas
poseían ningún arte y, como animales salvajes, vivían de lo que podían
atrapar, no tenían gobierno y se mostraban inmisericordes con todos los
que no pertenecieran a su propia y pequeña tribu. Quien haya visto a un
salvaje en su tierra natal no sentirá demasiada vergüenza si se ve forzado
a reconocer que la sangre de alguna criatura más humilde corre por sus
venas. Por lo que a mí respecta preferiría descender de ese heroico moni-
to, que se enfrentaba a su temido enemigo para salvar la vida de su amo:
o de aquel viejo babuino, que, descendiendo de las montañas, se llevó
triunfalmente a su joven camarada de entre una turba de sorprendidos
perros, que de un salvaje que se deleita en la tortura de sus enemigos,
ofrece sacrificios sangrientos, practica el infanticidio sin remordimien
tos, trata a sus esposas como esclavas, no conoce la decencia y se siente
perseguido por las supersticiones más escandalosas (págs. 404-405).
M u je r e s m o d e r n a s , D o r a y M r s . B r o w n
10 Harold Perkin, The Origins ofMndern English Socieiy 1780-18110 (Londres, Routledgc
and Kegan Paul. 1969). págs. 257-258.
Woolf, comenzó en J 910 fue una era de escritores alienados de la nación y
la clase. Fue la era también de los escritores andróginos y experimentales
con respecto al sexo. Pero dentro de este campo de escritura, la manera de
oponer la sexualidad a la nación y la clase produjo estilos extremadamente
individuales de escritura. Tales formas de individualidad emergieron,
desde mi punto de vista, a través de representaciones nuevas y cada vez
más sofisticadas de la subjetividad femenina.
Para extender un telón de fondo contra el que esta afirmación pueda
parecer razonable, comenzaré con lo que considero el prototipo del texto
moderno, Fragmento de un análisis de un caso de histeria, de Freud. Es
perfectamente posible interpretar la historia de Dora como un regreso a la
dialéctica narrativa de Richardson. de ficción dentro de ficción. Más que
escribir a la mujer como un objeto de deseo masculino, Freud ataca a la se
xualidad de la clase dominante en este estudio que históricamente acabó
con determinados cimientos. Trabaja contra desplazamientos novelísti
cos de la sexualidad mientras ayuda a Dora a retirar los estratos de ficción
por los que ella niega la base genital de su deseo. A este respecto se puede
argüir que la creación del discurso analítico marca el regreso de Mr. B y
reevalúa su sexualidad sin desplazar como liberación más que libertinis-
mo. Uno puede afirmar, como afirmó Freud, que trabaja contra un siglo
de mojigatería para crear un concepto más flexible de normalidad que el
que confina el deseo sexual a la monogamia legítima. Freud tiene la osada
convicción de que debemos entender la perversión no en oposición a las
normas de la clase media, sino como un estadio menos desarrollado del
desarrollo sexual normal:
lin puntos cruciales de los escritos de Freud, se puede advertir la figura del
siglo xix de combinaciones ilícitas apareciendo para pedir tolerancia y un
lugar dentro de la cultura: «las perversiones no son bestiales ni degenera
das en el sentido emocional de la palabra». La cuestión que me gustaría
l - Toril Moi ha estudiado el uso que hace Freud de la figura de la reliquia, en «Represcma-
lions of Patriarchy: Scuuality and Epistemology in Freud's Dora», ln Doras Case: i'reud-
Hysleria-Feminúm, eds. Charles Bcrnhqimer y Claire Kahane {Nueva York. Columbia Univer-
sily Press, 1983). págs. 186-187.
género a los genitales permite a Freud pensar en las relaciones sexuales
como una relación de la presencia con la ausencia, pero su estralegia retó
rica no es particularmente eficaz a la hora de controlar a la mujer. Si lo
fuera, no habría necesidad de sus elaborados intentos por representar lo
que tas mujeres quieren. La ausencia que quiere crear y que le permite me
dir todas las cosas por medio del hombre implica una presencia que no se
puede reconocer. Está en el cuerpo femenino sin divisiones donde se en
cuentra una clase de deseo que no está controlada por el falo. Semejante
deseo es más antiguo y, como el deseo encarnado por las protagonistas fe
meninas de las Bronte, puede disolver las fronteras que diferencian la con
ciencia del padre de la del hijo y la del hombre de la de la mujer. Ames de
que Freud pueda dedicarse por entero a la cuestión de la rivalidad edipica
se siente aparentemente obligado a dejar descansar a su deseo. Para ello
intenta invalidar toda una tradición de pensamiento en la que semejante
deseo era la causa última del catnbjo histórico. Estoy hablando de la
tradición de la ficción doméstica y de la historia de la sexualidad que ésta
recoge.
En su esfuerzo por derrocar esta tradición, las narraciones de Freud al
canzan una conclusión satisfactoria cuando la mujer se enfrenta al hecho
de que desea sólo a su padre, de que codos sus temores de seducción son
simplemente estrategias para negar el hecho de su deseo prohibido. Por
medio de un juego de mal emparejamiento semántico en el que todos los
objetos hacen referencia en último término al pene, este tipo de narración
transforma en figuras del padre aquellos objetos designados como objetos
de deseo y temor. Pero en el proyecto para constituirla subjetividad feme
nina, el pene es sólo un pene hasta que sea deseado por la madre. Donde
parece haber sólo una fuente de poder, a saber, el hombre, hay en realidad
dos. en el hombre y dentro de la mujer. El pene entra simplemente como
otro pene, pero sale de la madre como un falo. Al reproducir el contrato se
xual en tales términos somáticos, esta teoría ofrece el misterio último del
poder de la clase media. La naturaleza del intercambio que distingue a los
géneros y los sitúa en una relación mutuamente autorizadora no se puede
percibir. Y debido a que el intercambio ya no es perceptible, el género pa
rece descansar en el hecho parcial de !a naturaleza biológica del hom
bre15.
articula o>. «Gnosts without Praxis: On thc Dissemination of European Criticism and Theory in
the United States». Hrlim. 7 (1979-Í98U). 15.
sino incluso recuerdos muy recientes— y paramnesias, formadas secunda
riamente para rellenar esas lagunas» (pág. 17). Paradójicamente, pues, hay
lagunas dentro de lagunas y también hay lagunas allí donde parece no ha
ber ninguna, porque la lógica de la represión presupone que si hay pocos
errores en la narración del paciente, «ha tenido lugar una falsificación del
recuerdo» para oscurecer la pérdida de la verdadera memoria (pá
gina 17).
I-a producción de lagunas conspira así con los tropos de inversión para
revelar los materiales de la subjetividad reprimidos. De nuevo Freud va a
afirmar que «de la naturaleza de los hechos que forman el material del psi
coanálisis» se sigue «que estamos obligados a prestar mucha atención en
las historias de nuestros casos a las circunstancias puramente humanas y
sociales de nuestros pacientes como datos y síntomas somáticos del desor
den». Aunque, como él dice, «nuestro interés se dirigirá hacia sus circuns
tancias familiares», la historia del caso lleva a cabo regularmente inversio
nes semánticas que establecen la verdad psicológica en una relación con
tradictoria con las «circunstancias familiares» que rodean al paciente
(pág. 17). Estas estrategias son, de nuevo, las del texto formalista, que se
aparta de un «contexto» como una forma de verdad independiente, si bien
interdependiente; mantiene una diferencia absoluta entre el interior y el
exterior, una forma de alienación que no parece política porque tiene lu
gar a un nivel prcsocial y sexual.
La critica feminista ya nos ha hecho conscientes de la tremenda insen
sibilidad de Freud al asumir que a diferencia de Dora, «una muchacha
sana en tales circunstancias, sin tener ninguna experiencia sexual ante
rior», habría ciertamente sentido «una sensación genital» al ser abrazada
y besada en la boca por la fuerza por Herr K., un viejo amigo de su padre y
marido de la amante de su padre. Precisamente porque Dora se resiste a
esta idea con tal convicción, Freud persiste en la idea de que una mujer
normal no sólo sentiría, sino que también querría sentir esta «sensación
genital». Sobre esta sola base Freud declara: «Yo consideraría sin duda
histérica a una persona en la que una ocasión de excitación sexual provo
cara sentimientos que fueran preponderante o exclusivamente desagrada
bles: y lo haría tanto si la persona fuera capaz de producir síntomas somá
ticos como si no» (pág. 44). Al hacer una declaración semejante como un
diagnóstico médico. Freud se encuentra con una estrategia de profesiona-
lidad que desafía la tradición de la representación que se remonta hasta
Pamela y cuestiona la forma de autoridad que depende principalmente de
resistirse a la seducción. Pamela poseía poder de autodefmición sólo en la
medida en que podía decir «no». Pero en una situación de comunicación
en la que las estrategias de inversión gobiernan el significado, su «no» sig
nifica en realidad «sí» y los signos de disgusto disfrazan, por lo tanto, el
placer. A este respecto, podemos considerar el diálogo de Freud con Dora
como una elaborada puesta en escena de nuevo de la lucha anterior entre
Pamela y Mr. B. Al volver a poner en escena la pugna por identificar lo que
es femenino en la mujer, sin embargo, la narración de Freud invierte y des
plaza la idealización richardsoniana de la mujer.
Dentro del escenario clínico, Freud entra en una dialéctica con la fic
ción y con el corpus de conocimiento femenino que la justifica. Conside
rando las profundidades de la ficción como una superficie que oculta la
verdad de la sexualidad humana, descubre nuevas profundidades en la
mujer que representan todas las relaciones humanas como una relación
genital y hacen de la falta de deseo de fa mujer por el órgano masculino
algo patológico:
Cuando se sentía amargada solía abrumarla la idea de que había «ido en
tregada a Herr K.. como el precio de su tolerancia de las relaciones entre
el nada- de Dora y su mujer; y su rabia ante esc uso de ella por parte de su
padre era visible tras su afecto por él (pág. 34).
Ella se había hecho a sí misma cómplice del affa ir, y había borrado de su
imaginación todos los signos que se encaminaban a mostrar el verdadero
carácter de e x affair. Hasta su aventura junto al lago [cuando Herr K. la
forzó] ella no comenzó a aplicar un criterio tan severo a su padre, (pág.
36).
Fui inducido a imaginármela como una mujer sin cultivar y sobre todo
tonta, que concentraba todos sus intereses en los asuntos domésticos, es
pecialmente desde la enfermedad de su marido y el alejamiento al que
ésta condujo. Presentaba el cuadro, de hecho, de lo que se podría llamar
«psicosis del ama de casa» (pán. 20)*-\
Para un estudio relacionado del «no» de Dora, ver Madelon Sprengncther. «hnforcing
Oedipus: Freud and Dora». In Dorn's Case. págs. 261-267.
H Iji evidencia de la llamarla «psicosis del ama de casa» de la madre descansa exclusiva
mente sobre su adhesión estricta a los códigos de clase media. A ntes de este momento de la his
toria nadie recibía el calificativo de enfermo — mucho menos de psicótico— por ser demasiado
limpio l’oi tanto, tiene que. ser un momento importante aquel en que. por primera vc7.cn la his
toria. seconsidera patológica a una mujer por su limpieza mientras su marido sifilítico es consi
derado más o menos normal por mantener un ajffáir en medio del ho&ar.
el tipo de conocimiento necesario para entender las corrientes en conflicto
de deseo que dan forma a la historia familiar, esta mujer corrompe el de
seo para producir conflicto entre padre c hija. Llegado este punto de su
versión del caso, Freud identifica a la institutriz como la fuente del «cono
cimiento secreto» de Dora de prácticas sexuales de adultos y la que hace
que Dora advierta la relación de su padre con Frau K. Pero hay que darse
cuenta de que al adoptar este estereotipo de la institutriz, Freud desvía
convenientemente la crítica que podría caer sobre sus propios hombros.
Para evitar que sus lectores le consideren capaz de introducir ideas poco
adecuadas en la cabeza de una muchacha, se explica asi:
Por otro, aun representando su difícil situación igual que uno podría re
presentar una aventura amorosa fallida, acusa a Dora de «dejar así esas es
peranzas sin realizar — esto era un acto inequívoco de venganza por su
parte» (pág. 109). Concluye inicialmente que Dora le ha rechazado por las
mismas razones por las que rechazó a Herr K. y se volvió contra su padre,
porque él. al igual que ellos, era lo que Dora deseaba. Del neurótico en ge
neral dice: «No obstante, si lo que ansian con mayor intensidad en sus fan
tasías se les presenta en la realidad, huyen de ello» (pág. 110). Pero esta
sencilla versión evidentemente no satisface las necesidades de Freud de
una narración, porque continúa buscando una solución. Y cuando da con
18 Freud, «The"Uncanny"». SlandarilEiíilton. vol XV II, págs. 247-248. Las citas del texto
corresponden a esta edición.
expresarlo sin duda estira el término “represión” más allá de su significa
do legitimo» («Lo “Misterioso"», pág. 55). La cuestión del conocimiento
sexual de Dora es la misma que la planteada por las fuentes dobles de ma
teriales «misteriosos». Cuestionan la validez de la distinción que hace
Freud entre deseos que están «dentro» del individuo y los que han surgido
del conocimiento, que ha pasado de unas mujeres a otras.
Hay otra cuestión — igual de persistente— relacionada con el conoci
miento de Dora que se refiere a lo que quiere Dora si no quiere a estos
hombres. Así, Freud siente que su narración está completa cuando en
cuentra esta respuesta decididamente después de sus diálogos con Dora.
Sin embargo, Freud parece abandonar bastante abruptamente sus suposi
ciones básicas de que la institutriz era la fuente del conocimiento prohibi
do de Dora y de que el rechazo de los hombres por pane de Dora era una
forma de negar su deseo por su padre, y resuelve todos los enigmas del
caso de Dora de la siguiente forma:
Freud está preocupado, pues, por el conocimiento que tienen las mujeres.
Recela sin tapujos del conocimiento que las mujeres transmiten de unas a
otras, porque éste parece obstruir sus propios intentos de escribir los de
seos de Dora, e identifica ese conocimiento con la ontogénesis del deseo
enfermo, cuya fuente localiza así en la mujer.
El que una lucha de poder de cierta importancia tiene lugar en esta his
toria de) caso se hace evidente cuando Freud cambia las representaciones
de Dora, la mujer que se niega a ser seducida. Al principio la encuentra
«atractiva» (pág. 23). Algún tiempo después, sin embargo, ella se vuelve
«despiadadamente aguda» (pág. 32). Siguiendo la misma trayectoria,
Freud le da el nuevo nombre de Dora, «la de la vista aguda» (pág. 34). Al
poco ella es «la pequeña que su chupa el pulgar» (pág. 94) y finalmente una
mujer «vengativa» (pág. 119). Los nombres que le va dando Freud regis
tran abiertamente su propio antagonismo creciente hacia la chica mien
tras ella enfrenta su conocimiento de la sexualidad con el de él y persiste
en una representación alternativa de sí misma. Particularmente digna de
mención es la disociación que hace él del poder de vigilancia de la mujer
(«vista») y sus cualidades maternales. Más que con compasión, suavidad y
ternura, Dora es asociada con la poco femenina palabra «aguda» — «des
piadadamente aguda» y «de vista aguda». Y aunque Herr K. y su esposa
admiten más tarde que las acusaciones de Dora son ciertas cuando, tras
perder la fe en los beneficios del análisis, se enfrenta a ellos directamente
con su narración, Freud no le concede el derecho de declarar sus propios
sentimientos o de juzgar el sórdido asunto que tiene lugar en su hogar. En
mi opinión, no es tanto que quiera escribir a Dora, cuanto que se niega a
abandonar los procedimientos hermenéuticos que están ahí para ganarle
un estatus profesional. Se siente obligado a defender estos procedimientos
a lo largo de su relato del tratamiento de Dora, como si ella amenazara con
revelar su teoria a sus competidores.
El hecho de que Freud insista en los deseos lesbia nos de Dora a la vísta
del resultado de la narración de ella es muy extraño: «Han pasado años
desde su visita. Entre tanto, la niña se ha casado» (pág. 122). Pero incluso
suponiendo que su historia personal no converja de hecho con una novela
doméstica como, según el concepto de salud de Freud, debiera finalmente
ocurrir, sigue siendo necesario preguntar por qué él considera que el les-
bianismo es La respuesta a todas las cuestiones que más le preocupan en el
caso de esta mujer. Los que destacan rápidamente la avanzada tolerancia
de Freud con respecto a la homosexualidad masculina harían bien en re
cordar hasta qué punto es intolerante en lo que respecta a los vínculos en
tre mujeres, la masturbación femenina o, sin ir más lejos, la simple indife
rencia por parte de una mujer hacia los hombres. Para expresarlo cruda
mente, la homosexualidad masculina afirma el carácter deseable del pene,
mientras que la homosexualidad femenina no.
Extraigo todas estas conclusiones del discurso de Dora tal como Freud
lo ha escrito. He examinado sólo el lado de Freud del contrato, el lado que
él analiza en términos de la relación de transferencia entre paciente y ana
lista. Por lo tanto, es justo examinar el tipo de material que compone el
lado de Dora del intercambio comunicativo, puesto que la relación de
transferencia que ponen en escena supuestamente tiene su origen en ella.
Es el paciente el que establece este contexto para la comunicación con el
analista poniendo en escena relaciones reales e imaginadas, y es la relación
de transferencia que establece con el médico lo que le proporciona infor
mación sobre ella19. Tal como Freud declara: «El tratamiento psicoanalíti-
co no crea transferencias, simplemente las saca a la luz» (pág. 117). En el
curso del análisis, el lado de Dora de la relación da dos sueños que teórica
mente deben revelar deseos que no se pueden expresar abiertamente. Éste
es el primer sueño que Dora cuenta a Freud:
20 Virginia Woolf. A Rvom o f One’s Own, (Nueva York, Harcourt, Bracc and World. 1975).
pág 26.
go. tanto más interesantes para los hombres de lo que éstos lo son para las
mujeres?» La explicación de todos los libros del museo de que «las muje
res tienen menos vello en sus cuerpos que los hombres, o que la edad de la
pubertad entre las isleñas de los mares del Sur son los nueve años» no res
pondían a esta pregunta, se queja ella, y por tanto no le ayudaban a com
poner una conferencia sobre «Mujeres y Ficción» (pág. 30). Estos libros
estaban vacíos.
Al estudiar este periodo de la historia de la novela encuentro a Woolf
especialmente útil por razones que tienen poco que ver con que fuera una
mujer por naturaleza y que tienen mucho más que ver con su comprensión
de lo que significa ser una mujer en relación con la cultura. En A Room o f
One’s Own, Woolf compuso, por primera vez, una historia de la literatura
de las mujeres. Su narración comienza con una pregunta: Si Shakespeare
hubiera tenido una hermana, y si ésta hubiera tenido tanto talento como él
y hubiera sido igual de ambiciosa, ¿qué habría producido? Nada, concluye
Woolf; las circunstancias no lo habrían permitido. La categoría ¡represen
tada por la hermana de Shakespeare es una categoría en gran medida ima
ginaria hasta el final del siglo xvin: «Así, hacia finales del siglo xvin se dio
un cambio que, si yo estuviera reescribiendo la historia, describiría en ma
yor detalle y le atribuiría más importancia que a las Cruzadas o las Gue
rras de las Rosas. l a mujer de clase media comenzó a escribir» (pág. 69).
W oolf afirma que las mujeres poseen un tipo de conocimiento distinto del
de los hombres: «Porque las mujeres han estado sentadas en casa todos es
tos millones de años, de modo que ahora las propias paredes están impreg
nadas de su fuerza creadora, lo que de hecho ha sobrecargado tanto la ca
pacidad de ladrillos y argamasa que ahora necesita disciplinarse con plu
mas, pinceles y negocios y política» (pág. 91). Como mujeres, los indivi
duos, por lo tanto, poseen una forma diferente de poder, que Woolf repre
senta en las imágenes de habitación, casas y recintos vacíos que reapare
cen a lo largo de sus escritos.
No es mi intención interpretar éstas como imágenes sexuales y llegar
por medio de ellas a una mitología sexual que da autoridad a Woolf sobre
Freud basándose en el género. Lo que quiero estudiar es la capacidad de
W oolf de salirse del marco en el que Freud había fijado a Dora. W oolf de
fine una posición para ella como escritora que le permite infundir a la si
tuación de comunicación moderna algunas de sus ramificaciones históri
cas. Entiende precisamente la ventaja que procede de haber sido excluida
de las instituciones masculinas del Estado y se niega a romantizar su esta-
tusmarginal.TieneunaventajaqueFrcudnohabíadescubiertotodavíacuan-
do trató a Dora: el poder de la contratransferencia. Conforme su teoría se
desarrollaba, este poder se convertiría en el punto de partida de la forma
ción especializada del analista, el tipo de conocimiento que los analizados
nunca tienen, ni siquiera cuando llegan a comprender la naturaleza de la
relación de transferencia. La contratransferencia es mucho más que la
transferencia del analista, una transferencia que, tras ser analizada, el ana-
lisia reconoce como tal. Y no se puede adquirir simplemente inviniendo
la relación entre analista y paciente. La contratransferencia es la compren
sión de lo que es verdaderamente distinto en lo distinto. Tal comprensión
permite que uno reconozca instantáneamente cuándo y dónde se sitúa la
resistencia al análisis, y conocerla naturaleza de la resistencia lo es todo en
una cultura donde el poder reside en último término en la escritura. Por
que una vez conocida, la resistencia se puede interrogar y redefínir profe
sionalmente. En este aspecto la contratransferencia es poder institucional
por excelencia.
Tal poder, sugiere Woolf, es la respuesta a la pregunta de qué quieren
los hombres de las mujeres. Es significativo que identifique su poder en
una especie de ensueño que se basa deliberadamente en las propias formas
de poder cognitivo que la cultura de clase media había considerado peli
grosas en las mujeres y para restringir las cuales había desarrollado un cu
rrículum femenino. La respuesta viene en parte por medio de una repre
sentación que invoca el escenario analítico y se burla de él. Mientras medi
ta sobre la cuestión de por qué los hombres están tan interesados en defi
nir a las mujeres, pinta garabatos. Traza un dibujo del tipo de individuo
que debe haber escrito los inútiles libros enumerados en el catálogo del
museo y se da cuenta de que ha pintado a un profesor enfadado. Reflexio
nando sobre su propio dibujo, W oolf llega a una verdad:
21 Woolf, Orlando: A Biography (Nueva York. Signct. 1960). pág. 5. <Orlando, Ed. Fdhasa.
1982.)
22 Woolf, «Mr. Bennetl and Mrs. Brown», en Appraaches lo ihv Novel, ed. Robert Sdiule*
(Scrantoo. Pa., Chandlcr, 1961), pág. 188. Las citas del Leuo corresponden a esta edición.
to que obstruyó el análisis de Freud de Dora. Porque ai situar su propio es
tilo frente al de Bennett, ella emplea la habitación — o en este caso, la ca
sa— para representar que el conocimiento vivía en el cuerpo de la mujer.
Ks en términos de esta figura, pues, como ella analiza la deficiencia de las
novelas eduardianas:
Ella emplea la casa deliberadamente para sugerir que los secretos que con
tiene son los mismos que las profundidades contenidas dentro de la mujer.
Lo que hay en el interior de la mujer, mantiene ella, no puede ser represen
tado por autores que imponen una teoría de la sexualidad sobre el indivi
duo. Al aprovechar el poder de la novela para definir al individuo, fraca
san por completo en el intento de representara ese individuo, y el poder de
la novela de crear diferencia sexual es la estrategia más explotadora de to
das:
Aquí hay un personaje imponiéndose sobre otra persona. Aquí está Mrs.
Brown haciendo que alguien escriba una novela sobre ella. Creo que to
das las novelas empiezan con una anciana en el rincón de enfrente. Es
decir, creo que todas las novelas tratan del carácter y que es para expre
sar carácter, no para predicar doctrinas, cantar canciones o celebrar las
glorias del Imperio Británico, para lo que la forma de la novela, tan tor
pe. tan prolija y poco dramática, tan rica, elástica y viva, se ha desarro
llado (pág. 193).
Las mujeres han servido durante todos estos siglos como espejos que po
seen el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre a tama
ño doble. Sin ese poder probablemente la-tierra-seguiría siendo p a n ta n o
y jungla. Las glorias de nuestras guen-as serían desconocidas. Estaríam os
todavía rascando los contornos del ciervo en los restos de huesos de n>“-
tón y trocando pedernales por pieles de oveja o cualquier otro adorno
simple que complaciera a nuestro gusto poco sofisticado. Los s up erh om
bres y los Dedos del Destino nunca habrían existido. El zar y el kaiser
nunca habrían llevado ni perdido sus coronas. Sea cual sea su uso en las
sociedades civilizadas, los espejos son esenciales para toda acción vio
lenta y heroica. Por eso Napoleón y Mussolini insisten con tanto énfasis
en la inferioridad de las mujeres, porque si no fueran inferiores cesarían
de ampliar. Eso sirve para exploren parte que las mujeres sean con tan
ta frecuencia necesarias para los hombres. Y sirve para explicar la in
quietud que éstos sienten cuando se someten a su crítica; lo imposible
que es para la mujer decirles este libro es malo, este cuadro es débil o
cualquiera otra cosa por el estilo, sin infligir mucho más dolor y desper
tar mucha más rabia que un hombre que hiciera la m ism a crítica. P o rq ue
si ella comienza a decir la verdad, la figura del espejo se encoge; su ade
cuación para la vida disminuye. ¿Cómo puede él seguir p ro n u n c ia n d o
juicios, civilizando nativos, haciendo leyes, escribiendo libros, acicalán
dose y dando discursos en los banquetes, a menos que se pueda v e r a sí
mismo por la mañana y por la noche con un tamaño al menos doble del
que tiene realmente? (pág. 36).
La visión del espejo tiene una gran importancia porque carga la vitali
dad: estimula el sistema nervioso. Llévatela y el hombre puede morir,
como el drogadicto privado de su cocaína. Bajo e! embrujo de esa ilu
sión, pensé, mirando por la ventana, la mitad de las personas en la calle
se dirigen a trabajar (pág. 36).
Veo este pasaje como una puesta al día modernista del contrato sexual que
controló el pensamiento de Darwin. En lugar del impulso competitivo que
el hombre hereda de sus antepasados primitivos y que la mujer somete al
adecuar al hombre para la vida familiar, W oolf plantea la «visión del espe
jo», una compulsión puramente cultural, pero aun así una compulsión, de
dar una imagen de masculinidad en oposición a la mujer23. Sugiere que,
-J Es interesante advertir que sobre esta época Freud estaba revisando el modelo triddico
de deseo que subyace toda su. teoría de la cultura. Intentaba explicarla importancia de la madre
como algo distinto de un objeto por el que compiten padre e hijo. Al revisar el modelo de la
mente. comen2 ando con su ensayo «<On Narrissism» unos quince años después del taso de
Dora y siguiendo con su modelo plenamente desarrollado en The Ego and thefd{ 1923), no sólo
alteró su concepción de los procesos mentales, también puso un mayor énfasis en los estadios
preedípicos de! desarrollo y. por tamo, en lu importancia fundamental de la madre en la rela
ción diádicacon el niño, sea cual sea su sexo. De esta forma, ofreció un lugar para la madreen el
desarrollo de la cultura sobre los que elaborarían teóricos del psicoanálisis posteriores. Tam
bién se podría advertir que Leonard Woolf estaba, en esta época, publicando traducciones in-
como una mitología, la sexualidad combina el efecto de una fuerza natural
con el poder adicti vo de una droga que no sólo gobierna las relaciones per
sonales, sino que también motiva la vida económica.
Aunque Dora dejó plantado a Freud y aunque una escritora como
Woolf trató del psicoanálisis de una forma que está lejos de ser respetuosa,
el modelo de Freud de la sexualidad ganó en último término sobre el de
ellas. Ganó sobre la narración decimonónica de Dora de la experiencia
subjetiva, y ganó sobre la afirmación de W oolf de que el artista, más que el
médico, conocía las complejidades de la consciencia y entendía las conse
cuencias de permitir que la teoría suprimiera la historia de la subjetividad.
Freud se esforzó por proteger el anonimato de Ida Bauer, pero la fama de
su historia de caso le indujo a ella a adoptar el seudónimo que él le había
dado y permitir ser conocida como la Dora de Freud54. N o es exagerado
decir que W oolf fue escrita de forma similar por Freud. Las circunstancias
de su bohemia vida intelectual y de su melodramática muerte, junto con el
modo irresistible que tiene su escritura de jugar con el lenguaje de la con
ciencia, han animado a más de una generación de lectores a pasar su fic
ción por el tamiz de la mitología freudiana.
Me gustaría sugerir que tanto Dora como Mrs. Brown fueron agentes
del cambio histórico. Nacieron como escritura en el preciso momento en
el que la autoridad concedida durante más de un siglo al registro de los
sentimientos de las mujeres estaba sufriendo una revisión25. Es significati
vo que, en su historia de caso de Dora, Freud se refiera a sí mismo normal
mente como médico, porque al decir esto enfrenta la autoridad de una ins
titución (masculina) profesional a la autoridad del sentido común y de los
sentimientos de una mujer, de un diagnóstico al lugar común y el cotilleo,
del conocimiento al autoengaño. En la representación que hace Freud de
Dora, el lenguaje de la moralidad seglar que había reivindicado Pamela se
transformó de acuerdo con una nueva temática desalud y enfermedad. És
glosas de todos los escritos de Freud y también todas las publicaciones del British Psychoanaly-
tic Instituto. Además, por supuesto, muchas personas cercanas a Virginia Woolf estaban pro
fundamente involucradas en el movimiento psiooanalítico y seguían de cerca sus cambios más
sutiles, incluyendo aquellos planteados por la obra de Mdanie Klein y sus reivindicaciones de
la importancia singular de las experiencias preedipicas en la formación de! individuo. M i inten
ción aquí no es defender una relación causa-efecto entre la revisión por Freud de su modelo y el
énfasis de Woolf en el reflejo. Sin embargo, me gustaría sugerir que los esfuerzos de Freud,
Woolf y otros escritores modernistas por redescubrir la importancia del reflejo como una de
las funciones de la mujer doméstica pueden ciertamente indicar que se estaba librando una ba
talla por lo que respecta al tipo de conocimiento que tales mujeres debían presuntamente
poseer.
24 Veinte años después de interrumpir sus reuniones con Freud. Ida Baucr se presentó a Fé
lix Deutsch como la Dora de Freud, «A Footnoteto Freud's “Fragment of an AnalysisofaCa.sc
of Hysteria*X !n Dora s Case, págs. 35-43.
23 Para un estudio del estilo de Woolf como parte de una revisión general de estrategias de
autor que acompañó al alza del modernismo, ver Nancy Arrnslrong, «A Language of Ones
Own: Communication-Modeling Systems in Woolfs Mrs Dalioway», F.anguaxe and Style, L6
(1983). 343-360.
tas reclasificahan todo d campo del conocimiento femenino según formas
de deseo que, siendo representadas de forma somática, podían estar suje
tas al análisis del médico. Pero un análisis tal sólo parecía hacer un objeto
palpable de los misterios del «interioro de la mujer. En realidad, el análisis
creó figuras mitológicas para la metafísica de la sexualidad al dotar al de
seo moderno de un origen biológico y una forma. Esta mitología hizo que
la autoridad de la mujer sobre el deseo sexual — ya se manifestara por me
dio de la sensibilidad decimonónica de Dora o de las exhibiciones verba-
A deliberadas de Woolf— se volviera instantáneamente anacrónica.
A largo plazo, la voz profesional y la mitología médica de Freud deter
minaron el curso que el discurso de la sexualidad perseguiría durante el
siglo xx.
Epílogo