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Nancy Armstrong

Deseo y ficción doméstica


Una historia política de la novela

Presentación de G iulia Colaizzi

EDICIONES CÁTEDRA
UNlVERSnAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Consejo asesor:

Giulia Colaizzi: Universidad de Minnesota.


María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid.
Isabel Martínez Benlloch: Universitalde Valéncia.
Luz María Paz Benito: Instituto de la Mujer de Madrid.
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona.
Verena Slolcke: Universidad Autónoma de Barcelona.
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo.
Matilde Vázquez: Instituto de la Mujer de Madrid.

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia.

Título original de la obra:


Desire and Domestic Firtion

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez


Ilustración de cubierta: Femando Muñoz

Traducción: María Coy

1987 by Oxford University Press Inc.


Ediciones Cátedra, S. A.. 1991
Telémaco. 43. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 42.430-1991
I.S.B.N.: 84-376-1032-X
Prirtíed in Spain
Impreso en Lavel
Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Presentación

Género, discurso del poder


e historia literaria
G iu l ia C o l a iz z i

Treinta anos después de la aparición de The Rise o f the Novel de lan


W att1y casi una década después de The Madwoman in the Attic de Sandra
Gilbert y Susan C ubará Deseo y ficción doméstica de Nancy Armstrong
representa, por la radicalidad de sus análisis y por el alcance epistemológi­
co de la metodología empleada, un momento de poderosa revisión históri­
ca y teórica tanto para el discurso feminista, en general, como para la his­
toria literaria, en particular.
Durante los tres lustros anteriores a su aparición, el análisis feminista
de los textos literarios se había desarrollado según una lógica más o menos
explícita: una primera etapa vendría caracterizada por la relectura, desde
una perspectiva de género sexual, de textos concretos escritos por hom­
bres a partir del análisis de la forma y función asumida por los personajes
femeninos existentes en ellos: en un segundo momento, el eje articulador
de la mayoría de los trabajos intentaba definir la especificidad de un dis­
curso femenino tomando como objeto de estudios un corpus de textos es­
critos por mujeres; finalmente, y en un nivel más general, se empezó a aco­
meter la re-lectura de periodos enteros de la historia literaria, buscando
constituir una tradición femenina mediante un trabajo de arqueología y el
estudio de la producción de escritoras poco o nada conocidas, y apenas va­
loradas por el mundo académico. El fin último de esta propuesta, evidente
en el titulo de la ya clásica obra de Elaine Showalter3,era llegara la reivin­
dicación y definición de una «literatura propia» de las mujeres y dar, al

1 lan Watt, The R ú e o/th e Novel. Bcrkclcy. University of California Press, 1957.
2 Sandra Gilbert y Susan Cubar, T h e Madwoman in ih e A u k : The W'oman Wriier and thc
¡Vineieenlh Century Liierary lma%tnailon, New Haven, Yale University Press, 1979.
Elaine Showaltcr. A f.iterature o fT h c ir Own: fíriíish Women M rveifots fntm Bronte lo Les-
sing, Prinecton University Press, 1987, (primera edición: Londres. Virago Press. 198?).
mismo tiempo, dignidad literaria a textos menospreciados, cuando 110 to­
talmente ignorados por el canon historiográfico oficial. El caso de Mujeres
Iiteradas de Ellen Moers4 puede servir como ejemplo paradigmático de esc
tipo de aproximación. Podríamos decir que la intención era «otorgar voz»
aJ silencio, y hacer de lo femenino, no el síntoma de una ausencia, sino el
marco de una presencia silenciada: se reivindicaba lo femenino como lu­
gar de una alteridad impuesta y a la vez reprimida, como una subalterni-
dad y alternidad forzosa y. en cuanto tal, portadora de un potencial esen­
cialmente subversivo.
Lo que hasta entonces, sin embargo, había quedado fuera de los objeti­
vos del discurso crítico era el análisis o, mejor, la puesta en cucsLión del ca­
non literario mismo en cuanto tal y el estudio dé la relación ideológica
existente entre la manera en que dicho canon había sido elaborado y el de­
sarrollo concreto de la historia social. La mayoría de los trabajos, en su ex­
plícita voluntad reivindicativa, acababan moviéndose dentro de los pará­
metros de un discurso teórico del que se rechazaban los resultados, pero
no necesariamente los presupuestos. En ese sentido, no se había consegui­
do conjugar la conciencia de la importancia del «género» en el discurso so-
ciocultural con lo que habla sido el punto de partida del estudio de Watt:
la conexión entre el origen de la novela y la subida al poder de la clase me­
dia inglesa, es decir, entre literatura y Estado moderno. Analizar esa rela­
ción es el desafío al que se enfrenta el trabajo de Nancy Armstrong.
En efecto, su libro demuestra que hablar de «género» no significa nece­
sariamente tener que centrarse en lo particular (el estudio de tal o tal libro
escrito por una mujer, más o menos reconocido y aceptado) sino enfren­
tarse a cuestiones más generales de interpretación e inscripción cultural y
de práctica social y política. Hablar de «género», de lo «femenino» o del
papel de las mujeres en la historia cultural es, en ese contexto, un «suple­
mento» en sentido derrideano5, es decir, algo que no se añade simplemen­
te al conjunto de saberes que poseemos sobre una época o una tradición
cultural, sino que obliga a reestructurar y redefinir no sólo el conjunto en
que se inserta sinoel instrumental crítieocon el que pretendemos analizarlo.
Si una de las conquistas principales del feminismo de los años 70 fue el
reconocimiento de que «lo privado es público», el libro de Nancy Arms­
trong convierte lo que era un eslogan político en un presupuesto epistemo­
lógico y un punto de partida analítico: su trabajo, en efecto, pretende de­
mostrar — y lo consigue con extrema lucidez y de forma absolutamente
convincente — que la historia de la constitución y desarrollo de la novela
no puede entenderse si se prescinde de la historia de la sexualidad, y en
particular de la producción de esa nueva tipología de mujer que encamó
una idea de privacidad e intimidad funcional para la toma del poder por la

•* Filen Moers, Lilerary H-ornen. Oxford University Press, 1985. (primera edición: Carden
City, N. Y., Doubleday. 1976).
5 Jacques Derrida. De la gram aiohgia. México D. F. Siglo X X I. 1971.
clase media. Este nuevo modelo de mujer — la mujer doméstica, «reina
del hogar»— no constituyó simplemente un modelo de feminidad, sino
que acabó convirtiéndose en el modelo de subjetividad para el individuo
moderno, producto de la cultura burguesa en formación, basada sobre
unos valores que implicaban el desplazamiento de lo socio-político en fa­
vor de las relaciones aparentemente universales y subjetivas (emocionales
y sexuales) entre hombres y mujeres individuales.
Partiendo de la convicción que la «ficción [es] a la vez documento y
principio motor de la historia cultural», Nancy Armstrong demuestra que
la creación del sujeto moderno empieza con la escritura acerca de y hecha
por mujeres, y que la constitución del ámbito supuestamente «apolítico»
de la intimidad doméstica fue — como nos enseña la Pamela de Richard­
son— una empresa de carácter eminentemente político en un sentido
nada metafórico. Su acta fundacional fue, de hecho, un trabajo de ficción
que, ejemplificado en el Rohinson Crusoe de Defoe, constituyó al sujeto
moderno como creador, es decir, como principio de control, de autogene-
ración y. simultáneamente, de dominación.
Para demostrar su tesis, Armstrong se aleja de lo que Foucault ha lla­
mado «hipótesis represiva»6, una hipótesis que había conducido a un cier­
to tipo de teoría feminista de los años 70 y primeros años de la década si­
guiente a un cierto impasse teórico y práctico, dado que, confirmando la
vieja oposición entre sujeto y objeto, acababa por volver a proponer la
misma noción de mujer que el discurso feminista pretendía desmontar, es
decir, la noción de lo «femenino» como algo definido por una «ausencia»,
o una «falta» de algo. (En este ámbito se mueve por ejemplo el trabajo de
teóricas como Susan G rifiín y Mary D aly7 y alguno de sus presupuestos
son rastreables asimismo en los textos, oor otra parte muy interesantes, de
Héléne Cixous y Luce Irigaray)**.
De acuerdo con esta «hipótesis represiva» de la que habla Foucault,
hay una verdad, algo «natural» en el interior de las personas que está re­
primido o no representado por el orden cultural, y esta verdad debe ser sa­
cada a la luz para que los individuos sean lo que realmente «son». Según
este planteamiento, habría un ser, una naturaleza — sexual, deseante—
que precede a la inscripción cultural. El problema con esta noción es que,
como ha subrayado Foucault. la sexualidad no es atemporal sino un dis­
curso histórico específico: el discurso sobre el sexo elaborado por el pensa­
miento burgués durante los siglos xvni y xix para codificar los lugares

<■Michel Foucauld, Historia de la sexualidad, l. La ViAuntod dtr saber, Madrid. Si­


glo X X I, 1989.
7 Véase, par ejemplo, Susan Griflm, Woman and Nature The Roarinx hunde Her, Nueva
Yotk. Harpcr and Row, 1980 y Mary Daly, fíeyond Goti the Father. Towarda Phito.mphy ofWo-
men's [ibera/ion. Boston, Beacon Press, 1973.
8 Vcasc. por ejemplo. Hélcne Cixous. «The Luugh of Ihc Medusa», en Flaine Marks and
IsabelJe de Courtivron, eds., New French Feminisms, Nueva York, Schocken Books, 1981 y
I.ucc lrígaray, «Cuando nuestros labios se hablan», en Ese sexo que no es uno. Madrid.
Saltes. 1982.
complementarios y respectivos de los hombres y las mujeres dentro de la
sociedad, y cuyo objetivo fue la producción de una tipología de individuos
capaces de ser integrados en un determinado orden social. El discurso de
la sexualidad es. desde esa perspectiva, un discurso que cumple una fun­
ción muy concreta en la elaboración de un discurso político — una nueva
forma del poder del Estado— en un momento en que el viejo orden aristo­
crático, basado en la genealogía y en los lazos de la sangre, tiene que ser
cuestionado y desplazado por el orden burgués, basado en el deseo. Este
discurso, subraya Foucault, no es negado sino producido a través de la re­
presión, y establece los cuerpos deseantes de la pareja heterosexual como
forma normativa de las relaciones sociales.
La mujer de la modernidad, el tipo deseable de feminidad que este or­
den elaboró fue creado, en consecuencia, como algo funcional para la divi­
sión jerárquica de la sociedad, una división que tenía como objetivo el se­
parar a ios individuos de las alianzas socio-políticas para alinearlos en una
división de género, a la que se subordinarían todas las demás diferencias
sociales.
Asumiendo, por un lado, una «hipótesis productiva» acerca de la se­
xualidad y del poder y, por el otro, empeñada en analizar la función del
«género» en la articulación de los discursos socio-políticos — problemáti­
ca que Foucault había dejado totalmente sin explorar— Nancy Armstrong
consigue demostrar que la cuestión no es, entonces, tratar de «liberar» a la
mujer para permitirle habitar el cuerpo sexualizado que la cultura repri­
mió, sino analizar la «dimensión histórica del deseo», es decir, abordar el
estudio del papel que las mujeres han representado no como «ausencia»
en la historia y en el mundo sino en tanto elementos activos e integrantes
de la estructura del mund(> en que vivimos. Eso es lo que consigue hacer la
autora de este libro a través de la discusión de novelas, de manuales de
conducta, de textos filosóficos y de política económica, así como de pro­
gramas curriculares para mujeres. Sólo analizando el poder que las muje­
res han tenido, y no sólo como víctimas u objetos en el mercado, sino en
tanto compradoras y productoras en y para el mercado cultural — como,
por ejemplo, las prolíficas escritoras de ficción doméstica del siglo xrx, de
cuyos textos también da cuenta el trabajo de Armstrong— y en tanto orga­
nizadoras de un supuestamente apolítico universo del hogar, podremos
ser conscientes dcTcnorme poder que las mujeres de la burguesía tuvieron
y ayudaron a sostener. Sólo reconociendo su implicación histórica con el
Estado moderno, asumiendo la dimensión política del «género» y su im ­
bricación con las estructuras del poder podremos hacer uso de éste último.
Sólo aceptando que la cultura moderna depende de una forma de poder
que se articula a través del lenguaje, podremos utilizar y cuestionar la
«metafísica de la sexualidad»: una metafísica que nos ata y disciplina para
ser la esencia de «la» mujer o de «el» hombre. La propuesta de Nancy
Armstrong busca, por ello, entender «el género» como escritura, ya que no
hay otra vía para empezaraelahorar formas nuevas desabcr(es)políticos(s).
Para L. T.
Agradecimientos
Este proyecto ha estado apoyado por ayudas del American Council of
Leamed Societies, la American Association of University Women y el fon­
do de investigación Josephine Nevins Keal de la Wayne State University.
Agradezco la ayuda prestada por el Fawcett iMuseum y sobre todo por su
director adjunto, David Doughan, al facilitarme acceso a la literatura edu­
cacional para mujeres descrita en Sos capítulos 2 y 3. Una sección del capi­
tulo 1 apareció con el título de «The Rise o f Feminine Authority in the
Novel» (en Novel, 15, nún. 2 [1982], 127-45). y me gustaría dar las gracias
al editor, Mark Spilka, por la amable atención prestada a mi trabajo. M i li­
bro le debe mucho a W illiam Sisler y Marión Osmun, de la Oxford U ni­
versity Press, con cuya competencia y apoyo consiguieron que llegara a
publicarse.
Nunca podría haber escrito este libro sin el aliento personal y el
apoyo profesional que me ofrecieron durante años Homer Obed
Brown, Jerome J. McGann, Marjorie Perlofif, Thomas A. Sebeok, Wendy
Steiner y Jane P. Tompkins. E>ebo el mismo agradecimiento a aquellos
que leyeron este manuscrito en diversas fases de su producción y que ayu­
daron a que expresara lo que yo quena que expresara: Susan Kirkpatrick,
John Kucich, Vassilis Lambropoulosy CliffordSiskin. Estoy especialmen­
te agradecida a Míchael Davidson, Juliet MacCannell, John Maynard y
William Tay por sus informadas lecturas del manuscrito completo. Cada
etapa de mi argumentación fue enérgicamente debatida y revisada en se­
minarios de estudios graduados en la State University of New York at Buf-
falo (primavera de 1984) y la University of California, San Diego (otoño
de 1984). Manifiesto mi gratitud a los estudiantes que participaron en esos
seminarios por hacer del proyecto algo mucho más complicado y placente­
ro de lo que nunca pude esperar. Allon White leyó el manuscrito completo
para la Oxford University Press y sus expertas sugerencias guiaron la revi­
sión. Deseo manifestarle mi afecto duradero.
Por mucho que mi libro haya intelectualizado la familia de clase me­
día, no puedo dejar de reconocer las contribuciones de ciertos miembros
de mi propia familia. Deseo ciar las gracias a mi madre, Jeanne Bowes, por
proporcionar un ejemplo de dedicación doméstica mucho más ardua de
llevar a cabo que una carrera académica; a mi hermano John Bowes por
recuperar ciertos momentos de la vida familiar por medio de la ironía; y a
mis tres hijos, Scott, Mark y John Armstrong, por considerar divertida mi
desviación de la mayoría de las normas domésticas. Por último, a la hora
de seguirle la pista a la historia de la ficción doméstica, me encuentro en
deuda con Len Tcnnenhouse, Kathy Ashley. Homer Brown y Don Wayne
— viejos amigos cuyas convicciones en momentos cruciales del proceso
parecieron indistinguibles de las mías propias y cuyo pensamiento ha
dado forma a aquellos puntos de este argumento que me proporcionan
mayor satisfacción.

Solana Beach, California N. A.


Julio de 1986.
Introducción:
La política de la domesticación de la cultura,
entonces y ahora

Así, hacia el final del siglo xvm, se produjo un


cambio que, si yo estuviera re-escribiendo la histo­
ria, describiría con mayor profundidad y conside­
raría de mayor importancia que las Cruzadas o las
Guerras de ¡as Rosas. La mujer de clase media em­
pezó a escribir.
V ir g i n ia W o o l f , Una habitación propia

Desde el principio, la ficción doméstica buscó activamente separar el


lenguaje de las relaciones sexuales del lenguaje de la política y, a partir de
ahí, introducir una forma nueva de poder político. Este poder surgió con
el ascenso de la mujer doméstica y aseguró su influencia sobre la cultura
británica a través de su dominio sobre todos aquellos objetos y prácticas
que asociamos con la vida privada. I.a autoridad sobre la casa, el ocio, los
procedimientos de cortejo y las relaciones de parentesco convergieron en
ella, y las más básicas cualidades de la identidad humana se desarrollaron
supuestamente bajo su jurisdicción.
Considerar el ascenso de la mujer doméstica como un acontecimiento
fundamental de la historia política no equivale, como podría parecer, a
presentar términos contradictorios, sino a identificar la paradoja que da
forma a la cultura moderna. También es seguirle la pista a la historia de
una forma de deseo específicamente moderna que, a principios del siglo
xvm , cambió los criterios que determinaban qué era lo más importante en.1
una mujer. En innumerables tratados educativos y obras de ficción que se¡
suponían escritas para mujeres, esta forma de deseo apareció al tiempo
que lo hacía una nueva ciase de mujer. Y al representar la vida con una
mujer tal no sólo como algo deseable, sino también al alcance práctica­
mente de cualquiera, este ideal llegó con el tiempo a sobrepasar las creen­
cias de región, facción y secta religiosa para unificar los intereses de aque­
llos grupos que no eran ni extremadamente poderosos ni muy pobres. Du­
rante el siglo xvm. un autor tras otro descubrieron que el modo acostum­
brado de entender la experiencia social en realidad era una representación
errónea del valor humano. En lugar del intrincado sistema de estatus uue
había dominado durante largo tiempo el pensamiento británico, estos au­
tores comenzaron a representar el valor de un individuo en términos de
las cualidades mentales esenciales de él, pero con mayor frecuencia de las
de ella. La literatura dedicada a dar identidad a la mujer doméstica pare­
ció así ignorar el mundo político gobernado por los hombres. Sólo en tér­
minos femeninos asumía la afirmación de que ni el nacimiento ni el con­
junto de título y estatus representaban con precisión al individuo; sólo los
matices más sutiles del comportamiento indicaban lo que uno realmente
valía. De esta forma, escribir para y sobre la mujer introdujo todo un nue­
vo vocabulario concerniente a relaciones sociales, términos que atribuían
un valor moral preciso a ciertas cualidades mentales.
Al principio solamente las mujeres fueron definidas en términos de sus
naturalezas emocionales. Los hombres generalmente conservaron su iden­
tidad política en escritos que desarrollaban las cualidades de la subjetivi­
dad femenina y hacían de la subjetividad un dominio femenino. Se puede
decir que los héroes de Stenie, así como el Joseph Andrews de Fielding, se
declararon claramente anómalos cuando invirtieron el modelo y, como in­
dividuos masculinos, experimentaron la vida como una secuencia de
acontecimientos que provocaban respuestas emocionales. A este respecto,
llegaron al lector en una forma considerada más apropiada para la repre­
sentación de la experiencia de una mujer que de la de un hombre. Sin em­
bargo, en la ficción del siglo xix, los hombres ya no eran tanto criaturas
políticas cuanto productos del deseo y productores de vida doméstica.
Conforme el género vino a marcar la diferencia más importante entre ios
individuos, los hombres seguían siendo hombres y las mujeres mujeres,
desde luego, pero la diferencia entre hombre y mujer se entendía en térmi­
nos de sus cualidades mentales respectivas. Sus diferencias psicológicas
hacían que los hombres fueran criaturas políticas y las mujeres criaturas
domésticas más que al contrarío, y ambos, por lo tanto, adquirían identi­
dad sobre la base de cualidades personales que anteriormente habían de­
terminado sólo la naturaleza femenina. En Cumbres borrascosas, por
ejemplo, se puede observar la transformación que sufre Heathcliff, una
transformación que borra los rasgos de un gitano de Liverpool durante el
cambio de siglo y atribuye todo su comportamiento al deseo sexual. Por
medio de un proceso similar, Rochester pierde su porte aristocrático hacia
el final de JaneEyre para asumir un papel dentro del marco de una red pu­
ramente emocional de relaciones supervisadas por una mujer. Así, es sólo
por medio de la subordinación de todas las diferencias sociales a aquellas
basadas en el género como estas novelas llevan el orden a las relaciones so­
ciales. Dando por hecho todo esto, se puede concluir que el poder de las
clases medias estaba en estrecha relación con el del amor de la clase media.
Y si esta opinión demuestra su veracidad, también habrá que reconocer
que la autoridad de la clase media descansaba en gran medida en la autori­
dad que las novelas atribuían a las mujeres y que, de esta forma, designa­
ban como algo específicamente femenino.
Al demostrar que el ascenso de la novela giró en torno al esfuerzo por
decir qué es lo que hacía deseable a una mujer, pues, voy a argumentar que
había en juego mucho más. Voy a considerar esla redefinición del deseo
como un paso decisivo a la hora de producir el género densamente entrete-
jido de sentido común y sentimentalidad que incluso hoy día asegura la
ubicuidad del poder déla clase media. A mi juicio, las narraciones que pa­
recían ocuparse exclusivamente de los asuntos de noviazgo y matrimonio
se atribuían de hecho la autoridad de decir qué era lo femenino, y que lo
hacían con el fin de rebatir las nociones reinantes de relaciones de paren­
tesco que atribuían la mayoría del poder y el privilegio a ciertas líneas fa­
miliares. Esta pugna por representar la sexualidad tomó la forma de una
lucha por individualizar allí donde hubiera una colectividad, por atribuir
motivos psicológicos a lo que había sido un comportamiento abiertamen­
te político de grupos en contienda, y evaluarlos de acuerdo con un conjun­
to de normas morales que exaltaban a la mujer doméstica más allá y por
encima de su contrapartida aristocrática. Es decir, la mujer era la figura,
por encima de todo lo demás, de la que dependía el resultado de la lucha
entre ideologías en disputa.
No hay ninguna otra razón que pudiera permitir que la novela Pamela
de Samuel Richardson represente el ataque de un terrateniente a la casti­
dad de una criada por lo demás mediocre como una amenaza fundamental
para nuestro mundo así como para el de ella. Y Richardson puede hacer
que Pamela resista un ataque semejante sólo por medio de la confronta­
ción y posterior derrocamiento de la noción reinante de la sexualidad tal
como la expresa la servil ama de llaves de Mr. B. Burlándose de la afirma­
ción de Pamela de que «robarle a una persona su virtud es peor que cortar­
le el cuello», el ama de llaves considera los ataques de Mr. B como algo
completamente natural y declara: «¡qué forma más rara de hablar! ¿No se
hicieron los dos sexos el uno para el otro? ¿Y no es natural que un caballe­
ro ame a una mujer hermosa? Y suponiendo que pueda obtener sus de­
seos, ¿es eso tan malo como cortarle el cuello?»1. Representando clara­
mente una posición minoritaria, Pamela no obstante prevalece en la esce­
na más desgarradora de la novela en la que su amo, con la ayuda del ama
de llaves, se introduce en su cama e inmoviliza su cuerpo desnudo debajo
de él. En vez de proporcionar una satisfacción incluso momentánea, esta
escena constituye uno de los encuentros de dormitorio entre hombre y
mujer menos eróticos de la literatura:
1 Samuel Richardson, Pamela, or Vinue Rewarded (Nueva York. W. W Norton, 1958),
págs. 111. 1-as citas del texto corresponden a esta edición.
rae besó con una vehemencia espantosa; y entonces su voz tronó por en­
cima de mí. Ahora, Pamela, dijo, ha llegado el momento temido del ajus­
te de cuentas con c¡ que te he amenazado — di un grito como nunca na­
die haya podido oír. Pero no habia nadie para ayudarme: y tenía las dos
manos inmovilizadas, como dije. Seguro que nunca ninguna pobre alma
pasó tales agonías como yo. ¡Hombre perverso! dije: ¡Oh. Dios! ¡Dios
mío! ¡en este momento! ¡en este preciso momento! ¡líbrame de este sufri­
miento! ¡o que me muera en este instante! (pág. 213).

Pamela escapa con su virtud al convertirse en una criatura de palabras


(protesta) y de silencio (se desvanece). El intento de Mr. B de penetrar el
cuerpo material de una criada transforma mágicamente csc-cuexpacu un
cuerpo de lenguaje y emoción, en un objeto metafísico que sólo se puede
conseguir por medio del consentimiento de ella y déla disposición de él de
apoyar los procedimientos del amor moderno. Que ésta sea, en efecto, la
Pamela que Mr. B desea con el paso del tiempo, pone en cuestión loda la
noción de la sexualidad sobre la que el sentido común del ama de llaves se
había basado.
Al comenzar la defensa de este libro, sólo puedo sugerir cómo una
transformación tal tuvo lugar en términos de la masa y cómo revisó la su­
perficie total de la vida social. La naturaleza y el alcance de su impacto his­
tórico están sólo implícitos en la única escena de Pamela que parece gen tu­
namente erótica. En esta escena, podemas observar el paso del deseo eróti­
co desde el cuerpo de Pamela hasta sus palabras. Cuando Richardson por
fin permite que Mr. B se salga con la suya con respecto a la joven, el deseo
erótico reaparece brevemente en la novela, no en la noche de bodas, sino
llegado el clímax de su noviazgo, cuando Mr. B se apodera a la fuerza de
las cartas de Pamela:

¡Mujerzueia ingeniosa!, dijo él, ¡Qué tiene eso que ver con mi pregunta?
— ¿No llevas [las cartas] contigo? — Si, dije yo, he de sacarlas de mi es-
con dite tras el zócalo, ¿no mirará? — ¡Cada vez más ingeniosa! dijo él —
¿Es eso una respuesta a mi pregunta? — He registrado por todas partes,
encima y dentro de tu armario, buscándolas, y no las encuentro; de
modo que sabré dónde están. Creo, dijo, que las llevas encima; y nunca
he desvestido a una muchacha en toda mi vida; pero voy a desnudar aho­
ra a mi preciosa Pamela (pág. 245).

Cuando él empieza a tantear sus prendas buscando unas pocas pala­


bras preciosas más, Pamela capitula y, en una lluvia de lágrimas, le entrega
lo que desea. Habiendo así sustituido a la mujer convencionalmente de­
seable por una mujer escrita. Richardson infunde el nuevo cuerpo con
atractivo erótico. El placer que ella ofrece ahora es el placer del texto más
que aquellas formas de placer que se derivan de poseer su cuerpo.
Por inadecuada que esta sustitución nos pueda parecer hoy día, los lec­
tores siguen quedando profundamente encantados por narraciones en las
que la sola virtud de una mujer supera la agresión sexual y transforma el
deseo masculino en amor de clase media, la materia de la que están hechas
las familias modernas. Como herederos de una cultura novelística, no es
probable que pongamos en tela de juicio la totalidad de la empresa. Es más
fácil que sintamos que el éxito de repetidas presiones para conseguir sibili­
namente que el deseo sexual se adecúe a las normas de la monogamia hete­
rosexual propociona una buena manera de poner fin a una novela y plan­
tea un objetivo satisfactorio a conseguir por un texto. Las novelas no nos
animan a dudar de si el deseo sexual ya existía antes de que se idearan las
estrategias para domesticarlo. Tampoco es frecuente que cuestionen la
premisa de que tal deseo, si no se domestica de esta forma, constituye el
peligro más grave — y raíz de todas las demás amenazas— para la socie­
dad. Y no conozco ninguna crítica importante de la novela que no se rinda
llegado cierto punto ante la idea de que el deseo sexual existe en alguna
forma anterior a su representación y permanece allí como algo que hemos
de recuperar o liberar. Es esta teoría dominante del deseo, creo, la que da
autoridad a la ficción doméstica y, no obstante, oculta el papel que tal fic­
ción desempeñó en la historia moderna. Para ser más precisos, al ignorar
la dimensión histórica del deseo, esta teoría — a un tiempo psicológica y I i-
teraria— nonos ha deiado ninguna forma decxnlicarnoraué. en el origen
de la cultiifi} mivipma las clases instruidas en Inglaterra desarrollaron sú­
bitamente un gusto sin precedentes por los escritos nara. sobre v ñor muie-
rés!~
'N o sé de ninguna historia de la novela inglesa que pueda explicar por
qué las mujeres comenzaron a escribir ficción respetable a finales del siglo
xvm, se convirtieron en novelistas prominentes durante el siglo xrx y so­
bre esta base adquirieron el estatus de artistas durante el periodo moder­
no. Sin embargo, el hecho de que empezaran repentinamente a escribir y a
ser reconocidas como escritoras me parece un acontecimiento fundamen­
tal déla historia de la novela. F.1estudio clásico de lan Watt The Riseofthc
Novel vincula la popularidad de escritores como Defoe y Richardson a un
individualismo económico y una ética puritana que compartían con una
proporción sustancial del nuevo público lector. Pero la explicación histó­
rica de Watt no considera el porqué de que «la mayoría de las novelas del
siglo xvm » fueran escritas por mujeres. Cuando llega el momento de dar
cuenta de Jane Austen, las explicaciones históricas se le escapan y cae en
una afirmación tópica: «la sensibilidad femenina estaba en algunos aspec­
tos mejor equipada para revelar las complejidades de las relaciones perso­
nales y se encontraba, por lo tanto, en situación de ventaja en el reino de la
novela»*. Últimamente parece especialmente aparente que tales intentos
de explicar la historia de la novela fracasan porque — para un hombre— la
historia está representada por la historia de las instituciones masculinas.
Por lo que concierne a las mujeres, esta comprensión de la historia deja to-

2 lan Watt, The Rise o f ihe Novel (Bcrkclcy. Univcrsity of California Press, 1957), pá­
gina 57.
das las cuestiones verdaderamente interesantes sin plantear: ¿Por qué la
«sensibilidad femenina»? ¿En qué sentido «mejor equipada»? ¿Qué
«complejidades»? ¿Las «relaciones personales» de quién? ¿Por que en si­
tuación «de ventaja en el reino de la novela»? Y, por último, ¿cómo llegó
todo esto a convertirse en un lugar común?
Como si se tratara de una respuesta, The Madwoman in the Ailic, de
Sandra Gilbert y Susan Gubar, ai menos intenta dar cuenta de una tradi­
ción de escritoras. Mientras que Watt se ocupa sólo de la cuestión de qué
papel desempeñó la ficción en lo referente a los intereses de un público lec­
tor en proceso de cambio, Gilbert y Gubar se concentran en las propias au­
toras y las condiciones en las que escribieron. Defienden que las autoras,
en contraste con sus contrapartidas masculinas, tuvieron que llevar a cabo
la difícil tarca de subvertir y acomodarse simultáneamente a los criterios
patriarcales1. Pero cuando se entienden en el contexto de este marco de re­
ferencia sexuado, las condiciones en las que las mujeres escribieron pare­
cen permanecer relativamente constantes a lo largo de la historia porque
los autores en cuestión eran mujeres y porque las condiciones en las que
escribieron estuvieron en su mayor parte determinadas por hombres. Asi,
al igual que Watt, Gilbert y Gubar ignoran virtualmente las condiciones
históricas que las mujeres han afrontadoroiiro escritoras,' y aí hacerlo ig­
noran el Jugar en la historia de las obras escritas-por mujeres. También
para Gilbert y Gubar la historia se desarrolla no en y a través de aquellas
áreas de la cultura sobre las cuales las mujeres pueden haber ejercido in­
fluencia, sino en instituciones dominadas por los hombres. Debido a que
estas dos importantes historias de la novela presuponen un mundo social
dividido de acuerdo al principio del género, ninguna de las dos puede con­
siderar en qué forma se originó un mundo tal ni qué papel desempeñó la
novela en su formación. Con todo, éstas son precisamente las cuestiones
que debemos considerar si queremos explicar por qué las mujeres se con­
virtieron en prominentes autoras de ficción durante el siglo xix en Inglate­
rra. Mientras asumamos que el género trasciende la historia, no hay espe­
ranza de que entendamos qué papel desempeñaron las mujeres — para
bien o para mal— a la hora de dar forma al mundo que habitamos en el
momento actual.
Para describir la historia de la ficción doméstica, pues, voy a aducir va­
rias cuestiones al mismo tiempo: primera, que la sexualidad es un conglo­
merado cultural y como tal tiene una historia; segunda, que las representa­
ciones escritas del yo permitieron al individuo moderno convertirse en
una realidad económica y psicológica; y tercera, que el individuo moderno
fue primero y sobre todo una mujer. M i defensa sigue el desarrollo de un
ideal especifico femenino en libros de conducta y tratados educativos para

' Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, The Madwoman in theAltic. The Woman Writer and
the Nineteenth Century Lilerary ¡rnaginalion (New Haven: Yale University l’ress, 1979). Ver
especialmente págs. 45-92.
mujeres en los siglos xvm y xix, asi como en la ficción doméstica, escritos
con frecuencia por mujeres. Insistiré en que no se puede distinguir la pro­
ducción del nuevo ideal femenino ni del ascenso de la novela ni del ascen­
so de las nuevas elases medias en Inglaterra. En un principio, tal como voy
a demostrar, escribir sobre la mujer doméstica proporcionó un medio de
rebatir el concepto dominante de la sexualidad que entendía lo deseado en
términos de las reivindicaciones de la mujer de riqueza y nombre familiar.
Pero entonces, llegadas las primeras décadas del siglo xix, se advierte que
los escritores e intelectuales de clase media toman las virtudes encarnadas
por la mujer doméstica y las oponen a la cultura de la clase trabajadora.
Hizo falta nada menos que la destrucción de un concepto mucho más anti­
guo del hogar para que la industrialización superara la resistencia de la cla­
se trabajadora. Con el liempo, siguiendo el ejemplo de la ficción, nuevos
tipos de escritos — estudios sociológicos de fábrica y ciudad, así como
nuevas teorías de historia natural y economía política— establecieron la
domesticidad moderna como el único refugio a salvo de las exigencias de
un mundo económico sin corazón. Para la década de 1840, las normas ins­
critas en la mujer doméstica ya habían superado las categorías de estatus
que mantenían un modelo anterior y patriarcal de relaciones sociales1.
Toda Ja superficie de la experiencia social había venido a reflejar esos ti­
pos de escritos — la novela como forma prominente entre ellos— que re­
presentaban el campo existente de información social como esferas mascu­
lina y femenina en contraste5.
Este libro, que une la historia de la ficción británica con el crecimiento
de las clases medias en Inglaterra a través de la propagación de un nuevo
ideal femenino, desafía necesariamente las historias existentes de la nove­
la. Para empezar, insiste en que la historia de la novela no se puede enten­

■> Por «modelo patriarcal» me refiero específicamente al fenómeno histórico que m ió ia


autoridad política del padre sobre el hogaTCon la del reven una relación mutuamente autoráa-
dora. F.n este senlido. por ejemplo, ver Gordon J Schochet. Patriarthalism in PoliUcal Thtnixhl
(Nueva York, Basic Books, 1973) y Lawrence Stone. The Family. Se:c. and M am axein F.ngland
1500-1800 (Nueva York, Hurpcr and Row, 1977). págs. 2J9-40.
5 Me he basado en el argumento de David MusscMtile que desafia implícitamente lus con­
ceptos de la política de la novela que Bajtin articula en The DialogU Inmxiiuxlion: Four F.ssays.
traducción de Miehael Holquist (Austin, University oTToxas Press. 1981). Más que ver la nove­
la como una forma que — como el carnaval— se resistió a 13 hegemonía. Mussclwhite defiende
que la novela se apropia de prácticas simbólicas que de olro modo se comportarían como for­
mas de resistencia. Es mi intención sugerir que la política de la novela está determinada, por un
lado, por la tendencia del género a suprimir formas alternativas de educación y a producir el
discurso homogéneo que conocemos como inglés cortés estándar. Irí más allá para sugerir que,
por otro lado. 1a política de la novela depende de] usoque hagamos hoy en dia deeste género lite-
rano. Al escribir este libro, estoy suponiendo que uno ruede dejar al descubierto las operacio­
nes de la hegemonía leyendo la novela como la historia de aquellas operaciones. Si hay algo de
\erdad en esta afirmación, no hacemos más que perpetuar el gran proyecto del siglo xix que su­
primió la conciencia política cuando adoptamos las estrategias psicologizadoras de la novela. David
Musselwhite, «The Novel as Narcotic», 1848: TheSocialogy v/Líterature (CoicheMT. England,
University of Csscx. 1978), págs. 208-209.
der separada de la historia de la sexualidad. AI disolver la barrera entre
aquellos textos que hoy se consideran literatura y aquellos que, como los
libros de conducta, no lo son, mi estudio muestra que la distinción entre lo
literario y lo no literario fue impuesta retrospectivamente por la institu­
ción literaria moderna sobre obras de ficción anómalas. Muestra también
que la novela doméstica fue anterior — antecedió de hecho necesariamen­
te— al modo de vida que representó. Más que hacer referencia a indivi­
duos que ya existían como tales y que mantenían relaciones de acuerdo
con los convencionalismos novelísticos, la ficción doméstica se tomó
grandes molestias para distinguirse de los tipos de ficción que predomina­
ban en los siglos xvm y xix, La mayor parte de la ficción, que representa­
ba la identidad en términos de región, secta o facción, no pudo afirmar de­
masiado bien la universalidad de ninguna forma particular de deseo. Por
el contrario, la ficción doméstica desplegó las operaciones del deseo hu­
mano como si fueran independientes de la historia política. Y esto ayudó a
crear la ilusión de que el deseo era completamente subjetivo y, por lo tan­
to, esencialmente distinto de las formas políticamente codificables de
comportamiento a las que dio lugar.
Al mismo tiempo y sobre la misma base teórica, mi estudio de la nove­
la desafía las historias tradicionales de la Inglaterra del siglo xix al cues­
tionar la práctica de escribir historias separadas para acontecimientos po­
líticos y culturales. Más que ver el ascenso de la nueva clase media en tér­
minos de los cambios económicos que solidificaron su control sobre la cul­
tura. mi interpretación de materiales destinados y que tratan sobre las mu­
jeres muestra que la formación del Estado político moderno — en Inglate­
rra al menos— se consiguió en gran medida a través de la hegemonía cul­
tural. Las nuevas estrategias de representación no sólo revisaron el modo
en que la identidad de un individuo se podía entender, sino que ai intentar
descubrir lo que era sólo natural en el yo, también apartaron la experien­
cia subjetiva y las prácticas sexuales de su lugar en la historia. Nuestra
educación hace en gran medida lo mismo cuando nos permite asumir que
la conciencia moderna es una constante de la experiencia humana y nos
enseña a entender la historia moderna en términos económicos, incluso
aunque la propia historia no fuera entendida en esos términos hasta el co­
mienzo del siglo xix. Se nos enseña a dividir el mundo político en dos y a
separar las prácticas que pertenecen a un terreno femenino de aquellas que
rigen el mercado. De esta forma, repetimos compulsivamente el compor­
tamiento simbólico que constituía un dominio privado del individuo fue­
ra y aparte de la historia social.
En realidad, sin embargo, los cambios que permitieron a diversos gru­
pos de personas explicar la experiencia social en términos de estos mun­
dos, mutuamente excluyentes, de información constituyen un aconteci­
miento fundamental en la historia del individuo moderno. Por consi­
guiente. sólo aquellas historias que explican la formación de esferas sepa­
radas — masculina y femenina, política y doméstica, social y cultural—
nos pueden permitir ver qué tuvo que ver este comportamiento semiótico
con el triunfo económico de las nuevas clases medias. En realidad, lo que
defiendo es que los acontecimientos políticos no se pueden entender sepa­
rados de la historia de las mujeres, de la historia de la literatura de las m u­
jeres, o de las representaciones cambiantes del hogar. Tampoco puede una
historia de la novela ser histórica si no logra tener en cuenta la historia de
la sexualidad. Porque tal historia sigue estando, por definición, encerrada
en categorías que calcan el comportamiento semiótico que hizo posible la
clase media en primer lugar.
Una cosa es exigir un estudio que considere el ascenso de la novela y la
emergencia de una disposición coherente de clase media como una y la
misma con la formación de una forma muy elaborada de mujer. Otra cosa
muy distinta es explicar fenómenos tales como la escritura para, por y so­
bre mujeres que hasta ahora ha resistido firmemente todos los esfuerzos
de la teoría literaria por explicar su producción y relevancia con respecto a
un momento de la historia. Me he basado en la obra de Michel Foucault
— sobre todo en La historia de la sexualidad, volumen I, asi como Discipli­
na y castigo— para identificar el problema inherente a todos salvo unos
cuantos debates sobre la sexualidad en la literatura. Las historias foucaul-
dianas rompen con los modos tradicionales de causalidad histórica con el
fin de centrar nuestra atención sobre el lugar del lenguaje y en particular
de los escritos, en la historia de la cultura moderna, asi como sobre los in­
tereses políticos reales a los que se sirve cuando ciertas áreas de la cultura
— aquellas a las que llamo sexualidad— permanecen insensibles ante la
investigación histórica. Quiero hacer hincapié en la relación entre lo se­
xual y lo político. Deseo aislar ciertos cambios históricos fundamentales
en esta relación porque — tal como los estudios de Watt y de Gilbert y G u ­
bar demuestran particularmente bien— es muy posible situar los escritos
de las mujeres en la historia sin mostrar los intereses políticos a los que ta­
les escritos sirvieron, igual que es muy posible mostrar la política de los es­
critos obra de mujeres sin reconocer cómo aquellos intereses cambiaron
radicalmente con el paso del tiempo. Foucault, por otra parte, hace posi­
ble considerar las relaciones sexuales como el escenario del cambio de las
relaciones de poder entre clases y culturas así como entre géneros y genera­
ciones.
Ofrece una salida al problema que invade los estudios de Watt y de G il­
bert y Gubar — la incapacidad de historificar la sexualidad— por medio
de un movimiento conceptual doble. El primer volumen de su Historia de
la sexualidad hace del sexo una función de la sexualidad y considera la se­
xualidad como un proceso puramente semiótico. I-a sexualidad incluye no
sólo todas aquellas representaciones del sexo que parecen ser el propio
sexo — en la cultura moderna, por ejemplo, el cuerpo sexuado— , sino
también esa miríada de representaciones plenas de significado en relación
con el sexo, a saber, todos los diversos atributos masculinos o femeninos
que saturan nuestro mundo de objetos. La sexualidad es, en otras pala­
bras, la dimensión cultural del sexo, que. según mi forma de pensar, inclu­
ye como componente esencial y más poderoso la forma de representación
que entendemos que es la propia naturaleza6. Así, podemos considerar el
género como una función de la sexualidad qíie debe tener una historia. Mi
estudio de la novela demostrará que, con la formación de una cultura ins­
titucional moderna, las diferencias de género — aunque una de las muchas
funciones posibles de la sexualidad— vinieron a dominar las funciones de
generación y genealogía, que organizaban una cultura anterior.
La mayoría de los estudios de la novela británica reconocen m aso me­
nos conscientemente la diferencia entre sexo y sexualidad, referente y re­
presentación. Con una coherencia casi sin mácula, no obstante, la crítica
de la novela ha hecho esta distinción sólo para encajar una verdad moder­
na en el referente. Encuentro difícil pensar en un solo estudio de la novela
que no proponga una oposición entre escritura y deseo, en la que el deseo,
cuando se escribe, pierde al menos algo de su individualidad, verdad, pu­
reza o poder, que pese a todo sigue allí para que lo recuperen los críticos.
Pero Foucault no acepta esta oposición. Nos pide que pensemos en el de­
seo moderno como en algo que depende del lenguaje y especialmente de la
escritura. Sobre esta base es sobre la que su Historia déla sexualidad ataca
la tradición de pensamiento que ve la sexualidad moderna como lógica­
mente anterior a su representación escrita. Y, debería añadir, el acerca­
miento de Gilbert y Cubar a la novela se asemeja al de Watt al plantear
una forma específica de sexualidad como forma natural, es decir, como
sexo. Ambos estudios asumen que esta forma anterior y esencial de sexua­

6 En este aspecto no estoy de acuerdo con los críticos cuyo estudio de la sexualidad se basa
en la naturaleza. Por ejemplo. JcfTrey Weeks. al oponerse u Foucault. insiste en que «el discurso
no es e! único contacto con lo reab.& x. Polilics, and Society: The Regulalion ofSexuatily since
m O Q .ondres, Longmun. 1981), págs. 10-11. Para refutar la tesis de Foucault, sin embargo, se
basa en las mismas estrategias que Foucault identifica como constituyentes del discurso de la
sexualidad. Asi y todo, Weeks intenta deshacer el nudo gordiano que nos presenta una com­
prensión foucauldiana de la sexualidad: «Roben Padgug ha escrito recientemente que "la se­
xualidad biológica es la condición previa necesaria para la sexualidad humana. Pero la sexuali­
dad biológica es sólo una condición previa, un conjunto de potencialidades en el que la realidad
humana siempre media". Esto resume la premisa fundamental de estu obra» (pág. 11. cursiva
mia). Junto con Padgug y otros, Weeks invoca una base biológica para la sexualidad que es
transcultural y externa a la historia, aunque, asi lo admite, «la realidad humana siempre me­
dia». Junto con Foucault, yo diría que la diferencia entre lu naturaleza y la cultura es siempre
una función de la cultura, siendo la construcción de la naturaleza uno de los tropos habituales
de autoautorización de la cultura Y me atrevería a preguntar que si el cuerpo sexuado pertene­
ce a una naturaleza que está más allá de la cultura, como Weeks parece asumir, por qué la dife­
rencia entre hombre y mujer no ha venido a dominar las representaciones del cuerpo biológico
hasta hace relativamente poco tiempo. Escribiendo sobre la ginecología del siglo xvn, por ejem­
plo, Audrey Eccles señala que «anatómicamente» se «mantenía que no había prácticamente di­
ferencia alguna entre los sexos, siendo el pene y los testículos del hombre exactamente iguales
que el útero y los ovarios». Obstettics and Oynaecology in Tudor and Sluan Enxland (Londres.
Croom Hetfb, 1982). pág. 26. Sobretodo en una cultura que mitifica el sexo suprimiendo su di­
mensión política, la idea del sexo natural, desde iui punto de visla. plantea una contradicción
en términos que sin duda es la forma más pura de ideología.
lidad es lo que los autores representan bien o mal (da lo mismo) a conti­
nuación en la ficción. F.s como si sus crónicas opuestas de la producción de
ficción se hubieran puesto de acuerdo en diferir en la cuestión relativa­
mente sin importancia de si la escritura opera en el lado de la cultura para
reprimir la naturaleza o, de forma alternativa, para llevamos más cerca de
la verdad de la naturaleza. En cualquier caso, el sexo se sitúa histórica­
mente antes que la sexualidad. De acuerdo con Foucault, sin embargo, el
sexo no estaba ni está ya allí para que la sexualidad se ocupe del mismo de
una manera o de otra. En lugar de ello, su representación determina aque­
llo que uno identifica como sexo, la forma concreta que el sexo adopta en
una época en oposición a otra, y los intereses políticos a los que estas di­
versas formas pueden haber serv ido.
Cualquier representación del sexo como algo que ha sido malinterpre-
tado y debe conocerse, algo que ha sido reprimido y debe ser liberado, ar­
gumentaría Foucault, opera en si misino como un componente de la se­
xualidad. Más que eso. tales representaciones dan a la sexualidad moder­
na su empuje político concreto, que produce más que reprimir una forma
específica de sexualidad. Durante los siglos x v i i i y xix, como Foucault ha
observado, el descubrimiento del hecho del deseo oculto dentro del indivi­
duo dio lugar a un extenso proceso de vcrbalización que efectivamente
desplazó a un erotismo localizado en la superficie del cuerpo. El discurso
de la sexualidad vio tales formas de placer como un sustituto de otro deseo
más primario, natural y coa todo, fantasmagórico. El descubrimiento de
esta sexualidad reprimida proporcionó así la justificación para entender e
interpretar el comportamiento sexual allí donde se encontrara, siempre
con el motivo de la Ilustración de descubrir la verdad y producir libertad,
siempre, por consiguiente, con el resultado muy distinto de enmarcar el
sexo dentro de la subjetividad de un individuo. «La noción del sexo repri­
mido no es, por lo tanto, una cuestión meramente teórica», insiste Fou-
caull.

La afirmación de una sexualidad que nunca ha estado más rigurosamen­


te subyugada que durante la época de lu burguesía hipócrita, floreciente
y responsable, se empareja con la gradilocuencia de un discurso que in­
tenta revelar la verdad sobre el sexo, modificar su economía con reali­
dad, derrocar la ley que lo gobierna y cambiar su futuro7.

No es para señalar con el dedo a la hipocresía de la clase media para lo


que Foucault representa la sexualidad moderna comportándose de esta
forma aparentemente contradictoria. En lugar de ello, nos mostraría cómo
la tendencia moderna que opone el deseo a su representación verbal repro­
duce la figura de la sexualidad reprimida. Cualquier intento de vcrbalizar
una forma de sexualidad que en teoría ha sido reprimida, reproduce de he­

7 Michcl Foucault, The History o/Sexualily, vol. I. An lntroduction, trad. Roben Huricy
(Nueva York, Puntheon. 1978), pág. 8. Las citas del texto corresponden a esta edición.
cho la distinción entre la naturaleza esencial humana y los aspectos de la
identidad humana que nos han sido impuestos por la cultura. Esta distin­
ción no nos permite examinar la cultura y la naturaleza como dos conglo­
merados mutuamente dependientes que juntos constituyen una función
política de la cultura. Solo Foucault aleja la investigación de la sexualidad
de la naturaleza del deseo y la acerca a sus usos políticos. Rechaza la oposi­
ción entre deseo y escritura con el fin de considerar el deseo moderno
como algo que depende de la escritura. «La cuestión que me gustaría plan­
tear», explica Foucault,

no es, ¿Por qué estamos reprimidos?, sino más bien, ¿Por qué decimos,
con Lanía pasión y lanto resentimiento contra nuestro más reciente pasa­
do, contra nuestro presente y contra nosotros mismos, que estamos re­
primidos? ¿Por medio de qué espiral llegamos a afirmar que el sexo se
niega? ¿Qué nos ha llevado, ostentosamente, a mostrar que el sexo es
algo que escondemos, es decir, que es algo que silenciamos? (pági­
nas 8-9).

Foucault nos pide, en otras palabras, que entendamos la represión al


mismo tiempo como una figura retórica y un medio de producir deseo.
Segt'tn ese mismo modo de pensamiento, la escritura oculta activamen­
te la historia de la sexualidad al convertir la represión en una forma narra­
tiva. La historia asi producida constituye un mito de aclaración progresi­
va. De acuerdo con la hipótesis de Foucault, sin embargo, nuestro pensa­
miento se inscribe más completamente dentro de la sexualidad de clase
media cuando nos permitimos esta fantasía., porque la hipótesis represiva
asegura que imaginemos la libertad en términos de represión, sin cuestio­
nar la verdad o la necesidad de aquello en lo que nos convertimos con el le­
vantamiento de las prohibiciones. Cuando, por el contrario, abandona­
mos la práctica de poner el conocimiento en un dominio de la naturaleza
fuera de y anterior a la representación, tenemos alguna posibilidad de evi­
tar la tautología inherente al concepto de represión. Si dejamos de asumir
que, cuando adquiere forma escrita, el deseo pierde algo de su individuali­
dad, verdad, pureza o poder, podemos dejar de sentimos extrañamente
empujados a descubrir la verdad sobre el deseo. F.n vez de eso, podemos
entender el deseo como inseparable de su representación y entender su re­
presentación, a su vez. como parte de la historia política. En la versión de
Foucault del triunfo de la cultura de clase media, el descubrimiento de la
represión sexual proporciona una base completamente nueva para la com­
prensión de la relación entre un individuo y otro. Siguiendo su ejemplo,
podemos decir que la sexualidad moderna (por ejemplo, la idea de clase
media de que lo deseable en la mujer era la feminidad) dio lugar a una nue­
va comprensión del sexo (como la mujer fue definida primero por Darwin
y luego por Freud). También podemos decir que la representación del in­
dividuo como esencialmente un sujeto sexual precedió a los cambios eco­
nómicos que hicieron posible la representación de la historia inglesa como
el despliegue narrativo del capitalismo. Así, lo que comenzó principal­
mente como escritura que situaba al individuo entre los polos de la natura­
leza y la cultura, el yo y la sociedad, el sexo y la sexualidad sólo más tarde
se convirtió en una realidad psicológica, y no al revés. Foucault nos hace
advertir esta inversión de la relación normal entre formas de deseo y la es­
critura que las representa cuando hace referencia a todo el aparato que
produce el individualismo moderno como «el discurso de la sexualidad».
Pero para describir la formación y el comportamiento de tal discurso
de la sexualidad en Inglaterra, creo que hay que refinar la hipótesis pro­
ductiva de Foucault para incluir la cuestión del género. Una semiótica ca­
paz de explicar prácticamente cualquier forma de comportamiento huma­
no de hecho dependía por encima de todo de la creación de las distincio­
nes modernas de género. Éstas surgieron con el desarrollo de un campo de
conocimiento estrictamente femenino, y fue en el contexto de este campo
en el que las novelas tuvieron que situarse si querían tener autoridad cul­
tural. Incluso en lo que se refiere a la poesía, la mujer dejó de representar
la musa del escritor y, con los románticos, se convirtió en lugar de ello en
una función de la imaginación que proporcionaba a un lenguaje figurativo
una fuente psicológica de sentido. Y si un solo reflejo cultural podía iden­
tificar qué tenía de Victoriano el victorianismo, aislando así el momento
en que el nuevo sistema de clases, que distinguía al terrateniente del capi­
talista y a éstos de las clases trabajadoras, se estableció definitiva­
mente la insistencia en que una forma de autoridad cuyas fuentes
eran las pasiones del corazón humano era en última instancia la
que confería autoridad a la escritura. Por lo tanto, mientras las estrategias
de diferenciación de géneros desempeñan escaso papel en los escritos de
Foucault, deben considerarse de importancia primordial en un estudio
que considera la historia de la novela británica como la historia de la se­
xualidad.
Lo que pretendo decir es que el lenguaje, que en un tiempo representó
la historia del individuo así como la historia del Estado en términos de re­
laciones de parentesco, fue desmantelado para formar las esferas masculi­
na y femenina que caracterizan la cultura moderna. Deseo mostrar que
una forma moderna, basada en los géneros, de la subjetividad se desarro­
lló primero como un discurso femenino en cierta literatura para mujeres
antes de proporcionar la semiótica de la poesía y la teoría psicológica del
siglo xix. Fue a través de este discurso basado en los géneros, con mayor
seguridad que por medio del debate epistemológico del siglo xvm , como
el discurso de la sexualidad se introdujo en el sentido común y determinó
la forma en que la gente se entendía a sí misma y entendía lo que deseaba
en otros. 1.a división en géneros de la identidad humana proporcionó las
bases metafísicas de la cultura moderna: su mitología reinante. Los con­
ceptos populares de subjetividad y sensibilidad se asemejaban a la teoría
de Locke de que la comprensión humana se desarrolló a través de un inter­
cambio entre la mente individual y el mundo de los objetos, un intercam­
bio en el que medió el lenguaje. Pero en lugar de un «alma» — la palabra
de Locke para lo que existe antes de que comience el proceso de autodesa-
rrollo— , el yo esencial se entendió comúnmente en términos de género*.
Los libros de conducta para mujeres, así como la ficción en la tradición de
Richardson, funcionaban dentro del mismo contexto que Locke, pero
construyeron una forma más especializada y menos material de subjetivi­
dad, que designaron femenina. Si el sujeto lockeano comenzó como una
hoja blanca de papel en la que los objetos se podían entender en conjuntos
de relaciones espaciales, la literatura pedagógica para mujeres delineó un
campo de conocimiento que iba a producir una forma específicamente fe­
menina de subjetividad. Para comprender este campo en términos de gé­
nero, las cosas dentro del propio campo habían de dividirse en géneros.
Los objetos masculinos se entendían en términos de sus cualidades econó­
micas y políticas relativas, mientras que los objetos femeninos se recono­
cían por sus cualidades emocionales relativas. En el reino del hogar, la
vida familiar y todo aquello venerado como femenino, este campo dividi­
do en géneros de información rebatía un orden político dominante que de­
pendía, entre otras cosas, de la representación de las mujeres como objetos
económicos y políticos.
Esta modificación realizada por Foucault nos permite ver que la sexua­
lidad tiene una historia inseparable de la historia política de Inglaterra.
Para introducir su PracticaI Education en 1801, de gran influencia, por
ejemplo, Maria Edgeworth y su padre Robert anuncian su alejamiento del
curriculum que reforzaba las diferencias tradicionales políticas: «En cuan-
toalareligiónyla política noshemosmantcnidocnsilencioporquenotcnemos
la ambición de ganar adeptos, o hacer prosélitos, y porque no nos dirigi­
mos a ninguna secta o partido»9. Casi al mismo tiempo aseguran a los lec­
tores: «Con respecto a lo que es comúnmente llamado la educación del co­
razón, nos hemos esforzado por sugerir los medios más fáciles de inducir a
los hábitos útiles y placenteros, simpatía bien regulada y afectos benevo­

8 Al u¡>arcl lirmtno «alma», Lockc invoca la metafísica de unacullura leoccntrica anterior,


pero lo hace pitra descentrar esa metafísica y proporcionar una base material para la conciencia
mdíviduaJ. *No veo razón alguna», afirma, «para creer que el alma piense antes de que los sen­
tidos» le hayan proporcionado las ideas con las que pensar: y conforme éstas se incrementan y re­
tienen, por medio déla práctica el alma viene a mejorar su facultad de pensar en sus diversos as­
pectos; así como, después, con la composición de aquellas ideas, y reflexionando sobre sus pro­
pias operaciones, incrementa sus reservas, ai igual que la facilidad para recordar, imaginar, ra­
zonar y otros modos de pensar». An Estay Concerning Hum an Understuncting, vol. I (Nueva
York, Dover, 1959). pág. 139. Por lo tanto, Locke conserva el término de una metafísica ante­
rior, pero lo usa para describir la bubjetivjdad como un modo de producción exactamente igual
al desarrollo de la propiedad privada. Se puede decir, además, que cuando el género suplanta al
«alma» como fuente y supervisor del desarrollo del individuo, todo el concepto de subjetividad
resulta no menos metafísica de lo que lo es en la representación asexuada de Lockc. La base me­
tafísica de la identidad humana — y el papel del lenguaje en la producción propia— es sencilla­
mente menos aparente como tal.
9 Maria Edgeworth y Robert L. Edgeworth. Practical Educa¡ion, vol. II (í-ond^s. 1801),
pág. ix. Las citas del texto corresponden a esta edición.
lentes» (pág. viii). Así, su propuesta sustituye los términos de emoción y
comportamiento por aquellos de la propia identidad soeiopolítica especí­
fica. Basando la identidad en las mismas cualidades subjetivas que ante­
riormente habían aparecido sólo en los curricula designados para educar a
las mujeres, el programa de los Edgeworth da prioridad al aula y al salón
sobre la iglesia y los tribunales a la hora de regular todo el comportamien­
to humano. Al hacer esto, su programa educativo promete suprimir los
signos políticos de la identidad. Pero, por supuesto, calificar de insignifi­
cante el modo tradicional de nombrar y clasificar a los individuos es un
poderoso gesto político por derecho propio. Pcrfcctamenté conscientes de
la fuerza política que se puede ejercer a través de la educación, los Edge-
worth justifican su programa para cultivar el corazón sobre la base política
de que constituye un método nuevo y más eficaz de politizar. Según sus
propias palabras: «Es larea de la educación evitar los delitos y todas aque­
llas acciones habituales que conducen necesariamente a cometerlos»
(pág. 354).
Para llevar a cabo su ambicioso objetivo político los Edgeworth invo­
can una economía de placer en la que la novela ha estado implicada desde
su comienzo a finales del siglo xvn, una economía que no puede de hecho
entenderse separada de la novela o de la crítica que se desarrolló en torno a
la nueva ficción para al mismo tiempo censurarla y fomentarla. Para em­
pezar, los Edgeworth aceptan la opinión que prevaleció durante el siglo
xvm, según la cual la ficción se comportaba subversivamente y llevaba en
dirección equivocada al deseo femenino:

Con respecto a las historias sentimentales y los libros de mero entreteni­


miento, debemos señalar que deberían tener un uso limitado, sobre todo
en la educación de las jóvenes, lista clase de lectura cultiva lo que es lla­
mado corazón prematuramente, hace descender el tono mental e induce
a la indiferencia por aquellos placeres comunes y ocupaciones que, por
triviales que sean en sí mismos, constituyen con diferencia la parte más
grande de nuestra felicidad diaria (pág. 105),

Pero por la misma regla de tres se reconoce el valor práctico del placer
cuando está controlado y dirigido a los objetivos adecuados. Convencidos
de que los «placeres de la literatura» actuaban sobre el lector en más o me­
nos la misma forma que el «gusto por el confite» del niño (pág. 80). los Ed­
geworth junto con otros educadores avanzados comenzaron a apoyar la
lectura de ficción que hacia parecer necesaria, si no enteramente deseable,
la conformidad social. Aunque designan a Robinson Crusoe como capaz
de hacer perderse a mentes inmaduras, los Edgeworth también conceden
al libro un valor práctico. Pero conceden al libro más valor, lo que resulta
curioso, para los mismos lectores para los que la ficción representaba un
peligro mayor: «Para las jóvenes este tipo de lectura no puede ser tan peli­
groso como lo es para los muchachos: las chicas deben percibir pronto la
imposibilidad de andar por el mundo en busca de aventuras» (pág. 111).
Ésta es una de tas muchas afirmaciones que sugieren la forma en que la so­
cialización estaba unida al género. Considera Robimon Crusoe educativo
por la razón ya expresada de que las mujeres nunca se imaginarían a si
mismas llevando a cabo las aventuras económicas de Crusoe. Hay tam­
bién una fuerte posibilidad de que los primeros teóricos educativos reco­
mendaran Crusoe más que las otras obras de Defoe porque pensaran que
era posible que las mujeres aprendieran a desear lo que Crusoe llevaba a
cabo, un terreno totalmente encerrado en sí mismo y funcional donde el
dinero no tenía realmente importancia. Sin duda fue porque Crusoe era
más femenino, según la comprensión del género del siglo xix, que Roxana
o Mol!, por lo que los educadores encontraron este relato una lectura más
adecuada para chicas que para chicos en edad impresionable.
Si la lectura de ficción vino a desempeñar un papel indispensable a la
hora de dirigir el deseo a ciertos objetos en el mundo, no fue porque narra­
ciones tales como Rubinson Crusoe administraran una dosis particular­
mente útil de didacticismo. En vez de ello, me gustaría plantear la posibili­
dad de que la hegemonía moral triunfara en la Inglaterra del siglo xix en
gran parte a través del consentimiento más que de la coerción; fue precisa­
mente porque eran lecturas de ocio por lo que libros como Rohinson Cru­
soe fueron importantes para la lucha política entre las clases dirigentes y
los trabajadores pobres. En su estudio del impacto de las escuelas domini­
cales sobre la cultura de la clase trabajadora durante el siglo xix, Thomas
Walter Laqueur afirma que fue a través de su forma de inculcar cultura y
hambre de libros, no a través de su abierta promoción de ciertas normas
de conducta, como las escuelas dominicales inglesas aseguraron la docili­
dad en regiones, donde esperaríamos encontrar una resistencia violenta a
la industrializaciónl0. Pero estas nuevas formas de literatura parecían en­
trometerse dentro del escenario cultural que blandía una espada de doble
filo. La educación no ponía necesariamente a los trabajadores recién em­
pobrecidos a salvo de un mundo en proceso de industrialización; podía de
hecho haberlos convertido en personas extremadamente peligrosas. Si la
educación ayudó a producir una clase trabajadora más tratable, el radica­
lismo de la clase trabajadora fue predicado también en la literatura — esto
es, en panfletos políticos, en programas alternativos para la educación e
incluso en una literatura que hablaba de sus necesidades y deseos más que
de los de sus patrones. Así, concluye Laqueur, la literatura no sólo indoc-
trinó a los pobres en los valores y prácticas que les harían personas adecua­
das para habitar en un mundo industrial. Lo que es más importante, la
apropiación total del tiempo durante el que los pobres llevaban a cabo ac­
tividades colectivas tradicionales fue esencial a la hora de desarmar el po­
tencial subversivo de la literatura de la ciase trabajadora. Laqueur aduce
que las escuelas dominicales se convirtieron en un medio efectivo de so­

10 Thomas Walter Laqueur. Relifuvn and Respectability: Sunday Schcoh and Working
C/aw Culture 1780-1850 (New Havcn, Yale University Press. 1976).
cialización no porque enseñaran la necesidad del autoinmolación y el res­
peto a la autoridad, sino porque ofrecían programas de recreo que ocupa­
ban muchas de las horas ociosas en las que la gente se reunía en la forma
acostumbrada y que podrían haber servido para trazar planes de acción
política.
El mismo principio se puede aplicar, a mi juicio, a la lectura de ficción.
Conforme la educación se convirtió en el instrumento preferido de control
social, la ficción pudo llevar a cabo en gran medida el mismo propósito
que las diversas formas de ocio promovidas por las escuelas dominicales.
El periodo que siguió a 1750 vio un nuevo esfuerzo por regular el tiempo
libre de los niños y, por extensión, el de sus padres. El hecho de quitar el
estigma que conllevaba la lectura de novelas sin duda conspiró con activi­
dades promovidas por las escuelas dominicales para combatir histórica­
mente nociones anteriores del yo. de la familia y del placer. Al tiempo sin
horarios, al tiempo libre, se atribuyó la posibilidad de minar el orden polí­
tico, como si, en palabras de un ciudadano preocupado, el ocio en sí mismo
pudiera «llenar el país de villanos, convertir la propiedad en algo inse­
guro, atestar nuestras cárceles con malhechores y traer la pobreza, la aflic­
ción y la ruina a las familias»1L. Pero entre las prácticas que el nuevo gru­
po de educadores intentaba criminalizar y después suprimir estaban la be­
bida, el deporte violento y el libertinaje. La política reformista fue particu­
larmente efectiva en el control de los trabajadores descontentos porque
aquellos aspectos de la cultura de clase trabajadora que, en térm ino s pura­
mente morales, más amenazaban la esperanza de salvación del trabajador
estaban también las prácticas que más fomentaban la resistencia políti­
ca 12. •
Allon White ha argumentado persuasivamente que el esfuerzo logrado
por apartar el carnaval y la cultura popular hasta los márgenes de la vida
social estuvo relacionado con la emergencia victoriosa de prácticas y len­
guajes específicamente burgueses, que encontraron su expresión dentro
del marco en el que indicaban el grado de socialización de un individuo13.
Y la novela está implicada en este proceso. Si la producción de un curricu­
lum específicamente femenino fue un momento importante de nuestra
historia cultural, la inclusión de las novelas dentro de ese currículum tam­
bién fue significativa. Hasta bien entrado el siglo xvm la lectura de ficción

11 Laqucur, pág. 229.


Al registrar el aumento de leyes restrictivas sobre las tabernas y los intentos de regular el
tiempo de ocio. Peter Clark ha escrito: «En 1776 John Disney atribuyó el incremento de distur­
bios populares a las reuniones “innecesarias e inoportunas" en los bares. Ese mismo año los te­
rratenientes de Oxfordshire pidieron medidas severas contra vagabundos y tabernas escandalo­
sas, mientras poco después la parroquia de Terling, en Esscx, proclamaba que las “tabernas son
ei recurso común de los ociosos y los disolutos", y procedía a imponer un se vero control sobre el
único establecimiento del pueblo.» The Engfish Aíehouse: A SocialHütory 1200-lü 30(Londres,
Longman, 1983), pág. 254.
*3 Allon Whitc. «Hysteria and thc End ofCumivai: Fcstivity and Bourgcois Neurosis», Se-
mtoiica, 54 (1985), 97-11 J.
se consideraba al mismo nivel que la seducción, pero en las últimas déca­
das de ese siglo ciertas novelas se consideraron adecuadas para ocupar las
horas de ocio de mujeres, niños y criados. En ese momento, la novela pro­
porcionó un medio de desplazar y contener prácticas simbólicas de larga
tradición — sobre todo aquellos juegos, festividades y otras prácticas ma­
teriales del cuerpo que mantenían un sentido de la identidad colectiva.
Ciertas novelas en particular transformaron todo lo que contenían en ma­
teriales de un universo dividido en géneros. Y una vez que transformaron
asi los signos de la identidad política, tales signos pudieron, como las mu­
jeres locas de las Bronté demuestran, incluir formas de deseo que desafia­
ban las normas que distinguían a los géneros. T.a lectura de tales obras de
ficción podía haber seguido teniendo el efecto deseable de inducir una for­
ma específica de inconsciente político14,
A la hora de formular una teoría de educación de masasen la que la fic­
ción tenía un papel engañosamente marginal que desempeñar, los Edge-
worth y sus colegas estaban adoptando una retórica que los reformistas an­
teriores habían usado para nivelar acusaciones de violencia y corrupción
contra la vieja aristocracia. Se situaron en una antigua tradición de disen­
sión radical protestante, que defendía que la autoridad política debería es­
tar basada en la superioridad moral. Según Jacques Donzelot, en la forma
en la que las relaciones sexuales estaban representadas estaba en juego «la
transición de un gobierno de familiar a un gobierno a través de la fami­
lia »15. Las relaciones sexuales proporcionaron tan a menudo los términos
del argumento que ninguna representación del hogar se podía considerar
políticamente neutral. Para rebatir el concepto de un Estado que dependía
del poder heredado, los tratados puritanos sobre el matrimonio y el go­
bierno del hogar representaban a la familia como una unidad social cerra­
da en si misma en cuyos asuntos no podía intervenir el Estado. Frente a la
genealogía los tratados postularon la domesticidad16. Pero en el momento

14 Fretlric Jameson aduce que la crítica debe abandonar «un provecto de salvación pura­
mente indi!\Ju;il o meramente psicológico»* para «ex plorar los múltiples senderos que llevar al
desenmascaramicntn de los objetos culturales como actos socialmeme simbólicos». The Políti­
ca! Unconscious: Narrativa as a SnriaUy Symbolic Acl (Uhaca, Corncll University Press, 19X1).
pág 20. Invocando el concepto de Jameson de cuando en cuando, voy a poner énfasis en que
el inconsciente político no es menos histórico que cualquier otro fenómeno cultural. Mi cstudin
implica el alza de la novela en la producción de una forma especifica de inconsciente político
que suprimía la naturaleza inherentemente política de las relaciones de parentesco, por un lado,
y de las representaciones de las mujeres por el otro. Los autores preilustrados parecen haber sido
extremadaT ie n te conscientes de la política del ipviazgo y las relaciones familiares. £1 aparta­
miento de estas áreas de la cultura del dominio de la política fue un rasgo deliberado de la fic­
ción de los siglos xvm y xix. Pero la historia de tal proceso semiótico es una historia que nues­
tro concepto moderno de lo literatura borra sistemáticamente. Para el propósito de este estudio
estoy particularmente interesada en iximo la ficción doméstica contribuyó a reprimirla política
de la sexualidad mientras ocultaba sus propias operaciones políticas y cómo, al hacerlo, se dife­
renció de otra ficción para ganarle a la ficción estatus literario.
15 Jacques Don 2 elot. The Tolicing o f Familias, trad. Robert llurley (Nueva York, Pan-
tbeon, 1979), pág. 92.
■6 Para un estudio del paternalismo que surgió en oposición al patriarcado en los escritos
de reclamar la soberanía del padre sobre su casa, no estaban proponiendo
una nueva forma de organización política. De acuerdo con Kathleen M.
Davis, la doctrina puritana de la igualdad insistía sólo en la diferencia de
papeles sexuales en los que la mujer estaba ciertamente subordinada al
hombre y no en la igualdad de la mujer como tal. «El resultado de esta re­
lación social», explica Davis, «era una definición de deberes y característi­
cas mutuos y complementarios». El genero se entendía tan claramente en
términos de oposición que se podía representar gráficamente de la siguien­
te manera17:

Marido Mujer
Conseguir bienes Reunirlos y ahorrarlos
Viajar, ganarse la vida Llevar la casa
Ganar dinero y provisiones No derrocharlos
Tratar con muchos hombres Hablar con pocos
Ser «animador» Ser solitaria y retraída
Saber hablar Presumir de silencio
Ser dadivoso Ser ahorradora
Presentar el aspecto que guste Arreglarse como conviene
Ocuparse de todo fuera de casa Supervisar y ordenar en el hogar

Ai representar a la familia como la oposición de géneros complementa­


rios, los tratados puritanos encei i aban la unidad doméstica. Si querían se­
garla del árbol genealógico del Estado y de esta forma dar autoridad al ho­
gar como una fuente independiente y autogeneradora de poder, su mo­
mento aún no había llegado. En esc momento de la historia la conciencia
del potencial hegemónico del modelo aún no se había adquirido. Porque
el hogar puritano consistía en un hombre y una mujer que eran estructu­
ralmente idénticos, versiones positiva y negativa de los mismos atributos.
La mujer no ofrecía una forma competitiva de pensamiento político.
A diferencia de los autores puritanos, los reformadores educativos del
siglo xix no podían mirar hacia atrás a un cuerpo sustancial de escritos
que había representado a la mujer doméstica de una manera que daba
autoridad a tal alternativa política. Antes de proporcionar un ideal común

puritanos del siglo xvu, ver Leonard Tennenhousc, Power on Dispiay: The Pnlitics o f Shukes-
pi'are's üenres (Nueva York. Methuen. 1986). sobre lodo el capítulo titulado «Family Rites».
Mientras describe la alternativa al patriarcado que surgió a finales del siglo xvtty principios del
xvm en las familias de la aristocracia, Randolph Trumbach opone el término «patriarcado» al
lírmino «domesticidad», con el que hace referencia al hogar moderno. Esta forma de organiza­
ción social basa su autoridad en relaciones internas de gíncro y generación más que por analo-
|la a relaciones cítenlas de poder que existen entre el monarca y su súbdito o entre Dios y el
hombre. The Rise o f tht Evaluarían (Mueva York, Acadcmic Press, 1978. pági­
nas 119-163.
17 Kathleen M. Davis. «ThcSacred Condiüonof Equalitv-How Original were Puntan Doc­
trines of Marriage?», Social HUtory, i (1977), 570. Davis cita esta lista de John Dod y Rohert
Clcaver. A tíodly Forme ofHousvholde üoaemment (Londres, 1614).
para individuos que de otro modo se verían en competencia o si no, sin
ninguna relación en absoluto, e! hogar había de ser gobernudo por una for­
ma de poder que era esencialmente femenina — es decir, esencialmente
distinta de la del hombre y con todo, una fuerza posit iva por derecho pro­
pio. Aunque sin duda sujeto de la fuerza política, la mujer doméstica ejer­
ció una forma de poder que pareció no tener fuerza política en absoluto
porque parecía poderosa sólo cuando era deseada. Era el poder de la vigi­
lancia doméstica. El marido que conocía los criterios enumerados ante­
riormente pasó al olvido mucho antes de que el hombre aristócrata cesara
de dominar la conciencia política británica, pero la mujer doméstica su­
frió un destino opuesto. En los siglos transcurridos entre nuestros propios
días y los de la revolución puritana, esta mujer estuvo circunscrita a valo­
res que hacían referencia a toda una gama de grupos de interés en compe­
tencia y, por medio de ella, estos grupos ganaron autoridad sobre las rela­
ciones domésticas y la vida personal. De esta forma, lo que es más, estable­
cieron la necesidad de la clase de vigilancia sobre la que se basan las insti­
tuciones modernas.
De hecho, las dos últimas décadas del siglo xvn vieron una explosión
de escritos que proponían educar a las hijas de numerosos grupos sociales
aspirantes18. El nuevo currículum prometía hacer a estas mujeres desea­
bles para hombres de una categoría superior y de hecho más deseables que
las mujeres que tenían la misma categoría y fortuna como recomendación.
F.1 currículum tenia como objetivo producir una mujer cuyo valor residie­
ra principalmente en su feminidad más que en símbolos tradicionales del
estatus, una mujer que poseyera profundidad psicológica más que una
apariencia física atractiva, una mujer que. en otras palabras, destacara con
respecto a las cualidades que ía deferenciaban del hombre. Tal como la fe­
minidad se redefinió en estos términos, la mujer exaltada por una tradi­
ción aristócrata de educación humanística dejó de parecer tan deseable. Al
convertirse en la otra cara de esta nueva moneda sexual, la mujer aristó­
crata representó la superficie en lugar de la profundidad, encarnó el valor
material en vez del moral, y desplegó vina sensualidad ociosa en vez de una
vigilancia constante y una preocupación incansable por el bienestar de los
demás. Una mujer semejante no era verdaderamente mujer.
Pero no fue hasta mediados del siglo xix cuando el proyecto de dividir
la subjetividad en géneros comenzó a adquirir la inmensa influencia polí­
tica que todavía ejerce hoy día. Alrededor de 1830, se puede ver cómo el
discurso de la sexualidad pierde interés en la critica de la aristocracia con­
forme las clases trabajadoras en periodo de organización se convierten en
el blanco más obvio de la reforma moral. Los autores súbitamente adqui­
rieron conciencia de grupos sociales que apenas habían tenido ninguna

18 Ver, por ejemplo. Patricia Crawford, «Women’s Published Writings 1600-1700», cu Wo-
men in Engksh Sociely ¡500-1800. ed. Mary Prior (Londres, Meihuen. 1985), pági­
nas 211-281.
importancia con anterioridad. Los reformadores y los hombres de letras
descubrieron que los artesanos y trabajadores urbanos políticamente agre­
sivos carecían de la clase de motivación que caracterizaba a los individuos
de la clase media. Numerosos autores intentaron buscar las causas de la
pobreza, la incultura y el cambio demográfico no en las circunstancias
económicas en rápido proceso de cambio que habían empobrecido a gru­
pos enteros de gente y que habían desgarrado familias, sino dentro de
aquellos individuos cuyo comportamiento se consideraba a un tiempo
promiscuo e insuficientemente definido por el género. En el análisis de la
condición de las clases trabajadoras los autores normalmente retrataban a
las mujeres como masculinas y a los hombres como afeminados y pueriles.
Al representar a la clase trabajadora en términos de estas deficiencias per­
sonales, los intelectuales de clase media tradujeron con efectividad el
abrumador problema político causado por la rápida industrialización en
un escándalo sexual provocado por la carencia del trabajador de desarro­
llo y autocontrol personal. Los reformadores pudieron entonces avanzar
un paso más y ofrecerse ellos mismo, su tecnología, sus conocimientos de
supervisión y sus instituciones de educación y bienestar social como el re­
medio apropiado para la creciente resistencia política.
Si queremos ser justos, tal como hace notar Foucault, las clases medias
rara vez impusieron trabas institucionales sobre otros sin antes probarlas
sobre ellas mismas. Cuando se trató de crear un currículum nacional, los
oficiales gubernamentales y los educadores a cargo de la tarea adoptaron
uno modelado sobre la teoría educativa que se desarrolló en torno a los
Edgeworth y su círculo intelectual, que se puede considerar el heredero de
la tradición de la disensión1(*. Fue básicamente el mismo curriculum pro­
puesto por los pedagogos y reformadores del siglo xvm como la mejor for­
ma de producir una hija casadera. Para empezar, el nuevo curriculum se
basó en el modelo femenino al requerir la familiaridad con la literatura
británica. Para finales del siglo xvui los Edgeworth se encontraban entre
equellos que ya habían determinado que el programa que tenía como obje­
tivo producir la mujer doméstica ofrecía una forma de control social que
se podía aplicar a los jóvenes al igual que a las mujeres. Y para mediados
del siglo xix el gobierno estaba intentando encontrar la manera de admi­
nistrar básicamente el mismo programa a nivel de masas. Al formar la
ba.se conceptual sobre la que se cimentaba el curriculum nacional, una
idea concreta del yo se convirtió así en un lugar común, y conforme las for­
mas de indentidad basadas en géneros determinaron cada vez más la for­
ma en la que la gente aprendía a pensar sobre sí misma así como los de­
más, ese yo se convirtió en la realidad social dominante.
Una historia abreviada semejante no puede hacer justicia a las feroces
controversias que puntuaron la institución de un currículum estándar en

19 Brian Simón. Studies in the History o f Educalión 1780-1870 (landres, Lawrence and
Wishart, 1960), págs. 1-62.
Inglaterra. Intento simplemente situar unos pocos puntos en los que la his­
toria política convergió obviamente con la historia de la sexualidad asi
como con la de la novela para producir un tipo específico de individuo, y
lo hago para sugerir las implicaciones políticas de representar estas histo­
rias como narraciones separadas. Conforme comenzó a negar sus prejui­
cios políticos y religiosas y a presentarse en lugar de ello como una verdad
moral y psicológica, la retórica de la reforma evidentemente cortó sus
vínculos con un pasado aristocrático y adoptó un nuevo papel en la histo­
ria. Dejó de constituir una forma de resistencia, pero se distinguió de las
cuestiones políticas para establecer un dominio especializado de cultura
donde las verdades apolíticas se pudieran expresar. El estatus literario de
la novela giró en tomo a este acontecimiento. La ficción empezó a negar la
base política de su significado y se refirió en lugar de ello a las regiones pri­
vadas del yo o al mundo especializado del arte, pero nunca al uso de pala­
bras que creaban y todavía mantienen estas divisiones primarias dentro
de la cultura. Entre los distintos tipos de ficción, las novelas mejor recibi­
das fueron aquellas que mejor llevaban a cabo las operaciones de división
e independencia que convertían la información política en discurso de se­
xualidad. Estas novelas hicieron de la novela algo respetable, y es signifi­
cativo el que recibieran con tanta frecuencia títulos que eran nombres de
mujeres, tales como Pamela, Evelina o Jane Eyre. Con estecambio de la in­
formación cultural llegó el recelo generalizado respecto de la cultura polí­
tica y con él, también, un olvido masivo de que había una historia de la se­
xualidad que contar.
De esta forma, la emergencia y dominación de un sistema de diferen­
cias de género sobre y frente a una larga tradición de signos abiertamente
políticos de identidad social ayudó a introducir una nueva forma de poder
estatal. Este poder — el poder de representación sobre la cosa representa­
da— restó autoridad a la vieja aristocracia basándose en que un gobierno
estaba moralmentc obligado a rehabilitar a los individuos degenerados
más que a mantenerlos sometidos por medio de la fuerza. Tras la masacre
de Peterloo de 1819. se hizo evidente que la capacidad del Estado para la
violencia se había convertido en una fuente de vergüenza. Las abiertas
muestras de fuerza iban contra la autoridad legítima igual que iban contra
las facciones subversivas. Si determinados actos de rebelión abierta ha­
bían justificado la intervención en áreas de la sociedad con las que el go­
bierno no se las había tenido que ver antes, el uso de la fuera por parte del
gobierno daba credibilidad a los cargos de opresión formulados por los
trabajadores. El poder de la vigilancia se hizo dominante en este momen­
to, desplazando los usos tradicionales de la fuerza. Al igual que la forma de
vigilancia que mantenía un hogar dentro del orden, este poder no creaba
tanto igualdad cuanto trivializaba los signos materiales de la diferencia
mediante la traducción de todos esos signos en diferencias en la igualdad,
intensidad, dirección y capacidad autorregulatoria del deseo del indivi­
duo.
Esta historia se podría considerar como simplemente otra «historia» si
no fuera por ia forma en ia que implica a la literatura y la cultura en la his­
toria política. La preocupación de Foucault con el poder del «discurso»
distingue su narración de las de Marx y Freud, pero los objetivos reales de
sus estrategias antidisciplinarias son los historiadores tradicionales, que
ignoran la hegemonía de la que la literatura moderna no es más que una
función. Ciertamente es posible estar en desacuerdo con la forma en que
hace derrumbarse a categorías tales como «historia», «poder», «discurso»
y «sexualidad». También es normal sentirse incómodo por el hecho de que
no logre mencionar estas cuestiones que parecen más relacionadas con su
argumento. En el caso de la «sexualidad», por ejemplo, está su indiferen­
cia prácticamente total por un modo de diferenciación de género que per­
mite que un sexo domine al otro, igual que, en su estudio épico de la «dis­
ciplina», debemos preguntarnos dónde se encuentra la mención de ideolo­
gía o de las actividades colectivas que presentaron resistencia a la misma.
Aunque explica la formación de instituciones que ejercen el poder a través
del conocimiento, y aunque toma medidas para cuestionar esas institucio­
nes haciendo el poder político de la escritura visible como tal, la historia
que Foucault cuenta es, no obstante, una historia parcial.
Ninguna historia de una institución — ya sea de la cárcel, el hospital y
el aula, tal como Foucault las describe, o de tribunales, parlamentos y mer­
cado, tal como prefieren historiadores más convencionales— puede evitar
el comportamiento político del modelo disciplinario porque estas histo­
rias minimizan necesariamente el papel del sujeto en la autorización de las
fuerzas que lo gobiernan. \x¡ que es más, tales historias tienden a ignorar el
grado hasta el que las propias formas de resistencia determinan las estrate­
gias de la dominación. Así, encontramos en Disciplina y castigo de Fou­
cault que el cuerpo desmembrado del sujeto que compone la mitad de la
escena del andamio desaparece conforme la institución penal moderna se
cierra en tomo a él. Lo mismo se puede decir del cuerpo de la víctima de la
plaga en la crónica de Foucault de «el nacimiento de la clínica»2IJ. La his­
toria de la dominación sobre el cuerpo material del sujeto parece llegar a

20 En la elaboración de la escena del cadalso, Foucault presta gran atención al cuerpo des­
membrado del criminal en los dos primeros capítulos de Discipline und Ptinish: the Birth o f the
Prisnn. trad. AlanSheridar (Nueva York, Vintagc, 1979). Sin embargo, el cuerpo material desa­
parece una vez que Foucault se adentra en el periodo moderno y el poder se basa no tanto en el
cuerpo cuanto en ia penetración e inscripción del sujeto como subjetiv idad. El cuerpo delcadai-
so sigue en el discurso foucauldiano como si fuera otro cuerpo, un cuerpo de conocimiento, y el
de un tipo completamente distinto de sujeto: el paciente en la clínica. Pero de hecho, tal como
¡ aqueui ha demostrado, la historia del cuerpo material no termina aquí. La posición del crimi­
nal en el cadalso vino electivamente a ser ocupada por el cuerpo del pobre que la ciencia del si­
glo xvii! necesitaba para el estudio déla anatomía y que la cultura moderna, al apropiarse de ce­
menterios comunes para convertirlos en propiedad privada, había situado en el mercado. Ver
Foucault, The Birth o f the Clinic: An Archaeotogy o f Medical Pereeplinn. trad. A. M. Shcridan
Smith (Nueva York, Vintagc, 1973) y Thomas l^qucur. «Bodies. Death. and Pauper Fnnerals»,
Representations. 1 (1983), 109-31.
su fin conforme el Estado comienza a controlar a los individuos a través
de estrategias de discurso más que por medio de la violencia física. Pero
decir que este cuerpo ya no es importante para la historia de la domina­
ción no significa que desaparezcan otras formaciones culturales. La pri­
sión, la figuras de poder más completamente articulada en Foucault, es
incompleta en sí misma como modelo de cultura. Requiere algo en el
orden del «carnaval», la figurs de Mijaíl Bajtin para todas las prácti­
cas que, con el crecimiento de las instituciones disciplinarias, fueron com­
pletamente apartadas del dominio de la cultura21.
Creo que necesitamos crear otras formas de hablar asi mismo de resis­
tencia, porque la critica literaria traduce con demasiada facilidad el carna­
val — y todas las prácticas materiales del cuerpo que se toleran dentro de
su contexto— en la simple ausencia de inversión o estructuras normati­
vas. Si se pudiera permitir tal heterogeneidad — la superposición de ver­
siones en competencia de la realidad dentro del mismo momento en el
tiempo— , el pasado eludiría el patrón lineal de una narración desarrollati-
va. En el modelo que propongo, la cultura aparece corno una lucha entre
diversas facciones políticas por poseer sus signos y símbolos más precia­
dos22. La realidad que domina en cualquier situación dada parece ser
exactamente eso, la realidad que domina. Como tal, la composición mate­
rial de un texto concreto tendría más que ver con las formas de representa­
ción que supera — en el caso de la ficción doméstica, con su desafío a una
tradición aristocrática de educación humanística y, más tarde, con su re­
pudio de una cultura de clase trabajadora— que con la composición inter­
na del texto per se. Me gustaría avanzar un paso más en esta línea de pen­
samiento y decir que la composición interna de un texto dado no es ni más

21 l as figuras gemelas de Bajlin del cuerpo grotesco y el cuerpo de masa ofrecen un manera
para imaginar una formación social alternativa a ia nuestra. Estas figuras tienen una importan­
cia especial paca la gente interesada en la investigación de la historia política desde un punto de
vista antagónico al poder, un punto de vista que da prioridad a la historia del sujeto frente a la
del Estado, porque el propio Bajlin evidentemente quería ver en el pasado formas que resistie­
ron las tristes y temidas condiciones del gobierno totalitario hajo el queescrihía Asi, usa a tta-
belais para construir la figura de carnaval que idealizaría todas aquellas prácticas simbólicas
que se resistieron al cuerpo político exclusivo que daba forma al romance cortés. Mijaíl Bajtin,
La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. E l contexto de Frartfvis Raketais
(Madrid, Alianza editorial, 1989). Allon Whitc y Pctcr Stallybrass emplean la figura de carna­
val para seguir las buell&s de la historia de la resistencia en el periodo moderno en The Botly En-
c/<?.«<í(lthaca,Cornell University Press, 1986). Deseo agradecer a los autores que me permitie­
ran ver fragmentos de su libro mientras aún estaba en forma manuscrita.
22 En The iMtig Remlution (I-ondres, CluUlo and Windus, 1961), Raymond Williams des­
cribe este proceso, (Ver especialmente su estudio del aumento del público lector y de la prensa
popular, págs. 156-213. (Como espina dorsal conceptual de este libro he usado su concepto de
una revolución política que adoptó la forma de una revolución cultural. A diferencia de W i­
lliams. sin embargo, me he centrado en el proceso de separación en géneros que fue crucial para
el triunfo de una forma de poder basada en el control cultural y la difuminación de la informa­
ción. Mi trabajo se ocupa sobre todo de cómo los escritos para y sobre mujeres influyeron en el
tipo de información producida por «la larga revolución», así como de la forma en que tales es­
critos identificaron los objetivos a los que se dirigía tal información.
ni menos que la historia de su pugna con formas contrarias de representa­
ción por medio de las que la autoridad controla el significado. A esle res­
pecto, no existe un interior del texto como algo opuesto a lo exterior, nin­
guna distinción texto/contexto en absoluto, aunque debemos hacer tales
distinciones por motivos de leyes de copyright y análisis literarios tradicio­
nales.
Los capítulos que siguen demuestran este argumento pergeñando la
historia de la mujer doméstica tal como fue representada no sólo en las
grandes novelas domésticas, sino también en los textos que nunca desarro­
llaron tales pretensiones literarias. En la interpretación de estos materiales
no voy a descubrir formas de represión ni a llevar a cabo actos de libera­
ción, aunque mi argumento tiene un objetivo político definido. Más bien
me comprometo en una hipótesis productiva. Quiero mostrar cómo el dis­
curso de la sexualidad está implicado a la hora de dar forma a la novela, y
mostrar también la forma en la que la ficción doméstica ayudó a producir
un sujeto femenino que se entendía en los términos psicológicos que ha­
bían dado forma a la ficción. Considero la ficción, en otras palabras, tanto
el documento como la agencia de la historia cultural. Creo que contribuyó
a formular el espacio ordenado que ahora reconocemos como el hogar,
hizo ese espacio totalmente funcional y lo usó como contexto para la re­
presentación del comportamiento normal. Con ello, la ficción rebatió y fi­
nalmente suprimió las bases alternativas para las relaciones humanas. Al
percibir esto, no se puede — creo yo— ignorar el hecho de que la ficción
hizo mucho por relegar vastas áreas de cultura al estatus de aberración y
ruido. Al articular la historia de este dominio femenino, pues, delineará
atrevidamente el revelador movimiento cultural sobre el que yo creo que
ha descansado la supremacía de la cultura de la clase media. Una historia
semejante volverá a representar el momento en el que la escritura invadió,
revisó y contuvo el hogar por medio de estrategias que distinguían la vida
privada de la social y. así, separaban la sexualidad de la historia política.
La lucha de la clase media por el dominio se llevó a cabo y se ganó en el
frente doméstico quizá incluso más que en los tribunales y en el mercado.
Mientras que otros han aislado estrategias retóricas que naturalizan la
subordinación de la mujer al hombre, no hay nadie que haya examinado
en profundidad la figura, o giro de lógica cultural, que diferencia a los se­
xos y los une pur la magia del deseo sexual. Y si nos limitamos a asumir
que la diferenciación de género es la raíz de la identidad humana, no pode­
mos entender la totalización del poder de esta figura ni los intereses, muy
reales, a los que tal poder sirve inevitablemente. Los términos «masculi­
no» y «femenino» son tan básicos para la semiótica de la vida moderna
que nadie los usa sin incurrir hasta cierto punto en el propio gesto materia-
lizador cuyas operaciones nos gustaría entender y cuyo poder deseamos
historificar. Cuando quiera que proyectamos nuestra suerte política en la
formación emparejada del género, nos situamos en un doble lazo clásico,
que nos confina a alternativas que no son en realidad tales alternativas. Es
decir, cualquier posición política fundada principalmente en la identidad
sexual confirma en última instancia las limitadas elecciones ofrecidas por
tal modelo de pareja21. Una vez que se piensa dentro del contexto de tal es­
tructura. las relaciones sexuales aparecen como el modelo para todas las
relaciones de poder. Esto hace posible ver a la mujer como representación
de toda la sumisión y usar su subjetividad como si fuera una forma de re­
sistencia. Inscribiendo el conflicto social dentro de una configuración do­
méstica, sin embargo, se pierden de vista todas las diversas y contrarias
afiliaciones políticas paralas que cualquier individuo dado proporciona la
localización. Este poder de la sexualidad de apropiarse de la voz de la vic­
tima funciona tanto medíante la inversión como por medio de la adhe­
sión estricta a la organización interna del modelo. Sin duda fue porque
una forma tal de trangresión afirmaba su estructura normativa por lo que
los intelectuales de clase media fueron los primeros en producir un exten­
so vocabulario de delitos y perversiones sexuales.
A pesar de todo, hay una forma en la que este libro le debe todo al pro­
pio feminismo académico que con frecuencia parece criticar, porque si in­
terpretar textos de mujeres como textos de mujeres no fuera actualmente
una tarea con ventajas profesionales, no tendría sentido escribir una histo­
ria de esta área de la cultura. Sin embargo, en vista del hecho de que las es­
critoras han sido incluidas en la Norton Antholoxy como parte del estudio
estándar de la literatura británica y también como una colección por si
mismas, y en vista del hecho de que ahora hay hombres feministas que se
están esforzando por subirse al carro, ha llegado el momento de hacer una
evaluación. Es tiempo de considerar por qué la institución literaria se
siente tan cómoda con un tipo de crítica que comenzó como una crítica del
canon tradicional y de los procedimientos de interpretación que tal canon
fomentaba. Sólo puedo concluir que al dedicarse a estudiar lo escrito y re­
presentado por las mujeres, la crítica literaria no ha desestabili/ado con
éxito la metafísica reinante de la sexualidad. Es claro que, al generar toda­
vía más palabras sobre la cuestión, ha prestado vigor al discurso que sos­
tiene tal metafísica. Y con todo, estoy convencida de que no se puede con­
tar la historia de la novela británica sin, al mismo tiempo, considerar la

Abordando la misma cuestión. Cora Kaplan escribo: «t.a masculinidad y la feminidad no


aparecen en el discurso cultural, como tampoco en la vida mental, purameme como lomeas en
juego. Ya están siempre ordenadas y rragmenradas por medio de otros términos sociales y eul
l urales. otras categorías de diferencia. Nuestras fantasías de transgresión sexual, asi como nues­
tra obediencia al reglamento sexual, so expresan a través de estas jerarquías cstniclurudorus.
J as ideologías de clase y raza están, por el contrario, saturadas de lenguaje de diferenciación se­
xual y se expresan a través de el. Los significados de clase y raza no son metáforas de lo sexual, o
viceversa. Es mejor, aunque no sea exacto, verlos como términos que se constituyen reciproca­
mente a través de una especie de invocación narrativa, un conjunto de términos asociativo* en
una cadena de significado. Entender cómo las categorías de genero y clase — por citar sólo dus
categorías— se articulan jumas transforma nuestro anal ¡sis de cada una.» «Pandora'* Box: Sub-
jectivitv, CSass and Sexuality in Socialist hemmist Criticism» (manuscrito pág. 3). Estoy suma­
mente agradecida a la autora por permitirme consultar este manuscrito.
historia de la formación de géneros. Sé que esto significa que al final ten­
dré que materializar los temas cuyo comportamiento materializador pre­
tendo examinar: también habré convertido el sexo en sexualidad. Pero re­
conociendo esto y con la vista puesta en la demostración de cómo, en mo­
mentos cruciales de su historia, la novela usó una temática de género para
apropiarse de la resistencia política, creo que vale la pena correr el riesgo
de llegar a un compromiso con la teoría y borrar la perspectiva olímpica
sobre la cultura que procedimientos tales como el de Foucault nos permi­
ten ocasionalmente disfrutar. Apartarse del campo en consideración es fi­
nalmente imposible, e intentarlo hace poco por mostrar cómo podríamos
usar los clichés sexuales de esta cultura para imaginar alguna otra econo­
mía del placer, algún fin genuinamente subversivo.
Si mi estudio de la novela clarifica sólo una cuestión, me gustaría que
demostrara hasta qué punto la cultura moderna depende de una forma de
poder que funciona por medio del lenguaje — y sobre todo de la palabra
impresa— para constituir subjetividad. De acuerdo con esta premisa,
como proveedores de una forma de cullura especializada, perpetuamos in-
variablemente la hegemonía que he estado describiendo. Que lo hacemos
es especialmente cierto cuando convertimos las novelas en textos litera­
rios en los que los temas psicosexuales controlan el significado de informa­
ción cultural que de otro modo representaría algún punto de vista político
contrario. Cuando esto ocurre, nuestros procedimientos interpretativos
no sólo esconden el proceso por medio del que las propias novelas repro­
ducen las formas modernas de subjetividad. Nuestros procedimientos
también ocultan el grado hasta el que pensamos y escribimos novelística­
mente con el fin de obtener significado del pasado y de culturas distintas
de la nuestra. De hecho, nos pretendemos inconscientes del poder político
que nosotros mismos ejercemos siempre que representamos la sexualidad
como algo que existe con anterioridad a su representación. Basada en una
metafísica que todavía está por ser ampliamente reconocida como tal, y
avanzando a través de una red extraordinariamente compleja de estrate­
gias a través de las que las humanidades y las ciencias sociales se cimentan
en ese lecho de verdad — la propia naturaleza humana— , la sexualidad
continúa ocultando la política de escribir subjetividad.
Para evitar la estrategia femenina de la propia autorización, voy a des­
cribir el comportamiento de una clase emergente desde una posición his­
tóricamente posterior que esa clase ha hecho posible — desde dentro de
esa clase y apoyada por la misma. Digo esto para insistir en que en la cons­
trucción de una historia de formas femeninas de poder no pretendo apro­
piarme de una forma de resistencia, sino más bien revelar las operaciones
de una sexualidad de clase por la que con frecuencia me he visto definida.
A riesgo de parecer dogmática, he hecho hincapié en ciertos momentos en
mi teoría, y de esta forma he violado la ideología pluralista abrazada por el
mejor elemento liberal dentro de mi profesión. He adoptado esta táctica
como un medio de contrarrestar la postura de los que ponen el énfasis en
la indefensión de la mujer — y ciertamente se nos considera indefensas en
formas específicamente femeninas— y, por lo tanto, como un medio de
identificar para la consideración crítica ese poder de elase media que no
parece ser poder porque se comporta de una forma específicamente feme­
nina. Insistiré en que aquellas funciones culturales que atribuimos auto­
máticamente a las mujeres y que encarnamos en ellas las de, por ejem­
plo, madre, enfermera, maestra, asistente social y supervisora general de
instituciones de servicios— han tenido exactamente la misma importan­
cia, a la hora de llevar a las nuevas clases medias al poder y mantener su
dominio, que todos los impulsos económicos y avances políticos que atri­
buimos automáticamente a los hombres. En otras palabras, no estoy cons­
truyendo una historia de la mujer desde el punto de vista de una minoría
oprimida o silenciosa, porque eso sería falsificar lo que hago y lo que soy.
Al construir una historia de la mujer moderna, quiero considerar las for­
mas en las que el género colabora con la clase para contener formas de re­
sistencia política dentro del marco del discurso liberal. Deseo usar mi po­
der como mujer de la clase dominante y como intelectual de clase media
para nombrar qué poder empleo como forma de poder más que para dis­
frazarlo como la falta de poder de otros. Para escribir una historia adecua­
da de la ficción doméstica, pues, me parece que hay que modificar perma­
nentemente lo que los historiadores literarios pueden decir sobre la histo­
ria así como sobre la literatura. Tales estudiosos y críticos colaboran con
otros historiadores, así como con los que se ocupan de apreciar la cultura
elevada, cuando sitúan el poder político principalmente en las institucio­
nes oficiales del Estado. Porque entonces actúan como si no hubiera histo­
ria política de todo el ámbito sobre el que nuestra cultura concede a las
mujeres autoridad: el uso del tiempo libre, el cuidado ordinario del cuer­
po, las prácticas de noviazgo, las operaciones del deseo, las formas de pla­
cer, las diferencias de género y las relaciones familiares. Como intérpretes
oficiales del pasado cultural nos han entrenado, parece, para que negue­
mos hasta dónde la escritura ha ocultado el propio poder que le ha conce­
dido a este dominio femenino. Sin duda es porque cada uno de nosotros
vive una paradoja tal que parecemos no tener poder para explicar con pa­
labras la forma en que nuestras instituciones políticas vinieron a depender
de las prácticas de socialización del hogar y el aula. No obstante, manten­
go, la crónica histórica de este proceso está ai alcance de la mano en versio­
nes baratas. Las denominamos ficción.
Teniendo esto en mente he intentado desfamiliarizar la división de
discurso que hace tan difícil ver la relación entre los más finos matices de
los sentimientos femeninos y las vicisitudes de una economía capitalista
gobernada principalmente por los hombres. M i estudio identifica varios
lugares de la historia cultural donde el uno no se puede comprender plena­
mente sin el otro. Pero seguiría considerando tal esfuerzo como una exhi­
bición frívola de erudición literaria si no fuera por la otra gente que inten­
ta abrir nuevas áreas de cultura a la investigación histórica y propocionar
algún grado de comprensión de nuestro propio estatus como productos y
agentes de la hegemonía que estoy describiendo. Al adoptar diversas estra­
tegias críticas, no he hecho ningún esfuerzo por ser fiel a ninguna teoría
particular. Creo que tales distinciones académicas no ofrecen ni una base
fiable para la realización de afiliaciones intelectuales, ni una base sólida
para construir un argumento que se refiere a nuestra propia historia. Más
que distinguir la teoría de la intepretación, y el feminismo del marxismo,
el deconstruccionismo o el formalismo, me interesan sobre todo aquellos
estudiosos y críticos que me han ayudado a descubrir huellas de la historia
del presente en varios textos de los siglos x vm y xix y a entender mis pro­
pias percepciones como parte del proyecto de mayor envergadura que se
desarrolla ahora en el marco de aquellas disciplinas en las que los indivi­
duos se han propuesto la creación de una nueva cultura política.
El alza de La autoridad femenina
en la novela

Orlando bebió el vino y el archiduque se arrodilló


y besó la mano de ella. En breve, dieron vida a los
papeles de hombre y mujer durante diez minutos
con gran vigor y entonces desembocaron en un dis­
curso natural.
V ir g in ia W oolf, Orlando

Este capítulo va a considerar la novela doméstica como el agente y el


producto de un cambio cultural que unió el género a ciertos tipos de escri­
tos. Los escritos femeninos — escritos considerados apropiados para m u­
jeres o escritos por ellas— de hecho se designaron como femeninos, lo que
significó que otros escritos, por implicación, se entendieron como mascu­
linos. Pero la escritura femenina no fue sólo responsable de la división en
géneros del discurso; fue también responsable de la representación de las
relaciones sexuales como algo completamente separado de la política.
Como tal, el género proporcionó la verdadera base de la identidad huma­
na. Al adoptar las voces de mujeres, autores tales como Defoe y Richard­
son renunciaron deliberadamente a lo que Walter Ong ha descrito como
«un lenguaje sexualmente especializado usado casi exclusivamente para la
comunicación de hombre a hombre». Hasta bien entrado el siglo xix, se­
ñala, «aprender latín tomó las características de un rito de la pubertad, un
rite depassage, o rito de iniciación: implicaba el aislamiento de la familia,
el logro de una identidad en un grupo totalmente masculino (el social), el
aprendizaje de una serie de saberes tribales abstractos inaccesibles para
aquellos que estaban fuera del grupo»1. Los hombres que carecían de este
lenguaje especializado eran automáticamente situados fuera de la clase
dominante cuando quiera que escribieran. Al asumir la guisa de una m u­
jer, sin embargo, un autor podía evitar abiertamente desvelar su posición
como realista o disidente. La opinión femenina era simplemente distinta
de la de un aristócrata y no era probable que fuera crítica con respecto a la
opinión dominante. Los groseros héroes de Fielding pueden generar una
sensación de inocencia política en virtud de la distancia entre su educa­
ción y la que un autor urbano posee claramente, pero las narradoras explí­
citamente femeninas de Pamela. Evelina o The Mysteríes oj'Udolpho son
más eficaces a la hora de plantear una crítica política porque su género las
identifica como personas que no tienen ningún derecho al poder po­
lítico.
Lo que es más, como mujeres, estas protagonistas entienden la expe­
riencia social como una serie de encuentros sexuales. Aunque característi­
camente ingenuos, sus respuestas están lejos de ser simples. De hecho,
constituyen una compleja gama de sensaciones, matices emocionales y
juicios morales. Los novelistas podían hacer la respuesta de una mujer tan
aduladora o cáustica como desearan si la mujer en cuestión interpretaba la
conducta sobre la base de motivaciones sexuales más que políticas o eco­
nómicas. La ficción doméstica definió un nuevo dominio de discurso al
dotar a formas comunes de comportamiento social de los valores emocio­
nales de las mujeres. Por consiguiente, estos relatos de noviazgo y matri­
monio ofrecían a sus lectores una forma de permitirse, con cierto tipo de
impunidad, fantasías de poder político que eran tanto más aceptables
cuanto se desarrollaban en un contexto doméstico donde la monogamia
legítima — y así, la subordinación de la mujer al hombre— se afirmarían
en última instancia. De esta forma, la ficción doméstica pudo representar
una_forma ajteniatj^dcjaodér político slñ~3ar la apariencia de estar reba­
tiendo la distribución de poder que representaba tal como la historiajnan-
daba.
Ésta era, pues, la diferencia entre Robinson Crusoe y Pamela Ni si­
quiera Defoe pudo escribir una continuación lograda de su novela, y en la
medida en que su forma masculina de heroísmo no pudo ser reproducida
por otros amores, no podemos decir que Crusoe inaugurara la tradición de
la novela tal como la conocemos. Como contraste, la historia de Richard­
son de persecución sexual implacable y el triunfo de la virtud femenina de­
mostró ser reproducible hasta el infinito. Las diferencias entre el orden
político que Crusoe establece en sus circunstancias solitarias y las fuerzas
que le llevan a la isla en primer lugar han generado un debate interminable
sobre las creencias políticas de Defoc. No ocurre así con Pamela. La con­

1 WalterOng. citado por IreneTaylery GinaLuria, «(tender and Gcnrc; Woracn in Britisb
Romantic Literature», en What Manner o f Woman. ed. Marlene Springer (Nueva York, New
Yorit (Jniversity Pre», 1977), pág. 100.
tradicción entre su forma de llevar la casa y la forma del mundo exterior
fue sin duda lo bastante aparente en la época en que la novela se escribió.
Fielding no fue el único en acusar a Richardson de estar jugando a un tira
y afloja con la realidad social. Pensaba que Richardson insultaba a la inte­
ligencia de los lectores pidiéndoles que creyeran que una criada podía di­
suadir a un hombre de la posición de Mr. B de salirse con la suya en rela­
ción con ella. Fielding encontraba grotesco pensar que un hombre de tal
altura social sobrevalorara de manera semejante la virginidad de una mu­
jer que no era de origen particularmente alto. Pero a pesar del hecho de
que la representación de Richardson del individuo inspiró a Fielding a es­
cribir dos novelas que la rebatían, la crítica literaria no ha considerado
oportuno hurgar en las implicaciones políticas de la discrepancia entre el
extraordinario deseo de Mr. B por Pamela y los principios que aparente­
mente gobernaban el comportamiento en la sociedad de Richardson.
A partir del siglo xix, los críticos han preferido con diferencia conside­
rar Pamela como una representación de un yo encerrado y definido por el
género más que como una forma de escritura que contribuyera a crear este
concepto del individuo. Como si este yo fuera lo único de todas los cons-
tructos culturales que no estuviera sujeto al cambio histórico, los críticos
tienden a interpretar los encuentros sexuales de Pamela como aconteci­
mientos psicológicos más que políticos. Así, pueden ignorar el conflicto
ideológico dando forma al texto como la diferencia entre un hombre y una
mujer más que como entre una persona de posición y otra de categoría in­
ferior. La escritura aparentemente ganó una cierta autoridad mientras
transformaba las diferencias políticas en diferencias arraigadas en el géne­
ro. Podemos atribuir el desarrollo de una forma distintivamente femenina
de escritura a la autoridad que conllevó el ocultamiento de la política de
escribir de esta forma. A pesar de acusaciones de sentimentalismo y a pe­
sar de intentos sin éxito como los de Fielding de situar la novela en una
tradición de letras masculina, las novelas asumen muy al principio los ras­
gos distintivos de un lenguaje especializado para las mujeres. Una novela
podía reivindicar una fuente femenina para sus palabras, concentrarse en
la experiencia de una mujer, llevar un nombre de mujer por título, dirigir­
se a un público de jóvenes damas e incluso encontrarse criticada por rese-
ñadoras femeninas2. Aunque ocupadas principalmente con las vicisitudes
del noviazgo y el matrimonio y, por tanto, con noviazgos y matrimonios

2 En A I.iterature ofTheir Own{Prínceton, Princcton University Press. 1977), Elaine Sho-


walrcr explica cómo llegada la década de 1860, una serie de autoras prominentes se hahian in­
troducido en cargos editoriales que, «como e) que Dickens y Thackcray ocupaban en Household
Words y en Cornhill, proporcionaban innumerables oportunidades para el ejercicio de untluen-
cia y poder» (pág. 156). £1 papel de cririco-revisador no les era completamente desconocido a
las mujeres ni siguiera durante el siglo xvm. Ver, por ejemplo, Elizabeth Moníagu's Dialogues
o f the Dead (1760) y los ensayos críticos de Anna Seward en Variecy (1787-88), en loan Wi­
lliams, .Vavrf and Romance: 1700-1X00, A Documenlary Record (Nueva York. Bames and No­
ble, 1970), págs. 222-229. 357-366.
de ficción, la ficción que representaba al género desde este punto de vista
definido por el género ejerció una forma de autoridad política.

L a l ó g ic a d e l c o n t r a t o s o c ia l

La ficción doméstica representó las relaciones sexuales de acuerdo con


una idea del contrato social que facultaba a ciertas cualidades de la mente
de un individuo para pertenecer a un grupo o facción particular. Desde el
siglo xvn, el contrato se usó como estrategia para la legitimación de diver­
sas reclamaciones de poder. En el discurso ilustrado, sin embargo, el con­
trato adquirió un nuevo estatus. Proporcionó el tropo de ilustración que
organizaba narraciones de crecimiento y desarrollo individual. Para verla
manera en que la novela podría haber desempeñado un papel en la histo­
ria, hay que entender primero el poder retórico de esta figura. Si durante el
curso del siglo x v i i i el contrato pareció perder credibilidad como modelo
para las relaciones políticas fue porque las contradicciones lógicas inhe­
rentes en la figura y, por tanto, en la naturaleza puramente retórica del
propio contrato, eran relativamente fáciles de verJ. Cuando adoptó la for­
ma de ficción doméstica más que de teoría política, sin embargo, el con­
trato sufrió una suerte distinta. Las contradicciones inherentes en teoría
cambiaron con el tiempo la forma en que la gente entendía las relaciones
sexuales. Se podría decir que el contrato social sigue vivo como contrato
sexual incluso hoy día. Para demostrar cómo la ficción llevó a cabo la ta­
rea de una teoría política anterior al invocar el contrato sexual, me gusta­
ría volver la vista brevemente a E l contrato social (1762) de Rousseau y ex­
plicar las transformaciones retóricas que el autor logró por medio de la ló­
gica del intercambio contractual.
El contrato exige que haya dos partes diferentes para la puesta en prác­
tica de un intercambio mutuamente beneficioso. Aunque las dos partes
deben ser distintas, no pueden enfrentarse, porque ello exigiría una tercera
forma extema de autoridad que regulase la relación entre ellas. Con el fin
de evitar una situación semejante, que produciría una sociedad funda­
mentada en la fuerza, Rousseau idea una ficción. Al igual que Defoc. in­
venta un mundo que se origina al margen de la historia política. También
como Defoe, lo consigue creando un personaje que existe con anterioridad
a ja formación de cualquier grupo político. Pero se da una paradoja: sólo
m andn H indivirlnn pstá va de tal m odo individualizado puede la socie­

3 Ciertamente con la aparición de una teoría de economía política y los influyentes escritos
de filósofos escoceses como Dugald Stewart, la teoría del confralo había casi desaparecido
como modelo de gobierno. Sobre esta cuestión, ver Maxinc Bcrg, The Machinery Quesíion and
ihe Makint; ofPoiiíical Economy 1&H-Í848 (Cambridge, Cambridge University Press, 1980),
págs. 32-42 y Stefan Collini, üonald Winch y John Barrow, Thai Noble Science ofPohíics: A
Sludy in Nincleenlh Century ¡níeHecluul Hislory (Cambridge. Cambridge University Press,
1983), pág. 38.
dad ideal desarrollarse: en contraste con el mundo que en realidad existía
pa'farRousséaü, la sociedad modelo no podía tener intereses faccionaies.
Louis Althusser, por citar sólo uno, ha explicado el juego de manos retóri­
co por el que esta sociedad ficticia evita la reproducción de los problemas
que afligían a la Francia prerrevolueionaria en la que vivió Rousseau. Se­
gún Althusser. el poder del contrato dependía no tanto de la lógica del in­
tercambio cuanto del poder figurativo del contrato para constituir las par­
tes en cuestión que proponía regular4. De acuerdo con la lógica del contra­
to. cada una de las dos partes debe existir con anterioridad a la puesta en
práctica de un intercambio. Como figura, sin embargo, el contrato crea las
dos partes que supuestamente participan en el intercambio. Rousseau em­
plea la ficción de un contrato original para crear un individuo que existe
independientemente de las relaciones sociales. Al desplegar su narración
del origen del Estado, Rousseau convierte a la primera persona, un indivi­
duo sin socializar, en la segunda persona, o cuerpo social, por medio de un
aclo de sumisión voluntaria. Sólo bajo estas circunstancias especiales, la
autoridad a la que uno se somete al entrar en sociedad es en realidad uno
mismo, y el Estado, a su vez, «formado por los individuos que lo compo­
nen, ni tiene ni puede tener interés alguno contrario a los de ellos»5.
Regresemos ahora a las exigencias lógicas del contrato y la transforma­
ción retórica que llevan a cabo. Si es necesario que tas dos partes sean
esencialmente la misma antes de que el contrato las una en una relación
mutuamente productiva, también loes que las dos se diferencien por el in­
tercambio. Conforme entra en una relación con el Estado, pues, el indivi­
duo de Rousseau sufre una transformación al limitar voluntariamente su
apetito adquisitivo de forma que pueda asegurar su propiedad y vivir en
paz con otros. Esta transformación no reprime, sino que más bien amplía
y perfecciona, su individualidad. «Aunque este Estado se ve privado de
muchas ventajas que obtiene de la naturaleza», defiende Rousseau, un in­
dividuo «adquiere grandes ventajas a cambio: sus facultades se ejercitan y
desarrollan; sus ideas se expanden; su sentimiento se ennoblece; toda su
alma se exalta» (pág. 22). Desplazando por completo las necesidades ma­
teriales que inicialmente inspiraron al individuo modelo de Rousseau a es­
tablecer un contrato con el Estado, la autoperfeceión se convierte milagro­
samente en un fin en si mismo; el crecimiento y el desarrollo personal le
motivan a crecer y desarrollarse. Reforzado así dentro del contexto del in­
dividuo, su deseo se convierte en una fuerza exclusivamente psicológica.
Evidentemente, es crucial para todo el proyecto de Rousseau que no

4 t,ouis Althusser, Polilicsand History: Montesquieu, Rousseau, Hege¡ and Marx, trad. Bcn
BrcwstDr (tendré*. NI B. 1972), pág. 129. las citas de ambos textos corresponden a esta edi­
ción (Moníesquieu: la política y la historia, Ariel, 1979).
5 Jtan-Jactiues Rousseau, «The Social Contraciaen TheSocial Contrae! and thc üicuurseon
the O rigino!'Im qualiiy.eó. l.ester G. Crockcr, trad. IxssterG Crockery HenryJ. Tozer (Nueva
York, Washington Square Press, 1967), pág. 21. Las citas del texto corresponden a esta edición
(El contrato social, Aguilar. Madrid, 1970).
medie ninguna otra afiliación política entre su individuo y el Estado. De
hecho, siempre que representa la motivación individual en términos de
los intereses de la propiedad, la narración de Rousseau amenaza con vol­
ver a una situación en la que la socialización se manifiesta a través de la re­
presión más que como un medio de realización personal. Cuando el poder
está basado en una distribución desigual de la riqueza, el Estado ideal pier­
de inevitablemente su diferencia vital desde el Estado deprimente que
Rousseau contemplaba en su obra anterior Discurso sobre el origen de la
desigualdad (1754). Bajo tales condiciones, una facción política se hará
con el gobierno. Unos pocos llegarán a dom inara la mayoría a costa de re­
primir las cualidades esenciales del sujeto individual: «En la proporción
en la que se convierte en ser sociable y un esclavo para los demás», escribe
Rousseau en el Discurso, el sujeto «se vuelve débil, asustado, de espíritu
mezquino, y su modo de vida blando y afeminado completa de inmediato
el menoscabo de su fuerza y de su valor» (pág. 184).
En El contrato social Rousseau admite que un sistema de consenti­
miento voluntario, con el fin de convertirse en una realidad, depende de la
educación. «Para que el mecanismo lleve a cabo su función como es debi­
do», como explica Althusser, Rousseau debe añadir la condición de que
« “La gente debe contar con una información adecuada”, es decir, debe ha­
ber ilustración» (pág. 150). Asi, del público, dice Rousseau: «Debe hacér­
sele ver los objetos como son, algunas veces como deben aparecer». El de­
seo debe estar dirigido hacia estos objetos en la forma adecuada. No sólo
debe mostrarse al público «el buen camino que busca», sino que «se le
debe guardar de las seducciones de los intereses privados» también (pág.
41). Para cumplir estos imperativos, curiosamente, el público ilustrado de
Rousseau no debe «tener ninguna comunicación entre los ciudadanos».
Porque todavía siguiendo la lógica del contrato, razona que la circulación
sin restricciones de la información produciría alguna «asociación parcial,
cuya voluntad se hace general en referencia a sus miembros y en particular
en referencia al Estado» (pág. 31). Si se les permite representar los objetos
en términos de un interés particular, los individuos volverían a su identi­
dad política. Se entenderían a sí mismos como facción.
Por una parte, para que el contrato sea una alternativa verdadera a un
gobierno basado en la fuerza, Rousseau debe representar ese poder como
una extensión de cada individuo, lo que exige que los individuos existan
como individuos con anterioridad a la sociedad que los controla. Pero,
por otra parte, para imaginar la segunda parte del contrato como un Esta­
do compuesto de individuos ilustrados que no desean nada tanto como el
bien común, Rousseau debe instalar una fuerza social anterior al indivi­
duo. Debe haber algo ahí desde el principio para individualizar y dirigir el
deseo de cada hombre hacia el bien común. Empujado a esta conclusión
por las exigencias lógicas del contrato, Rousseau imagina una forma de au­
toridad que surge por medio de un intercambio mutuamente beneficioso.
T» autoridad no surge ni del individuo ni del Estado. Es un poder invisible
— el poder de la educación, de hecho del propio lenguaje. Tal poder parece
ser sencillamente un deseo natural, pero en realidad crea la ficción de que
tai deseo tiene una base en la naturaleza. Rousseau imagina tal manipula­
ción del deseo como la alternativa y antidoto a un Estado basado en la
fuerza. Crea un individuo capaz de transformar sus propias circunstancias
históricas por medio de la producción de leyes que son a un tiempo la ex­
tensión y la contención de sus deseos. Tal como las operaciones figurati­
vas del contrato sugieren, esta representación de poder tenia la facultad de
individualizar a la gente y de hacer que sus deseos apuntaran a un objetivo
común. Y es completamente razonable decir que tal poder llegó a transfor­
mar las condiciones históricas en las que Rousseau escribía. Al decir esto,
no apoyo la hipótesis absurda de que Rousseau fuera de ninguna manera
responsable de los sucesos de 1789. Por el contrario, estoy sugiriendo que
Rousseau, junto con numerosos escritores e intelectuales de Inglaterra y el
continente, introdujeron una época dominada por el noder del discurso
masque por la fuerza, por la hegemonía cultural más que por la revolución
política.
"Se p i H e f r n r l e r el rnntrqto proporciona el tropo central del dis­
curso ilustrado, que siempre crea lo que parece organizar c individualiza
lo que asegura unificar. Si Rousseau cometió algún error en su versión del
contrato social, fue sencillamente hacer los motivos políticos subyacentes
a su lógica demasiado evidentes. Más de una década antes de que El con­
trato social se publicara, los filósofos británicos ya habían contado con la
idea de un Estado fundado en el consentimiento voluntario. En su ensayo
«Del contrato original» (1748), David Hume afirma haber encontrado
sólo un caso en todos los documentos de la antigüedad en el que la «obliga­
ción del gobierno se imputa a una promesa,... en el Critón de Platón: don­
de Sócrates rechaza escapar de la prisión porque había prometido tácita­
mente obedecer las leyes»6. Según Hume, el poder reside no tanto en el
consentimiento de la eente cuanto en su creencia en la ficción de que tal
promesa se ha hecho rn realidad. F.n otras palabras, el poder del consenti­
miento se den va de la ficción de un contrato original y no del hecho de su
puesta en práctica. Sólo la pura fuerza de la tradición basada en la creencia
en esta ficción hace que la gente apoye la ley. Sobre esta base, Hume recha­
za ambas alternativas del debate político anterior relativo a la fuente legi­
tima de la autoridad estatal. Decir que el monarca manifiesta o bien la vo­
luntad divina de Dios o el consentimiento voluntario del individuo es
igualmente falso en su opinión. La verdadera naturaleza de la autoridad
política reside no en la fuerza superior. sinQ ^.iaslevésrñ'oVn'el consenti­
miento, sino en la opinión: «Tan grande es la fuerza de las leyes y de for­

& David Ilnme, « O f the Original Conlract», en fcssays Mora!. Potinca!. andIAlerary. eds
T.H. Grccn y T. H. Grosc (Darinstadt, West Germany: Scientia Verlag AAlen 1964; reimpreso
Londres, ! 9*2), pág. 460. (De ¡a moral y oíros escritos. Centro Estudios Constitucionales. Ma­
drid. 1982.)
m as concretas de eobiemo v dependen tan poco de los humores v tempera-
mentos de los hombres que consecuencias casi tan grandes y ciertas pue-
de n a veces deducirse de eilas, como cualquiera de las que~ños ofrecerTlas
ciencias matemáticas»r 1rIuTne parece rechazar por completo la teoría de
Rousseau. Al argumentar en contra de la noción de un contrato original,
no obstante, en realidad emplea la misma lógica. Incluso al desvelar la na­
turaleza ficticia dei contrato, H um e.imagina el Estado como fin F<ttaflnh«.
sado en una forma de poder que se perpetúa por medio de una ficción h is­
tórica similar que confiere autoridad a ciertas tradiciones. Al distinguir
«tradición» ue tiecÜon, íiace que las dos parezcan ser en gran medida la
misma cosa. Para él, por ponerlo con sencillez, la historia es la ficción que
la gente considera desde hace tiempo como la verdad.
Para demostrar la implicación de la novela en el proceso histórico más
largo que llevó a la nueva clase media ai poder me he basado inicialmente
en las obras de Rousseau y Hume para sugerir cómo transformaron los te­
mas de una cultura aristocrática anterior argumentando en favor de los
derechos del individuo, por encima de cualquier élite política. Estas obras
también sugieren que tal transformación — la representación de la socie­
dad como algo compuesto por individuos más que por grupos— dio lugar
a una forma de autoridad política por derecho propio. Pero hizo falta la
obra de Jeremy Bentham The Theory o f Fictions para explicar la forma en
que el Poder del contrato social no era otra cosa que el poder de la ficción.
En esta obra, la última que escribió, considerada durante mucho tiempo
como el producto de su ancianidad mal llevada, el malicioso adepto al uti­
litarismo pone en tela de juicio la base epistemológica del Estado que ha­
bía defendido en sus escritos anteriores. The Theory o f Fictions, publicada
en parte en 1812, pero no en su totalidad hasta 1929-1932. defiende que la
mayor parte de la vida física se entiende en términos de Ficciones de dere­
cho, obligación, verdad o justicia. «En teoría», argumenta Bentham, estas
entidades puramente ficticias «fueron asumidas como axiomas; y en la
práctica se observaron como reglas»*. Al decir esto está simplemente afir­
mando que la distribución real de poder depende en gran medida de los
términos en los que acordemos representarlo. Ningún orden social miede
existir sin el elemento invisible del lenguaje. En su opinión, el lenguaje,
menosreai que los objetos oue representa, es más poderoso precisamente
porque no se encuentra entre ellos. Como algo hecho principalmente de
lenguaje, pues, el Estado no regula simplemente el mundo de objetos de la
misma forma que gobiernos anteriores. El Estado que Bentham vino a
imaginar es un Estado que extrae el poder de las palabras por encima de
las cosas. Entendiendo quizá mejor que nadie el poder inherente al raun-

7 Hume. «That Pontics May Be Reduced to a Seicncc», en Bssays Moral, Política!. and ¡i-
lerary, púg. 99.
8 Jeremy Bentham, Bentham’s Theory ofFklions, ed. C'. K. Ogdeo(Nucva York. Harcourt.
Bracc and Company. 1932). pág. 123. Las citas del lexto corresponden a esta edición.
do. este autor proclama, en el capitulo titulado «The Fiction of an Original
Contract», que «el tiempo de la Fiction ha terminado; en la medida en que
lo que anteriormente pudo haber sido tolerado y aprobado bajo ese nom­
bre, se censuraría ahora si se intentara ponerlo en pie y recibiría el estigma
de los apelativos más duros de usurpación o impostura» (pág. 122). Si el
conocimiento está destinado a convertirse en poder, pues, no puede pare-
cerlo. La forma de conocimiento que parecerá operar en interés de todos
es la que parece residir en las propias cosas. En este caso, el conocimiento
no tiene ninguna localización política concreta. Se convierte en una pre­
sencia ubicua que presta valor a los objetos y regula al tiempo que tos defi­
ne.
He hecho esta breve incursión en territorio extraliterario como parte
de un esfuerzo por sugerir que la ficción podría haber funcionado en con­
cierto con otros tipos de escritura, muy distintos, para producir una nueva
forma de poder político. Siempre que las operaciones retóricas del contra­
to se hacen aparentes, como se hicieron hasta cierto punto en el ensayo de
Hume, pero incluso más en The Theory ofFictions de Bentham, el poder
que se podía ejercer a través de las ficciones de desarrollo personal tam­
bién se hizo aparente como tai. Si la versión de Rousseau del contrato im­
plicaba que las ficciones son necesarias para que el individuo piense de sí
mismo como un tipo concreto de yo, entonces la crítica de Hume del con­
trato original implicaba que las ficciones aseguran que diversos indivi­
duos se verán a sí mismos en relación con la misma forma de autoridad
política. Bentham argüía sencillamente que la propia ficción era lo único
que había tenido a la gente sometida a una clase de Estado y que podía, si
se entendía debidamente, permitir a esa gente hacerse cargo de otro. Dado
que una teoría elaborada de la ficción parece haberse desarrollado junto
con la novela y dado que las novelas se identifican característicamente
como ficción y con todo, se supone que son más fieles a la vida que las fic­
ciones anteriores, podríamos esperar que la historia de la novela propor­
cionara la crónica del poder que contribuyó a determinar la forma en que
las personas se entendieron como individuos y lo que pensaron que signi­
ficaba ser feliz y libre. F.n otras palabras, si la ficción desempeñó en reali­
dad un papel semejante en la historia cultural, deberíamos ser capaces de
interpretar la hisloria de la novela como 1a formación del individuo que
demostró estar preparado para habitar un mundo basado en tos poderes
gemelos de la supervisión y el control de la información, un mundo, en re­
sumen, como el nuestro. Pero tal comprensión histórica de la novela no
iba a darse porque el poder que la ficción ejercería dependía enteramente
de la negación del objetivo político inherente a las ficciones de desarrollo
personal: ia producción del individuo moderno exigía sobre todo una for­
ma específica de inconsciencia política.
Dentro del contexto de la carrera de Rousseau, lo que primero apare­
ció fue la retórica de la represión. El individuo reprimido de su Discurso
sobre el origen de la desigualdad exigía una forma concreta de liberación;
una forma de realización personal advenida con la desaparición de la
identidad política. Así, podemos considerar el concepto de represión
como el «otro» lado necesario de la ilustración. Tal concepto confinaba las
posibilidades de la identidad humana entre los polos del sometimiento po­
lítico. por una parte, y una subjetividad apolítica por la otra. Esta forma
de pensar sobre la relación de uno con el Estado asumía que los intereses
de cualquier grupo concreto se perseguían a expensas de los de otro. El
único motivo político bueno era, por lo tanto, un motivo defensivo, hecho
por el bien de un grupo que había estado reprimido. Y la única forma de
remediar tal situación sin volverse a su vez represivo era rescatar a los
miembros individuales de un grupo reprimido. Modelado por esta lógica,
el contrato social ofrecía de manera característica una solución privada a
problemas que eran inherentemente políticos. Al hacer esto, oscurecía ne­
cesariamente la identidad política de una facción y las reivindicaciones
que se pudieran hacer en bien de tal grupo.
Conforme dio lugar al discurso liberal moderno, el contrato social pro­
dujo una contradicción sobre la que se apoyó el ascenso de la novela. La
novela desarrolló complejas estrategias para transformar la información
política en cualquiera de varias condiciones psicológicas reconocibles, y lo
hizo de una forma que ocultó el poder ejercido por el propio discurso al
llevar a cabo esta transformación a escala masiva. Como si fuera para re­
conocer el grado hasta el que el contrato social fue principalmente un con­
trato lingüístico que escondía lo que realmente estaba en juego en cual­
quier lucha por controlar el significado, Rousseau abandonó su intento de
escribir ya fuera teoría política o fábulas pedagógicas como Emitió. Des­
pués de 1762, en el exilio, se dedicó a escribir extrañas narraciones auto­
biográficas — los Diálogos y Ensueños de un caminante solitario, así como
las Confesiones— , en las que el pensam iento podía seguir su curso sin sen­
tirse inhibido por la historia y en las que la propia escritura parecía surgir
de fuentes internas del individuo independientes del mundo político.

L a l.Ó O IC A DEL CONTRATO SEXUAL

He hecho hincapié en el grado hasta el que El contraía social, en todas


sus manifestaciones, fqc nna creación..ficticia, hecho que parece haber
sido reconocido en su día. La idea de individuos libres comprometiéndose
voluntariamente en un contrato mutuo era evidentemente imposible de
realizar en un Estado donde las personas nacían ya en clases diferentes y
grupos de estatus que les negaban la oportunidad de llevar a cabo la elec­
ción que el contrato especificaba como algo necesario para lograr el éxito.
Pero mi preocupación principal se refiere a la operación retórica del con­
trato al pasar a la novela doméstica británica. No estoy sugiriendo que
identifiquemos la cultura popular, en lugar de la tradición filosófica, como
la fuente de información que realmente saturaba la experiencia humana,
aunque es probable que ése sea precisamente el caso. Aunque voy a definir
contrastes entre la teoría de Rousseau y el ámbito menos elevado de la fic­
ción, me interesa el comportamiento retórico que tenían en común. Voy a
defender que, sobre esta base, cierta ficción compartía una posición ideo­
lógica con la filosofía ilustrada y procederé de acuerdo con la hipótesis
foucauldiana de que diversas clases de escritura contribuyeron en una
conspiración involuntaria, que llegaría a dar autoridad a los procedimien­
tos institucionales modernos, t u la ficción el contrato creó un lenguaje
para las relaciones sociales que fue inmensamente útil para un capitalismo
que emergía. Este lenguaje proporcionó una forma de justificar ia destruc­
ción ideológica de posiciones de estatus fijas. Liberando las identidades de
diversos grupos de individuos de esta manera contribuyó probablemente
a producir el trabajo asalariado. Aunque en aquel momento el contrato re­
presentó una opinión minoritaria, adoptó la forma de una estrategia con
autoridad propia que con el tiempo habilitó a las clases emergentes.
Los estudios históricos de la novela representan a las novelas y roman­
ces tempranos como un conjunto literario más bien insípido. De hecho,
existen buenas razones para creer que las novelas no se convirtieron en
obras literarias hasta el siglo xx. Sin embargo, a finales del siglo xvm cier­
tas novelas como las de Burney y otras escritoras se consideraban cierta­
mente corteses’ . Éste fue el momento histórico en que la gente comenzó a

9 lonn Williams explica que la novela no fue considerada lectura cortés en Inglaterra hasta
finales deJ siglo xvm. The Idea ofthe Nove! in F.urope. 1600-1800 (Nueva York, New York IJni-
vcisity Press. 1979), pág. 137. I.cnnard Davis, tactual Fictions. The Origins of the Fnglish No­
vel (Nueva York, Columbia University Press, 198.1) ha mostrado que la novela se consideraba
de hecho peligrosa porque «sus propias premisas teóricas y estructurales eran en cierto sentido
de naturaleza criminal y que parte de la naturale¿a de esta criminalidad se encontraba específi­
camente situada en la violencia y el desorden social de las clases más bajas» (pá«¡. 123-124).
Frente a los intentos de prosclitismo de Richardson para elevar la Acción a un plano moral, el
famoso prefacio de Fieldmg a Joseph Andrews intenta hacer de la novela una expresión literaria;
propone una serie de modelos clásicos que et novelista podría imitar. Cuando la ficción se libra­
ba de sus orígenes criminales, sin embargo, no se volvía respetable por medio de la observancia
de la tradición aristocrática de las letras como Fielding aconsejaba, sino por medio de la adop­
ción de las estrategias moralizadoras que Richardson habia introducido en la ficción. Durante
el siglo xix, bastante después de que la novela se hubiera convertido en un modo respetable, se­
guía sin considerarse literatura. Ésta es la razón de ser que Fredric Rowton expone en el prefa­
cio a The Femóte Pners of Great Britatn (Filadclfia, 1853: reimpresa en 1981): «el Autor espera
confiadamente que la obra que presenta al lector justificará la postura que ha adoptado y al me­
nos demostrará que la Facultad Poética no está limitada a uno de los sexos» (pág. xxxviii). Row-
ton defiende que las mujeres son capaces de escribir literatura porque tienen una «Facultad
Poética». No obstante, todavía en 1871. Charles Darwin insistía en unabase biológica para ex­
plicar el fracaso de las mujeres a la hora de escribir cualquier obra literaria notable: «I J distin­
ción principal de los poderes intelectuales de los dos sexos se demuestra observando que el
hombre alcanza mayor eminencia en lo que quiera que emprenda que la mujer — ya se requiera
un razonamiento profundo, ya la razón o la imaginación o sencillamente el uso de los sentidos y
las manos. Si se hicieran dos listas de los hombres y mujeres más eminentes en poesía, pintura,
escultura, música ... historia, ciencia y filosofía, con media docena de nombres debajo de cada
lema, las dos listas no podrían compararse.» The Desceñí o f Man, and Natural Selection in Rela-
tion to Sex. vol. II, eds. John Tyler Bonner y Robert M. May (Princcton, Princeton University
entender las relaciones sociales en términos de la sociedad de clases mo­
derna, y en el que las afiliaciones políticas se entendían no como una fun­
ción de lealtades hacia aquellos por encima y por debajo de uno en una ca­
dena de dependencia económica, sino en relación con aquellos que deriva­
ban sus medios económicos de vida de fuentes similares en trabajo, tierra,
servicio o capital. Éste fue no sólo el tiempo en el que el comportamiento
sexual surgió como un criterio común para identificar y evaluar a los indi­
viduos de todos los confines del mundo social, sino que también fue el pe­
riodo en el que toda la tradición de la novela se fue estableciendo. En
1809-1810, Walter Scott produjo la primera edición de lo que llamó The
Novéis o f Daniel Defoe, que excluía Roxana y Molí Ftanders. Kn el mismo
año, 1810, apareció en cincuenta volúmenes t he British Novelists; with an
Essay; and Prefaces Biographical and Criticalde Mrs. Barbauld. A esta co­
lección le siguió British Novelists { 1810-1817) de Mudford y, más adelan­
te, quizá la más influyente de todas aquellas colecciones, Ballantyne's No­
velista Library. editada en 1821-1824 por Walter Scott10. Desde estos co­
mienzos se fue desarrollando en sentido inverso en el tiempo una historia
de la novela basada en una selección radicalmente limitada de la ficción
del siglo x v i h .
En su iluminador ensayo. «The Institution of the English Novel», Ho-
mer Obed Brown explica cómo la novela del siglo xix. tal como la definie­
ron Scolt, Barbauld y otros, determinó qué obras de ficción temprana de­
bían constituir la tradición novelística. Para explicar los procedimientos
esencialmente ahistóricos que gobiernan la mayoría de las historias de la
novela, Brown dice:

Para exponer la cuestión crudamente, quiero argüir que la novela inglesa


be inventó o instituyó alrededor de principios del siglo xtx, no a princi­
pios del x v m ... y la historia de su «ascenso», ahora ampliamente acepta­
da, la que comienza con Deibe, uo consiguió categoría institucional has­
ta mediado nuestro propio siglo. N o debería haber nada asombroso o
sorprendente en todo esto. Todas las historias son, por supuesto, necesa­
riamente reconstrucciones, y las historias de los orígenes de las institu­
ciones son versiones peculiares de esta verdad en tanto en cuanto necesi­
tan que olvidemos que son reconstrucciones. Esta peculiaridad va im plí­
cita, de hecho, en la palabra institución (una palabra que tiene su propia
e interesante historia) porque significa tanto una cosa — una organiza­
ción o conjuntó de prácticas— como el acto de un momento específico

Press, 1871: reimpreso en 1981), pág. 327 (cursiva m(a). A partir de este tipo de piucbas, pues,
se puede en justicia concluir que hasta hien entrado el siglo xix la literatura se asociaba con la
poesía y no con la ficción, debido a que la ficción la escribían las mujeres.
10 He reunido esta y otra información valiosa relativa a lu definición genérica de la novela
del libro en fase de preparación de Homer Obed Brown, tnxtituiions o f ihe English Novel in the
Eighteenth Century. Le agradezco al autor que me permitiera generosamente leer el ma­
nuscrito.
de fundación o creación de la cosa, la organización o el conjunlo de prác­
ticas. Lu que es más. corno verbo implica comienzo con un plan, un obje­
tivo, un diseño — un acto intencionado. Cuando pensamos en un género
literario como en una institución, tal como se ha pensado a menudo en la
novela, el impulso de reprimir el hecho deque el acto institucionalizador
es una reconstrucción se m ultiplica11.

Dando por hecho la Icsis de Brown, no se puede decir que Defoe y Fiel­
ding, ni Richardson si concedemos crédito a su propia lista, se enfrentaran
a una serie de expectativas que habían de cumplirse a la hora de escribir
una novela12. Por otro lado, cuando Austen y las Bronte se sentaron a es­
cribir novelas, aparentemente sabían que estaban escribiendo novelas y
sabían lo que era una novela. Sabían incluso que para ser novelistas en el
mejor sentido de la palabra tenían que distinguir su obra de otras novelas
por medio de la afirmación de estar diciendo la verdad en donde oíros ha­
bían escrito simple ficción.
Porque para entonces se había establecido que las novelas debían re-
escribir la historia política en forma de historias personales que explica­
ran en detalle los procedimientos de noviazgo que aseguraban una vida
doméstica feliz. El que las novelas parecieran en último término apartarse
completamente de la política se consideró verdad en cuanto a la ficción
más masculina de Fielding y Scott. al igual que en lo que se refiere a la fic­
ción doméstica de Richardson y Austen. Pero la ficción destacaba en el
arte de recoger los fragmentos de una cultura agraria y artesnna cuando los
reelaboraba como diferencias de género y los incluía dentro del contexto
de un marco doméstico. Me da la impresión de que las novelas que mejor
ejemplifican el género para nosotros hoy día son de hecho aquellas que
traducían el contrato social en un intercambio sexual. Por medio de la re­
presentación del conflicto social corno historias personales, cuentos góti­
cos "de sensatez y relatos de noviazgo y matrimonio,fueron pocos los auíó-
res del sigloTt vIU a 105 que se permitió desplazar todo un cuerpo de ficción

*1 Brown, «The Institution of the English Novel», en fnstitutions ofthe English Nove! in the
Eighteenth Century. manuscrito pág. 1.
12 Richardson parccc haber intentado a conciencia establecer, según sus propias palabras,
«una nueva especie de escritura». Reconstruyendo la génesis de su primera novela, explica en
una carta a Aaron Hill, «finalmente... empecé a recordar temas que pensaba podrían ser útiles
en este diseño [esto es, un libro de cartas ejemplares, o un tipo de libro de conducta, para muje­
res jóvenes], y formó varias canas siguiendo este modelo. Y. entre el resto, pensé dar una o dos
como consejo a jóvenes en Jas mismas circunstancias que Pamela. Poco pensaba, al principio,
en hacer un volumen a partir de esc material, muebo menos dos. Pero cuando empecé a recor­
dar lo que. hacía muchos años, me había dicho mi amigo, pensé que la historia [de Pamela, su­
puestamente un incidente local], sí se escribía de un modo fácil y natural, apropiadamente para
su simplicidad, podría posiblemente ¡ncroducirunanuevacspccic de escritura, que podría posi­
blemente hacer que la gente joven se internara en un curso de lectura distinto de la pompa y
boato de los romances, y apartando Jo improbable y lo fantástico, abundantes generalmente en
las novelas, podría tender a promover la causa de la religión y la virtud.» Selected Letiers. cd.
John Carroll (Oxford, Clarendon, 1964), pág. 41.
en el que el conflicto político no resultara tan profundamente Iransforma-
dd'por éTamor de clase media. M i descripción de unas cuantas novelas de
principios del siglo xix mostrará que este poder sutil de transformación
no fue algo peculiar de la ficción doméstica o de las novelas en general,
mucho menos de la literatura. Fue una estrategia política por derecho pro­
pio que ciertas novelas compartieron con otras formas de escritura carac­
terísticas de la época.
Insisto en las semejanzas entre los contratos social y sexual, aunque
dieron forma a dos tipos muy diferentes de escritura. Lo que pretendo con
ello es preparar el camino para explicar cómo una crítica del Estado podía
resultar tanto más eficaz cuanto la naturaleza política de esa crítica estaba
oculta. En los escritos de John Stuart Mili, por ejemplo, se puede ver cómo
el contrato social se incorporó y se ocultó en el contexto de las relaciones
sexuales. Mostrado de esta forma, el contrato se confundió con la propia
naturaleza de tal forma para mediados del siglo xtx que Mili lanzó su fa­
mosa defensa del derecho al voto de las mujeres invocando el propio prin­
cipio que ratificaba el sometimiento de éstas. No puede derivarse nada
malo de concederles el voto, le asegura al lector recalcitrante, «porque la
lev ya se lo da a las mujeres en los casos más importantes para ellas: por­
que la elección del hombre que gobernará a la mujer hasta el final de su
vida se supone que la hace ella voluntariamente»13. En esta declaración
M ili emplea claramente el contrato sexual para ocultar el político. Pensan­
do en los mejores términos liberales, asume que el destino de una mujer
depende de su deseo por un compañero, a cambio de lo cual se mostrará
dispuesta a renunciar a una identidad política propia. Sohre esta base,
concluye Mili, «no es probable que la mayoría de las mujeres de cualquier
clase difieran en su opinión política de la mayoría de los hombres» (pág.
37). Cree, en otras palabras, que el contrato sexual regula las relaciones so­
ciales tan firmemente que el cambio político — la concesión del voto a la
mujer— no puede en realidad cambiar el orden político.
Podemos ver la misma figura del contrato sexual en acción en la histo­
ria natural cuando Charles Darwin lo utiliza para conceder poder a las
mujeres con una mano mientras que con la otra se lo quita. Extrañamente
compelido a complementar su Origen de las especies con la pieza que lo
acompaña titulada La descendencia del hombre y la selección natural en
relación con el sexo, Darwin se basa en un modelo contractual para identi­
ficar la contribución femenina con el triunfo de la especie humana:

l.a lucha sexual es de dos tipos; en una se trata de individuos del mismo
sexo, generalmente los varones, que pretenden alejar o matar a sus n va­
les. mientras las hembras permanecen pasivas, mientras que en la otra la

1 John Stuart Mili, «The Subjection of Womcn», en Women 's Liberation and Literature.
ed. Elaine Showalter (Nueva Yorlí, Harcourt Hrace Jovanovich, 1971), pág. 36. Las citas del
texto corresponden a esta edición
lucha es igualmente entre individuos del mismo sexo, con el fin de exci­
tar o encandilar a aquellos del sexo contrario, generalmente las hembras,
que ya no permanecen pasivas, sino que seleccionan a los compañeros
más adecuados14.

Es sólo por medio de este curioso giro de la ley de la herencia que los ras­
gos competitivos están prácticamente ausentes en la hembra, haciendo ne­
cesario que dependa para su supervivencia del varón que selecciona. Un
intercambio sexual — donde él pelea con miembros de su especie que
compiten por ella y ella a su vez le domestica— hace algo más que simple­
mente unir a un varón y una hembra. También diferencia a individuos
dentro de una especie dada según, primero y sobre todo, el género. Sobre
esta base Mili y Darwin eximen a las mujeres de las relaciones políticas y
separan la vida doméstica, por definición, de las prácticas competitivas
que presuntamente caracterizan a los hombres.
No nos ha sido difícil entender cómo las mujeres se vieron disminui­
das por las aplicaciones sociales de este modelo, incluso aunque el modelo
pretenda darles poder, e incluso aunque las mujeres del siglo xix aparente­
mente encontraran fácil ver ventajas claras en una vida sin trabajar. Lo
que no está tan claro y, por lo tanto, sigue siendo un problema mucho más
interesante, es cómo esta representación concreta del poder femenino po­
dría haber servido a los intereses de un público lector formado tanto por
hombres como por mujeres y cómo, al hacerlo, dio autoridad a las escrito­
ras. El prefacio de Fredric Rowton a su antología de poesía de mujeres,
The Female Poets o f Greal Brilain (1848), ofrece un claro ejemplo del jue­
go de manos cultural que concedió a las mujeres la autoridad para escribir
y al mismo tiempo les negó el poder de realizar declaraciones políticas.
Para justificar su selección de poesía exclusivamente escrita por mujeres
Rowton se basa en el mismo modelo contractual que M ili intentó desafiar
sin éxito y que Darwin convertiría en una ciencia. Rowton escribe que

Estoy perfectamente dispuesto a aceptar que las constituciones mentales


de los sexos son diferentes; pero no estoy dispuesto a decir que «diferen­
cia» significa «inferioridad». Resulla fácil entender que el ámbito del de­
ber de una mujer exige fuerzas completamente distintas de las que nece­
sitan los hombres; pero ruego permiso para negar que esto sea una prue­
ba de un menor desarrollo mental. Las cualidades de una mujer puede
que sean menos conspicuas, pero son igual de influyentes. El hombre ha
de llevar el gobierno extemo, tangible; y sus capacidades son necesaria­
mente de orden externamente dominante, autoritario y evidente. La mu­
jer debe llevar la voz cantante de forma invisible sobre el mecanismo
oculto del corazón; y sus cualidades son de una clase humilde, persuasi­
va, tranquila y subjetiva. El hombre gobierna la mente del mundo; la
mujer su corazón15.

n Darwin, op. cit., pág. 398.


15 Rowton. op. c it, pág, XI v.
Tal como su altanería sugiere, esta designación de poder como femenino o
masculino por naturaleza no tiene nada de original. No obstante, Rowton
nos hace un servicio porque al establecer su afirmación sólo por
medio de lugares comunes de la clase media escritos y tomados en se­
rio por las clases instruidas, ilustra convenientemente la manera en la que
un modelo de intercambio sexual creó una forma de poder basada en el gé­
nero típica de una sociedad camino de la industrialización•*. De acuerdo
con el ideal de clase media del amor, o lo que Lawrcncc Stone ha califica­
do de «el matrimonio de compañeros» la mujer cede el control político al
hombre con el fin de adquirir una autoridad exclusiva sobre la vida do­
méstica, las emociones, el gusto y la moralidadl7. No tenemos base alguna
que nos permita asumir que tal intercambio tuvo como intención princi­
pal mantener a la mujer en su sitio. Al distinguir la autoridad masculina de
la femenina, esta representación de las relaciones sociales intentó echar
por tierra las prerrogativas que hablan pertenecido tradicionalmente a la
aristocracia masculina. El próximo capítulo analizará las consecuencias
políticas de esta transformación simbólica, pero por el momento deseo
centrarme en la retórica del contrato sexual mismo.
El prefacio de Rowton implica que las diferencias sociales entre hom­
bre y mujer dependen de una forma de subjetividad que a su vez depende
de las diferencias de sexo. Su creencia incuestionada en la diferencia esen­
cial entre las mentes del hombre y de la mujer proporciona la razón de ser
de la publicación de su obra The Female Poels o f üreat Britain. Si la natu­
raleza decreta que las mujeres escriban «no como rivales» sino como
«compañeras» de los hombres, de esto se sigue que la escritura de las m u­
jeres será un complemento de la de los hombres y nunca será capaz de te­
ner una relación crítica con los escritos masculinos. Se hace especial mente
difícil imaginar un debate entre los sexos si los géneros están arraigados en
estos. Así, Rowton identifica el discurso femenino como personal y subje­
tivo más que de carácter político o filosófico. Como prueba de ello nos in­
vita a observar que «en todos los Poemas de esle volumen seria difícil en­
contrar un pasaje escrito para acelerar el avance político del hombre;
mientras que cada una de las páginas mostrará algún esfuerzo por estimu­
lar su progreso m oral»l8. En efecto, resulta fácil descubrir estas categorías

16 Ver, por ejemplo, Eli Zaretsky. Capitalism. The Fam ily and Personal Ufe (Nueva York,
Harpcr and Row, 1976) y Anne Foreman. Fem ininily as A/ienation (Londres. Piulo Press,
197 7) para explicaciones sociológicas del cambio en los roles de los sexos que acompafió al cre-
cimienfo de una sociedad industrial cu Inglaterra. F.n The Feminizaiion of American Culture
(Nueva York, Avon Books. 1978), Ann Douglas describe un fenómeno similar en la America
del siglo xix. A Literature ofTheir Own de Elaine Showalter ofrece una descripción inestimable
de cómo estos cambios influyeron en la política de la industria editorial con respecto a las escri­
toras.
>' Lawrcncc Stone, Family, St'x antlM arriage in England ¡500-1800 (Nueva York. Harpcr
and Row. 1977), págs. 390-405.
1® Rowton. op. cit., pág. í vii. Debería advertirse que la m isma lógica se puedeencontrar en las
criticas más sofisticadas de la época. Considérese, porej emplo, los cstrechosparnlelismosexistcn-
en acción en los propios escritos que contribuyeron a producirlas. Pero
nos podríamos preguntaren vez de ello cómo la falta de acceso de la mujer
al poder económico y político autorizó ciertas formas de escritura. Esta
autoridad, como voy a demostrar, no fue una cuestión de género biológi­
co, puesta que cualquier uso del lenguaje se consideraba esencialmente fe­
menino siempre que estuviera lo bastante despegado de los cánones conte­
nidos del mercado y arraigado en su lugar en los valores del corazón y del
hogar.
Estas condiciones de recepción fueron una extensión de los temas que
organizan la novela y dan fe de su poder para transformar la comprensión
de las relaciones sociales de un público lector. La ficción respetable, voy a
defender, era aquella que representaba el conflicto político en términos de
diferencias sexuales que respaldaban un concepto del amor típico de la
clase media. No es accidental, pues, el hecho de que las novelas de autores
importantes, como Dickens y Thackeray, avancen hacia el cumplimiento
del contrato sexual con toda la coherencia de las novelas de Austen, las
Brome y Gaskell. La división y el equilibrio de autoridad que Rowton des­
cribe se entendía obviamente como la única forma de resolver una trama
convencional. Sobre todo cuando tenía lugar a través de los esfuerzos de
una protagonista femenina, una conclusión lograda no podría ser otra que
una vida libre de trabajo físico y asegurada por el mecenazgo de un hom­
bre benévolo. La idea de que se podía ganar autoridad a través de tal de­
pendencia sin duda sirvió a intereses múltiples en la justificación de la ex­
clusión de las mujeres de los negocios y la política. Pero la creencia de que
la vida doméstica y la sensibilidad moral constituían un dominio femeni­
no era mucho más que una compensación para la mujer. Aunque no pare­
cía ser política o económica en la superficie, la autoridad femenina seguía
siendo real, porque el lenguaje de las propias relaciones sexuales se consi­
deraba escritura femenina aceptable. En virtud de su aparente indiferen­
cia ante cuestiones que supuestamente concernían a los hombres, los argu­
mentos que giraban en torno al contrato sexual ofrecían los medios de pa­
sar disimuladamente ideología como el producto de una preocupación pu­
ramente humana. Yo diría que el contrato sexual sigue contribuyendo en
efecto a la regulación de las relaciones sociales; realiza en gran medida la
misma labor que Rousseau imaginó que el contrato social llevaría a
cabo.

tes entre la poética de Rowton y esta afirmación de George Henry l.ewcs: «La mujer, por su ma­
yor capacidad de afecto, su mayor espectro y profundidad de experiencia emocional, cstí bien
pertrechada para dar expresión a los hechos emocionales de la vida y exige un lugar en la litera­
tura que se corresponda con el que ocupa en la sociedad.» «The Lady Novelista», en W'ornen í
Liberation and Literalure. pág 174.
En el comienzo de Orgullo y prejuicio, Jane Austen se identifica invo­
cando un modelo de intercambio sexual al que personalmente no se po­
dría haber adherido: «Es una verdad universalmente reconocida que un
hombre soltero en posesión de una fortuna debe querer una esposa»1*.
Esta aseveración establece relaciones históricamente específicas entre la
obra y el público lector de Austen. Ella se sitúa como una escritora con co­
nocimiento de las relaciones sexuales y la intención, por irónica que sea,
de demostrar la verdad del contrato sexual. Treinta años más tarde, sin
embargo, Charlotte Bronte comienza la autobiografía novelada Jane Eyre
en la voz de una mujer que parece obtener su autoridad simplemente por
medio del lenguaje. Sin dinero, ni posición social, ni atractivo físico ni en­
canto alguno que la recomiende Jane Eyre empieza su ascenso hada una
posición segura dentro del marco de la clase dominante de una manera no­
tablemente directa:

Debo hablar; se me había pisoteado gravemente, y debía dar ta vuelta:


pero ¿cómo? ¿Qué fuerzas tenía para lanzar venganza contra mi antago­
nista? Reuní mis energías y las lancé en esta frase franca: «No soy falsa:
si lo fuera, diría que te amaba; pero afirmo que no te amo: afirmo que me
desagradas como nadie en el mundo»20.

Evidentemente el público lector de Bronté reconocía la autoridad del len­


guaje que apenas tenía nada tras él salvo la fuerza de las emociones feme­
ninas. Si Bronté se limito a consensuar este hecho con sus lectores, hecho por
si que Austen hubo de apostar, fue porque ella misma, entre otras autoras,
había contribuido a establecer la autoridad de la mujer sobre un dominio
específico del conocimiento: el de las emociones.
Escribiendo más de veinte años más tard i. George Eliot comienza
Middlemarc.h con una referencia histórica a la abnegación de una mujer,
un ejemplo que ella recuerda basándose en que debería ser una parte esen­
cial del conocimiento cultural de sus lectores: «El que se preocupa en gran
medida por conocer la historia del hombre y la forma en que la mezcla
misteriosa funciona bajo los diversos experimentos del Tiempo, no se ha
detenido, siquiera brevemente, en la vida de Santa Teresa»21 Eliot llama

1 Jane Austen. Pride and Prtjudice, cd. Donald ¡ Gray (Nueva York, W. W. Nonon,
1966), pág. I. Las citas del texto corresponden a esta edición, fü rp ilh y prejuicio, Ed. Cátedra.
Madrid, 1989.)
20 Charlotte Bronté, Jane Eyre. ed. Richard J. Üunn (Nueva York, W. W. Norton. 1971),
págs. 30-31. Las citas de] texto corresponden a esta edición.
21 George Eliot. Middlemarch, ed. Bert G. Homback (Nueva York. W. W Norton, 1977),
pág xiii. Las citas del texto corresponden a esta edición.
la atención hacia esta heroína sólo para mostrar en la ficción que le sigue
que hay una contribución mucho más importante hecha por las mujeres
que no se reconoce en los anales de la historia convencional. No sólo nos
pide que entendamos la historia de las mujeres como algo exterior a la de
los hombres y esencialmente distinta, sino que al concluir la novela, tam­
bién nos pide que reconozcamos el hecho de que la experiencia humana
está profundamente afectada por aquellos cuyo trabajo se desarrolla en un
terreno ajeno al ámbito político. Lo que es verdad para la historia de las
mujeres, implica ella, demuestra ser verdad también para el oficio de la
novelista: «el bien creciente del mundo depende en parte de actos no his­
tóricos; y el que las cosas no sean tan malas para ti y para mí como podrían
haber sido se debe al menos en parte al número de las que vivieron fiel­
mente una vida escondida y que descansan en tumbas que nadie visita»
(pág. 578).
Estas obras demuestran el punto hasta el que el contrato sexual autori­
zó a las escritoras al gobernar la forma de la novela. Avanzando un paso
más, sin embargo, Cumbres borrascosas de Emily Bronte usa el contrato
como el medio de dar al conocimiento de una mujer preferencia sobre el
de un hombre a la hora de explicar las relaciones sociales. Mr. Loekwood
puede transcribir la historia familiar de los Eamshaw que constituye el ar­
gumento de la novela. Pero aunque su educación clásica, sus viajes por el
extranjero y su experiencia de lectura de novelas le capacitan ciertamente
para escribir esta historia, no puede hacerlo sin la criada familiar Nelly
Dean, que tiene acceso a la información que explica las relaciones familia­
res. Ella es la única que combina el conocimiento contenido en la «biblio­
teca del amo» con el saber acumulado por la «gente del campo», con el co­
tilleo difundido entre las diversas haciendas y con una memoria que ha re­
gistrado acontecimientos en términos de las emociones que generan. Los
cambios radicales en la distribución del poder político dentro de la familia
a lo largo de los años no se pueden entender sin la crónica histórica de
Nelly acerca de los deseos que han dado lugar a tales cambios. Y aunque
Loekwood es el que solicita el relato y lo escribe, no puede proporcionar el
origen de su significado. E l‘que incluso en todo su carácter mundano el
punto de vista masculino demuestre ser inadecuado queda dramatizado
por el número de lectores que se han sentido inspirados a llevar a cabo el
trabajo de interpretar a Loekwood. Buscan dentro de este narrador las
fuentes de su peculiar fascinación por la familia Eamshaw, de su enferme­
dad resultante, así como del relato que aparentemente le cura. Hay algo en
la novela que le empuja a uno, en otras palabras, a crear una base emocio­
nal privada para el significado, si no en Loekwood, el autor putativo, en­
tonces en un autor que es presuntamente la propia Emily Bronte.
Podríamos incluso ir tan lejos como para llegar a ver la «Marioneta
Maestra» de VanityFair o al «tejedor de historias en su telar» que se ade­
lanta en el epílogo de Our Mutual Friend como una prueba más de que el
punto de vista de los novelistas masculinos estaba impelido por el mismo
imperativo a extraer autoridad del terreno femenino de conocimiento. A
pesar de la preocupación de Thackeray por la historia napoleónica, la
perspectiva del autor en Vanity Fair no se encuentra ciertamente dentro
del ámbito mayor de acontecimientos políticos de Europa ni en las fortu­
nas de los hombres en el amor y la guerra. La suya es la crónica de las pe­
queñas ondas expansivas sentidas en el frente del hogar por dos mujeres
que se esfuerzan por estar bien mantenidas por hombres. Dickens tampo­
co está exento de la norma que separaba ia autoridad moral de la autori­
dad política sobre la base de que cada una emanaba de esferas separadas,
basadas en los géneros, de conocimiento. Tal como George Ford ha de­
mostrado, Dickens, al transgredir esta regla, perdió el apoyo de los lectores
Victorianos. «Según el reseñador del Weslminster. “En todos sus relatos
existe un deseo latente de mejorar y reforzar las caridades de la vida, ele­
var a los pisoteados, suavizar la intolerancia, difundir el conocimiento,
promover la felicidad.”» Sin embargo, señala Ford: «Es extraño que vein­
tidós años después, en 1864, el Weslminster invirtiera su veredicto. “Cree­
mos que ha sido el principal instrumento en el cambio que ha pervertido
la novela haciéndola pasar de obra de arte a plataforma para el debate y el
argumento"»22. Con un género cuyo lenguaje debía mostrar el comporta­
miento femenino («mejorar y reforzar las caridades de la vida, elevar a los
pisoteados, suavizar la intolerancia, difundir el conocimiento y promover
la felicidad»), Dickens se atrevió a entrar en el debate político. Los reseña-
dores entendieron esto evidentemente como una intrusión del hombre en
terreno femenino, una forma de rudeza que aparentemente minaba la au­
toridad de un novelista.
Quizá más reveladora que las transgresiones de la división sexual del
discurso sea la insistencia de las escritoras en que las diferencias de género
deberían mantenerse. El prefacio de Mary Shelley a la edición de 1831 de
Frankenstein da fe del hecho de que la novela no era otra cosa que «mi
sueño de despertar»2*. Así, ella reivindica para este escrito un origen sin
intermediarios en la imaginación femenina, la suya propia. Los cambios
en el manuscrito realizados por su marido, nos asegura ella (situándole a él
en más o menos la misma relación con ella en la que Bronte situó a Lock-
wood con respecto a Nelly), tuvieron que ver sólo con cuestiones superfi­
ciales de estilo. De forma parecida, es con esta protesta con la que una
mundana Mrs. Gaskell presenta Mary Hartón, su «relato de la vida de
Manchester», a unos lectores que acababan de sobrevivir a la turbulenta
década de 1840: «No sé nada de economía política, o de las teorías del co­
mercio»2! Pero es un error que imaginemos que su afirmación de conocer

25 George H. Ford, Dickens and His Readers: Aspects o f Novel Criticám Since 1X36 (Nueva
York. W. W. Norton. 1965). pág. 81.
23 Mary W. Shelley, frankenstein. or The Modern Prometheus, ed. M. K. Joscph {Nueva
York. Oxford University Press. 1971), pág. 10.
24 Elizabetli. Gaskell, Mary Hartón. A Tale o f Manchester Life. ed. Slephen Gilí (Harmondii-
worth, Penguin. 1970), pág 38. Las citas del texto coiicspondcn a esta edición.
sólo los caminos del corazón sea una declaración de humildad, porque
como mínimo sus novelas demuestran que el amor puede resolver incluso
los conflictos políticos más violentos, Según ella, el contrato sexual anula
el contrato social, y el amor es la más poderosa «ley reguladora entre dos
partes» (pág. 460).
Fue Charlotte Bronte la que convirtió la demostración del poder emo­
cional en un imperativo estético cuando criticó a Jane Austen por no ser
capaz de sondear las profundidades de sus personajes. Bronte describió en
una ocasión a Austen como «una dama, pero ciertamente no una mujer»
puesto que su «interés» como autora «no es para con el corazón humano
ni la mitad de lo que lo es para con los ojos, boca, manos y pies huma­
nos»25. A partir de esta afirmación se podría inferir que Charlotte aproba­
ba con entusiasmo la novela de su hermana Emily en la que las emociones
corren crudamente sobre el comportamiento cortés-mostrado dentro de
los salones ficticios de Austen. Sin embargo, no es ése ei caso. Charlotte
censuró los escritos de su hermana por un tipo de deficiencia completa­
mente distinta que hizo que Emily ao llegara a alcanzar el estándar feme­
nino. El prefacio de Charlotte a la edición de 18S0 de Cumbres borrascosas
afirma que «la voluntad (de Emily] no era demasiado flexible, y que gene­
ralmente se oponía a su interés, su temperamento era magnánimo, pero
cálido y súbito; su espíritu era completamente inflexible»26. Tales cualida­
des autoritarias se manifiestan en una escritura que Charlotte describe en
términos de rasgos masculinos — «la expresión dura y fuerte, la pasiones
crudamente manifestadas, las aversiones incontenidas y las parcialidades
impetuosas de gañanes iletrados de los páramos y de desabridos terrate­
nientes de-los páramos» (pág. 9). Tal ficción parece sincera, pero tan terri­
blemente «iletrada», al decir de Charlotte, que al ir hasta el extremo
opuesto del estilo gentil de Austen, disminuye en la misma medida la au­
toridad de los escritos femeninos.
El prefacio y la «nota biográfica» de Charlotte fueron escritos en res­
puesta a los reseñadores, muy escépticos, de la edición original de 1847 de
la novela. Aunque admitía que Cumbres borrascosas era, entre otras cosas,
«iletrada», rebatía no obstante que fuera «extraña», «áspera y odiosa» o
un ejemplo del «poder de un autor desperdiciado», tal como habían afir­
mado los reseñadores27. Ella rechazó estos cargos al caracterizar a la auto-

25 Charlotte Bronte, carta a W. A Williamse» I85<), en The Bromes: Their Friendshipx, I.i■
ves and Correspondence, v q !. 111, cds. I\ J . Wiscy ). A. Symington (Londres, Oxford University
Press, 1932), pág. 99.
Charlotte Bronte, «Biographical Notice o f Ellis and Acton Bell», en Emily Bronte, Hw-
fhering Heighls* ed. William M. Sale, Jr. (Nueva York, W, W. Norton, L972), pág. 8. Las citas
del texto corresponden a esta edición.
2? William Sale prologa su selección de las primeras reseñas de Cumbres borrascosas con
esta valoración: «La recepción crítica de Cumbres borrascosas generalmente se ha considerado
poco benévola, y desde luego así lo parece ante los extraordinarios elogios que se han hecho más
tarde de esa novela. Pero si comparamos lo que la propia Charlotte dijo de la novela en su "Pre­
facio'* con lo que muchos de los primeros críticos hablan dicho, quizá deberíamos concluir que
ra de Cumbres borrascosas como una persona que poseía el gen io del poeta
romántico, pero que en realidad era más ingenua. Lo que es más, la edi­
ción de 1850 de la novela suprimió el pseudónimo masculino que se había
usado en la publicación original y, al aparecer bajo el nombre real de
Emily, llegó al público como el producto de una mujerculturalmente mar­
ginal y mortalmentc enferma. «Bajo una cultura sin sofisticación, gustos
no artificiales y una fachada sin pretensiones», escribe Charlotte de su her­
mana, «yacía un poder secreto y un fuego que podría haber formado parte
del cerebro y haber corrido por las venas de un héroe; pero ella no tenía
ninguna sabiduría mundana» (pág. 8). Esta representación de la autora ex­
plica con eficacia sus aparentes lapsos en el decoro al considerarlos como
signos de inocencia y, dada su ausencia de poder masculino, como símbo­
los de una auténtica naturaleza femenina. Por consiguiente, el prefacio de
Charlotte aleja a Cumbres borrascosas del mundo contemporáneo en el
que la representación de la novela de las relaciones sexuales, que tan clara­
mente desafia ciertos rasgos del modelo contractual, habría tenido que
considerarse subversiva. Animando a los lectores a localizar el significado
de la ficción de Emily en los escondrijos secretos de su vida emocional, el
prefacio rechaza tales transgresiones del eontrato sexual en tanto que me­
ros síntomas de definición imperfecta de género. Pero al hacer esto, por
supuesto, el prefacio aplica las normas de género a la ficción en cuestión y
feminiza con eficacia la controversia política o aleja a esa ficción de dicha
controversia. J, Hillis Miller revela el supuesto en el que esta estrategia de
feminización de la ficción se basa cuando afirma: «La validez de las visio­
nes de Emily Bronté depende de que se mantengan en privado. Su propó­
sito es crear un mundo interno que excluya a otra gente y al mundo
real»28.
Probablemente Charlotte Bronte quiso sugerir que en algún punto en­
tre los excesos de la prosa no auténticamente femenina de Austen y el esti­
lo agresivamente femenino de Emily Bronté, existe un estilo ideal de fic­
ción. Anticipa que un ideal semejante se habría hecho realidad en la obra
de Emily si se hubiera permitido que su imaginación se desarrollara por
completo. «Si hubiera vivido», según Charlotte, «su mente habría crecido
por si misma como un árbol fuerte, más alto, más derecho, extendiéndose
ampliamente, y sus frutos maduros habrían logrado una razón más suave
y un florecimiento más soleado» (pág. 11), Este alto árbol cargado de fru­
tos proporciona a Charlotte una metáfora para un estilo femenino que no
es ni tan agresivo como el de su hermana ni tan contenido comoel de Aus­
ten. Creo que podemos considerar Jane Eyre como una dramatización de
los límites y privilegios que la autoridad femenina permite idealmente. Se
puede decir en justicia que al desarrollar el personaje de una heroína que

tanto Charlotte como los críticos lo tuvieron difícil para llegar a aceptar una pieza de ficción tan
extrañamente distinta.» En Fmily BrontS, Wuthering HóighLs, pág. 227.
J. Hillis Miller, The Disappeara/ice o f (Jod {Nueva York, Shockcn, 1965), pág. I 57.
adquiere el poder de ser autora de su propia historia, Bronte identifica el
origen de su propia autoridad también como escritora. Para alcanzar una
posición desde la que hablar con autoridad, Jane debe abdicar de funcio­
nes que se desarrollan en las instituciones económicas, religiosas y educa­
tivas de su sociedad. Debe convertirse en una institución por derecho pro­
pio. Otras instituciones crean callejones sin salida que fijan la autoridad
de la heroína a un lugar. Al renunciar a cargos en el ámbito público, resulta
que ella gana la felicidad sin ninguna amenaza a su razón ni a su comedi­
miento.
Al centrarse en la cuestión de la autoridad de la heroína sobre las emo­
ciones, Jane Eyre nos permite pasar por alto un detalle crucial que lleva el
relato hasta un estado de gratificación emocional. Quizá más que su vir­
tud o su pasión, es el regalo del adinerado tío de Jane lo que hace posible
su felicidad. Este dinero sirve como eslabón en una cadena causal que tras­
lada a Jane desde la orfandad a una posición de respetabilidad social. Pero
lo que es más importante, la herencia de Jane le permite realizar una fór­
mula cultural que es prácticamente inseparable de la forma de la novela
— el intercambio entre hombre y mujer. Inicialmente, el dinero permite a
Jane librarse de su obligación para con su primo St. John Rivers. Luego,
con autonomía económica, ella adquiere el poder para perseguir deseos se­
xuales que de forma mágica reivindican prioridad sobre cualquier deber
social: «Rom pí con St. John, que me había seguido y me habría detenido.
Había llegado mi momento de asumir mi ascendencia. Mis poderes esta­
ban en juego y mostraban su fuerza» (pág. 370). Jane rompe su alianza in­
minente con su primo St. John, no porque él le haya ofrecido una vida de
pobreza y negación de sí misma, sino porque se ha negado — a cambio de
controlar sus circunstancias económicas— a concederle la soberanía sobre
su corazón. Por otra parte, al principio de la novela, la alianza de Jane con
Rochcster es anulada por motivos muy diferentes, no porque él ya estuvie­
ra casado (por lo que Jane sabe cuando decide regresar a él ese contracto
todavía está en vigencia), sino porque ella no tenía ningún poder económi­
co al que renunciar. Rochester era su patrón. Sólo cuando ella deja de ne­
cesitar su dinero se puede convertir en la mujer de su corazón, y es en este
papel, no en el de ama de llaves, en el que ella adquiere la posición de do­
minio adecuado en la casa de él. Vale la pena destacar que con este inter­
cambio la autoridad femenina adopta la forma de autoridad lingüística
— la supervisión de la información. Jane describe su papel en relación con
el ciego Rochester como una combinación de enfermera e intérorete: «Él
veía la naturaleza, veía los libros a través de mí; y nunca me cansé de mirar
en su nombre y de poner en palabras el efecto del campo, el árbol, la ciu­
dad, el río, la nube, el rayo de so l... ni de hacerle llegar por medio del soni­
do en su oído lo que la luz ya no podía plasmar en sus ojos» (pág. 397). La
renuncia a su identidad económica capacita así a Jane para reescribir las
condiciones materiales bajo las que las relaciones sexuales tienen lugar
idealmente. Dicho en otras palabras, su contexto se convierte en un texto
profundamente domesticado que ha sido filtrado a través de la percepción
de una mujer e imbuido con su respuesta emocional.
Al representar esta transacción como un imperativo va sea moral o
emocional más que como una necesidad económica, Jane Eyre participa
en la estrategia cultural más amplia que subyace la propia sexualidad de
clase media. Conforme la novela separa tanto el deseo como la necesidad
de su comedimiento de los principios que gobiernan el mercado, sostiene
la ilusión de la autonomía de Jane y, por lo tanto, la ilusión de que ella
controla su experiencia personal. El buen matrimonio que pone fin a la
ficción de este tipo, en el que los personajes alcanzan la prosperidad sin te­
ner que comprometer su virtud doméstica, se podría usar para resolver
otro orden de conflicto, el conflicto entre una clase agraria acomodada y
los industrialistas urbanos, por una parte, o entre el trabajo y el capital por
otra. Al enmarcar tal conflicto dentro de la esfera doméstica, ciertas nove­
las demostraron que a pesar de las vastas injusticias de la época, práctica­
mente cualquiera podía encontrar gratificación dentro de este marco pri­
vado. Al convertirse en la esfera femenina, pues, el hogar pareció separar­
se del mundo político y proporcionar complemento y antídoto para el mis­
mo. Y de esta forma las novelas contribuyeron a transformar el hogar en lo
que podría llamarse la «contraimagen» del mercado moderno, un reino
apolítico de cultura dentro del contexto de la cultura en conjunto2*.

E l c o n t r a t o s e x u a l c o m o p r o c e s o n a r r a t iv o

Hacer una tradición de autores relativamente destinados al hogar,


como Burney, Radcliffe, Austen, Gaskell, las Bronté, Eliot y Woolf me su­
giere cierta similitud con la adopción del estilo complaciente de Rowton,
el editor V ic to ria n o , cuando declaraba a los hombres los ingenieros de la
historia, los creadores de ideología y los forjadores de la conciencia políti­
ca. No quiero decir con esto que debamos ignorar lo que estos autores nos
dicen sobre el funcionamiento de la imaginación femenina y las circuns­
tancias sociales que la afectan. Se podría argumentar que muchas novelas
de mujeres efectivamente dan a entender al lector que considere la ficción
como una fuente importante de información sobre la condición de la mu­
jer. Cuanto más estrechamente nos pide la ficción del siglo xix que nos
centremos en la vida doméstica y la experiencia personal de las mujeres,
sin embargo, más insistirá también en que la información a mano es natu­
ral y universal y de ahí, apartada de la historia política. A menos que con­
sideremos las representaciones de la vida personal y las relaciones domés­
ticas como una estrategia cultural que surge de condiciones históricas es­
pecificas y sirve a fines políticos definidos, nuestras observaciones se limi-

El término «contraimagcn» proviene de «The Affirmative Characler ofCulture.» en We-


gatinni (Boston. Beacon Press, 1968), págs. 88-133. de Herbcrt Marcuse.
tarán a materializar un modelo de intercambio sexual del siglo xix. Des­
cribir la novela bajo tales circunstancias no es acercarse a la naturaleza fe­
menina ni a la cultura femenina, en mi opinión, sino más bien reproducir
pura ideología como si se tratara de una cosa o de la otra. No rechazo la
posibilidad de determinar lo que este tipo de escritura tiene de específica­
mente femenino. Antes al contrario, sugiero que sólo determinando lo que
es la sexualidad en el sentido que da Foucault a la palabra podremos tener
la posibilidad de aislar el sexo de otras relaciones de poder que operan
bajo su capa. Por ahora, podemos eludir la trampa de entender las diferen­
cias sexuales como una condición universal o un paradigma estático sim­
plemente considerando cómo, en unos cuantos ejemplos importantes, el
contrato sexual se desarrolló al tiempo que las condiciones para la recep­
ción literaria en proceso de cambio.
El punto hasta el que el género de representación está de hecho ligado
no al sexo del autor, sino a la institución de la novela así como a actitudes
sociales cambiantes se hace evidente cuando uno establece algunas com­
paraciones entre las principales novelistas del periodo y unos pocos de sus
más ilustres contemporáneos masculinos. También para los hombres el
modelo del intercambio sexual organizó historias sobre relaciones de po­
der de una forma que permitía a los lectores negar la base política de su
placer. Cuando lo llevaba a cabo una mujer, el individualismo agresivo se
replegaba en forma de paternalismo sobre su matrimonio con un hombre
de posición más elevada. Aunque ella podría ganar superioridad sobre los
hombres en términos morales, incluso la mujer más ambiciosa no deseaba
nada más que la dependencia económica del hombre que la valoraba por
sus cualidades mentales. La Pamela de Richardson proporciona uno de
los ejemplos más claros de la contradicción política contenida dentro de
este intercambio. Expresada en forma del diario de una criada virtuosa, la
historia del abuso del qtie es objeto a manos de un amo sin escrúpulos hace
que la resistencia de Pamela parezca admirable, aunque no fuera demasia­
do fiel a la verdad en la época de Richardson. Cuando su perseguidor sufre
una conversión moral y le pide que se case con él, se supone que debemos
considerar esto como un aeto de contrición por su parte más que como
presunción por la de ella. Tal como lan Watt ha observado: Estas luchas
... reflejan conflictos contemporáneos más amplios entre dos clases y su
modo de vida»30. Al mismo tiempo, se puede dar rienda suelta a tales con­
flictos por medio de una protagonista femenina, porque su poder está en

30 lan Watt, The Risa o f (he Wovel (Berkeley: University of California Press. 1957). Watt ve
la novela como un «espejo» del conflicto de clase más que como una lucha en si para hacerse
con ciertas signos, símbolos y prácticas estratégicamente poderosos. Ést3 es la razón por la que
tiene problemas a la hora de explicar no sólo el fenómeno de la ficción de Austen, sino también
el éxito de Richardson. Es decir, no puede explicar el hecho de que Richardson. lan puritano
como era, «hubiera marcado su entrada en la historia de la literatura con una obra que daba un
relato más detallado de una intriga de lo que nunca se había hecho con anterioridad»» (pá­
gina 172).
última instancia sometido a la autoridad de un hombre. Intereses de clases
en competencia se representan, por lo tanto, como una lucha entre los se­
xos que se puede resolver por completo en términos del contrato se­
xual.
Quizá más revelador a este respecto sean aquellos ejemplos en los que
la sexualidad no oculta el choque entre intereses políticos. Molí Flanders
ofrece un caso evidente de esto. Cuando es seducida, cosa que ocurre en
varias ocasiones, no se puede negar que ofrece un escenario para Defoe
para representar conflictos políticos. Lo que es más, una vez que Molí ha
superado las barreras sociales que la separan de las clases ociosas, adopta
un nombre nuevo y condena sus pasos más ventajosos en la escalera so­
cial. En otras palabras, adopta una posición opuesta a su identidad social
original. I.as contradicciones del mundo político producen tales disonan­
cias, que resultan tanto más perturbadoras en cuanto que gobiernan la his­
toria personal de una mujer y la haccn parecer una mentirosa. Por esta ra­
zón, sin duda. Molí Flanders y Roxana tuvieron que esperar hasta nuestro
propio siglo antes de recibir el calificativo de novelas. Y sin duda estas na­
rraciones exigen algo en el orden del psicoanálisis para explicar ciertas dis­
continuidades evidentes que ocurren dentro de la mujer más que entre ella
y un hombre.
Siguiendo por esta linca de pensamiento, debemos considerar posible
que una novela como Orgullo y prejuicio opera de acuerdo con la misma
estrategia política de amplia base simplemente porque parece ocuparse
exclusivamente del problema de casar a unas cuantas hijas. Más o menos
en la época en la que Austen escribió, la novela estaba siendo definida por
Scott, Barbauld y otros de una manera que daba sentido a narraciones
cuya resolución dependía del matrimonio. La novela se identificaba con
ficción, que daba autoridad a una forma concreta de relaciones domésti­
cas. Pero si Austen no pudo variar la forma y, sin embargo, escribió una
novela respetable, pudo modificar en cambio el contenido y, asi, la natura­
leza del conflicto social que el matrimonio parecía resolver.
De hecho, sus modificaciones del modelo richardsoniano son notable­
mente sutiles. Orgullo y prejuicio presenta al lector un grupo de mujeres,
hijas de un terrateniente cortés y que compiten entre ellas en un juego de
emparejamientos. Exigen maridos con dinero y posición a cambio de ofre­
cerse ellas mismas, sus modales y sus cualidades mentales. El juego del
amor decide cuáles son las virtudes femeninas más ventajosas en una mu­
jer que aspira a vivir la buena vida campestre. Como consecuencia, atribu­
tos femeninos tradicionales, como la castidad, el ingenio, el carácter prác­
tico, el deber, los modales, la imaginación, la simpatía, la generosidad, la
belleza y la amabilidad, compiten unos con otros entre las hermanas Ben-
net y sus amigas. Jane, la hermana richardsoniana, languidece en espera
de un marido hasta el mismo final de la novela, pero Austen no permite
que Lydia. que hace el papel de la aventurera, salga mejor parada. Lo que
es más, a la hora de cazar un marido, Lydia pone en peligro la reputación
de la familia y, así, limita las posibilidades de matrimonio de sus herma­
nas. De esta forma la novela hace al lector considerar qué es lo que capaci­
ta a la heroína, Elizabeth Bennet, para atraer a un hombre que no sólo sal­
va la fortuna familiar, sino que también eleva su posición social. Aunque
no destaca en ninguna de las cualidades femeninas tradicionales represen­
tadas por sus competidoras, Elizabeth las supera en un plano completa­
mente distinto. Sus ventajas particulares son las cualidades masculinas
tradicionales de inteligencia racional, honradez, dominio de sí misma y
sobre todo un dominio del lenguaje, todas las cuales al principio parecen
impedir un buen matrimonio.
Desde el principio el padre de Elizabeth la distingue de sus otras her­
manas aunque, tal como Mrs. Bennet lo expresa, « “no es ni la mitad de
atractiva que Jane, no tiene ni la mitad del buen humor de L ydia...” “Ellas
no tienen demasiado que las recomiende*’, replicó él; “todas son tontas e
ignorantes como otras chicas; pero Lizzy tiene algo más de viveza que sus
hermanas"» (pág. 2). Al final, el mejor partido masculino de la novela con­
firma esta alternativa de deseabilidad. Cuando se le pregunta por qué es­
coge casarse con Elizabeth, Darcy le dice: «“Lo hice por la vivacidad de tu
mente.”» En un acto característico de agresión verbal, Elizabeth le desafía
a que la defina y responde ella misma a la pregunta: « “El hecho es que es­
tabas harto de urbanidad, de deferencia, de atención oficiosa. Harto de
mujeres que estaban siempre hablando y mirando y pensando sólo en que
dieras tu aprobación. Te llamé la atención, te interesé por ser tan diferente
de ellas''» (pág. 262). Aunque gana el corazón de Darcy debido a que rom­
pe con el prototipo del ideal femenino, Elizabeth renuncia a toda su im ­
pertinencia en el instante en que accede a casarse con él. Su «vivacidad de
mente» pierde su lado cortante ya partir de entonces ejercerá una influen­
cia suavizadora en el mundo proyectado al final de la novela. Pero lo que
parecería ser una discontinuidad dentro de su carácter demuestra de he­
cho la forma en que esta novela se basa en la figura del intercambio sexual.
Cuando esta figura se hace con el poder, la novela redistribuye la autori­
dad entre Darcy y Elizabeth de una manera que demuestra claramente su
habilidad para traducir el conflicto político en términos psicológicos. Su
unión transforma milagrosamente todas las diferencias sociales en dife­
rencias de genero y las diferencias de género en cualidades mentales:

F.ra una unión que debe haber sido ventajosa para ambos; por medio de
la naturalidad y la viveza de ella, la mente de él debe haberse suavizado,
sus metíales deben haber mejorado, y por medio del buen juicio, la infor­
mación y el conocimiento del mundo de él, ella debe haber recibido un
beneficio de aún mayor importancia (pág. 214).

Es importante destacar exactamente cómo una representación tal crea rea­


lización personal donde había habido conflicto interno y unidad social
donde habían reinado los intereses de clase en competencia. Al atribuir
autoridad política y emocional al hombre y a la mujer respectivamente, la
figura inscribe lo político en el marco del carácter masculino y luego los
inscribe a los dos dentro del contexto del corazón y el hogar.
Las novelas que recompensan el autoritarismo por parte de aquellos de
posición inferior sin duda ofrecieron a los lectores de clase media una fá­
bula de su propia emergencia. Sobre todo cuaudo se representaban como
las opciones de una protagonista femenina, la competencia social podía
estar sexualizada y, por lo tanto, suprimida incluso mientras se experi­
mentaba. Pero una vez que la plaga de las ciudades industriales en expan­
sión y la amenaza de un levantamiento popular cambiaron el telón de fon­
do sobre el que la gente leía tales obras de ficción, la supremacía de la clase
media se convirtió menos en una fantasía utópica y más en un hecho que
había que justificar y defender. Con la publicación de la Carta Popular en
1837 la lógica del contrato se usó para apoyar las exigencias de los trabaja­
dores de autogobierno11. En tales condiciones, los novelistas tuvieron que
cambiar sus estrategias de autorización propia o si no correr el riesgo de
dar carta de naturaleza a reivindicaciones que iban en contra de sus pro­
pios intereses.
Este cambio en las condiciones bajo las que desarrollaba la actividad
de escribir resulta especialmente aparente en la diferencia entre la estrate­
gia característica de Austen de representación del conflicto social y la es­
trategia más típica de las décadas de 1830 y 1840. Al igual que Oliver Twist
de Dickens y VanityFair de Thackeray, por ejemplo, Cumbres borrascosas
y Jane Eyre fueron escritas durante el l ut búlenlo periodo entre la Carta de
la Reforma de 1832 y el comienzo de ¡a prosperidad de mitad de siglo. Es­
tas novelas comparten una fantasía de movilidad en dirección ascendente
en la que un protagonista de posición inferior entra a formar parte de las
clases ociosas. Esta fantasía la comparten también con la ficción anterior.
Sin embargo, al igual que Dickens y Thackeray, las Bronte se sintieron em­
pujadas a cambiar las consecuencias de la representación de la fantasía y
hacen este cambio en formas similares, Heathcliff no puede penetrar en la
vieja clase de los terratenientes sin desmantelarla. Lo mismo se puede de­
cir de Becky Sharp y menos élaramente de Oliver, que interrumpe los
vínculos entre sus distinguidos antepasados en el momento de su concep­
ción. Los trepadores sociales de la década de 1840 amenazan invariable­
mente con convertirse en intrusos, si no en tiranos por derecho propio, al
perseguir objetivos individualistas. Más que justificar la forma de poder
que se hace realidad sobre una base tal, las novelas escritas con el trasfon-
do ominoso de los centros industriales en proceso de crecimientos y las re­
beliones Carlistas representan cualquier clase de competencia como una
fuerza que rompe.

Tal como Doruthy Thompson señala, el numbre de la Carla del Pueblo (documento bási­
co del can ismo) «la definía como un movimiento radical de la clase trabajadora» y la distinguía
de una empresa política de clase media. The C h a'liM : Popular Polilics in ihi' industrialRevolu-
tion {Nueva York, Psniheon, 1984), pág 57.
Enfrentando a la figura del intercambio sexual con ella misma, la fic­
ción dejó de ofrecer una fantasía en la que uno podía disfrutar viendo di­
solverse las lincas de clase dentro del matrimonio. En lugar de ello, co­
menzó a marcar fronteras que antes se había sentido libre para cruzar. En
este aspecto, vale la pena recordar que en Olivcr Twist, la naturaleza ver­
daderamente villana de Fagin se oculta iniciaimente tras un exterior ma­
ternal de salchichas chisporroteantes, juegos de aula y cariño. Pero su si­
mulación de autoridad benigna se desintegra cuando el motivo del benefi­
cio entra en conflicto con sus virtudes femeninas y las anula. Junto con el
siniestro hermanastro de Oliver. Fagin impide que Olivcr descubra la
identidad de su madre, y a través de Sikes da lugar al asesinato de la prosti­
tuta Nancy. En muchos aspectos. Cumbres borrascosas podría parecer
ofrecer una comparación improbable con Olivcr Twist. Aun así, los rasgos
de Heathcliff cambian de una forma notablemente similar a la de Fagin,
conforme sus cualidades románticas dan paso en la segunda mitad de la
novela al «pecado dominante» de la «avaricia». También aquí la agresión
contra la forma establecida de autoridad demuestra en último término su
derrota, y el valor viene a quedar localizado en el fantasma de Catherine
Earnshaw, un poder femenino que conserva la línea familiar, excluye a los
intrusos que han recorrido la región y de esta forma libra a la familia de
formas de competencia que gobiernan el mundo del dinero. Una segunda
generación de personajes, notablemente domesticados en comparación
con sus prototipos de la primera mitad de la novela, viene a dominar a tra­
vés de derechos heredados más que a través de competencia económica o
matrimonio32. Una ambivalencia similar hacia la autoridad femenina tal
como se manifiesta en la ficción anterior se hace sentir en las heroínas dúpli-
ces de Vanity Fair. Una confía en la constancia emocional y el comedi­
miento moral, la otra se basa en instintos sin escrúpulos y puro oportunis­
mo. El lector descubre muy pronto que una mujer prospera a expensas de
la otra. La realidad política de Thackeray no es una realidad en la que to­
dos prosperen a partir del éxito de unos pocos. Así, con el ascenso de
Becky, las simpatías del autor se trasladan a la heroína sentimental. Ame­
lia, sólo para representar sú pasividad como algo cansado. Incluso así, se
siente empujado a neutralizar a Becky. cuyo individualismo agresivo ame­
naza a la propia clase de gente que ya ha alcanzado el poder por medios si­
milares.
l a misma ambivalencia parece dominar el final de Jane Eyre, de
Bronté. A pesar de la maquinaria de la relaciones contractuales, hay algo
que obviamente se desmanda en esta novela. Demasiados lectores han vis­
to el ascenso de Jane en los últimos capítulos no como un intercambio m u­
tuamente enriquecedor, sino como la castración simbólica de Rochester.
Y una de las razones por las que creen esto es porque él tiene todavía su tí­

32 Sobre esta cuestión, ver Nancy Armstrong. «Emilv Bronte tn and Out of Her Timo».
Genrc, 15 (1982), 243-264.
tulo y su fortuna: los símbolos de la autoridad masculina. El sentido de de­
sequilibrio en la relación entre los sexos parece derivarse del trastorno
producido por la ficción de la jerarquía tradicional que daba por sentada
el dominio masculino sobre el femenino. Es como si la mujer, lejos de re­
presentar los intereses de las clases instruidas, amenazara en realidad la
tranquilidad de la vida privada a todos los niveles del mundo social cuan­
do ella desafía las fronteras entre las clases. Porque el contrato sexual ya
no pretende hacer deseable a la mujer agresiva o recompensar el deseo fe­
menino, sino más bien ofrecer a las mujeres seguridad a cambio de su su­
misión a un papel tradicional. No es sólo en las novelas de las Brontü en las
que una violencia extraordinaria acompaña a un cambio hacia algo que se
asemeja a un orden matrilineal. Como en los casos de la intrusión del fan­
tasma de Catherine y la ceguera de Rochester, la autoridad femenina surge
con las ejecuciones que concluyen Oliver Twist y la cuchillada que bien
puede haber acelerado ia muerte de Joseph Sedley en Vanity t'air. Su po­
der sobre el hombre se parece algunas veces a la fuerza demoníaca — ma­
nifestada en la mujer loca— que definiría a estas mujeres como antiheroí­
nas y esposas poco deseables.
A principios del siglo xix, Austen se sintió obligada a poner fin a Orgu­
llo y prejuicio volviendo a situar la autoridad política en Pemberley, la
casa de los antepasados de Darcy, y a una distancia considerable de la ciu­
dad donde viven los vergonzantes parientes de los Bennet. Por medio de
tal cambio geográfico, la novela mantiene la continuidad de la autoridad
política tradicional mientras parece ampliar su base social al otorgar a Eli­
zabeth una autoridad de tipo estrictamente femenino. Por contraste, las
novelas escritas a mediados de siglo insisten en los efectos perturbadores
de la redistribución de la autoridad. Vemos la diferencia social entre hom­
bre y mujer acrecentrarse en Cumbres borrascosas y Jane Eyre. así como
en Vanity Fair. La distancia se hace menor sólo cuando una de las partes
en contienda ha sido eliminada o, por el contrario, claramente subordina­
da. De esto se puede concluir razonablemente que el contrato que subyace
las relaciones sexuales tuvo que cambiar con el atrincheramiento del po­
der de la clase media.
Al convertir las prerrogativas tradicionales masculinas en formas de
autoridad femenina, estas novelas de mediados de siglo tienden a repre­
sentar a la mujer bajo un aspecto amenazador. Su poder sobre el hogar
produce discontinuidades que nunca acaban de resolverse a través de un
intercambio sexual tradicional a pesar del gesto del novelista hacia la con­
clusión. N o se puede remediar ei sentir alivio cuando el poder de Heath-
cliff se desvanece cuando se rinde al encanto de Catherine Eamshaw, pero
tal como le explica a Nelly, la pérdida de su propia energía destructiva se
cubre de alusiones siniestras: «Nelly, se aproxima un cambio extraño
— me encuentra en este momento en su sombra. Tengo tan poco interés
por mí vida diaria que apenas me acuerdo de que tengo que comer y be­
ber» (pág. 255). Al haccr desaparecer a Heathcliff, este cambio devuelve la
casa de los antepasados de los Earnshaw a la «tradición antigua y el amo
legítimo». Sin embargo, el proceso sigue teniendo su lado siniestro porque
está motivado por una mujer, en este caso, la hija de Catherine. Al trans­
formar al heredero de Earnshaw de un criado a un caballero, la segunda
Catherine muestra los rasgos autoritarios de su madre: «cambió su con­
ducta y se volvió incapaz de dejarle en paz; hablándole; haciendo comen­
tarios sobre su estupidez y ociosidad: expresando su asombro ante la for­
ma en que él puede soportar la vida tal como la vivía — cómo podía pasar
toda una tarde mirando al fuego y dormitando» (pág. 245). En el lugar
donde siempre había habido zarzas silvestres en Cumbres Borrascosas,
Catherine' hace que Hareton plante «un lecho de flores de su elección en
medio de ellas» (pág. 250). El efecto perturbador de la feminización se
consigue finalmente cuando la familia —o lo que queda de ella— abando­
na las Cumbres y se traslada a las tierras más modernas y afeminadas de
Thrushcross Grange. Un acto similar de dislocación tiene lugar en Jane
Eyre, donde es posible que los amantes se unan sólo después de que
Thornfíeld Hall haya ardido hasta los cimientos y de que la familia, de
nuevo reducida, se haya trasladado a un bungalow en las afueras de la ha­
cienda familiar. Cuando Jane se acerca al lugar de su reunión con Roches­
ter, Bronté describe el lugar en términos que deberían recordarnos el casti­
llo conservado en las historias de la Bella Durmiente v la Gavanza: «los ár­
boles eran algo menos densos: en este momento contemplaba una barandi­
lla. luego la casa — en esta luz mortecina apenas distinguible de los árbo­
les; así de malsanas y verdes eran sus paredes ruinosas» (pág. 379). Una in­
versión obvia del patrón de cuento de hadas, este lugar contiene un hom­
bre qué volverá a la vida por medio del beso de una mujer. Más que
funcionar como mitades complementarias de la misma estructura políti­
ca, pues, el hombre y la mujer representan con tanta claridad fuerzas en
competencia a mediados de siglo que un intercambio contractual faculta a
la mujer a expensas de agotar al hombre.
Para poner fin a una descripción de lo que es en realidad un proceso
continuado, me gustaría ofrecer unos cuantos ejemplos que muestran
cómo el contrato sexual cambió durante la segunda mitad del siglo. Mere­
ce la pena destacar, en primer lugar, que mientras Charlotte Bronte podía
permitir a Jane Eyre un grado de libertad sexual y movilidad social que
obviamente iba más allá de la propia experiencia de la autora, no ocurre lo
mismo con respecto a Luey Snowe, la maestra solterona de la novela pos­
terior de Bronle Villette. Tampoco George Eliot, que también estaba escri­
biendo tras el listón de mediados de siglo, otorga a sus protagonistas casi
tanto espacio para ejercer su deseo como la propia Eliot pudo disfrutar. Es
notable, además, que el mero pensamiento de iniciativa sexual por parte
de Louisa Gradgrind, una burguesa sin el menos interés por lo demás,
arroja sombras sobre las cuestiones mucho más importantes que afloran
en Tiempos difíciles de Dickens. En una novela que trata crispadamente el
desasosiego laboral y la crisis del sistema educativo, Dickens persigue el
tema sexual con un aplomo perfecto, como si supiera que en la ficción al
menos estas volátiles cuestiones políticas se podían resolver simplemente
con el sometimiento de la mujer. Es significativo, pues, que no pueda per­
mitir que una figura como el Darcy de Austen o el Rochester de Bronte ga­
nen autoridad sobre Louisa. Estos hombres son encarnaciones anteriores
de autoridad política que para mediados de siglo habían desaparecido del
dominio de la ficción cortés. Adoptando en lugar de ello una estrategia
que pretende anular el poder del deseo femenino, Dickens devuelve a
Louisa a su padre en un estado de dependencia infantil. El mundo domés­
tico cobra un tinte más tradicional en la novela sólo cuando ella se da a
Sissy Jupe, una muchacha de circo que desea por encima de todo encon­
trar a su padre perdido.
Claramente Dickens divide el personaje de la mujer dueña de sí misma
en dos esterotipos Victorianos familiares, la virgen y la aventurera. Su re­
solución no proporciona ninguna mediación entre las dos, porque depen­
de de la exaltación de la mujer pasiva y de hacer desaparecer del mundo
todo el deseo femenino activo. En M illón thc Floss de Eliot, el locusclassi-
cus del dilema de Maggie Tullí ver es el juicio medieval por brujería. Esta
versión victoriana del doble vínculo condena a la mujer por tener poder
demoníaco si nada y celebra su inocencia si se ahoga. La dinámica del in­
tercambio sexual es aparentemente tal que la mujer gana autoridad sólo
por medio de la redención del hombre, y no persiguiendo sus propios de­
seos. La ficción esenta pasada la mitad del siglo castiga severamente a las
mujeres si resisten las formas establecidas de autoridad política, por muy
ineficaz que su resistencia resulte ser. La misma ficción recompensa a los
personajes femeninos cuando se oponen con firmeza al comportamiento
competitivo que se asemeja a la lucha despiadada perfilada en la biología
de Darwin,
Aproximadamente en esta época, en que el contrato sexual se volvía contra
sí mismo de esta forma, apareció la antología de Rowton de poesía femenina..
Su prefacio deja claro que la figura del contrato ya no se podía usar para in­
yectar un elemento de individualismo en el sistema. En lugar de ello, el de­
seo femenino debe convertirse en la obra retórica de transformar al hom­
bre de un bruto competitivo en un padre benevolente. La antología de la
mujer de Rowton y la poesía femenina surgen de este imperativo político.
La colección se puede considerar un intento de contener la autoridad fe­
menina manteniendo su alejamiento de los escritos producidos por hom­
bre. Dado el hecho de que las mujeres victorianas tenían poco acceso di­
recto al poder económico o político, sin embargo, uno debe preguntarse
por qué la novela victoriana encontró súbitamente necesario mostrar a Ja
mujer como un ser pasivo y excluirla de la esfera masculina.
Una vez más me gustaría insistir en la dimensión retórica de la obse­
sión por la pureza sexual. Más que ninguna otra cosa, esta obsesión de­
muestra cómo las clases instruidas buscaron revisar la forma en que la
gente hablaba, escribía y pensaba sobre ella misma en relación con los de-
más. Argumentaría aún más que este esfuerzo fue parte de una revisión
mucho másprofunda del contrato sexual y sus diversos rasgos, incluyéndolos
tipos de masculinidad y feminidad que podía contener, la base sobre laque
los dos se distinguían y las condiciones de un buen matrimonio. Este cam­
bio trajo consigo una nueva actitud en el énfasis moral desde las reivindi­
caciones del individuo afirmadas a través del deseo femenino a aquellas
de la comunidad, que requerían que lal deseo se sometiera al control ra­
cional. Con el ascenso de las clases medias el ideal de mujer ya no podía re­
presentar una forma emergente de poder. Encontramos que la ficción la si­
túa fuera de un sistema ahora abiertamente competitivo donde ella es «di­
ferente», más que en el interior en el que ella podría ascender. Pero una
vez que el territorio cultural había sido delineado y se le había encontrado
sin sentido de una forma en oposición a otra, este significado no se podía
transformar según la voluntad de un autor. La autoridad del novelista se­
guía identificada con la de la mujer. La voz de los autores de finales del si­
glo xix gana autoridad a partir del alejamiento, al llegar a nosotros desde
fuera del mundo social más que desde su centro. A esta separación de po­
deres dentro de la cultura se puede probablemente atribuir el creciente nú­
mero de críticos y reseñadores así como de editores del orden de Rowton.
La creencia de que las diferencias esenciales distinguían al hombre de la
mujer y daban a cada uno poderes que el otro no poseía proporciona la
base, tal como Elaine Showalter ha explicado, sobre la que una subcultura
femenina intentó ampliar el poder de las mujeres-'3.
Como si fuera para demostrar que ninguna área de la cultura — y sobre
lodo no la sexualidad— permanece estable a lo largo del tiempo y el uso
repetido, escritores modernistas como Virginia Woolf y Jean Rhys aban­
donaron deliberadamente la estética femenina. Una cultura posfreudiana
aparente/nente les dio lo que sus predecesoras no tenían, un lenguaje para
articular las diferencias y silencios de la ficción doméstica anterior. O qui­
zá sea más preciso decir que el lenguaje nuevo y más especializado del yo
ofrecido por el psicoanálisis — junto con cambios en las ciencias, filosofía,
y las artes hermanas, incluyendo la crítica literaria— les permitió repre­
sentar profundidades en el sujeto femenino que estaban más allá de la
imaginación de los límites de un discurso anterior. En la obra Mrs. Dallo-
h ay de W oolf los corteses intercambios de un lenguaje a un tiempo sexual

y político degeneran en el lenguaje de las mujeres, un discurso vacío que


dramatiza la ausencia tanto de comunicación como de comunidad. En su
lugar W oolf ofrece un lenguaje del verdadero yo que es fluido, ni masculi­
no ni femenino, pero capaz, de contener dentro del yo la figura de un inter­
cambio que en un tiempo habia organizado las relaciones sociales. La figu­
ra llega hasta nosotros como una voz que no puede ser femenina porque
representa lo que es al mismo tiempo masculino y femenino, siempre des­
de una posición que aliena al lector del pasado y de las normas sexuales

■'3 Showalter, A Literature o f Jh i ir Own págs. 182 y ss.


que circunscriben la consciencia. Así, según Woolf, es como la moderna
Clarissa se entiende como una persona determinada por el género:
Tenía la más extraña sensación de ser invisible; no vista; desconocida;
no habiendo ya más matrimonio, más tener niños ahora, sino sólo este
sorprendente y más solemne progreso con el resto de ellos, Bond Street
arriba, siendo Mrs. Dalloway, ya ni siquiera Clarissa; siendo la mujer de
Mr. Richard Dalloway54.
Quizá sea más apropiado mirar a Orlando — mi favorita— de la que
W oolf llegó a decir que estaba escrita por otras novelas y cuya protagonis­
ta cambia de sexo y posición junto con las exigencias de la historia que
ella/él encuentra, siempre con la intención de ocultar su verdadera identi­
dad. Un breve ejemplo de esta metahistoria de la subjetividad tendrá que
servir; «Orlando bebió el vino y el archiduque se arrodilló y besó la mano
de ella. En breve, dieron vida a los papeles de hombre y mujer durante
diez minutos con gran vigor y entonces desembocaron en un discurso na­
tural»35. Debería añadir que el «discurso natural» es para Orlando y el ar­
chiduque una historia de las diversas transformaciones necesarias para
mantener oculta la verdad del deseo de ambos con lo que Orlando, por tanto,
queda un paso por delante de sus pretendientes; como con toda la ficción,
parece decir Woolf. nos deja con las pieles de viejos yoes como la sustancia
de la identidad humana. Wide Sargasso Sea de Jean Rhys ofrece otra
reescritura de la novela doméstica’^. Reproduce la historia de Jane Eyre
desde la perspectiva de la loca del ático, esta vez haciendo hincapié en la
diferenciacuituraldclamuiery representándola feminidad de unaepocaan-
como la proyección de deseos masculinos sobre el pasado y sobre otra cul­
tura, así como sobre una mujer. En este contexto, la locura de la primera
esposa de Rochester se puede considerar como una forma de resistencia.
El yo real se encuentra en teoría en estas novelas, mientras que el yo se­
xual está sujeto a intereses económicos y gravado por la necesidad históri­
ca. Pero una vez más encontramos que escritores como Joyce y Lawrence
comparten con sus contemporáneas femeninas un concepto de la sexuali­
dad que acaba con las distinciones entre discurso masculino y femenino
mantenido por novelas anteriores. Tal transgresión de fronteras sexuales
se convirtió, pues, no en una respuesta femenina o incluso masculina al
modelo del intercambio sexual, sino en una estrategia retórica por la que
ciertos autores se situaron fuera de las categorías reinantes de su cultura y,
de esta forma, se identificaron como una minoría intelectual de élite. Sin
embargo, también se puede argüir que al colocarse en un mundo aparte de
su momento en la historia, tos autores modernistas llevaron adelante el
proyecto del siglo xix que usaba la ficción paradistinguir la política de la
sexualidad.

34 Virginia Woolf. Mrs. Dalloway (Nueva York, llafcourt Brace Jovanovich, 1953), pá­
gina |4.
55 Woolf. Orlando. A Btography {Nueva York. Signcl, 1960), pág. 117.
3® Joan Rhys. Wide Sorgussu Si'a (Nueva York. W W Norton. 1966).
El alza de la mujer doméstica

Es sólo viendo a las mujeres en sus propias casas,


en su propio ambiente, igual que están siempre,
como puedes formar algún tipo de juicio. Si no se
da esto, todo son conjeturas y suerte — y general­
mente será mala suerte. ¡Cuántos hombres se han
comprometido con poto conocimiento y lo han la­
mentado durante el resto de sus vidas!
Ja n e A u sten , Em m a

En su esfuerzo por hacer a las mujeres jóvenes deseables a los ojos de


hombres de buena posición social, innumerables libros de conducta y
obras de instrucción para mujeres representaron una configuración espe­
cífica de los rasgos sexuales como aquellos de la única mujer apropiada
que los hombres de todos los niveles de la sociedad querrían como esposa.
Al mismo tiempo, tales escritos proporcionaron a gente de diversos grupos
sociales una base para imaginar intereses económicos en com ún1. Así, fue

1 Ha habido libros de conducta desde la Edad Media. Desde el ejemplo medieval hasta el
moderno, casi siempre implican un público lector que desea mejorar y para los que la mejora de
si mismos promete un ascenso de posición social. Para una recopilación de ensayos que estu­
dian la gran variedad de libros de conducta desde la Edad Media hasta la actualidad, ver The
Idcology o f Conduct: Essays in Uterature and the History ofSexuolily, eds. Nancy Armstrong y
Leonard rennenhouse (Nueva York, Methuen. 1987). Paraunestudio de loslibros de conducta
de la Edad Media, ver ICathleen Ashley. «Medieval Courtesy Literatura and Dramatic Mirrors
for Femalc Conduct», en The Ideotogy o f Conduct. Ver Ann R. Jones, «Nets and Bridles: Con-
duct Books for Women 1416-1643». en The Ideoloxy o fConduct. para un estudio de la literatu­
ra de conducta en la Inglaterra y la Italia renacentistas. Ver también Suzaanc M. Huli, Chusle
Silent <£ Obedtenl: Lngltih Rooks Jor Women 1475-1640 (San Marino, Calif., Huntington Li­
bran-, 1982); Ruth Kelso. The Doctrine for ihe istdy of the Renaixsanee (Urbana, Illinois, Uni-
la nueva mujer doméstica más que su contrapartida, el nuevo hombre eco­
nómico. la que se introdujo por primera vez en la cultura aristocrática y
obtuvo autoridad de ella. Estos escritos asumieron que la educación ideal­
mente haría a una mujer desear ser lo que un hombre próspero desea, que
es sobre todo una mujer. Por lo tanto, ella debía carecer de los deseos com­
petitivos y ambiciones mundanas que consecuentemente pertenecían
— como por algún principio natural— al hombre. Para tal hombre, la de-
seabilidad de la mujer giraba en lom o a una educación en prácticas do­
mésticas frugales. Ella debía complementar el papel del hombre como
aquel que ganaba el pan y producía con el de ella como mujer que gastaba
con inteligencia y consumidora caracterizada por el buen gusto. Tal rela­
ción ideal presuponía una mujer cuyos deseos no estaban necesariamente
atraídos por las cosas materiales. Pero como el deseo de una mujer se po­
día de hecho manipular por medio de signos de riqueza y posición, ella re­
quería una educación.
Asumiendo esto, los libros de conducta del siglo xvm y ios tratados
educativos para las mujeres pusieron al descubierto una contradicción
dentro del territorio cultural existente que se había delineado para repre­
sentar a la mujer. Estos autores retrataban mujeres aristocráticas junto
con aquellas que albergaban pretensiones aristocráticas como verdaderas
encarnaciones del deseo corrupto, a saber, el deseo que buscaba su gratifi­
cación en términos económicos y polít icos. Todos los libros se cuidaron de
explicar cómo esta forma de deseo destruía las propias virtudes esenciales
de una mujer y una madre. Más tarde aparecerían narraciones de su desa­
rrollo ideal. Los manuales educativos para mujeres simplemente perfila­
ban un nuevo campo de conocimiento específicamente femenino. Al ha­
cer esto, declaraban que su intención era recuperar y conservar la identi­
dad (sexual) verdadera de la mujer en un mundo gobernado de acuerdo
con otras medidas (políticas y económicas) de los hombres. Con esio como
su justificación, los escritos dedicados a definir a la mujer produjeron un .
importante cambio en la comprensión del poder. Seccionaron el lenguaje
del parentesco del de la relaciones políticas, produciendo una cultura divi­
dida en los dominios respectivos de mujer doméstica y hombre econó­
mico.
[Después de leer vanas docenas o más de libros de conducta, 1c sorpren­
de a uno una sensación de vacío — una ausencia de lo que hoy considera-

versity oftllinuis Press, 1956); LouiiB. Wright, Mtddle-Class Culture in Elizabelhan língland
(Ithaca, N. Y ., Cornel! Univcrsity Press. 1935), págs. 121-227; y John E. Masón, Gcnllefolk in
ihcM aking: Studies in che History ofEnglúh Couriesy Literature and Related Topicsftom 153i
lo 1774 (Filadetfia: Univcrsity of Pennsylvania Press. 1935). El libro de conducía del siglo xvjn
ha sido estudiado por Joycc Hetnlow, «Faiiny Burney uid the Couriesy Books», PM L4, 65
(1950), 732-61; Marityn Butler. M aría Edgev-arth: A Liierary Biography (Oxford, Clurendon,
1972); y Mary Poovcy, The Proper Lady and the Womati Whter:¡dtology as Siyle in the Works
o f Mary Wollstonecraft, Mary Shelley. and Jane Austen {Chicago. University of Chicago Press,
1984), págs. 3-47.
mos información «real» sobre el sujeto femenino y el mundo de objetos
que ella supuestamente debe ocupar. Bajo la propia fuerza de la repeti­
ción, sin embargo, uno no ve una figura surgir de las categorías que organi­
zan estos manuales. Una figura de subjetividad femenina, en realidad una
gramática, esperaba la sustancia que las novelas y sus lectores, así como
los innumerables individuos educados según el modelo de la nueva mujer,
llegarían a ofrecer. En tales libros se puede ver una cultura en el proceso de
volver a pensar al nivel más básico las reglas dominantes (aristocráticas)
para el intercambio sexual. Debido a que parecían no tener prejuicios po­
líticos, estas normas se adueñaron del poder del derecho natural, y como
consecuencia, ofrecieron —en realidad lo siguen haciendo— a los lectores
una ideología en su forma más poderosa.
Teniendo esto en mente, describo el campo de información tal como lo
representaban los libros de conducta para mujeres del siglo xvm, sabiendo
que la importancia histórica de la formación de tal campo no se puede en­
tender ni como una psicología ni como un conjunto de normas destinadas
a restringir el comportamiento femenino. Al revisar el contrato sexual, au­
tores y lectores — tanto hombres como mujeres— usaron las mismas nor­
mas para formular un nuevo modo de pensamiento económico, aunque
representaron esa forma de pensar como algo perteneciente sólo a las mu­
jeres. Ver el contrato sexual una vez más como un contrato económico es
la única forma, pues, de tratar la sexualidad moderna como el lenguaje po­
lítico que resulta ser. El debate que sigue defiende que, en virtud de su apa­
rente insignificancia, un cuerpo de escritos preocupados por la creación de
una clase especial de educación para mujeres desempeñó de hecho un pa­
pel crucial en el ascenso de las nuevas clases medias en Inglaterra.

E l 1.1BRO DE LA SEXU ALIDAD DF LAS CLASES

Hacia finales del siglo xvn, la gran mayoría de los libros de conducta
estaban dedicados principalmente a representar al hombre de la clase do­
minante2. En lo que concierne a m i argumento, no importa en realidad si
los aristócratas eran realmente los que se tomaban seriamente tal instruc­
ción o no. Lo que importa es lo que el público instruido consideraba como
el ideal social dominante. Ruth Kelso y Suzanne Hull han mostrado que
durante los siglos xvi y xvu había relativamente pocos libros para instruir
a las mujeres en comparación con los que estaban al alcance de los hom­
bres. Su investigación también muestra que los libros dirigidos a un públi­

2 Frank Whigham. Ambition and Privilegr The Social Trapes o f FJhabelhan Courtesy
Theory (Berkdey. University o í California Press, 1984); John L. Licvsay, Stefano (iuazzo and
theEngiish Renaissance, 1575-1675 (Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1961); y
Ruth Kelso. The Doctrine of thv Lngtish Gentleman in the Sixteenth Cenlury. Vol. 14. Univer-
sily o f Illinois Siudiex in Language and S.üerature (1929).
co lector de aspiraciones más humildes aumentaron su popularidad du­
rante el siglo x v ii3. Aunque para mediados de siglo sobrepasaban en nú­
mero a los libros de conducta que exaltaban los atributos de las mujeres
aristócratas, el sabor distintivamente puritano de algunos manuales de
matrimonio y libros sobre el gobierno del hogar dejaron bien claro que no
apoyaban las normas culturales preferidas4. Pero el consejo que ofrecían a
las mujeres tampoco decía que debieran desafiar el ideal aristocrático.
Cualquiera que fuera su actitud política hacia la aristocracia, estos libros
no tenían la presunción de representar una mujer más deseable, sino que
simplemente perfilaban los procedimientos domésticos que eran prácticos
para gente con menos medios y prestigio. Una preocupación exclusiva por
las cuestiones prácticas de cómo llevar una casa clasificó ciertos tetftos
para mujeres como economías domésticas, lo que significaba que pertene­
cían a un género completamente distinto del de los libros de conducta que
aspiraban a ser literatura cortés. Aunque algunos libros defendían que la
economía doméstica debería formar paite de la educación de una dama
ideal, no fue una norma generalizada hasta la última década del siglo
x v ii5. Hasta entonccs, los distintos niveles de la sociedad tenían ideas re­
conociblemente distintas sobre lo que hacía a una mujer deseable para el
matrimonio. Durante las primeras décadas del siglo xvm , sin embargo,
categorías que aparentemente habían permanecido bastante constantes
durante siglos sufrieron una rápida transformación.
La distinción entre los libros de conducta y las economías domésticas
cambiaron de tal forma que las dos categorías alcanzaron a los lectores de
la otra. Estos libros adquirieron tal popularidad que para la segunda mitad
del siglo xvm prácticamente todos sabían el ideal de feminidad que pro­
ponían. Joyce Hemlow considera estos escritos la expresión más pura del
mismo interés en los modales que se puede encontrar en Bumey: «el pro­
blema de la conducta de la joven fue investigado tan profundamente que
los años durante los que vivió Fanny Burney, o con mayor precisión los
años 1760-1820, que también vieron el alza de la novela de costumbres, se
podrían llamar la cpoca de los libros corteses para mujeres»6. A esto yo
añadiría una reserva importante. Mientras que los años en los que vivió
Bumey — y, se podría destacar, también los de la vida de Austen— se de­
berían ver de hecho como el punto álgido de una tradición de libros de
conducta para mujeres, sería erróneo sugerir que los dos tipos de escritos
— libros corteses de mujeres y novelas de costumbres— cobraron vida y se
pasaron de moda al mismo tiempo. La producción de libros de conducta

1 Ver, por ejemplo, Hull, págs. 31-70.


* Para un estudio de estos escritos producidos por mujeres durante el siglo xvn, ver Patri­
cia Cravvford. «Women'i Published Writings 1600-1700». en tornen in English Sociely 1500-
1800. ed. Mary Prior (Nueva York, Metbuen, 1985), págs. 211-81.
5 Bathsua Makin, An essay la revive the anlient educalion of gentlewomen (1673), citado
por Crawford, pág. 229.
6 Hemlow. «Fanny Burney and thc Couitcsy Books», pág. 732.
precedió con mucho a las novelas de costumbres y de hecho prácticamente
explotó durante el periodo que siguió al fracaso de la renovación de la ley
de licencia de 1695, precediendo asi a la novela de costumbres varias dé­
cadas7. Y aunque hoy encontremos que los autores no designaban curricu­
la para educar a las jóvenes en casa ni escribían ficción para demostrar las
cualidades propias de la conducta femenina, el libro de conducta está to­
davía vivo y coleando. Además de todos los libros y columnas de consejos
que les decían a las mujeres cómo atrapar y conservar a un hombre, y ade­
más de numerosas revistas que ofrecían la imagen del hogar hermoso, hay
también cursos de economía doméstica a los que la mayoría de las mujeres
debían asistir antes de graduarse en el instituto. Quizá debido a que sus
principios más básicos se convirtieron en hechos sociales con la formación
del currículum nacional que incluía a alumnos masculinos y femeninos,
los libros de conducta se han vuelto más especializados durante nuestro si­
glo — concentrándose ahora en muslos delgados, en los modales de una
mujer de negocios y con la misma frecuencia en habilidades domésticas
tan específicas como La cocina francesa o la jardinería inglesa, que los
hombres deben aprender al igual que las mujeres.
Se puede decir con tranquilidad que para mediados del siglo xvm el
número de libros que especificaban las cualidades de una nueva clase de
mujer habían sobrepasado con mucho el número de aquellos dedicados a
describir al hombre aristócrata8. El crecimiento de este cuerpo de escritos
coincidía así con el alza de la prensa popular, en sí parte del proceso más
amplio que Raymond Williams ha denominado con acierto «la larga revo­
lución»9. La obra de Lord Halifax Ádvice lo a Daughter apareció por pri­
mera vez en 1688 y tuvo dos docenas de ediciones, ganando gran populari­
dad durante casi un siglo hasta que Father’s Legacy ¡a his Daughters del
Dr. Gregory y Leiters on the Tmprovement oftheM ind de Hester Chapone
ocuparon su lugar. El estudio de John Masón de la literatura cortés de­
muestra que el número y variedad de libros de conducta de damas comen­
zó a incrementarse con la publicación de libros tales como The Ladies Dic-
tionaryU 694) y The Whole Duty ofWomen ( 1695)1°. En lo que a los hom­
bres se refiere, su estudio muestra que, mediado el siglo, la forma gradual­
mente mutó en otras formas — la sátira, por ejemplo— una vez que la pro­
ducción del líder social ideal que dominó los tratados renacentistas dejó

7 Ver P. Crawford, op cit., Apendix 2, págs. 265-271.


s Comentando una oleada posterior de publicación de libros de conducta. Mary Poovey
afirma que «el material de todo tipo referente a la conducta aumentóen volumen y popularidad
despuds de la década de 1740». púg. 15.
^ Raymond Williams señala que el que no se lograra renovar el liecnsing act en 1965 tuvo
como consecuencia directa el incremento de la prensa, The Long Revoluiion (I .ondres. Chatio
and Windus, 1961), p%s. 180-81.
10 Masón, Gentiefolk in theM aking, pág. 208. The Whole D ulyofa Woman W rittenbya
Lady{ 1695) no debe confundirse con la obra posterior de William Kendrick The Whole D uiyof
Womun (1753).
de ser su objetivo primordial. Entre tanto, el libro de conducta para muje­
res sufrió una suerte diferente. La literatura educativa dirigida a lectoras
femeninas adquirió gran popularidad con rapidez una vez que se liberó
del modelo aristocrático, y a pesar de una disminución tras la década de
1820, muchos libros permanecieron a la venta hasta bien entrado el si­
glo X IX .
A lo largo de este periodo innumerables libros de conducta femeninos,
revistas para mujeres y libros de instrucción de niños plantearon todos
ellos un ideal femenino similar y tendieron hacia el mismo objetivo de ha­
cer posible un hogar feliz. De hecho, el fin del siglo xvm vio no sólo la pu-„
blicación de propuestas para instituciones dedicadas a educar a las muje­
res, sino también el desarrollo de programas destinados a instruir a las
mujeres en casa. A Plan for the Conduct o f Female Education in ñoardtng
Schools (1798} de Erasmus Darwin y Practicál Educa!ton (1801) de los Ed-
geworth son sólo dos de los esfuerzos más famosos por institucionalizar el
currículum propuesto por la literatura de libros de conducta. En la repre­
sentación del hogar como un mundo con su propia forma de relaciones so­
ciales, un discurso distintivamente femenino, este cuerpo de literatura re­
visó la semótica de la cultura a su nivel más básico y permitió que tomara
forma una idea coherente de la clase media. El que el número relativo de
libros de conducta pareciera disminuir con el fin deí siglo x v i h no se debió
a que el ideal femenino que representaban se hubiera pasado de moda. An­
tes al contrario, existen razones para creer que para entonces este ideal ha­
bia pasado al dominio del sentido común, donde proporcionaba el marco
de referencia para otras clases de escritos, entre ellos la novela. El siguien­
te capítulo mostrará que la descripción tediosamente prolongada del ho­
gar en Pamela de Richardson se puede sustituir por la representación m i­
nimalista de Austen precisamente porque las normas que gobiernan las re­
laciones sexuales expuestas en los libros de conducta se podían dar por he­
cho. Austen pudo simplemente aludir donde Richardson, desafiando un
concepto anterior de relaciones sexuales, tuvo que elaborar durante cien­
tos de páginas. Más que eso, Austen sabía perfectamente que sus lectores
habían identificado aquellas normas no sólo con el sentido común, sino
también con la forma de la propia novela.
Los libros de conducta se dirigían a unos lectores que comprendían di­
versos niveles y fuentes de ingresos, e incluían prácticamente a todas las
personas que se distinguían de la aristocracia, por una parte, y de los tra­
bajadores pobres por la otra. Aunque escritos en diversas voces regionales,
profesionales y políticas, cada una con las preocupaciones específicas de
un público lector local en mente en primer plano, los libros de conducta
escritos durante las primeras décadas del siglo x vm propusieron un ideal
que estaba reapareciendo con una regularidad maravillosa. Su evidente
popularidad, por lo tanto, sugiere que podríamos detectar la presencia de
una «clase media», en el sentido que le damos hoy día, mucho antes de lo
que otros escritos de esa época de la historia indican. Incluso si usamos las
fechas más tardías de Hemlow de 1760-1820 para marcar el punto culmi­
nante de los escritos de costumbres, debemos todavía confrontar una pa­
radoja histórica. Los libros de conducta implican la presencia de una clase
media unificada en un tiempo en el que otras representaciones del mundo
social sugieren que tal clase todavía no existía. La mayor parte del resto de
los escritos sugieren de hecho que el inglés del siglo xvm se veía dentro del
marco de una sociedad estática y jerárquica, radicalmente diferente de la
lucha dinámica de terratenientes, capitalistas y trabajadores pobres, que
acompañaría al ascenso de la clase media durante las décadas anteriores al
siglo xix. iiarold Perkin describe cómo se entendían las relaciones socia­
les en la Inglaterra del siglo xvm: «La vieja sociedad era entonces una je­
rarquía finamente graduada de gran sutileza y discriminación, en la que
los hombres eran agudamente conscientes de su relación exacta con aque­
llos inmediatamente por encima y por debajo de ellos, pero sólo vagamen­
te conscientes, excepto en el extremo superior, de su relación con aquellos
que pertenecían a su propio nivel»11. Estos hombres, en apariencia, se sen­
tían aliados sólo con aquellos inmediatamente por encima y por debajo de
ellos en cadenas económicas, y probablemente albergaban antagonismo
hacia aquellos que ocupaban posiciones similares en otras cadenas de de­
pendencia. Según Perkin la ausencia de cualquier cosa que se pareciera a
una clase media moderna es particularmente aparente en Inglaterra, don­
de no existió palabra para burguesía «hasta el siglo xtx», porque «la cosa
en sí no existía, en el sentido de una clase urbana permanente, consciente
de sí misma en oposición a la aristocracia de la tierra» (pág. 61). La visión
inglesa de la sociedad demostró ser incorregiblemente vertical, continúa,
porque en cuanto una generación de ciudadanos lograba el éxito en los ne­
gocios o el comercio intentaba elevar su posición social convirtiéndose en
terratenientes.
Si los libros de conducta se dirigían a un público lector bastante amplio
con objetivos sociales bastante consistentes, nos presentan una contradic­

11 Ha rol d Perkin, The Orígins o/Modern English Snctety I780-IX80( landres, Routledge
and K.€gan Paul, 1969). pág. 24. tas citas del texto corresponden a esta edición. Perkin sigue
una línea arguraental similar a la de Peier Laslett, The World We Ha\e Losl: England Befare the
Industrial Age, 2a ed. (Nueva York, Charles Scribner’s, 19H ), págs. 23-54. R. S. Neal ha culpa­
do a Perkin y Laslett de ofrecer una representación histórica de la sociedad que no revela los ele­
mentos de un conflicto de clases, Class in English Hislory 1680-1850(Totowa, N. J., Bamesand
Noble Books. 1981), págs. 68-99. Ver también E. P. Thompson, «Eightecnth-Centnry English
Society: Class Slruggle Without Class?», Social Hislory. 3 (1978), 133-65. Perkin responde a
Thompson en «The Condcscension o f Posterity: Middle-Class Intel leeni ais and the History of
the Working Class», en The Structured Crowd: Estay* in English Social History (Susse*, The
Harvester Press. 198!), págs. 168-185. Tanto Perkin como Laslett se basan eD gran medida en
la manera en que las relaciones sociales se represen taban para formular historias de aquellas re­
laciones. Ai citar a Perkin con relación a ciertos tipos de información, no estoy tan interesada
en cómo dice que las cosas eran en realidad cuanto en las representaciones que emplea. Me inte­
resa la Iucha entre tales representaciones por definir una realidad social. Es en relación a los da­
tos que los historiadores modernos consideran como historia como planteo la información «fe­
menina», que representa, en mi opinión, este pensamiento capitalista naciente.
ción histórica de proporciones alarmantes — una clase media que no exis­
tía en realidad. No era ningún misterio quien ocupaba la cumbre de la pi­
rámide social, así como quien ocupaba el punto más bajo, pero sólo hay
datos irregulares y diversos por io que respecta a aquellos que estaban si­
tuados en el centro. Revisando su información concerniente al periodo en­
tre 1688 y 1803, Perkin describe lo que llama «las categorías medias» de la
«vieja sociedad»:

I.as categorías medias se distinguían por encima de la elase gentil y noble


no tanto por unos ingresos inferiores como por la necesidad de ganarse la
vida, y por debajo de los trabajadores pobres no tanto por sus ingresos
superiores cuanto por la propiedad, por pequeña que fuera, representada
por mercancías, ganadería, herramientas o la inversión educativa de la
habilidad o la pericia (pág. 23).

Deberíamos señalar que Perkin organiza este campo de información nega­


tivamente en el sentido de que su descripción se refiere a aquella gente que
no pertenecía ni a la aristocracia ni a la clase trabajadora pobre. Dentro de
este campo había jerarquías — profesionales y económicas— marcadas
por «una infinidad de posiciones graduadas». Por la misma regla de tres,
afirma, toda ocupación estaba marcada «por diferencias internas de esta­
tus mayores que cualquier diferencia que la separara de las externas» (pág.
24). N o pretendo decir con eslo que el mapa de Perkin de la sociedad del
siglo xvm sea de ningún modo una representación menor de la que se pue­
de extrapolar de los libros de conducta de una época anterior. Sugiero sim­
plemente que durante principios del siglo xvm la mayoría de los autores
consideraban las diferencias de posición como el único modo preciso de
identificar a los individuos en el contexto de las categorías medias de su
sociedad. No percibían, en otras palabras, los intereses comunes que po­
drían haber unido a todos al mismo nivel social. El hecho de que el libro
de conducta femenino presupusiera afiliaciones horizontales entre el pú­
blico instruido, allí donde ninguna afiliación tal existiría como una cues­
tión de práctica durante otros sesenta a cien años, tiene una influencia ob­
via tanto sobre la historia social como sobre la política. Marca un cambio
básico en la comprensión pública de las relaciones sociales así como un
cambio en io que constituía buen gusto en la lectura. Pero me apresuraría
a añadir que la cuestión planteada por este cuerpo de discurso no es la mis­
ma a la que se dirigieron lan Watt o Richard Altick en sus estudios del pú­
blico lector de novelas. No podemos pedir al libro de conducta que expli­
que cuáles fueron los elementos sociales que se habían introducido en el
público lector y que alteraron hasta tal punto su gusto'2. lo s datos a los

•2 lan Wati, The Rise o f the Novel (Bcrkeley. Univcrsity of California Press, 1957) y Ri­
chard D. Altick, The b'nglish Common Reader A Social hislory o f the Mass Reailing Public
1800-1900 (Chicago, Univcrsity of Chicago Press, 1957).
que tenemos acceso no nos permiten hacerlo. Si tos cambios en las catego­
rías socioeconómicas vinieron tras cambios similares en las categorías que
gobernaban la educación femenina, debemos preguntar en lugar de ello
qué es lo que el nuevo ideal doméstico decía a un grupo económico hetero­
géneo que aseguraba que este ideal seguiría teniendo sentido hasta bien
entrado el siglo xix — después de que las relaciones políticas asumieran
una configuración moderna.
Durante el siglo xvm el libro de conducta para mujeres se convirtió en
un fenómeno tan común que muchos tipos diferentes de escritores se sin­
tieron obligados a añadir sus contribuciones al carácter femenino. Ade­
más de hombres como Halifax, Rochester, Swift y Defoe — todos los cua­
les intentaron escribir libros de conducta para mujeres— , había también
pedagogos, como Timothy Rogers, Tilomas Gisborne y T. S. Arthur, cléri­
gos como el reverendo Thomas Broadhurst, el Dr. Fordyce y el amor de la
generación de Austen, el Dr. Gregory, así como una serie de escritoras
como Sarah Tyler, Miss Catherine E. Beecher y la condesa Viuda de
Carlisle, todos los cuales se han borrado hace tiempo de la memoria cultu­
ral. Al igual que Hester Chapone, Hamiah More y María Edgeworth. algu­
nos autores se forjaron una reputación escribiendo libros de conducta,
mientras que otros autores de libros de conducta, como Mary Wollstone-
craft y Erasmus Darwin, fueron conocidos principalmente por escribir en
modos más prestigiosos. Incluso cuando el nombre del autor es oscuro,
como lo son la mayoría de estos nombres, se puede normalmente deducir
una identidad social délas virtudes femeninas a las que el escritor concede
máxima prioridad, porque estas virtudes están inevitablemente unidas a
funciones que ese escritor cree esenciales para el buen gobierno del
hogar.
Tomadas en su conjunto, estas voces locales conforman un texto que
muestra distinciones obvias entre la ciudad y el campo, entre el dinero an­
tiguo y el nuevo, entre niveles de ingresos y diversas ocupaciones, y sobre
todo entre las diversas cantidades de tiempo de ocio que la gente tenía
para gastar. El propósito de este capítulo es mostrar cómo tales diferencias
vinieron a inscribirse en un contexto que era en gran medida predecible.
Por medio de la división del mundo social sobre la base del sexo, este cuer­
po de escritos produjo una idea única del hogar. Pero el ideal doméstico
no habló tanto de los intereses de la clase media como los entendemos en
la actualidad. De hecho, es preciso decir que determinados escritos, como
los libros de conducta, ayudaron a generar la creencia de que existía la cla­
se media con afiliaciones claramente establecidas antes de que existiera en
realidad. Si hay algo de verdad en esto, entonces también es razona­
ble afirmar que el individuo moderno fue primero y sobre todo una
mujer.
El manual que ganó una popularidad inmensa en Inglaterra a finales
del siglo xvn fue una forma híbrida que combinaba materiales de libros
devocionarios anteriores y libros de modales ostensiblemente escritos por
mujeres aristócratas, con información de libros de consejos maternales
para las hijas, así como con descripciones de los deberes prácticos del ama
de casa tal como se describían en manuales más modestos de economía
doméstica, almanaques y libros de recetas. Escrito por Timothy Rogcrs,
un educador por lo demás sin nada de excepcional con las simpatías del di­
sidente, The Character o f a Good Woman. hoth in a Single and Married
State proporciona un ejemplo particularmente útil del género tal como
apareció a principios del siglo xvm. El libro es fiel a su subtítulo y repre­
senta el ideal femenino como un personaje bipartito. Entre las cualidades
de la mujer soltera que el autor ensalza están la modestia, la humildad vja
honradez. En escritos anteriores, estas virtudes conspicuamente pasivas
eran consideradas como el antídoto a las deficiencias naturales que habían
sido la herencia femenina desde la caída del hombre. Manteniendo el paso
con las estrategias de la Ilustración, sin embargo, el nuevo modo de ins­
trucción declara que cultivará las cualidades inherentemente femeninas
que con más probabilidad mantendrán al margen la vanidad que la vida
social contemporánea infunde. Publicada en 1697, The Character o f a
Good Woman no representa a la mujer como más tendente a la corrupción
y, así, en mayor necesidad de redención que el hombre; exalta la naturale­
za femenina porque, tal como el autor afirma, las mujeres son «general­
mente más serias que los homhres..., tanto más allá en las lecciones de la
Devoción como en la afinación y la dulzura de la voz»1- 1. Aquí la virtud
pasiva se corresponde con la naturaleza femenina y es esencial para la con­
servación de la naturaleza.
La virtud pasiva de la mujer soltera constituye sólo la mitad del para­
digma que ganó rápidamente popularidad durante el siglo xvm. A las cua­
lidades de la doncella inocente, los libros de conducta añadieron aquellas
del ama de casa eficiente. Como si procedieran directamente de los ma­
nuales renacentistas de economía doméstica, estos libros desarrollaron ca­
tegorías que definían a la mujer casada ideal. Su representación era tan
práctica y detallada en estilo como abstracta y homilética era la de la don­
cella. Excepto por la obediencia sin condiciones a su esposo, las virtudes
de la esposa ideal parecían ser activas. Una lista de sus deberes podía ha­
ber incluido gobierno del hogar, trato con los criados, supervisión de los
hijos, planes de entretenimiento y preocupación por los enfermos. Se hace
rápidamente aparente, sin embargo, que el principal deber de la nueva
ama de casa era supervisar a los criados que eran los que debían hacerse
cargo de estas cuestiones. El contenido de The Young I.odies Companion
or, Bemay's Looking-Glass, escrito en 1740. demuestra una mezcla típica
de temas extraídos de la literatura cortesana así como de los manuales
prácticos: 1. Religión, 2. Marido, 3. Casa, familia c hijos, 4. Comporta­
miento y conversación, 5. Amistades, 6. Censura, 7. Vanidad y afectación.

*5 Timolhy Rogcrs, The Character o/ a Good Woinan, hoth in a Single and Married State
(Londres, 1697), pág. 3. Las citas de! texto corresponden a esta edición.
8. Orgullo, 9. Diversiones14. En este momento de la historia, las diferen­
cias implícitas en los diferentes materiales que formaban parte de los li­
bros de conducta se han desvanecido. Los rasgos de la doncella devota se
han unido a los del ama de casa industriosa, formando un nuevo, pero
completamente familiar, sistema de signos.
Contenido dentro del marco del género más que del estatus, el signifi­
cado anterior de rasgos tradicionalmente femeninos — deberes prácticos
al igual que virtudes abstractas— cambió incluso mientras parecían pasar
al siglo xvm sin dejarse tocar por la imaginación individual. Las distintas
categorías de la identidad femenina, que se extrajeron de muy diversas
tradiciones de escritura y apuntaban a diversos grupos sociales, formaron
una representación única. En su combinación nociones contrarias de gus­
to se transformaron unas a otras para formar un criterio capaz de alcanzar
a través de una amplia gama de grupos sociales. Una vez que los deberes
prácticos del ama de casa común se habían incluido en el contexto de la li­
teratura cortesana, se restringieron cada vez más a aquellas tareas realiza­
das dentro del hogar y sólo para el hogar. En contraste con economías do­
mésticas anteriores, los libros de conducta del siglo xvm cesaron de ofre­
cer consejo para el cuidado del ganado o la elaboración de curas medicina­
les. Producir elementos que iban a ser consumidos por los formantes del
hogar ya no interesaba aparenteménte a sus lectores. A este respecto, in­
cluso la literatura de instrucción del siglo xvm modelada sobre las econo­
mías domésticas anteriores se vio influida por la literatura cortesana. Los
libros de orientación más práctica seguían insistiendo en la frugalidad, por
ejemplo. Pero en sus instrucciones para la preparación de comida la fruga­
lidad se convirtió en una cuestión de buen gusto y en una forma de mos­
trar la virtud doméstica, no de estirar los recursos para responder a las ne­
cesidades del hogar. /VI proponer un menú «adecuado para una mesa fru­
gal al tiempo que suntuosa», por ejemplo, The Compleat Housewife or, Ac-
complished Gentlewoman’r Companion ( 1734) convirtió la noción de de­
coro de una norma económica a un nuevo estándar nacional. Una comida
proporcionada con los medios de uno. en otras palabras, se convirtió en
una comida «adecuada para las constituciones y los paladares ingleses,
sana, apetitosa, práctica y fácil de preparar»1\
Si las virtudes abstractas de la mujer otorgaban valor a los deberes del
ama de casa, las virtudes espirituales honradas por la literatura cortesana
anterior quedaron limitadas en cuanto a la forma en la que podrían ayu­
darle a llevar a cabo sus deberes prácticos. Una vez que la virtud femenina
vino a estar tan vinculada con el trabajo, los libros de conducta hicieron
desaparecer del ideal de mujer los rasgos que en un tiempo habían pareci­

1 4 The Young Ladies Companion or. Beauty's l.ooking-Glass (Londres. 1740). Las citas del
texto corresponden a esta edición.
15 n. Smilh. The Compleat Housewife or Accomplished (Sentlewoman's Companion (Lon­
dres. 1734), pág. 2. Las citas del texlo corresponden a esta edición.
do deseables porque realzaban a la mujer aristócrata. En un libro de con­
ducta de mediado el siglo xix, T. S. Arthur llega hasta a atacar el ideal de
la virtud enclaustrada que durante siglos se había considerado deseable en
las mujeres aristócratas solteras. En su opinión: «Lo que se llama religión
del claustro no es religión en absoluto, sino simple egoísmo — un retiro del
deber real en el mundo, hasta llegar a un estado imaginario de beatería» (la
cursiva es m ía)16. Adviceto Young Ladies on the Improvement o f the Mind
and Conduct o f Life ( 18 10), de Thomas Broadhurst, muestra una tenden­
cia igualmente prevaleciente hacia un antiintelectualismo dirigido a muje­
res que buscaban una educación elitista — en cierto tiempo el privilegio de
las mujeres acomodadas- - y los placeres de la vida intelectual:

La que se ocupa fielmente de llevar a cabo los diversos deberes de una es­
posa e hija, una madre y una amiga, está ocupada en algo mucho m is útil
que la que, descuidando de forma culpable las obligaciones más impor­
tantes, está absorbida diariamente por especulaciones filosóficas y lite­
rarias, o flotando por los aires en medio de las regiones encamadas de la
ficción y el romance17.

Tales ataques tanto a las mujeres religiosas como a las intelectuales conde­
nan las virtudes femeninas asociadas con el ideal social dominante de la
cultura anterior. De esta manera, los libros de conducta buscaron definir
la práctica de la moralidad secular como el deber natural de la mujer. Si
ciertas formas agí arias y artesanas de trabajo se consideraban poco feme­
ninas en virtud de su inclusión en el libro de conducta, entonces ciertas
manifestaciones de gusto y aprendizaje aristocrático se declararon corrup­
tas y opuestas a los logros mentales de la buena esposa y madre. En el pro­
ceso, sus deberes se redujeron a aquellos que parecían notablemente frívo­
los, pero que eran — y hasta cierto punto todavía son— considerados, no
obstante, esenciales para la felicidad doméstica.
Vfe gustaría sugerir que los rasgos peculiares y la duración extraordina­
ria del ideal doméstico tuvo que ver completamente con su capacidad de
suprimir los propios conflictos que tan evidentes resultan en el campo des­
concertante de los dialectos que comprenden este cuerpo de escritos hasta
la segunda mitad del siglo xvm. Los autores de libros de conducta eran
agudamente sensibles a las diferencias más sutiles de estatus, y cada uno
representaba los intereses de sus lectores en términos de un sistema dife­

lfl T. S. Arthur, Adviceto Youna L u d ia on their Duties and Conduct í« ¿//¿(Londres, 1853).
pág. 12. Las cilas del texto corresponden a estad edición. Aunque éste es un libro americano
de conducía, su inclusión en la colección dd Fawcett Museum cuyas otras pertenencias ret'e-
icnies a esia área son británicas sugiere que los deberes más activos exigidos de la muier de
Nueva Inglaterra en esta época se consideraban adecuados para las mujeres inglesas de la clase
media baja
I7 Thomas Broadhurst, Advice to Young Ladies on the Improvement o f the M ind and Con­
duct o f Life (Londres. 1810), págs. 4-5.
rencial que oponía campo y ciudad, rico y pobre, trabajo y ocio y sin duda
intereses socioeconómicos más refinados o locales. Dentro de un campo
semántico semejante, la representación de cualquier papel masculino au­
tomáticamente definía una postura partidista. A la hora de decidir el pa­
pel que un hombre debería desempeñar idealmente, pues, los autores tan­
to de ficción como de libros de conducta tuvieron que ponerse a un lado u
otro en un conjunto de estas oposiciones temáticas. Y hacer esto limitaría
proporcionalmente el público lector. La mujer, por contraste, proporcionó
un tema que podía unir precisamente a aquellos grupos que estaban nece­
sariamente divididos por otras clases de escritura. Prácticamente era el
único lema que parecía estar libre de prejuicios hacia una ocupación, fac­
ción política o afiliación religiosa. Al crear un concepto del hogar en el que
los grupos socialmente hostiles sentían que podían estar de acuerdo, el
ideal doméstico ayudó a crear la ficción de las afiliaciones horizontales
que se puede decir que se materializó como una realidad económica tan
sólo un siglo más tarde. Como parte de un esfuerzo por explicar cómo la
ficción doméstica pudo sobrevivir y adquirir prestigio mientras otras for­
mas de escritura se alzaban y caían en popularidad, la siguiente descrip­
ción demuestra cómo la formulación de la mujer doméstica superó los
conflictos y contradicciones inherentes en la mayoría de los demás esfuer­
zos Ilustrados por reescribir las condiciones de la historia.

U n a c a s a d e c a m p o q u e n o es u n a c a s a d e c a m p o

Es relativamente fácil distinguir aquellos libros de conducta dirigidos


a lectores rurales de los que se dirigen a gente de ciudad. A pesar de estos y
todos los demás signos de intereses económicos en competencia que pre­
suponían una relación políticamente diversa, los libros para mujeres del
siglo xvm , no obstante, se mostraron de acuerdo en que la casa de campo
debería ser el lugar para el hogar ideal. Pero esto significaba que la casa de
campo debía cesar de ofrecer un modelo de cultura aristocrática y debía
ofrecer en lugar de ello un modelo que se llevaría a cabo en cualquier y to­
dos los hogares respetables. Esta forma de representar la vida en la casa de
campo hizo posible que los grupos de interés en competencia ignoraran
sus orígenes económicos y se fundieran en lom o a un solo ideal doméstico.
La oposición entre ciudad y campo, que marcó una división básica entre
intereses económicos y políticos en ese momento, sólo realzó las ventajas
del ideal doméstico. Los comerciantes urbanos, por ejemplo, habrían pen­
sado ordinariamente que tenían poco en común con los granjeros inde­
pendientes y los comerciantes de grano, y las representaciones tradiciona­
les de la casa de campo no hicieron más que reforzar esta oposición políti­
ca. La casa de campo de la Inglaterra del siglo xvn había alentado la creen­
cia popular de que aquellos en la cumbre de la jerarquía social eran el fin
último de la producción. En un sistema jerárquico de relaciones como ese,
se esperaba de la gente que tenía derecho a una posición privilegiada que
mostrara su riqueza en ciertas formas estrechamente prescritas1*. En su
forma más idealizada, la vieja sociedad parecía estar gobernada por un pa­
trón que distribuía la riqueza y el poder en una serie de relaciones jerár­
quicamente organizadas hasta que casi todos los clientes se habían benefi­
ciado de su generosidad. Tal, por ejemplo, es la forma que la autoridad so­
cial asume en los poemas de casa de campo del siglo x v ii19.
Las formas de despliegue suntuario fueron tan importantes para man­
tener el orden social durante los siglos x vi y xvu que hay una serie de pro­
clamas reales detallando las formas permisibles de demostración aristó­
crata. Emplear la riqueza para mostrar los signos de una posición social
elevada les estaba prohibido a aquellos cuyo nacimiento y título no cualifi­
caba para ello. En su proclama de 6 de julio de 1597 la reina Isabel expresó
su preocupación sobre la «gran confusión existente en todos los lugares
donde los más mezquinos tienen tanta riqueza como los mejores»50. Por
«mezquinos» se refería obviamente a los no aristócratas cuyo dinero po­
día disfrazar una falta de orígenes nobles. Para remediar esta situación,
ella reiteró un código nacional de vestido que especificaba, entre otras co­
sas, que «nadie deberá llevar en su atuendo tela de oro o tejido plateado,
seda o color morado si no tiene el título de conde, excepto los Caballeros
de la Orden de la Jarretera con sus mantos morados» (pág. 176). Además
de enumerar ropas y materiales que se debían usar según la categoría, el
grado y la proximidad a la Reina, la proclama también limitaba la canti­
dad total que uno podía gastar cada año en ropa. Estas restricciones afec­
taron a las mujeres cuyo cuerpo, como el del hombre, era un cuerpo orna­
mental que representaba el lugar de la familia en un conjunto intrincada-

18 Jacques Uonzclot escribe que «la riqueza se producía para asegurar la munificencia de
los Estados. Fra su {de la aristocracia] actividad suntuaria, la multiplicación y refinamiento de
las necesidades de la autoridad central, la que conduela a la producción. De ahí que la riqueza
se encontrara en el poder manifiesto que permitía que el Estado gravara para beneficio de una
minoría» The PoUcing o f Families, irad, Robert Ilurley (Nueva York, Pantheon, 1979), pág
13. En este sentido, la ostentación de la riqueza como adorno del cuerpocra un síijibolo de cate­
goría social que todos podían entender.
19 Para un estudio del poema de la casa solariega, ver C. R. Hibbard, «The Country House
Poeio o f the Se ventcentb C entury», Journal o fthe Warburg and Courtauid Instílales. 19(1956),
159-174; Charles Molesworth, «Property and Virtuc: the Cenrc of the Country-IIouse Pocni in
the Scventeenth Century», Genre, I (1968), 141-157: William Alexandcr McClung, The
Country House in English Renaissarue Poetry (Berkelcy, University of California Press, 1977);
Don E. Wavne. Penhurst: The Semiolics v f Place and the Poelics o f Histary (Madison: Univer­
sity of Wtsconsin Press. 1984); y Virginia C Kinny, The Country-IIouse Ethos in English Lile-
roture 1688-1750: Themes of Personal Retreat and National Expansión (Sussex, The Harvcstcr
Press, 1985). Don F Waync argumenta que la nueva casa solariega supuestamente resumía
siempre la nostalgia por los ideales de la antigua pero ahora entinta aristocracia: incluso hoy día
la casa de campo que sobrevive retiene, en palabras suyas, «un vestigio» de «el teatro para la
puesta en escena de un cierto concepto de "hogar"» (pág. 11).
20 Tudor Royai Proclamalions, TheLater Tudurs: 1588-1603. vol. III, eds. Paul L. Hughes y
James F. Larkin (New Haven. Yale University Press, 1969), pág. 175.1 as citas del texto corres­
ponden a esta edición.
mente preciso de relaciones de parentesco determinadas por la metafísica
de la sangre. La orden afectaba desde las vizcondesas hasta a las hijas de
barones y esposas de los primogénitos de ios harones, desde los caballeros
de la cámara alta hasta aquellos que acompañaban a duquesas, condesas,
etc. La lista concluía con una orden de que «ninguna persona bajo los gra­
dos especificados deberá llevar ninguna guarnición o ribete de seda sobre
enaguas, capa o protección» (pág. 179).
Estos intentos de regular el despliegue aristocrático pretendían evitar
que la riqueza oscureciera las reglas de parentesco que mantenían la jerar­
quía social. F.ste imperativo político bien puede haber motivado que Jai­
me I lanzara proclamas ordenando que la nobleza saliera de la ciudad y se
fuera al campo donde se suponía que ganarían el apoyo popular con sus
muestras de hospitalidad. Leah S. Marcus ha argumentado que con estas
medidas Jaime pretendía contrarrestar la resistencia política que se estaba
forjando en la ciudad, pero que también parecía estar extendiéndose a las
zonas rurales en 1616 cuando los intentos de los terratenientes de cercar
las tierras comunes produjeron disturbios21. En un discurso en la Star
Chamber de ese mismo año, Jaime, al igual que Isabel antes que él, repre­
senta la ciudad como un lugar que atrae a tanta gente que «todo el campo
se ha venido a Londres; con el tiempo, Inglaterra será únicamente Londres
y todo el campo será un erial abandonado»22. Afirmaba que las esposas e
hijas, atraídas por modas extranjeras, obligaban a sus maridos y padres a
abandonar el campo para ir a Londres donde la virtud de una mujer se ve­
ría inevitablemente mancillada. Para corregir todos estos abusos, promul­
gó una orden para «mantener el antiguo modo de Inglaterra: porque era la
costumbre que el honor y la reputación de la nobleza y clase acomodada
inglesas vivieran en el campo e hicieran gala de hospitalidad» (págs. 343-
44). En otras palabras, Jaime consideraba la buena vida campestre como
un medio de mantener el apoyo popular a la corona. Y con esto en mente,
se ocupó de que las prácticas de la aristocracia centradas en la casa de cam­
po representaran todo lo que era auténticamente británico.
Los libros de conducta para mujeres del siglo xvm, por lo tanto, soste­
nían dos tradiciones particularmente poderosas, una que tenía que ver con
las normas para mostrar el cuerpo de la aristocracia y la otra que tenía que
ver con la práctica de la hospitalidad en el campo. Estas prácticas simbóli­
cas daban autoridad al poder aristocrático — poder basado únicamente en
el nacimiento y el título— cuyo lugar apropiado era la casa solariega. Pare­
ce razonable asumir que, en oposición a estas tradiciones, los libros de
conducta femeninos cambiaran el ideal de lo que la vida inglesa debía ser
cuando sustituyeron los dispendios de la vida aristocrática por las prácti­

21 Leah S. Marcus, «“Present Occasions” and the Shaping ofBcn Jonson’s Masques»,ELH ,
45 (1978), 201-225.
22 The Political Works o f James 1, ed. C. H. Mellvvain (Cambridge. Harvard Univcrsity
Press. 1918), pág. 343. Las citas del lexto corresponden a esta edición.
cas frugales y privadas del caballero moderno. Éste fue sin duda el princi­
pal objetivo político de tales escritos y la razón primera de que atrajera re­
pentinamente a tantos autores y lectores. Pero la nueva representación de
la vida campestre inglesa dependía de otra estrategia retórica que denigra­
ba el cuerpo ornamental del aristócrata para exaltar a la mujer doméstica
en el anonimato y, con todo, siempre vigilante. Al desafiar a la metafísica
de la sangre, tal representación llegaría a vaciar el cuerpo material de la
mujer para llenarlo con los materiales de un yo basado en el sexo, o psico­
logía femenina. Capítulos posteriores seguirán la pista de este proceso,
pero mi intención en este capítulo es mostrar cómo la definición de los li­
bros de conducta de la mujer deseable permitió por primera vez a un nú­
mero considerable de grupos de interés en competencia identificar sus in­
tereses económicos con el mismo ideal doméstico.
Esta estrategia para desviar la oposición política entre campo y ciudad
se puede aislar en una serie de manuales. The Compleat Housewife or.
Accomplished Gentlewoman ’s Companion (1734) promete dar al lector un
conjunto de «Instrucciones generales para aderezar de la forma mejor,
más natural y sana, aquellas Provisiones que son el Producto de nuestro
Campo y de tal Forma que agrade en la mayor medida a los Paladares In­
gleses» (pág. 2). La forma en que el ideal de una mesa apropiada para eco­
nomías diversas del reino servía en realidad a los intereses agrarios se hace
evidente cuando consideramos que tipo de comida prohíbe el manual. Al
afirmar que es «para nuestra Desgracia» que los ingleses hayan «admirado
hasta tal punto el paladar francés, las modas francesas y las comidas fran­
cesas» (pág. 2), el autor habla en bien de los intereses agrícolas. Pero es im ­
portante el hecho de que ataca el gusto urbano por las cosas importadas,
metiéndose con la diela «poco sana» que teóricamente se sirve para com­
placer el gusto aristocrático. Limitado a las cuestiones domésticas, su co­
mentario político evita traer a colación la oposición entre los intereses
agrícola y los propios de quienes, en número creciente, importaban
bienes para los mercados urbanos. Unos cuantos años más tarde, en 1740,
The Young Ladies Companion or, Beauty’s Looking-Glass ataca de forma
similar los gastos del hogar sin ningún tipo de moderación. Empleando
términos que habrían sido especialmente significativos para gentes de ciu­
dad ambiciosas, este autor elabora sobre el desastre económico que se si­
gue de imitar los criterios aristocráticos:

cuando se hacen los Regalos habituales y se solemniza un Matrimonio


caro, se traen ropas y Equipaje chillones y, q u k á, una casa londinense
amueblada, una Parte considerable de esta Porción será desembolsada y
el solitario Héroe de esla farsa presuntuosa y ruidosa descubrirá dema­
siado tarde que habría sido mucho mejor casarse con una d a m a bien na­
cida, con una Educación discreta, modesta y frugal, y una Persona agra­
dable con menos Dinero, que una Damisela altiva con Aires de Grande­
za (pág. 113).
A pesar de las diferencias regionales, el autor que escribe para lectores de
ciudad y el que se dirige a unos lectores rurales coinciden en los compone-
netes de la vida domestica ideal. Ambos sitúan el hogar modelo en oposi­
ción a los excesos del comportamiento aristocrático, y los dos atacan el sis­
tema vigente de distinciones de posición con el fin de insistir en un hogar
discreto y frugal con una mujer educada en las prácticas del consumo
conspicuo. Mantienen que tal conducta es una indicación mucho más cla­
ra de una buena crianza que las distinciones tradicionales que conllevan
un título o la riqueza. The. Young ÍMdies Compunion or. Bcauiy’s Looking-
Glass también expone la base económica para desear a la mujer de «educa­
ción discreta, modesta y frugal» antes y frente a aquella de gran fortuna
que será probablemente una «damisela altiva con aires de grandeza». T,a
mujer que aporta más riqueza al matrimonio resulta ser una mala inver­
sión por esta razón. Se le describe como «la compra más cara que se puede
hacer ahora en Inglaterra, ...sin exceptuar los Bienes del Sur del Canal»
(pág. 115), la famosa corporación financiera cuyos bienes se alzaron en va­
rios meses de 100 libras a 1.000 libras en 1720 y luego cayeron en picado
unos cuantos meses más tarde. Por contraste con la mujer que contribuye
con una dote generosa pero exige un estilo ostentoso de vida, este caballe­
ro considera a la esposa frugal como una inversión saludable. «Por cada
mil libras» que la mujer más rica trac consigo, calcula, sus necesidades se
multiplican de forma proporcional: «gasta más que los intereses que esa
fortuna produce; porque además de sus gastos privados, el mobiliario y ca­
mas lujosos, la porcelana, las reuniones sociales, los salones de recibir, co­
ches de lujo, etc., se deben poner principalmente a su Cuenta» (pág. 115).
Según este modo de pensar, la mujer que se siente obligada a dar esas
muestras de su posición — a ia manera de las mujeres aristócratas— de­
mostrará pronto que es demasiado cara de mantener.
Es importante destacar que las cualidades de la mujer deseable — su
discreción, modestia y frugalidad— describían los objetivos de un progra­
ma educativo en términos que exponían un conjunto coherente de princi­
pios económicos para el gobierno del hogar. Los autores de estos libros
educativos para mujeres transformaron las virtudes de la nueva mujer en
una lenguaje que resonaba con significado político. Estas virtudes eran si­
multáneamente las categorías de una teoría pedagógica, la forma de subje­
tividad que generaba, el gusto resultante y la economía que tal gusto asegu­
raba. Al defender una nueva serie de cualidades a desear en una mujer, es­
tos libros la hicieron, por lo tanto, capaz de ejercer con autoridad un nue­
vo conjunto de prácticas económicas que iban directamente en contra de
lo que se suponían los excesos de una aristocracia decadente. Bajo el do­
minio de una mujer tal, la casa solariega ya no podía admitir un sistema
político que hiciera del despliegue suntuoso el objetivo último de la pro­
ducción. En lugar de ello, proponía un mundo en el que la producción
fuera un fin en sí mismo más que un medio para conseguir un fin deter­
minado.
La economía doméstica frugal que estos libros de conducta idealizan
en su programa educativo para mujeres fue una economía que se alimentó
de los intereses de las inversiones más que del trabajo. Difería en este sig­
nificativo aspecto del hogar representado en los manuales puritanos de los
siglos xvi y xvn, así como del ideal campestre preferido por Jaime I. Este
hogar moderno no identificaba la fuente de los propios ingresos con un
cierto oficio, comercio, región o familia; su economía dependía de dinero
ganado en inversiones. Tal dinero convertía el hogar en un mundo ence­
rrado en sí mismo cuyos medios de supervivencia se encontraban en otra
parte, invisibles, apartados de la escena. Los pocas afirmaciones citadas
anteriormente, como aquellas de los razonamientos que van a seguir, su­
gieren con firmeza que la buena vida campestre descrita así ya no re­
velaba los orígenes o alianzas políticas de uno. La negación de las diferen­
cias tradicionales entre aquellos que se encontraban en la cumbre y los que
estaban en la base de la escala social allanaron el camino cultural para una
sexualidad de clase que valoraba a la gente de acuerdo con cualidades per­
sonales intrínsecas. Por consiguiente, hubo un grupo de gente que vino a
considerarse parte de una élite instruida que, en palabras de Harry Payne,
se enorgullecía de la «gentileza, la ciencia, la innovación y el realismo
económico»*3. Una representación ideal semejante de la clase dominante
tenía la ventaja — al menos en teoría— de hacer accesible para mucha
gente de categoría media la buena vida campestre que con anterioridad
había parecido estar al alcance únicamente de aquellos que tenían un
título.
Los placeres de la vida campestre no sólo coronaron realmente el éxito
de varias generaciones de comerciantes ingleses durante el curso del siglo
xix, sino que aparentemente la clase menos acomodada y los granjeros
prósperos también se esforzaron por educar a sus hijas de acuerdo con los
principios de este ideal presentado por el libro de conducta. En 1825,
pues, se puede encontrar un libro de conducta que modela el hogar ejem­
plar sobre la base del «de un hombre de campo respetable, con una familia
joven cuyos ingresos netos van desde 16.000 hasta 18.000 libras al año, y
cuyos gastos no exceden las 7.000»2«. Con todo, el autor describe este ho-
garen la manera convencional para ponerlo en agudo contraste con los há­
bitos corruptos y extravagantes atribuidos a la vieja aristocracia. Al mis­
mo tiempo, se puede señalar que tal crítica de la aristocracia había perdi­
do la mayor parte de su aspecto político. Las diferencias sexuales parecen
haberse convertido en algo mucho más importante que las diferencias eco­
nómicas a la hora de definir el lugar de un individuo en el mundo y los li­
bros de conducta de las décadas anteriores del siglo xix ya habían llegado

¿3 Harry Payne, «Elite vs Popular Mcntality in Ibe Ei&hleenth Cenlury». üludies in Eigh-
leenth Cenlury Culture, 8 <1979). ) 10.
24 The Complete Servant. Being a Prm lical Cuide lo the Peculiar Duliei and Businesi of all
Deseriptíons o f Servanls (Londres, 1825), pág. 4.
a ver la casa solariega no como el centro del poder aristocrático (masculi­
no), sino como la perfecta materialización del carácter de la mujer domés­
tica (no aristócrata). En plena época victoriana, este modelo de domestici-
dad de clase media comenzó a determinar la forma en que la aristocracia
se representaba a si misma también. Mark Girouard cita una serie de
ejemplos que dan fe de este curioso giro en la historia cultural británica:

En la década de 1870 Lord y Lady Folkstone eligieron ser retratados can­


tando «Hogar, dulcc hogar» con su hijo mayor. Un retrato de Lord
Armstrong. el millonario comerciante de armas, le muestra leyendo el
periódico en el rincón de La chimenea de su comedor en Cragside, sobre
cuyo hogar se ven inscritas las siguientes palabras «Este u Oeste, lo mejor
eselhogar(East or West, Home isBest).» Una parte esencial de la nueva
imagen cultivada tanto por nuevas como por ant iguas familias fue su ca­
rácter doméstico: estaban ansiosos por mostrar que sus casas, por lujosas
que fueran, eran también hogares y albergaban una feliz vida fami­
liar-5.

Al comparar el ideal doméstico tal como se representa en los libros de con­


ducta con su aparición en las áreas rurales inglesas, se puede descubrir una
diferencia de más de un siglo entre estas crónicas escritas y su materializa­
ción social.
Llamo la atención sobre esta discontinuidad con el fin de reclamar im ­
portancia para la propia representación. Me gustaría sugerir que al desa­
rrollar un lenguaje estrictamente para las relaciones dentro del contexto
del hogar, los libros de conducta para mujeres inadvertidamente ofrecie­
ron los términos para una reformulación de relaciones en el mundo políti­
co, porque este lenguaje permitía a los autores articular ambos mundos
mientras parecían representar sólo uno. A esta capacidad le podemos pro­
bablemente atribuir la sensación persistente de que el libro de conducta se
dirigía a los lectores masculinos incluso mientras iba dedicado específica­
mente a las mujeres. Al hacer esto, el nuevo ideal doméstico tuvo éxito allí
donde el reino insular de De loe había fracasado. Estableció una economía
privada aparte de las formas de rivalidad y dependencia que organizaban
el mundo de los hombres. I ¿ nueva economía doméstica derivaba poder
de las inversiones que llevaban consigo intereses, una forma de ingresos
que efectivamente destruyó el antiguo ideal agrario al hacer desaparecer
todo el sistema de símbolos de posición que había prestado su valor a un
ideal semejante. Al mismo tiempo, la nueva casa solariega volvió a un
mundo agrario anterior donde el hogar era una unidad social contenida en
gran medida en sí misma. Al dar la apariencia de ser lógicamente anterior
a la ideología en este aspecto, el nuevo lenguaje del hogar adquirió un po­
der similar al del derecho natural.

25 Mark Girouard, Life in the English Countrv Mouse: A Social and Architectural History
(New Haven, Yale University Press, 1978), pág. 270.
T r a b a j o q u e n o ES t r a b a j o

Los libros de conducta parecen ser tan sensibles a la diferencia entre


trabajo y ocio como lo son con respecto a la tensión entre ciudad y campo
o a la linca que separa al rico del pobre. Esta distinción estuvo siempre im­
plícita en el número de horas de ocio que se suponía que una mujer había
de rellenar. Sin embargo, al idear una forma de convertir este tiempo en
un programa ideal de educación, los libros apartaron el trabajo y el ocio de
sus planos conceptuales separados y los colocaron en un lodo continuo
moral. Aquí se situaba a una mujer de acuerdo con las virtudes específica­
mente femeninas que poseía más que por el valor del nombre de su familia
y de las conexiones sociales de la misma. Pero para crear este sistema fe­
menino de valores, los libros de conducta representaron, en primer lugar,
a la mujer doméstica en oposición a ciertas prácticas atribuidas a las muje­
res de ambos extremos de la escala social. Una mujer era deficiente en cua­
lidades femeninas si, al igual que la mujer aristócrata, pasaba su tiempo en
entretcnim ientos ociosos. Tal como los libros de conducta las representan,
estas actividades siempre tenían como objetivo poner el cuerpo en exposi­
ción, un remanente del despliegue renacentista del poder aristocrático. El
hecho de que una mujer se mostrara de semejante manera era igual que de­
cir que supuestamente debía ser valorada por su cuerpo y los adornos del
mismo, no por las virtudes que podría poseer como mujer y esposa. Por la
misma regla de tres, los manuales de conducta encontraban a la mujer tra­
bajadora poco apropiada para los deberes domésticos porque ella, tam­
bién, localizaba el valoren el cuerpo material. Los libros de conducta ata­
caban estos dos conceptos tradicionales del cuerpo femenino para sugerir
que la mujer tenia profundidades mucho más valiosas que su superficie.
AI implicar que la esencia de la mujer yacía dentro 0 debajo de su superfi­
cie, la invención de profundidades en el yo tuvo como consecuencia que el
cuerpo material de la mujer pareciera superficial. La invención de la pro­
fundidad también ofreció la razón de ser de un programa,educativo desti­
nado específicamente a las mujeres, puesto que estos programas pugnaban
por subordinar el cuerpo a una serie de procesos mentales que garantiza­
ban la domcsticidad.
Es importante observar cómo los libros de conducta diferenciaron a la
nueva mujer de la mujer que servía como medio de mostrar el poder aris­
tocrático. Como si todos tuvieran la misma opinión, se mostraron de
acuerdo en que el valor de cualquier mujer se reducía necesariamente
cuando ella adoptaba la práctica de la autoexposición. «Es verdad», señala
un libro, «que el mero esplendor de riqueza y título atraerá algunas veces a
un círculo de admiradores, tan frívolos y desinformados como muchos de
sus poseedores». Aquellos que aspiran al mundo de moda se convierten en
«satélites descerebrados de la moda y la grandeza». Nunca pueden igualar
a aquellos que se esfuerzan por imitar, continúa el autor, sino que «simple­
mente se aludan convenciéndose de que merecen una brillantez y
consideración del cuerpo alrededor del que giran»2&. Aunque parece
hablar desde una posición extremadamente conservadora, que coincide
con la ideología que provocó las proclamas reales de Isabel y Jaime, esta
afirmación toma forma de una contradicción reveladora que le permite
servir a una serie de intereses absolutamente opuestos a aquellos represen­
tados por el cuerpo aristocrático de la cultura renacentista.
De acuerdo con la lógica de esta afirmación, la persona genuina de la
clase del ocio vale «más» que las mujeres que «simplemente» se adulan a
sí mismas en virtud de su proximidad al poder aristocrático, pero ésta no
es la distinción que importa más en el sistema de valores del autor. Mien­
tras que permiten una forma precisa de diferenciar a los miembros del
mundo de moda, «esplendor» y «brillantez», no obstante, no consiguen
ofrecer un modo fiable de valorar a las mujeres. Para el autor de este libro
de conducta, las mujeres que se dedican a cuestiones prácticas serán con
toda probabilidad menos «frívolas y desinformadas» que las mujeres que
poseen «riqueza y título». Pero aunque el tipo de mujer práctica «será infi­
nitamente preferible a esa enorme clase de mujeres superficiales, cuya úni­
ca ambición es ser vistas y hacerse notar en el circulo de la elegancia»,
cualquier símbolo externo y visible de valor, incluso uno de naturaleza
práctica, implica cierta carencia emocional en la mujer que disminuye sig­
nificativamente su valor en el mercado del matrimonio. No hay duda en la
imaginación del autor de que «si una mujer fuera sólo experta en el uso de
la aguja y tuviera los conocimientos apropiados de economía doméstica»,
seguiría, sin estar preparada para hacer frente a sus obligaciones domésti­
cas27. Para estar completamente preparada, debe tener también las cuali­
dades mentales que aseguren su vigilancia sobre el hogar.
Antes de abandonar este ejemplo, deberíamos tomar nota del hecho de
que su ataque contra la conducta aristocrática es más que un argumento
en favor de un cierto tipo de mujer o incluso de un cierto tipo de hogar; es
también un argumento contra el concepto tradicional de entretenimiento.
Lo que resulta ser entretenimiento revela la estrategia retórica más carac­
terística — y de hecho más poderosa— de los libros de conducta. Primero
niegan aquellas prácticas que habían sido aceptables o incluso deseables
culturaímente hablando, y luego otorgan a esas prácticas un valor positivo
al colocarlas dentro del contexto de la subjetividad femenina. Es igual­
mente importante que estos libros echen por cierra la tradición volviendo
a las proclamas de Isabel y Jaime y. por medio de una segunda inversión,
sitúen la subjetividad por delante de la exposición del cuerpo como la cau­
sa del comportamiento femenino inadecuado. Así, encontramos la procli­
vidad por la propia exposición de cierta mujer representada como subjeti­

2Í Broadhrst, op. al.. p%. 8.


27 RroaJIirst. op. cir., págs. 12-13.
vidad que ha tomado un mal camino: «Desprovista de todo entreteni­
miento con ella misma, e incapaz de percibir su felicidad principal como
centrada en el hogar, en el seno de su familia, una dama de esta descrip­
ción sale diariamente en busca de aventuras» (cursiva mía)2*. Los libros
de conducta siempre usan mujeres que persiguen el entretenimiento como
ejemplos para demostrar por qué las mujeres que carecen de las virtudes
propugnadas por el manual de conducta no son esposas deseables. Tales
mujeres son «vistas con regularidad en el salón de baile o en la mesa de
juego, en la ópera o en el teatro, entre los innumerables devotos de la disi­
pación y la moda»215. Ése es, en una palabra, su delito: estas mujeres quie­
ren exponerse o simplementen permiten que se las «vea». No se trata de
que los libros de conducta desaprueben el baile, el disfrute de la música,
jugar a las cartas o incluso asistir a representaciones teatrales cuando éstas
tienen lugar en el santuario del salón familiar. Ésta es una diferencia que
tanto Austen como Burney observan escrupulosamente junto con los auto­
res de manuales de conducta. Es ia participación de la mujer en un espec­
táculo público lo que hiere, porque, como objeto de exposición, siempre
pierde valor como individuo. Más que eso, estos libros arrojan a la mujer
de moda en el mismo saco con «innumerables» otras que — en términos
de los libros de conducta— carecen de forma similar de la cualidad de la
subjetividad que hace deseable a una mujer; ella no puede ser «vista» y se­
guir estando vigilante. Al constituir al sujeto femenino, pues, tales escritos
desnudan al cuerpo de los signos de identidad que son esenciales para des­
plegar el valor femenino de acuerdo con las normas aristocráticas de pa­
rentesco.
La producción de subjetividad femenina conlleva el desmantelamien-
to del cuerpo aristocrático. De hecho, los dos se deben entender como un
solo movimiento retórico. F.I efecto de la crítica del comportamiento aris­
tocrático fue lan poderoso que para finales del siglo xvm los manuales de
conducta que dirigen palabras de consejo a mujeres de noble cuna exhiben
curiosas formas de tensión y vergüenza. Escri to en 1806 Letters: Addressed
lo the Daughter o f a Nobleman on the Formalion o f Religious and Moral
Principie de Elizabeth Hamilton no puede asumir que las mujeres de ri­
queza y posición también tienen virtud. Debe esforzarse en.gran medida
para devolverles esa virtud. Pero incluso aquí ella procede por medio de
estrategias defensivas al protestar contra el concepto de que la riqueza, la
belleza y una educación de élite no anulan necesariamente las virtudes do­
mésticas de una mujer. Sobre la base de su familiaridad con la gente de la
nobleza, Mrs. Hamilton insiste en que «¡la consciencia de la alta cuna, del
rango elevado y la fortuna espléndida no dan lugar necesariamente al or­
gullo; no, ni siquiera en los casos en los que, además de estas ventajas, la
naturaleza ha otorgado los talentos más trascendentes y el encanto de la

2* BroaUliurst. op cit.. pág. IB


29 Broadhurstvop. cit., pág. 18.
atracción personal!»30. En contraste con la forma ordinaria de los manua­
les de conducta, lo que es más, éste debe abandonar la lógica que vincula
los signos externos de la humildad con el valor doméstico. En lugar de ello,
la autora recurre a la metáfora. La poesía es aparentemente el único modo
en que puede imaginar cómo contrarrestar una lógica que enfrenta los bri­
llantes rasgos de una belleza aristocrática con los rasgos inconspicuos aso­
ciados con la domesticidad (y una mujer que escribía poesía siempre po­
día ser acusada de permitirse una forma de exhibición aristocrática). La
condena de la exhibición aristocrática de Mrs. Hamilton es tan minuciosa
que se ve obligada a idear figuras que unen la superficie con la profundi­
dad de forma que la brillantez de la superficie no implique un vacio subya­
cente. «Tales personas son para la sociedad», explica la autora, «no sólo el
ornamento más brillante, sino también la bendición más estimable. Su in­
fluencia, como la del sol, se extiende no sólo por la superficie; penetra en
los lugares oscuros y escondidos de la tierra» (pág. 108). Al sugerir que una
mujer podía tener profundidad así como superficie Mrs. Hamilton defien­
de que una mujer podía sobresalir tanto en la esfera pública como en la
privada, que podía ser objeto de la atención y con todo poseer las cualida­
des subjetivas exigidas a una buena esposa y madre. Sin embargo, a pesar
de todos sus esfuerzos, las metáforas de Mrs. Hamilton no hacen más que
dirigir la atención del lector a aquello que ya no se podía proclamar como
verdadero.
Es curioso que aunque los libros de conducta representaban el compor­
tamiento aristocrático como la propia antítesis de la mujer doméstica, no
exaltaran ni una sola vez el trabajo. Generalmente consideraban a las mu­
jeres que trabajaban para poder vivir como si también estuvieran en ban­
carrota moral. El ama de llaves es un ejemplo evidente. Como su trabajo
estaba limitado a los deberes domésticos, pertenecía a la casta de las muje­
res repetables, y la suya era una de las pocas profesiones al alcance de las
mujeres de la clase acomodada que tenían que mantenerse ellas mismas.
Al mismo tiempo, el ama de llaves era normalmente representada como
una amenaza para el bienestar del hogar'1. Ya fuera de hecho una persona
de buena crianza venida a menos o alguien de rango inferior que esperaba
elevarse por medio de una educación gentil, era una persona que cambia­
ba en el mercado su clase y su educación por dinero. El ama de llaves es es­
pecialmente útil para el propósito de mi argumento porque combina cier­
tos rasgos de la aristocracia con aquellos de la mujer trabajadora. No obs­
tante, esa no fue claramente la razón por la que los autores y lectores la uti-

3® Elizabeth Hamilton, Letters: Addn'ised to the Daunhter o f a Sobleman on the torm alion
oíReligious and M oral Principie (Londres. 1806), pág. 109. Las citas del texto corresponden a
esta edición
Sobre esta cuestión, ver M. Jeannc Rctcrson, «The Victorian Govemess: Status Incon-
gnicncc in Family and Socicly», en Suffer and Be Still: Women tn the Vidonun Age, ed. Martha
Vicinus (Btoomingtori. Indiana University Press, 1972), págs. 3-19.
iizaron para trazar lineas culturales. El que realizara los del>eres de la mu­
jer doméstica por dinero borraba una distinción de la que parecía depen­
der la propia noción de género. Ella parecía poner en cuestión una distin­
ción absolutamente rígida entre el deber doméstico y el trabajo realizado
por dinero, una distinción grabada tan profundamente en la imaginación
pública que la figura de la prostituta se podía invocar libremente para des­
cribir a cualquier mujer que osara trabajar por dinero. Una condena feroz
de las criadas femeninas afirmaba que «la mitad de los seres ruinosos de
su sexo, que viven del deplorable sueldo de la iniquidad, durante el corto
tiempo que viven, son despedidas por orgullo»32. Las motivaciones de
cualquier mujer que trabajara por un deseo de dinero se ponían automáti­
camente en duda, pero debe haber sido especialmente perturbador pensar
en una mujer tal llevando a cabo la supervisión de los jó%'enes. Es la trans­
gresión que el ama de llaves comete al cruzar la línea de separación entre el
trabajo remunerado y los deberes domésticos el verdadero motivo subya­
cente de ataques tan burdos como el que sigue: «Tampoco podemos sor­
prendemos demasiado por la falsa posición que ocupan las amas de llaves
cuando consideramos con cuánta frecuencia son inducidas simplemente
por motivos egoístas y sórdidos a buscar el empleo que deberían llevar a
cabo sólo a partir de una convicción de su adecuación mental y moral para
un cargo tan importante»3J.
Al diferenciar el papel ideal de la mujer tanto del trabajo como del en­
tretenimiento, los libros de conducta crearon una nueva categoría de tra­
bajo. Uno encuentra que mientras estos libros elaboran sobre todas las ta­
reas que se pueden llamar deberes domésticos, siguen representando a la
mujer de la casa como si aparentemente no tuviera nada que hacer. Los
criados realizarían idealmente la mayoría del trabajo específico para go­
bernar el hogar, si no todo. Con todo, la diferencia entre los excesos que
los manuales de conducta atribuyen a la vida campestre en una cultura
aristocrática y la economía doméstica que imaginaban para sus lectores
estaba directamente relacionada con la presencia del tipo adecuado de
mujer. Para resolver el enigma de la función esencial que esta mujer lleva­
ba a cabo, debo volver a la distinción entre la mujer como sujeto y la mujer
como objeto de exhibición. Es útil recordar cómo la mujer doméstica sur­
ge conforme se redefine el concepto de entretenimiento dentro del marco
de su subjetividad. De esta forma, su poder parece ser precisamente el po­
der de convertir el comportamiento en acontecimientos psicológicos. Más
que eso, su poder es el de controlar y evaluar tales acontecimientos. Para

32 The Young W oman’.'sCompanion (Reing a Cuide to Every Acquirement Essentialin For-


m ing the Charaaer oftém ate Servants, Coniaining M oral andReligious Lellers, Eaays am l Tu­
les, alio ValuaHe Receipls and Directions. Relaling lo Dontestic Economy) (I otuíres, 1830),
pág. 32.
>3 Mrs. Pulían, Maternal Counsels lo a Daugtiter: Designed to Aid 11er in the Core ofH er
Health. ImprvYímertt oJ'Her Muid. and. Cultim tion o f Her Hean (Londres. 1861). pág. 227.
ejercer este poder, de acuerdo con la lógica del libro de conducta, se re­
quiere una mujer pasiva y tímida. En 1798, el notable pensador liberal
Erasmus Darwin exponía a este tipo de mujer como el objetivo de su pro­
grama educativo:

El carácter femenino debería poseer virtudes suaves y retraídas más que


las de osadía y deslumbramiento; destacar en casi todo es algunas veces
injurioso para una joven; el temperamento y la disposición deberían pa­
recer dóciles más que robustos; estar dispuesta a adoptar impresiones
más que a definirse decididamente; la gran fuerza aparente de carácter,
por excelente que sea, es probable que alarme tanto a su propio sexo
como al otro; y crear admiración más que afecto**.

Los atributos en contraste dan forma a cada frase, situando a la mujer de


modales suaves de los libros de conducta frente a su deslumbrante contra­
partida, la mujer de elevada posición social. Ambas caracterizaciones son
positivas, pero una es definitivamente preferible sobre la otra, y en térmi­
nos puramente semánticos la mujer doméstica parece ser la menos positi­
va de las dos. En otras palabras, este autor da al concepto tradicional de la
belleza femenina lo que le corresponde con el fin de hacerla aparecer obso­
leta. Lo que él exalta no es una mujer que atraiga la mirada como lo hacía
en una cultura anterior, sino una que cumpla su papel desapareciendo en
el entramado de su casa para vigilar el hogar. Y así Darwin concluye la in­
troducción a su programa para educación femenina con esta afirmación:

De ahí que si a la suavidad de modales, la complacencia de la serenidad,


él movimiento gentil y tranquilo, con una voz clara y con todo tierna, los
encantos que encandilan a todos los corazones se pueden añadir la fuer­
za interna \la actividad mental, capaces de hacer transacciones de nego­
cios o combatir los males de la vida, con el debido sentido de obligación
moral y religiosa, se logra todo lo que la educación puede aportar; el ca­
rácter femenino se liacc completo, provoca nuestro amor y suscita nues­
tra admiración (pág. 4).

Al citar este pasaje, lo único que deseo es llamar la atención sobre el cam­
bio de dicción que localiza el poder en los rasgos mentales de la mujer do­
méstica. un poder que fue arrancado del cuerpo en el pasaje precedente.
Tan «completa», esta nueva mujer suscita «admiración» asi como «amor»
mientras que antes merecía sólo «afecto». En esta comparación entre dos
mujeres deseables, estamos siendo testigos del hecho del cambio cultural
desde una forma anterior de poder basada en la exhibición suntuosa hasta
una forma moderna que funciona a través de la producción de subjeti­
vidad.
La capacidad de la mujer doméstica para supervisar era claramente

T.rasmus Darwin. A Planfor the Conduci o f Female Education ¡n Roording Schonls (Du-
blin, 1798). pág. 3. Las citas de! texto corresponden a esta edición.
más importante que cualquier otro factor a la hora de determinar la victo­
ria de esta criatura, ardientemente anodina, sobre todas sus competidoras
culturales. Por esta razón, parece, la peculiar combinación de invisibili-
dad y vigilancia personificada en la mujer doméstica vinieron a represen­
tar el principio de la propia economía doméstica. De Thoughis in ihc
t orm o f Maxims Addressed lo Young Ladics on iheir Firsi Establishmenl
in the World procede el consejo «No intentéis destruir sus (del hombre)
placeres inocentes con pretextos de economía: reducid en cambio vuestros
propios gastos para poder fomentar los de él»3*. Los manuales de conduc­
ta demuestran cómo una mujer que intenta realzar su valor por medio de
formas de autocxhibición disminuiría significativamente las posibilida­
des de felicidad de su familia, pero para que la situación doméstica ideal
llegara a producirse hacía falta algo más que su comportamiento comedi­
do. La simple ausencia de virtud doméstica eliminaría también esa posibi­
lidad. Tal como escribe un autor:

Su marido acumulará en vano su trabajo si ella no puede o no quiere gas­


tar con discreción. También sus expectativas de felicidad serán vanas si
no encuentra en su hogar economía, orden y regularidad; y la mujer que
no tiene intuición y principios suficiente para regular su conducta en es­
tos aspectos, rara vez se demostrará respetable en los puestos más eleva­
dos del deber femenino^.

Si «su» (de él) objetivo es «acumular», entonces el «suyo» (de ella) es «re­
gular», y «de su conducta en estos aspectos» depende el éxito de todos «los
trabajos del hombre». Por implicación, «la intuición y los principios» fe­
menino aumentan el poder para acumular ganancias del hombre al liberar
capital incluso mientras el hogar hace uso de él y consume. La mujer do­
méstica ejecuta su papel en el hogar regulando su propio deseo. De su «in­
tuición y principio» depende el comportamiento económico que es lo úni­
co que asegura la prosperidad. Concebida de tal modo, la autorregulación
se convirtió en una forma de trabajo que era superior al trabajo. La auto­
rregulación era lo único que daba a la mujer autoridad sobre el campo de
los objetos y el personal domésticos, en el que su supervisión constituía
una forma de valor por derecho propio y era, por lo tanto, capaz de realzar
el valor de otras personas y otras cosas.


’ S La condesa Viuda de Carlislc. l'ltouxnis w the Form i>/ Maxtms Addressed lo Young
tedies on their First JZstahiishment in the World (landres, 1789). pág. 4
36 Mrs. Taylor, Praciicüt Hintx to Young Pernales on the Dudes o /a Wife. a Mother. and a
Mistrexs lo a Family, (Londres, 1$ 18), páft. 18
E c o n o m ía q u e n o es d in e r o

Debido a que suprimía las diferencias econóni icas, sobre todo ocultan­
do e) espacio cada mayor entre ricos y pobres, esta nueva forma de valor
demostró que servia para gente cuyos ingresos variaban en gran medida en
la vieja sociedad. A pesar de su asociación con la riqueza y el ocio, la casa
solariega también llevaba consigo algo del residuo cultural de una econo­
mía autosuficiente. Fiel a sus raíces en las economías domésticas de un pe­
riodo anterior, los libros de conducta representaban tal economía en opo­
sición a aquella basada en el dinero. Los libros de conducta reformularon
invariablemente esta oposición como su forma de preparar un ataque con­
tra lo que veían como los excesos de una aristocracia corrupta. Las recetas
que componen la mayor parte de The Compleal Housewije or. Aecomplis-
hed Gentlewoman’s Companion revelan algunos ingredientes más hien ca­
ros — perdiz y venado, por ejemplo— que la media de ios ingleses no po­
dían obviamente permitirse sin convertirse en caballeros o en cazadores
furtivos. Insistiendo, no obstante, en su carácter apropiado «para una
mesa frugal así como suntuosa», el autor no desea implicar que la dicta
que propone sea una dicta de subsistencia. Su intención es la del reforma­
dor: combatir los males del criterio aristocrático del gusto con un criterio
alternativo que es, p o r implicación, mejor para todos menos para l o s de
las categorías más bajas de la sociedad. «Ya existen efectivamente en el
Mundo varios libros que tratan de este Tema y que llevan grandes Nom­
bres, como Cocineros de Reyes. Príncipes y Nobles», declara su prefacio,
pero «muchos de ellos son impracticables para nosotros, otros capricho­
sos, otros incomestibles, a menos que vayan dirigidos a Paladares depra­
vados» (pág. 2). Al representar la mesa privilegiada como objeto de disgus­
to. tales manuales otorgan a la mesa frugal un valor superior.
Las diferencias materiales parecen tener poco que ver con la determi­
nación de la calidad de vida que uno puede disfrutar. Cuando el autor de
The Compleat Houscwife sitúa la mesa ideal en oposición a comidas que
exhiben riqueza y título, llama la atención sobre cualidades de la mente
que observa en los objetos a los que dedica su consideración, cualidades
que incluyen el carácter práctico, lo sano, lo equilibrado y la preocupación
por la salud. La mesa frugal alimenta al cuerpo social, igual que el gusto
aristocrático lo corrompe. A diferencia de aquel que refuerza las distincio­
nes jerárquicas, el criterio más moderado de vida se extiende por un am­
plio espectro de individuos dentro de la economía. Pero si la retórica del
libro de conducta no excluía de la buena vida a aquellos situados en la base
de la escala social, tampoco sugiere nunca que los pobres puedan vivir la
vida tan bien como los que tienen dinero en cantidad. Aunque relativa­
mente pocos autores se sintieron obligados a decirlo en tantas palabras,
siempre se asumió, como uno de los autores más francos explica, que «allí
donde las bendiciones de la independencia y la fortuna se encuentran en
proporción liberal, se encontrará fácilmente el tiempo necesario para to­
dos los propósitos de la mejora mental, sin descuidar ninguno de los más
importantes y sagrados oficios de la virtud activa»-17. Tal virtud evidente­
mente pertenecía a la mujer que no había sufrido escasez económica ni se
había permitido extravagancias. Como otro libro de conducta explica, hay
más probabilidades de que la propia esposa sea frugal «si siempre ha esta­
do acostumbrada a un buen estilo de vida en la casa de su padre»38. Esta
subordinación del dinero a un criterio superior de valor distinguió al ho­
gar ideal de la vida familiar tanto en lo más alto como en lo más bajo de la
pirámide social en la que — en cada caso— la gente era conocida por sus
derroches de dinero.
Todos estos ejemplos bien sugieren o bien declaran abiertamente que
sin la mujer doméstica todo el marco doméstico se vendría abajo. Desde el
principio su presencia como supervisora fue un componente necesario de
su lógica cuLtural. La consistencia con la que términos como «modestia»,
«frugalidad», «regularidad» y «discreción» se repiten no se puede ignorar.
Los libros de conducta más prácticos se dirigen a lectores locales muy dife­
rentes en lo que respecta a la constitución del hogar, la naturaleza de sus
objetos, el número y tipo de criados, el estilo de su mesa, el del vestido de
sus ocupantes y la conducta de sus actividades de ocio, a menudo llegando
a los más pequeños detalles en una u otra categoría. Pero cuando el siglo
xvm estaba ya bien entrado, las categorías generales del ámbito doméstico
se habían establecido ya y se habían vinculado a las cualidades de la mu­
jer. Ella aportó estas cualidades al contrato sexual. Al mismo tiempo, eran
cualidades que demostraron ser suyas al gobernar ella el hogar de acuerdo
con el gusto que había adquirido por medio de una educación femenina.
Es decir, el carácter femenino y el del hogar se convirtieron en uno solo
cuando ella tradujo ios ingresos de su esposo en los objetos y el personal
que formaban parte de su hogar. Tal intercambio puso en práctica de in­
mediato un contrato económico y ocultó la naturaleza particular de la
Iransacción al cumplir el contrato sexual.
Debe haber sido un momento memorable el que corresponde al esta­
blecimiento de esta forma de representación de las relaciones de parentesco.
Por primera vez en la historia se expuso una opinión — admitimos que
una opinión minoritaria— que llamó la atención da gente de orígenes ra­
dicalmente distintos, con ingresos sustancialmente diferentes y con pues­
tos en diversas cadenas de relaciones sociales. Cualquier persona pertene­
ciente a la categoría media podía así creer que estaba a su alcance el mis­
mo ideal de vida doméstica. Imaginar esto era imaginar un orden de rela­
ciones políticas sustancialmente distinto del que estaba vigente en ese mo­
mento de la historia. Para explicar por qué el nuevo modo de pensamiento

37 Broadhurst. op. cit.. pág. 5.


38 T. S. Atlhur, op. cu.. pág, 191.
político dependía de la producción de un cierto tipo de mujer, he escogido
The Compleal Servant, un manual de 1825, para demostrar hasta qué pun­
to ei contrato sexual se había convertido en algo codificado — y de ahí, re-
producible— para cuando las nuevas clases medias comenzaron a asumir
su ascenso cultural.
Identificándose como «un criado que había pasado tiempo en las casas
de los grandes», el autor anónimo de The Compleal Servant muestra cómo
los principios de la economía doméstica se podían traducir en un cálculo
preciso para la buena vida que podía extenderse a gente de diversos ingre­
sos. Eso es lo que afirma en su prefacio: «AL igual que no hay relaciones en
la sociedad tan numerosas y universales como aquellas entre los Amos y
los Criados — como aquellas entre los Deberes del Hogar y los que los lle­
van a cabo— , la importancia de que estén bien definidas y entendidas es
proporcional a su número»39. Su idea de cómo la economía doméstica se
relaciona en sí misma con la economía es tan precisa que puede represen­
tar gráficamente la conversión de la una en la otra41-':

Ingresos Gastos Criados Ropa.'! Alquiler


netos de! y y y
anuales hogar materiales exiras reparaciones Reserva
i 1.000 333 250 250 125 42
i 2.000 666 <00 500 250 84
£ 3.000 1.000 750 750 375 375

£10.000 3.333 2.500 2.500 1.250 420

Es de. io más sorprendente cómo esta representación gráfica traduce el


contrato económico en un contrato sexual. La cantidad de los ingresos re­
presenta lo que el hombre aporta al intercambio. Aunque esta forma de
designar el valor masculino distingue a un individuo de otro según la can­
tidad de dinero que cada uno trae al hogar, es importante señalar que la fi­
gura del intercambio sexual ya ha traducido la organización vertical de la
antigua sociedad en términos que prácticamente destruyen su heteroge­
neidad. Como consecuencia, la figura se comporta en gran medida como
cualquier otra representación del contrato social; crea las mismas diferen­
cias que propone unificar. El cuadro especifica los ingresos como una can­
tidad, más que como una forma de trabajo, comercio o servicio en rela­
ción a aquellos a los que sirve y que a su vez le sirven. El valor queda libe­
rado de su fuente en el trabajo humano y las diferencias meramente cuan­
titativas sustituyen a las distinciones cualitativas del estatus y el rango que
mantenían en pie a la antigua sociedad. En este sistema puramente rela-
cional, los ingresos son lo único que viene a representar la parte masculina
del intercambio sexual.

39 The Compleal Servant. pág. 1.


'í1> The Compleal Servartl. pág. 4.
La transformación de la identidad masculina es sólo una mitad de un
intercambio entre sistemas de valores basados específicamente en el géne­
ro, El cuadro citado antes registra dos movimientos semióticos separados
que juntos transforman implícitamente la organización total de la socic-
dad británica. El primero desnuda al hombre de su identidad política tra­
dicional. basada en privilegios de nacimiento y proximidad a la corona. El
segundo convierte los ingresos en las categorías del hogar. Si hemos de leer
en horizontal para reunir la información concerniente al hombre, el cua­
dro nos exige que leamos en vertical en lo que respecta a la mujer. Bajo su
supervisión, tos ingresos entran en el hogar donde se convierten en un
campo de información organizado de acuerdo con las categorías de la eco­
nomía doméstica. La mujer opera en este intercambio sexual para trans­
formar una cantidad dada de ingresos en una calidad de vida deseable. Su
poder de supervisión asegura que los ingresos se distribuirán siguiendo
ciertas proporciones que se corresponden con ciertos criterios domésticos,
sea cual sea la cantidad de los ingresos que el marido aporte. Esta doble
traducción del valor social de uno — desde un concepto de calidad basado
en el nacimiento hasta una cantidad de ingresos, que entonces se materia­
liza en una cierta calidad de vida doméstica— crea las bases económicas
para la afiliación entre grupos de interés en competencia. Crea un inter­
cambio ideal en el que sólo la mujer puede llevar a cabo la necesaria trans­
formación económica. Tal representación implica que la gente con ingre­
sos que van desde las mil libras a las diez mil libras al año debería compar­
tir un mundo de proporciones similares y, por lo tanto, aspirar a la misma
calidad de vida. También se puede implicar que este mundo está al alcan­
ce de aquellos que están por encima (como lo estaba efectivamente el caJ
ballero que sirve de ejemplo al autor) así como de aquellos que están por
debajo en la escala social, siempre que elijan observar las categorías que
comprenden la economía de la vida campestre ideal.
Pero The Compleat Servant no se queda ahí. Sigue elaborando sobre
cada categoría de objetos, servicios y personal hasta llegar al micronivcl
del artículo individual y su valor en guineas. De modo que incluso mien­
tras este modelo de buena vida campestre tiene una aplicabilidad práctica­
mente universal, también da recomendaciones muy específicas. Para de­
mostrar cómo la representación puede ser al mismo tiempo tan generaliza­
da y tan especializada para el caso individual, incluyo la siguiente lista,
que explica cómo debería distribuirse el dinero entre el personal41:

Guineas
Ama de llaves 24
Profesora 30
Dama de compañía 20
Niñera jefe 20

*1 The Compleat Servant, pág.' 270.


Segunda niñera 10
Doncella de niños 7
Doncella superior 15
Doncella inferior 14
Doncella de cocina 14
Lavandera primera 14
Lavandera segunda 10
Vaquera 8
Segunda vaquera 7
Doncella de conservas 9
Pinche 9
Cocinero francés 80
Mayordomo 50
Cochero 28
Lacayo 24
Lacayo segundo 20
Mozos de cuadra
Chico de la habitación de los niños
Guardabosques 2
Jardineros 2

Sólo unos pocos de los posibles lectores del autor podían esperar poder cu­
brir todos los gastos de la lista. Pero para crear el mismo hogar con ingre­
sos considerablemente menores, explica el autor, hay que empezar por el
principio de la lista, omitir los puestos de segundos y consumir en propor­
ción con la cantidad de los ingresos propios. Así, vemos por qué ha inclui­
do criados y personas al cuidado de los niños en lo alto de la lista, mientras
deja para el final, como los menos necesarios, aquellos sirvientes que sólo
la gente privilegiada se puede permitir emplear. El sistema vertical de rela­
ciones basado en la cantidad de los ingresos del hombre se conserva, por lo
tanto, pero este baremo cuantitativo también queda invertido cuando se
encierra dentro de un campo femenino de información donde los valores
cualitativos dominan idealmente. El autor insiste en que, incluso así, cual­
quiera puede observar las proporciones correctas y, dentro de las catego­
rías proporcionales, el ejercicio correcto de prioridades. Según este punto
de vista, sólo el ejercicio de estas cualidades personales —conocidas en
cualquier otro lugar como «discreción», «modestia», «frugalidad» y «re­
gularidad»— pueden asegurar ia felicidad doméstica.
Este manual ofrece una representación inusualmente sistemática
— una gramática, en realidad— de lo que era en aquel momento de la his­
toria un lenguaje común de objetos y personal doméstico. Resulta justo
decir que, a partir de mediados del siglo xvm, todo libro de conducta fe­
menino presuponía una gramática tal simplemente centrándose en una o
más de sus categorías. El principio de la traducción demostrado en el texto
anteriormente citado estaba vigente en la mayoría de los libros de conduc­
ta desde comienzos del siglo xvm. Para principios det xix, cuando apare­
ció The Compleat Servanl, pues, este principio había transformado la su­
perficie material de la vida social hasta el punto en el que tal gramática
descriptiva se podía escribir. No se trataba de que los hogares ingleses su­
frieran una redecoracíón total. Creo que es más probable que la textura del
hogar cambiara conforme la gente comenzó a interpretarlo de forma dife­
rente, es decir, conforme la gente comenzó a considerar al hogar en los tér­
minos de una representación escrita. Al menos es bastante plausible que la
vida doméstica se convirtiera en primer lugar en un texto autónomo cuan­
do sus objetos y personal, que parecían tener poca relación con la región y
las condiciones locales de trabajo externas a él, lograron una identidad se­
gún una fuerza inlema — un principio psicológico— que los mantuvo uni­
dos. Por medio de este principio de interpretación, también, el hogar dejó
de exhibir el valor de los ingresos del hombre y adoptó en lugar de ello las
cualidades humanas más internas de la mujer que regulaba la economía
doméstica.
Como un mundo de objetos investidos asi de significado, el hogar dejó
de poderse invocar y usar arbitrariamente por autores de ficción y por los
que escribían libros de conducta. La ficción doméstica partió de la asun­
ción de que un mecanismo interpretativo similar se podía aplicar simple­
mente representando estos objetos por medio del lenguaje. Tal lenguaje
estaría gobernado por la misma norma que convertía las diferencias mate­
riales en diferencias psicológicas, o valores masculinos en normas femeni­
nas. Antes de que Richardson escribiera Pamela. el hogar feminizado ya
era un campo de información familiar, pero aún había de ser escrito como
ficción. Y para cuando aparecieron las novelas de Austen, la compleja gra­
mática que organizaba ese campo había pasado evidentemente al conoci­
miento común hasta tal punto que simplemente se podía dar por sentada.
Si los escritos de Austen se caracterizan por una especie de economía y
precisión sin precedentes, se debe al menos en parte a esta intertextuali-
dad. En su mundo, uno no podía sólo extrapolar el valor neto de un hom­
bre a partir de unos cuantos objetos hogareños, sino que podía también si­
tuar a su esposa en una escala psicológica. En Emma. por ejemplo, la ad­
quisición caprichosa de un piano por Frank Churchill para Jane Fairfax
representa una intrusión de valores masculinos en el hogar exclusivamen­
te femenino de su tía, Miss Bates, La mera aparición de un objeto que vio­
la las proporciones y prioridades de un determinado hogar es suficiente
para generar narraciones escandalosas que implican que Jane se ha rendi­
do a la seducción. O el hecho de que Augusta Elton no logre apreciar el es­
tilo modesto del vestido de novia de Emma — «Muy poco satén blanco,
muy pocos lazos de encaje; ¡de lomas penoso!»'12— es suficiente para cali­
ficar su propio gusto como algo irremediablemente unido a los valores

Jane Austen, Em m a, cd. Stcphcn M. Parrish (Nucv» York, W. W. Norton, 1972), pág.
335. (Emma. Planeta. Barcelona, 1982.)
materialistas que contradicen la metafísica de la domesticidad que domi­
na el ideal de comunidad de Austen.
Más tarde, Mrs. Gaskell extendió este código de valores a los hogares
de los trabajadores pobres. En Mary Hartón describe esta escena con el fin
de demostrar cómo la aplicación dedicada de la economía doméstica por
una mujer podría realzar el valor del magro salario de un hombre:

En el rincón entre la ventana y la chimenea habia un aparador, aparente­


mente lleno de píalos y fuentes, tazas y platillos y algunos artículos in­
descriptibles más, para los que uno podría imaginar que sus dueños 110
podrían encontrar uso —tales como piezas triangulares de cristal para
evitar que los cuchillos y los tenedores mancharan los maTHclcs4,.

Las Bronte, por otra parte, llevarían el mismo ideal al campo de Yorkshi-
re, donde el reparto de espacio dentro de una casa y los objetos que la lle­
nan siempre describen la aparición de este mundo de objetos y el choque
entre sus valores y los de la casa solariega tradicional. Pero Dickcns lleva­
ría el arte de este lenguaje de objetos hasta su extremo lógico al crear un
mundo totalmente fetichi/ado. No hace falta pensar en las traperías que
reaparecen aquí y allá a lo largo de su ficción, ni siquiera en el castillo de
Wemmick de Grandes esperanzas, que Lévi-Strauss tomó como ejemplo
por excelencia del bricolaje, o un lenguaje de objetos de segunda mano44.
Incluso más importante que estas curiosas piezas fijas son las representa­
ciones de Dickeus del hogai habitado por dinero nuevo. Aquí se puede ob­
servar cómo los objetos entran en un intercambio demoníaco con sus pro­
pietarios por el que las cosas adquieren cualidades humanas y la gente que
vive en una relación con tales cosas se convierte en objetos regulados por
las mismas cosas a las que han dotado de valor humano. Tal como Do-
rothy van Ghent ha señalado, esta forma particular de intercambio entre
sujeto y objeto impregna el mundo dickensiano y genera su carácter distin­
tivo, que es el de un mundo superficial donde los individuos comunican la
ausencia de profundidad4-'. Está, por ejemplo, el bien conocido pasaje de

43 Elizabeth Gaskell, Mary Hartón, A TaíeofManchester Life, cd. Stcphcn Gilí (Harmonds-
worth, Penguin, 1970), pág. 49.
44 Claude Lávi-Strauss, The Savage Mind, (Chicago, University o f Chicago Press, 1973),
pág. 150.
45 Dorothy van Ghent, por ejemplo, escribe: «F.sic principio general de cambios recíprocos,
por d que las cosas ban venido a estar como diabólicamente animadas y la genle ha quedado re­
ducida a características de cosas —como si, por una ley de conservación de la energía, la huma­
nidad de la <iuc la gente es incapaz hubiera goteado en el ambiente extemo— puede funcionar
simbólicamente en la asociación de algún objeto con una persona de modo que el objeto asuma
Laesencia y el significado de la persona.... Este recurso de asociación es un recurso familiar en la
ficción; lo que distingue el uso que Dickcns hace de él es que el objeto asociado no actúa simple­
mente para ilustrar las cualidades de una persona simbólicamente — como los novelistas nor­
malmente lo emplean— . sino que tiene una función metafísica necesaria en el universo de Dic-
kens: en este universo los objetos usurpan realmente las esencias humanas; comenzando como
fetiches, tienden — y algunas veces lo hacen literalmente— a devorar y apropiarse de los pode­
Our Mutual Friend en el que Dickens hace que un plato de Podsnap pase
como comentario de la gente reunida a su alrededor:

Una solide? horrorosa era la característica del plato de Podsnap. Todo


estaba hecho para parecer lan pesado como pudiera y para ocupar la ma­
yor cantidad de sitio posible. Todo decía con jactancia: «Aquí tienes tan­
to de mí en mi fealdad como si fuera sólo plomo; pero soy tantas onzas
de metal precioso de valor a tanto por onza; — ¿no te gustaría fundir­
me?» Un corpulento centro de mesa rezagado, hinchado como si le hu­
biera salido un sarpullido más que ser una pic7.a ornamentada, pronun­
ció este discurso desde una antiestética plataforma de plata en el centro
de la mesa4<>.

Hay que destacar que esta critica del plato en cuestión no apunta a aque­
llos que cumplen el código del manual de conducta, sino a los que usan los
objetos para exhibir su riqueza y su poder. El afecto de Dickens por la in­
versión cultural deja inmune la idea del hogar como un sistema puramen­
te relacional de objetos que incluye gente entre ellos. La aparición de este
mundo de objetos que está libre de trabajo distingue al hogar del mundo
del trabajo y une a los individuos por medio de formas de afecto más que
por cualquier necesidad de supervivencia económica. Construir y conser­
var este mundo sin trabajo exige, .sin embargo, una preocupación y una vi­
gilancia infatigables, y ahí es donde la mujer figura idealmente. Ella y no el
hombre, tal como Dickens demuestra mejor que ningún otro, debería do­
tar a las cosas de sus dóciles rasgos de carácter.

El p o d e r de l a fe m in iz a c ió n

Desde comienzos del siglo x v i i i , los libros de conducta siempre habían


funcionado sobre el presupuesto de la existencia de un yo basado en el gé­
nero, un yo basado en la existencia de rasgos claramente femeninos más
que en la ausencia o incluso la inversión de ciertas cualidades del hombre.
Al escribir The Characier ofa Good Woman, both in a Single and Married
State (1697), por ejemplo, el autor siente que debería mostrar deferencia
hacia unas lectoras femeninas en cuestiones religiosas a pesar del hecho de
que habla como su instructor religioso. «A vosotras os estamos agradeci­
dos», dice, hablando tanto como hombre como miembro del clero, «por la
Devoción y el Número de los que asisten a nuestras Asambleas, porque no
sentís adulación, sois generalmente más serias que los Hombres y ayudáis
a que lo sean»47. Sin embargo, a finales del siglo xvm , tal declaración de

r « del adorador del fetiche.» The Engtisk Novel: Fnrm and Funciion (Nueva York. Harper and
Row, 1961), págs. 130-131.
46 Charles Dickens, Our M utual Friend, ed. Monroe Engel (Nueva York, Random House,
1960), p,íg. 136. (El amigo enm ín. Monlaner y Simón, Barcelona, 1940.)
47 Rogers, op. cit.. pág. 3.
deferencia no sólo representaba las cualidades esenciales de la naturaleza
femenina, sino que !o hacía de forma que dotaba a esta representación del
poder de las normas de conducta. Conforme los libros de conducta trans­
formaron a la mujer en la encamación de las normas morales y la sociali­
za d o s de los hombres, también cambiaron las cualidades que se solían
atribuir a la naturaleza femenina y las convirtieron en técnicas de regula­
ción de deseo. Estas técnicas tenían el principal objetivo de producir for­
mas de comportamiento económico diferenciadas por el género. Los li­
bros de conducta de mediado el siglo xix completaron así un proceso cir­
cular que también cambiaría las prácticas económicas consideradas más
naturales y deseables en un hombre.
Advice lo Young Ladies on their Dudes and Conduct in Life, escrito en
Estados Unidos en 1853 por T. S. Arthur. amplía el principio de la virtud
femenina hasta hacerlo la razón de ser de una forma de comportamiento
económico que vino a conocerse como la doctrina del autointerés ilustra­
do. Esla doctrina representaba el principio de la educación femenina de
una forma que lo hacía aplicable a los hombres así como a las mujeres, tal
como la dicción del autor implica:

Todos somos amantes de nosotros mismos más que amantes de Dios, y


amantes del m undo más que de nuestros vecinos; y nos es difícil conce­
bir cómo puede haber placer real en el hecho de negaT nuestros propios
deseos egoístas para buscar el bien de otro. Sin embargo, una experiencia
muy pequeña nos hará ver claramente que el deleile interno que surge de
la conciencia de haber hecho un bien a otro es el más dulce de los deleites
que nunea hemos experimentado (pág. 13).

Este pasaje ataca primero el concepto cristiano del propio sacrificio sobre
la base de que viola los hechos de la naturaleza humana sobre los que do­
mina el egoísmo. La disposición cristiana se rechaza desde la primera frase,
pero sólo para introducirse a través de la segunda. Una vez desaparecida, la
doctrina teológica convencional regresa en una forma profundamente se­
cularizada, como una cualidad que el autor considera necesaria en una
mujer y que tiene también una aplicación universal. Si los libros de con­
ducta opusieron habitualmente la disposición femenina hacia el capricho
aristocrático, lo hicieron con el fin de transformar los instintos codiciosos
del hombre para que sirvieran al bien general. No intentaron suprimir
esos instintos. Representados como cualidades inherentes en ia sexuali­
dad, que eran entonces diferenciadas según el género, las dos formas de
deseo — codicia y altruismo— no planteaban ninguna contradicción. El
intercambio sexual convirtió la codicia masculina en objetos que propaga­
ban la gratificación por todo el hogar.
La lógica del contrato había reorganizado tan profundamente las rela­
ciones sexuales a comienzos del siglo x ix que el principio del deber do­
méstico se podía extender, pues, más allá del hogar de clase media para
formar la base de una política social general. La plataforma reformista de
Hannah More y sus colegas se basaba en este principio. «Incluso los que
admiten el poder de la elegancia femenina en los modales de los h o m ­
bres», argumenta ella, «no siempre lo acompañan de la influencia de los
principios femeninos sobre su carácter»48. Si es prerrogativa de las muje­
res regular los deseos de los hombre, la domesticación constituye una fuer­
za política de no escasas consecuencias, de acuerdo con More. Tal como
explica en el principio de su obra Structures on the Modern System o f t e ­
níale Educalion:

El estado general de la sociedad civilizada depende, más que de aquellos


que son conscientes de no estar acostumbrados a escrutar los orí­
genes de la acción humana, de los sentimientos prevalecientes y los hábi-
los de las mujeres, y de la naturaleza de la estima en que se las tiene, {pá­
gina 313).

El Dr. Gregory asegura de forma similar a sus muchos lectores: «El poder
de una mujer corno es debido sobre los corazones de los hombres, de los
hombres de mejores orígenes, llega incluso más lejos de lo que ella puede
concebir»4'1. Con una especie de tendencia despiadada, los autores del si­
glo xix utilizaron el lenguaje que identificaría las habilidades de supervi­
sión con el atractivo sexual de una mujer. The New Female Instructor or.
Young Wornan’s Guide to Domeslic Happiness, escrita en 1822, cita
«ejemplos de la influencia que las m u j e r e s s e n s a t a s han tenido siempre
sobre los hombres con sentimientos»50. Invocando la creencia de que los
poderes específicos se podían atribuir al género, el autor promete elaborar
sobre «todas aquellas cualidades que te permitirán lograr el deseado arte
de complacer, que te dará derecho a representar el carácter de una m u j e r
s e n s a t a , v q u e te concederá todo el poder del q u e acabo de hablar»
(pág. 2).
Conforme tales escritos convertían el placer sexual en un poder regula­
dor, también dotaron al poder de la vigilancia de todas las características
de un padre benevolente. El nuevo currículum práctico adoptó la estrate­
gia formulada por los autores de libros de conducta al disponerse a produ­
cir un individuo que pudiera regularse por sí mismo. Introduciría mate­
mática práctica y ciencias en el currículum estándar, sin duda, pero a lo
largo de la primera mitad del siglo xtx y hasta bien entrada la segunda, los
reformadores educativos — reformadores de todo tipo en realidad— con­
centraron una energía desmesurada en el control de las actividades perifé­
ricas del ocio del individuo más que en asegurar la supervivencia econó­

48 Hannah More. Strictures on the Modern System c¡fFemale Education. The Works o f H an­
nah More. vol. 1 (New York, 1848), pág. 313.
49 Dr. John Gregory, A Father's Lesacy to his Daughters (landres, 1808). pág. 47.
50 The New Female Instructor or. Young Wotnun's Guide ¡o DomesUc Happiness (Londres,
1822), pág. 2.
mica de uno51. La preocupación pedagógica pareció quedarse fijada en no­
velas, periódicos y conversaciones y no en las áreas del conocimiento que
teóricamente podrían parecer más prácticas. El siguiente capítulo — y de
hecho el resto del libro— se centrará en este concepto de instrucción como
una forma de control social. Por ahora sólo hace falta decir que muchos
autores de libros de conducta parecieron pensar que la educación de una
mujer equivalía a poco más que a infundir buenos hábitos de lectura y
cultivar el arte de la conversación. Parecían confiar en que una educa­
ción semejante establecería la base para el gobierno eficaz del hogar por la
mujer.
Este concepto del trabajo de las mujeres como la regulación de la infor­
mación yace tras una fábula incluida en el manual de T. S. Arthur. Por lo
tanto, debería darnos alguna idea de cómo las estrategias de domestica­
ción se convertirían en una política de largo alcance — e inherentemente
colonial— en Estados Unidos. La fábula afirma que su propósito es de­
mostrar que «por muchas y muy grandes que sean las desventajas bajo las
que una joven pueda trabajar, ella podrá alzarse, si lo desea, muy por enci­
ma del punto, en cuanto a condición externa, del que partió en la vida»52.
En el mismo momento en el que la popularidad de la filosofía de ayudarse
a uno mismo se encontraba en su punto culminante53, los libros de con­
ducta declinaron mostrar cómo una mujer trabajadora podía elevarse so-
eialmente por medio del trabajo industrioso. Muy al contrario, se nos dice
lo siguiente:

De las jóvenes que trabajaban en el taller donde Ann [la heroína de la fá­
bula] aprendía su oficio, no había ninguna más aventajada que ella;
sieie se casaron con hombres de inteligencia escasa y hábitos vulgares y
nunca se abaron por encima de su condición original. Otras dos eran
más como Ann y las pretendían hombres jóvenes de una clase mejor.
Una de ellas no se casó (pág. 76).

De hecho, la fábula muestra que cuando Ann se alza por encima de aque­
llos de «inteligencia escasa y hábitos vulgares» a través de su dominio de
las lecciones de conducta femenina, se eleva socialmente; se convierte en
una mujer con la que están dispuestos a casarse hombres de «una clase me­
jor». Por lo que respecta a esta historia, lo único que necesita una mujer

51 En este punto tengo mucho que agradecer a! estudio de Thomas Laqucur de las escuela*;
dominicales como un instrumento de control social en virtud de su habilidad para apropiarse
del tiempo de ocio. Religión and Respcclabilíty: Sunday Schouh and Working Class Cullure
J 780-1850 (N 'w Haven, Yale Umvcrsity Press, 1976). pág». 227-239. Para un relato distinto
del oso del tiempo de ocio en el siglo xix, ver Hugh Cunninghain, I.eisurem ihelndunrial Reto-
lu/ion. 1780-1880 (Nueva York. Croom Hclm, 1980).
52 Arthur, op. d i., pág. 76.
53 En relación con la popularidad de Self-Heip (1859) de Samuel Smiles, un libro que pre­
sentaba la autorregulación como la clave del éxito en el mundo de los negocios, Asa Brigg* seña­
la que se vendieron 20.000 ejemplares en el plazo de un afio desde su aparición. The Age ofím-
provemenl 1783-186 7 (Londres, Longman's, 1959), pág 431.
para alzarse sobre su «condición original» es resistir las tentaciones de
holgazanería y convertirse en un ejemplo de las normas de feminidad de la
clase media. Habiendo establecido esto como la base de su atractivo se­
xual para el hombre, el relato concluye con una descripción de la recom­
pensa que Ann gana por encarnar tan estrechamente el barerno femenino:
«Y en la proporción en la que sube encontrará un grado más alto de felici­
dad y será capaz de hacer más bien de lo que habría sido posible en caso
contrario» (pág. 76). Si logrando internalizar las normas de los libros de
conducta, Ann se puede casar por encima de su posición, el altruismo es
tanto la recompensa por este esfuerzo de regulación de sí misma como su
obligación como esposa de un hombre próspero. El relato concluye, en
otras palabras, exaltando una forma de trabajo que no es trabajo en abso­
luto, sino una forma de regulación de uno mismo que funciona como un
fin en sí mismo.
Este principio se podría extrapolar del hogar y aplicarse a la sociedad
en conjunto donde ofrecía una forma de exhibir la largueza aristocrática
— o patemalismo benevolente, como se le llama más apropiadamente—
en relación a aquellos grupos que más habían sufrido a causa de los cam­
bios ocasionados por la industrialización de Inglaterra. La aplicación polí­
tica de esta nueva idea de trabajo se hace instantáneamente aparente si se
observa cómo el principio que organiza el hogar se extendió hacia fuera
para ofrecer la retórica liberal que representara la relación entre un grupo
social y otro. Al crear un currículum para el pensionado dirigido por sus
dos hijas ilegítimas, Erasmus Darwin intentó idear una forma de infundir
en las mujeres la idea de que su trabajo era su propia recompensa. «Debe­
ría haber un plan en las escuelas para promover el hábito, así como el prin­
cipio de la benevolencia», tal como él le llama. Teniendo estoen mente, el
autor sugiere que «todas las damas podrían ocasionalmente aportar una
pequeña suma, a la vista de un niño desnudo y necesitado, para adquirir fra­
nela o lino basto para ropas, que podrían aprender a cortar y hacer ellas
mismas; y así la práctica de la industriosidad se vería unida a la de la libe­
ralidad»54. Al permitir que las mujeres produjeran bienes destinados a la
caridad cuando ya no era respetable que las produjeran para su propia san­
gre, mucho menos para propósitos comerciales, los libros de conducta fo­
mentaron una cierta forma de relaciones de poder que florecería más tarde
cuando se desarrollaron las instituciones de beneficencia de la cultura mo­
derna.
Fue su aptitud reconocida para llevar a cabo actos de caridad lo que
primero permitió a las mujeres salir de la casa y pasar al ruedo político.
Tal como defiende Martha Vieinus: «El debate público sobre las condicio­
nes en las que vivían los pobres de las ciudades ofreció a los reformadores
la puerta abierta que necesitaban»^. Sobre la base de una necesidad de la­

54 Erasmus Darwin, pág. 63,


55 Martha Vieinus. Independen! Wvmen: Work and Communily for Single Womcn 1850-
bor de caridad entre estos elementos sociales recientemente empobreci­
dos, las mujeres comenzaron a excavar territorio para el trabajo domésti­
co en la arena social más amplia. Vieinus ofrece una cita particularmente
reveladora de Francés Power Cobbe, una defensora del celibato entre las
mujeres solteras, para ilustrar esta línea de argumentación:

Los deberes privados y hogareños de las mujeres tfue los tienen son, más
allá de toda duda, su primera preocupación y una preocupación que
cuando se toma completamente en serio debe a menudo ocupar todo su
tiempo y energías. Pero es una suposición ahsurda y característica del tra­
tamiento que se da a las mujeres, seguir suponiendo que todas ellas tie­
nen deberes hogareños, y tratando licitamente a las que no tienen ningu­
no como si ocuparan el lugar equivocado en la tierra creada por Dios, y
no tuvieran nada en absoluto que hacer allí. Debe haber un propósito
para las vidas de las mujeres solteras en el orden social de la Providen­
cia...; ella no tiene menos deberes que las otras, sino deberes más exten­
sos y quizá más laboriosos. No el egoísmo — flagrante para un prover­
bio— sino el sacrificio personal más completo que el que pertenece a la
vida doble del matrimonio, es la verdadera ley del celibato (pági­
nas 13-14).

Traduciendo la afirmación de Cobbe a los lérminos de este capítulo, se


puede ver que el concepto de caridad estaba inexorablemente unido al pa­
pel femenino de supervisora del hogar. Se puede ver también cómo la mis­
ma lógica que permitió a las mujeres poner en práctica las habilidades que
poseían como mujeres en el nuevo mundo del trabajo llegarían con el
tiempo a ofrecer la razón de ser liberal para extender la doctrina de la pro­
pia regulación y. con ella, las técnicas sutiles de la vigilancia doméstica
más allá del hogar de clase media y en las vidas de aquellos que ocupaban
una posición mucho más baja en la escala económica. No era infrecuente
que los libros de conducta del siglo xix expusieran una teoría más bien ex­
plícita de control social, tal como ejemplifica el siguiente párrafo:

Torna una mente del menor grado posible, el pequeño paria de las calles,
abandonado por padres que carecían incluso de los instintos humanka-
dores de la naturaleza, expuesto a toda influencia del mal y que no sabe
nada bueno; los primeros pasos para reclamar, humanizar una mente se­
mejante, serían ponerla en un ambiente moral, cultivar y elevar su inteli­
gencia y mejorar su condición física'6.

Deseo simplemente tomar nota de la forma en la que la teoría educativa


coloca todo el énfasis en la rehabilitación psicológica. La «condición físi-

¿920 (Chicago, University o f Chicago Press. 19»5).pág. 15. I¿s citas del lexlo corresponden a
esta edición.
5* Madame de Watend, PraClical Hinis on ¡he Mora!. Menta!andl'hyiical Traininz of Girls
ai School (Londres, 1847), pág. 64.
ca» del «pequeño paria de las calles» aparece como una especie de ocu­
rrencia posterior.
La división sexual del trabajo puede haber comenzado al permitir que
dos formas diferentes de entender la realidad social conistieran lado a
lado, más que como el modelo puritano del matrimonio. Pero la inserción
de una nueva idea del trabajo en el campo de la información social llegaría
a hacer que la división sexual del trabajo sirviera como una forma de re-
concebir el todo. Debido a que se confinaron estrictamente a cuestiones
de economía doméstica, los libros de conducta pueden parecer menos dig­
nos de mención por sí mismos que los otros escritos que caracterizan los
siglos xvjn y xix. Pero lo que he estado persiguiendo al avanzar en círcu­
los hacia detrás y hacia adelante en el tiempo a través de este cuerpo de da­
tos extremadamente familiar, pero relativamente ignorado, es la forma­
ción de un lenguaje especializado de sexualidad. Al suprimirla cronología,
he intentado mostrar cómo este lenguaje — circulando entre lo psicológico
y lo económico, así como entre lo individual y el Estado— separó y re­
constituyó a uno en relación con el otro y produjo así un discurso, una
nueva forma de almacenar información cultural que cambió la totalidad
de la superficie de la vida social. Un cambio semejante no podía haber
ocurrido en un solo momento o a través del esfuerzo de cualquier persona
particular, aunque algunos tipos de escritura claramente disfrutaron de
mayor popularidad que otros durante este periodo de tiempo. Es más pro­
bable que el cambio tuviera lugar por medio del uso persistente de ciertos
términos, oposiciones o figuras hasta que las diferencias sexuales adqui­
rieron el estatus de verdad y dejaron de necesitar ser escritas como tales.
Adoptando el poder de una metafísica, pues, estas categorías tuvieron el
poder de influir no sólo en el modo en que la gente entendía el trabajo,
sino también en cómo consideraba el mundo de los objetos y, por tanto,
experimentaba deseos por tal mundo.
A pesar de cambios notables en el énfasis y la terminología de los libros
de conducta, que apuntan hacia fuera del hogar a las vicisitudes de la vida
económica, a la historia social y los asuntos de los hombres, así como a la
secuencia de acontecimientos que han venido a formar parte de la historia
literaria, he considerado en su mayor parte estos textos bien diferentes
como una sola voz y un discurso continuo. El propósito que me guía ha
sido mostrar mi convicción de que la cultura domestica funcionó en reali­
dad como un principio de continuidad que impregnó la superficie social
para ofrecer un marco conceptual estable, dentro del cual estos cambios
«exteriores» aparecen como otras tamas variaciones del tema sexual. Aun­
que se trate de un género femenino, con frecuencia escrito por mujeres y
dirigido a lectoras femeninas, los libros de conducta de los siglos xvm y
x ix — o de la misma manera, libros de conducta femenina anteriores—
estaban sintonizados con los intereses económicos que se designaban
como dominio del hombre. En virtud de su aparente separación de la eco­
nomía en sentido más amplio de la que era parte fundamental, la econo­
mía doméstica proporcionó las fábulas en cuyos términos se replanteo rían
las relaciones económicas. Lo que es más, como he argumentado, las rela­
ciones sexuales pudieron dar forma a esta nueva narrativa maestra preci­
samente debido a esa apariencia de que su poder era más restringido.
Conforme los libros de conducta reescribieron el sujeto femenino para
un público del siglo xvm , cambiaron toda la intención estratégica del gé­
nero desde la reproducción de un slalu quo — un hogar aristocrático—
hasta la producción de un futuro siempre en retroceso. Si precedió a la for­
mación de una serie coherente de principios económicos asociados con el
capitalismo, esta retórica reformista anticipó incluso el establecimiento
del matrimonio como una institución social. Los libros de conducta vie­
ron siempre el mundo doméstico como un mundo que debía desempeñar
un papel. Cuando la aprobación de la Ley de Matrimonio de 1754 institu­
cionalizó el hogar y lo situó más firmemente bajo el control del Estado de
lo que nunca lo había estado, el sentido de su futurismo no desapareció
para los autores y lectores de los libros de conducta. Con los tremendos
cambios demográficos de finales del siglo xvm y las violentas disputas la­
borales de las décadas siguientes, la división sexual del trabajo se convirtió
rápidamente en un fail accompli, pero los libros de conducta conservaron
su punto retórico de una promesa que estaba por cumplirse. Incluso hoy
día esta promesa no puede aparentemente distinguirse de la propia forma.
Tales manuales siguen ofreciendo el poder de la auiotransformación. Per­
siste la ilusión de que hay un yo independiente de las condiciones materia­
les que lo han producido y que un yo semejante puede transformarse sin
cambiar la configuración social y económica en oposición a laque se cons­
truye. Este poder de transformación todavía parece surgir del yo y afectar
a ese yo a través de estrategias de autodisciplina, cuya más perfecta puesta
en práctica sea quizá la anorexia nervosa. Lo que encontramos en libros de
instrucción para mujeres, pues, es algo que se puede incluir en el orden de
la hipótesis productiva de Foucault que continúa trabajando sobre el cuer­
po material sin sentir el peso de la historia política porque esc cuerpo es el
cuerpo de una mujer. Sobre la base de que su identidad sexual la ha supri­
mido una clase que valoraba a la mujer principalmente por razones mate­
riales más que por ella misma, la retórica de los libros de conducta produ­
jo un sujeto que de hecho no tenía cuerpo material en absoluto. Esta retó­
rica sustituyó al cuerpo material por un cuerpo metafísico formado en su
mayor parte de palabras, si bien las palabras constituyen una forma mate­
rial de poder por derecho propio. El cuerpo femenino moderno compren­
día una gramática de la subjetividad capaz de regular el deseo, el placer, el
cuidado ordinario del cuerpo, el proceso de noviazgo, la división del tra­
bajo y la dinámica de las relaciones familiares.
Como tal, la escritura de la subjetividad femenina abrió un espacio
mágico en la cultura en el que el trabajo ordinario podía encontrar su gra­
tificación debida y en el que los propios objetos que enfrentaban a los
hombres en el mercado competitivo servían para unirles en una comuni­
dad de valores domésticos comunes. Si el mercado dirigido por el trabajo
masculino vino a ser imaginado como una fuerza centrífuga que rompía
las cadenas verticales que organizaban un concepto anterior de la socie­
dad y que diseminaban a los individuos de grado o por fuarza por todo el
paisaje inglés, la dinámica del hogar se concebía como una fuerza centrí­
peta. El hogar volvía a centrar simultáneamente la comunidad disemina­
da en una miríada de puntos para formar la familia nuclear, una organiza­
ción social con una madre, más que un padre, como centro. El propio he­
cho de sus simeLrías entretejidas sugiere que el mundo social doblado era
claramente un mito antes de que se pusiera en práctica, como fue efectiva­
mente el caso durante casi un siglo.
El ascenso de la novela

Toda lengua licnc sus anomalías que. aunque in­


convenientes y en si mismas en un tiempo innece­
sarias, deben ser toleradas entre las imperfecciones
<ic líts cosos humanas y que requieren sólo ser re­
gistradas, para que no aumenten, y comprobadas,
para que no sean confundidas: pero toda lengua
tiene también sus impropiedades y absurdos, y es
ci deber del lexicógrafo corregir o proscribir.
S a m u e l J o h n s o n , Prefacio al Diccionario

Las definiciones podrían .ser útiles si no usáramos


palabras para hacerlas.
J ea n -Jacques R ousseau , Emilio

Para mediados del siglo xv iit nuevas formas de escritura compelían


con aquellas que habían dominado durante largo tiempo el pensamiento
inglés, cada una afirmando su derecho a declarar qué rasgos hacían a la
mujer más deseable. El propio volumen de lelra impresa ya dedicado al
proyecto de la redefinición de la mujer indica que para entonces se libraba
una lucha ideológica masiva. Pero además de los libros de conducta, revis­
tas de mujeres y periódicos como el Taller, cuyo título se había supuesta­
mente acuñado por deferencia a su público lector femenino, algunos auto­
res crearon su idea de la feminidad partiendo del material menos promete­
dor de todos, la novela. La novela tenía una reputación de mostrar no sólo
los entresijos internos de la vida política inglesa, sino también el compor­
tamiento sexual de naturaleza semipomográfica. En ambos casos se consi-
deraba una forma de escritura vulgar1. Incluso en 1810 un autor bien co­
nocido de libros de conducta podía decir de sus lectores: «Mientras que
cultivo un gusto refinado por las admirables producciones de los autores
clásicos británicos, puedo aventurarme a predecir que no encontrarán
tiempo ni placer ni demasiada inclinación por escritos de un rango infe­
rior» (la cursiva es mía). Con esto quiere decir «incluir en una censura que
no hace distinciones todas las diversas producciones que aparecen bajo el
nombre de novelas»2.
Al dar forma a un ideal de mujer a partir del material de las novelas, los
novelistas no parecían enfrentarse a la cultura dominante cuanto rescatan­
do a la mujer y la vida doméstica que ella supervisaba de su destino a ma­
nos de autores degenerados. Fue esta estrategia la que Richardson puso en
marcha cuando, tras declarar que no estaba en realidad escribiendo una
novela, usó la ficción para redefinira la mujer deseable. Tal acontecimien­
to ayudó a cambiar tanto los términos del conflicto cultural como la natu­
raleza de la victoria que se ganaría. Pero quiero insistir en que Pamela no
era tanto sobre esta lucha cuanto parte de ella literalmente. Tal como voy
a demostrar, las estrategias del conflicto más amplio dieron a la primera
novela de Richardson su forma peculiar. Se pueden observar sus estrate­
gias con particular claridad en aquellos lugares que normalmente se consi­
deran torpes o tediosos dentro del marco del «arte de la novela». Hablar

1 l’ara una crónica de la tradición deprincipicis del sielo xvm que vinculábala novela con la
vida miserable, ver Lennard Davis. Factual Fietions: The Origins o f the Bnglish Novel (Nueva
York, Columbia L'niversity Press, 1983), págs, 123-37. Para la objeción a la novela por su atrac­
tivo quasiciótico. ver John Riehctli. Popular F u lion Befare Richardsoni Narrative l'atterns
i 700-1734 (Oxford, Clarendon, 1969). En un número del Spei'lator de Addison y Stcele, por
ejemplo. Mr. Spectator advierte a los lectores sobre los peligros de mayo, advirtiendo que las
mujeres «están en un estado especial en lo Que se refiere a cómo se las entienden con los roman­
ces. los bombones, las novelas y demás materiales inflamables, cuyo uso considero muy peligro­
so durante este gran Carnaval de la Nat «raleza», citado en Four Befare Richardson: SelectedEn-
glish Novéis 1720-1727, ed. William H. McBumey (Lincoln, University o f Nebraska Press,
1963), pág. x¡. I j> novela se consideraba un uso del lenguaje — con frecuencia escrita por muje­
res— destinado a inflamar las pasiones Los lectores modernos han advertido esta cualidad en
el lenguaje de muchas de las novelas escritas por mujeres en la primera mitad del siglo xvm. Pa­
tricia Mever Spacks describe asi varias obras de Eliza Hayward y Mary Manley como «novelas
semipomográficas», en «Evcry Woman is at Heart a Rakc». Eighleenth Cenlury Studies, 8
(1974-1975), 32. Fue el elemento pornográfico de su lenguaje loque llevó a William Forsyth en
1871a abstenerse de citar ejemplos de ficción prerrichardsoniana en su libro The Novéis and
Noveláis of the Eighteenth Ceniury in íllustration ofthe Manners and Moráis o f the Age (Port
Washington, Nueva York, Kcnnikat, 1871; reimpreso en 1971). Dice que no puede citar ejem­
plos de los modales bastos de las novelistas anteriores a Richardson: «Necesariamente no pue­
do dar citas para mostrar esto porgue si lo hiciera me ofendería a mí mismo» (pág. 162). Ver
también Jcan B. Kear, «The Fallen Woman from the Perspective of Five I jtrly Eighteenth Ccn-
tury Womcn Novelists», Studies in Eighteenth-Cemury Culture, 10 (1981). 457-468 y Ruth
Perry, Women, Letters, andtheNovel (Nueva York, AMS Press. 1980). Para una lista délas que
se consideraban novelas antes de que la categoría fuera redeftnida, ver William H. McBurney./l
Checklist o f English Prose Ficlion 1700-1739 (Cambridge, Harvard (l'niversity Press. 1960).
2 Thomas B»t>adhurst,.'i{A,i « , !0 Young ¡.adíes on the Improwment ofthe M ind and Conduci
o f U fe (Londres. 1810). pág. 53.
de las cualidades del texto que resisten la estética moderna, sin embargo,
es identificar el papel del texto en el proceso mucho más extenso que yo
denomino feminización, en el que ciertas áreas de la cultura aristocrática
fueron adoptadas por el grupo social emergente3.
Para finales del siglo xvin los libros de conducta se habían puesto de
acuerdo con respecto a una clase de ficción que era verdaderamente segu­
ra para que la pudieran leer las jóvenes. Ésta fue una clase no aristocrática
de escritura que era cortés y particularmente adecuada para las lectores fe­
meninas. También tenía la virtud de dramatizar los mismos principios es­
bozados en los libros de conducta. Evelina de Bumey es sólo uno de los
ejemplos más famosos de la ficción escrita por damas novelistas, como
eran llamadas las mujeres que escribían novelas corteses. Este tipo de es­
critura se estableció basta tal punto, las clases instruidas le concedieron
hasta tal punto la aprobación por encima de otras variedades de ficción
más viejas y consideradas de rango superior que con el tiempo suplanta­
ron a todo lo que la novela había sido con anterioridad. De esta manera,
una forma relativamente nueva de escritura vino a definir el género en el
transcurso de un número notablemente escaso de años. Austen pudo escri­
bir Northanger Abbey y el resto de su ficción sabiendo perfectamente lo
que una novela tenía que hacer para ser considerada como tal. Nunca per­
sistió en la dirección en la que empezó su carrera como escritora. Su Lady
Susan fue una obra de ficción, sin duda ninguna, pero no era ciertamente
una novela en el sentido eonés del término, porque la heroína parecía ser
una aventurera con éxito según el modo del drama de la Restauración.
Cuando mediado el siglo xix las nuevas clases medias se establecían y la
economía británica se había estabilizado, la novela ya era conocida como
una forma femenina de escritura y el conflicto entre ficción y la tradición
cortés de las letras estaba a punto de ser resuello. Llegado este momento,
ficciones como las de Richardson y Bumey fueron llevadas al reino de lo
normativo y se podía escribir una tradición continua de la novela en el
tiempo tanto hacia detrás como hacia adelante. Sin embargo, conforme la
novela fue escrita en una historia literaria, el proceso de su producción de­
sapareció. Sólo las propias novelas conservaron la lucha entre la escritura
que sólo más tarde llegaría a ser conocida como novela y otro tipo de fic­
ción — en una época llamada novelas o romances— que se han relegado
desde entonces a los áticos y trasteros de la historia cultural.
Comenzando con. Pamela de Richardson, pues, se puede observar el
proceso por el que las novelas se alzaron hasta una posición de respetabili­

3 Tcrry Eagleton ha estudiado el papel tic la ficción de Richardson en la apropiación de los


signos y símbolos de la cultura dominante y el empleo de los mismos en nombre deoiro conjun­
to de intereses socioeconómicos. The Rape o f Clarissa (Miitneapolis, Univcrsity of Minessota
Press, 1982), págs. 30-39. Ann Douglas ha mostrado cómo la feminización operó como una es­
trategia declase media dentro de una cultura protestante. The Feminization o f American Cultu­
re (Nueva York, Avon. 1978).
dad entre los géneros de la escritura. Este proceso creó un dominio priva­
do de cultura que era independiente del mundo político y que era supervi­
sado por una mujer. Tal fantasía cultural defendía la promesa de que los
individuos podían ver hecha realidad una identidad nuf va y más funda­
mental y librarse así de las distinciones de estatus que organizaban la
vieja sociedad. En este aspecto la novela proporcionó un arma poderosa
dentro del arsenal de la retórica ilustrada, que apuntaba a liberar a los in­
dividuos de sus cadenas políticas. Richardson demostró cómo la ficción
podía desplegar estrategias que reorganizaban la casa solariega en tomo a
una mujer que no tenía sino una forma de instrucción basada en el género
que ofrecer. Pero por mucho que sus estrategias puedan haberse parecido
a aquellas que Rousseau utilizó al escribir El contrato social, no obstante
ofrecieron una variación importante de los temas familiares de la Ilustra­
ción: constituyeron un sujeto femenino al convertirse ella en un objeto de
conocimiento en y a través de sus propios escritos. Richardson estaba pro­
bablemente sólo intentando ganar la autoridad para crear a esta mujer, y
lo más probable es que sólo buscara controlar las estrategias interpretati­
vas que los lectores pretendían imponer en su comportamiento. Pero la
propia ficción demuestra que para finales del siglo xvm las mismas estra­
tegias que habían reclamado los derechos del individuo sufrían una forma
de mutación y adquirían el poder de controlar al individuo en cuyo nom­
bre continuaban argumentando. Vfe gustaría ahora interpretar obras se­
lectas de ficción como la historia de ciertas estrategias políticas que en pri­
m e r lugar ofrecían la teoría y la razón de ser para las instituciones sociales
modernas, pero que más tarde vinieron a usarse como técnicas de control
social.

L a b a t a l l a d e i .o s l i b r o s

A la hora de formular lo que ahora conocemos como el hogar de clase


media, los libros de conducta mostraron una nueva forma de comporta­
miento semiótico. Tal comportamiento — a saber, los contratos que he
identificado como los tropos de la propia producción— trasladó toda la
lucha por el poder político desde el nivel de la fuerza física hasta el nivel
del lenguaje. Esto no es ningún secreto. Las culturas institucionales se
mantienen de forma característica a través de la regulación de la educa­
ción y la conversión en una mercancía del lenguaje. Pero los libros de con­
ducta son especialmente explícitos en cuanto a cómo exactamente se pro­
dujo el nuevo orden del hogar con una nueva forma de autoridad en su
centro por medio de la educación. Como hemos visto argumentar a Rous­
seau, producir un individuo que no tenía ninguna identidad política con­
creta exigía — antes que ninguna otra cosa— el control estricto de la infor­
mación, Para Rousseau, el bien general había de abrazarse como el propio
bien personal de un individuo, que dependía de que cada individuo reci­
biera la misma información sobre una base individual. En caso contrario
uno llegaría a entender el bien general como aquel de una facción específi­
ca. De forma no muy distinta de la del Emilio de Rousseau, los libros de
conducta ingleses intentaron promover una filosofía de la educación basa­
da en el género conocida como «el cultivo del corazón».
Si los libros de conducta ingleses comenzaron insistiendo en que las
mujeres tenían ciertas cualidades positivas derivadas de su género, hicie­
ron inevitablemente hincapié en que la feminidad en su forma natural
ofrecía como mucho una fuerza socializadora poco estable. 1.a feminidad
se podía incluso ver como una fuente de graves disturbios políticos. En-
quiry inlo the Duties o f ¡he Femate Sex ( 1789), de Thomas Gisbome, es
uno de los muchos libros de conducta que ofrecen una letanía de aquellos
rasgos desestabilizadores hacia los que tienden con mayor frecuencia las
mujeres porque, irónicamente, tales rasgos son también virtudes feme­
ninas:

I j viveza alegre y la rapidez de la imaginación, tan conspicuas entre las


cualidades en las que se reconoce la superioridad de las mujeres, tienen
una tendencia a llevar a la poca firmeza mental: al gustó por la novedad;
a hábitos de frivolidad y ocupaciones sin importancia; al rechazo a la apli­
cación sobria; a la falta de gusto por estudios más serios y una estima de­
masiado baja de su valor; a una consideración fuera de toda razón por el
ingenio y los logros a base de esfuerzo; al anhelo de la admiración y el
aplauso; a la vanidad y la afectación4

Cuando prohibían el trabajo femenino, los libros de conducta pusieron al


alcance de tas mujeres muchas horas en las que se podían permitir las
«ocupaciones sin importancia». Debido a su «viveza alegre y rapidez de
imaginación», sin embargo, una futura esposa no podia quedar nunca a
merced de sus propias ideas.
Así pues, la cuestión de cómo ocupar las horas ociosas de las mujeres
atrajo tanta atención en los libros de conducta como su comportamiento
económico. Los autores idearon sus economías domesticasen términos de
un imperativo cultural que liberara a la mujer del trabajo con el fin de es­
tablecerla como supervisora. Dejándole poco que hacer, sin embargo,
crearon una situación que provocaba las propias formas de decadencia
que aquellos libros usaban con el propósito de caracterizar a la vieja aris­
tocracia. De hecho, una queja común contra estos programas educativos
era su tendencia a preparar a las mujeres para una vida de inutilidad y fri­
volidad5. Asi, los críticos de estos programas coincidían con los defenso­

4 Thomas Gisbome, Eníptiry ¡nio the Duiies o j the Femate Sex (l-ondres, 1789). pá­
gina 54.
5 Harriet Martincau predijo un serio problema social que surgiría de un programa de educa­
ción que preparaba a las mujeres para no ser más que esposas: «Las mujeres se encuentran ron
que tienen que mantenerse, sin que se les dé la opción de una variedad de empleos o se les im­
parta la educación necesario. Lfna consecuencia natural de esto es que las mujeres son educadas
res de una teoría de la educación basada en eJ género, que argumentaba
que el ambiente social de una mujer le ofrecía demasiadas formas de acti­
vidad que resonaban con entretenimiento. Y así, renunciando a la idea del
trabajo femenino y, sin embargo, reconociendo los peligros del ocio, los
autores de libros de conducta generalmente insistieron en que las activida­
des que comprendían las artes domésticas — y, por lo tanto, el deber de
una mujer— tenían que supervisarse con mucho cuidado precisamente
allí donde parecían más frivolas. Porque era allí donde la educación de
una mujer podría volver al estatus de aquellos entretenimientos sin tasa
que supuestamente descarriaban su deseo.
Convencidos de que las actividades de ocio de una mujer requerían
una supervisión, los autores, empeñados en resolver el problema plantea­
do por el entretenimiento, desarrollaron una nueva noción de gusto — una
noción específicamente no aristocrática— y una nueva forma para ocupar
el tiempo de las mujeres. «Los Rudimentos del Gusto», explica Erasmus
Darwin:

deberían enseñarse [a las mujeres] con cierto cuidado; puesto que el gus­
to entra en el campo de su vestido, sus movimientos, sus modales, asi
como en el de las bellas artes que pueden cultivar en su tiempo de ocio,
tales como la pintura, el dibujo, el modelado, la fabricación de flores ar­
tificiales, el bordado, la escritura de cartas, la lectura, la conversación y
en casi todas las circunstancias de la vida6.

Continúa explicando que hay que tener cuidado de que estas actividades
no se conviertan en medios de autoexhibición: deben siempre ofrecer oca­
sión para la «cultura mental o moral». La supervisión supuestamente era
lo que daba la diferencia entre los entretenimientos que conducían a la co­
rrupción y las formas de ocio que ocupaban a una mujer constructivamen­
te. Las actividades comprendidas en su educación se podían considerar
educativas sólo si eran supervisadas, y por la misma regla de tres, práctica­
mente cualquier cosa se podía considerar educativa si ofrecía una ocasión

para considerar el matrimonio como el único objetivo en la vida» y por lo tanto a sentirse extre­
madamente impacientes por asegurarlo.» ffon to Observe: Moráis and Manners (Londres,
1838). pág. 176. Mrs. Pulían es menos abierta que Martineau en su desafío de Jos conceptos de
amor de la clase media Así, ella dramatiza la aceptación general — para finales de siglo— de la
opinión de Martincau de que las mujeres deberían estar mejor equipadas para sobrevivir en eJ
mundo económico de lo que una educación femenina especializada les permitía: «y que ningu­
na inglesa olvide al elegir su ocupación que el orgullo y la vanagloria de su país es su comercio.
Que todas las grandes instituciones de nuestro país, sus escuelas, sus hospitales, sus bibliotecas,
su riqueza aquí y la civilización que ha extendido fuera de sus frontera*, las debe a sus comer­
ciantes y a su comercio. Recordando todo eslo, dejará de pensar en convertirse en una comer­
ciante como en una degradación». Maternal Causéis to a Daughicr: Designed lo Aid Her tn the
Core ofHer Health, ¡mprovement ofH er M ind. and Cultivation ofH er ileatt (Londres. 1861),
pág. 148.
(i Erasmus Darwin, A Plan for the Conduct of Female Educa (ion in Bvarding Schools (Du-
blin, 1798), pág. 25.
para la supervisión. De hecho, parece que cuanto más inútil fuera la activi­
dad, tanto más se prestaba al solo ejercicio de las técnicas de supervisión7.
Al aprender cómo llevar a cabo estas actividades, la mujer, por lo tanto,
aprendía el arte de la supervisión doméstica. Como la supervisión de las
actividades del tiempo de ocio ofrecía los medios para domesticar a la mu­
jer, la mujer de tal modo domesticada adquiría principalmente las técni­
cas de supervisión del tiempo de ocio. Siguiendo este objetivo estratégico,
la lectura era a un tiempo la forma más útil y la más peligrosa de ocupar el
tiempo de una mujer.
La idea de que la instrucción ofrecía el medio más eficaz para dar for­
ma a los individuos fue la raison d'éire de los libros de conducta. Esta su­
posición era inherente al género desde sus comienzos en una época ante­
rior. Para los propósitos del presente argumento, pues, simplemente deseo
afirmar que tras todas las aseveraciones pedagógicas sobre la cuestión, y
sin duda tras todo el intento de la filosofía británica del siglo xvm de en­
tender la comprensión humana también, estaba la noción de que una mu­
jer se desarrollaba por medio de un intercambio entre un mundo de suje­
tos y un mundo de objetos. En e) fondo de estas teorías de desarrollo per­
sonal estaba la premisa más básica de que el lenguaje podía constituir una
relación mutuamente transformadora entre el yo y un mundo externo de
objetos. No pretendo adentrarme en las sutilezas de estas teorías, ya que
estoy más interesada en aislar la tosca base teórica de la psicología popu­
lar. o ÍJe scnti'do común, que se puede observar en los libros de con­
ducta.

7 La tendencia a educar a las mujeres con sencillez de modo que pudieran exhibir «se hecho
obtuvo críticas de muchas fuentes. En ludas las novelas de Austen, por ejemplo, hay un ataque
explícito contra la educación femenina. En AiansfieldPark. Lady Bcrtram ha traído a Mrs. No-
rris para que eduque a sus hijas y a Fanny. Sin embargo, es evidente que su educación debe ser
tan exclusiva como la que distingue a los hombres según las clases. En contraste con Fanny las
«señoritas Bertram» saben algo de francés, saben tocar dúos, son capaces de recitar la lista de
reyes de Inglaterra en orden cronológico «con las fechas de su acceso al trono > la mayor parte
de los acontecimientos principales desús reinados... y de los emperadores romanos como Seve­
ro; asi como gran parte de la Mitología Pagana y todos los Metales, Semimetules, Planetas y Fi­
lósofos distinguidos.» A lo que Austen añade «no es demasiado maravilloso que con todo el ta­
lento que prometen y la información que poseen estén tan maJ en las cualidades menos comu­
nes de conocimiento de si mismas, generosidad y humildad.» (Nueva York, Signet. 1964), págs.
17-18. Medio siglo más tarde en su testimonio ante la Schools Inquiry Commission en 1865,
Francés Mary Buss criticó el estado de la educación para muchachas en términos similares.
Pero aunque defendía una educación igual para las jóvenes, sus pupilas, a diferencia de los chi­
cos, debían tener «talentos» tales como la música, la pintura y las labores Victoria» Women A
r>ocumentary Account of Wnmm's Uves in \’ineteenth Century ICngland. {■ranee, and the Uni­
ted State.’:, cds. Erna Olafson Hellerstein, Leslic Parker Hume, y Karen M. Offen (Slanford,
Stanford University Press, 1981). págs. 76-80. Ver también Emily Faithfull, How Shai! J Educa-
te My Daughter?(Londres, 1863); Joscphinc Kamm, Hope Deferred: üirts’ Education in English
History (T.ondrcs., Methucn. 1965); Joan N. Burstyn, Victorian l-Uiucation and the Ideal ofWo-
manhood (Londres, Croom Helm, 1980); y Martha Vieinus, Independen! Wvmun: Wvrk and
Cnmmunity for Single Wvmen 1850-1920 (Chicago. University of Chicago Press. 1985). págs.
163-210.
Corriendo el riesgo de simplificar excesivamente toda la cuestión de la
epistemología de la Ilustración, me gustaría sugerir que todas aquellas teo­
rías podrían haber surgido de una comprensión específica de la relación
entre la lectura, la sexualidad y el control social y que la relación podría
haberse representado de una forma que diera a aquellas teorías algo así
como el poder del mito. Aunque voy a usar pocos ejemplos para ilustrar
mi punto de vista, se debe asumir que hicieron falta innumerables declara­
ciones describiendo el Corpus del conocimiento femenino y sus procedi­
mientos para dar a luz una teoría que ni siquiera se podía reconocer como
tal porque su poder se derivaba de la simple repetición. Fue sin duda el
cumplimiento de este doble objetivo de la teoría — explicar y confundir—
lo que permitió que Lajemm c h&roique ou le.y héroines comparces avec les
héros. en toute sorte de vertus de DuBoscq cruzara el canal, sobreviviera a
través de varias reediciones en 1632, 1633, 1634,1636, 1639-1640. 1643,
1658, y tras ser traducida en 1753 como The Compleal Woman reaparecer
una vez más aquel año como The Accomplish ’d U-'oman. DuBoscq ofrece
esta explicación de cómo el lenguaje media entre los mundos de sujetos y
de objetos:
Sea cual sea nueslra disposición o Inocencia, como Cuerpos.'incluso sin
nuestro Consentimiento, tomamos las Cualidades de aquello de lo que
nos alimentamos; del mismo modo nuestras Mentes, a pesar de nosotros
mismos, tienen tendencia a empaparse de los Libros que leemos: Nues­
tros humores se alteran sin ser conscientes; nos demoramos con lo Alegre
y Placentero, ros volvemos disolutos con lo Libertino, y lloramos con la
Melancolía; en tal medida que nada es más común que ver a Personas
completamente cambiadas tras leer ciertos Libros; asumen nuevas Pa­
siones. llevan vidas completamente distintas*.

Debería señalarse que la noción de gusto — o «eres lo que comes»— se


traslada desde la mesa del comedor a la escena de la lectura donde la mis­
ma economía se puede aplicar al consumo de información. Pero el buen
gusto en la lectura es mucho más importante a la hora de determinar la na­
turaleza y valor del individuo de lo que lo es la comida déla que se alimen­
ta. Invocando una de las dos figuras más comunes para las consecuencias
de las malas lecturas (la seducción es la otra), otro autor afirma: «Los ve­
nenos bajo el debido control pueden actuar beneficiosamente í-obr? el
marco físico, pero el veneno moral pocas veces puede tener un efecto lim i­
tado; y el corazón y la mente una vez mancillados, la pureza y la verdad de
sentimientos una vez heridas, los resultados destructivos son, en la mayo­
ría de los casos, seguros y abrumadores»’ . Aunque esta teoría está acuña­
da en términos universales, tiene una aplicación especial con respecto a las
mujeres.

* Juegues DuBoscq. The Atxomptiih'd Woman (Londres, 1753), púg. 17.


9 Madame de Walend, Practica! t lints on the Moral. Mental, andPhysicai Training n/Gtrls
al Schoal (Londres, 1847), pág. 62.
fcs al asimilar información errónea cuando el valor del carácter de una
mujer está más amenazado, porque tal información la hace desear el tipo
de cosas equivocado. En una declaración que revela su afiliación con un
momento anterior en el tiempo así como su relevancia para el público mo­
derno. DuBoscq elabora esta variación sobre el tema de la Caída: «Parece
como si el mismo espíritu que engañó a la primera mujer siguiera inspiran­
do a algunas de sus Hijas con sentimientos similares, prometiéndoles que
sus ojos se abrirán para contemplar cosas muy admirables»10. Así, identi­
fica los «ojos» como portales de entrada, «cosas» como objetos de consu­
mo visual, «sentimientos» como blancos de imágenes seductoras y la per­
cepción como el conducto de la corrupción desde el mundo exterior a la
subjetividad. Aquí y en todos los demás sitios el peligro planteado por la
mala información — deseo por «cosas muy admirables»— se describe tan­
to como un veneno como una forma de seducción. Usando la misma com­
binación poderosamente sugestiva de metáforas y prestándoles un signifi­
cado muy literal, tales autores pretendieron crear un sentido de necesidad
urgente de sus curricula designados específicamente para mujeres. Pero la
combinación de metáforas de DuBoscq da en incorporar una figura de
contaminación.
Ln la aparición de tal figura está enjuego el propio principio de la iden­
tidad de grupo11. Y si este principio tiene validez para la sociedad británi­
ca del siglo xvm, la identidad de un grupo de gente no aristócrata pero ins­
truida — a saber, aquellos que escribían y consumían libros de conducta
con avidez cada ve/ mayor— parece haber descansado en la formación de
la subjetividad femenina. De acuerdo con DuBoscq, las mujeres «tienen
mayor necesidad de Lectura [que los hombres] para hacer sus Mentes re­
comendablemente fértiles y corteses; y sobre todo para moderar esa Vive­
za que, si se le deja libre, correría a veces el peligro de parecer ridicula y
absurda»*2. Un autor posterior afirma simplemente que «la elección de li­
bros es de gran importancia en la educación de los niños» para afirmar que
este principio es especialmente verdadero con respecto a las niñas: «Los
hijos, quizá a una edad temprana, serán puestos al cuidado de tutores,
pero la formación de las mentes de las hijas es terreno particular de las ma­
dres»13. Al principio de su carrera, DuBoscq usa la reproducción sexual

1(> DuBoscq, pág. 21.


11 En Purityand DangerAn Analysis vfPottulivn undTaboo (Londres, Routlcdge and Kc-
gan Paul, 1966). Marj Douglas identifica diversas formas en las que el cuerpo se puede usar
para definir las fronteras de una comunidad (pág. 122) Su concepto de la contaminación social
csiá relacionado con mi argumento, que persigue la idea de que las nuevas clases medias adqui­
rieron su primera identidad de grupo tomo tal volviendo a definir el cuerpo femenino, sus fron­
teras externas, las lineas internas de su sistema y cieñas contradicciones que podían estar conte­
nidas dentro de él.
12 DuBoscq, pág. 4.
13 The Young Wvman ¿ Companiun (Being a Guide tv üvery Acquiremenl bssenlial in For­
mina the Characler o f Female Serrana, Coniam ini; Moral and Rehgiouí Leñen. Ensaya, and
como una analogía para la transmisión de conocimiento a través de la lec­
tura. Para hablar sobre los peligros inherentes en la reproducción de la
subjetividad se limita a traducir la contaminación desde un suceso físico a
uno psicológico: «porque al igual que las Madres cuando ven Algún objeto
Extraordinario a menudo dejan las Marcas del mismo sóbre sus Criaturas,
¿por qué no hemos de creer que las Historias lascivas de los Romances
pueden tener el mismo efecto sobre nuestra Imaginación, y que siempre
dejan tras ellos Algunas Manchas sobre el A lm a?»14. Grabada en la analo­
gía está una teoría de la subjetividad que requiere la regulación estricta de
la lectura de las mujeres, porque igual que reproducen miembros de la fa­
milia, también reproducen formas de subjetividad. Esta analogía se con­
virtió en la teoría subyacente a la retórica de libros de conducta posterio­
res. cuando el uso figurativo asumió el estatus de verdad factual.
Los libros de conducta no proporcionaron los materiales para este pro­
grama de lecturas, aunque podrían incluir fábulas morales y ocasional­
mente se presentaban en la forma de conversaciones y cartas ejemplares.
Pero se tomaron la molestia de elaborar por extenso sobre la distinción en­
tre buena y mala lectura, de especificar las categorías y a veces los títulos
de los libros, y de explicar la forma en que estos materiales habían de ser
usados. Todos ellos insistieron en que el cultivo extenso de las bellas artes
tenía una tendencia a generar vanidad y a provocar pasiones egoístas. Al
decir que las bellas artes no estaban dentro del campo del conoc im ien to fe­
menino, estos libros distinguieron una educación femenina tanto de la del
hombre como, lo que es más importante, de la educación clásica asociada
con una tradición aristocrática. Por contraste, los mismos libros también
insistían en que la formación del gusto femenino exigía alguna familiari­
dad con los clásicos británicos. Era simplemente típico que un autor exi­
giera que «debéis estudiar a Milton y a Shakespeare»1s o incluso recomen­
dara toda una tradición incluyendo a «Young, Goldsmith, Thomson,
Cray, Pamell, Cowpcr, Campbell, Bums, Wordsworth, Soulhey; también
las partes éticas de la poesía de Pope»16. Entre los títulos recomendados
aparecían con frecuencia ensayos importantes sobre la belleza y la imagi­
nación, así como extractos de historia y algunas nociones de francés e ita­
liano enseñadas por el método convencional. Estos materiales compren­
dían la sustancia de un currículum al que autores posteriores añadirían
geografía, matemáticas c historia natural. Me parece obvio que el objetivo
de tales curricula — al principio, al menos— no era restringir la actividad
intelectual de las mujeres, sino definir tal información como femenina.
Ésta era una proposición política mucho más agresiva que una que apun­

Tates. ul.to Valuabie Receipís and Directions, Retaling lo DomesticEconvmy) (Londres, 1830),
pág. 146.
*4 DuBoscq. pág. 17.
IS The Young Lady's Friend (Boston, 1837). pág. 81.
■<> The Young Lady's I-'riend, pág. 427.
tara a subordinar a un sexo ya subordinado. El establecimiento de un cri­
terio femenino degusto ofreció una alternativa positiva al criterio mascu­
lino, basado en la tradición clásica. Y si estas áreas alternativas de estudio
para mujeres nos parecen hoy extremadamente tópicas, es sólo porque los
manuales de educación de las mujeres, cada uno insignificante en sí mis­
mo, formularon juntos las categorías básicas que determinarían más tarde
el curriculum angloamericano estándar. Las instituciones educativas mo­
dernas continuaron el proyecto de feminización del sujeto al convertir lo
que había sido un corpusdeconocimientoespecíficamentefemeninoen algo
válido para la educación en general,
A partir de diversas instrucciones de este tipo, uno puede juntar las
piezas de una metodología precisa para la lectura que podría extenderse
— y con el tiempo se extendería— a prácticamente todo tipo de informa­
ción. La lectura de la historia, por ejemplo, se podía usar para ofrecer a las
jóvenes una serie de lecciones. Para una de estas lecciones el reverendo
Broadhursl delega en Hume. «De la historia», escribe de forma más bien
presuntuosa, «el sexo débil puede aprender que el amor no es el único, ni
siempre el predominante, principio en los corazones del hombre»17. El
motivo de ofrecer a las mujeres esta lección, de acuerdo con otro escritor,
es «hablar de la historia como de un cuadro del hombre en su avance gra­
dual desde el animal simple y asesino de los viejos tiempos hasta la inteli­
gencia y el cultivo intelectual de hoy día». Lo que es más, el progreso de la
humanidad se supone debe entenderse como el producto del genio indivi­
dual. A la estudiante se le deberían dar no sólo «hechos aislados», sino que
también hay que preguntarle «si ha pensado en la diferencia de la gloria
propia de Alejandro y Julio César, y la de aquellos hombres como Penn,
Jenner, Wattes y Cooke, con su magnífica aplicación de los poderes del
galvanismo»1S. Para considerar qué forma de poderes más grande, ia fuer­
za militar o la de la tecnología moderna, los lectores deben asumir que
toda la historia occidental es la historia de hombres, no una genealogía o
relato de relaciones de parentesco. Dondequiera que la historia se debate
en estos libros, como por un acuerdo anierior entre los autores, se forja un
vínculo entre lo personal y lo político para hacer que el mundo exterior al
hogar surja de los grandes esfuerzos hechos por hombres individuales. No
era infrecuente que los autores propusieran que las mujeres adquirieran
sus conocimientos de la historia por medio de la lectura de memorias y
biografías de hombres famosos en relación con los tiempos en los que de­
jaron sentir su influencia. «La historia», según uno de ellos, «debería con­
siderarse como un esqueleto que hay que rellenar con toda la información
adicional que uno se pueda procurar»11'.
Si la historia ofrece un correctivo a las peores tendencias de la mente

17 Broadhursl, pág. 49.


>* Madame de Walcnd, pág. 79.
The Young Lady’s Friend. pá|¡. 245.
femenina, hay que aproximarse a cualquier uso del lenguaje figurativo ton
una cautela extrema. La verdad, confiesa Mrs. Hamilton, «debe a veces
permitirse ser formada por una mano caprichosa. Cuando aparece decora­
da de tal forma, es necesario sin embargo cierto cuidado para que la aten­
ción no se vea atraída por los cortinajes y se pase por alto la simetría y pro­
porciones de la figura que oculta»20. No se puede evitar notar que la ver­
dad que se encuentra en la narrativa de ficción aparece en este pasaje
como una mujer, donde los libros de conducta otorgan a la historia las ca­
racterísticas de los grandes hombres. Sin embargo, al identificar de esa
manera la escritura con el género, lo que importa no es en realidad la opo­
sición entre la ficción y la verdad, sino más bien las estrategias de lectura
que toda escritura exige como consecuencia. Como la de la escritura más
elegante, la verdad de la historia yace bajo la superficie donde se puede
descubrir por medio de un proceso interpretativo específico que la traduce
a términos sexuales y. en última instancia, psicológicos.
En otras palabras, la representación debe considerarse como si tuviera
todas las cualidades de un ser humano individual. Tras alertar a su lector
de los peligros del lenguaje figurativo, Mrs. Hamilton continúa diciendo
que en cuanto a los personajes de ficción, en realidad importa poco «cuán­
do y dónde vivieron, o si llegaron a vivir en algún momento. La única
cuestión que hay que plantear es si tales y cuales disposiciones y opiniones
conducirían natural e inevitablemente hacia tales y cuales conclusio­
nes»21. Aún más, Erasmus Darwin evidentemente sintió que estaba dando
un atrevido paso al frente cuando sugirió que las mujeres fueran instruidas
en las mitologías paganas. Puesto que, en palabras suyas:

una gran parte de esta mitología consiste en vicios personificados, y de­


bería tenerse gran cuidado en las escuelas femeninas, asi como en las de
muchachos, para evitar las malas impresiones que este tipo de erudición
podría formar en la imaginación, esto ha de llevarse a cabo explicando el
significado alegórico de muchas de estas supuestas acciones de deidades
paganas y mostrando que actualmente sólo se usan como emblemas de
ciertos poderes, como Minerva de la sabiduría y Bollona de la guerra, y
así constituir el lenguaje de los pintores; y son de hecho casi todo el len­
guaje que el arte posee, además de la delincación de objetos visibles en
reposo o en acción-2.

Una vez más deberíamos insistir en que esta afirmación deja clara la for­
ma en que una serie precisa de procedimientos interpretativos ofrecía es­
trategias que asignaban una emoción específica a cada una de las deida­
des. Darwin podia permitir que su lector consumiera casi cualquier tipo

20 Elizabeth Hamilton. Letters: Addressedto the úaughtenofa Nobteman on the Fvrmation


o f RehjCious and Moral l ’rindple (Londres. 1806). pág 212.
21 Hamilton. pág. 212
22 Erasmus Darwin. págs. 32-33.
de información siempre que ese lector supiera cómo interpretarla. Porque
esto era convertir cualquiera y toda la información en una clase de verdad
para la que el uso recomendado de deidades paganas ofrecía el paradigma.
A pesar de una tendencia a exhibir formas poco corteses de comporta­
miento, rebatía, la mitología clásica podía tener su lugar en el currículum
femenino, cuyo vocabulario era capaz de traducir cualquiera y todas las
obras de arte en fenómenos emotivos, que entonces se convertían en obje­
to de evaluación moral. Fue como si Darwin entendiera que un vocabula­
rio capaz de desplazar la superficie histórica del lenguaje era un vocabula­
rio que también podía poner al alcance del consumidor ordinario prácti­
camente cualquier obra de cultura elevada.
Estos pocos ejemplos deberían bastar para mostrar cómo la feminiza­
ción de ciertas áreas de conocimiento llevó consigo una interpretación
prosaica de diversos materiales culturales como las narraciones de desa­
rrollo que tienen una semejanza sorprendente con aquellas obras de fic­
ción que ahora consideramos novelas. La ficción, sin embargo, fue una
cosa que no se pudo reproducir en forma femenina. Su conducta de sensa­
tez — fuera lo que fuera, los libros de conducta eran demasiado corteses
para decirlo— opuso evidentemente resistencia a los propios procedi­
mientos para reclasificar información cultural que las lectoras debían su­
puestamente llevar a cabo. Al menos, los libros de conducta nunca dejaron
de representar la ficción como «otra»escritura, es decir, escritura que con­
tenía todas las falsedades frente a las que su modo de verdad se oponía rí­
gidamente. Era algo sobreentendido que la novela no era escritura mascu­
lina, porque con frecuencia era obra de mujeres. Con todo, la simple men­
ción de novelas y romances era invariablemente un preludio de adverten­
cias que representaban tal escritura como una forma de seducción21. A lo
largo del siglo x v i i i , la teoría educativa permaneció absolutamente firme
en lo que respecta a esta cuestión; los padres y maestros no deben «Usar
Ficciones Monstruosas, Antinaturales o Absurdas para entretenerla, sino
fábulas ingeniosas o en su defecto, historias reales»24. En la última década
de ese siglo, no obstante, se puede observar un cambio súbito de catego­
rías. Sin duda seguían haciéndose las afirmaciones de que la ficción «pue­
de producir disgusto por un conocimiento más útil», que hace que uno
«regrese a los deberes comunes de la vida con pesar», o que «embota los
sentimientos de los lectores hacia objetos reales de miseria»2*. Al mismo
tiempo se pueden encontrar pruebas abundantes que sugieren que la elasi-

2? Del libro de conducta titulado The lid ie s Library, Ruth Perry cita una advertencia a lo»
padres sobre los efectos seductores de la lectura de novelas. Las pasiones «pueden insinuarse en
lectores desprevenidos y por una inversión desafortunada una copia producirá un original. ...
De hecho es muy difícil imaginar cuán grande es el daño que hacen al mundo las nociones falsas
y las imágenes de cosas... representadas en estos espejos». Wonwn, Lt'tWrs, and thv Novel, pá­
gina 155
24 The Young Ladies Conduct: or. Rules for Educarton, (Londres, 1722), pág. 130.
25 Erasmus Darwin, pág. 44.
ficación de la ficción se había vuelto de repente más sofisticada. Algunas
novelas incluso se adaptaban a los criterios de los libros de conducta con
respecto a la lectura educativa, mientras que otras ofrecían los medios de
regular el tiempo de ocio. A Planfor the Conduct o f Female Education at
Boarding Schools, de Erasmus Darwin, clasifica las novelas como serias,
humorísticas o amorosas. Mientras el autor prohíbe estrictamente las no­
velas que pertenecen a esta última categoría, apoya abiertamente aquellas
de la primera categoría, sobre todo obras de Bumey, Brooke, Lennox,
Inchbald y Smith, «todas las cuales», según sus propias palabras, «incluyo
aquí por la opinión que de ellas me ha dado una dama muy ingeniosa»».
Entre la lectura seria, lectura que fuera tan segura como para ser recomen­
dada por tal «dama ingeniosa», Darwin incluye extrañamente Robinson
Crtisoea igual de curiosamente, mientras recomienda algunas de la varie­
dad humorística para lectores más maduros, menciona Tam Jones como
una novela que no intenta tanto inflamar las pasiones cuanto ofrecer una
imitación de la vida.
Si fue sobre la base del género sobre la que la gente condenó la ficción,
debería añadir, también fue sobre la base del género sobre la que la ficción
recibió su apoyo más fuerte. Cuando reflexiona sobre su propia tendencia
a mantener el curriculum para las mujeres relativamente vacío de la man­
cha del conocimiento sobre los hombres, se pregunta si este principio de­
bería aplicarse a la novela. ¿Cómo, pregunta, «pueden las jóvenes, reclui­
das del otro sexo desde la infancia, formar un juicio sobre los hombres si
no es contando con la ayuda de tales libros que perfilan los modales?» Y a
menos que mal interpretemos lo que quiere decir por tales libros y la que
desea implicar que es su función, Darwin recurre a una estrategia novelís­
tica. Ofrece este caso individual, por ejemplo, para demostrar que la fic­
ción no sólo ofrecc una forma adecuada de ocupar el ocio, sino que tam­
bién tiene un valor educativo para las mujeres:

Una dama de fortuna a la que su tutor convenció para que se casara con
un hombre desagradable y egoísta, hablando con su amiga del mal hu­
mor de su esposo, se lamentaba de que se le hubiera prohibido leer nove­
las. «Si hubiera leído tales libros, decía ella, antes de casarme, habría es­
cogido mejor; me habían dicho que todos los hombres eran iguales ex­
cepto en lo que respecta a la fortuna»-7.

Debería apresurarme a añadir que al apoyar las obras de ficción, libros de


conducta como los de Darwin no cuestionaban realmente la distinción es­
tablecida entre el gusto v la vulgaridad. Simplemente se limitaban a apli­
car un barcino distinto de gusto para lo que las mujeres leían y escribían,
un baremo que ponía estos escritos al alcance — en teoría, al menos— de
prácticamente cualquiera.

Erasmus Darwin. pág. 37.


27 Erasmus Darwin. pág. 39.
Si una novela iba a ponerse en manos de mujeres, niños y criados, de­
bía regular la educación. Una declamación contra la ficción era sin duda lo
que más inducía a leer ficción, porque siempre asumía que si se dejara a
toda esta gente a su aire, toda ella preferiría obras de ficción. Así; cuando
la lectura de novelas se convirtió en una práctica aceptable, podemos ob­
servar la base sobre la que la buena ficción se distinguía de la mala. Esto es
lo mismo que preguntar en qué condiciones se podía leer ficción sin que
envenenara la imaginación femenina. Se supone que ciertamente la fic­
ción no debía salirse de su sitio. Nunca se sugirió que pudiera sustituir a
lecturas más serias. «Ningún pastel puede nunca ser un sustituto como es
debido de una comida sólida», como dice un autor, pero un pastel es algo
muy distinto de un veneno y en algunos aspectos es más poderoso que la
carne. Así, «las mejores novelas que se hayan escrito nunca no serían ade­
cuadas como el único, o incluso el principal estudio de una joven». En lu­
gar de ello, «las novelas deberían mantenerse como una forma de relajo
del estudio, o como una fuente de entretenimiento durante una indisposi­
ción temporal. Muchas son ciertamente excelentes como entretenimiento.
obras a las que no se puede poner ninguna objeción; y, sobre todo actual­
mente, tenemos varias escritoras cuyas obras deleitarán e instruirán al
mismo tiempo al lector»28. Sin duda, ésta es una versión banal de las figu­
ras de miel y luz. usadas por Matthew Amold para representar la cultura
elevada, pero es la versión que con el tiempo llegaría a definir el concepto
de arte de la dase media.
La novela pCKiia ciertamente «deleitar c instruir» al mismo tiempo ella
sola. Es sin duda por esta razón por la que a principios del siglo xix la apli­
cación de este principio a los criados se convirtió en prerrogativa de ¡a mu­
jer educada de tal manera: «En todas las cocinas debería haber una biblio­
teca, para la que debería ser esencial una selección juiciosa de libros, y no
admitir nada que estuviera más allá de la comprensión de los lectores de
cocina»29. Llegada la segunda mitad del siglo xix, la novela desempeñó un
papel mucho más sofisticado, pero todavía coherente con el principio de
la feminización. En sus Papersfor Thoughlful Giris, with Illustrative Sket­
ches o f Some tíirls' Lives. Sarah Tvler dota a su programa de educación de
una comprensión sutil de la forma en que la lectura diferencia a los indivi­
duos de acuerdo con el género y, al hacerlo, desarrolla una jerarquía extre­
madamente refinada en el contexto del hogar que asegura su propia repro­
ducción. Según esta teoría las hijas que aspiren a asumir el cargo de ma­
dres «deben encontrar un objeto definido en sus estudios» y aprender «la­
tín para leer con un hermano mayor estudioso; historia natural para atraer
la atención de un chiquillo más joven; dibujo para ocupar a una hermana

-8 Mrs Pulían, pág. 51.


29 Mrs. Taylor. Practica! Hints to Young Femalea on the Dutics o fa Wife. a Mother, and a
MhUfas to a FamiJy (T.ondres 1818). pág. 4 1.
delicada: economía política para sorprender y entretener a papá»w. Así, la
lectura de la hija estaba dirigida a la diferenciación de la familia de acuer­
do con el genero y las distinciones jerárquicas dentro de los géneros, sobre
todo en el caso del masculino. A) exigirle que fuera todas las cosas para
distinta gente, estoy sugiriendo, el libro de conducta convirtió a la mujer
en la supervisora de la formación del género-, ‘. Pero este notablemente es­
pecializado programa de lecturas incluía un tipo de lectura para la propia
mujer doméstica, seguramente para desarrollar su facilidad para definir a
los demás psicológicamente. Ella debía tener «penetración en las mejores
novelas para aligerar el breve ocio, relajar y suavizar las simpatías de al­
gún modo contraídas y concentradas de mamá, o en general para aplicar­
las a amigos y vecinos»-1-.
En otras palabras, la novela debía observar todos los mismos procedi­
mientos de sensatez que el libro de conducta. Sin embargo, hay un proble­
ma para lograr este objetivo. La ficción del siglo xvm que consiguió llegar
a la historia literaria no era sino una simple aplicación de la teoría popular
de la lectura como un proceso de autotransformación. Al mismo tiempo,
se conserva un corpus considerable de escritos que merecen llamarse li­
bros de conducta en forma de ficción: fábulas incluidas en libros de con­
ducta. libros de conducta redactados como diálogos entre una joven y sus
virtudes femeninas, historias de revistas para mujeres, colecciones de
cuentos para niños o el tipo de cana personal novelada que Richardson
utilizó como modelo para Pamela. Es fácil que uno encuentre estas ficcio­
nes pomposas, paternalistas y ya escritas, en resumen, lodo lo que Austen
ridiculizó en Orgullo y prejuicio cuando hizo que Mary Bennet expresara
los clichés de los libros de conducta en toda su pesada perfección.

Es t r a t e g ia s d e a u t o p r o d u c c ió n : «P am ela »

Se ha acusado a Richardson de todas las faltas por las que Austen ri­
diculiza a Mary Bennet, y no sin razón. Pero es también debido a que usó
las estrategias feminizadoras de la literatura de libros de conducta en su
primera obra de ficción por lo que fue recibida con tal aclamación e inclu­
so recomendada desde el pulpito en una época en que las novelas se consi­
deraban moralmente peligrosas. Sabemos que Richardson se preocupó en
gran medida de distinguir su «bella novela» de los «horribles romances»
de otros y que intentó controlar la interpretación de Pamela reuniendo a

w Sarah Tyler, Papen for Thvughíful (iirb, with Illusirative Sketches ofSom e Giris' Uves
(Londres, 1863). pág. 23.
*1 Para un estudio definitivo de los cuidados maternales modernos como la reproducción
de distinciones de sexo, ver Nancy Chodorow, The Reproduction o f Mothertng, Psychoanalysis
and the Sociohgy o f Gender (Berkeley. University of California Press, 1976).
32 The Young Woman > Componían, pág 161.
damas con el propósito de debatir su ficción33. Además de hacer numero­
sas revisiones, se basó en esta ficción y en Ficción posterior para compilar
un libro de homilías morales para su publicación. Incluso publicó y revisó
su correspondencia en un esfuerzo compulsivo por reclasificar su ficción
como algo distinto de la ficción común. Pero si. como Richardson insistió,
Pamela no es una novela según los criterios de su momento, tampoco se
puede decir que sea un libro de conducta. Tal como Richardson obvia­
mente sabía, los libros de conducta nunca representaban el cuerpo femeni­
no en absoluto, salvo para mencionar las particularidades de la vestimenta
o para recomendar una apariencia modesta cuando una mujer se exponía
a la vista pública. Tampoco valoraban el cuerpo como un cuerpo femeni­
no, ni siquiera en aquellos pasajes que describen procedimientos de lim­
pieza e higiene. Aunque declararon con frecuencia que la ficción impedi­
ría de alguna manera a la mujer llevar a cabo sus deberes domésticos, estos
libros también se negaron a decir que era exactamente aquello tan amena­
zador que tenía la ficción para que las mujeres tuvieran que evitarla sobre
cualquier otro tipo de lecturas.
En la escritura de Pamela Richardson logró dar con una maniobra do­
ble que aseguraba que su novela no era una novela en el sentido peyorati­
vo de la palabra, aunque se trataba efectivamente dé una obra de ficción.
Desplegó las estrategias de la literatura de los libros de conducta dentro
del marco de la ficción, e incluyó las estrategias de la ficción más perjudi­
cial — nn relato de seducción— dentro del marco de un libro de conducta.
Para domesticar la ficción representó temáticamente ambos modos de es­
critura — ficción que pretendía producir el nuevo mundo doméstico y fic­
ción que réfor/aba las estrategias estratificadoras identificadas con la vie­
ja sociedad— como la lucha entre una criada y su amo aristócrata. Repre­
sentó su lucha por la posesión del cuerpo femenino en escena de seducción
tras escena de seducción, que elaboró hasta el más mínimo detalle. Así,
ofreció un lugar y un nombre para el propio comportamiento sexual con­
tra el que los libros de conducta habían lanzado su retórica. Pero Richard­
son también usó la ficción para entrar en una lucha con la ficción. Y tam­
bién se encargó de que esta lucha fuera una lucha que otra ficción perde­
ría, porque las relaciones sexuales estarían contenidas dentro de las cate­
gorías de la economía doméstica. De hecho, el último tercio de Pamela
trata de poco más que de los detalles del gobierno del hogar, tal como se
describen en el capitulo anterior.
Una vez más deseo insistir en el hecho de que la lucha que Pamela libra
contra los avances de Mr. B no apunta a ningún orden de acontecimientos
que se desarrolle fuera del lenguaje; hace la crónica de una lucha que tuvo
lugar realmente dentro de la ficción. En tomo al resultado de esta lucha gi­
raba el derecho a determinar no sólo lo que hacia a una mujer deseable,

33 P a n un estudio de la popularidad inmediata de Pamela, ver T. C. Duncan Eavcs y Ben


D. Kimpel, Samuel Richardson: A Hwgraphv (Oxford, Clarcndon, 1971). pág*- 119-153.
sino también lo que la hacía femenina en primer lugar. Al hacer que Pame­
la gane el poder de ia autorreprescntación, Richardson encerró el relato de
su seducción dentro de un marco que, al igual que el libro de conducta, re-
dirigía el deseo masculino por una mujer que encarnaba las virtudes do­
mésticas. Richardson llevó así adelante el proyecto del libro de conducta,
pero al hacerlo en y a través de la ficción, lo llevó hasta el cora/.ón simbóli­
co de la vieja sociedad — la casa solariega aristocrática— , donde se enzar­
zó en una dialéctica mortal con las categorías políticas dominantes. La lu­
cha con éxito de Pamela contra los avances sexuales de Mr. B transforma­
ron las normas de un modelo anterior de relaciones de parentesco y las
convirtieron en un contrato sexual que suprimía su diferencia de estatus.
Más que la relación entre un amo y una criada, pues, la relación entre los
protagonistas de estos tipos de ficción en competencia se pueden entender
como la del hombre y la mujer. No puede haber mejor ilustración que esta
de cómo funcionaba el discurso de la sexualidad y del objetivo político
que se lograba conforme suprimía las categorías políticas que hasta enton­
ces habían dominado la escritura.
Para justificar mi opinión, permítaseme en primer lugar recordarla re­
lación entre hombre y mujer tal como aparece en un panfleto de matrimo­
nio puritano de principios del siglo x v u ^:

Marido Mujer
Conseguir bienes Reunidos y ahorrarlos
Viajar, ganarse la vida Llevar la casa
Ganar dinero y provisiones No derrocharlos
Tratar con muchos hombres Hablar con pocos
Ser «animador» Ser solitaria y retraída
Saber hablar Presumir de silencio
Ser dador Ser ahorradora
Presentar el aspecto que guste Arreglarse como conviene
Ocuparse de todo fuera de casa Supervisar y ordenar en el hogar

Por mucho que su principio de diferenciación de géneros se parezca al que


organiza los hogares modernos y aunque su legado puritano ciertamente
distingue la ficción británica de la ficción de otras naciones capitalistas, el
ideal doméstico ilustrado antes no pasó a través de los siglos sin sufrir mo­
dificaciones. Al encapsular así a la familia, el modelo estático y binario de
los manuales y sermones puritanos intentaba establecer una base alterna­
tiva para el poder político y representaba a la familia como una pequeña
comunidad en cuyo gobierno no podía interferir el Estado más amplio.
Como tal, la únidad doméstica resistió el concepto dominante de relacio­
nes de parentesco en dos cuestiones cruciales. Primero, representó al Esta­

•,4 Kathlecn M. Davis, «The Sacred Cominion of Equality-HowOriginal were Puritan Doc­
trines of Marriage?» Social Hisiory. 5(1977), 570. Davis cita esta lista de John Dod y Roben
Clcavcr, A Ovdly Forme o í Household? tiouernmeni {Londres, 1614)
do dentro del Estado como independiente y como contenedor de relacio­
nes basadas en el género más que en la familia o la fortuna. Rebatiendo de
este modo el concepto dominante de las relaciones de poder, sin embargo,
el hogar puritano organizó el Estado dentro del Estado en términos de las
relaciones radicalmente asimétricas entre monarca y súbdito. Tal como
explica Robert Clcaver. el hogar era una comunidad formada por dos es­
pecies, «el Gobernador» y «aquellos sobre los que hay que mandan)3’.
Este ataque directo contra el principio de la monarquía nunca logró trans­
formar la organización política de Inglaterra.
Pero la versión puritana del hogar contenía otra cuestión de resisten­
cia, que vino a actuar posteriormente en la historia de la familia. Las ver­
siones posilustradas del hogar parecieron dejar el mundo político solo al
evitar el lenguaje de gobierno que discurre a través de los manuales de ma­
trimonio del siglo xvu. Los libros de conducta del siglo xvm en particular,
supuestamente trataban sólo de relaciones sexuales y dentro de ellas del
componente femenino en exclusiva. Al mismo tiempo, sin embargo, afir­
maban representar todos los hogares como el dominio natural de una mu­
jer dedicada a hacer del lugar una casa feliz de clase media. Al representar
sólo al hogar, estos libros de conducta posteriores lograron lo que las re­
presentaciones políticas anteriores y reconocidas como tales no habían
sido capaces de hacer. Aunque su punto de vista era el de una minoría, los
libros de conducta alejaron al hogar del orden político más amplio y lo hi­
cieron un mundo en si mismo, un mundo en el que las distinciones de esta­
tus quedaban suspendidas.
Pamela demuestra, quizá con más claridad que ningún otro ejemplo,
que tranformar a una de las partes del contrato sexual efectivamente
transforma la relación entre los dos sexos y, por lo tanto, el contrato en sí
mismo. Para explicar cómo Pamela convierte la representación de las rela­
ciones sexuales en un instrumento de hegemonía, ofrezco a continuación
un ejemplo de una sección dei contrato sexual en la que Mr. B intenta ne­
gociar con la criada que ha resistido con firmeza todos sus avances sexua­
les. Es particularmente importante la forma en que Richardson presenta
este contrato a sus lectores. Contrapone las exigencias de Mr. B con las res­
puestas de Pamela y las enfrenta de esta forma paradigmática hacia la m i­
tad de la narración™:

A Mrs. Pamela Andrews Ésta es mi respuesta

11. Te haré directamente un regalo de II. I’or loque respecta a su segunda pro-
500 guineas, para tu propio uso, de las puesta, la consecuencia será que la re-
(jue puedes disponer para cualquier chazaré con toda mi alma, t i dinero, mi

Robert Clcaver, A Godly Forme o í U om eM de íivutrnmeM (landres, 1598), pág. 4.


Samuel Richardson, Pamela, or Virtue Renarded (Nueva York, W. W. Norton. 1958),
págs. 198-99. Las citas del texto corresponden a cita edición.
propósito que desees: y lo pondré abso­ señor, no es mi bien principal: ¡Que
lutamente en las manos de cualquier Dios Todopoderoso me abandone
persona que designes para recibirlas; y cuandoquiera que lo sea! ¡y cuando-
no esperaré favor alguno a cambio has­ quiera, por lo mismo, que pueda pres­
ta que estés efectivamente en posesión cindir de m i título en favor de esa espe­
del mismo. ranza bendita que me mantendrá firme,
en un momento en que millones de oro
no comprarán el recuerdo de un solo
momento feliz de una vida pasada mal­
gastada!

IV. Ahora. Pamela, verás por esto el va­ IV. Sé, señor, por desgracia que estoy en
lor que le concedo al libre albedrío de su poder sé que toda la resistencia que
una persona que ya está en mi poder; y puedo oponer será pobre y débil y, qui­
que, si estas propuestas no se aceptan, zá, me servirá de poco: me temo que su
se dará cucnta de que no he hecho todos voluntad de perderme es tan grande
estos esfuerzos y arriesgado mi reputa­ como su poder: con todo, señor, me
ción, como he hecho, sin conseguir gra­ atrevo a decir, que no ofreceré mi vir­
tificar mi pasión por li, por todos los tud por propia voluntad. Lo único que
medios; y si te niegas sin hacer ninguna puedo hacer, p o t poco que sea, como
concesión en absoluto, haré, es convenceros de que sus ofreci­
mientos no encontrarán respuesta en
mi elección; y si 110 puedo escapar a la
violencia del hombre, espero, por la gra­
cia de Dios, que no tendré nada que re­
procharme a m í misma, por no hacer
todo lo que está en mi mano para evitar
mi desgracia; y entonces puedo apelar
con tranquilidad al gran Dios, m i único
refugio y protector, con este consuelo.
Que mi voluntad no habrá participado
en m¡ violación.

Al enfrentar simplemente la voz de Pamela en el campo dominado por el


contrato de Mr. B, Richardson dota al sujeto del poder aristocrático con el
lenguaje. Al permitirle a ella una base para negociar tal contrato, lo que es
más, modifica la presuposición de todos los contratos anteriores, a saber,
que el hombre definía y valoraba a la mujer como una forma de moneda
que se podía intercambiar entre los hombres. Es decir, que la versión de
Richardson del intercambio conscnsual capacita a la mujer para darse en
intercambio con el hombre. Aunque esta novela afirma tratar sólo del con­
trato sexual, haciéndolo en este ejemplo también revisa la forma en la que
las relaciones políticas se imaginan’7.

3" Debo en gran medida esta interpretación del papel político de Richardson al estudio de
Terry Fagleton sobre Richardson en su calidad de intelectual de clase media. Tomando presta­
do el concepto de Gramsci del «intelectual orgánico». Eagleton arguye de forma convincente
que las novelas de Richardson «no son meras imágenes de conflicto!, librados en ouo terreno,
representaciones de una historia que tiene lugar en otra parte; son en si mismas una parte im
La parte masculina de este intercambio es un miembro de la vieja clase
acomodada con tierras. Resulta quizá curioso que alguien de lan alta posi­
ción, aunque sin título, se convierta en el blanco de la retórica reformista
de Richardson, Aun así, se puede observar cómo es verdad que — desde el
Mr. B de Richardson hasta el Mr. Knightley de Austen y el Mr. Rochester
de Bronte— el hombre de la clase dominante, tal como se representa en la
ficción, tiene todas las probabilidades de ocupar precisamente esa posi­
ción social. Es probable que encame ciertos rasgos de la clase dominante
que inhiben las operaciones del amor genuino. Sin embargo, hasta cierto
punto la ficción doméstica rehace esta figura a la imagen de una nueva cla­
se dominante. La clase acomodada era permeable, una clase en la que uno
podía entrar a través del matrimonio, y sus rasgos como grupo, al igual
que los de la casa solariega, se podían remodelar conforme a las especifica­
ciones de la familia de clase media18.
Vale la pena destacar que el hombre de la clase dominante, aunque
puede tener ciertos rasgos del libertino o del snob, es capaz de ir social­
mente en cualquier dirección, pero su contrapartida femenina general­
mente no. Mujeres como la hermana de Mr. B, Lady Davers, o la tía de
Darcy, Lady Catherine de Bourgh, o la prometida de Rochester, Blanche
Ingram, están irremediablemente vacías de sentimientos y sólo se preocu­
pan de mostrar su posición. Encaman los rasgos de la clase dominante
que, en contraste con un buen par de ojos o una educación gentil, no se
pueden incluir entre aquellos de la mujer doméstica. Lo que sugiero al ha­
cer esta comparación es que Richardson otorga a Mr. B ciertos rasgos polí­
ticos que se pueden transformar por medio de la temática del género. Den­
tro del marco de la división en géneros, el hombre se define de hecho en
términos políticos, porque esto es precisamente lo que significa ser hom­
bre. Sólo aquellos rasgos de la mujer aristócrata que dan fe del desarrollo

portante de esas luchas, criterios en tomo a los cuales se entra en combate, instrumentos que
ayudan a constituir intereses sociales más que lentes que los reflejan. Estas novelas son un agen­
te. más que un relato, del intento de la burguesía inglesa de arrancar cierto grado de hegemonía
ideológica a la aristocracia en los décadas que siguen al asentamiento político de 1688.» The
Rapf o f Clarissa, pág. 4.
38 An Open Elite? Ertfland ¡540-1880 (Oxford. Clarendon, 1984) de Lawrence Stone y
Jeanne C. Fawtier Stone le otorga a esta cuestión toda la complejidad que merece. La clase aco­
modada era un grupo socioeconómico extremadamente fluido, explican, del que uno podía ba­
jar por necesidad al status de comerciante y al que los comerciantes, por otro lado, podían acce­
der si eran lo bastante prósperos. Fn 1710. Steele aparentemente afirmó, «como hicieron mu­
chos otros antes y después que él. que "los mejores de entre nuestros iguales se han unido con
frecuencia a las hijas de comerciantes muy coi tientes teniendo en cuenta ..consideraciones va­
liosas”» (pág. 20). Los Stone aíslan tres factores que contribuyen a esta situación social inesta­
ble: «El primero era el presunto hecho de que los comerciantes estaban ocupados comprando
haciendas, construyendo residencias y conviniéndose en señores o noble». I I segundo era otro
presunto hccho. que la clase acomodada en declive a menudo restauraba su fortuna introdu­
ciendo a sus hijos, sobre todo a sus hijos menores, en el comercio. El tercero era una presunta
actitud social, la aceptación relativamente fácil de hombres que se han hcchoa si mismos, como
compañeros o consortes por parte de personas de nacimiento gentil y posición de élite» (pág
20). las citas posteriores del texto corresponden a esta cdición.
de ciertas cualidades psicológicas pueden participar en la creación del
nuevo ideal doméstico. A través del matrimonio con alguien de una clase
inferior, el hombre de clase acomodada alta se puede redimir, no así la
mujer. No pretendo implicar que esta clase de gente realmente se compor­
tara de forma tan paradójica como muestra la ficción, sino que tal repre­
sentación de la clase acomodada alta ofrecía los medios retóricos para la
redistribución de ciertos atributos, junto con los poderes y privilegios co­
rrespondientes, según el principio del género.
Como un hombre de posición significativamente mas elevada que la
de su propia criada, Mr. B se inclina en un principio a considerar que su
ofrecimiento de conceder a Pamela la independencia económica a cambio
de placer sexual es un gesto de pura generosidad. Podría reclamar tal pla­
cer como algo para su disfrute sin entrar en absoluto en un intercambio
conscnsual. En virtud de ser dueño de la hacienda y, por tanto, de todo el
personal y los objetos que la componen, Mr. B posee ya — tal como le re­
cuerda a Pamela— lo que más desea. Si Richardson hubiera dotado a Pa­
mela de riqueza o posición, el que Mr. B se casara con ella entraría a la per­
fección dentro de las normas de su casta, porque ella en tal caso estaría en
posesión no sólo de un cuerpo erótico, sino también de una propiedad y
un linaje. El hecho de que Mr. B intente y no logre seducir a Pamela en
tantas ocasiones nos dice que esta mujer posee algún tipo de poder distin­
to de aquel inherente al cuerpo de una criada o a una familia prominente.
Al convertir a la mujer en parte del contrato, Richardson implica una par­
te independiente con la que el hombre tiene que negociar, un yo femenino
que existe fuera y con anterioridad a las relaciones que están bajo el con­
trol del hombre.
Nos podríamos preguntar cuándo, en la historia de la literatura antes
de Pamela, tuvo una mujer, por no hablar de una criada, la autoridad para
definirse como tal. Para entender el poder que Richardson encarna en la
mujer no aristócrata, sólo hay que observar cómo la dota de cualidades
subjetivas. En su respuesta al artículo II de la propuesta de Mr. B, Pamela
pone de manifiesto una forma de valor alternativa a la de su dinero y ran­
go. Este valor cobra vida cuando ella rechaza lo que Mr. B ofrece a cambio
del placer de utilizar su cuerpo. Ella resuelve, a toda costa, incluso a costa
de su propia vida, preservar un yo esencial que el hombre de la clase domi­
nante no posee ni puede poseer en virtud de su riqueza y monopolio sobre
la violencia. En ambos artículos, II y IV, podemos ver que Richardson
contrarresta el poder al alcance de la tradición aristocrática basándose en
el lenguaje de la tradición teológica para los términos de la resistencia de
Pamela. «Esperanza», «reflexión», «reproche» así como «alma» describen
los sentimientos de una mujer empeñada en la conservación del control
sobre su cuerpo ante un sistema que permite el ataque sexual. Richardson
no se decide por este lenguaje por estar particularmente interesado en re­
presentar la condición de su alma. Utiliza esta terminología para darle va­
lor a ella como compañera en el matrimonio.
El término «voluntad» es especialmente revelador a este respecto. Para
cuando Richardson termina con él, ya no tiene nada que ver con la tradi­
ción grandilocuente del debate teológico. Tiene que ver con una nueva
preocupación por la motivación personal39. Atrapada y redefinida dentro
de la figura del contrato, la idea de Ja voluntad se vuelve individualizada,
sexual e internalizada; se convierte, en otras palabras, en la voluntad nece­
saria antes de que se lleve a cabo cualquier contrato consensual. Lo que es
más, al adquirir un significado psicológico moderno, «voluntad» también
se adhiere a un principio de economía. Aceptar el dinero de Mr. B sería la
causa de que Pamela sufriera una pérdida que ella describe en términos es­
pirituales, pero que también identifica como un mal negocio; si acepta su
dinero, tendrá que volver la vista a una vida «malgastada». Rechazar a
Mr. B sobre esta base hace que la integridad del cuerpo femenino, inde­
pendientemente de origen y posición, valga más que el dinero y define ese
cuerpo dentro de un sistema de valores que no se puede traducir en valor
económico per se. Las heroínas de Richardson encarnan un principio con­
trario de economía que se basa en el contrato sexual o las relaciones de ge­
nero y que se debe entender como algo distinto y aparte del contrato social
o las relaciones entre grupos sociales. La mujer en este intercambio se
constituye, pues, en una forma de resistencia, o «voluntad», que plantea
una economía moral alternativa a la de la clase dominante.
Su poder de no consentir redefine la naturaleza del contrato cmrc hom­
bre y mujer tal como había sido representado por una tradición puritana,
según ta cual una mujer entraba voluntariamente en una relación de amo-
criada cuando daba su consentimiento al matrimonio. Más que entrar en
un contrato sexual, que es una réplica del contrato económico de amo y
criada, Pamela se decanta por un intercambio entre partes cuya diferencia
se determina sólo por el género. Resulta irónico que, al hacer un romance
que intentaba unir los extremos de la jerarquía social, Richardson tuviera
que borrar prácticamente todas las marcas socioeconómicas antes de que
el hombre y la mujer pudieran entrar en un intercambio. ¿Qué posibilidad
tenía Richardson de derrocar el concepto con siglos de antigüedad de la re­
laciones contractuales que llevaban a uno a someterse a aquellos de rango
superior? Fielding pensó que la resid encia de Pamela era absurda; un
hombre de la posición de Mr. B nunca habría estado dispuesto a «arriesgar
su reputación» (tal como el propio Mr. B explica en el contrato citado an­
teriormente) para disfrutar de los lavares sexuales de una mujer semejan­

M Sobre la relación ende escritura y la «voluntad» en Clarissa, Tony Tanncr observa que
«la escritora aislada está segura dentro de su escritura, mientras que la hablante/oyente tiene
que negociar (el caso de Clarissa) en los siempre posibles peligros de la consanguinidad física.
Asi. parte de su triunfo final es escribir su voluntad (110 sólo el documento de legado, sino volun­
tad en todos los sentidos de la palabra), puesto que. de una forma física, nunca podría vivirla.
Esta voluntad, con todos sus aspectos positivos y sus imperativos, no se puede negar ni contra­
decir». Adultery m the Novel: Contrae! and Transgresión (Baltimore. John Hopkins University
Press, 1979), pág. 111.
te. Pero simplemente al introducir la figura de la mujer con la capacidad
de decir «no» y luego ofreciendo una base sobre la que pudiera encontrar
tal negativa ventajosa, Richardson echó por tierra la larga tradición de
pensamiento sobre relaciones de noviazgo y parentesco. Fielding tuvo a
bien admitir este punto cuando se basó en estas estrategias para escribir
ficción que intentaba poner al descubierto la representación totalmente
errónea de Richardson de las circunstancias políticas. Debería entenderse
que uso el nombre de Richardson en un sentido estrictamente retórico
cuando digo esto, porque desde luego el «no» de Pamela habría significa­
do muy poco si ella no hubiera sido la voz de miles que para entonces co­
nocían la filosofía de lectura de los libros de conducta. Y por la misma ra­
zón, su negativa no habría tenido la reverberación que tuvo a lo largo del
liempo si no se hubiera dirigido a millones, que vinieron a entenderse
como básicamente el mismo tipo de individuo descrito por primera vez en
estos libros de conducta femeninos.
El efecto de insertar la presencia escrita de Pamela en el texto de Mr. B
como si ella fuera igual a la clase dominante es el efecto de la suplantación.
Emparejada con las palabras de su amo, la respuesta de ella desplaza la re­
lación entre amo-criada hasta una batalla entre los sexos, donde el valor de
la parte políticamente subordinada surge de una fuente alternativa, su gé­
nero, más que de su lugar en una jerarquía política. Mientras Mr. B ofrece
dinero a cambio de su cuerpo, ella mantiene que su valor real no se deriva
de su cuerpo; ella no es, en otras palabras, moneda en un sistema de inter­
cambio entre hombres. Diciendo esto, tal como hace Pamela en más de
una ocasión, sólo plantea la cuestión de por qué, si Richardson pretendía
situar el valor en un sitio que no fuera el cuerpo material de la mujer, pro­
dujo un relato extenso e incansable de seducción. Pamela insiste en que su
identidad depende de su pureza sexual, porque según sus propias pala­
bras, «robarle a una persona su virtud es peor que cortarle el cuello» (pá­
gina 111). Si la penetración forzosa del hombre en su cuerpo representa un
ataque contra la propia vida de la mujer no aristócrata, el ejercicio por
parte del amo de su poder sobre los cuerpos de aquellos que pertenecen a
su hacienda equivale al asesinato. Destruye el valor de aquéllos. Asi, con
una pincelada Richardson obliga a su lector a condenar el sistema político
en que basa su autoridad el ejercicio de tal poder.
Al reescribir de esta manera el cuerpo femenino, Richardson invirtió la
base sobre la que las relaciones políticas se entendían como naturales y co­
rrectas. Ya pretendiera hacer esto o no, resulta claro que su relato de se­
ducción participa de un proyecto cultural mucho más amplio. Pamela lu­
cha por poseer su cuerpo en un mundo donde la necesidad de poseerlo es la
opinión de una minoría. Con respecto y contra su afirmación de que la pe­
netración sexual del cuerpo equivale al asesinato, Mrs. Jewkes, la tutora
de Pamela, expresa el veredicto del sentido común — «¡qué forma tan rara
de hablar!»— y luego procede a filtrar su acusación por un catecismo rela­
tivo a las leyes de la sexualidad: «¿No se hicieron los dos sexos el uno para
el otro? ¿Y no es natural que un caballero ame a una mujer hermosa? Y su­
poniendo que pueda obtener sus deseos, ¿es eso tan malo como cortarle el
cuello?» (pág. 111). Si nos centramos en una de las dos escenas principales
de la novela en las que Mr. B logra ganar control sobre el cuerpo de Pame­
la, pronto se hace evidente que incluso sin demasiada lucha la propia defí-
nición de Pamela de su cuerpo triunl'a sobre el sentido común de él. Mr. B
dirige estas palabras a la mujer desnuda que yacc en la cama bajo él: «¡Ves
que ahora estás en m i poder! — No puedes escapar ni ayudarte» (pág.
2 13). Más que poseerla de esta forma violenta, sin embargo, él preferirla
dejarla tranquila después de que ella consintiera al intercambio de su cuer­
po por dinero. En el mismo momento en el que los términos de ese contra­
to parecen imposibles de rechazar por la mujer — cuando significa su su­
misión por la fuerza si no por el consentimiento— , Richardson cambia sú­
bitamente los términos de las relaciones sexuales en la novela. Esto es,
cambia aquello que el hombre debe poseer con el fin de poseer a la mujer,
porque no es una criatura de carne y hueso lo que Mr. B encuentra en el
cuerpo desnudo y acostado sobre la cama, sino una proliferación de pala­
bras y sentimientos femeninos.
Pamela resiste con éxito los intentos de Mr. B de ejercer formas tradi­
cionales de poder — dinero y fuerza— porque tiene posesión de sí misma
por medio de los esfuerzos de sus propias emociones, Ella se desvanece.
Vuelve en sí para oír cómo su asaltante jura «que no había ofrecido la me­
nor indecencia; que estaba asustado ante el terrible acceso que sufrí; que
desistiría de su intento y no rogaba más que verme tranquila, y me dejaría
directamente y se iría a su propia cama» (pág, 2 13). Así, Richardson repre­
senta una escena de violación que transforma un cuerpo erótico y permea­
ble en un cuerpo de palabras encerrado en sí mismo. Los fracasos repeti­
dos de Mr. B sugieren que Pamela no puede ser violada porque no es sino
palabras. Como tal, ella demuestra el poder productivo del tropo del con­
trato. Rescatando en teoría a la pura y original Pamela, Richardson crea
una distinción entre la Pamela que desea Mr. B y la mujer que existe con
anterioridad a convertirse en este objeto de deseo y que puede, por lo tan­
to, reclamar el derecho de pertenccerse en primer lugar a sí misma. Por
medio de una curiosa división de la mujer, Richardson representa a los
dos — hombre y mujer— luchando por la posesión de Pamela; «Él vino
hasta mí, me tomó de la mano y dijo, ¿De quién es esta hermosa doncella?
Me atrevo a decir que eres la hermana de Pamela, por lo mucho que te
pareces a ella. ¡Tan correcta, tan limpia, tan hermosa! ... No me tomaría
tales libertades con tu hermana, puedes creerlo; pero tengo que besarte.»
En un estilo característicamente richardsoniano, la división que tiene lu­
gar siempre que Mr. B intenta poseer a Pamela tiene un efecto doble al
producir un sujeto que puede reclamar posesión de sí mismo como objeto.
«Oh, señor», replica ella, «soy Pamela, claro que sí: claro que soy Pamela,
su propio yo» (pág. 53). Al ofrecerle la ocasión de resistir ante los intentos
de Mr. B de poseer su cuerpo, la seducción se convierte en el medio de dis­
locar la identidad femenina del cuerpo y de definirla como un objeto mc-
tafísico.
De forma significativa, la transformación de Pamela de un objeto de
deseo a una sensibilidad femenina también transforma a Mr. B. Antes de­
seaba sólo la superficie de su cuerpo y encontraba su resistencia molesta­
mente «impertinente» e «insolente». Sin embargo, tras la escena de la vio­
lación, Mr. B describe el circulo completo hasta desear las mismas cuali­
dades femeninas que anteriormente habían obstaculizado sus avances. Su
valoración de estas cualidades revela cómo Richardson usa la figura del
intercambio sexual para producir un concepto moderno de genero:

Tienes gran ingenio, gran perspicacia, más allá de tus años y, como yo
pensaba, de tus oportunidades. Posees una imaginación abierta, franca y
generosa; y una persona tan encantadora que a mis ojos superas a todo tu
sexo. Todas estas cualidades han atraído tan profundamente m i afecto
que, como he dicho con frecuencia, no puedo vivir sin tí; y con toda mi
alma dividiría todas mis propiedades conligo para hacerte mía con arre­
glo a mis propios términos. Tú los has rechazado absolutamente; y, aun­
que en términos insolentes, de una forma que hace que te admire todavía
más ...Y veo que despliegas tal vigilancia sobre tu virtud que aunque es­
peraba que fuera al contrario, no puedo dejar de confesar que mi pasión
por ti se ve aumentada por eso. Pero ahora, ¿qué más puedo decir, Pame­
la? — Haré que, aunque parte, seas m i consejera en esta cuestión, aunque
no, quizá, mi juez definitivo (pág. 223).

Aunque Mr. B sigue careciendo del lenguaje para racionalizar el hecho


de casarse con alguien de una posición tan inferior a la suya, un lenguaje
que las cartas de Pamela acabarán ofreciendo, el contrato no obstante ha
funcionado eficazmente. Si comparamos esta declaración con el diálogo
entre hombre y mujer que Richardson empareja para dramatizar sus nego­
ciaciones contractuales, encontramos que el diálogo adquiere una fuerza
dialéctica. Incluso mientras dramatiza el fracaso de la parte masculina en
la realización de un intercambio en términos económicos y políticos, la se­
ducción ridiculamente prolongada de Mr. B hacia una criada por lo demás
insignificante redefine las dos partes del contrato. En este momento, R i­
chardson crea la posibilidad de un intercambio que no viola la integridad
del cuerpo femenino ni las condiciones de la subjetividad femenina. Su in­
tercambio ya no se puede entender como un intercambio de dinero por
placer erótico, una vez que Mr. B adquiere las cualidades del hombre prós­
pero que — tal como prometen los libros de conducta— no desea nada
tanlo como los logros femeninos que los libros de conducta describen en
términos entusiastas. Tras esta transformación. Mr. B disfruta de una for­
ma de placer procurada por Pamela completamente distinta de la que bus­
có con anterioridad: «D ijo él, espero que mi temperamento actual resisti­
rá; porque te digo francamente que be conocido en esta hora feliz más pla­
cer sincero del que he experimentado en todos los tumultos culpables a los
que rni alma deseosa me empujó, con la esperanza de poseerte con arreglo
a mis propios términos» (pág. 229, cursiva mía). Añora, aparentemente
haciendo caso omiso de su «reputación», o de las violaciones de los códi­
gos de su clase que podría estar cometiendo al conceder privilegio a las vir­
tudes abstractas de su criada, Mr. B entiende los beneficios que recoge de
su relación con Pamela en términos que deben haber hecho repicar una
nota económica fam iliar
M i amada no quiere lenguaje, ni sentimientos; y sus encantadores pensa­
mientos, tan dulcemente expresados, embellecerían cualquier lenguaje; y
ésta es una bendición casi exclusiva de mi amada, la más hermosa. — Tu
tan amable aceptación, Pamela mía, añadió él, devuelve el beneficio con
interés y quedo obligado a tu bondad (pág. 387, cursiva mía).

Aunque el discurso dominante ahora incluye el de la mujer, ha sufrido una


profunda infiltración de una terminología que es totalmente hostil a un
modelo de intercambio anterior. Según esto, uno encuentra los términos
de la teología cristiana («gracia», «bendición») mezclados con los del capi­
talismo incipiente («beneficio», «interés») para dar forma a un discurso
de la sexualidad distintivamente moderno.
Es importante ver que lo que pasa en esta novela nunca podría pasar en
un libro de conducta, por mucho que los dos tipos de escritos compartie­
ran una sola intención estratégica. Sin duda Pamela llevó adelante la mis­
ma lucha para definir a la mujer que se libraba dondequiera que la escritu­
ra invocaba la necesidad de una educación femenina y de la reforma de las
prácticas sexuales. Representada como la lucha entre un amo y su criada,
Pamela contenía esta lucha en primer lugar dentro del hogar y luego den­
tro de 1¿ escritura que transformó a la propia Pamela en una forma distin­
tivamente femenina de subjetividad. La diferenciación y enclaustramien-
lo de un yo femenino no era sino una victoria del yo moderno sobre el sis­
tema político que se basaba en un hogar que un hombre gobernaba y soste­
nía bajo su mandato. Si una criada podía reclamar la posesión de sí misma
como su primera propiedad, prácticamente cualquier individuo debe te­
ner de forma similar un yo que retener o dar en una forma moderna de in­
tercambio con el Estado. Sabemos que Pamela tiene un yo semejante sólo
porque adquiere el poder de retenerlo. Pamela puede dramatizar, como
ningún otro tipo de escrito, el triunfo de este yo sexual sobre formas tradi­
cionales de identidad política porque la novela surgió de la lucha entre
modos de escritura para definir la sexualidad. Para ponerlo crudamente,
esta novela es una lucha en la que una ficción captura a la otra y la traduce
a sus propios términos. Más que probablemente, los escritos de sexualidad
normal no procedían con la intención de desmantelar el mundo jerárqui­
co, o no habrían concentrado tanto esfuerzo en la mujer. No obstante, la
estrategia de Richardson de encerrar la subjetividad y luego dotarla de po­
der por derecho propio fue también un acto agresivo de rcclasificación;
era el medio por el que todo tipo de información política podía reducirse a
rasgos de género.
Esta dimensión política del tema sexual de Richardson amenaza cons­
tantemente con derribar la hermenéutica psicológica del escrito de Pame­
la y situar ei texto entre la clase común de novelas y romances. Frente a la
amenaza de inversión semiótica, Richardson no sólo puso en orden todo
tipo de precauciones extratextuales, sino que también — y lo que es más
importante desde una perspectiva histórica- las estrategias que los libros
de conducta habían ideado en su propio esfuerzo por controlar el signifi­
cado. Tales estrategias desplazan la lucha por el significado desde el nivel
de la fuerza política hasta el del lenguaje. Pamela nos recuerda a cada mo­
mento que estamos siendo testigos de un proceso de escritura. Incluso
cuando registra sus respuestas emocionales a un mundo gobernado por un
hombre sin escrúpulos. Pamela teme que la crónica diaria terminará ad­
quiriendo la forma de un romance. Mr. ü le dice que están haciendo «una
hermosa historia en un romance» (pág. 26), y ella descubre que sus tramas
tienen el poder de convertir la crónica de ella en un «horrible romanceo» a
pesar de todos los intentos de ella por esquivar dichas tramas. Cuando fi­
nalmente él le concede la autoridad para ser autora de la historia de am­
bos, ella exclama, «m i historia se traduciría en una clase sorprendente de
novela si fuera bien contada» (pág. 258). Se puede decir que el acto de es­
cribir se vuelve tan llamativo que la pureza de su lenguaje parece importar
más que la de su cuerpo.
El poder de su resistencia depende exclusivamente de su lenguaje. Tal
como ella dice: «¿Cómo, pues, señor, puedo actuar sino mostrando mi
horripilación ante cada uno de los pasos que me llevan hacia la perdición?
¿Y qué me queda sino palabras?» (pág. 220). «Palabras» son efectivamen­
te tudo lo que Pamela tiene para oponerse frente a la coerción del rango y
una fortuna cuantiosa; pero sus «palabras» demuestran ser más poderosas
por ser el único poder que ella tiene. Cuanto más persiste Mr. B en sus in­
tentos por poseerla, más somete su conducta a la opinión de Pamela, y
más profundamente penetra ella en el corazón de la cultura dominante
para apropiarse de su materia como lo que forma su propia subjetividad.
Incluso antes de que sus cartas sean públicamente aireadas y se les reco­
nozca su autoridad, Richardson les concede un poder reformista que es en
realidad el poder de formar el deseo. Mr. B se siente obligado a censurar
las cartas por miedo a que dañen su reputación, pero al confiscarlas, no ha
escapado en realidad al poder clasificador de la pluma de Pamela. Antes al
contrario, se encuentra atrapado y convertido dentro de su modo de na­
rración.
No es un momento ordinario de la historia política aquel en que un no­
velista masculino imagina a una mujer cuyos escritos tienen ei poder de
reformar al hombre de la clase dominante. Sin duda, si ésta hubiera sido
una novela ordinaria, la escena en la que Richardson sitúa a Mr. B sobre el
cuerpo desnudo de Pamela sería la escena más erótica de una narración
hecha de estos esfuerzos infructuosos por superar el discurso de ella. Pero
difícilmente se puede definir así el caso; el intento de Mr. B de robar pla­
cer del cuerpo de ella sólo genera temor por parte de ambos. Cuando lee
las cartas de Pamela, por el contrario, tal agresión masculina logra repenti-
namenle su objetivo tradicional y gratifica el deseo sexual. Aunque no
pudo penetrar su cuerpo. Mr. B cuenta con el permiso de Richardson de
espiar a voluntad en los secretos del yo escrito de ella, de espiar el propio
acto de escribir, de interceptar sus cartas y finalmente de obligarla a divul­
gar el paradero de los demás escritos. Resulta extraño que la escena más
erótica con diferencia y quizá la única genuinamente erótica de la novela
se desarrolle cuando Mr. B toma posesión de una Pamela profundamente
circunscrita en sí misma40. Es como si, tras desplazar a la mujer conven­
cionalmente deseable hasta una mujer escrita, Richardson permitiera al
fin que el convencionalismo novelístico se saliera con la suya con esta
mujer:

¡Mujcrzuda ingeniosa!, dijo el, ¡Qué tiene eso que ver con m i pregunta?
— ¿No llevas [las cartas] contigo? — Si, dije yo. he de sacarlas de mi es­
condite tras el zócalo, ¿no mirará? — ¡Cada ver más ingeniosa! dijo él —
¿Es eso una respuesta a m i pregunta? — He registrado por todas parte.,
encima y dentro de tu armario, buscándolas, y no las encuentro; de
modo que sabré dónde están. Creo, dijo, que las llevas encima; y nunca
he desvestido a una muchacha en toda mi vida; pero voy a desnudar aho­
ra a mi preciosa Pamela; y espero no tener que llegar muy lejos antes de
encontrarlas (pág. 245).

Sólo desviando así el erotismo desde el cuerpo material hasta el escrito


pudo Richardson desarrollar procedimientos para reformar el deseo liber­
tino. Representó este cambio como un proceso de lectura.
Tal lectura ofreció un nuevo objeto de placer que supuestamente debía
redirigir el deseo masculino apartándolo de la superficie del cuerpo feme­
nino y llevándolo hasta sus profundidades. Cuando Mr. B finalmente le
quita el vestido, no encuentra ya un cuerpo erótico al que poseer, sino un
cuerpo de sentimientos que no tienen otra realidad que las palabras. Los
escritos de Pamela, admite finalmente Mr. B, «me han hecho desear leer
todo lo que escribes; aunque gran parte de ello es en contra de m í» (pág.
242). Las cartas escondidas en el cuerpo de Pamela no sólo logran trans­
formar ese cuerpo en un cuerpo de palabras, sino que también ofrecen a
Mr. B un yo que ha sido representado y valorado en términos femeninos,
un fenómeno puramente sexual y psicológico que desafía los códigos de su
clase. Ame ella él rinde el dominio sobre las relaciones sexuales, a las que
permite entonces que dominen el resto de la novela: «Hay tal hermoso aire
de romance mientras las relatas, en tus argumentos, y mis argumentos,
que estaré mejor dirigido de esa manera para concluir la catástrofe de la

40 Acerca de los diversos intentos de poseer la escritura de Pamela, Lennard Davis señala:
«Pamela la heroína queda sustituida por Pamela el simulacro lingüístico.» Factual Ficltons.
pág. 184.
novela bonita» (pág. 242). Junto con la autoridad para escribir su historia,
él le entrega a ella el gobierno del hogar, y la novela se convierte en poco
más que el libro de conducta para parecerse al cual ha franqueado tantos
obstáculos.
Al representar las relaciones dentro de la casa de campo tradicional
como una lucha entre grupos de interés en competencia, Richardson desa­
fió el ideal cultural dominante. Al mostrar esta lucha como una relación
sexual, ocultó la política de tal representación. Esto se puede atribuir, tal
como han afirmado una serie de lectores, a su ambivalencia personal tanto
hacia aquellos de posición elevada en la sociedad del siglo xvm como ha­
cia las mujeres41. Pero lo que retrospectivamente aparece como ambiva­
lencia creo que se puede explicar mejor como el ingenio del intelectual de
clase media rehaciendo ciertos materiales culturales para alejar al deseo
del cuerpo aristocrático y dirigirlo a un mundo de gratificación privada
que cualquiera pudiera disfrutar por implicación. Richardson indica una
conciencia más aguda de la política de escribir de la que normalmente es­
tamos dispuestos a conceder a alguien de entendimiento psicológico tan
poco sutil. En ejemplos cruciales a lo largo de su narración, se esfuerza por
conectar la lucha sobre la escritura, la lucha por el control de la interpreta­
ción, con la lucha por el poder político. Y a me he referido a la forma en la
que hace que Pamela rechace la generosa oferta de un contrato económ ico
que le ofrece Mr. B, y he explicado cómo la narración de seducción permi­
te a Richardson producir subjetividad femenina como una forma de resis­
tencia. Pero también utiliza giros que reconocen abiertamente la dimen­
sión política del conflicto sexual. Mr. B dice de Pamela, por ejemplo, «la
ingeniosa criatura es capaz de corromper a una nación por medio de su
aparente inocencia y simplicidad» (pág. 169). Debido a que este punto
está destinado a terminar con las categorías políticas, sin embargo, este
potencial para la interpretación del comportamiento de Pamela como sub­
versión va a estar contenido y transformado principalmente dentro de sus
cartas. El lenguaje del poder debe estar siempre presente como una posibi­
lidad interpretativa si Richardson va a dramatizar la conversión de Mr. B
ante el sentimentalismo de Pamela.
Para entender el alboroto que arma sobre la moralidad de la ficción
— y sobre si está escribiendo o no una novela— es necesario entender el
escrito de Richardson como una realidad material por derecho propio. Él
mismo lo dice cuando envuelve a Pamela en sus cartas, sustituyendo la su­
perficie de su cuerpo por las profundidades de sus sentimientos privados
en una escena que revela el nuevo — y verdadero— objeto del deseo de

41 Samuel Richardson: A Biography de Eavcs y Kimpel documenta lanío sus contactos con
gentes de posición más alta como su> muchas amistades con mujeres. Ver William Beatty War­
ner, Readin# Clarisw: The Struggies o f Interpretó!ion (New Havcn, Ya le University Press.
1979). págs. 143-218, para un relato ingenioso Ue los juegos que Richardson ponía en práctica al
hacer revisiones que atormentarían a los lectores.
Mr. B. Proyectada en esta luz como un lucha en gran medida literal entre
dos tipos de autorrepresentación, el texto de Richardson no trata tanto so­
bre una lucha entre grupos políticos opuestos que logra la mediación en y a
través de la escritura cuanto sobre una lucha por el control de los propios
términos en los que el conflicto político será entendido y la mediación se
logrará. Esta novela concluye no con un matrimonio de familias o fortu­
nas, sino con un mensaje que une modos distintos de subjetividad para
producir el mundo dividido en géneros de los libros de conducta. Al triun­
far sobre los otros lenguajes de la novela, la escritura de cartas personales
aparta las relaciones domésticas de toda consideración económica y polí­
tica sometiendo tales relaciones al escrutinio moral y a la respuesta emo­
cional de una mujer.
Está claro que esta concepción total de autoridad es la misma que
Bentham representaría más tarde como una teoría política. Pamela ofrece
una narración en la que el trabajo de la pluma se ve rivalizado sólo por el
de los ojos. De hecho, se puede decir que mientras Pamela está encarcela­
da en la hacienda de Mr. B. los ataques contra su cuerpo no parecen tan
frecuentes ni tan perversos como los «miramientos» que tiene que sopor­
tar. Es para establecer el poder de la observación como superior al del di­
nero o la fuerza por lo que Richardson irrumpe súbitamente en la narra­
ción que le ha confiado a Pamela en todas las demás ocasiones:

Aquí es necesario, el lector debería saber, que las pruebas de la hermosa


Pamela no habían terminado; sino que lo peor estaba todavía por venir,
en un momento en el que ella pensaba que habían llegado a su fin; y que
regresaba a su padre: porque cuando su arao vio que ella no estaba dis­
puesta a entregar su virtud, y había en vano tratado de conquistar su pa­
sión por ella, siendo un caballero de placer e intriga, había ordenado a su
cochero de Lincolnshire que trajera su coche de viaje desde allí, ...la
llevó cinco millas por el camino que conducía hasta su padre; y en­
tonces, dando la vuelta, cruzó el campo y la llevó hacia su hacienda de
Lincolnshírc (pág. 91).

Si esto parece un cambio torpe de marchas retóricas, es porque el cambio


en la dirección del coche de Mr. B produce efectivamente un cambio
abrupto en la forma de poder político que ha dominado las relaciones se­
xuales hasta este punto de la narración. ¿Por qué inventar otra casa sola­
riega si no es para tener una casa solariega organizada de acuerdo con una
nueva serie de normas? En la hacienda de Lincolnshirc Mr. B es significa­
tivamente invisible en persona, pero es omnipresente en la forma de vigi-
intes que hacen poco más que vigilar cada uno de los movimientos de Pa-
i. ela e interceptar la mayoría de sus cartas. En otras palabras, Pamela se
co i vierte en un objeto de conocimiento. Allí donde en un tiempo la espia­
ba a' desnudarse desde el lugar ventajoso de su armario, ahora Mr. B posee
los medios de insinuarse en los retiros más privados de sus emociones por
medio de informes sobre cada una de sus palabras y gestos, así como por
medio de la crónica de su experiencia emocional contenida en sus cartas.
Su aislamiento y una forma rígida de censura que prohíbe casi hasta la co­
municación crean más angustia incluso que la amenaza de la agresión se­
xual. Pues la hacienda de I.incolnshire está representada como una ver­
sión sórdidamente gótica de la primera casa solariega, sustituyendo, por
ejemplo, a la buena Mrs. Jervis por la malévola Jewkes y al paternal coche­
ro John por el diabólico Colbrand, que es leal sólo a su amo. Esta versión
de pesadilla de la casa solariega no deja ninguna duda de que la amena/a
de autoaniquilamicnto se intensifica conforme el ataque contra el cuerpo
de Pamela se convierte más en una cuestión de violación ocular que de pe­
netración física. Este ambio de estrategia de la violación sexual para llegar
a la violación de las profundidades psicológicas ofrece una estrategia para
el descubrimiento de más profundidades dentro de la mujer sobre las que
escribir, produciendo por medio de ello más palabras con las que despla­
zar su cuerpo.
Pamela gana la lucha por interpretarse a sí misma e interpretar todas
las relaciones domésticas desde el momento en que el coche se desvía del
camino hacia la casa de su padre y la lleva a la hacienda de I.incolnshire de
Mr. B. El poder que domina en la hacienda es ya un poder femenino. Es el
poder de la vigilancia doméstica. El lector de libros de conducta sabe ade­
más que Mrs. Jewkes no gobernará adecuadamente el hogar porque tiene
«una mano enorme y un brazo tan ancho como mi cintura», «una voz ás­
pera, como de hombre» y otros muchos rasgos masculinos (pág. 116). La
casa solariega necesita un cambio con el fin de parecerse a las representa­
das en los libros de conducta. ,No deseo sugerir que tener una mujer hom­
bruna al frente es lo que hace la casa tan distinta. Más bien la diferencia
yace en el hecho de que la sexualidad en este hogar tiene poca semejanza
con el tipo de transacción permitido por la otra hacienda. Lincolnshire no
dramatiza una comedia indecente de dormitorio gobernada por el deseo
cuyo objetivo es poseer el cuerpo femenino; dramatiza en lugar de ello las
operaciones de la subjetividad femenina. Tal lugar establece esencialmen­
te la misma estructura de poder que el quirófano del siglo xvm donde se
llevaban a cabo operaciones ante el público. En este quirófano caracterís­
ticamente moderno, como en Lincolnshire, el poder no residía en el objeto
de la mirada, cuyo modelo y emblema era el dócil cuerpo del cadáver que
se diseccionaba. En lugar de elio, operaba a través del ojo de un observa­
dor que descubría la verdad bajo la superficie de ese cuerpo. Ésta era, se­
gún he estado defendiendo, la forma de poder que acabaría con una forma
anterior inherente al cuerpo aristocrático y que dependía del poder de ese
cuerpo para mantener fija sobre él la mirada de la gente.
En Lincolnshire, Pamela es liberada de su posición servil como traba­
jadora doméstica para pasar sus horas haciendo poco más que contar una
historia que se asemeja a un libro de instrucciones sobre cómo escribir
emociones femeninas. Mr. B la ha situado allí donde puede ser observada.
Sin embargo, debido a que ella pasa su tiempo no sólo observando, sino
también representándose a ella misma y a otros, es aquí donde ella gana el
poder de vigilancia como cosa suya propia. En otras palabras, tan pronto
como el asalto a su cuerpo se ha asentado en esta forma de voyeurismo, su
victoria sobre tal opresión exige sólo un cambio en la dirección y la diná­
mica de la mirada42. Ésta es la función del tipo de escritura de Pamela, que
se vuelve sobre sí misma como un espejo crítico de poder para establecer
en gran medida la misma relación que el propio Richardson establece con
«otra» ficción. Cuando Mr. B lee las cartas de ella en voz alta a sus padres,
a los vecinos y a su hermana, hace público el conocimiento que ella preten­
dría mantener estrictamente entre ella y sus padres. Cuando el expresa en
palabras lo que ella escribe, su lenguaje incorpora su propia crítica — una
forma de resistencia a sus códigos de identidad social. Al leer su comuni­
cación privada, pues, c! internaliza la autoridad moral de ella, la concien­
cia de ella se convierte en la suya, su discurso se hacc indistinguible de lo
que ella escribe, y ella ha logrado una forma de poder sobre él. Cada vez
que Mr, B lee una de sus cartas, de ja al descubierto tanto sus pensamientos
más internos como los secretos más profundos de la casa solariega que él
supervisa. Sus cartas muestran su capacidad de autorregulación y la co:
rrespondiente necesidad de él de que ella le supervise. Conforme la escri­
tura desplaza el ejercicio de la fuerza con la fuerza de la vigilancia, en otras
palabras también traslada el poder de la mirada desde el hombre a la mu­
jer. l.as condiciones ideales, tal como las especifica Pamela en su objeción
a la oferta inicial de un contrato por parte de Mr. B.. se ven, por lo tanto,
cumplidas. Y se casan.
Tras asegurar el poder de su mirada a través de la escritura, Pamela se
cansa, dice, «de las miradas de ellos» y se retira de la vísta pública en los
objetos y actividades del hogar que tiene bajo su control (pág. 299). Y des­
pués de que el matrimonio se celebre, los acontecimientos llegan al lector
como un «diario de todo lo que pasa en estas primeras etapas de mi felici­
dad» (pág. 475). ¿Quién no cuestiona hasta qué punto es sabio que R i­
chardson nos ofrezca casi doscientas páginas de esta crónica? Todo el con­
flicto narrativo se disuelve en catálogos de deberes del hogar y listas de co­
sas que han y no han de hacerse dirigidas a futuras amas de casa; varios de

F.l voyeurismo llevaba ya tiempo siendo un raigo normal del tipo de novela que Richard­
son afirmaba que no estaba escribiendo. Al trasladar la mirada voyeurista desde el cuerpo de
Pamela a su esentura. Richardson saca literalmente a Mr B del mundo narrativo del que proce­
de y lo introduce en lo que Richardson afirma que es «una nueva especie de escritura». El trasla­
do de la mirada desde al hombre a la mujer, tal como yo lo veo. cambia la propia naturaleza de
la mirada, que pasa de voyeurismo a supervisión y. con ella, el papel de la novela que pasa de
cotilleo seraiescandaloso a demostración de conducta ejemplar. Para un estudio del voyeuris­
mo en las novelas de antes de Richardson. ver Ruth Perry, Women, ¡¿tters. and the Novel, págs.
157-167. «Una nueva especie de escritura» es la frase de Richardson en una caria a Aaron Hill,
Selected Lelters. ed. John Carroll (Oxford, Clarendon. 1964). pág. 41. Sobre el significado de la
frase misma, ver William Parir «\Vhat was new about the “New Spccies of Writtng"?» Studies
in the Novel, 2 (1970), 112-130. y su «Romance and the “New’’ Novéis of Richardson. Fielding,
and Smollctt», Studies in English l.iterature, 16 (1976), 437-450.
estos pasajes en la novela se podrían haber tomado directamente de cual­
quiera de una serie de libros de conducta. Lo que es más, cuando se hace
cargo del texto, la escritura de Pamela se vuelve repentinamente pesada,
estática y tanto paternalista como obsequiosa, mostrando todas aquellas
cualidades, en resumen, que hacen que los libros de conducta parezcan tan
vacíos y resulten tan tediosos de leer una vez que su momento histórico ha
pasado. En otras palabras, cuando ya no es una forma de resistencia, la
voz femenina se apaga y se convierte en la voz de la ideología pura. Desde
una perspectiva histórica, sin embargo, es completamente lógico que R i­
chardson se sintiera obligado a transformar su primera obra de ficción en
un paradigma estático semejante. El principio de la lectura que gobernaba
los programas para la educación femenina también puso a su alcance pro­
cedimientos para rcescribir la casa solariega en oposición a una tradición
aristocrática de tas letras.
Vale la pena destacar cómo esta reordenación del hogar utiliza ciertos
rasgos de la casa solariega aristocrática para convertir el modo existente
de relaciones de parentesco en un modo obsoleto. Se podría comentar que
el propio Mr. B renuncia al deseo que solía considerar completamente
apropiado para un amo en relación con una criada, y lo hace en términos
que sitúan tal deseo en el pasado: «¡Oh, cuán completamente desprecio
mis persecuciones anteriores, y mis obstinados apetitos! ¡Qué alegrías, qué
verdaderas alegrías, fluyen del amor virtuoso! ¡Alegrías que el alma mez­
quina del libertino no puede comprender, que sus pensamientos no pue­
den concebir! ¡Y de las que yo mismo no tenía ni la menor ¡dea mientras
fui un libertino!» (pág. 379). Las «alegrías» de las que habla tienen poco
que ver con los placeres de la carne, mientras que el dormitorio que antes
ofrecía un escenario para los acontecimientos narrativos desaparece ente­
ramente de la página impresa conforme viene a ocupar un espacio en blan­
co entre dos de las entradas del diario de Pamela. Las alegrías más exten­
sas a las que hace referencia Mr. li se difuminan por el hogar conforme su
tiempo y lugar se reorganizan bajo la supervisión de Pamela.
Antes de que Pamela asuma el control del hogar, su organización no
nos recuerda sino a una conspiración paranoica. Porque mientras los es­
critos de Pamela dejan al descubierto los secretos de la vida dentro del ho­
gar aristocrático, Richardson convierte el lugar en un teatro para la intriga
sexual. El personal del hogar se guía sólo por el principio de satisfacer los
deseos del amo. El tiempo, así como el espacio y el trabajo humano se de­
dican a servir a este único fin. De acuerdo con la doctnna doméstica emer­
gente, sin embargo, este principio de orden produce en realidad desorden.
Tal como Pamela observa:

Por medio de esto podemos ver ...de qué fuerza es ejemplo, y lo que
está en la mano de los cabezas de familia hacer: y esto muestra, que los
ejemplos malignos, en superiores, son doblemente perniciosos, y doble­
mente culpables, porque tales personas son malas en si mismas, y no
sólo no hacen nada bueno, sino que hacen mucho daño a los demás
(págs. 399-400).

Cuando Pamela se convierte en la señora de la casa, por otra parte, los


criados se gobiernan por su ejemplo moral masque por la propia fuerza de
la lealtad política y el poder económico. Debido a que un hogar bien regu­
lado depende por completo de las cualidades morales de la mujer que está
al frente, no puede sucumbir a la doble tiranía del deseo masculino y el ca­
pricho aristocrático. Cuando Pamela describe la relación entre el orden
del hogar y sus propias cualidades mentales, se ve que uno y otras son lo
mismo;

En resumen, me esforzaré todo lo que pueda para que los buenos criados
encuentren en m í a una animadora amable; los indiferentes pueden me­
jorar inspirándoles con una emulación loable; y los malos, si no son de­
masiado malos por naturaleza, y mejorables, serán reformados por me­
dio de la amabilidad, la reconvención e incluso las amenazas adecuadas,
si es necesario; pero sobre todo por un buen ejemplo (pág. 350).

Los que han defendido su honor pertenecen a la primera categoría; los que
no lo han hecho pertenecen a la tercera, y ni uno solo, ni siquiera la odiosa
Mrs. Jewkes logra estar más allá del poder del ejemplo redentor de Pame­
la. Con esto, el lugar deja de operar como si fuera una conspiración para­
noica y se convierte sin tardanza al orden racional.
Hay varias estrategias de este orden que merecen nuestra atención. Es­
tas estrategias surgen del combate narrativo entre modos de escritura.
Constituyen un proceso de feminización que los libros de conducta, en
virtud de su atención exclusiva sobre las cuestiones femeninas, no tienen
que llevar a la práctica. En otras palabras, éstas son estrategias que reorga­
nizan la casa solariega de acuerdo con los principios de la economía do­
méstica tratados en el capítulo anterior. Convertido en un proselitista de
la virtud doméstica, Mr. B explica las reformas que deben llevarse a cabo
en una casa de campo como la suya. De las mujeres cuyo origen es la casa
solariega, dkc, «generalmente actúan de una forma como si pensaran que
es privilegio del origen y la fortuna convertir el día en noche y la noche en
día. y rara vez hacen algo hasla que llega la hora de comer; y así, todas las
buenas normas familiares de siempre se ven invertidas» (pág. 389). Así, a
la mujer de su propia casta él atribuye hábitos que desbaratan el orden na­
tural de las cosas; por el contrario, concede a la mujer moderna el poder de
restaurar el orden por medio de la inversión de modelos establecidos por
la ociosidad y el entretenimiento de la mujer aristócrata. Aunque ya no se
puede permitir que Pamela irabaje, sus horas se ven ahora más rígidamen­
te reguladas que antes, según el principio de que, tal como Mr. B explica,
«el hombre es una pieza de maquinaria tan frágil como cualquier artefacto
mecánico; y. si se deja llevar por la irregularidad, será propenso a caer en
el desorden» (pág. 390). De hecho, cada una de las horas del día hasta bien
entrada la tarde se justifica mayormente de la siguiente manera: «Enton­
ces tendrás varias horas más útiles para ti, para emplearlas en lo que más
te guste; y me gustaría que la cena fuera generalmente a las ocho» (págs.
389-90). Lo que esto dramatiza es sobre todo la reorganización del tiempo
libre, reorganización a la que los libros de conducta también aspiraban.
Resulta curioso que tal reorganización se logre en nombre del antiguo
ideal aristocrático de la hospitalidad. Si Pamela se ciñe a una rutina, expli­
ca Mr. B, entonces «estarás preparada para recibir a cualquiera que yo in­
vite a mi mesa; y no necesitarás presentar esas estúpidas disculpas a los vi­
sitantes inesperados, que se reflejan en la conducta de aquellos que las
pronuncian» (pág. 389). En resumen, la casa bien ordenada tendrá más ca­
pacidad de extender la tradición de la hospitalidad a cualquiera y a todo
aquel que la necesite. Pero el hecho de que no se logre extender la hospita­
lidad. deberíamos destacar, no significa la carencia de un hombre de posi­
ción y riqueza, sino la carencia de su esposa de virtud doméstica; tales lap­
sos «se reflejan en la conducta de aquellos que las pronuncian». El mismo
principio dicta la apariencia de Pamela. No ha de exhibirse para sus invi­
tados, pero debe siempre mostrar «esa dulce tranquilidad en tu vestido o
comportamiento, que tan felizmente posees» (pág. 389). Lo que más clara­
mente distingue el código de vestido de Mr. B de aquel ordenado por pro­
clama real durante el Renacimiento es la atención cuidadosa a la expre­
sión facial, porque e s allí donde se pueden apreciar las verdaderas cualida­
des de la mujer, en oposición a su rango.

Espero de ti. quienquiera que sea el que venga a m i casa, que te acostum­
bres a una complacencia igual y uniforme: Que nunca haya una arruga
en tu frente: Que ya estemos bien o mal preparados para su recepción, no
muestres agitación o falta de compostura: Que sea quien sea quien este
en tu compañía en el momento, no des lugar por medio de la más m íni­
ma mirada a que piense que el extraño viene a ti en mal momento, o en
un momento en el que desearas que no hubiera venido. Sino que seas
graciosa, amable y atenta con todos; y, si lo eres con uno más que con
otro, que sea aquel que tenga la menor razón para esperarlo de ti. o el que
sea inferior a los demás en la mesa; porque así. Pamela mía, alegrarás la
mente en duda, tranquilizarás al corazón inquieto y propagarás naturali­
dad, placer y tranquilidad alrededor de mi mesa (pág. 393).

F.l concepto de la largueza de Richardson no prescinde de la figura aristo­


crática de la hospitalidad, esto es, la mesa generosa del huésped. Pero su
contenido se ha modificado de hecho junto con la mujer que supervisa la
mesa. A aquellos que se congregan alrededor de la mesa, el huésped mo­
derno ofrece sentimientos copiosos más que los frutos de su hacienda
abundante o la riqueza de su bolsa llena. De esta forma, Richardson trans­
forma la mesa del huésped de un escenario que muestra formas tradicio­
nalmente masculinas de poder a un escenario terapéutico cuyas riquezas
se distribuyen a un nivel puramente psicológico— a través de muestras de
alegría combativa. Logra esto simplemente haciendo pasar las virtudes pa­
sivas y esencialmente defensivas de Pamela de nombres a verbos que
«alegran la mente en duda, tranquilizan el corazón inquieto y propagan
naturalidad, placer y tranquilidad alrededor de mi mesa» (la cursiva
es mía).
Al acabar prácticamente con todos los ritos tradicionales del huésped
como los medios de distribuir riqueza, Richardson crea una forma com­
pensatoria de generosidad. Su concepto de caridad filtra el poder econó­
mico del hombre a través de la simpatía de la mujer, y los excesos de su ha­
cienda se convierten en lo que fluye del corazón de ella y golea de esta for­
ma hasta llegar a la gente necesitada de puestos inferiores de la escala so­
cial. Así Pamela impone a Mr. B que piense en los conocidos y vecinos po­
bres y

hazme una lista de pobres honrados y laboriosos que puedan ser verdade­
ros objetos de caridad y que no cuenten con ninguna otra asistencia; sobre
todo los ciegos, cojoso enfermos, con sus varios casos; y también familiasy
amas de llaves pobres reducidas por las desgracias, como estaba la nuestra,
y donde un gran número deniños les im pidan subir hasta un estado de co­
modidad tolerable: Y yo escogeré lo mejor que pueda; porque ansio co­
menzar. con la amable benevolencia noble que m i querido buen benefac­
tor me ha concedido para tales buenos propósitos (págs. 500-501).

Deberíamos señalar la forma en que Pamela define toda la categoría de los


que deberían beneficiarse de la riqueza, que se ha alejado de un sistema de
mecenazgo para pasar a uno basado en el principio de la caridad. Sólo me­
recen atención aquellos que no pueden conseguir subsistir por sí mismos,
y esté cambio tiene que deberse a alguna deficiencia en ellos mismos más
que a las condiciones en las que deben trabajar. Antes de convertirse en
objetos de caridad, esta gente debe entrar a formar parte de una lista caso
por caso, con la razón de su pobreza definida, y la cantidad de dinero dis­
tribuido debe ajustarse a cada caso concreto. Es decir, que Richardson re­
presenta a aquellos que dependen de ta generosidad del rico no como un
grupo social o facción a la que hay que apaciguar, sino como niños impru­
dentes que necesitan el cuidado de padres responsables. Tal visión de la
distribución de la riqueza sólo se puede entender si Richardson separa la
riqueza de su origen en la propiedad, la profesión y la región heredadas.
Para hacerlo, toma una vez más una página de los libros de conducta. Para
separar la riqueza de la hacienda del sistema de mecenazgo y distribuirla
de acuerdo con el principio de la caridad, hace que el hombre le entregue
parte de su dinero a la mujer. Tal como Mr. B explica:

Dios me ha dado la bendición de lina muy buena propiedad, y toda ella


en estado próspero, y generalmente bien arrendada. Gano dinero iodos
los años y tengo además grandes sumas en el gobierno y otros valores; de
modo que encontrarás que lo que he prometido hasta ahora es muy poco
dentro de la proporción de mi riqueza, a la que, como m i queridísima es­
posa, tienes derecho (pág, 387).

Por medio de estas propuestas que Mr. B ofrece a Pamela, Richardson


construye una economía domestica que parece ser independiente de las
categorías políticas mantenidas por un sistema de mecenazgo anterior.
Llamo la atención sobre este intercambio económico con el fin de de­
mostrar cómo la primera novela de Richardson revisa el contrato sexual.
Además de las especificaciones de Mr. B acerca de lo que espera de una es­
posa, esta oferta constituye su propia revisión del contrato originalmente
ofrecido y rechazado por Pamela. Tal como explica al hacer estas exigen­
cias: «Todo lo que deseo es que mis propuestas te agraden; y si la primera
no lo logra, entonces lo hará la segunda, si puedo saber qué es lo quieres»
(pág. 386). En el curso de la negociación sobre la relación ideal a la que las
dos partes pueden consentir plenamente, Mr. B hace las mismas ofertas
que expuso en el primer contrato y que la habrían convertido en su queri­
da. Si hay alguna diferencia es que el primer contrato era más lucrativo
para Pamela que el segundo. Debemos concluir que la resistencia de Pa­
mela al primer contrato — resistencia procedente nada menos que de la
necesidad, implica ella, de conservar la propia existencia— estaba dirigi­
da solamente a revisar la naturaleza del contrato sexual. Si Pamela es la
primera en criticar el espíritu en el que su primera propuesta fue hecha,
Mr. B es el primero en explicar dónde yacía el origen de su error: «Noso­
tros, gente de fortuna, o que por nacimiento tenemos grandes expectati­
vas, de ambos sexos, no recibimos generalmente una buena educación.»
Ésta es una de las lecciones, reconoce, que se puede extraer del diario de
Pamela: «Somos tan testarudos, tan violentos en nuestras voluntades, que
mantenernos en escasa medida el control» (pág. 470).
Con sus deseos tan poco contenidos, cualquier relación entre un hom­
bre y una mujer tan pobremente educados no sería menos tempestuo­
sa de lo que lo es cada una de las partes en sí misma. Cuando, conti­
núa Mr. B.:
una esposa se busca por: conveniencia, o nacimiento o fortuna, siendo
éstos los primeros motivos, el afecto el últim o {si considerado en absolu­
to): y dos personas educadas así, enseñadas así, en un curso de gratitud
antinatural, y que han representado tormentos obstinados para lodo
aquel que ha tenido que ver en su educación, así como para aquellos a los
que les deben el ser, se juntan: y ¿qué se puede esperar, sino que persigan
y lleven a cabo la misma conducta cómoda en el matrimonio y se junten
más que nada para atormentarse mutuamente? (pág. 4 7 1).

Dado que la segunda propuesta de Mr. B se parece a su primera oferta a


Pamela, transforma el primer intento de relaciones sexuales entre amo y
criada — el intercambio propuesto de dinero por placer— en un modelo
para la monogamia legítima que critica el matrimonio tradicional de
«conveniencia». Vemos el concepto moderno del amor surgiendo en el pá­
rrafo anterior, cuando Richardson hace «conveniencia», «nacimiento» y
«fortuna» equivalentes y los pone en una categoría que excluye el «afec­
to». F.l afecto no puede coexistir, defiende esta novela, con un motivo eco­
nómico para el matrimonio, y ni la fortuna ni el nacimiento pueden, por lo
Unto, constituir rasgos especialmente deseables en una mujer, aunque
sean incondicionales como tales en un hombre. Tal como explica Mr. B, el
intercambio entre hombre y mujer no es principalmente un intercambio
económico:

Tengo amplias posesiones para ios dos; y tú mereces compartirlas con­


migo; y lo liarás con tan poca reserva como si me hubieras traído lo que
el mundo reconoce como equivalente: porque según mi propia opinión
me traes lo que es infinitamente más valioso, una verdad experimenta­
da, una virtud probada, y un ingenio y una conducta más que equivalen­
tes a la hacienda en la que ocuparás tu lugar (pág. 355).

Aquí el intercambio se lleva a cabo entre partes determinadas por el géne­


ro — una unión de la autoridad moral de ella con las prácticas económicas
y la posición social propias de él. Juntas componen el mismo mundo do­
méstico que los libros de conducta intentaban cor empeño haccr atractivo
a los ojos de sus lectores.
La clave para el éxito de este modelo reside en el hecho de que mientras
exige que la mujer se someta al hombre, no le pide que adopte las prácticas
de la clase dominante. La negativa irrevocable de Pamela a aceptar las
condiciones de la primera oferta de Mr. B de un contrato establece esta di­
ferencia, porque su sumisión a la segunda propuesta están completa como
su rechazo de la primera. Lo que hay que distinguir es la sumisión antina­
tural de un criado a su amo en una aventura erótica de la subordinación
natural de una mujer al hombre en un matrimonio ideal. Mientras que es
bueno obedecer a un marido amable, ya no es aceptable dar respuesta a los
deseos libertinos asociados con la antigua aristocracia. Aunque la casa so­
lariega reformada es una casa donde se ha restaurado una rígida jerarquía,
este principio de jerarquía se opone al que organiza el mundo político del
exterior. El orden doméstico no está basado en la posición socioeconómi­
ca relativa de uno. sino en las cualidades morales de la mente. Este princi­
pio entra en el hogar a través de la mujer y reforma ese hogar por medio de
sus escritos. Como si el lector no entendiera la diferencia entre los dos con­
tratos, o cómo el segundo reorganizó la totalidad del concepto del domi­
nio doméstico para situar a una mujer en su centro, Richardson recapitula
esta lógica de la figura en el encuentro entre Pamela y la hermana de Mr.
B, l_ady Davers.
Lady Davers habla en favor de un contrato arcaico que, de acuerdo con
Mr. B, constituye una alianza económica y política más que un vínculo de
afecto. Ella siente que el nombre de la familia se ha visto manchado por la
afirmación de Pamela de que Mr. B no se ha limitado a llevarla a la cama,
sino que realmente se ha casado con su criada. A propósito de la carta de
Mr. B en la que da cuenta de este matrimonio, Lady Davers le dice a Pa­
mela: «me la mostraste para restregarme el hecho de que 61 se inclinó ante
tal suciedad pintada, para desgracia de la familia, una de las más antiguas
y sin mácula del reino» (pág. 417). Convencer a Lady Davers de que Pa­
mela no es sólo la esposa de Mr. B, sino también la mujer más deseable
para casarse con un hombre de su posición exige nada menos que conver­
tirla a un modo de pensar que contradice sus propios intereses y su propia
naturaleza como mujer de la clase dominante. Esto es algo que no tiene tu­
gar en las páginas de la novela, sino en algún momento posterior, cuando
Lady Davers ha leído el diario de Pamela. Incluso mientras da fe del carác­
ter recalcitrante de este tipo de mujer, Richardson no obstante hace que
reconozca la superioridad de Pamela cuando tiene acceso a los términos
en los que se expresan sus escritos sentimentales. De la entrada de su suce-
sora en la sociedad cortés, Lady Davers se limita a decir: «No te ofreceré
mi compañía cuando hagas tu aparición. Que sean tus propios méritos los
que hagan de tus vecinos de Bcdfordshire tus amigos, como ha sido el caso
aquí en Lincolnshire; y no tendrás necesidad de mi serenidad ni de la de
ningún otro» (pág. 466).
Es importante darse cuenta de que tal reconocimiento de la autoridad
moral de Pamela deja a las viejas categorías igual que estaban cuando se
trata de determinar el estatus del hombre. Porque el reconocimiento su­
giere que sólo la posesión de ciertas cualidades emocionales determina el
estatus de la mujer. Aun así, el cambio de opinión por parte de Lady Da­
vers así como entre la gente bien de Bedfordshire y Lincolnshire constitu­
ye una modificación importante de las relaciones de parentesco vigentes.
La modificación es lo único que explica la obsesión de la novela con los
matices de la subjetividad femenina. Tal obsesión se demuestra igualmen­
te en los libros de conducta, de los que Richardson extrae sus estrategias
para la sustitución del ideal cultural reinante por otro distinto. Cuando
Lady Davers inquiere de forma beligerante dónde «puede estar la diferen­
cia entre que el hijo de un mendigo se case con una dama o que la hija de
un mendigo se convierta en la esposa de un caballero», Mr. B ofrece una
descripción en extremo concisa de la modificación ea la que influyó todo
el corpus de escritos femeninos: «Entonces te lo voy a decir, replicó él; la
diferencia es que un hombre ennoblece a la mujer a la que toma, sea ella
quien sea; y la adopta en su propio rango, sea el que sea: pero una mujer,
aunque nacida en lo más noble, se rebaja con un matrimonio mezquino, y
desciende de su propia categoría a la de él ante el que se inclina» (pág.
447). Éste es el principio de la hipergamia, o matrimonio «hacia arriba»,
que aparta a la mujer del poder político que podría ser inherente a su naci­
miento y, al mismo tiempo, permite que la familia alcance un estatus más
elevado a través de ella, si se casa con un hombre de posición social más
elevada. La conversión de la aristocracia y la clase alta a los valores do­
mésticos de Pamela, que es en realidad la formación de una nueva clase
dominante, depende del poder de Pamela para realizar una boda que la
traslada desde el punto más bajo de la escala social hasta el más alto.
Además de otras muestras de una lucha cultural que los lectores mo­
dernos ya no necesitan dirimir, la última sección de la novela contiene va­
rios encuentros curiosos entre Pamela y el mundo social en el que se ha
visto arrojada debido a su matrimonio. Mientras relata a una serie de
miembros de la sociedad cortés de Lincolnshire lo rudo del comporta­
miento de Lady Davers hacia eíia, el espíritu de la reforma se extiende en
círculos que parten de un centro representado por ella. Tras ver cómo Pa­
mela complace de buena gana los deseos de su esposo, una dama admite
«que será del interés de todos los caballeros que sus damas se hagan ínti­
mas de una que les puede dar tan buen ejemplo» (pág. 301). Pero los caba­
lleros también aprenden del ejemplo del sufrimiento de ella; en palabras
de uno de ellos, «están resueltos a volver una nueva hoja con nuestras es­
posas, y tu señor nos mostrará cómo hacerlo» {pág. 426). Lo que es más,
aunque contenida dentro de la relación entre marido y mujer, la reforma
no está exenta de abiertas ramificaciones políticas. Un juego de cartas en
esta reunión ofrece un medio poco sutil de traducir el cambio sufrido en
las relaciones sexuales a términos políticos, y así, se da uno cuenta, una
base moral para la autoridad doméstica se extiende al reino de la política
por medio de una alegoría escasamente disfrazada. Mr. B tiene esto que
decir «por lo que respecta al as:... siempre he pensado que ei as denotaba
las leyes de la tierra; y como el as está por encima del rey o la reina, y les
gana, creo que la ley debería ser también así». Pero esto, se apresura R i­
chardson a añadir, no convierte a su héroe reformado en un ¡ ^ (c o n s e r ­
vador), porque según el amo de Pamela, «creo que la distinción entre libe­
rales y conservadores es odiosa; y eslimo a los unos o los otros sólo en la
medida en que son hombres honrados y valiosos: y nunca he dado un voto
(y espero que nunca lo haré), sino teniendo en cuenta lo que yo pensaba
que era para ei bien común, ya fuera propuesta de liberales o de conserva­
doras» (págs. 428-29). Aunque tiene toda la pinta de ofrecer una media­
ción entre grupos sociales en contienda, la unión entre Pamela y Mr. B de
hecho no hace tal cosa. En lugar de ello, su matrimonio hacc surgir un con­
cepto de autoridad política que no es ni conservadora ni liberal, sino dis­
tinta de las dos. Descansando en las virtudes de la honradez y la valía per­
sonal más que en «honores», tal poder se origina en la mujer, desde la que
fluye hasta inundar el mundo político. Podríamos decir que aquí Richard­
son imagina el poder de una nueva hegemonía, que afirma el bien de Ingla­
terra en términos que de alguna manera trascienden los de la experiencia
social tal como la conocía. Porque su habilidad para imaginar una situa­
ción política ideal semejante depende por completo de que los hombres ol­
viden las categorías políticas tradicionales y entiendan todas las relaciones
sociales en términos domésticos.
Lejos de reclamar este poder de forma inconsciente, Richardson pare­
ce extremadamente consciente de la política de su retórica de reforma. Las
últimas doscientas páginas más o menos de su primera novela indican.
como mínimo, que está poniendo en práctica un elaborado juego ideológi­
co que convierte la resistencia política en la subjetividad de una mujer. Lo
hace con ei fin de traducir la estrategia política de una minoría decidida en
una táctica retórica eficaz. Elhccho deque tiene este acto de traducción en
mente en gran medida es tan claro como su revisión de la oferta original de
contrato de Mr. B a Pamela. En los dos casos, Richardson muestra los
cambios efectuados por Pamela con tanta claridad como la letra impresa
en la página. Quizá el más extraño de todos los curiosos ritos por los que
hace pasar a Pamela en su apoteosis del ama de casa sea la cena que Mr. B
escenifica con sus amigos y vecinos y el clérigo Williams. Para entretener a
los presentes Mr. B hace que Williams lea la «traducción común» del Sal­
mo 137 de vers’o en verso o de dos en dos. A esto le sigue la lectura de Mr.
B de los mismos versos tal como quedan traducidos en las cartas de Pame­
la. Un verso, primero de la Biblia y luego del diario de Pamela, ofrece una
buena muestra del giro que ella da a la frase:

IV
¡Ay de nosotros! dijimos; quién puede disponer
su corazón pesaroso
¿Cómo cantar en tierra extranjera
los cánticos de Yavé?

IV
¡Ay de mi! me dije, ¿cómo puedo disponer
mi corazón pesaroso
o templar mi mente, acometida
por tal perversidad? (págs. 335-36)

Si, en un momento anterior de la historia, la traducción de la Biblia al in­


glés trasladó la autoridad moral desde la Iglesia hasta ei Estado, aquí había
un cambio igualmente significativo en la estructura de poder en Inglate­
rra. El verso de Pamela traduce el significado histórico y político de la
«traducción común» de un salmo en términos a un tiempo personales y
universales. Esto tiene por objeto marcar simbólicamente un cambio en la
autoridad moral desde las instituciones masculinas del Estado hasta la ca­
beza del hogar. Más aún, aunque es Mr. B el que da voz al nuevo lenguaje
de la moralidad, debe leer los escritos de Pamela para poder hacerlo. En
contraste con el puritano anterior, este cabeza de familia recibe autoridad
por medio de los escritos de una mujer más que por la palabra de Dios.
Uno podría decir incluso que la revolución puritana, que no logró hacerse
con el control político por la fuerza ni por medio de escritos polémicos,
efectivamente tuvo éxito en la ficción sentimental del siglo xvm que dele­
ga el control en la mujer.
Un desplazamiento semejante en el género designa un cambio no sólo
en la localización del poder político, sino también — e igual de profunda­
mente— en su blanco estratégico y sus procedimientos. El desplazamiento
en el verso de Pamela al pronombre de primera persona transfiere la auto­
ridad moral desde un marco doméstico al marco de ia subjetividad feme­
nina, que sin duda va a arrebatar tal autoridad a las instituciones masculi­
nas de iglesia y Estado. Con esto no sólo se trata de señalar el nacimiento
de una nueva ideología, por la que el poder surge del propio individuo.
También quiere sugerir que tai poder opera por medio de la reconstitución
del sujeto a partir de las palabras. Pero para tener tal poder político — co­
mo también queda claro por el acto de traducción de Pamela— . las pala­
bras deben ocultarlo. Deben ocultar todos los signos de estar operando en
nombre de un grupo de interés concreto y adoptar los rasgos del indivi­
duo. Deben funcionar a través de un ejemplo que es a un tiempo muy per­
sonal, en otras palabras, y con todo aplicable a prácticamente cualquiera.
Todo esto Richardson lo entendió perfectamente y si le negamos este co­
nocimiento, es sólo porque la tradición de la crítica literaria no ha descu­
bierto lo que alguien tan ordinario como Richardson entendía ya por leer
y escribir durante el periodo en que este poder surgía, pero todavía no se
había convertido en la forma dominante de control social.

El y o c o n t e n id o : « E m m a .»

Al pasar de Pamela a Emma pasamos del dominio amplio y profunda­


mente diseminado que Richardson taita a partir de la cultura a la nítida lí­
nea del arte minimalista de Austen. Aunque se adecúa mucho más estre­
chamente a lo que consideramos «el arte de la novela», sin embargo la fic­
ción de Austen no es menos política por el hecho de conseguir la conten­
ción dentro de sí misma de la que carecen los escritos de Richardson. Está
claro que en la época de Austen el sujeto femenino ya podía pasar a primer
plano como un objeto de conocimiento. A diferencia de Richardson, que
tuvo que modificar el lenguaje de la ficción y el de los libros de conducta
para establecer una categoría para la ficción doméstica, Austen fue capaz
de desarrollar diferencias finamente matizadas dentro de un marco esta­
ble de relaciones domésticas. En efecto, sus novelas llevan a la culmina­
ción una tradición de ficción de damas que se concentraba en los puntos
más refinados de conducta necesarios para asegurar un buen matrimonio
— esto es, en las pequeñas indiscreciones y buenas maneras de la gente res­
petable— más que en la voluntad y la astucia que hacían falta para conser­
var la propia castidad a salvo de la violación inminente. Richardson utili­
zó la violación como la figura de una clase anterior de sexualidad. La con­
tuvo dentro de su ficción donde la violación identificaba un yo que no po­
día ser violado. Y al hacer esto, usó a esta mujer para inventar una forma
nueva de resistencia política. Una escritura que deposita un concepto del
yo tan distintivamente moderno — la propia crónica de Pamela de los ata­
ques contra su sensibilidad— indica el dilema histórico al que también se
enfrentó Richardson. Sus escritos exigían el visto bueno de los lectores an­
tes de poder afirmar que eran verdad. Como si este visto bueno fuera uno
de los ritos que santifican la entrada de Pamela en la clase acomodada por
medio del matrimonio, Richardson hace que ella camine entre el cortés
círculo de amigos de su marido en el extraño hábito de una santa domésti­
ca. Con las cartas que cuentan el relato de su perseverancia bajo la dom i­
nación de un amo libertino, ella busca el reconocimiento público como
una figura tal. Sin ella, la implicación es que lo que ella escribe no es más
que una crónica de una experiencia subjetiva, un deseo tenuemente vela­
do (tal como Fielding lo vio) más que un ejemplo que uno debería usar
para negociar la realidad. I.a mujer está unida a sus escritos en una rela­
ción mutuamente autorizadora que muestra torpemente su naturaleza
circular en los episodios que ponen fin a la novela.
No obstante, y para disgusto de Fielding, Richardson introdujo con
éxito en la ficción la propuesta extremadamente ficticia de que un hombre
próspero no deseaba nada tanto como a la mujer que encamaba la virtud
doméstica. Para la época de Austen, esta propuesta había adquirido el es­
tatus de una verdad. Habia usurpado el corpus de normas que invoca Mrs.
Jewkes cuando reprende a Pamela por negar el dominio natural del amo
sobre el cuerpo de su criada. Sobre esta base, se puede decir sin miedo que
una novela como Orgullo y prejuicio comenzó donde Pamela terminó, his­
tóricamente hablando, empezando con «una verdad universalmente reco­
nocida. que un hombre soltero, en posesión de una buena fortuna, debe
querer una esposa». Al representar a la «esposa» como una categoría que
quería llenarse más que como una categoría de deseo que estuviera aún
por abrir, la ficción por definición dejó de oponerse a la verdad y de tener
que llevar a cabo elaborados ritos de autoautorización. Porque resulta ob­
vio que Austen escribió para un público que concedía a la ficción de buena
gana el estatus de una clase especializada de verdad. La clave de tal autori­
dad era la contención en sí misma. Al igual que Burney y las otras novelis­
tas, Austen parecía más que dispuesta a dejar al resto del inundo en paz ya
tratar sólo de cuestiones de noviazgo y matrimonio. Mientras que R i­
chardson introdujo materiales de libros de conducta en la novela como
una estrategia de conversión, las novelas de costumbres se centraron sobre
diversas estrategias de cuntención. No parecían operar desde dentro del
hogar para producir un texto capaz de revolucionar su contexto. Pero por
medio de la distinción entre su inglés fino y los materiales lingüísticos que
heredó de novelistas anteriores, la ficción de Austen consiguió el mismo
objetivo político incluso con mayor efectividad que la de Richardson.
Sus novelas se ocupan de una comunidad cerrada de gente hacendada
que en general tiende a no verse distinguida ni por una gran fortuna ni por
un título. En una comunidad tal. las relaciones sociales parecen ser vir­
tualmente lo mismo que las relaciones domésticas. La comunidad puede,
por lo tanto, ser representada en términos de un hogar y de una relación
entre hogares de la misma forma prácticamente que la representación grá­
fica de diversos hogares ofrecida por The Compleat Servant, un libro de
economía doméstica escrito alrededor de la misma época en la que Austen
escribía Emma43. Como en los libros de conducta, los problemas que hay
que afrontar en el mundo que Austen describe tienen que ver con el go­
bierno del tiempo de ocio. Austen resuelve invariablemente estos proble­
mas casando a los miembros casaderos de esa comunidad, lo que equivale
a fijarles a un papel dentro de un hogar entre hogares, estabilizando, pues,
la comunidad. Lo que es más, lo lleva a cabo de acuerdo con normas que
son al menos tan rigurosas, según criterios psicológicos, como lo eran las
cuestiones de dote y conexiones familiares a la hora de determinar matri­
monios de conveniencia. Ella desarrolló un lenguaje intrincadamente pre­
ciso para las relaciones sexuales a partir del discurso y el comportamiento
de gente acomodada de campo y lo hizo, deberíamos destacar, durante el
mismo periodo en que la gran migración a las ciudades tenía lugar. Así, es
un giro curioso de la historia cultural que un lenguaje como el suyo ayuda­
ra a crear un criterio para el inglés cortés que sería compartido por los gru­
pos que se habían hecho con un poder reciente que leían novelas. Parece
que sólo este lenguaje especializado podía apartar a su tipo particular de
cultura de los que estaban por encima y por debajo de ellos en la escala so­
cial y. al mismo tiempo, identificar los intereses particulares de esta clase
de gente con los de toda la sociedad. Si se da por hecho que la novela de R i­
chardson estableció un nuevo papel a desempeñar por la cultura en la
constitución del individuo, debemos ver las novelas de Austen esforzán­
dose por conferir poder a una nueva clase de gente — no gente poderosa,
sino normal— , cuya habilidad para interpretar la conducta humana les
cualifica para regular el curso de la vida diaria y reproducir su forma de in­
dividualidad en y a través de la escritura.
De una forma peculiar a Richardson y a las damas novelistas de finales
del siglo x v i i i , Austen empleó la ficción para crear una comunidad libre de
toda huella de dialecto regional, religioso, social o faccional que caracteri­
zaba a otros tipos de escritos4''. A principios del siglo x v i i i , explica Ray­
mond Williams, las instituciones educativas para los hombres eran un
conjunto muy mezclado, quizá más que en ningún otro momento concreto
de la historia. En las escuelas superiores o de nivel universitario estableci­
das por los no conformistas tras la Restauración, dice Williams, «el currí­
culum empieza a adoptar su aspecto moderno, con el añadido de las mate­
máticas, la geografía, las lenguas modernas y, de forma crucial, las ciencias
físicas»45. De las nueve escuelas primarias, «siete de las cuales eran pen­

43 Ver mi estudio en el capitulo 2 de The Compleat Servant. Being a Practica! Cuide to the
Peculiar Duties and Business o f alt Descriptivas ofServunis (Londres. 1825).
44 La naturaleza de esa comunidad ha sido el objeto de una conocida controversia. Ver, por
ejemplo, Liond Tritiing. «dimma». Lncounter, 8! 1957). 45-59 y John Baylcy, «The“!rrcsponsi-
bilily” of Jane Aúllen», CriticaI Essays on Jane Austen. ed. B.C. Southam (Nueva York. Bames
and Noble. 1969), págs 9-14.
4Í Raymond Williams, The lo n g Kevolution, (Londres. Chano and Windus. 1961).
pág. I 34.
sionados», continúa, todas «mantenían principalmente el currículum tra­
dicional de los clásicos, y aunque menos exclusivas socialmente de lo que
llegarían a ser, tendían en conjunto a servir a la aristocracia y la nobleza, a
nivel nacional»46. Además de estas escuelas, las clases altas observaban la
práctica de los tutores en casa, a la que seguía con frecuencia el Gran Viaje
por el Continente. Según Brian Simón, era el sello de un caballero «no ad­
quirir ningún conocimiento de especialista; el objetivo era, más bien, lle­
gar a tener familiaridad con la literatura cortés a través del estudio de los
clásicos»47. Las escuelas primarias subvencionadas aparentemente varia­
ban según la localización: las de áreas urbanas mostraban cierta amplia­
ción del currículum hacia disciplinas prácticas bajo la influencia de hom­
bres de negocios y comerciantes. «De las tres antiguas profesiones, las uni­
versidades seguían sirviendo principalmente al clero, mientras que el de­
recho y la medicina estaban fuera de ellas. De las nuevas profesiones, so­
bre todo en ciencias, ingeniería y artes», concluye Williams, «una mayoría
de los principiantes estudiaba fuera de la universidad al igual que la mayo­
ría de los comerciantes y fabricantes»48. A pesar de las señales de un currí­
culum cada vez más práctico a muchos niveles de instrucción y en distin­
tos ambientes, la educación de las categorías intermedias de la sociedad
moderna en sus comienzos parece haber comprendido un campo extraor­
dinariamente heterogéneo de aprendizaje. Pero lo que podría parecemos
un verdadero parloteo de estilos de escritura era probablemente, para el
oído afinado en la historia, algo que estaba más en el orden de una jerar­
quía finamente graduada de lenguajes especializados.
Estos hombres eran tan distintos de los que tenían una educación cor­
tés como de las masas iletradas. Sin embargo, al mismo tiempo, sus estu­
dios servían para marcar diferencias entre ellos más que para crear un ca­
rácter social coherente. Si. tal como afirma Williams, el propósito de las
instituciones educativas siempre es enseñar «a los miembros de un grupo
el “carácter social” o “patrón cultural” que domina en el grupo o por el que
el grupo vive», sólo de la aristocracia y de la nobleza se puede decir que
poseen un carácter tal49. A lo largo del siglo x v iii y hasta bien entrado el
xix, el resto de la población masculina se distinguía del grupo privilegiado
no sólo por lo que sabía, por cómo hablaba y escribía. También eran dis­
tintos unos de otros. El lenguaje que uno usaba le habría identificado ins­
tantáneamente como un miembro de la Iglesia de Inglaterra o un lncon-
formista, un estudiante de la tradición clásica de la educación frente a los
curricula prácticos, o como parte del grupo de gente de élite que usaba el
inglés cortés más que algún dialecto sin prestigio.

46 Williams, pág. 134


47 Brian Simón. Studies in the Hislory o f Educatwn 1786-1870 (Londres,. Lawicace and
Wishart, l% ü). pág. 23.
4* Willkros, pág. I 34.
Williams, pág. 126
Auslen sigue el sendero abierto a través de este embrollo de patrones
de lenguaje y estilos de escritura por los libros de conducta femeninos. Al
mismo tiempo hay que decir que Austen da un paso más en el proyecto de
crear un criterio alternativo de escritura cortés. Si Richardson utiliza los
escritos de Pamela para transformar los patrones de lenguaje de su comu­
nidad, Austen da a la escritura una base en el lenguaje de la gente hacenda­
da. Su propia prosa desplaza la mezcla de estilos que habría representado
con más precisión la sociedad en conjunto. Porque su comunidad de len­
guaje comparte nombres propios, pero, curiosamente, parece confundirse
por lo que respecta a su valor relativo y a las relaciones que debería obte­
ner entre ellos. Asi, ella produce un estilo en prosa capaz de desplazar las
innumerables variantes individuales dentro del inglés cortés hablado. Por
medio de la conversación y el cotilleo así como de la carta personal, esta
escritura asigna motivos y sentimientos a una conducta social y, de esta
forma, crea una base psicológica para su significado. Este estilo en prosa
distingue a un miembro de la comunidad de lenguaje de otro. Al mismo
tiempo, sitúa a un individuo en relación con otro en términos de rasgos
subjetivos que son comprendidos por el conjunto de la comunidad. Si esto
es fundar una comunidad en poco más que un lenguaje común del yo, en­
tonces el propio lenguaje adquiere una estabilidad sin precedentes cuando
Austen lo utiliza para señalar cualidades inherentes al individuo más que
a los accidentes de la fortuna y el nacimiento50. Así, las novelas de Austen
equiparan la formación de la comunidad ideal con la formación de un
nuevo criterio cortés del inglés.
Mientras que la ficción de Austen participa con novelas domésticas
tempranas en un solo proyecto cultural, tenemos que distinguir su obra de
la ficción anterior en el punto hasta el que que basa su comunidad ideal en
la comunicación51. Ei objetivo de Austen no es entraren controversia con
el principio jerárquico que subyace la vieja sociedad, sino redefinir la ri­
queza y el estatus como otros tantos signos que se deben interpretar y eva­
luar en términos de la moneda más fundamental del lenguaje: ¿hasta qué
punto y con cuánta precisión se comunican?52. Se puede advertir que los
sucesos principales de sus novelas se basan en errores de comunicación: la
malinterpretación del coronel Tilney de los perspectivas de Catherine

50 F.l hecho de que varios críticos estudien la obra de Jane Austen sobre la base de algún tipo
de análisis lingüístico da fe de su poder para m a r la impresión de una comunidad lingüistica
separada, pero familiar y de carácter único. Ver, por ejemplo. K. C. Phillips, Jane Austen 'sF.n-
#hsh (Londres, Andrc Deutsch, 1970); Norroan Page, The Language o f Jane Austen (Oxford.
Basil Blackweil. 1972); y Mary Varanna Taylor. «The Grammar o f Conduct; Speecb Act
Thcory and thc Education of Emma Woodhouse», Slyle, 12, (1978), 357-371.
51 Paia un estudio de Austen como «la madre» de la novela del siglo xix, ver CÍ i fiord Sis-
kin. «A Formal Dcvclopment: Auslen. the Novel, and Komanlieism». The Cemvnnml Keview,
28/29(1984-1985), I-2S.
52 Daniel Cotlom, «The Novéis of Jane Austen: Attachments and Supplantmcnts», Novel,
14(1981), 152-167, ha estudiado ei poder de la sociedad en términos del poder sobre las condi­
ciones de la comunicación en las novelas de Auslen.
Morland como heredera y la malinterpretación de ésta de él como marido
y padre; la primera carta de Darcy como oposición a su segunda caria a
Elizabeth Bennel; los dramáticos entretenimientos de Mansfield Park; y
una serie de piezas tijas que convierten las cuestiones de conducta en
Emma en cuestiones casi exclusivamente de interpretación. Considere­
mos, por ejemplo, el retrato que pinta Emma de Harriet Smith, su inter­
pretación de la charada de Mr. Elton y de las cartas escritas por los otros
jóvenes que son buen partido de la novela, la defensa de sus malentendi­
dos ante la crítica de Knightely y su reconocimiento de sus verdaderos
sentimientos hacia él. Los procedimientos de la lectura y la escritura se ex­
tienden más allá de la página hasta la sala de baile y el salón. Sugieren que
las relaciones sexuales son, antes que nada, un contrato lingüístico. Y en la
medida en que la novela confina su teatro de acción a un marco donde las
relaciones sociales están determinadas por las relaciones sexuales, el con­
trato lingüístico es también un contrato social.
La ficción de Austen acaba con la temática de Richardson, en la que un
discurso femenino entra en competencia con el discurso masculino por ga­
nar el poder de representar la identidad individual. La heroína una vez
más deposita un concepto de la identidad que se basa en diferencias de gé­
nero más que en las distinciones políticas seguidas por los hombres y en
las que basan su autoridad. Pero entre la publicación de Pamela y la escri­
tura de Emma han ocurrido varios cambios. La distancia entre amo y cria­
do se ha acortado considerablemente en un grupo de élite de individuos
que no son ni aristócratas ni trabajadores, ni siquiera de las clases mercan­
tiles e industriales. Al mismo tiempo, todo un espectro de sutiles distincio­
nes se abre dentro de este campo políticamente limitado. Entre éstas se en­
cuentran los marcadores políticos tradicionales que designan el origen de
los ingresos de uno, el prestigio de una propiedad y un nombre familiar,
las perspectivas futuras de uno, y los signos externos de delicadeza y edu­
cación que un persona de medios despliega. Tales marcadores sociales in­
vocan a la clase acomodada de campo de finales del siglo x v iii, que el siglo
anterior de fluctuación económica había convertido en un grupo extrema­
damente heterogéneo. En un grupo así, la identidad social de un individuo
era sin duda muy difícil de interpretar. Pero en Austen se encuentra esta
situación aún más complicada; los símbolos tradicionales del estatus se
han separado de su referente en alguna cadena de dependencia económica
por medio de un sistema de comunicación local — cotilleo— que convier­
te automáticamente esta información en materia de la experiencia subjeti­
va. Sobre la base de esta información, por ejemplo. Mr. Knightley puede
decir; «Elton es un buen hombre y un vicario muy respetable de High-
bury, pero no es en absoluto probable que realice una unión imprudente.
Conoce el valor de unos buenos ingresos tan bien como cualquiera. Elton
puede hablar de forma sentimental, pero actuará racionalmente»53.

53 Jane Austen, Emma. ed. Stephen M. Parrish (Nueva York. W. W. Norton, 1972). pág.
44. Las citas del texto corresponden a esla edición.
Emma siente de otra forma y «estaba segura de que Mr. Elton no llegaba
sino hasta un grado razonable y adecuado de prudencia» (pág. 45).
Así, podemos ver que — junto con la distancia social entre contendien­
tes masculino y femenino— las diferencias en sus modos de interpretar el
comportamiento sexual han disminuido considerablemente en relación a
aquellas que diferenciaban el contrato inicial de Mr. B del rechazo de Pa­
mela y la contraoferta. Mr. Knightley y Emma sólo difieren en la cuestión
de la proporción de sentimiento y racionalidad que uno debería aplicar a
la hora de escoger al compañero. Con todo, se puede sentir una gran ten­
sión entre los sexos también en la ficción de Austen; sus heroínas mantie­
nen siempre grandes diferencias con los hombres con los que acaban ca­
sándose, y en el conflicto está enjuego siempre la base del intercambio se­
xual. En Emma , más que en Orgullo y prejuicio tal vez, la lucha entre mo­
dos de representación masculinos y femeninos está claro que no es una lu­
cha entre dos clases sociales. De todos los personajes de esta novela, Mr.
Knightley y Emma son los que están más estrechamente relacionados. Y
debida a que pertenecen a las dos familias más antiguas y que cuentan con
más propiedades de Highbury, su desacuerdo parece ser más una cuestión
de diferencias personales — edad, sexo y disposición— que una cuestión
de política. Al mismo tiempo, están en desacuerdo sobre cómo deberían
los individuos encontrar su lugar apropiado dentro de la comunidad, y su
desacuerdo incluye a todos los miembros de esa comunidad. Su disputa es,
en otras palabras, la que distinguía a conservadores de liberales durante el
siglo xviii. Pero cuando está contenida dentro de un marco doméstico y
sujeta al resultado de los procedimientos de noviazgo, esta diferencia polí­
tica, tal como Austen la imagina, se convierte en la diferencia entre las
posturas liberal y conservadora en el siglo x tx 5*. El contrato sexual ya no
ofrece los términos para un conflicto de clases, sino que más bien identifi­
ca los polos de opinión dentro de una sola clase — una clase instruida. Lo
que es más, en contraste con Richardson, que tiende a oscurecer la dife­
rencia entre clase acomodada y nobleza, Austen representa a su grupo de
élite de gente acomodada de campo como un grupo que apoya las normas
domésticas.
Harriet Smith, de origen desconocido y cualidades subjetivas aún por
determinar, ofrece el campo apropiado para un debate que determinará
los signos verdaderos de la identidad individual. El debate comprendido
en la novela se pone en marcha, de forma significativa, por dos aconteci­
mientos que son consecuencias de las actividades de casamentera de
Emma. Su institutriz — una sustituta de la madre muerta de Emma— se

Para clasificar la política de Austen. Marilyn Butler la sitúa dentro de las categorías del
siglo xyiu: «en tórrainos del siglo xvm, ella es conservadora más que liberal.» Jane A listen and
lite War o í Ideas ÍOsford, Clarendon. 197$), pág. 2. En termino; políticos del siglo xix. pienso
que la distinción del siglo xvm entre conservadores y liberales y3 no parece definir la importan­
te diferencia entre el punto de vista político de una persona y de otra.
va a vivir con su nuevo esposo, dejando a Emma sola para llenar el tiempo
de ocio sin regular que tiene en sus manos y una posición de supervisión
en el hogar. El cambio da a su padre motivo para lamentar: «Pero cariño,
te ruego que no te dediques a conseguir más uniones, son cosas tontas y
perturban seriamente el círculo familiar propio» (pág. 7). Los términos del
debate se establecen cuando Emma se hace cargo prematuramente del pa­
pel de supervisora doméstica y sigue haciendo de casamentera para ocu­
par sus horas de ocio. Se consigue una acompañante, Harriet Smith, a la
que planea instruir:

Iba a reparar en ella; iba a mejorarla; la apartaría de sus malas compa­


ñías y la introduciría en la buena sociedad; formaría sus opiniones y sus
modales. Sería una empresa interesante y sin duda muy caritativa; extre­
madamente adecuada a su propia situación en la vida, a su ocio y sus ca­
pacidades (pág. 14).

Emma cree que la educación puede hacer a la mujer perfeccionando sus


modales y su sensibilidad: «El que es hija de un caballero es indudable
para mi; el que se asocia con hijas de caballeros, comprendo, no lo puede
negar nadie» (pág. 41). Mr. Knightley evalúa a Harriet de acuerdo con un
sistema masculino de valores: «Es la hija natural de nadie sabe quién, su
manutención probablemente no esté asegurada y no se puede ciertamente
decir que tenga amistades respetables» (pág. 40). Así, se pone en marcha
una lucha para determinar quién — el hombre o la mujer— tiene el poder
de interpretar a la mujer con precisión. Emma insiste en la autoridad inhe­
rente a su género: «No lamentaba loque había hecho; seguía pensando que
era un juez mejor de lo que podría ser él en una cuestión tal de derecho y re­
finamiento femenino» (pág. 43). En realidad, adopta la postura de Pamela
al defenderá Harriet por su valor intrínseco, igual que Knightley asume el
papel de Mr. B cuando afirma que la gente debería casarse en su propio ni­
vel social. Hace esta afirmación sobre la base del género; asume que como
hombre debería establecer el criterio de razonabilidad. Cuando Emma
cuestiona esta prerrogativa masculina basándose en que los hombres con­
sideran la belleza y la disposición amable como «los valores más altos que
una mujer podría poseer», Knightley aprovecha con rapidez, la ventaja
lógica: «Dios mío, Emma, oírte comprometer de tal manera el raciocinio
que tienes es casi suficiente para hacerme pensar también así. Más vale no
tener inteligencia que darle una mala aplicación tal como haces tú» (pá­
gina 42).
Richardson concedió plena autoridad a la postura femenina en este de­
bate, lo que le permitió hacer valer un nuevo lenguaje del yo sobre y frente
a una tradición de escritura masculina, que identificaba a los individuos
en primer lugar sobre la base de su estatus. Austen da validez al poder que
Emma afirma que tiene el lenguaje para constituir individualidad, pero en
el conflicto entre modos de interpretación masculinos y femeninos, tal
como Austen lo pone en escena, la mujer no se rinde ante el código mascu­
lino en que se basa la autoridad del estatus social. Para ella, el estatus pare­
ce importar tanto como las cualidades esenciales de una persona. Como
consecuencia, los símbolos de la distinción política se transforman para
apuntar no tanto al objeto representado cuanto a la persona que usa los
símbolos. Esto puede parecer una distinción demasiado sutil, pero no obs­
tante es una distinción profunda. Al crear esta distinción entre la represen­
tación y el objeto representado, Austen crea un conjunto de normas — una
gramática— que ya parece estar ahí. La gramática la crea por medio de un
uso que parece violar las reglas de la gramática, pero que hacc que en últi­
mo término esté contenida en esas reglas.
El fracaso de Emma de emparejara Harriet Smith con Mr. Elton soca­
va las estrategias interpretativas de un hombre que une demasiado firme­
mente la identidad con el estatus social. Su rechazo de Harriet por razones
de linaje desconocido es de una rudeza intolerable y coloca a Elton entre
los personajes que ocupan los últimos lugares en la escala de cortesía por la
que se rige Emma. La preocupación de Elton por el estatus social, por sí
mismo, no le condenaría a ocupar una posición tal. Aunque los modales
impecables de Mr. Knightley le impiden apoyar una mezcla de lo que lla­
ma «niveles», este mismo concepto de cortesía le exige que tolere tales vio­
laciones del orden tradicional cuando éstas ocurren. Pero al buscar una es­
posa que realce su estatus en la comunidad, Elton hace algo que una perso­
na verdaderamente cortés no haría nunca. Infravalora los ingresos que
una tmijer aportará al matrimonio y así, la infravalora a ella como mujer.
Aunque Emma cree que la dulzura de carácter y la obediencia dispuesta de
Harriet deberían ser suficientes para alguien de la estatura de Elton, Ha­
rriet rio tiene a los ojos de éste ningún valor si una disposición gentil y una
apariencia agradable es todo lo que efectivamente ofrece. Fn sus propias
palabras: «Todo el mundo tiene su nivel; pero por lo que a m í respecta,
no estoy, creo, tan desorientado. No estoy hasta tal punto desesperado, en
lo que se refiere a encontrar una alianza entre iguales, como para dirigirme
a Miss Smith» (pág. 151).
La disparidad aparente entre el estatus social y el verdadero valor de
un individuo no es más perturbadora que el propio abuso del lenguaje que
realiza Emma al descolocar al individuo en el mundo de Highbury infra­
valorando el estatus social y apoyando las reivindicaciones del deseo sobre
las de la tradición y la costumbre. Por cometer este error femenino de in­
terpretación de carácter Emma debe castigarse:
He inducido — dijo ella— a la pobre Harnet a sentir verdadero apego
por esie hombre. Tal vez ella nunca habría pensado en él con esperanza
si yo no la hubiera convencido del apego de el, porque Harriet es tan mo­
desta y humilde como yo pensaba que era él (pág,. 155).

En este caso, la malinterpretación lleva consigo una escritura equivocada


de relaciones sexuales que desorienta el deseo. Más específicamente, al re­
presentar a Mr. Elton como una pareja adecuada para Harriet, Emma ha
ignorado sus diferencias sociales obvias. Austen era completamente cons­
ciente de que este abuso de lenguaje era el vicio por el que se condenaba
tradicionalmente a las novelas, así como a las mujeres que las leían, iróni­
camente, también, fue para resistir la tiranía de los signos fijos de estatus
social por lo que Richardson hizo que Pamela resistiera con firmeza tos
avances de Mr. B hasta que él dejó de sentir lujuria por su cuerpo sensual y
deseó en cambio las cualidades mentales que ella mostraba en sus escritos,
escritos, habría que destacar, que ella ocultaba cuidadosamente. Austen
adopta una postura crítica frente a este tipo de escritos con el fin de produ­
cir una situación mucho más complicada en la que la representación cons­
tituye una forma de mediación por derecho propio. De esta forma, plantea
la cuestión de cómo puede el lenguaje ofrecer una indicación precisa del
valor de un individuo.
Es el retrato que de Harriet pinta Erama más que la propia Harriet lo
que hace que Mr. Elton se sienta atraído por Emma, creando una situación
triangular donde los signos del yo tienen un poder seductor independiente
de su autor o referente. Así es como Emma pretende que su retrato sea me­
diador en las relaciones entre objeto y observador:

La sesión de pose resultó en conjunto muy satisfactoria; ella estaba lo


bastante contenía con el esbozo del primer día como para desear seguir
adelante. No le faltaba parecido, había logrado captar la actitud, y como
tenía la intención de introducir ciertas mejoras en la figura, dar un poco
más de altura, y considerablemente mas elegancia, tenia gran confianza
en que era en todos ios aspectos un hermoso dibujo finalmente, y que
cumpliría su cometido otorgando crédito a las dos - un recuerdo perma­
nente de la belleza de una, del arte de la otra, y de la amistad de ambas:
con tantas amistades agradables como el prometedor apego de Mr. Elton
era probable que añadiera (pág. 30).

Elton valora el retrato de Harriet no porque sea un retrato de Harriet, sino


porque encama el sentido de las proporciones elegantes de Emma, así
como su gusto y perspicacia superiores. Ella usa la representación para
crear al sujeto representado, pero su poder de representación se le escapa
de las manos. Ofrece un parecido sin vida de Harriet mientras que atrae la
mirada hacia la propia Emma: «él [Elton] estaba listo para saltar al menor
movimiento del lápiz y ver el progreso, y mostrarse encantado» (pág. 30).
Pero Emma sigue siendo una Pigmalión, porque el uso del lenguaje que
realiza Emma crea deseo allí donde no podría de ninguna otra forma ha­
ber existido. La actividad de casamentera es para Austen simplemente
otra palabra para creación de ficción.
El añadido del elemento del lenguaje como un agente por derecho pro­
pio revisa la lucha entre hombre y mujer que se encuentra en Pamela. Ha­
rriet se ha visto conducida no sólo a malinterpretar los sentimientos de
Mr. Elton, gracias a la representación de Emma de la relación entre am­
bos. Mr. Elton también se ha visto inspirado a malinterpretar los sentí-
mientos de Emma. Cree que aunque ella está por encima de él en el regis­
tro social, las emociones de ella la inclinan a valorarle tanto como si él per­
teneciera a su mismo nivel. El problema en ambos ejemplos de malinler-
pretación es el mismo. Surge en la ficción de Austen siempre que el deseo
derriba los dictados de la posición social relativa de uno, en cualquier mo­
mento, es decir, que el modo de interpretación femenino funciona en opo­
sición al del hombre. De hecho, es precisamente como una contradicción
tal de interpretaciones basadas en el género como Emma entiende el mo­
mento de terrible tensión y vergüenza cuando El ton se le declara a ella, su­
perior socíalmente, en lugar de a Harriet; «Si ella había malinterpretado
de tal forma sus sentimientos, tenía poco derecho a maravillarse de que él,
con el propio interés para cegarle, hubiera confundido los de ella» (pág.
93). Hay que señalar, sin embargo, que aunque Austen expone la falacia de
la fantasía igualitaria de Richardson al permitir que ficción como la de él
deje a su heroína a la deriva, lleva adelante el mismo proyecto en el que
tanto él como los libros de conducta para mujeres están implicados. Es
cierto que el problema, tal como Emma lo pondera, es un conflicto entre
cualidades esenciales del yo («sentimientos»>y signos sociales tradiciona­
les (lo que Elton cree que va en su «propio interés»). Más aún. Elton ha
errado no sólo por pensar demasiado como un hombre, sino también por
caer en las estrategias femeninas que dan legitimidad a los sentimientos
por encima de la posición social de uno. Pero de la misma manera, la fic­
ción de Emma ha adoptado estos modos en conflicto de interpretación y
los ha convertido, como en la ficción de Richardson, en la base de negocia­
ción de un contrato en el que el género («de él» y «de ella») tiene más im ­
portancia que los signos sociales de identidad mientras los signos sociales
se clasifiquen como dominio del hombre.
El hecho de que Harriet Smith ocasione todos los emparejamientos se­
mánticos erróneos que hace se debe al exceso de información generado
por el debate sobre su personaje, que se ha convertido en objeto de las fic­
ciones de otros. Ella tiene, al igual que el propio cotilleo, unos orígenes
anónimos. Sólo tiene su belleza natural y una educación femenina como
recomendación. F.I narrador se asegura de que sepamos de que no viene
sino de «un pensionado honrado, pero a la antigua usanza, donde se ven­
día una cantidad razonable de conocimientos a un precio razonable, y
donde se podía enviar a una chica para quitarla de en medio y que se la­
brara una pequeña educación, sin ningún peligro de que volviera converti­
da en un prodigio» (pág. 13). En Harriet, Austen representa a la mujer de
los libros de conducta, cuyo valor parece ser completamente autogenera-
do. Al igual que Pamela en este aspecto, Harriet ofrece el escenario para
un modo de representación que desenreda las operaciones del amor de las
relaciones basadas en la situación social de uno. En contraste con autores
anteriores de la mujer doméstica, sin embargo, Austen no da poder a esta
mujer para ser su propia autora. Ilarrict se convierte en el medio de cues­
tionar el poder individual de la escritura en relación con condiciones para
el lenguaje establecidas por una comunidad. Proporciona el medio para
atraer la atención sobre los convencionalismos que ya definen el lugar de
un individuo en la comunidad y sobre los cambios que los individuos pue­
den llevar a cabo por medio del uso innovador de aquellos convencionalis­
mos55. Se convierte, en otras palabras, en una forma de introducir una pa­
radoja que se parece a la que preocupaba a Samuel Johnson cuando pon­
deraba la relación entre gramática y uso dentro de la comunidad lingüísti­
ca. Johnson afirmaba que se sentía obligado a compilar su Diccionario
porque el inglés estaba cambiando tan rápidamente que, sin cierta estan­
darización del significado, la escritura de su tiempo sería ininteligible para
la siguiente generación. Pero el intento de llevar un criterio estándar para
el uso introdujo riesgos de otro tipo. En última instancia, tal como John­
son admitió, la fuerza y la longevidad de una lengua residen en su habili­
dad para acomodar nuevos usos en los que necesariamente adquiere un
nuevo significado.
Al plantear así esta paradoja por medio de la inserción de información
suplementaria en el sistema, Emma procede a desestabilizar el lenguaje
del yo por medio de una estrategia totalmente distinta. De nuevo, Austen
perturba la comunicación introduciendo a una mujer de más, cuyo estatus
es ambiguo en la comunidad. Sin embargo, en el caso de Jane Fairfax, es
una escasez de información más que un exceso lo que causa el problema.
La vida emocional de Jane está contenida dentro de su fachada impasible,
más que inscrita en su aspecto y su conducta para que los demás la puedan
leer. Ésta es la cualidad de Jane por la que «Emma no podía perdonarla.
Envuelta en una capa de cortesía, parecía determinada a no arriesgar
nada. Era desagradablemente, sospechosamente reservada»- {pág. 113).
Este desequilibrio concreto en la composición del signo produce la sensa­
ción de que está pasando bajo la superficie de la identidad social mucho
más de lo que el discurso pueda representar adecuadamente. Esto parece­
ría ser el fin del deseo en triángulo de Emma. Frank Churchill y Jane, don­
de no es el exceso, sino la carencia de significantes lo que produce deseos
falsos. Porque las relaciones sexuales se declaran por el mínimo gesto o la
mirada más breve en una situación de comunicación de estas característi­

55 Aunque tendría que disentir dei modelo general de Tony Tanner, que presupone más ca­
tegorías — naturaleza, cultura, masculino, femenino— de las que cuestiona con propósitos his­
tóricos, mi propia interpretación de la operación del lenguaje en Emma guarda afinidades sor­
prendentes, a mi juicio, con la relación entre comunidad y comunicación que Tanner describe
en su introducción: «Asi, las energías de la familia están idealmente dirigidas a contrarrestar
cualquier resbalón o cambio en el sialu i/uo. a resistir ante el cambio, supliendo carencias, re­
llenando lagunas y negando tipos ¡«aceptables de diferencias.... Pero el propio lenguaje intro­
duce lagunas y carencias en el set consciente, como hemos visto, y como fenómeno está arraiga­
do en la diferencia, el cambio y el traslado. Así. hay una paradoja potencial entre el hablante
que es propietario (en el sentido burgués), porque la acción de hablar presagia deseo > cambio,
mientras que ta de poseer sucumbe a la lógica de la inercia y la permanencia.» Adultery in ihe
jVovp/. pág. 115.
cas, y la contención entre los modos de interpretación masculino y femeni­
no, por lo tanto, asume una forma muy diferente.
En la siguiente conversación entre Frank Churchill y Emma, los pro­
blemas gemelos de supresión y revelación se superponen; hay al mismo
tiempo demasiada y escasa información revelada. El discurso de él se acer­
ca al punto de revelar sus verdaderos sentimientos, cuando ella interviene
y reprime su confesión:
Él la miró, como si quisiera leer sus pensamientos. Ella apenas sabia
qué decir. Parecía el preludio de algo absolutamente serio, que ella no
deseaba. Obligándose a hablar, por lo tanto, en la esperanza de eludirlo,
dijo con calma... (pág. 265).

Llegado a este punto, e! problema con el lenguaje en la novela, a pesar de


lo que Emma supone, no es una cuestión de cómo impedir que el hombre
en cuestión hable indiscriminadamente. La capacidad de desatar el deseo
antisocial era, deberíamos recordar, la base sobre la que los libros de con­
ducta planteaban objeciones tan vigorosas contra tas novelas. Por lo tanto,
es históricamente significativo el hecho de que una novela como ésta deje
de buscar justificación oponiéndose a la seducción de otra ficción, sino
que busque en la ficción para llegar a una representación más completa del
deseo. Si Emma dejara que ocurriera, en el ejemplo citado anteriormente,
la mediación del discurso ofrecería un instrumento para el establecimien­
to de relaciones corteses allí donde no existen ya. Por lo que respecta a
Frank Churchill, los momentos de ella de tensión y vergüenza proceden
estrictamente de su ignorancia del apego emocional de él a Jane Fairfax,
información que Emma suprime al hacerle callar. Es como si, habiendo
condenado la creación de ficción como origen de un deseo desordenado, la
novela de Austen pueda recurrir a la ficción como medio de resolver el
problema que la propia ficción ha producido. Dada su naturaleza, este
problema pide una reforma lingüística.
Vale ta pena destacar ta forma en la que la escritura viene a estar bajo
sospecha en el proceso de una reforma semejante. La charada preciosa­
mente escrita de Mr, Elton le caracteriza como un hombre de pretensiones
de clase y preocupaciones materiales. Comunicar amor en términos extre­
madamente figurativos como él lo hace es, en términos de Austen, ofrecer
los signos de la pasión con una falta de profundidad emocional. Aunque
Emma lo describe como «¡Un cumplido muy adecuado!», no coincide con
Harriet en que el poema de Elton sea, «sin excepción, la mejor charada
que nunca he leído». En lugar de ello, afirma que «nunca ha leído uno que
vaya más al grano, ciertamente» (pág, 51). Al decir esto, Emma se contra­
dice a sí misma, porque también confiesa que «no considera que su longi­
tud sea un elemento especialmente a su favor. Tales cosas en general nun­
ca son demasiado cortas» (pág. 52). Me gustaría señalar los procedimien­
tos que, a pesar de tales observaciones, permiten que Emma malinterprete
de tal forma la intención de Mr. Elton, ya que éstos ofrecen una importan­
te inversión de la traducción sentimental del verso bíblico que traté en re­
lación con Pamela. Emma interpreta el poema de Elton alegóricamente,
creando un significado sentimental personal que complementa los térmi­
nos políticos generales. Tal interpretación alegórica, podríamos recordar,
se ajusta perfectamente a las sugerencias del libro de conducta con respec­
to al uso adecuado de la mitología clásica y la historia dentro de un currí­
culum femenino. Pero el verso de Elton se niega a ser acomodado y coac­
cionado en un significado sentimental a pesar del hecho de que la propia
charada invita a tal uso. Aunque Emma traduce confiadamente los versos
primero y segundo a «court» y «ship» (courtship-noviazgo) respectiva­
mente, estos términos siguen obstinadamente unidos a una motivación
política. Prestarles cualquier otro significado es malinterpretar no sólo el
verdadero objeto, sino también la verdadera naturaleza del deseo de
Elton:

A M is s ----------- .

charada

M i primero muestra la riqueza y pompa de reyes,


¡Señores de la tierra! su lujo y tranquilidad.
O u a visión del hombre, mi segundo trae,
¡Contempladle, monarca de los mares!

Pero, ¡ah! unidos, ¡cómo se invierten!


El poder y la libertad presumidos por el hombre, han volado;
Señor de la tierra y el mar, se inclina como esclavo,
y la mujer, hermosa mujer, reina sola (pig. 48).

Como componente de esta novela, el poema es tanto más brillante por es­
tar compuesto enteramente de clichés. Representa las relaciones sexuales
como una lucha de poder, y al afirmar que la «mujer» hace del «hombre»
soberano un «esclavo», dramatiza un rechazo del significado a ser femini-
zado. Aunque Emma se considera «bastante dueña de los versos», su in­
terpretación sentimental simplemente oculta el significado de los mismos,
que está completamente en la superficie. Elton está escasamente cautiva­
do por la sencilla Harriet y busca elevarse hasta la posición de la propia
Emma. En los versos de este hombre ignorante, el deseo sexual no se ha se­
parado lo suficiente del poder para ser amor y no lo será por mucho inge­
nio interpretativo que despliegue Emma.
Pero esta malinterpretación sentimental del poema de Elton es una
parte de un error doble que también lleva consigo el que ella no consiga en­
tender el sentimiento sincero mostrado en la carta de Robert Martin. Es
una marca de la ignorancia de Emma como lectora, pues, el que no logre
discernir la valía personal superior del estilo sencillo de Robert Martin o
entender cómo la habilidad de este estilo para comunicar emoción a Ha-
rriet le designe tan claramente como el hombre adecuado para casarse con
ella. Porque tal escritura sugiere que es a la propia Harriet — distinta y
aparte de cualquier identidad social— a la que él valora. Una ve/ más, las
categorías tradicionales de escritura demuestran ser desorientadoras, por­
que igual que los hombres en teoría usan la expresión grandilocuente para
convencer, según la tradición deberían usar el estilo sencillo con fines de
argumentación lógica. Así, cuando Harriet pregunta si la carta de Robert
«¿es una buena carta? ¿o es demasiado corta», Emma replica «bastante
lentamente»;

una carta tan buena, Harriet, que teniendo todo en cuenta, creo que una
de sus hermanas le debe haber ayudado. Difícilmente puedo imaginar
que e) joven a quien vi hablando contigo el otro día se pueda expresar tan
bien, si lo ha hecho por sus propios medios, y con todo no es el estilo de
una mujer; no, ciertamente, es demasiado fuerte y concisa: no lo sufi­
cientemente difusa para ser de una mujer. Sin duda es un hombre sensa­
to, y supongo que puede tener un talento natural — piensa fuerte y clara­
mente— y cuando coge una pluma en la mano, sus pensamientos en­
cuentran de forma natural las palabras adecuadas (pág. 33).

Insisto en los análisis de estilo contenidos en la novela de Austen porque


son medios de plantear toda la cuestión de la escritura y de lo que constitu­
ye el estilo cortés.
En su estudio de las conferencias de John Ward sobre retórica, W ilbur
Howell llama la atención sobre una interesante corrupción de categorías
clásicas que se da en muchos tratados del siglo xvtn sobre retórica. De las
conferencias de Ward en estilos sencillo, medio y elevado, Howell afirma:
«Estos tratados pretendían que la distinción significara que temas diferen­
tes requieren distintos tratamientos, y que la verdadera excelencia en la
oratoria consiste no en cultivar el estilo grandilocuente a expensas del sen­
cillo, sino en ser siempre capaz de dominar los tres estilos según exijan los
temas». Sin embargo, ai adoptar las categorías de Cicerón, los tratados re­
tóricos como el de Ward — que incrementaron su número con rapidezjun-
to con los libros de conducta femeninos durante la segunda mitad del siglo
x vm — adaptaron esa «parte de la retórica latina que daba a los tropos y
figuras un énfasis tan interminable como para desacreditar por implica­
ción la función retórica de la sencillez»56. Sin decirlo de forma tan explíci­
ta, el análisis de Howell demuestra cómo los estilos de la oratoria clasifica­
ban la escritura de acuerdo con su familiaridad implícita con los textos la­
tinos; en otras palabras, el uso escrito déla retórica mantuvo una jerarquía
política enfrentada con ios principios clásicos de la retórica tal como los
teóricos del siglo xvm los extrajo del Orador de Cicerón. Según Ward:

56 Wilbur Samuel Howell, Eighteenth-Century Brilish Lvgií añil Rhvlvnc (Princelon, Prin-
ccton University Press. 1971>, pág. 115.
Cada una de estas partes del dominio de un orador requiere [sicj un esti­
lo diferente. El estilo bajo es más adecuado para la prueba y la informa­
ción. Porque no liene en esto otro propósito sino representar las cosas a
la mente de la forma más sencilla, como son realmente en sí mismas, sin
colorearlas o adornarlas. El estilo medio se adecúa más al placer y el en­
tretenimiento, porque consiste en periodos suaves y bien proporciona­
dos, números armoniosos, con figuras floridas y brillantes. Pero lo subli­
me es necesario con el fin de agitar e influir en las pasiones^7.

Así, es muy significativo que Austen pusiera la pluma más admirable en la


mano de un hombre de la clase de los «pequeños terratenientes», como
Emma llama a Robert Martin, más que en la de una mujer, tal como hace
Richardson. Por medio de la charada de F.lton, ella declara que el estilo
elevado es poco más que pretensión al atribuirlo a un hombre «sin ningu­
na alianza excepto en el comercio» (pág. 93). Pero lo más revelador de la
crítica sutil de Austen es que el estilo elevado de escritura no logra tradu­
cirse en discurso eficaz: «porque con todas sus buenas y agradables cuali­
dades, había una especie de ostentación en sus discursos que la inclinaba a
la risa» (pág. 56).
Por el contrario, por medio de las cartas de Frank Churchill, Austen in­
troduce lo que la antigua institutriz de Emma considera «uno de los mejo­
res estilos de caballero que nunca he visto» (pág. 202). En este caso Mr.
Knightley demuestra ser un crítico severo. Ve con recelo el decoro verbal
que viene de una educación de élite, puesto que el hombre en cuestión no
lleva a cabo sus palabras en otras formas de comportamiento. «Es el deber
de Frank Churchill prestar atención a su padre», argumenta Knightley:
«Sabe que es así, por sus promesas y mensajes; pero si deseara hacerlo, se
podría hacer» (pág. 99). En otra ocasión Knightley compara el estilo del
caballero con «la escritura de una mujer», y sólo cuando llega la carta de
Churchill para confesar finalmente el grado de su relación con Jane Fair-
fax, este recelo da paso a una aprobación con reservas. Knightley piensa
que por lo menos el joven ha empezado a subordinar el estilo a la verdad
en sus escritos: «Misterio; delicadeza — ¡cuánto pervierten la compren­
sión! Emma mía, ¿no sirve todo para probar más y más la belleza de la ver­
dad y la sinceridad en todas nuestras relaciones?» (pág. 307). La escritura
tiene valor de verdad en la critica de Knightley sólo cuando demuestra ser
coherente con los otros modos de la conducta de un individuo — sobre
todo el discurso— más que con la clase de la que el individuo procede o a
la que aspira. Debido a que Austen ha introducido toda esta escritura en
Emma como un medio de perturbación social, debemos considerar tal co­
mentario crítico como un comentario primordial en cuanto a la intención
estratégica de la novela. La novela contiene otra forma de escritura que no
es ficción, pretendo sugerir, para establecer la novela como un nuevo bare-
mo para la escritura. El estilo preferido de escritura tiene su origen en el

57 Howell, pág. 115.


inglés común y deriva su valor de su capacidad de comunicar los senti­
mientos del autor sin inflamarlos ni ocultarlos; tiene todas las ventajas de
una moneda estable. En términos del sistema reinante de valores, sin em­
bargo. los escritos de Martin están por debajo de los estilos tanto de Elton
como de Churchill. Está por debajo porque los escritos masculinos llevan
la marca de la posición política del autor c indican que Martin ocupa un
lugar más bajo en el mundo social que Elton o que Churchill.
No es extraño, pues, que Austen abandone la escritura y los materiales
de una educación masculina con el fin de producir las reformas lingüísti­
cas que Llegarán a dar cana de naturaleza al estilo de escritura de Robert
Martin. Tampoco es de extrañar que recurra al cotilleo y la conversación,
modos de discurso identificados con la mujer, cuando quiere presentar
una forma de escritura que revela las verdaderas cualidades del individuo.
Es importante mencionar que, además de hacer ficción, Emma es menos
que concienzuda en la observación de los límites de la educación femeni­
na. Como chica, redactó «muchas listas ... en diversas ocasiones de libros
que pretendía leer regularmente — y listas que eran muy buenas», según
Knightley: «muy bien escogidas y perfectamente organizadas — algunas
vcccs alfabéticamente y otras siguiendo algún otro principio» (pág. 23).
Como su incapacidad de completar una pintura, el hecho de que no logre
leer se puede interpretar inicialmente como un fracaso, pero por la actitud
aparentemente crítica de Austen hacia la cultura escrita, la falta de diligen­
cia de Emma en este aspecto demuestra ser una virtud, un rechazo a ser es­
crita por la cultura58.
Para cuando llegamos al final de la novela la instrucción ya no está re­
presentada en términos (de libro de conducta) semejantes. No se adquiere
en absoluto de la escritura, sino a través del dominio de las reglas del dis­
curso cortés. Al renunciar a las figuras de ficción que invariablemente ge­
neran deseo donde éste no debería existir, el discurso de Emma adquiere
una especie de cortesiaque representa la verdad emocional con más preci­
sión de la que la escritura podría nunca lograr. El modelo de este tipo de
discurso no es otro que el que se despliega en la primera afirmación de la
novela; «Emma Woodhouse, hermosa, inteligente y rica, con una casa có­
moda y una disposición alegre, parecía reunir algunas de las mayores ben­
diciones de la existencia; y había vivido casi veintiún años en el mundo sin

5* Kim Sloan, «Drawing-A "PoHte Recreution” ¡n Eighteenlh-Century Hngland», Studies in


Eightecnth-Century Culture, I 1 (¡982), señala que cuando el dibujo y la pimura comenzaron a
ser adoptados por los «practicantes# de la aristocracia y la clase medía alta para llenar su tiem­
po de ocio, el dominar los rudimentos del dibujo y la pintura se consideraba una virtud. Sin em­
bargo. cuando se convinieron en conocimientos prácticos para personal naval > comerciantes,
la pintura y el dibujo se lemán que distinguir como actividades de tiempo de ocio. Se hizo nece­
sario indicar el propio carácter amateur de las obras resultantes y señalar otros signos que sugi­
rieran que esta actividad artística femenina no debía confundirse con el trabajo de losque nece­
sitaban ese conocimiento debido a sus ocupaciones. Para finales del siglo xvtn, escribe Sloan,
«las mujeres amaieurs se preocupaban menos de la habilidad de dibujar y estaban volviéndose
hacía facetas artísticas más fáciles» (pág. 234).
apenas nada que la afligiera o disgustara.» Tal declaración parece consti­
tuir escritura que se deriva del discurso más que de la escritura. El discur­
so es el del salón donde la conducta se observa y se regula, y la escritura
que se deriva de ese discurso es una forma de escritura que utiliza el coti­
lleo con toda la fuerza y la precisión de un instrumento de diagnóstico. La
segunda afirmación más importante de la novela sobre la situación de
Emma ilustra este uso del lenguaje: «Los males reales de la situación de
Emma eran el poder de salirse demasiado a menudo con la suya, y una dis­
posición a pensar un poco demasiado bien de sí misma; éstas eran desven­
tajas que amenazaban con alterar sus muchos disfrutes» (pág. 1, cursiva
mía). Qué diferentes de los peligros de cuerpo y alma que Pamela tiene
que afrontar son estas delicadas anomalías en una vida por lo demás
cómoda.
Si la jerarquía entre estilos de escritura masculina crea una distancia
entre escritura y discurso en esta novela, la jerarquía entre estilos de dis­
curso femenino borra estas diferencias entre discurso y escritura. La escri­
tura que se encuentra más cerca del discurso sitúa a un autor en un nivel
bajo de una jerarquía de escritura, pero es precisamente el tipo de inglés
modelado sobre el discurso el que identifica a la mujer instruida. Podría­
mos decir que Austen atribuye género a la escritura para crear una separa­
ción entre escritura y discurso. Tal separación constituye siempre una se­
ria crisis en la organización de sus comunidades ficticias. El producir esta
crisis le permite no sólo valorar un nuevo tipo de escritura basado en el
discurso cortés, sino también, y lo que es más importante, le permite si­
tuar el discurso lógicamente por delante de la escritura. De esta forma, uti­
liza el discurso para justificar su estilo preferido de escritura basándose en
que el origen del discurso, a diferencia del de la escritura, reside en el indi­
viduo. Y al establecer esto como la base del valor de verdad de la escritura,
Austen también concede prioridad a las prácticas verbales de las mujeres,
mujeres que no pueden nunca llevara cabo programas de lectura de litera­
tura, pero que no obstante son esenciales para el mantenimiento de las re­
laciones corteses dentro de la comunidad.
Sin embargo, para tener la autoridad del lenguaje que viene derecho
desde el corazón el discurso femenino debe verse purificado de todo vesti­
gio de escritura. Así, es al principio de la novela cuando Austen hace que
Emma renuncie a sus prácticas novelísticas:

Era una tontera, era un error tomar un papel tan activo en la reunión de
dos personas cualesquiera. Era aventurarse demasiado, asumir demasia­
do. aligerar lo que debería ser serio, hacer un troco de lo que debería ser
simple. Ella [Emma] estaba muy preocupada y avergonzada y resolvió
dejar de hacer tales cosas (pág. 83).

Hay un elemento especial de ironía en esta afirmación. Porque incluso


mientras hace que Emma renuncie a las estrategias de la creación de fíc-
ción, Austen condena a su heroína a imaginar las relaciones sociales una y
otra vez en términos de narraciones imaginarias. Es por este proceso por el
que Emma desarrolla un lenguaje que le permitirá no sólo expresar, sino
también conocer sus propios sentimientos, y tal conocimiento es la condi­
ción previa para evitar las trampas que lleva consigo la desnaturalización
de los sentimientos de los demás. Así, la novela produce un lenguaje fiable
del yo por el curioso proceso en dirección hacia atrás de permitir que su
heroína repita su malinterpretación de las relaciones sexuales hasta que
llega a conocer sus propios sentimientos. Por consiguiente, Mr. Kjiiglitley
reconoce dos espíritus en Emma, un «espíritu vano» que le induce a crear
ficción y un «espíritu serio» que entiende las violaciones de la verdad con­
forme ocurren. «Si uno te lleva por mal camino, estoy seguro de que el otro
te lo dice», explica él (pág. 225). Es en esta dialéctica con la creación de fic­
ción en la que se produce la voz de la propia regulación, una voz., paradóji­
camente, que pasa a ser prácticamente indistinguible de la voz del novelis­
ta para cuando llega el final de la novela.
Al establecer esta relación entre genero y verdad, deseo aislar un movi­
miento político que distingue a Austen de Richardson. Al igual que Ri-
chardson, Austen representa la lucha entre varios modos de representa­
ción como una lucha entre hombre y mujer, pero para Austen la mujer ne­
cesita la reforma al menos tanto — con frecuencia más— que el hombre.
Ante el hecho de que esta lucha trata toda de lenguaje, se puede concluir
que Austen no pretende hacerse con la autoridad cultural, como pretende
Richardson al poner a Pamela a cargo de la propiedad de Mr. B. Emma ya
está demasiado al cargo de la casa cuando la novela comienza. Abandona­
da con demasiado tiempo de ocio en sus manos, Emma se inclina natural­
mente hacia la actividad de casamentera. Con la entrada de los Elton y
CThurchill y el declive de los Bates, Austen sugiere que el poder de regular
las relaciones sexuales es tan complejo como poderoso y exige unos me­
dios mucho más sutiles de estandarización de los que Richardson ofrecía
por medio de su diálogo entre hombre y mujer. En aquellos ejemplos, en
los que se permite que la ficción proceda sin restricciones, las palabras se
comportan de forma promiscua, y el poder que Emma hereda como mujer
de la casa demuestra ser trastomador. Por otro lado, siempre que ella re­
nuncia al poder del discurso para constituir deseo, adquiere otra forma de
poder, que influye incluso en Mr. Knightley, Éste comenta, acerca de la
aprobación largamente retenida de Emma con respecto al compromiso de
Harriet con Robert Martin: «Has cambiado sustancialmente desde que
hablamos de este tema por última vez». Pero cuando Emma admite «Es­
pero que sea así — porque aquella vez fui una tonta», él se adhiere a la in­
terpretación anterior que ella hacc del carácter de Harriet: «Y yo también
he cambiado; porque ahora estoy muy dispuesto a admitir ante ti todas las
buenas cualidades de Harriet» (pág. 327). Así, como en Pamela, el hombre
y la mujer se hacen eco mutuamente en una relación mutuamente autori-
zadora.
Sin embargo, en Emma la transformación es una transformación doble
por la que él reconoce el valor de una mujer nada extraordinaria como Ha­
rriet y ella entiende el valor poco común del hombre común. El conflicto
entre hombre y mujer no exigía la conversión de uno al sistema de valores
del otro, después de todo; exigía simplemente encontrar el tipo apropiado
de moneda para representar lo que iba en interés de los dos. El discurso de
Knighllcy es una renuncia al lenguaje convencional del am or «No puedo
hacer discursos, Emma, — volvió a empezar; y en un tono de tanta ternura
sincera, decidida e inteligible como era tolerablemente convincente. — Si
le amara menos, podría hablar más de ello. Pero sabes lo que soy. — No
oyes nada sino verdad de mí» (pág. 296). Por vacilantes que sean tos tér­
minos en los que Austen hace que Knightley confiese sus verdaderos senti­
mientos por Emma, demuestra ser aún más reservada cuando le toca el
turno de replicar a Emma. En esta ocasión, la voz del novelista suplanta
por completo la del amante; «ella habló entonces, al suplicársele así.
— ¿Qué dijo? — Exactamente loque debía, por supuesto. Una dama siem­
pre procede así. Dijo lo bastante para mostrar que no debía haber desespe­
ración — y para invitarle a que él mismo dijera más» (pág. 297). En este
momento de la novela cuando parece haber una ausencia de palabras, re­
nace en uno, no prestado ni usado, el sentido del lenguaje, conforme surge
directamente de los individuos en cuestión, palabra por palabra, cada una
cargada finalmente con significado real, porque cada una está fijada a un
sentimiento que ya existe antes de que el individuo encuentre palabras y
ocasión para pronunciarlas. Éste es el lenguaje del deseo puro sin colorear
por cualquier otra forma de valor que no sea el suyo propio. Revela el fon­
do del individuo, al menos de los individuos que tienen tal fondo, y el fon­
do de la novela también, es decir, las motivaciones que han estado dando
forma durante todo el tiempo y silenciosamente a la conducta.
Aunque Austen sugiere que la escritura debería imitar al discurso por­
que el discurso procede directamente del yo, la propia novela opera según
un principio totalmente distinto. Para basar el deseo en un yo que existe
con anterioridad al lenguaje, Austen debe revelar áreas del yo de las que
aún no se ha hablado. Para estar presente antes de ser dicho, el deseo
tiene que estar inscrito dentro del individuo. Es decir, tiene que estar es­
crito.
Cuando el lector la encuentra por primera vez, Emma no siente ningu­
na sensación de deficiencia, aunque, como dice el narrador, tiene «el po­
der de salirse demasiado a menudo con la suya y una disposición a pensar
un poco demasiado bien de ella misma» (pág. 1). El novelista concede a
Knightley autoridad para interpretar el carácter humano — una autoridad
que es casi igual a la de ella— sobre la base de que él «era una de las pocas
personas que podía encontrar faltas en Emma Woodhouse, y la única que
se las decía» (pág. 5). Pero es sólo el novelista el que puede convenir la su­
ficiencia de Emma en una deficiencia que instiga al deseo independiente­
mente del origen social. Si al principio Emma habla de sí misma como un
individuo de lo más completo, Austen escribe este discurso como la caren­
cia de una carencia, la ausencia de la consciencia de Emma de que carece
de algo como mujer. Austen sitúa el hecho del género con anterioridad al
discurso, al hacer que el discurso de Emma revele como escritura la misma
verdad que niega como discurso. Tal como le confiesa a Harriet:

N o tengo ninguno de los alicientes normales de las mujeres para casarse.


Si me enamorara, efectivamente ¡ya sería otra cosa!, pero nunca he esta­
do enamorada; no es mi forma de ser, o m i naturaleza; y creo que nunca
me voy a enamorar. Y, sin amor, estoy segura de que sería una tonta
cambiando una situación como la mía. So quiero fortuna; no quiero em­
pleo; no quiero clase: creo que muy pocas mujeres casadas son la mitad
de dueñas del hogar de su esposo como yo lo soy de Hartfield; y muy po­
cas son siempre lo primero y siempre tienen razón a los ojos de cualquier
hombre como yo a los de mi padre (pág. 58. cursiva mía).
Al dar a su heroína tal perfección a través de la posesión de todas las cosas
materiales y todas las prerrogativas sociales que podría querer una perso­
na cortés, Austen crea deficiencia a otro nivel. Es el mismo orden de defi­
ciencia que induce a Emma a insultar a Miss Bales y a inspirar por eso la
más dura acusación por parte de Knightley: «¿Cómo has podido mostrar
tal falta de sentimientos para con Miss Bates?» (pág. 258). De forma simi­
lar Austen atribuye el menor fallo de decoro social a un fracaso dentro del
individuo, una mancha que ella identifica como un defecto de género.
Cuando se entiende así, cada fallo a su vez da lugar a alguna forma de
subjetividad apropiada a una mujer. Así, al unir a Harriet con Mr. Knigfi-
tley en su acto más socialmente indignante de su actividad de casamentera
es cuando Emma se ve al fin poseída por un deseo genuinamente
monógamo. Una vez más, gracias a la creación de una ausencia, su ficción
provoca, como la propia novela, un deseo basado en el género y, por
lo tanto, por implicación, es genuino: «Hasta ahora, cuando se
veía amenazada por su pérdida, Emma nunca había sabido hasta qué pun­
to su felicidad dependía de ser la primera en relación con Mr. Knightley, la
primera en interés y afecto» (pág. 285). De esta consciencia proceden los
primeros signos de un sentimiento completamente genuino que establece
relaciones entre Emma y Knightley, una unión que estabiliza de forma
mágica la comunidad. El porqué de que esto dependa de la producción de
deseo femenino se hace claro cuando examinamos el impacto de tal senti­
miento. El deseo de Emma por Knightley se manifiesta de dos maneras.
Ella se convierte en su propia disciplinaria — mucho menos indulgente
que la suavemente irónica novelista— al someterse al criterio de conducta
de Mr. Knightley: «Estaba penosamente indignada; avergonzada de todas
las sensaciones menos la que se le había revelado — su afecto por Mr.
Knightley— . Todas las demás partes de su mente eran desagradables»
(pág. 284). Al crecer en su propia estima para llegar hasta este baremo, sin
embargo, ella se vuelve también mucho más tolerante (como lo es la nove­
lista) por lo que respecta a los fracasos de los demás.
Cuando ella aplica su ojo crítico a sí misma, no cuando intenta regular
los sentimientos de los demás, Emma se convierte en la propia figura de la
cortesía. Como cualidad esencial del nuevo aristócrata — tan estrecha­
mente relacionada con la caridad, por una parte y con la condescendencia,
por otra, y con todo absolutamente distinta de ellas en el complejo de emo­
ciones del que surge— , la cortesía se encuentra en la cuerda floja en la falta
más grave de Emma, un acto casi imperceptible de rudeza hacia la pesada
Miss Bates. Cuando Mr. Knightley explica la naturaleza de esta falta a
Emma, la cortesía emerge como el modelo para los sentimientos, el discur­
so y el comportamiento social:

Su situación deberla provocar tu compasión, bstuvo realmente mal he­


cho — Tú, a la que ella había conocido desde la infancia, a quien habia
visto crecer desde un periodo en el que ella lo notara era un honor, ver
cómo ahora, con un espíritu atolondrado, y el orgullo del momento, te
ríes de ella, la humillas — y encima delante de su sobrina— y delante de
otros, muchos de los cuales (ciertamente algunos) se verían completa­
mente guiados por el trato que le das (pág. 257)

Es muy interesante darse cuenta de que con el fin de adecuarse al modelo


que Mr. Knightley esboza para ella, Emma no sólo debe aprender lo que
desea, sino que también debe suprimir la irritación que siente hacia muje­
res a las que no puede en absoluto controlar. Que Emma se transforme así
en el curso de la novela sugiere que la adquisición de esta forma de conoci­
miento es lo mismo que la formación de un individuo del siglo xix. El in­
dividuo está por naturaleza sin formar y busca la perfección.
Llevar a cabo esta modificación sobre el modelo richardsoniano es dar
una doble vertiente al poder del ejemplo. Si ser real es desviarse del tipo,
perfeccionarse es modificar el tipo en la aspiración de hacerlo real. Porque
se puede observar el cambio en el énfasis de Austen, que pasa de la virtud
natural como la cualidad que una mujer ejemplifica a una comprensión
más compleja de la subjetividad y el papel que el ejemplo desempeña a la
hora de darle forma. El problema de Emma, tal como el narrador señala en
la segunda afirmación de la novela, está originado en la ausencia de su ma­
dre. Debido a que su «madre habia muerto hacía demasiado tiempo como
para que ella tuviera nada más que un recuerdo indistinto de sus cuida­
dos», fue criada poruña mujer que «habia representado casi a una madre
en el afecto», pero que permitió a Emma que «se saliera demasiado con la
suya» y «que pensara un poco demasiado bien de sí misma» (pág. I). Si
bien no hay carencia de figuras de crianza en su mundo (si acaso, hay de­
masiadas), es la función de autorregulación que falta junto con la madre lo
que resulta significativo, y esto es lo que Emma adquiere al darse cuenta
de que ama a Mr. Knightley. Es también al adoptar este rasgo particular
del género cómo su ejemplo mantendrá las relaciones corteses dentro de la
comunidad más que producir falta de respeto e inducirá la inconstancia.
La novela de Austen castiga el comportamiento que ha sido inducido
por motivos sociales — el pobre concepto en que Emma tiene a Martin, lo
mismo con respecto a Knightley y Harriet, Elton y Harriet, así como
Emma y Miss Bates. Convierte tales motivos, que dominan el comporta­
miento de la nueva Mrs. Elton, en el rasgo distintivo de los nuevos ricos y
una base falsa, por lo tanto, del comportamiento gentil. Al permitir que la
superficie lingüistica de las relaciones se malinterprete en repetidas oca­
siones, sin embargo, la novela inscribe los símbolos tradicionales del esta­
tus dentro de un contexto doméstico en el que obedecen al nuevo princi­
pio de la economía política. Esto es. tanto los hombres como las mujeres
adquieren un estatus dentro de una economía de conducta en la que el
comportamiento verbal — su uso de estos símbolos— es lo que más cuen­
ta. Cuanto más prolíficamente gastan palabras, menos ocultos vienen a ser
sus sentimientos y, asi. menos malinterpretados, lo que equivale a decir
que la verdadera naturaleza del yo se queda más al descubierto. Esto es tan
verdad de Augusta Elton como de Harriet Smith y Miss Bates, aunque es­
tas dos últimas exponen un yo más benigno y cordial. Con todo, a pesar de
la sensación de inocencia generada por la excesiva Miss Bates, ella está to­
talmente en la superficie, y su significado es demasiado aparente. El hecho
de que no deja nada a la interpretación personal se confirma con un vista­
zo a cualquier edición de Emma, que identifica los lugares sin fisuras lle­
nos de su discurso como páginas que uno se puede permitir el lujo de pasar
rápidamente, El valor relativo de significado y significante es exactamente
el opuesto en el caso de Jane Fairfax. cuya contención requiere elaboradas
estrategias de interpretación. Sobre su comportamiento con respecto a
Frank Churchill, por ejemplo, Mr. Knightley medita de la siguiente
manera:

Él no podía entenderlo; pero había síntomas de inteligencia entre ellos


— al menos, él pensaba así— , síntomas de admiración por su parte que,
habiendo observado en una ocasión, no podía convencerse de que esta­
ban vacíos de significado, por mucho que quisiera escapar de cualquiera
de los errores de imaginación de Emma (pág. 234)

A pesar de todo el valor estético que parece acompañar la reserva de senti­


mientos, sin embargo la conducta de Jane no representa en modo alguno
el modo ideal más que la de Miss Bates. «Jane Fairfax tiene sentimientos,
dijo Mr. Knightley — Yo no la acuso de falta de sentimientos. Su sensibili­
dad, sospecho, es fuerte — y su temperamento excelente en su poder de ...
autocontrol; pero necesita abrirse» (pág. 195). Sólo porque sus verdaderos
sentimientos son apenas discemibles, Jane, al igual que Harriet, da lugar a
ficciones poco corteses. Estas posibilidades narrativas de hccho irrumpen
en la novela y desestabilizan el intercambio de información que constitu­
ye las propias relaciones sociales. El discurso cortés no es simplemente
una función psicológica — ese punto en el que el candor se une a la discre­
ción— , sino un medio de intercambio, una forma de moneda que asegura
por sí misma una comunidad estable.
Utilizo estos términos en un esfuerzo por prestar a la contención de la
novela una materialidad que no puede lograr dentro de las clasificaciones
literarias convencionales. Uso el concepto de intercambio económico
para sugerir que esta novela dramatiza un intercambio lingüístico que re­
produce fuera del marco de la ficción como las condiciones para interpre­
tar la novela. Austen usa los símbolos tradicionales del estatus social para
mostrar cómo hacen estragos entre los miembros de su comunidad si tie­
nen el poder para definir a los individuos. Pero la comunicación es confu­
sa y la comunidad se transforma igualmente cuando se ignoran los símbo­
los del estatus. De esta forma, Austen demuestra que estos símbolos no
operan eficazmente dentro de las categorías retóricas tradicionales o den­
tro de la gramática reinante de identidad social. Ella introduce símbolos
de estatus en un nuevo sistema de significado, y por medio de tal uso, los
separa de un contexto. A través de una trama consistente en errores repeti­
dos a un lado (masculino) y al otro (femenino). Austen crea reglas basadas
en su uso. Esta gramática encuentra su lugar como tal con la perfección de
la comunicación entre Knightley y Emma:

Mientras él hablaba, la mente de Emma había estado de lo más ocupada


y, con toda la maravillosa velocidad de pensamiento, había sido capaz
— y con todo, sin perder una sola palabra— de captar y comprender la
verdad exacta del todo; ver Que las esperanzas de Harriet no habían teni­
do base en absoluto, había sido un error, una alucinación, una alucina­
ción lan completa como cualquiera de las suyas — que Harriet no era
nada; que ella misma lo era todo; que lo que había estado diciendo con
relación a Harriet se había intepretado como el lenguaje de sus propios
sentimientos (pág. 296).

Así, se puede argumentar, Austen se alia más con Jeremy Bentham que
con Samuel Johnson.
Con esto pretendo refutar la idea de que Auslen fuera una ardiente
conservadora que intentaba que la ficción justificara una noción tradicio­
nal de rango y estatus. Pero al oponerme a esta postura, tampoco me ad­
hiero a la opinión de que Austen fuera una protofeminista rebelde que car­
gó contra las restricciones que ataban a un autor de su sexo al convencio­
nalismo sin desearlo. Yo más bien diría que éstas son alternativas por las
que la crítica literaria reescribe el pasado porque son alternativas que au­
toras como Austen transformaron en ficción, haciendo posible que la fic­
ción hiciera el trabajo de la cultura moderna. Me he basado en la distin­
ción entre gramática y uso para representar la oposición temática del de­
seo personal y la restricción social que la crítica utiliza para interpretar la
política de Austen, y he utilizado el concepto de economía, también, en un
esfuerzo por prestar a los escritos de Austen una materialidad que tienen
tendencia a perder en la discusión crítica. Como mínimo, este capítulo ha
intentado demostrar que escribir, para Austen, era una forma de poder
por derecho propio, que podía desplazar el cuerpo material del sujeto y el
valor de aquellos objetos que constituyen el hogar. En otras palabras, al
ayudar a establecer la organización semiótica de la Inglaterra del siglo xix,
la novela contribuyó a crear las condiciones teorizadas por Bentham — un
mundo en su mayor parte escrito, en el que incluso la diferencia entre pa­
labras y cosas era en último término una función del discurso.
M i interpretación de Emma muestra el punto hasta el que Austen en­
tendió que el poder del uso modificaba la gramática o las reglas que go­
biernan el uso. En este aspecto, su pensamiento se parece no sólo al de Sa­
muel Johnson, sino también al de Samuel Richardson. (¿Qué otra cosa es
la última sección de Pamela sino precisamente una demostración de este
principio?) Pero a diferencia del intelectual del siglo xvin, Austen tam­
bién entendió el principio que subvace la teoría de signos de Bentham
— esto es, el grado hasta el que las palabras constituyen los objetos que re­
presentan. Al exponer su «sistema de lógica completamente nuevo», con
su orientación lingüística surgiendo del análisis y clasificación de las fic­
ciones, Bentham insiste en una cierta economía de la comunicación basa­
da en objetos:
Allí hay una cierta cantidad de materia, lisa cantidad de materia produ­
ce en tu mente sentimientos de un cierto tipo: por medio de esa cantidad
de materia se producen al mismo tiempo en mi mente sentimientos de
un tipo que si no es exactamente el mismo, al menos con referencia al
propósito en cuestión está lo bastante cerca de ser el mismo. Aquí está
pues el canal de la comunicación, y el único. El lenguaje loma posesión
de esc canal y lo utiliza-39.

Es prácticamente el mismo modelo de comunicación el que organiza la es­


cena en la que Emma pinta el retrato de Harriet. Podríamos decir, por otra
parte, que también es posible argumentar que el retrato, en términos de
Bentham. transmite el significado de Emma con bastante eficacia. Su in­
tento de realzar la figura de Harriet demuestra la falta de elegancia que
Emma ve allí. Austen no sólo entiende el poder del uso para transformar
las reglas para el uso, sino que también entiende que las entidades reales,
cuando son adoptadas por el lenguaje, existen sobre la misma base, más o
menos, que las entidades ficticias. El lenguaje constituye una realidad ma­
terial por derecho propio al desplazar al mundo de las cosas. En palabras
de Bentham:
con tanta frecuencia como cualquier objeto ha sido considerado como
algo con el carácter de un sujeto de o para exposición, ese objeto ha sido
una palabra — el sujeto inmediato de exposición ha sido una palabra;
cualquier otra cosa que haya sido contemplada, el significado de un pala­
bra — de la palabra en cuestión ha sido contemplado: el mundo no es
sólo un sujeto, sino el único sujeto físicamente sensible, sobre y en rela­
ción al que la operación llamada exposición se ha realizado (pág. 77).

59 Jcremy Bentham, Rentluim's Theary ofFictions. ed. C. K. Ogdcn (Nueva York, Har-
wiurt, Brace and Company. 1932). pág 64. I .*<>citas del texto corresponden a esta edición.
Entendiendo perfectamente el poder de la palabra, Bentham afirma, en el
capítulo titulado «La ficción de un contrato original», que «la época de la
Ficción se ha acabado: en la medida en la que lo que antes se podría haber
tolerado y aprobado bajo ese nombre, sería ahora, si se intentara poner en
pie, censurado y estigmatizado bajo los apelativos más duros de usurpa­
ción o impostura» (pág. 122). Para poner fin a las ficciones en las que él
creía que descansaba la monarquía, sin embargo, hacía falta una nueva
época de realismo y un nuevo lenguaje de verdad, que no revelaba tan fá­
cilmente su poder figurativo. Su intento se puede considerar como un in­
tento temprano en el gran proyecto del siglo xix de equiparar el lenguaje a
la verdad, lo que de hecho inició un nuevo imperio de signos.
Con un tipo de consciencia, rivalizada sólo, en mi opinión, por Jeremy
Bentham, Austen propone una forma de autoridad — una forma de autori­
dad política— que funciona a través de la educación más que a través de
los medios jurídicos tradicionales para mantener las relaciones sociales.
Si, en la época de Austen, las relaciones sexuales se supone que son el co­
nocimiento especializado de la mujer y si es en los escritos femeninos en
los que los términos de tales relaciones se configuran, la ficción cumple su
función discursiva ejemplificando la conducción de relaciones entre hom­
bre y mujer. Las novelas no tienen que lanzar ya elaboradas defensas de sí
mismas, porque se han apropiado de las estrategias de los libros de con­
ducta hasta un grado en el que la ficción — en lugar de los libros de con­
ducta— puede reclamar autoridad para regular la lectura. Con bastante
frecuencia aquellos libros de conducta que no dirigen su sabiduría especí­
ficamente a niños o miembros de los grupos sociales aspirantes miran con
ojo crítico a este género y deploran las limitaciones de la programas educa­
tivos dirigidos sólo a las mujeres. En mi opinión, con Austen, si no con
Burney antes que ella, la novela suplanta al libro de conducta como esa es­
critura que crea un criterio alternativo y femenino de la escritura
cortés.
Más que llevar a cabo la función de carácter psicológico que los libros
de conducta asumían ahora, que era el propósito de la educación femeni­
na, la ficción de Austen se dispuso a descubrir esas mismas verdades como
la realidad privada que subyace todo comportamiento social, incluso
aquel perteneciente al dominio de lo público y masculino, por ejemplo, el
mundo político. Como los arquitectos del nuevo currículum educativo se
encontraban también en proceso de decidir, no era suficiente cultivar los
corazones solo de las mujeres. Había llegado el momento de considerar
cómo se podían cambiar las instituciones sociales. Fn palabras de los Ed-
geworth:

sin despreciar ni destruir la magnificencia o cimientos de las universida­


des ¿no se podrían mejorar sus instituciones'.’ Que por sus espléndidas
aulas no resuenen otros sonidos que la metafísica esquemática de las es­
cuelas; y que la enseñanza no se recompense y eslime tom o puro latinis­
mo SO.

Asi que también en el frente de la ficción, donde !a batalla para la repre­


sentación de la mujer ya se había gatiado, se puede ver toda la cuestión de
la posición social relativa — o en otras palabras, la categorización de los
hombres— sufriendo una traducción a rasgos lingüísticos. La cuestión de
los Edgeworth de si una educación aristocrática ofrecía toda la base para el
conocimiento masculino es simplemente rcformulada para considerar qué
estilo de escritura reprsentaba mejor el valor relativo de los hombres. Por
implicación, la tradición de letras aristocrática o «latinismo» ya no era ne­
cesariamente la privilegiada en este aspecto. Decir esto podría parecer
contradecir el argumento que identifica el lugar de Austen en la historia
con su formulación de las estrategias de contención.
Para leer Emma no sólo debemos equiparar el lenguaje con el poder.
También debemos equiparar el lenguaje del poder con la prosa que imita
la palabra hablada por una minoría de élite de gente acomodada de campo
bien alejada de los centros de poder. Y si parece peligroso hacer la primera
equiparación porque da poder a los Elton y los Churchill del mundo e in­
troduce una cierta fluidez en el mundo cerrado y estratificado de la ficción
de Austen. la segunda de estas equiparaciones ofrece una forma de limitar
los efectos desestabilizadores de la primera. Esta capacidad peculiar de
sus comunidades de sera un tiempo permeables y restrictivas es una capa­
cidad que también caracterizaba a la nobleza inglesa en el cambio de siglo.
La forma en cómo la fluidez de sus miembros, como es descrita en mi estu­
dio de Pamela, se tradujo en una cuestión de lenguaje se explica en An
Open Elite?England 1540-1880 de Lawrence y Jeanne Fawticr Stone. El
hecho de que durante un siglo la clase acomodada fuera una categoría a la
que gente perteneciente a distintos grupos sociales podía ascender y desde
la que los individuos podían igual de fácilmente descender estaba inscrito
en la campiña inglesa:

En el siglo xvin, los compradores de mov ilidad ascendente podían cam­


biar el nombre de una finca por considerarla insuficientemente gentil o
imponente para sus aspiraciones. En Hertfordshire, Pricketts se convir­
tió en (íreenhill Grovc, Tillers End en Coles Park y Cokenhatch, al me­
nos durante un tiempo, en Karlsbury Park. Estos cambios de nombre de
las casas son una indicación del grado, muy real, de identificación entre
un propietario y su posesión: el nombre de esta última debía realzar el es­
tatus del primero, razón por la que tantas casas en el siglo xvm se llama­
ban “Park" en lugar del apelativo más antiguo, menos grandioso de
"H all". Llegado el siglo xix, la íntim a identificación del nouveau-richc
con su pequeña villa era una imitación, más baja en la escala social, de
esta forma de imperialismo de propietario (pág. 71).

María Edgeworth y Robert L. Edgeworth. Praaical Educalion. vol. !t (Londres, 1801),


pdgs. 383-384.
Al borrar casi literalmeqte la historia de la casa, el cambio de propiedad
rural desestabilizó los signos de la identidad personal, un proceso históri­
co registrado de la manera más obvia en MansfieldPark, pero que resuena
por toda la ficción de Austen. «Puesto que la continuidad de la “casa”
— con el significado de la línea familiar patrilineal— era el principio orga­
nizador fundamental suscrito por estas familias», continúan los Stone, «el
objetivo primordial era mantener unidos los ... elementos básicos de su
composición». Entre estos no estaban sólo la tierra, el nombre familiar y
un título, si es que había alguno, sino también — e igualmente importan­
te— los objetos del hogar que conservaban la historia familiar, «sobre
todo reliquias valiosas como los archivos familiares, incluyendo las escri­
turas y patentes de nobleza, retratos de antepasados, la plata y joyas fami­
liares y los regalos personales de reyes y reinas» (pág. 72). Si fue primor­
dialmente la nostalgia por la iconografía de tales objetos del hogar lo que
animó la representación por parte de Austen de una comunidad en crisis,
tendríamos que situar a esta autora entre los conservadores liberales de su
época. Pero esto, creo yo, sería adoptar una opinión demasiado simplista
de su comprensión del medio en el que desarrolló el dinamismo de la co­
munidad ideal. Estoy segura de que Austen entendió tan bien como el que
más el poder de la ficción para constituir cosas, verdad y realidad. N o fue
la clase acomodada rural y sus intereses específicos lo que ella presentó
como la mejor vida que nadie podía vivir. lo s caminos del pueblo y la ciu­
dad y su relación con el comercio extranjero siempre rondan las fronteras
de la comunidad de élite para recordarnos y asegurarnos sus limitaciones.
No fue este segmento concreto de la sociedad lo que ella idealizó, pues,
sino más bien el lenguaje que constituyó los matices de emoción y los refi­
namientos éticos que parecían surgir desde dentro para modificar el signi­
ficado político de los signos, un nuevo lenguaje de relaciones de parentes­
co capaz de reproducir esta comunidad privilegiada en una escala perso­
nal dentro de la sociedad en su conjunto. Es en este aspecto en el que los
escritos de Austen implican la presencia de una nueva comunidad lingüís­
tica. una clase que no era ni acomodada ni noble según los cánones del si­
glo xvm . sino una clase que era claramente una clase de ocio y, así, una
configuración paradójica que sólo puede ser denominada una aristocracia
de cíase media.
Historia en la Casa de la Cultura
Porque cada nueva clase que se sitúa en el lugar de
la anterior está obligada, simplemente para lograr
sus objetivos, a representar su interés como el inte­
rés común de todos los miembros de la sociedad,
por ejemplo, empleando una fórmula ideal que dé
a sus ideas la forma de ideas universalmente vá­
lidas.
K a k i . M a r x . Im . ideología ale m ana

Es una gran verdad que no se puede extinguir la


violencia por medio de la violencia. La podrás so­
focar durante un tiempo; ¡pero mientras te jactas
de tu éxito imaginario, mira que no regrese con sie­
te diablos peores que los de su yo anterior!

R liz a r fth G a s k e l l , M ary H artan

La mayoría de las crónicas históricas de ficción doméstica se esfuerzan


por hacer una narración continua de un material que en realidad avanza a
trompicones. Este capítulo va a defender que los intervalos en cualquier
narración de este tipo son importantes. Nos indican los momentos en los
que esta ficción no pudo manejar las cuestiones importantes del día, igual
que su reaparición en formas sorprendentemente nuevas sugiere que esta­
ba comprometida en un momento concreto de la historia. En otras pala­
bras, la producción esporádica de ficción doméstica implica que las dis­
continuidades eran una función del lugar de la ficción en un proceso mu­
cho más amplio de significado. Tal historia implica también que la labor
de organizar e interpretar la realidad continuó en otros modos simbólicos
cuando las ficciones de noviazgo y matrimonio no se adecuaban especial­
mente bien a este fin. Este capítulo mostrará por qué el periodo de tiempo
que discurre entre la ficción de Austen y la de las Bronte fue en realidad un
intervalo esencial para entender sus lugares respectivos en la historia1.
Al considerar lo que le ocurrió a la ficción durante los años transcurri­
dos entre 1818 y 1848, sin embargo, uno encuentra un problema, porque
el público lector de novelas estaba preocupado por una cuestión que pare­
ce haber tenido poco que ver con los asuntos del noviazgo y el parentesco.
Los historiadores demuestran que mucha gente dentro de las clases me­
dias así como la mayoría de los miembros de la clase propietaria de tierras
y de las clases trabajadoras pusieron toda su energía intelectual en una lu­
cha por disminuir la expansión industrial2. Tras la Revolución Francesa,

1 Esta observación no es, desde luego, única. Se da también en una serie de estudios históri­
cos literarios conocidos, entre ellos obras generales como The History o fth e English Novel (Lon­
dres. H, F. and G. Withcrby. 1924*1939), obra exhaustiva en diez volúmenes de Ernest Baker
(ver sobre lodo los volúmenes VI, VII y VIII); el capítulo «The Larly Victoriano», de The t n -
gthh Novel: A Short Critica} History (Nueva York. Dutton, 1954) de Walicr Alien; The EngJish
Novel: A Panorama (Boston, Houghton Mifflin., 1976) de Lionel Stevcnson; y The Enghsh
M iddle L'lass Novel (Londres. Macmillan, 1976) de T. B. Tomlinson. Aunque empeñado en re­
conocer a la ficción menos prestigiosa (en nuestros términos modernos) lo que se le debe, Tom­
linson reitera loque los demás estudios implican más o menos conscientemente: «Para expre­
sarlo con mayor precisión histórica: loque me parece que ha ocurrido es que los escritores a par­
tir de Jane Austen recogieron cabos desarrollados sobre todo por Richardson y continuaron
para desarrollar los intereses de clase media y burgueses que él había destilado como al menos
una de las preocupaciones principales de la novela. Hay interrupciones en la historia de la nove­
la entre la muerte de Austen en 1817 y el primer Dickens (la mayor parte de las preocupaciones
de las novelas de Scott son bastante distintas de las de la novela inglesa), pero ciertamente me­
diado el siglo, cien años después de Richardson, no hay duda acerca del estatus y la función de
la novela inglesa: se trata en gran medida de una empresa de elase media» (pág. 12). Ver tam­
bién el volumen III de la Cambridge Biblipgraphy oíL n g lish Literature 1800-1900, cd. Georgc
Walson (Cambridge, Cambridge Univcrsity Press, 1969), que muestra en el periodo entre 1818
y I 847 una proliferación de géneros de ficción menores, entre ellos las narraciones históricas a
la manera de Scott. romanees del estilo de los de Radcliffé y Walpole. las llamadas «novelas de
tenedor de plata», novelas de color local, sobre todo irlandesas y escocesas, libros de chistes,
diarios y álbumes de gente de moda, asi como los comienzos de la tradición de novela de la clase
trabajadora. Con respecto a cstu última categoría, ver también Martha Vicinus, The Industrial
Muse: A Siudy o f Nineteenth Ccn/ury British Working-Class Literature (Nueva York, Barnes
and Noble. 1974). págs. 113-135. Sin embargo, hay una notable ausencia de novelas que exhi­
ban el comportamiento característico de la ficción doméstica. The Engltsh Novel, ¡740-1850
(í,ondres. Grafton & Company. 1939) de Andrcw Block. una lisia de todas las novelas publica­
das durante los años entre 1818 y 1847 «oofrece ninguna indicación de que haya una reserva de
ficción doméstica enterrada bajo algún otro epígrafe.
2 Entrelos años 1815 y 1848, argumenta MaxincBcrg, «la mecanización presentó un rostro
distintivamente ambiguo a los contemporáneos. No estaba en absoluto claro si se trataba de un
portento de la inevitable revolución económica o simplemente de un curso de desarrollo entre
otros varios, que se podían adoptar o rechazar, en todo o en pane, dependiendo de los objetivos
y prioridades de la nación»». Durante este periodo de incertidumbre radical, los representantes
de todo el espectro económico aparentemente adoptaron una postura con respecto a esta cues­
tión, la mayoría de ellos — al menos inicialmente— en oposición al aumento incontrolado de
las fábricas. «La cuestión de la mecanización», escribe Berg, «se convirtió de hecho en la bisa­
gra que conectaba las nuevas relaciones económicas de producción con la cultura y la concien­
cia en sentido más amplio de la burguesía y la clase trabajadora nuevas». Tal como Berg de­
muestra de forma convincente: «Quizá cotí mayor claridud que cualquier otra cuestión contem­
poránea. la de la maquinaria definió las lincas de la división entre estas clases.» The Machinery
Question and rhe M aking o f Política! Eco noniy (Cambridge. Cambridge University Press,
1980), pág 2.
diversos grupos de gente culparon a la mecanización de prácticamente to­
dos los problemas que aquejaban a Inglaterra. Pocos, si es que hubo algu­
no, pudieron ignorar la pobreza, la escasez de comida, los ataques inflacio­
narios, el analfabetismo paralizante, la dislocación demográfica y la in­
tranquilidad entre los trabajadores pobres. Como causa supuesta de tales
trastornos sociales, la máquina se hizo tan impopular que la violencia con­
tra ella fue tolerada, si no abiertamente condonada. Los asaltos contra la
maquinaria parecían ser por el bien de toda ta sociedad, mientras que la
mecanización parecía servir sólo a los intereses de unos pocos sin escrú­
pulos.
«Según todas las reglas de la guerra intelectual», comenta Harold Per-
kin. «el ideal aristocrático debería haber ganado la batalla por la mente. 1.a
aristocracia era el ejército en el poder, que defendía una posición prepara­
da y en control de los más poderosos órganos de opinión y de la mayoría
de las instituciones educativas»-1. Sin embargo, todos los intentos de resis­
tir la mecanización reforzaron en última instancia la posición de los in­
dustrialistas. Ganaron la guerra intelectual — una guerra para determinar
la definición de la propia cultura— cuando el público instruido comenzó a
considerar la resistencia a la maquinaria más peligrosa que la propia ma­
quinaria. El triunfo de las nuevas clases medias dependió no sólo de un
proletariado organizado, sino también de la aparición de nuevos modos
de escritura para representarlo4. Frente a la oposición política que se iba
reuniendo, los intelectuales de clase media opusieron las representaciones
de la cultura de la clase trabajadora como falta de cultura. Sus reuniones
en los pubs, por ejemplo, se atribuyeron a que los trabajadores no disfruta­
ban de una vida doméstica estable y sostenida. En términos similares, la
resistencia política se describió como primitiva y autodcstructiva, si no

' Harold Perkin, The Origins o f Moder/l Englisti Socicty 1780-1880 (Londres. Rouledpe
and Kcgan Paul, 1969), pág. 29fl.
■* En las sociedades premdustrialcs, explica Maurice Godelier. «las relaciones de produc-
ción, o económicas, no ocupan la misma localización y por consiguiente no adoptan las mismas
formas ni tienen el mismo modo de desarrollo, y de ahí que no tengan los mismos efectos sobre
la reproducción de la sociedad y de la historia. Hubo un momcnio», argumenta, wer que la pro­
ducción económica, por vez primera, permitió a la humanidad percibir más claramente el rol
de la economía y las condiciones importantes de la producción respecto a la evolución de la so­
ciedad y de la historia». «The Ideal in thc Real», en Cuiíurc, Ideology andPolitics. eds. Kaphael
Samuel y Garcth Stedman iones (Londres. Routledgc and Kcgan Paul, 1982), pág. 31. Enfren­
tando a las teorías del despegue económico con las figuras del censo que indicaban que en 1R50
la agricultura y el servicio doméstico eran, con mucho, las ocupaciones más importantes, Bcrg
rebate la creencia de que la causalidad económica explica por sí sola las rápidas transformacio­
nes económicas y técnicas que caracterizan las décadas de 1820 y 1830 (Bcrg, pág. 3). Ella de­
muestra que hasta entonces la gente no vino a entender la historia en términos de las operacio­
nes de una economía distinta tanto de la teología como de las relaciones de parentesco. Si otor­
gamos validez a su tesis en términos absolutos, debemos considerar la revolución industrial,
como vino a ser llamada, como el triunfode una nueva forma de representación del crecimiento
industrial. La revolución industrial fue una cuestión de representación tanto como una cuestión
de dinero y bienes, en otras palabras, porque la representación otorgaba autonomía al mercado
y daba prioridad a sus operaciones en cualquier explicación del cambio histórico.
como criminal y como lina amenaza al propio orden. F,n un marco discur­
sivo semejante, cualquier forma de resistencia reforzaba la postura retóri­
ca de los intelectuales y reformadores de clase media. Demostró que las fá­
bricas y las escuelas eran necesarias. Es importante recordar que las cir­
cunstancias históricas que hicieron de la maquinaria una causa de debate
existían desde antes y continuaron largo tiempo después de que los proble­
mas causados por la industrialización fueran formulados de esta forma.
Pero los que habían proclamado desde el principio los beneficios de la ma­
quinaria ganaron repentinamente un apoyo tal a su postura que, a pesar
del hecho de que los males de la industrialización se cernirían todavía más
durante el curso del siglo xix, para la década de 1840 la gente ya no deba­
tía si las máquinas deberían o no existir. En lugar de ello, un nuevo con­
junto de afiliaciones políticas se había formado sobre la base de la mejor
forma de limitar los efectos perjudiciales de la mecanización y. así, reco­
ger los beneficios.
Es significativo que aparecieran pocas novelas domésticas de enverga­
dura durante las décadas de 1820 y 1830 para tomar partido en la contro­
versia sobre la industrialización. Sólo podemos asumir que la relación en­
tre el mundo doméstico y el mundo en el que estaba asentado — un con­
flicto con el que Austen no se tuvo que enfrentar— estaba sufriendo una
revisión importante. Porque es seguro que las estrategias del siglo x v i i i
para la reforma de la casa solariega no podrían servir durante mucho tiem­
po. No fue hasta la década de 1840 cuando la batalla intelectual pareció
haber terminado, cuando la escritura de la ficción doméstica digna volvió
a empezar. Conforme volvió a ganar su posición como una forma impor­
tante de la escena cultural, la ficción mantuvo la vieja equiparación entre
relaciones sexuales y sociales, pero la fuente del trastorno y el objetivo de
la reforma habían cambiado definitivamente. El matrimonio ya no era el
antídoto a las distinciones restrictivas y arbitrarias del estatus, y por lo
tanto, ya no suavizaba la frontera que rodeaba a la cultura dominante. En
lugar de ello, se convirtió en un lugar común usar el matrimonio como una
forma de trazar una línea alrededor de la cultura con el fin de preservarlo
ante un mercado competitivo. En la década de 1840, en otras palabras, es­
taba en tela de juicio en las novelas la naturaleza del problema que el ma­
trimonio teóricamente debía resolver.
Aunque no se refirieron directamente a la cuestión de la mecanización,
estas novelas revisaron lodo el concepto del deseo sexual que organizó la
ficción doméstica anterior. En lugar de constituir una forma de resisten­
cia, el deseo se convirtió en una estrategia para tratar con el problema
planteado por la máquina, el problema de la resistencia política. En ma­
nos de Gaskell y Dickens sobre todo, la ficción doméstica llevó el proceso
de la supresión de la resistencia política al dominio de la literatura popu­
lar, donde determinó nuevos dominios de aberración que requerían do­
mesticación. Al estudiar el comportamiento político de la clase de ficción
que surgió durante la década de 1840, quiero hacer hincapié sobre las for­
mas en que ciertas estrategias retóricas se convirtieron en técnicas de con­
trol social. Richardson imaginó la escritura como un poder que podía re-
clasificara los individuos sobre la base de las cualidades subjetivas que pa­
recían tener poco que ver con sus estatus sociales. Representó al hogar
como un espacio mantenido por una supervísora femenina. Pero también
dotó a los escritos femeninos — a saber, las cartas de Pamela— de un po­
der que se extendía más allá del hogar para convertir a otros a su modo de
conocerse a si mismos. Se puede decir que Austen desplazó aún más allá
los signos políticos de la identidad humana al renunciar al impulso a la
conversión de Richardson. En Emma, por ejemplo, ella contiene interpre­
taciones voluntariosas del yo dentro del yo con el fin de alejar procedi­
mientos mucho más elaborados de autodescubrimiento. El deseo y la au-
loperfección se llevan a cabo cuando su heroína enmienda estas ficciones
para formar una verdad a un tiempo psicológica y social. Pero esta verdad,
en la obra de Austen, no depende de la modificación de la realidad política
como tal. Si Richardson define el hogar como aquel lugar donde los dere­
chos del individuo se pueden hacer realidad, Austen escribe el mecanismo
de autorregulación dentro de ese individuo. Su concepto de la cortesía gira
en torno a esto. Emma renuncia al poder de conversión de Pamela para
hacerse con un poder superior de ejemplo que depende del autocontrol. A
través de su percepción de sus propios errores, ella abandona las incitacio­
nes descuidadas de la cultura que la arrojarían en brazos de Frank Chur­
chill y aprende a escuchar un deseo que es todo suyo.
fcn las décadas que siguieron a Austen es como si estas estrategias de re­
presentación espacial, categoría individual y autointerrogación se hicie­
ran con.una vida aparte del proyecto ilustrado que reclamaba ciertos po­
deres en nombre del individuo. Estas estrategias proporcionaron técnicas
para convertir al individuo en un objeto específico de conocimiento para
sí mismo, y lo hicieron de forma masiva5. Junto con los libros de conduc­
ta, la ficción doméstica representó formas de subjetividad femenina que
ofrecían una base para el yo anterior a cualquier identidad social. Arraigó
la subjetividad en el deseo sexual y en la propia habilidad para canalizar
tal deseo hacia objetivos socializados. Hizo que el bienestar del grupo so­
cial dependiera, antes que nada, en la regulación del deseo individual.
Junto con otros tipos de escritura característica del siglo xix, la ficción do­
méstica transformó esta fantasía de auloproducción en los procedimien­
tos designados para producir hombres y mujeres adecuados que ocuparan
las instituciones de una sociedad industrializada.
Desde esta perspectiva, la cuestión de la maquinaria tuvo en realidad
mucho que ver con la historia de la novela. Fue en gran parte responsable
de los cambios que marcaron la ficción como victoriana. También fue res­
ponsable del prestigio otorgado a las novelas que mostraban estos cam­

5 Sobre el uso de estas estrategias, ver Michel de Certeau. The Practice o f Everyday Life,
irad Sievcn D. Rendall (Berkeley. Univcrsity of California Pre&s, 1984).
bios. Asi, he visto necesario seguir una ruta indirecta para explicar el rena­
cimiento de la ficción doméstica que dio paso al gran periodo Victoriano.
Voy a estudiar brevemente la ficción en cuestión. Pero aunque, al hacer
una historia de la ficción, estudie otros materiales aparte de la ficción, no
considero estos procedimientos como disgresiones. Voy a examinar un
campo de información en el que el accidente irrumpió en la historia, en el
que el discurso se enfrentó a las múltiples prácticas de una cultura, y en
donde un modo de verdad rebatió a otro para determinar cuál definiría la
realidad social. Al examinar este campo, se puede entender cómo nuevas
formas de información salieron a la luz y por qué otras retrocedieron hasta
un segundo plano. Espero explicar por qué, por ejemplo, las resoluciones
de este corpus de ficción tendieron a reducir y confinar a la familia a un es­
pacio que se asemejaba a una prisión, así como por qué los novelistas co­
menzaron a plasmar su energía creativa en escenas de violencia, alucina­
ción y caos que de forma característica mostraban a una mujer loca en su
centro. Más específicamente, este capítulo intenta explicar por qué muje­
res perturbadas se pusieron repentinamente de moda con las grandes no­
velas domésticas de los últimos años de la década de 1840. Fue como si la
producción de esta nueva ficción victoriana dependiera de la exposición
de una mujer monstruosa que fuera castigada y luego desapareciera del
texto, como ocurría regularmente en las novelas de las Bronte, Gaskell,
Dickens y Thackeray. Su forma de desvelar a estas mujeres arrancó toda
identidad social de la mujer. Representó la perdida de tal identidad como
la perdida de las distinciones de género.
Estudios tan bien conocidos como los de Nina Auerbach The Wornan
and the Demon y The Madwoman in the Attic de Gilbert y Gubar trazan
las manifestaciones literarias de esta figura. Sin encontrar precedente de
esta mujer en ficción anterior y reconociendo el poder de la figura, Auer­
bach atribuye la aparición de la mujer diabólica a un mito que poblaba el
mundo V i c t o r i a n o con demonios y ángeles femeninos, mientras que Gil-
bert y Gubar localizan el origen de la loca en las autoras femeninas cuya
imaginación estaba necesariamente coartada por un repertorio limitador
de convencionalismos para su propia expresión6. Según los muchos críti­
cos que trabajan dentro de una comprensión tal de la sexualidad victoria­
na, las mujeres monstruosas representan aspectos de la mujer que existen
fuera de las instituciones sociales porque estos aspectos constituyen una
forma de resistencia que las instituciones sociales controlan. Tal crítica
puede, como la de Auerbach, ver a estos monstruos de deseo como figuras
positivas. Y mi posición básica es compatible con ésta, dada una condi­
ción. Al asumir que la sexualidad es sólo sobre sexualidad, uno admite la

(■Nina Auerbach. The dom an and the Demon: The I-tje o ía Vuiorian M ylh (Cambridge.
Harvard Univcrsity Press. 1982) y Sandra M. Gilbert y Susan Gubar. The Madwoman in tkeAt-
7he H'oman Wrilet and the Nineteenth Century Lüerary im aginario» (New Haven. Vale
Univcrsily Press. 1979).
opinión victoriana de que los aspectos esenciales de la mujer no podían
encontrar una salida positiva dentro de las limitaciones de la vida de clase
media. Subyacente a la retórica del realismo literario del siglo xix se en­
cuentra la asunción de que la respetabilidad de la clase media condenaba a
la mujer a un tipo de media-vida dentro de la sociedad porque por defini­
ción la respetabilidad exigía su represión sexual. Al enfocar las novelas en
cuestión, me gustaría invertir todo este concepto de causa y efecto. Me
gustaría sugerir que las propias novelas generaron nuestra convicción mo­
derna de que los convencionalismos sociales suprimían sistemáticamente
formas de sexualidad que existían con anterioridad a aquellos convencio­
nalismos y que los hicieron necesarios. En lugar de la teoría de la repre­
sión, como ya he explicado, voy a asumir que estas profundidades extraso­
ciales del yo eran en sí mismas productos de la cultura victoriana. Voy a
asumir que se produjeron en su mayor medida en la escritura. Procedien­
do a partir de tal base teórica, podemos considerar la posibilidad de que
tales formas desviadas de deseo estuvieran en realidad compuestas de ma­
terial cultural con una historia. Dado todo esto, me parece que al traducir
este material en términos psicosexuales, las novelas victorianas ocultaron
eficazmente el poder político que ejercían al transformar así la informa­
ción cultural. Sugiero que al producir a las mujeres monstruosas por las
que las recordamos, las novelas ofrecieron un medio de producir el in­
consciente político moderno. El argumento de este capítulo considera la
figura de la mujer monstruosa como un paso en una serie de desplaza­
mientos que llegaron a relegar todo el reino de las prácticas sociales al
estatus de la perturbación y la desviación que requerían contención y dis­
ciplina-.

L a r e t ó r ic a d e l a v io l e n c ia : 1 8 l 9

Podríamos comenzar por recuperar la historia de estos monstruos V ic ­


torianos a principios del siglo xtx cuando el término «combinación» se
aplicó por primera vez regularmente a muchas prácticas largo tiempo tole­
radas de las clases trabajadoras. Esta palabra despectiva para formas orga­
nizadas de resistencia popular había sobrevivido desde el siglo xvi sin ha­
ber sido demasiado utilizada. A lo largo del siglo xvm, la mayoría de los
disturbios emplearon una fórmula tradicional que no parecía especial­
mente amenazadora; los disturbios continuaron respetando el patrón ri­
tual que contenía los levantamientos populares dentro de un sistema sim­
bólico envolvente más que permitirles entrar en erupción en un sistema
semejante7. Según la ley no escrita de la Inglaterra agraria, explica E. P.
Thompson, los terratenientes creían tener el derecho a exigir el trabajo re­

7 E P. Thompson, «The Moral bconomv ot'thc F.nglish Crowd in the Eighteenth Century».
Pan and Presen!. 5(J <1971), pág^. 78-7V.
querido para el mantenimiento de sus propiedades, y los trabajadores sen­
tían que tenían el derecho a poder subsistir a cambio de ello. Cuando su
nivel de vida caía por debajo de un cierto punto no era poco corriente que
los trabajadores pobres llevaran a cabo un levantamiento. Los levanta­
mientos tenían lugar «dentro de un consenso popular con respecto a lo que
eran prácticas económicas legítimas e ilegítimas», un consenso que «se
puede decir que constituye la economía moral de la m ultitud»8. En otras
palabras, más que trastornos espontáneos del orden civil, los disturbios
eran formas de comportamiento simbólico en las que terrateniente y tra­
bajador desempeñaban papeles bien definidos y predecibles. En palabras
de Eric Hobsba wm y George Rudé, éstas eran «las ocasiones rituales en las
que el orden acostumbrado de las relaciones sociales se ponía brevemente
en tela de juicio»',. No era poco frecuente encontrar mujeres a la cabeza de
tales disturbios o acosando públicamente a un comerciante de grano para
exigir mejores precios. Esta violación de la jerarquía sexual aparentemen­
te ofrecía otra forma de indicar que las relaciones de poder estaban su­
friendo una inversión. La retórica política se podía invocar en gran medi­
da de la misma manera. Por ejemplo, los caballeros de una aldea fueron
avisados para que se prepararan «para una guerra civil del populacho»
que «haría caer a George del trono y derrumbaría las casas de los toscos y
destruiría la obra de los leguleyos»10. Aquellos implicados entendían que
estas elaboradas parodias del poder legítimo servían a un fin conservador
al acudir al terrateniente en busca de un remedio para la situación. La res­
puesta a estos disturbios confirma su naturaleza conservadora, ya que el
terrateniente del siglo x v i i i generalmente prefería satisfacer las exigencias
de los trabajadores más que llamar a los militares".
La violencia que caracteriza a las primeras décadas del siglo xix no
deja duda alguna de que se está pasando a un nuevo territorio histórico.
Las rebeliones de los luditas especialmente redefinieron tanto la escena
como el objetivo de la violencia. Incluyendo a la élite de los trabajadores
textiles, los luditas vieron cómo su estatus desaparecía con la invasión de
la maquinaria en áreas especializadas de la producción. Sus ataques con­
tra la maquinaria se vieron al principio como disturbios similares a aque­
llos que se habían llevado a cabo con un trastorno mínimo por parte de las
multitudes del siglo x v m 1-. Se mantuvieron algunos de los rasgos de la

* Thompson. «The Moral Economy o f thc English Crowd in ihe F.ightcenth Cenlury».
pág. 79.
9 F.ric Hobsbawm y George Kudc, Captain Swin/t (Nueva York, W. W. Norton, 1968).
pág. 6 1.
■9 Ihompson, «The Moral í-.conomy of the English Crowd in thc Eiglilcenlh Century».
pág. 12 7.
1! Thompson. «The Mora] Economy of the English Crowd in the Eighleenth Century»,
pág. 127.
12 £. P. Thompson. The Making ofthe English WorkingClass (Nueva York, Random Hou-
mt, 1966), págs. 543-552.
violencia ritual — la emisión de notas de advertencia, amenazas de insu­
rrección masiva, el uso de vestidos femeninos— , pero los ataques contra
la maquinaria se organizaban de acuerdo a principios militares. Los lu-
ditas a veces llevaban armas reales asi como simbólicas. Incluso requisaban
tropas en el camino hacia ei escenario de un levantamiento. Y se comuni­
caban por medio de una red subterránea que tenía sus propios códigos ela­
borados. Lo que es más importante, la rebelión ludita sobrepasó los lí­
mites de un disturbio local cuando tejedores y labradores de diversas par­
tes de Inglaterra afirmaron estar marchando bajo el liderazgo legendario
del general Ludd. La distribución geográfica de los incidentes, que in­
cluían ataques contra las máquinas, estaba tan extendida que ningún gru­
po local de terratenientes podía tener la esperanza de ponerlos bajo
control.
Tal como argumenta Thompson, los luditas simplemente pretendían
restaurar la sutil graduación del orden social en el que ellos tenían una po­
sición relativamente ventajosa; incluso los terratenientes y los magistra­
dos vieron al principio sus levantamientos bajo este prisma conserva­
dor13. Durante los años que siguieron a la Revolución Francesa, sin em­
bargo. la tolerancia ante tal violencia se desvaneció. La paranoia aristocrá-
lica aparentemente convergió con los intereses económicos de las clases
industriales para poner fin a todo activismo político semejante. En este
ambiente, el primero de los C'ombination Acts se convirtió en ley: «1.a
aristocracia estaba interesada en reprimir las “conspiraciones” jacobinas
del pueblo, los fabricantes estaban interesados en derrotar sus “conspira­
ciones” para incrementar los salarios»l4. Los cambios de la nueva ley esta­
ban en la prohibición de todas las formas de combinación, incluso aque­
llas formas de organización política en las que las clases artesanas habían
estado participando desde principios del siglo x v h i, No sólo los sindicatos
eran especialmente sospechosos de albergar intenciones sediciosas, sino
también el número creciente de vagabundos que erraban por los campos
buscándose la vida, ios hogares que se extendían más allá de la familia in­
mediata y la gente que se reunía en los pubs. En palabras de Thompson,
había «dos culturas en Inglaterra», una orientada a resistir «la intrusión
del magistrado, el patrón, el sacerdote o el espía» en la vida de la clase tra­
bajadora, la otra dirigida a la contención y supervisión de las prácticas
perturbadoras e inherentes al pueblo15. El conflicto entre estas dos inter­
pretaciones de la violencia — como protesta ritual o subversión política—
se vio claramente dramatizada en la masacre de Pcterloo.
En su marcha a Manchester de 1819, los representantes de una clase ar-
tesana desplazada y empobrecida desafiaron la redefinición moderna de
la protesta ritual. No obstante, debido a que el uso que hicieron de las figu­

11 Thompson, The Making o f the English Workmg Class, págs. 543-552.


14 Thompson. The Making o f the English Working Class, pág. 198.
15 Thomposr, The M aking v f the English Working Class, pág. 198.
ras de festival llevó a la masacre de Peterloo, ese uso demostró hasta qué
punto había cambiado drásticamente el significado de la protesta ritual. El
diario de uno de los cabecillas, Samuel Bamford, registra el motivo esen­
cialmente conservador para la convocatoria de una asamblea que atrajo a
trabajadores de todas las grandes ciudades de Inglaterra. Bamford escribe
así:

Era de extrema importancia que esta asamblea tuviera toda la eficacia


moral posible y que exhibiera un espectáculo nunca antes visto en Ingla­
terra. La prensa con frecuencia nos habia provocado, coa nuestro aspec­
to harapiento y sucio, en estas reuniones; con la confusión de nuestros
procedimientos y las masas alteradas formadas por nuestros miembros;
y determinamos que, al menos por una vez, estas reflexiones no debían
ser merecidas, — que desarmaríamos la amargura de nuestros oponentes
políticos con un despliegue de limpieza, sobriedad y decoro, como nunca
antes habíamos exhibido16.

Ix js participantes en la marcha mantuvieron un imperativo cultural cuan­


do aparecieron bien deshollinados y sobrios, pero observaron otro muy
distinto cuando se organizaron para la marcha en filas, llevaron armas de
pega y banderas bordadas y usaron una cierta cantidad de «nuestras jóve­
nes más hermosas» para encabezar la marcha. Los oficiales del gobierno al
mando malinterprctaron completamente los signos de la protesta ritual.
Vieron al populacho «avanzar de forma amenazadora — venían bajo ban­
deras de muerte mostrando con ellas, que pretendían derrocar al gobier­
no »17. Pero si los trabajadores cometieron un error al mezclar signos do­
mésticos con los del festival, los militares cometieron una violación más
seria de la retórica tradicional de la violencia.
Se puede decir que el conflicto marcó un giro en la historia de la violen­
cia. La marcha de Manchester llevó las prácticas de la protesta ritual a un
campo político en el que la interpretación de las mismas en términos de
una economía moral anterior demostró ser muy difícil. Al ganar una victo­
ria militar que dejó a unos quinientos trabajadores desarmados heridos y
a otros once muertos, el gobierno sufrió una derrota política. La prensa .li­
beral se unió a los órganos radicales al retratar el uso de la fuerza militar
como algo más amenazador para la nación que la práctica de la combina­
ción, o protesta organizada. El diario de Samuel Bamford proporciona
una clara indicación de los términos en los que la fuerza gubernamental
fue percibida tras Peterloo:

En diez minutos... el campo era un espacio abierto y casi desierto... La


tribuna permaneció en pie con unas pocas astas de bandera rolas y una

16 Samuel Bamiord. Passagesin lhe t.ifeofa Radical, vol. II (Londres, F rank Cass, 1S.19-41,
reimpreso en I %7), págs. 176-177.
1’ Thompson. The Muking oj lite English Worktng Class, pág. 681.
bandera o dos rasgadas a cuchilladas y abatidas; por lodo el campo habia
desperdigados gorros, gorras, sombreros, chales y zapatos y otras pren­
das de la indumentaria masculina y femenina, pisoteadas, destrozadas y
ensangrentadas18.

Estos fragmentos desperdigados de la vida doméstica describen a un pue­


blo victima de violaciones y pillaje, un pueblo, más que un escenario, al
que el orden ha sido restaurado. Descrito de esta forma, el campo de bata­
lla plantea un dilema para el que no había en realidad ningún precedente
histórico. El gobierno recibió críticas extremadamente duras y los trabaja­
dores se convirtieron en el objeto de la indignación y la lástima, porque
el gobierno y no los trabajadores, parecía representar una amenaza a la
familia.

L a r e t ó r i c a d e l d e s o r d e n ; 1832

En este punto: mi historia de la figura de la combinación diverge de las


historias de Thompson y de Hobsbawm y Rudc. las cuales representan a la
clase trabajadora desde su formación hasta el derrumbamiento del Cartis-
1110 en 1848. M i estudio se aleja del teatro de los acontecimientos políti­
cos, tal como normalmente los definimos, para acercarse al de la escritura
y las ciencias humanas, que adoptó la figura durante la gran epidemia de
cólera de 1832 — exactamente al mismo tiempo en que la desastrosa legis­
lación anticombinación estaba siendo abolida. Aparecieron nuevas for­
mas de escritura como respuesta a la necesidad de redefínir los términos
del conflicto de clase de modo que se pudiera imaginar algún otro remedio
distinto de la fuerza. Contratado por el gobierno irlandés a finales de la dé­
cada de 1830 para hacer una visita al área rural de Lancashire. que sufría
una rápida industrialización e informar de lo que viera allí, W. Cookc
Taylor fue uno de los muchos autores que se sintieron obligados a poner al
día las metáforas empicadas para describir al pueblo. Su estudio ofrece
una delimitación adecuada de los cambios que la combinación había su­
frido en los escritos que se desarrollaron en torno al gran proyecto de des­
cribir «la condición de la clase trabajadora» que dio lugar a las ciencias
humanas. Taylor defiende que ya no se puede seguir pensando en el pue­
blo en términos «de convulsiones súbitas, mares tempestuosos o huraca­
nes furiosos, sino como del lento encrespamiento de un océano que debe,
en un futuro no muy distante, llevar en su seno todos los elementos de la
sociedad y dejarlos flotando — el cielo sabrá hasta cuando»l9. Al traducir
a la multitud en metáforas naturales no es el potencial de la multitud para

Bamford, pág. 208.


lv W. Cooke Taylor, Notes o) a t'our in thc Manutiuluring Diarias oíLancashire (landres,
Frank Case, 1841; reimpreso en 1068), pág. 6.
crear disturbios, sino el hecho de su identidad colectiva, lo que parece
preocupar a este autor. Esta fuerza popular ya no se puede tolerar o aplas­
tar al modo de la multitud del siglo xvm. El poder parece, no obstante,
ominoso por asumir una posición femenina en relación con la cultura do­
minante. Su presencia no sólo lo invade todo y es necesaria para la vida,
sino que esencialmente se encuentra más allá del poder de la cultura para
comprenderla. Entendida en estos términos, la multitud requiere un me­
dio de control completamente nuevo.
Taylor insiste en que la acumulación de trabajadores ha hecho obsole­
to el uso de la fuerza:

Hay tremendas energías durmiendo entre esas masas: si nuestrosantepa-


sados hubieran contemplado la reunión de semejante multitud tal como
sale de Union Street, los magistrados habrían sido llamados a reunirse,
policías especiales habrían jurado sus cargos, se habría leído la ley de dis­
turbios. se habría convocado a los militares, y lo más probable es que hu­
biera tenido lugar alguna colisión fatal. Ahora la multitud apenas atrae la
atención de un policía que pasa, pero sigue siendo una multitud, y, por lo
tanto, susceptible de las pasiones que pueden animar a la muchedum­
bre *>.

Semejante muchedumbre habría planteado una amenaza inmediata al Es­


tado, pero en esta representación se ha vuelto menos astuta y menos cons­
ciente de si misma como fuerza política, Taylor implica que lo mejor es
ver a la multitud como inconscientemente apasionada, más como muje­
res, criados o niños. Habiendo acabado así con el problema de su conteni­
do político, Taylor llega a la siguiente solución durante la misma visita a la
fábrica:

De hecho, todas las personas que trabajan en una fábrica están someti­
das al control de un poder capaz de mediar entre ellas con igual justicia y
autoridad... La máquina de vapor es el árbitro más imparcial de todos: es
impasible ante el soborno, es insensible a la adulación y es el ayudante y
amigo común de todos21.

Representar a la máquina como una fuerza racional semejante permite a


Taylor identificarla como la forma ideal de autoridad masculina. Asi, la
máquina ofrece la solución al mismo problema que en teoría había causa­
do, a saber, la acumulación de trabajadores.
Taylor, al replantearse el problema de la combinación, tradujo metafó­
ricamente el problema a diferencias de género que la sociología urbana es­
taba entonces transformando en una herramienta analítica. Durante la dé­
cada de 1810 numerosos escritores se atribuyeron la tarea de delimitar
aquellas regiones de la sociedad que promovían la resistencia política. Por

•0 W. Cooke Taylor, pág 7.


’ ■W. Cooke Taylor. págs. 120-121.
ejemplo, en su libro The Moral and Physical Cortdition ofthe Worlcing
Classes Employed in ihe Coiton Manufacture in Manchester, James Kay
Shuttleworth ordenó todos los tropos del discurso ilustrado, sobre todo
aquellos que unían el poder a la observación22. «U no debe descender a
donde habita la pobreza», argumenta, «uno debe frecuentar los callejones
estrechos, los patios abarrotados, las habitaciones de miseria donde vive
demasiada gente, donde la pobreza y la enfermedad se congregan alrede­
dor del origen del descontento social y el desorden político en el centro de
nuestras ciudades grandes, y contemplar con alarma males que supuran en
secreto en el mismo corazón de la sociedad»21. Las observaciones de Shut­
tleworth sacan a la luz. la ciudad infestada con un gesto que descubre tanto
el problema como su solución. Transforma los signos de la combinación
de aquellos de una organización política en oposición a los de una cultura
degenerada. Tal gesto etnográfico sitúa las prácticas asociadas con la com­
binación fuera de la cultura propiamente dicha y, con todo, dentro de la
esfera de lo social en la que se pueden observar y dominar analíticamente.
Shuttleworth representa primero la cultura de la clase trabajadora
como un espacio que carece de ciertas fronteras. Estas fronteras formarían
las categorías que deben estar presentes, según la definición ilustrada, para
que la cultura exista24. Pero la ausencia de tales fronteras no significa que,
de acuerdo con esta figura de pensamiento, se esté en presencia de la natu­
raleza. Más bien representa una cultura tan degenerada que sólo se puede
describir en términos de disolución e inmundicia. Shuttleworth procede a

22 Me baso aquí y en otros pasajes de este capitulo en Discipline and Punisfi: TheBirih oflhe
Pnson, trád. Alan Sheridan (Nueva York, Vjniage, 1979) de Michel Foucault. Especialmente
importante es la idea de que las estrategias discursiva? sustituyen al uso de la fuerza como me­
dio aprobado de control social. Sin embargo, al tomar prestada la nal ración de cambio cultural
de Foucault para organizar mis propias observaciones y datos, mi propósito es hacer hincapié
en lo que estaba enjuego al hacer que la idea de un «mecanismo», como Foucault se refiere con
frecuencia a estas estrategias, proporcione la justificación moral del crecimiento industrial
También quiero poner énfasis en el punto hasta el que el discurso, al convertirse en medio de
control social, no asumió este rol en virtud de un poder inherente a él. Aunque ciertas formas
de resistencia a la institucionalización de la cultura desempeñan un papel crucial en el mo­
delo de Foucault, no lo hacen preservando un concepto anterior del orden, ni dramatiza el pro­
ceso de desmantelamiento de otras formaciones culturales. Su historia del poder, por lo tanto,
describe a menudo lo que parece ser el despliegue inexorable del orden.
James Phillips ICay Shutlleworth, The Moral and Fkysical Condilion o f thc Working
Classes Fmployed in ihe Coiton Manufacture in Manchesier (Ixindres. Frank Cass, 1832; reim­
preso en 1970). pág. 8. Las citas del lento corresponden a esta edición.
24 Al describir a los escritores de viajes y protoantropók)gos del periodo entre 1650 y 1750,
J. M. Coetóce explica cómo intentaron desterrar el ideal edénico de cultura y fijaron la cultura
en v a de dio a la idea del trahajo. «Anthropology and thc Hottentots». Semiótica, 54 (1985),
91. Ciertas categorías tales como el vestido, la dieta, la medicina, la habitación, el derecho y el
comercio se siguen de esto, según Coetzee: «Estas categorías deben a toda costa mantenerse
apartadas. Forque el derrumbamiento de categorías y la mezcla de unas con otras amenaza con
un derrumbamiento del discurso sistemático en aquello en lo que comenzó el Míljcro una serie
de vistas y observaciones seleccionadas de entre datos sensoriales sobre la única base de que son
sobrecogedores, notables; es decir, en descripción meramente narrativa más que global
(pág 89).
ofrecer un resumen estadístico de información con respecto a la situación
de las calles en las secciones pobres de Manchester «Alrededor de 4^8 ca­
lles inspeccionadas: 214 no tenían ningún tipo de pavimento, 32 pavimen­
tadas en parte. 63 mal ventiladas, y 259 contenían montones de desperdi­
cios, baches enormes, charcos estancados, inmundicias, etc.». A esto aña­
de un segundo conjunto de lo que califica de «resultados igualmente nota­
bles». Precisa las casas que necesitan reparaciones, hace una lista do las
que requieren encalado y cuenta las que son húmedas, están pobremente
ventiladas o necesitan retrete (pág. 31). A partir de ahí, el ojo inspecciona-
dor del autor avanza con método introspectivo para descubrir que el espa­
cio interior se caracteriza por una degeneración similar de fronteras. Lo
que me gustaría destacar al reproducir esta información es su lógica de ex­
plicación. Debería señalarse la forma en que una vez que el autor comien­
za a pensar en términos espaciales, toda combinación — por tradicional
que sea- parece limitada, superficial, primitiva, sucia y al mismo tiempo
parece estar sometida a ciertas formas de asimilación cultural a la que el
pueblo del siglo x v j i i nunca estuvo sometido.
Señalemos en concreto lo que le ocurre a la figura de la combinación
cuando Shuttleworth la usa para representar las condiciones reinantes en
el corazón mismo de la ciudad industrial. De forma significativa, para este
sociólogo temprano esc corazón es el dormitorio y allí, según sus palabras,
uno contempla «con alarma» que «toda una familia se acomoda con fre­
cuencia en una sola cama y a veces un montón de paja sucia y una manta
de vieja tela de saco los ocultan en un montón informe» (pág. 33. cursiva
mía). Este horror al amontonamiento y hacinamiento de cuerpos — que se
convertía rápidamente en la forma característica de pensar sobre ia com­
binación— convierte este material con gran carga política en un escándalo
sexual. La sensación de horror se agudiza con el descubrimiento de que
dos o más familias se podían apilaren una pequeña casucha o que una fa­
milia entera vive con frecuencia en una habitación de sótano. La disolu­
ción se extiende entonces hacia fuera desde el centro en el que la sociología
escenifica la escena primera, mientras Shuttleworth espía con ojos de vo-
yeur en habitaciones de sótano en las que los cerdos conviven con sus due­
ños, en las casas de alojamiento donde la gente duerme por tumos «sin
distinción de edad o sexo», y en retretes abiertos que pueden utilizar hasta
doscientas personas (pág. 33).
En el corazón de la ciudad industrial, pues, el intelectual de clase me­
dia se encuentra con un desastre. Aquí la familia parece un montón de des­
hechos apenas distinguibles de la suciedad que los rodea. Para darle a esta
escena una causa, Shuttleworth se esfuerza por establecer una correlación
entre el deterioro visible en las calles y casas de vecindarios empobrecidos
y el número de pubs. y entre éstos y el número de delitos contra la pro­
piedad. Aquellas personas acostumbradas a beber y a robar son también aque­
llas a las que más fácilmente se puede incitar a provocar disturbios, con­
cluye Shuttleworth, pero esto no sugiere una causa política para el desor­
den social. Los vecindarios donde el deterioro físico era particularmente
evidente eran los que tenían mayor número de pubs y el índice de crimina­
lidad más alto, porque en ellos se podía encontrar «un predominio de la
sensualidad» (págs. 62-63). Una vez que Shuttlcworth ve la situación físi­
ca de la clase trabajadora en términos de genero y generación, considera la
sexualidad o, en otras palabras, la situación moral del trabajador, como la
causa de su situación económica.
Shuttleworth explica que reunió sus datos «mientras trabajaba con los
miembros, muy inteligentes, de la Junta de Salud, con sede en Manches-
ter, en la creación y puesta en práctica de planes para el alivio de las perso­
nas que sufrían cólera» (pág. 3). La cuestión no es si las grandes epidemias
de cólera de la década de 1830 fueron lo que en realidad indujo a los fun­
cionarios del gobierno a recoger esta información sobre los pobres. Para
mis fines, lo que importa es que los procedimientos sanitarios proporcio­
naron al gobierno un modelo para controlar a las masas urbanas. Discipli­
na y castigo de Foucault describe la simbiosis moderna de enfermedad y
poder de esta forma: «la imagen de la plaga representa todas las formas de
confusión y desorden».

El orden le hace frente; su función es eliminar toda posible confusión: la


de la enfermedad, que se transmite cuando los cuerpos se amontonan; la
del mal, que se incrementa cuando el miedo y la muerte superan las pro­
hibiciones. Designa para cada individuo su lugar, su cuerpo, su enferme­
dad y su muerte, su bienestar, por medio de un poder omnipresente y
omnisciente que se suhdivide de una forma regular e ininterrumpida in­
cluso hasta llegar a la determinación última del individuo, de lo que le
caracteriza. Contra la plaga, que es una mezcla, la disciplina despliega su
poder, que es el poder del análisis25.

/VI plasmar sus observaciones en forma escrita, los primeros sociólogos


inscribieron un problema de relaciones de clase y proporciones nacionales
en el marco de un espacio discreto dividido por calles, casas y dormitorios.
Al traducir un escándalo político en un escándalo sexual, tales escritos em­
pezaron aparentemente a ejercer una forma de poder político por derecho
propio.
Al escribir Artisans and Machinery, Peter Gaskell se dispuso a discutir
las conclusiones de Shuttlcworth. Gaskell veía la productividad industrial
de Inglaterra como algo que crecía a expensas de una clase artesana que
parecía salir ganando en una sociedad preindustrial. Los artesanos no son
en absoluto dados a la violencia, defiende, sino que son hombres amantes
de la familia que han sido separados contra su voluntad de sus esposas c
hijos por el sistema de las fábricas. Así, representa inicialmente el proble­
ma en términos que apuntan el dedo acusador a la industrialización. Pero
aunque Gaskell pretende discutirle a Shuttleworth la causa del problema.

25 Foucault. Discipline and Punish, pág. 197.


se basa en los datos de este último. Estos datos no le permiten examinar
demasiado a fondo cualquier causa política, sino que le hacen buscar una
causa en la degradación personal que resulta de la industrialización. Gas­
kell comienza insistiendo en que la deplorable situación de los artesanos
surge «de la separación de las familias, la ruptura de los hogares, el trastor­
no de todos aquellos vínculos que unen el corazón del hombre a lo mejor
de su naturaleza, — a saber, sus instintos y afectos sociales»26. Aunque su
intención es acusar al sistema de las fábricas de la destrucción del modo de
vida tradicional del artesano, Gaskell describe un círculo completo hasta
identificar esc modo de vida como el problema. Describe el hogar del arte­
sano como un hogar carente de las divisiones que deberían organizar la
vida personal. Tal como señala, «el modo promiscuo que las familias tie­
nen de amontonarse como ganado, — un modo que impide toda intimidad
y que, al sacar a la luz cosas que de acuerdo con la delicadeza deberían es­
tar ocultas a la observación, destruye todos los conceptos de decencia se­
xual y castidad doméstica» (pág. 89). A pesar de la intención inicial del au­
tor, pues, éste sigue usándolos tropos de la división para definir el orden y
los de la combinación para representar el desorden.
En el siguiente pasaje del estudio de Gaskell, se puede observar cómo
su lógica se retuerce para incluir dentro del hogar del artesano todos los
problemas que causan el trastorno de esc hogar:

Un hogar constituido así, en el que todos los principios de la decencia y


respeto moral de la vida doméstica son violados constantemente, reduce
a los que viven en él a una situación que apenas supera la de un salvaje.
La temeridad, la imprevisión y la pobreza innecesaria, el hambre, la de­
sobediencia, la no observancia de los derechos conyugales, la ausencia
de amor materno, la destrucción del afecto entre hermanos, son con fre­
cuencia sus elementos, y las consecuencias de una combinación tal son la
degradación moral, la destrucción de los placeres domésticos y la mise­
ria social (pág. 89. cursiva mía).

Me gustaría indicar que, una vez que el lenguaje del primitivismo aparece,
sólo hace falta un sencillo paso para que esta lógica cultural se mueva de
forma intercambiable entre términos que representan la situación física
de los pobres («pobreza» y «hambre») y aquellos que representan su dege­
neración moral («temeridad», «imprevisión», «desobediencia»), hasta
que causa y efecto se ven totalmente invertidos. «La degradación moral, la
destrucción de los placeres domésticos y la miseria social» son «las conse­
cuencias de una combinación tal». En este contexto, el término «combina­
ción», que no es nunca una palabra neutral, connota falta de propiedad se­

2<> Pcicr Gaskell, Anisan i and Machimry: The MoraI and Physica! Condition o f ¡he Manu-
facturing PopulaJivn L'onsidererl with Referente ío M erhanhal Substituía for Human Labor
(tandies. TranlcCass, 1836: reimpreso en ]968). pág. 6. Las dtasdel tentó corresponden a esta
edición.
xual y mezcolanza ilícita, incluso cuando se refiere al desperdigamiento de
miembros de la familia. Ya sea de forma intencional o involuntaria, Gas­
kell plantea una oscura causa sexual para el trastorno de la familia tradi­
cional.
Queriendo rescatar a la familia más que culpar al artesano, Gaskell la­
menta que haya pasado el tiempo en que las familias estaban, como
él dice,

unidas por el fuerte vinculo del afecto, cada miembro a su vez, al alcan­
zar una edad adecuada para el telar, sumaba su trabajo al conjunto gene­
ral, formando parte su salario de un fondo, la totalidad del cual se ponía
a disposición del padre o de la madre, según fuera el caso; y cada indivi­
duo confiaba en él o en ella para que sus necesidades fueran adecuada­
mente atendidas (pág. 60).

Pero un proyecto que comienza lamentando los efccios divisorios del sis­
tema de las fábricas sobre la familia, el pueblo y la clase sitúa en última
instancia el problema dentro de un marco doméstico. Contenido así.
adopta la forma de un comportamiento sexual que viola los principios fa­
miliares más básicos. Así, cuando imagina la solución a este problema en
términos de una reunión familiar, Gaskell representa a la familia en térmi­
nos que eliminan a la familia original27. En marcado contraste con el arte­
sano tradicional tal como era anteriormente descrito, el hombre rehabi­
litado

está ahora en estado estacionario, ha perdido sus hábitos depredadores y


ha asumido su rango como un ser social y moral: que en sus avances pos-
tenores sigue mejorando el lugar donde vive, construye su casa de modo
que dure más y con mejores materiales: la divide en compartimientos
distintos y separa los sexos; que su esposa ya no es un instrumento de su
trabajo, sino que depende de él para su manutención; que el intercambio
promiscuo entre los sexos se condena y prohíbe como algo injurioso con
respecto al contrato matrimonial: y que así, paso tras paso, llega hasta
el máximo de civilización y excelencia de confederación social (pá­
gina 77).

lis cierto que Gaskell sitúa inicialmente a la familia tradicional frente a la


organización inhumanamente mecanizada de la fábrica. Pero conforme su
estudio avanza, se puede ver que la familia cambia. El hogar está sometido
a la misma percepción espacial, compartamental y basada en el género que
organizaba el espacio de la fábrica.
Mientras que la sociología redefmía la resistencia política como la
carencia de orden dentro del mundo privado del individuo, otras obras in­

27 Sobre la familia artesana. ver Hans Medick, «The Proto-lndustrial Family Economya.en
Industrialization befan- Induslriuliuitinn. trad. Bcalc Sehempp. cds. Peter Kreidtc. Hans Mc-
dick y Jurgen Schlumbohm (Cambridge, Cambridge University Press. 1981), pigs. 21-29.
tentaban humanizar la fábrica. No tan prolíficas como la nueva sociología
quizá, pero ciertamente lo bastante copiosas para garantizar nuestra aten­
ción, estos escritos representaban a la fábrica en posesión precisamente de
las fronteras de las que carecía la cultura de la clase trabajadora. La filoso­
fía de la fabricación, como se llamaba a sí misma, comenzaba por desnu­
dar a la maquinaria de los rasgos desagradables que había adquirido en dé­
cadas precedentes. Las «oscuras fábricas satánicas» de Blake, la «enorme
máquina demoniaca» de Carlyle, la «excrecencia mohosa del cuerpo polí­
tico» de Southey o el tiránico Rey del Vapor que se abre paso eructando a
través de las caricaturas políticas y las baladas de la clase trabajadora son
algunos ejemplos de las imágenes monstruosas que este nuevo tipo de es­
critos habían de superar.
Uno de los intentos más influyentes de representación de la máquina
como un sistema racional, el tratado de Charles Babbage On ¡he Economv
o f Machinery and Manufacturéis ilustra cómo la máquina se convirtió en
instrumento y figura del mismo orden social. Babbage muestra que aun­
que el movimiento de la máquina se origina en una ola de fuerza explosi­
va. tal fuerza es esencialmente improductiva. Manifiesta todas las irregu­
laridades del trabajo humano de una forma peligrosamente intensificada,
l os efectos correctivos de la máquina se ponen en marcha cuando el vo­
lante traduce esta fuerza violenta e intermitente en una fuerza continua­
mente productiva. Un «guardia» o termostato garantiza entonces tanto la
uniformidad del producto como la regularidad de la producción. La des­
cripción de Babbage empareja el principio de la uniformidad con el de la
división para diferenciar a los individuos según la función. Una cinta
transportadora permite que los individuos estén fijos en un espacio en el
que la productividad de cada uno se puede supervisar cuidadosamente28.
Es obvio que Babbage supera el mero diseño de una fábrica. Se ha topado
con una nueva forma de pensar sobre el poder político.
En su descripción, uno puede apreciar que la máquina ha dejado de es­
tar en contra de la naturaleza y que se convierte en una extensión de la
misma y la perfecciona. Andrew Ure, autor que escribe sobre el tema y que
es igualmente influyente , desarrolló este concepto en una representación
todavía más idealizada de la maquinaria. En la crónica de Urc, las virtu­
des del sistema de las fábricas se hacen evidentes cuando uno ve ese siste­
ma como «un enorme autómata, compuesto por diversos órganos mecáni­
cos e intelectuales, actuando en concierto ininterrumpido para la produc­
ción de un objeto común, todos ellos subordinados a una fuerza motriz
que se regula por sí misma»2’ . Tal imagen mezcla los lenguajes de la tecno-

Charles Babbage, On the Kcoiwmy o f Machinery and Manufacturen (Londres. 1835),


pá«s. 38-73.
Andrew Urc, The Phüusophy o f Manufacture: or. An Exposition o f the Scientific, Mora!,
and Commercial tconomy of Great Britatn (Londres. 1835), pág. 13. Las citas del texto corres­
ponden a esta edición.
logia y la medicina para crear un modo de análisis que sirve para objetos
mecánicos y naturales. Esto equivale a otorgar a la vida orgánica, por una
parte, propiedades mecánicas, puesto que los objetos naturales se repre­
sentan como sistemas racionalmente comprensibles; y por otra, la máqui­
na adquiere cualidades del individuo moderno. Se convierte en un ser au­
tónomo con inteligencia racional propia. Cuando todos los sistemas de
cualquier mecanismo «están en armonía», según Ure, «forman un cuerpo
capaz de desplegar numerosas funciones de forma intrínseca y autorregu­
ladora, como las de la vida orgánica» (pág. 55). Esta mediación de hombre
y máquina constituye lo que Ure, en uno de los títulos de capítulo, llama
«La economía moral del sistema de las fábricas», sustituyendo aquello a lo
que Thompson denominaba la «economía moral del pueblo del siglo
xvnr» como principio organizativo de las relaciones políticas. Creo que es
revelador el hecho de que igual que las fuerzas de la naturaleza facultan a
la máquina de Babbage, la naturaleza y el mecanismo comprenden con­
ceptos mutuamente dependientes en la figura de Ure. Lo que sugiero es
que estas representaciones de la fábrica como un orden racional adopta­
ron esta forma al intentar superar imaginativamente el problema de la re­
sistencia política.
Ure afirma que la fábrica ofrece un refugio de civilización a los trabaja­
dores, ya que su abuso de la maquinaria es un signo de su situación primi­
tiva. «Cuando el salvaje errante se convierte en ciudadano», explica Ure,
«renuncia a muchos de sus placeres peligrosos a cambio de la tranquilidad
y la protección» (pág. 278). El autor usa así el contrato social en la refor­
mulación de la relación entre propietario y trabajadores de acuerdo con la
relación que acaba de establecer entre maquinaria y naturaleza; la fábrica
ofrece a los trabajadores «trabajo continuo más leve con un sueldo más
constante» a cambio de su renuncia a la violencia (pág. 278). Y los efectos
socializadores de la fábrica no terminan aquí. La fábrica también femini-
za a la mujer, cuyo cuerpo se vuelve más esbelto y erguido cuando trabaja
en un telar mecánico. Contrariamente a otras opiniones, la vida de la fá­
brica mejora de distintas formas el aspecto de la mujer. Tal como indica
Ure: «Muchas de ellas han adoptado modas de buen gusto, tales como lle­
var primorosos pañuelos en la cabeza, y no poco del estilo griego de la be­
lleza» (pág. 350). Lo que es más, la virtud de la doncella no se ve compro­
metida por la mezcla de sexos que supuestamente tiene lugar en la fábrica,
porque tal y como Ure nos recuerda: «Cuando se le preguntó a una de ellas
cuyas mejillas tenían una lina tonalidad rosa, cuánto tiempo llevaba tra­
bajando en la fábrica, respondió que nueve años y se sonrojó de vergüenza
al verse interpelada con tanta ligereza» (pág. 351). Los efectos saludables
del lugar también afectan a los niños, que se quedan después del trabajo,
se les separa según los sexos, se les lava y luego reciben «instrucción en lec­
tura, escritura y aritmética» (pág. 351). En un tiempo amenazada por la fá­
brica, la vida familiar, en opinión de Ure, está unida ahora al principio de
la mecanización. Su fábrica proporciona precisamente ese orden del que
carece el hogar del artesano, pero que es necesario para el desarrollo «nor­
mal» de un individuo. Teniendo en cuenta mi argumento, es particular­
mente importante señalar lo que el uso del espacio doméstico de Ure tiene
en común con el de Shuttleworth: ambos utilizan el espacio doméstico
para representar una forma de poder que no tiene ninguna localización
privilegiada, que no es represiva ni dogmática y cuya eficacia reside en
una capacidad para distribuir, clasificar, analizar y proporcionar indivi­
dualidad espacial para cualquier objeto.

L a p o l I t ic a d e l a f ic c ió n d o m é s tic a : 1848

Tras este rodeo a través de territorio extraliterario, volvamos ahora al


asunto con el que empecé, la ficción doméstica que apareció en 1848. D u­
rante el periodo de treinta años en el que la figura de la combinación tuvo
importancia desde el punto de vista político, se usó comúnmente para re­
presentar el desorden social como un escándalo sexual. Durante el mismo
perioso casi no se escribieron novelas domésticas. Habían desaparecido
las heroínas de Richardson, Bumey y Austen que parecían desafiar ias
fronteras de familia, estatus y función. En la ficción posterior, los matri­
monios que cambiaban el estatus social de la gente nunca conducían a la
felicidad personal. La mayoría de las veces llevaban al desastre personal,
sobre todo a las mujeres. Entre tanto, el hogar se convirtió en un lugar para
la restauración de las fronteras, que precisamente esta forma socialmente
ambiciosa de deseo había oscurecido. Aunque la ficción doméstica escrita
después de 1848, al igual que la ficción escrita antes de 1818, seguía tra­
tando problemas de deseo mal orientado y seguía resolviéndolos con el
matrimonio, tuvo no obstante que formular estos problemas de otra for­
ma. Porque las novelas tenían otro objetivo político que domesticar y fc-
minizar.
Las novelas de 1848 empiezan con escenas violentas de castigo y exclu­
sión: la denigración brutal a la que Hindley somete a HeathclifTen Cum­
bres borrascosas; la noche de tormento de Jane Eyre en la habitación roja;
el abrupto rechazo de Becky por parte de Joseph Sedley en Vanity Fair; el
sufrimiento gratuito que padecen los trabajadores a manos de Bounderby
y Carson en las novelas de Dickens y Elizabeth Gaskell. Y cada una de es­
tas escenas de castigo injustificado genera una indignación tremenda por
la suerte de los desamparados. Para empezar, la propia violencia parece
tener una causa externa. De una forma u otra, la historia ha irrumpido en
el hogar y ha trastornado su orden tradicional. Las guerras napoleónicas
en Vanity Fair destruyen las esperanzas tradicionales de felicidad de Ame­
lia y fomentan las ambiciones imprudentes de Bccky. La historia en la for­
ma de arcaicas leyes de herencia y colonialismo británico trastorna de for­
ma similar el romance convencional en Jane Eyre cuando se descubre que
la casa de Rochesler tiene una habitación más en la que oculta a una espo­
sa con la que se casó por su fortuna y que trajo de las Indias Orientales
años antes, En contraste con las casas solariegas de Richardson y Austen,
el Thornfield Hall de Brontfc no puede contener sus materiales históricos,
y ella se siente obligada a destruir la casa antes de permitir que Jane y Ro-
chester se casen. L-as implacables operaciones de capitalismo llevadas a
cabo por HeathclifT desmantelan las familias que organizan Cumbres bo­
rrascosas cuando él suplanta al heredero legal de las propiedades Eams-
haw y luego procede a trastornar toda relación tradicional de la novela. La
introducción del nuevo material histórico es todavía más conspicua en
Mary Burlón, en la que las relaciones domésticas deben ser rescatadas de
alguna manera a partir de la materia de la nueva sociología.
Es curioso que cuando Mrs. Gaskell representa el problema en térmi­
nos explícitamente políticos:

Viviendo en Manchester, pero con un gusto profundo y una afectuosa


admiración por el campo, mi primer pensamiento fue encontrar un mar­
co para m i relato en algún escenario rural; y ya había hecho algún progre­
so en un relato, ambientado en las fronteras de Yorkshire hace más de un
siglo, cuando me acordé de cuán profundo podría ser el romance en las
vidas de algunos de los que me tropezaba diariamente en las concurridas
calles de laciudad en la que residía. Siempre había sentido una profunda
simpatía por los hombres cargados de preocupaciones, que parecían
condenados a vivir luchando en extrañas alternancias entre trabajo y ne­
cesidad; zarandeados de aquí para allá por las circunstancias, aparente­
mente incluso en mayor grado que otros hombres30.

el trastorno que ocasiona la violencia parece no tener ninguna causa políti­


ca. Aunque Mary Barton empieza lamentando la distancia cada vez mayor
entre las clases, Gaskell dedica pronto toda su ingenuidad retórica a decla­
rar ilegal la práctica de la combinación. En contraste con Shuttleworth y
otros muchos que escribieron sobre la situación en la ciudad, ella escribe
como novelista y, por tanto, como mujer. Como tal, puede afirmar «no sa­
ber nada de economía política o de las teorías de comercio» (pág. 38). Sin
embargo, para un estudio histórico las estrategias que la ficción de Gaskell
comparte en realidad con los escritos de Shuttleworth y otros son más im­
portantes que los modos en que su ficción difiere de los datos empíricos de
aquéllos.
Los convencionalismos de la sociología son igual de importantes que
los convencionalismos sentimentales a la hora de determinar cómo vino a
entenderse el problema de la situación de los trabajadores. Los dos modos
de escribir cooperan para confinar el trastorno político dentro de un mar­
co apolítico. Aunque Mrs. Gaskell incluye material político en su forma
más actual, la historia desaparece prácticamente de su novela conforme el

30 Elizabeih Gaskell, Mary Hartón, A TaleofManehester Life, ed. Stephen Gilí (Harmonds-
worth, Penguin, 1970), pág. 37. Las citas del te*to corresponden a esta edición.
conflicto de clases viene a ser representado como una cuestión de mala
conducta sexual y un escándalo familiar11. Las otras novelas que estoy
considerando revelan de forma similar un escándalo sexual como fuente
de perturbaciones que deshacen una familia. El vínculo que une a Catheri-
ne con HeathclifT — a través del tiempo y el espacio y en violación de las
leyes matrimoniales— causa que el fantasma de ella perturbe el sueño de
Lockwood. Esto le obliga a su vez a pedir con insistencia la historia de las
relaciones sexuales que identifica el vínculo entre Catherine y Heathcliff
como la causa secreta de todos los acontecimientos perturbadores de la
novela. Tal deseo ilícito es también la verdad última que descubrimos en
Jane Eyre. Debajo de todas las aventuras sexuales que comprende la histo­
ria de Rochester, Jane descubre el escándalo mucho mayor de un matri­
monio basado únicamente en el dinero y la lujuria que hace imposible una
relación de compañerismo. Y ¿qué otra cosa crea cambio en Vanity hair
sino el subversivo comportamiento sexual de Beckv? Es ella la que priva a
Amelia de un amante marido mucho antes de que Thackeray haga que éste
muera en el campo de batalla de Waterloo.
Lo que nos hace regresar, pues, a la cuestión de las mujeres monstruo­
sas por las que se recuerda esta ficción: ¿Qué función desempeñaban en el
proceso histórico que he ido esbozando? Como ya he explicado en capítu­
los anteriores, el siglo xvm se caracteriza por la preocupación mostrada
por la representación de la alianza legitima de los sexos. Pero en el mo­
mento culminante del periodo Victoriano, esa alianza tuvo que desplazar y
resolver un conflicto político muy diferente. Tal como Foucault señala en
l a historia Je ¡a sexualidad, se llegó a un punto durante el siglo xix en el
que «la pareja legitima, con su sexualidad normal, tenía derecho a más
discreción. Tendía a funcionar como una norma, una norma más estricta»
que un concepto anterior de la sexualidad, pero que también estaba menos
sujeto a representación32. Pamela no es una buena novela en términos ac­
tuales en gran medida porque Richardson, después de que Mr. B reconoz­
ca que Pamela es deseable como esposa, pasa a describir su estado de ma­
trimonio perfecto. Pero hasta en eso se detiene antes de describir la perfec­
ta noche de bodas que según él pueden sus personajes disfrutar por fin. No
obstante. Foucault nos recuerda que durante el siglo xix,
loque fue objeto de escrutinio fue la sexualidad de niños, hombres y mu­
jeres. locos y criminales; la sensualidad de aquellos a los que no les gusta­
ba el sexo opuesto; ensueños, obsesiones, manías mezquinas o grandes
ataques de rabia. l legó el momento de que tenias estas figuras, a las que
apenas se había prestado atención en el pasado, dieran un paso al frente
y hablaran, hicieran la difícil confesión de lo que eran (págs. 38-39).

3* Para un estudio déla relación entrenoviazgo y política en novelas de mediado el periodo


V ictoriano, ver Ruth Yeazell, «Why Polmuil Novéis Havc Heroines: Syhil. Mury Burmn, and
Félix H olt», Novel, 18 (1985). 126-44.
Michel Foucault. The History o/SexuaJily. vol.l, An Imroduclion, trad. Robert Hurley
(Nueva York. Panthcon. 1978). pág. 38, Las citas del texto corresponden a esta edición.
Tales figuras ensombrecen los personajes normales de las novelas de fina­
les de la década de 1840, pero quizá en ningún lugar tan obviamente como
en la obra de las Bronte.
Ningún lector olvida a la mujer «mala, loca y embrutecida» de Roches-
ler tal y como se la representa aquí:

En la sombra profunda, en el extremo más alejado de la habitación, una


figura corría adelante y atrás. A primera vista no se podfa decir que era,
si bestia o ser humano: al parecer se arrastraba a cuatro patas: amenaza­
ba y gruñía como algún extraño animal salvaje; pero estaba cubierta con
ropas; y un cabello oscuro y canoso, salvaje como un hombre, ocultaba
su cabcza y rostro51.

O consideremos la última visión que recibimos de la mujer que induce a


Heathcliflf a cometer crímenes contra la familia en Cumbres borrascosas.
Tal como éJ relata: «Hice que el sacristán apartara la tierra de la tapa del
ataúd y lo abrí. Pensé: me habría quedado allí, cuando vi de nuevo su ros­
tro — es todavía de ella— ; le costó mucho conseguirquc me moviera; pero
dijo que cambiaría si le daba el aire»’4. Representando a la última mujer
de la primera generación de los tam shaw y encamando el concepto de
identidad preindividualisla de éstos, vive en el presente como un
niño fantasmal. De esta forma, ella penetra en el sueño del individuo com­
pletamente moderno que ha invadido su habitación y ha hojeado los li­
bros en los que quedan huellas de su historia personal. En una escena en la
que Bronte descuida deliberadamente el establecimiento de distinciones
entre experiencia subjetiva y objetiva, esta mujer fantasmal agarra a Lock-
wood, el narrador intruso, con «una manita fría como el hielo». Tal inva­
sión de una mujer en la consciencia de un hombre convierte la habitación
en algo que se asemeja a la escena de una violación, sólo que aquí los ras­
gos del agresor y la víctima se confunden de forma grotesca junto con los
rasgos de género. Según la descripción del narrador: «Tiré de su muñeca
hasta ponerla sobre el cristal roto y la moví arriba y abajo hasta que la san­
gre corrió y empapó las sábanas; siguió gimiendo, “¡déjame entrar!” y
mantuvo su apretón tenaz, casi volviéndome loco de terror» (pág. 30). A
diferencia del deseo que amenazaba con adoptar formas de violación o
adulterio en la ficción anterior, este material no se puede domesticar por
medio del matrimonio. Está definitivamente fuera de la cultura.
Thackeray emplea una figura similar de disolución de frontera para re­
presentar cienos deseos humanos que no se pueden incluir dentro de la

Charlotte Bronte. Janr Eyre, ed. Richard J. Duntl (Nueva York, W . W. Norton. 1971),
pág. 257-258 Las citas del texto corresponden a esta edición. ÍJuni' F.yre, Ed. Bruguera, Barce­
lona. 1976.)
M Emily Bronte. Wuthering Heighls, ed. W illiam M. Sale, Jr. (Nueva York, W W. Norton,
1972), pág. 228. Las citas del texto corresponden a esta edición. (Cumbres borrascosas. Ed. C á­
tedra. M adrid, 1989.)
novela, al menos en ninguna forma literal o modo realista de descripción.
Al descubrir la infidelidad de Becky, su marido destroza el hogar de am­
bos, reduciéndolo a «un montón de vanidades abatidas yaciendo en rui­
nas», y la envía de vuelta a las calles de las que vino (cursiva m ía)35. Es sig­
nificativo el hecho de que una vez fuera de las fronteras de la sociedad cor­
tés, Becky pierda su aguda delincación socioeconómica. Para representar
lo que una mujer en este estado viene a ser, Thackeray recurre a una figura
literaria, las sirenas de la mitología clásica. Aparentemente «parecen her­
mosas cuando se sientan en una roca y te hacen señas para que te acer­
ques». pero, advierte el narrador, cuando se hunden en su propio elemen­
to — en este caso, la ciudad— «esas sirenas no sirven para nada, y es mejor
que no examinemos a los diabólicos caníbales marinos, celebrando un fes­
tín con sus victimas escabechadas» (pág. 617). Cuando la figura clásica
que representa el deseo inal orientado se reescribe para un público Victo­
riano, pierde sus rasgos estéticos y adopta los de un salvaje. Por mucho
que Becky se pueda parecer a la gente de la sociedad cortés, ese parecido
es, como mucho, superficial. Su conducta sexual revela que procede de
otra clase.
El famoso sistema de clasificación de Henry Mayhew para el compor­
tamiento criminal en London Labour and l.ondon Povr (1862) se puede
ver cómo un intelectual de clase media intenta transformar descarada­
mente el problema de una clase trabajadora empobrecida por medio de la
traducción de este dilema social en términos sexuales3*'. Al construir su
sistema de todos los tipos criminales que pueblan Londres, Mayhew se
abre paso a través de las categorías políticas — distinciones basadas en la
fuente de ingresos y el lugar dentro de una economía competitiva de
uno— que los escritos anteriores sobre economía política habían aislado y
refinado. Para Mayhew la primera y más básica distinción entre los hom­
bres era el profundo abismo entre los que trabajaban y los que no trabaja­
ban. Entre los que no querían o no podían trabajar se encontraban todos
los tipos criminales, según Mayhew. Tal opinión sobre el vasto número de
desempleados que caracteriza a la Inglaterra victoriana puede ayudara ex­
plicar cómo el capitalismo vino a ser relativamente estable mediado el si­
glo xix a pesar de las continuas fluctuaciones de la economía. Tal como
Thomas Laqueur nos recuerda:

Las grandes divisiones en la sociedad del siglo xix no se daban entre las
clases m e d ia y tra b a ja d o ra , sino entre las clases ociosas y las n o ociosas,
entre los toscos y los respetables, en tre los religiosos y los n o religiosos.
T o d as estas d iv is io n e s p asab a n p o r e n c im a de las lineas de clase. L a ética

35 Vv'illiam MaVcpeaceThackeray, Vanily Fair.cds. GeolVrcy y Kathleen Tillotson (Boston.


Houghkm M ifflin, 1963). pág. 516. Las citas del texto corresponden a esta edición. 'La feria de
las vanidades. Ed. Aguilar. Madrid. 1957.)
3<> Henry Mayhew. London Labour and LoniJon Poor, vol. IV (Nueva York, Dover, 1862:
reimpreso en 1968). pág. 15. Las citas del texto corresponden a esta edición,
puritana no era, por lo tanto, el monopolio de los propietarios de capital;
era la ideología de los que trabajaban frente a aquellos que no traba­
jaban-17.

Mientras esta oposición binaria se forjó en las descripciones sociológicas


de las décadas de 1830 y 1840, la segunda mitad del siglo xtx haría de esas
categorías algo insensible al cuestionamiento. En London Labour and
Londun Foor Mayhew comienza directamente a enumerar los diversos ti­
pos de crímenes que abarcan los bajos fondos londinenses, pero su des­
cripción deja al margen abruptamente los delitos contra la propiedad. Se
aleja del mundo del crimen masculino y señala a la prostitución como la fi­
gura de prácticamente todas las demás formas de conducta criminal:

La prostitución, imaginada literalmente, es hacer un uso vil de cualquier


cosa; en este sentido el perjurio es una clase de prostitución, puesto que
es un uso indigno de la facultad del habla; igualmente, el soborno es una
prostitución del derecho al voto; mientras que la prostitución, llamada
así específicamente, es el uso que hace una mujer de sus encantos con fi­
nes inmorales... Sin embargo, sea cual sea la causa, el acto sigue siendo el
mismo y consiste en la perversión básica de los encantos de una mujer
— la rendición de su virtud a la indulgencia criminal (pág. 35).

Deberíamos destacar el reflejo que convierte a la mujer en el agente de su


propia prostitución («el uso que hace una mujer de sus encantos», «la ren­
dición de su virtud»). Vale la pena hacer una pausa para observar esta cu­
riosa tendencia a ver la prostitución como el único delito que parece ser su
propia causa. También vale la pena contemplar el papel que la prostitu­
ción desempeña en el sistema de clasificación de Mayhew en conjunto. En
su descripción, al principio la prostitución es simplemente una categoría
entre los muchos tipos de delitos cometidos por personas que no traba­
jan. Pero después esa categoría se hincha hasta convertirse en una elabora­
ción que comprende la mitad de todo el volumen y deviene tanto la figura
para el delito en general como la fuente implícita de toda transgresión. La
conducta sexual no sólo proporciona la base de todo el catálogo de May­
hew de delincuentes urbanos, sino que el tema de la prostitución Ic
ofrece un medio de comparar todas las culturas modernas así como las de
periodos anteriores. En resumen, la descripción que hace Mayhew de Lon­
dres anticipa un concepto de desviación delictiva que apunta a los trabaja­
dores pobres, pero que se puede extender a otras culturas. Su sociología ur­
bana proporciona, por lo tanto, la base general de los procedimientos an­
tropológicos.
Tras su estudio exhaustivo de la prostitución a través del tiempo y la
localización geográfica, Mayhew comienza la sección titulada «Ladrones y

37 Thomas Walter Laqueur, Religión and RéSpeciabihly: Surulay Schooh and Workjnn
Ctass Culture ¡7X0-1850 (New Havcn. Yalc Umvcrsíty Press, 1976). pág. 239.
timadores» ofreciendo una analogía para la curiosa estructura de su pro­
vecto: «A la hora de estudiar la geografía de un río es interesante ir a su
fuente... De forma similar procedemos a tratar a los ladrones y timadores
de la metrópolis» (pág. 273). En la fuente de la cultura criminal urbana,
descubre a una mujer que es precisamente lo que la mujer doméstica no
es. y la describe en los mismos términos con los que describió a la pros­
tituta:

Miles de nuestros malhechores son entrenados desde la infancia en el


seno del crimen... A muchos de ellos se les lleva a tabernas y bares en el
pecho de ¡núliles madres borrachas, mientras que otros, vestidos con ha­
rapos, les pisan los talones o se cuelgan de las faLdas de sus enaguas
(pág. 273).

Por medio de esla referencia a Mayhew, deseo hacer referencia a la impor­


tancia de la prostituta en el pensamiento político del siglo xtx, que utiliza
esta figura para evaluar a las personas en términos que no tienen nada que
ver con sus circunstancias económicas o posición política38. Con todo, la
conducía sexual es claramente un lenguaje político. Sitúa tanto a los indi­
viduos como a las culturas en un continuo moral que declara perverso y
criminal cualquier comportamiento sexual distinto de la monogamia legí­
tima. Mayhew no sólo especifica un elaborado sistema de deseos normales
y un criterio para la conducta de la vida privada. También empica ese mo­
delo de sexualidad históricamente específico como universal y atemporal.
Si volvemos a analizar al personaje de la prostituta en la ficción, pode­
mos ver que ella es también la figura que subyace a todas las mujeres
monstruosas que se han estudiado. Olí ver Twisl (1837), una novela de la
primera época victoriana que no muestra todavía el tratamiento total que
da Dickcns a la relación entre dinero y amor, las dos mitades del mundo
Victoriano, ofrece una de las ilustraciones más claras del propósito retóri­
co que se encierra tras la aparición casi obligatoria de la prostituta en la
ficción. La caracterización que Dickens hace de Nancy, la prostituta de
buen corazón, demuestra la forma en que una lógica única del periodo Vic­
toriano se formuló a partir de los materiales de un momento anterior de la
historia. En ella, los elementos peligrosos que deben abolirsc en la prosti­
tuta están claramente presentes como tales, en lugar de estar dispersados,
como en novelas posteriores, entre los rasgos de sus manifestaciones me­
nos obvias. Nancy es la figura de la sexualidad ilícita; su conducta confun­
de el dinero con el sexo. Pero si Nancy comete ei delito de la prostitución y
— todavía peor— lleva a Olivcr con Fagin. la devoción que muestra hacia
su hombre, Sikcs, sobrepasa cualquier otra afiliación de la novela, y ella es

.18 Para un estudio de la prostituía en la Inglaterra victoriana. ver Judith R. Walkowitz,


Prostituíion and Viaorian Soáely: Wornen, Class. and the State (Cambridge, Cambridge Lfni-
versity Pre<¡.s. 1980).
la que en último término devuelve a Oliver a la sociedad cortés al divulgar
el secreto de su ascendencia. Paradójicamente, pues, Nancy es la antítesis
de la madre ausente y una fuente alternativa de alimento así como una
sustituía de esa madre. Tiene que ser la mezcla de rasgos sexuales ilícitos
con los atributos de la buena madre lo que hace de su cuerpo el escenario
de la violencia sexual. Más que ninguna otra escena del repertorio de Dic­
kens, incluyendo incluso la muerte de la pequeña Nell, la escena en la que
Sikes apalea a su prostituta-amante hasta matarla fascinó y anonadó al pú­
blico que se reunía para oír las representaciones leídas de Dickens-59. La
fuerza de la escena se debe al hecho de que Nancy es la representación de
otra sexualidad de clase así como una figura positiva. Su cuerpo mutilado
expresa una intensa hostilidad hacia las clases trabajadoras, aunque Dic-
kens las representa como víctimas que hay que rescatar. Se podría decir
que este cuerpo proporciona un campo en el que se enfrentan dos concep­
tos de la familia y en el que el antiguo da paso al nuevo.
Tras haber señalado el hábito de la cultura victoriana de sexualizar
toda combinación, es decir, de plasmar todas las formas colectivas de or­
ganización social como violaciones sexuales, hay que preguntarse aún qué
novedad introdujo la novela. La dramática reaparición de la ficción do­
méstica durante los últimos años de la década de 1840 sugiere que estas
novelas tenían su propio papel que desempeñar. No sólo contenían el de­
sorden dentro del hogar, sino que también le dieron forma femenina. En
otras palabras, apareciendo entre Shuttleworth en la década de 1830 y
Mayhew en la de 1860. las novelas desplazaron todavía más el conflicto
entre formaciones sociales en competencia al convertir la combinación en
una mujer que carecía de feminidad. No es accidental el hecho de que to­
das las mujeres monstruosas en cuestión tengan orígenes fuera de la clase
media. Asemejándose a la figura de Bajtin del cuerpo grotesco de varias

W Dickens comen/.ó a escribir Oliver Twist cuando Pickwick Papen aparecía por primera
ve* en cdición por entregas. A lo iarRO de su carrera, incluyó extractos titulados «Sikes and
Nancy» en sus lecturas públicas. muerte de Nancy fue lina pieza fija en su repertorio a pesar
del hecho de que los médicos le hablan advenido que la lectura de este episodio concreto le so­
breexcitaba gravemente y ponía en peligro su vida. Las mismas estrategias para tratar la cultura
de la pobreza que aparecen en esta novela dan forma a The U fe o f Charles Dickens (Londres.
Chapman and Hall, 1872) de John Forster. así como a todas las novelas que Dickens escribió
con posterioridad. Sobre esta cuestión, ver J.S. Schwarzbach. Dickens and (he City (Londres,
Atlilone. 1979), pág. 12. Pero la am plia recepción que tuvo la novela, a pesar de lo mixta que fue
al principio, sugiere que al llevar a la ciudad de nueva a la ficción. Oliver Twisi ofrecía una for­
m a de pensamiento narrativo en el que las fantasías políticas de una nueva geneiación de lecto­
res, así como las cicatrices de la traumática infancia de Dickens, se inscribían. En el invierno de
I -838, por citar un ejemplo notable del comentario de Kathleen Tillolson en !a edición de Cla-
rendon de Oliver Twisi, la joven reina Victoria encontraba la novela una lectura «excesivamen­
te interesante», incluso mientras una generación anterior de lectores, representada por su m a­
dre y lx>rd Mclboum e, amonestaran a Victoria por «leer libros ligeros» y expresaran su disgusto
por el «estilo bajo y degradante» de ¿stc. Oliver Twisi, ed. Kathleen 1 illotsoti (Oxford. Claren-
don. 1966), pág. 600. Las citas del texto corresponden a esta edición, (¡zts aventuras de Oliver
Twisi, Ed. Hniguera. Barcelona, 1981.)
formas, este tipo de cuerpo femenino es abierto, permeable y se caracteri­
za por una ambigüedad de género. En ella, los otros comportamientos se­
xuales perduran como formas arcaicas que son tanto impotentes como te­
rribles. Y cuando estos materiales culturales quedan contenidos dentro
del cuerpo de una loca, todas las amenazas de trastorno social pierden re­
pentinamente su significado político y son sofocadas igual de repentina­
mente.
Con el asesinato de Nancy, la conciencia colectiva de los bajos fondos
urbanos en Oliver Twist queda desmoralizada y los personajes desperdiga­
dos. La transformación del cuerpo de la prostituta en un cadáver apaleado
criminaliza instantáneamente al alegre grupo de ladrones que rescatan a
Oliver y evitar ciertamente que muera de hambre. Pero el asesinato de
Nancy también ofrece una forma de contener esta forma alternativa de or­
ganización social dentro de una figura de combinación y una manera para
transformar esa figura en una figura que pueda ser sometida a la autoridad
de la clase media. Nancy aparece en diversas formas a lo largo de la nove­
la, pero la que más se parece a las mujeres monstruosas de la ficción de las
Bronte no es la mujer que ha sido reducida a un charco de sangre, aunque
de hecho, en palabras del narrador, «era una figura horrible a la vista»
(pág. 323). En lugar de ello, ella asume proporciones verdaderamente góti­
cas sólo después de su asesinato y al permanecer viva en la imaginación de
su asesino40. Ejerce su poder no como un cuerpo material, sino como un
cuerpo psicológico:

Pues ahora se le aparecía una visión, tan constante y más terrible que
aquella de la que había escapado. Aquellos ojos abiertos y fijos, tan opa­
cos y vidriosos que él habría preferido ver a pensar en ellos, aparecían en
medio de la oscuridad: luz en ellos mismos, pero sin dar luz a nada. No
habia sino dos, pero estaban en todas partes. Si lograba apartarla visión,
aparecía la habitación con todos los objetos conocidos — algunos, de he­
cho, que él habría olvidado si los hubiera repetido de memoria — cada
uno en su lugar acostumbrado (págs. 327-28).

Cuando regresa para atormentar al criminal, deberíamos señalar, la figura


de la prostituta funciona del lado de la autoridad legítima. Ejerce un poder
panóptico que ve en lo profundo de los corazones de los hombres y de cuya
mirada éstos no pueden escapar, abarcando tanto cuanto abarca. Este po­
der es una forma de control social por derecho propio y se necesita de he­
cho para llevar a la novela a una conclusión lograda. Al quedar contenida
dentro del marco de la subjetividad de Sike, vuelve su propio cuerpo con­
tra él. le hace visible donde quiera que vaya y le lleva finalmente a ser su
propio verdugo:

40 Sobro el concepto del «nuevo gótico», ver Robert B. Heilman, «Charlotte Bronte’s
“New” Gothic». The Victorian Novei: Modern Essays in Crilicism. ed. Jan Wall (Nueva York,
Oxford Univeisity Press. 1971), págs 166-67.
«¡Otra vez los ojos!» gritó con un chillido que no era de eslc mundo.
Tambaleándose como herido por el rayo, perdió el equilibrio y cayó
por encima del parapeto. Llevaba el lazo corredizo al cuello. Subió con
tu peso, tenso como un arco y veloz como la Hecha que éste despide a
toda velocidad (pág. 347).

Fs ciertamente un acontecimiento significativo el que una novela repre­


sente una ejecución llevada a cabo no por el Estado, sino por el propio cri­
minal. Y es incluso más significativo cuando el poder del Estado es realza­
do simplemente por el conocimiento del crimen, como si ese conocimien­
to fuera en sí mismo un remedio. Llevada a cabo después del asesinato de
Nancy y realizada por la propia conciencia de Sikes, su ejecución se lleva a
escena de una forma que no exige simpatías liberales. En contraste con la
ejecución estatal de Fagin, la ejecución de Sikes es escenificada de forma
que los lectores pueden disfrutar simplemente la extinción de un enemigo
de clase declarado. Su muerte no es sólo una ejecución pública, sino tam­
bién una escena del cadalso que él representa para sí mismo.
Como la sociología, la novela representa la perturbación del orden do­
méstico en términos de combinación; la destrucción de fronteras entre na­
turaleza y cultura se revela en una mezcla de géneros y generaciones y aso­
cia la escena de tal disolución con la suciedad y la enfermedad. Estas cuali­
dades se exagerarían en las ciudades de novelas ligeramente posteriores ta­
les como Bleak House y Our Mutual Friend. pero las novelas de la década
de 1840 ya mantienen la lógica figurativa de la descripción sociológica.
Utilizan escenas de disciplina para restaurar el hogar trastornado por for­
mas aberrantes de deseo. Como remedio, cada novela ofrece un cuadro es­
tático que representa a la familia de una forma extremadamente idealiza­
da y decididamente moderna. Se puede vislumbrar una escena semejante
a través de la ventana de Cumbres Borrascosas cuando termina la historia
de la familia Eamshaw. Aquí el hogar incluye una nueva generación de
amantes dentro de un espacio radicalmente exclusivo que se divide según
sexo y función. Así, vemos cómo la joven Catherine se aleja deliberada­
mente de heroínas sentimentales anteriores cuando educa a Hareton para
desempeñar el papel de un caballero:
Era un joven vestido de forma respetable y sentado a una mesa con un li­
bro frente a él. Sus hermosos rasgos brillaban de placer, y sus ojos se mo­
vían de forma impaciente entre la página y una manila blanca sobre su
hombfo, que le llamaba a) orden con una rápida palmada en la mejilla
cada vez que su propietaria detectaba tales signos de falta de atención
(pág 243).

Una escena similar de rehabilitación concluye también el noviazgo de


Jane Eyre y Rochester. Oculta de! mundo con un marido inválido, Jane
describe su relación en términos que la hacen merecedora de todos los po­
deres panópticos que hemos observado en la Nancy de Dickens y en la se­
gunda Catherine de Cumbres borrascosas:
Literalmente yo era (lo que a menudo me llamaba) la niña de sus ojos.
Veía la naturaleza — veía los libros a través de mí; y nunca me cansé de
mirar por él y expresar por medio de palabras el efecto del campo, el ár­
bol, la ciudad, el río. la nube, el rayo de sol — del paisaje que se extendía
ante nosotros; del tiempo que nos rodeaba — e im prim ir con sonido en
su oído lo que la luz ya no podía estampar en su ojo (pág. 397).

Es en el uso de estrategias disciplinarias en lo que Vanity Fair se asemeja a


las otras grandes novelas de su época, al dejarnos Tbaekeray en un mundo
que imagina como un bazar triste dividido en cabinas. Mujeres como
Becky Sharp no representan ninguna amenaza para nosotros en este mun­
do en gran medida individualizado. Y debido a que cada uno ha revelado
algún deseo levemente retorcido, estos personajes se hacen súbitamente
más parecidos que diferentes, y el matrimonio entre ellos no se parece a
nada tanto como a una prisión.
Me gustaría sugerir que estas novelas estaban haciendo historia al con­
vertir escenas de castigo en escenas que representaban el orden en térmi­
nos parecidos a las representaciones de la fábrica, la cárcel y el aula. Las
novelas incorporaron nuevo material político y lo sexualizaron de tal ma­
nera que sólo permitía una resolución: un espacio dividido y jerárquico
bajo la vigilancia de una mujer. Debido a que es la primera y la menos psi­
cológica de las novelas que he considerado en este capitulo, Oliver Twist
'ofrece de nuevo el muestrario más revelador de la redención social a tra­
vés de la domesticación del deseo. Tras desperdigar a los personajes de los
bajos fondos y purgarlos desde su novela, Dickens encierra al propio OI¡-
verensucasayleponea vi virconunaprimaqueno es nimadreni hermana ni
amante, sino que ha desplazado todos estos papeles. De esta forma, la fa­
milia reconstituida recuerda la muerte de la familia original que la novela
había intentado originalmente restaurar. La novela termina con una esce­
na que también marca la muerte de un modo anterior de ficción. Por m u­
cho que el presente se parezca al pasado analógicamente, se abre un abis­
mo entre ellos cuando la verdadera madre de Oliver reaparece como un
nombre para el que no puede haber nunca un referente. Incluso más que
Nancy, la prostituta, Agnes, la verdadera madre, se convierte en una mu­
jer sin cuerpo:

En el altar de la vieja iglesia de pueblo hay una lápida blanca de mármol


que lleva grabada ana sola palabra, «¡Agnes!». No hay ataúd en esa tum­
ba, ¡y ojalá que pasen muchos, muchos años antes de que otro nombre
sea grabado encima! Pero si los espíritus de los Muertos vuelven alguna
vez a la tierra, para visitar lugares santificados por el amor — el amor
más allá de la tumba— de aquellos a los que conocieron en vida, creo
que la sombra de Agnes a veces se proyecta alrededor de esc rincón so­
lemne. I o creo no menos porque esc rincón está en una iglesia, y ella es­
taba débil y equivocada (pág. 368).
Al igual que Emily Bronte, Dickens nos deja con los fantasmas de la fic­
ción pasada, figuras de deseo que no tienen lugar que ocupar dentro del or­
den social, pero que precisamente por esa razón, tienen un papel que de­
sempeñar tanto más importante en la constitución del hogar41.

F ig u ras del deseo : las B rontes

De camino hacia el congreso anual sobre las Bronté en la Universidad


de Leeds en 1981, decidí poner a prueba una hipótesis. La conferencia de
ese año estaba dedicada a la relación de las Bronté con su contexto históri­
co. Al escribir mi propia conferencia para el acontecimiento, ya me habia
sentido insatisfecha con las respuestas que planteaba la cuestión de con­
texto y texto en términos del modelo convencional de base y superestruc­
tura. Preparada para el convencimiento de que las Bronté eran de alguna
manera parte de La historia de Inglaterra más que neuróticas encerradas en
sí mismas o escritoras «ocialmcnte conscientes que abordaban cuestiones
del momento, llevé a cabo un experimento. Le pregunté a mi taxista cuál
consideraba que era el acontecimiento más importante de 1848. Con un
aire de certeza absoluta, me dijo: «La muerte de Emily Bronté»42. Podía
dar esta respuesta sin dudar y aun así, después de más de un siglo de crítica
literaria, no hemos encontrado la manera de explicar el porque de que dos
escritoras de una remota región de Yorkshire deban ocupar un lugar tan
prominente en la conciencia cultural británica. Lstoy convencida de que
hay una relación directa entre la importancia histórica de su ficción y la
dificultad a la que nos enfrentamos a la hora de dar a las Bronté una di­
mensión histórica; tuvieron más que ver con la formulación universal de
formas de subjetividad que ningún otro novelista. Si hoy día sus escritos
parecen no guardar relación con la historia, es porque perfeccionaron tro­
pos para distinguir a la ficción de los escritos vinculados a la historia. Es­
tos tropos tradujeron todo tipo de información política a términos psico­
lógicos. Al desplazar los hechos y figuras de la historia social, las Bronté
comenzaron a producir nuevas figuras de deseo que separaban al yo que

41 He estudiado esta cuestión en «Emily Bronte In and Out of Her Time», Gente, 15 (1 982).
243-264.
42 1.a conferencia que pronuncié en este congreso se convirtió al cabo en «Kmily Bronté In
and Out of Hcr Time». Pero debo reconocer que la idea de preguntarle a un la* isla sobre la im ­
portancia del año 1848 la ¡nspiró directamente el articulo de Patsy Stoneliam para un congreso
en Essex dedicado al año 1848. Stoneham cumien 1,3su articulo — «The Brontes and Deatti: Al-
tematives to Rcvolution», en The Socioloxy ofl-ilerature, eds. Francis Barker et al. (Col-
ehester, University o f Essex, 1978)— con el relato de cómo a su llegada al congreso de Essex fue
recibida por dos amigos, personas instruida» uunuue no especialistas en las disciplinas litera­
rias. Uno preguntó sobre el año 1848. «¿Pasó algo especial cntonccs’.’» Aunque ninguno de los
dos recordaba ninguno de los acontecimientos que hablan hecho que ese año fuera tan impor­
tante para los historiadores, señala Stoneham, sabían perfectamente que 1848 icnia algo que
ver con «las Bronte y la muerte» (pág 79).
desea del lugar, el tiempo y la causa material. No im pona que Heathcliff
proceda de las calles de Liverpool y que Bronte fije la fecha de aparición
en la novela alrededor de la época de los disturbios provocados por los
hambrientos de la provincia (1766). Cuando Cumbres borrascosas llega a
su fin, Heathcliff se ha convertido en un fantasma de deseo sexual insatis­
fecho.
Como para dar fe del éxito de las fábulas de deseo de las Bronte, la crí­
tica literaria ha interpretado compulsivamente estas novelas de acuerdo
con los mismos tropos psicologizadores que formulaban. De hecho, la crí­
tica contemporánea ha convertido las novelas de las Bronte en estrategias
sublimantes que ocultan deseos prohibidos, incluido el incesto, que se
considera generalmente la clave más plausible para las novelas43. Los críti­
cos parecen seguir preguntando qué otra cosa, si no el deseo, podría haber
motivado las elaboradas secuencias de sustituciones que permiten final­
mente que tanto Cumbres borrascosas como Jane Eyre terminen en bodas
satisfactorias. Las Bronte todavía nos inducen a extender su propio proce­
so estético para inscribir, finalmente, todo su matejial histórico dentro de
las figuras del deseo. El círculo hermenéutico que hace de su lenguaje del
yo la propia base para el significado es tan poderoso que los propios es­
fuerzos más nobles para evitar esta trampa caen en ella cuando los críticos
adoptan inevitablemente un vocabulario psicológico moderno para inter­
pretar la ficción de las Bronte. Las interpretaciones tradicionales se fijan
en la distorsión que las escritoras llevan a cabo en lo que concierne al con­
vencionalismo doméstico y dicen que su ficción dramatiza la necesidad de
adherirse a los convencionalismos de la subjetividad de clase media44.

43 En su citación de una gran tradición de la novela. F. R. Lea vis no puede encontrar un lu-
gnr para las Bronte y así, las relega al estatus de excéntricas que sólo merecen una nota. «Note:
**Thc Bromes"», en The Great Tradition (Nueva York, New York University Press, 1967). pág.
27. Lcavis no es el único que declara que las Bronte no se pueden situar denirode una tradición
y deben, por lo tanto, entenderse como anomalías psicológicas. La práctica común entre los his­
toriadores literarios es asumir que las Bronte escribían un lenguaje transparente del yo que re­
vela sus deseos inconscientes — y generalmente malsanos. Esta práctica se puede ver en Rosa-
mond langbridge. Charlotte Bronte: A Psyeholoxical Study (Londres, Victor Gollancz, 1973);
Helene Moglen, Charlotte Brome: The Seff Conceived (Nueva York. W. W. Norton, 1976); y
Barbara Hill Rigncy, Madness and Sexual Poli tic$ in the Feminist Novel: Studies in Brome.
Woolf. Lessing. flfld¿m ooí/(M adison, University o f Wisconsin Press, 197$). Más recientemen­
te. John Maynard ha intentado modificar esta tradición demostrando que Charlotte Bronte no
era un carácter patológico en nuestros términos o en los de su época, sino que sus novelas eran
de hecho una revisión de problemas que constitu>en un desarrollo sexual normal. Charlotte
Bromé and Sexuaíity (Cambridge, Cambridge University Press. 1984).
44 Por ejemplo, en Ero* and Psyche: The Representaiion o f Personality in Charlotte Bronte.
Charles Dickens. George Ehot (Nueva York, Methuen. 1984), pág. 63. Karen Chase hace con
Jane Eyre lo que üorothy Van Ghent hizo con Cumbres borrascosas, en The English Novel:
Eorm and Eunction (Nueva York, Harper and Row. 1961). págs. 154-1 70- Considero que estos
están entre los mejores análisis tradicionales (formalistas) de las Bronte porque cada uno aísla
patrones csi¿ticos históricamente significativos dentro del texto. Pero mientras estos procedi­
mientos interpretativos podrían llevar, en el caso de otros novelistas, a cuestiones sobre cómo y
porque tuvo lugar una materialización de uu patrón concreto en mitad del siglo xix en Inglate-
Plantean un significado, o profundidad, que existe realmente en la super­
ficie en la manipulación de los significantes. La crítica de orientación psi-
coanalítica ha estudiado esta tautología del derecho y del revés para defen­
der que al adecuarse en último término ai concepto convencional de amor,
las Bronté desplazaron y negaron sus verdaderos deseos; su ficción registra
por consiguiente un proceso de sublimación y r e p r e s i ó n - » , L a crítica femi­
nista ha añadido un nuevo giro al argumento dando la vuelta una vez más
al modelo de represión para disputar la premisa de que estas novelas ocul­
tan deseos que las Bronte no podían reconocer conscientemente. Para el
critico feminista, las figuras de deseo apuntan generalmente a formas de
sentimiento que los autores no pueden desatar sin la violación de lo que
entonces significaba ser una mujer. Al situar al lenguaje en oposición a la
emoción, se puede, pues, argumentar que las Bronté distorsionaron los
convencionalismos del amor como una expresión de su frustración y rabia
ante el hecho de ser escritoras en una sociedad patriarcal46.
Pero por controvertido que este campo pueda parecer, la crítica sobre
las Bronté ha acordado de hecho estar en desacuerdo en una cuestión rela­
tivamente menos importante, a saber: ¿hasta qué punto resistieron o se so­
metieron a los convencionalismos Victorianos del amor estas autoras de
forma voluntaria y consciente? Toda la crítica de las Bronté concede a
priori que el deseo y el lenguaje se oponen. Tanto el grado de perfección es­
tética que las Bronté alcanzaron en sus escritos como el grado de salud
emocional que podemos discernir en su obra dependen de la naturaleza de
la oposición entre deseo y lenguaje y de la habilidad del autor para lograr
la mediación. Sin embargo, al perpetuar una tradición que opone el len­

rra, u le s cuestiones históricas tienden a excluirse en los estudios de las Bronte. Así. Van Ghent
concluye con una oscura especulación psicológica «sobre porqué Ernily Bronte quiso superar las
barreras que reinan en Cumbres borrascosas: «Q uizá los oscuros poderes que existen dentro del
alma» asi como en el m undo elementa] exterior, habrían asumido el lenguaje de la conciencia, o
la conciencia habría entrado valientemente en compañía con aquellos oscuros poderes y trans­
crito su lenguaje en el suyo propio» (pág. 170). Tras una consideración experta del uso delcspa-
eio en JaneEyre, Chase gira esc texto hacia dentro de forma similar para producir una forma de
verdad radicalmente ahistórica: «Pero ahora hay que preguntar si estas imágenes espaciales ex­
presan sólo las inestabilidades de Jane o si permiten expresar una armonía emocional» (pág.
85). Empico estos ejemplos para ilustrar la tendencia de los estudios formalistas de proponer al­
ternativas de significado que no son verdaderas alternativas. Debido a que los dos autores m a­
terializan en últim o término formas de conciencia moderna, no pueden explicar cóm o y por
qué transformó la novela sus materiales históricos para crear un doble vínculo donde el signifi­
cado reside en una de dos condiciones para la conciencia.
45 Usando estrategias distintas, por ejemplo, Helcne Moglen produce esencialmente el mis­
mo tipo de verdad psicológica: «En la medida en que dramatiza el conflicto de fuerzas sociales y
psicológicas más amplias, ofrece también la verdad más amplia d d mito. Pero lo que es extraor-
dina rio es que esta novela, nacida de la represión y la frustración, de experiencia limitada y es­
peranza truncada, ofrccc una penetración en relaciones psicosexuales que fue visionaria en su
propia ¿poca y sigue en vigor en la nuestra.» Charlotte fironté. The Self Conceived, pág.
145.
46 £sto. en términos terrible y excesivamente simplificados, es el conocido argumento de
The Mudwoman in the Altic de Gilbert y Gubar.
guaje a la emoción, la critica sobre las Bronte ha acordado no disputar las
presuposiciones básicas de que 1) el significado está basado en la vida
emocional de las autoras y 2) al ser tan autobiográficas, su lenguaje hace
referencia a una dinámica familiar que existe con anterioridad a su repre­
sentación en ficción. Para estar segura, la critica con frecuencia concede a
las Bronte el mérito de estar entre los primeros que representaron ciertos
— aun psicológicamente válidos— estados anímicos. Pero la crítica tam­
bién acepta la asunción fundamentalmente moderna de que tales repre­
sentaciones estaban motivadas por estados de ánimo que las autoras expe­
rimentaban realmente, pero cuyo significado distorsionaban al carecer de
técnicas analíticas modernas. Debido a que las Bronté no podían final­
mente articular lo que reprimían, según este argumento, es tarea del críti­
co proporcionar la penetración psicológica y, por medio de ella, completar
el círculo hermenéutico.
Debo apresurarme a matizar estas generalizaciones por medio del re­
conocimiento de los pocos críticos que se han propuesto llevar a cabo la ta­
rea de explicar por qué tales fantasías de deseo surgieron durante la mitad
del siglo xix y se referían a los intereses de las clases instruidas. Los inten­
tos de responder a esta pregunta generalmente parten de la base de que,
como argumenta Terry Eagleton, la «estructura ideológica [de las Bronte]
surge de la h isto ria real de Occidente predominante en la primera mitad
del siglo xix; y es... imaginativamente asido y transpuesto en la produc­
ción de la ficción de las Bronte»47. Así, la crítica sociológica tiende a en­
tender la «ideología» como algo que viene de fuera de ta ficción, fuera del
lenguaje per se. Surgiendo en el dominio masculino de la economía y la po­
lítica donde la historia se desarrolla, la ideología es llevada consecuente­
mente al hogar a través del inundo privado de la conciencia individual, y a
partir de ahí se convierte en la materia de la ficción. El hogar, la familia y
el cuerpo material del sujeto permanecen inalterados a pesar del hecho de
que la información política ha entrado y salido de la casa a través de la
imaginación individual. La ficción de las Bronte constituye una media­
ción entre el sujeto femenino y el mundo masculino de objetos, una me­
diación que. según Eagleton, representa «el aislamiento de todos los hom­
bres en un mundo individualista» (pág. 4). Tras distinguir así el texto de
ficción del contexto histórico, este modo de crítica puede interpretar la
ficción de las Bronte como «los signos opacos pero descifrables» de acon­
tecimientos que ocurren en un mundo de objetos materiales fuera del len­
guaje y fuera de cualquier conciencia humana concreta. Parece que en tal
modelo sociológico las ficciones de subjetividad femenina adquieren sig­
nificado histórico conforme se traducen en una alegoría del cambio econó­
mico. Subyacente a tal crítica se encuentra la premisa sin cuestionar de
que mientras, tal como lo expresa Eagleton, «las hermanas habrían visto

41 te r o Eagleton. Mylhs o) Power: A Marxi.it Study ofthe Bromes (Nueva Y ork, lía mes and
Noble. I®75). pág. 4. 1 ,¡s eilas del texto corresponden a e «a edición.
ciertamente gran cantidad de indigencia en su propia puerta», la historia
se detenía aquí a todos los efectos (pág. 13). Es como si la historia, por de­
finición, no pudiera entrar en el hogar1*,
Pero supongamos que tal énfasis en el comportamiento de las institu­
ciones masculinas no sea lo que las Bronté desafiaban. No creo que sintie­
ran que ese poder existía exclusivamente en tales instituciones. Es más
probable que siguieran en contacto con un tiempo en el que la gente sabia
lo que se hacía. La verdadera dinámica de la historia era en su mayor parte
invisible, uno puede imaginar a Charlotte observando, y los favorecidos
por la tradición de las letras — los escritores de moda— difícilmente eran
los que poseían conocimiento histórico y lo plasmaban por escrito, Fn al­
gún momento de su vida es muy posible que viera la ventaja que poseía al
haber experimentado tanto del mundo sólo en y a través del lenguaje — los
materiales escritos que fluían a través del hogar de los Bronté. Para ella y
sus hermanas, más que para la mayoría de las demás personas, estos escri­
tos eran 110 sólo la crónica de la experiencia, sino que eran la experiencia
misma. La escritura proporcionó a las Bronte el medio de crearse a sí mis­
mas más que simplemente representar a individuos que ya existían como
tales de antemano. í*i evidencia biográfica no ofrece ninguna base para
suponer que las hermanas Bronté vieran el acto de escribir como un meca­
nismo represivo. De hecho, toda la evidencia sugiere que desde muy jóve­
nes concibieron la realización personal en términos de escritura, y por
consiguiente se prepararon para ser novelistas como otras mujeres se pre­
paraban en teoría para ser esposas y madres49. Decir esto es poner en en­
tredicho la suposición principal sobre la que descansa la mayoría de la crí­
tica sóbre las Bronté, a saber, la creencia curiosamente tena/ de que la es­
critura y el deseo son otológicamente distintos e ideológicamente opues­
tos.

4S Al escrihir el esbozo biográfico de su hermana paia la segunda edición de Cumbres


borrascosas. Charlotte Brome empleóla misma figura para separarla novela de su hermana déla
controversia política cuando afirmó que la historia se detenía, mágicamente, a la puerta de
Emily como si algo le impidiera cruzar el umbral: «Por lo que respecta a la delincación del ca­
rácter humano, el caso es distinto. Debo reconocer que ella apenas tenia más conocimiento
práctico del campesinado entre el que vivía del que pueda tener una monja de la gente del cam­
po que a veces pasa por delante de la puerta de su convento. La disposición de m i hermana no
era gregaria por naturaleza: las circunstancias favorecieron y fomentaron su tendencia .1 la re­
clusión: excepto para ira la iglesia o dar un paseo por las colmas, rara vez cruzaba el umbral de
casa.» «Biographical Notice o f Filis and Acton Rcli», en Wuthering Heighis. pág. I0.
-*1* No sólo me refiero a las ficciones colectivas de Angria y G ondol en las que las Bronte lite­
ralmente reempaquetaron todos sus conocimientos para incluirlos dentro de una narración no­
velística que tomó la forma de una historia ficticia de relaciones de parentesco. También tengo
en mente el cuidado con el que ensayaron el proceso de producir realmente una novela, con
ilustraciones y todo. Por ejemplo, la página de título de The Search After Happtness. obra juvenil
de Charlotte, dice así: «A Tale by Charlotte Brome, presented by herself and sold by nobody,
August the seventeenrh eightefn hundred and twenrv nine.» («U n Relato de Charlotte Bronte.
presentado por ella misma y vendido por nadie, Diecisiete de Agosto de m il ochocientos v ein ti­
nueve») (Nueva York, Simón and Schuster. 1969).
Con todo, no hace falta demasiada imaginación para pensar que estas
mujeres conocían el poder del lenguaje para constituir subjetividad y sa­
bían también que tal poder estaba fácilmente al alcance de las mujeres. En
el esbozo biográfico de Charlotte que siguió a su prefacio a la edición de
1850 de Cumbres borrascosas, no hay nada que sugiera que ella se sintiera
ofendida por los orígenes bajos y la situación intelectualmente aislada de
la familia. Antes al contrario, lo que se puede percibir claramente es que
ella percibe ventajas inequívocas en su situación. Para los que podrían re­
chazar la novela de Emily sobre la base de que a su estilo le faltaba refina­
miento y autocomcdimiento, Charlotte escribe lo siguiente:

Hombres y mujeres que, quizá, muy tranquilos por naturaleza, y con


sentimientos moderados, y de tipo poco marcado, han sido instruidos
desde la cuna para observar la igualdad de modales y la cautela en el len­
guaje más extremadas, difícilmente podrán entender la expresión tosca y
fuerte, las pasiones duramente manifestadas, las aversiones sin freno
y las aficiones precipitadas de campesinos analfabetos de los páramos y
de toscos señores que han crecido sin instrucción y sin vigilancia, excep­
to por mentores tan ásperos como ellos mismos (pág. 9).

El alejamiento de la familia de los centros del poder político y de la vida


intelectual de moda no etiqueta a Emily de ignorante excepto en el aspecto
más superficial. De hecho, sugiere Charlotte, la posición de su hermana en
la vida le permitió experimentar las emociones más plenamente y enten­
der sus misteriosos caminos. Por contraste, el lector de novelas típico ha
sido educado para comportarse y hablar en términos corteses y para enten­
der a los demás en los mismos términos. Pero tal educación tiene como
consecuencia una mala preparación para entender la emoción como algo
distinto de una superficie idealizada y, por lo tanto, convertida en lugar
común que necesariamente oculta el yo individual. Una novelista criada
en las accidentadas regiones del norte posee en realidad un conocimiento
de sí misma del que carece su contrapartida del sur, o así implica Charlot­
te, y por lo tanto, las diferencias entre la autora de Cumbres borrascosas y
su público surgen no de la ignorancia de la autora, sino de la de los lectores
corteses. En otras palabras, su relación marginal con la tradición de las le­
tras les dio a las Bronte acceso a un corpus de conocimiento completamen­
te distinto que por su propia naturaleza perturbaba la vida de salón. Fue
sin duda por esta razón por lo que tanto Charlotte como F.mily usaron de
forma conspicua narradores marginales en su ficción más lograda.
Supongamos por un momento que Foucault tenía razón y que hubo en
realidad un momento de la historia política en el que el poder se convirtió
en conocimiento y funcionó en su mayor parte a través del discurso para
crear un individuo idealmente adecuado para vivir una cultura institucio­
nal moderna. Más aún. supongamos que toda la empresa de la clase media
dependiera de hacer que ese individuo tuviera conciencia de sí mismo
como alguien susceptible de ser analizado, evaluado, desarrollado, mejo­
rado y juzgado feliz y/o de éxito en comparación con otros, incluso con
aquellos de otros lugares y épocas. Una forma de consciencia semejante
habría dependido de un lenguaje que separara su objeto de conocimiento
de las vicisitudes de la historia. Para expresarlo de otra manera, esta cons­
ciencia habría dependido de un lenguaje que definiera la historia como la
historia exclusiva de las instituciones masculinas — la historia de la eco­
nomía, la Iglesia, el derecho y otros procedimientos estatales. Delimitada
de esta forma, la historia no podría revelar la historia de la subjetividad
— la historia del deseo, el placer, el cuidado del cuerpo, la conducta nor­
mal, el uso del tiempo de ocio, las diferencias de género y las relaciones fa­
miliares. Éstas se suponen del dominio de la naturaleza o si no, del domi­
nio de la cultura que eslá fuera de la historia. Incluso Lévi-Strauss está de
acuerdo con la escritura tradicional de la historia que asume que la sexua­
lidad tuvo que existir antes de que pudieran surgir las instituciones mas­
culinas, porque la sexualidad proporcionaba la base de todo intercambio
económico50. Pero al decir esto creamos una forma de subjetividad histó­
ricamente específica que distingue automáticamente al hombre de la m u­
jer y que designa al hombre como la fuerza motivadora de la historia. Y
debido a que esta forma concreta de consciencia fue tan importante para
la estabilidad de una sociedad capitalista, la escritura que constituía al yo
como un objeto tal de conocimiento fue un agente fundamental de la his­
toria. Sin embargo, para que tal escritura funcionara con tanta eficacia
como lo hizo, tuvo que ocultar su propio poder de crear formas de de­
seo.
Las novelas de las Bronte han desempeñado un papel importante en la
historia británica porque han animado a los lectores a buscar el significa­
do de la ficción en una forma de consciencia reconociblemente moderna.
Si se da crédito a la noción de una historia de la subjetividad y a la priori­
dad de la escritura a la hora de constituir subjetividad como un objeto de
conocimiento, ver a las Bronte como agentes de la historia es dar un paso
relativamente simple. Podemos asumir que su ficción produjo — y conti­
núa produciendo con cada acto de interpretación— figuras de deseo mo­
derno. Estas técnicas han suprimido la identidad política junto con el co­
nocimiento de uno mismo como tal. I-a producción del inconsciente polí­
tico ha acompañado a la producción del sujeto sexual y de esta forma ha
constituido el poder represivo ejercido en realidad por una tradición cor­
tés de la escritura.
Las Bronte entendieron efectivamente su obra como una reacción con­
tra la tradición de ficción doméstica ejemplificada por Jane Austen. La co­

so Claude Lcvi-Strauss, The Elementary StmcturesofKinship. liad. James Harte Bell y John
Richard von Sturmer, ed. Kodncv Nccdham (Boston, Bcacon Press, 1969; Las estructuras ele­
mentales Je!parentesco. Ed Paidos. M adrid, 1981 J. Ver también Tony Tanner, Adullery in the
Novel: ContraeI and Transgresión (Ualtimore: John Hopkins University Press, 1979), pági­
nas 83-87.
rrespondencia de Charlotte explica que consideraban la estética de Austen
como una estética de la superficie. Charlotte concedía que Austen «realiza
su tarea de delinear la superficie de las vidas de los ingleses gentiles curio­
samente bien», pero rechazó el concepto de la escritura cortés de su prede-
cesora aduciendo que era deficiente en un tipo específico de conocimien­
to, el conocimiento de la emoción genuina. En opinión de Charlotte, una
estética basada en la conducta cortés impedía «incluso el más ligero cono­
cimiento» de las pasiones. Charlotte oponía el comportamiento cortés de
Austen a un nuevo lenguaje de motivación, creando, al hacerlo, la relación
entre la superficie y la profundidad entre sus dos modos diferentes de es­
cribir: «A ella le va estudiar aquello que ve con atención, habla adecuada­
mente y se mueve con flexibilidad, pero Miss Austen ignora lo que late ve­
loz y pleno, aunque oculto, aquello a través de lo que la sangre corre, el lu­
gar no visto donde se encuentra la vida y que es el objetivo sensible de la
muerte.» Los nuevos territorios del yo que las Bronté intentaron represen­
tar eran los deseos no vistos de las mujeres. Para representar las pasiones
que según ellas Austen no había logrado revelar, las Bronté tomaron pres­
tadas figuras sobrenaturales del cuento de hadas y figuras de pasión del ro­
manee; hicieron que estos materiales representasen el poder emocional no
visto, pero muy real, de las mujeres. Si designaron ciertas formas de deseo
femenino como formas ajenas a la cultura, lo hicieron para hacer que estas
formas representaran una nueva base para el yo en la naturaleza, una nue­
va naturaleza humana, pues. Y así, la crítica que Charlotte hace de Austen
concluye con la famosa afirmación que establece tales formas de sexuali­
dad como la base de la estética de la ficción: «Jane Austen era una dama
completa y muy sensata, pero una mujer muy incompleta y más bien poco
sensata (no insensata)»51.
Para hacer que el lenguaje de la conducta social revelara el yo ordinario
de la forma más veraz y profunda posible, las Bronté tuvieron que des­
mantelar ese lenguaje. Austen había afinado el lenguaje hasta el punto de
que para el fin de cada una de sus novelas parecía no haber desajuste algu­
no entre el comportamiento de los personajes y sus motivaciones. Este len­
guaje del yo se presentaba como una afirmación precisa de la relación de
una persona con otra. Sus bodas, por ejemplo, representan declaraciones
que son a un tiempo perfectamente personales y perfectamente políticas.
La escena de boda que pone fin a F.mma ilustra la precisión que el com­
portamiento social convencional alcanzaba en ambos sentidos. Así. la es­
cena da fe de la capacidad del lenguaje para mediar en el desajuste entre el
deseo personal de una mujer y su comportamiento social:

L a b o d a fue c o m o o irá s b o das, en las q u e los p a rtic ip a n te s no tie n e n in-

-
, 1 la s referencias de Bronte a la ficción de Jane Austen proceden de una carta a W .A . W i­
lliams de 1859. en The Bromes: Their Frtendships, Lives. and C'orresptmiience, vol. TTI. eds. T. J.
Wise y J. A. Symmgton (Londres. Oxford tlnivereity Press, 1932), pág. 99.
teres por los adornos o la exhibición; y Mrs. Elton, a partir de los part ¡eu-
lares detallados por su marido, consideró todo extremadamente pobre y
muy inferior a su propia boda... Pero, a pesar de estas deficiencias, los
deseos, las esperanzas, la confianza, las predicciones de la pequeña parti­
da de verdaderos amigos que fueron testigos de la ceremonia, se vieron
plenamente cumplidas en la felicidad perfecta de la u n ión 52.

I.as heroínas de Austen se casan tan pronto como su deseo ha apuntado en


la dirección correcta y ha sido comunicado con precisión. Pero las Bronte
rompieron esta coherencia de experiencia personal y social al hacer que
sus heroínas desearan el único objeto que no podían poseer, a saber,
Heathcliff y Rochestcr tal como aparecen al principio de las novelas. Estos
hombres son históricamente obsoletos. Esta frustración del fin novelístico
convencional no elimina, sin embargo, algún deseo que existe con anterio­
ridad a su formulación por escrito, sino que ofrece una estrategia por me­
dio de la cual ampliar el espacio semiótico para la representación del de­
seo personal. En este momento de la historia cultural, el deseo se convirtió
de pronto en la exploración y el descubrimiento inetonímicos de sustitutos
más o menos adecuados del objeto original del deseo. Los sustitutos tam­
bién desempeñaron un papel importante en la ficción de Austen, sin duda.
Como el estudio de Harriet Smith del capítulo 3 demuestra. Los sustitutos
en Emma ofrecen una forma de descubrir el objeto verdadero del deseo.
Cuando uno descubre lo que quiere en una novela de Austen el relato casi
ha terminado. Pero cuando uno descubre lo que quiere en las novelas de
las Bronte, el relato acaba de comenzar. Es típico que sus heroínas deseen
al único hombre con el que la sociedad les prohíbe casarse, dando lugar al
concepto de que los convencionalismos sociales se oponen esencialmente
al deseo individual. El hecho de que tal oposición retórica ofrece la pre-
condición necesaria para una teoría moderna de la represión se verá más
claro con el examen de lo que Charlotte Bronte hace con la escena de boda
convencional en Jane Eyre. Y la forma en que la represión sexual oscurece
el hecho de la opresión social reiterará la orientación general de este capí­
tulo y proporcionará su conclusión.
Charlotte Bronte hace referencia por primera vez a una escuna de boda
convencional como la de Emma en el famoso juego de salón en el que Ro-
chcster obliga a Jane a mirar cómo corteja a la altiva Blanche Ingram:

Entonces apareció la figura magnifica de Miss Ingram, vestida de blan-


co. can un largo velo en su mano y una corona de rosas en la frente; a su
lado caminaba Mr. Rochestcr y juntos se acercaron a la mesa.... Siguió
una ceremonia, un espectáculo idiota, en el que era fá c il reconocer la
pantomima de una boda (pág. 160).

52 j ane Austen. Emma, ed. Siephen M. Parrish (Nueva York, W .W . Norton, 1972),
págs. 334-335.
Los testigos de esta escena creen que la parodia revela los verdaderos sen­
timientos de Mr. Rochester con respecto a Miss Ingram. Pero Rochester
disipa plenamente el significado más convencional de la parodia cuando
le dice a Jane que había sustituido a la propia Jane por Miss Ingram
para despertar el deseo de Jane por el mismo papel que su rival parecía
ocupar:

No me casaría — no podría casarme— con Miss Ingram. Tú — ¡tú, cria­


tura extraña, casi sobrenatural!— te amo como a mi propia carne. A ti
— pobre y oscura, y pequeña y scncilia como eres— te suplico que me
aceptes como esposo (pág. 283).

Bronte desplaza así el significado más convencional de la pantomima de


boda con esta manifestación de sentimientos, lo que convierte a Blanche
en una mera sustituta de Jane y a ésta, a su vez, en el objeto original del de­
seo. Esta representación triangular del deseo logra dos objetivos a un tiem­
po. Constituye otro nivel de acontecimientos que los convencionalismos
sociales ocultaban y falsificaban. También determina que tales aconteci­
mientos sólo se puedan dar a conocer a través de la perturbación y la rup­
tura.
Ya no cabe duda de que Jane es el verdadero objeto del deseo de Ro­
chester una vez que es representada como la pura antítesis de la mujertra-
dicionalmente deseable. «Extraña», «sobrenatural», «pobre y oscura»,
«pequeña y sencilla» como es, Jane representa un deseo tan extremada­
mente personalizado que sólo se puede entender a través de la fuerza que
ejerce sobre la superficie social de la experiencia. Desa fía la explicación en
términos de cualquier motivo racional y mundano. La manifestación de
sentimientos de Rochester sería de hecho una conclusión sentimental ade­
cuada al juego, pero la escena de la boda tiene que sufrir varias transfor­
maciones más antes de que Bronte permita que eso ocurra. En los días que
preceden a su boda. Jane se despierta para contemplar una extraña figura
— otra sustituta— que se está probando su velo de novia:

entonces ella cogió m i veto de su sitio: lo mantuvo en algo, lo m iró du­


rante largo rato y luego se lo puso sobre la cabeza y se volvió hacia el es­
pejo. En ese momento vi el reflejo del semblante y los rasgos con bastan­
te precisión en el oscuro cristal oblongo (pág. 311).

En un momento de desdoblamiento extraordinario, Jane ve su propia


imagen en el espejo justo antes de que la ceremonia de la boda deba empe­
zar y describe su imagen como si perteneciera al intruso que vio con ante­
rioridad en su dormitorio: «Vi una figura con manto y velo, tan distinta de
mi yo normal que parecía casi la imagen de una extraña» (pág. 315). De
nuevo se ve como una sustituía para una sustituta. Al distorsionar así la fi­
gura tradicional de la novia. Bronte produce una discontinuidad ominosa
entre la forma social y el contenido personal del deseo. Estas representa-
dones simbólicas de la ceremonia de la boda se acumulan para constituir
un modo de representación que no es ni fantástico ni real en cualquier sen­
tido convencional. Convierten el pasado en algo que se asemeja a lo que
Lreud llamaría más adelante material de residuo diario para representar
una experiencia puramente psicológica.
El separar tales gestos sociales que se explican a sí mismos de su conte­
nido tradicional, como se demuestra en las escenas de boda de Jane liyre,
es una estrategia que caracteriza tanto a Jane Eyre como a Cumbres bo­
rrascosas. Las dos novelas hacen que los convencionalismos para la repre­
sentación de las relaciones sexuales apunten a un nuevo dominio de signi­
ficado que existe con anterioridad y en oposición a convencionalismos
que habían aparecido, en la obra de Austen, para representar los deseos
más genuinos de un individuo. La boda de Jane con Rochester comienza
en la capilla familiar para ser interrumpida por la revelación de su esposa
«mala, loca y embrutecida», una interrupción que requiere que el lector
entienda el cortejo de Jane por Rochester, como el de Blanche, desde una
perspectiva totalmente distinta. Los gestos conllevan ahora un significado
oculto, pero más verdadero, que hace referencia a una historia secreta pa­
sada de relaciones sexuales. Lo que es más, con la revelación de la loca la
propia heroína/narradora adquiere repentinamente una dimensión psico­
lógica más moderna. Creyendo que la noche de locura de Jane como pri­
sionera en la habitación roja la vincula con la loca, muchos lectores no ven
a Jane como la ve Rochester. Para él, ella es la encarnación de todas las
virtudes de las que carece su monstruosa esposa. Pero muchos lectores ven
a las dos mujeres como versiones m aso menos sublimadas del mismo tipo
de deseó sexual — una intensa ambivalencia hacia las relaciones tradicio­
nales hombre-mujer que tiene su origen en la propia Bronte. No iré más
allá para explicar la forma en que tal intrusión de formas históricamente
anteriores de sexualidad sobre las relaciones domésticas cambia el modo
en que interpretamos una novela. Se podría desde luego aducir lo mismo
con relación al descubrimiento de la verdadera identidad de la monja fan­
tasmal de Villeite y cómo eso cambia el modo en que interpretamos el per­
sonaje de Lucy Snowe. Lo mismo se puede decir de toda novela dickenso-
niana cuando descubrimos la red secreta de relaciones familiares respon­
sable de todos los giros siniestros del argumento. Me limitaré a afirmar
que, con el descubrimiento de la loca, se abre un nuevo conjunto de posi­
bilidades para la interpretación del deseo femenino dentro del mundo de
la escritura, de modo que no podamos volver a interpretar las relaciones
sexuales a primera vista. Deben entenderse como parte de una historia
personal eliminada.
La novela de Emily Bronté ofrece un ejemplo todavía más obvio de
tropos que rcformulan la historia desde una perspectiva psicológica. En
Cumbres borrascosas, el narrador encuentra una superficie social total­
mente ilegible cuando entra en el hogar que se encuentra bajo el control de
Heathcliff. Aun así, Lockwood cree entender el funcionamiento de las re­
laciones humanas. El hecho de que él se considera particularmente un agu­
do interprete dei carácter femenino se revela cuando Bronté le hace recor­
dar una experiencia de su pasado reciente:

Mientras disfrutaba de un mes de buen tiempo en la cusía, me hallé en


compañía de una criatura fascinante, una verdadera diosa a mis ojos,
mientras ella no advirtió mi presencia ... si las miradas tienen lenguaje,
el primer idiota habría podido adivinar que yo estaba obnubilado: ella
me entendió por fin y me devolvió una mirada — la más dulce de todas
las miradas imaginables. Y ¿qué hice yo? Lo confieso con vergüenza: me
encogí glacialmente sobre m í mismo, como un caracol (pág. 19).

Lockwood lleva a su comprensión de las relaciones humanas un concepto


de sexualidad que designa a la mujer como un objeto de deseo. Lo que
echa a perder su belleza son los signos de su deseo por él; ella, por su parte,
también mira.
Esta forma de saber que mira sólo a la superficie demuestra ser terri­
blemente inadecuada cuando Lockwood intenta entender las relaciones
contenidas dentro de Cumbres borrascosas. Vincula a la joven Catherine a
Heathcliff simplemente porque este muestra signos externos y visibles de
elegancia. Además, no logra ver la posibilidad de que se forme un vínculo
entre Catherine y Hareton Eamshaw porque el verdadero heredero ha cre­
cido en un puesto de criado. Así, Lockwood se basa en los mismos conven­
cionalismos corteses que no consiguen reconocer la fuerza apasionada que
une a la madre de esta mujer a Heathcliff, porque tai unión habría de ex­
tenderse entre los dos extremos del orden social. Pero Bronte no sólo hace
que observemos cómo Lockwood tropieza, tan mal equipado con el cono­
cimiento de las relaciones sexuales que el mundo cortés permite. Más
bien, dramatiza su taita de conocimiento en una escena que recuerda su
encuentro anterior con una mujer deseable y que identifica el fracaso ca­
racterístico de su percepción. Éstos son sus pensamientos mientras obser­
va a la joven Catherine:

Ahora tenía una vista clara de toda su figura y su rostro. Era esbelta y.
aparentemente, apenas era más que una niña: una forma admirable y la
carita más exquisita que he ten ido el placer de contemplar; rasgos peque­
ños, muy tinos; tirabuzones muy rubios, o más bien dorados, colgando
sueltos sobre su delicado cuello: y ojos — si hubieran tenido una expre­
sión agradable, habrían sido irresistibles (...) (pág. 19).

De nuevo el problema de la mirada. La mujer no se comporta como el ob­


jeto dócil de la mirada, sino que la devuelve de una manera — esta vez no
con dulzura, sino con desprecio y desesperación— que muestra la presen­
cia de la subjetividad. Sus ojos violan el concepto basado en lo estético que
él tiene del deseo conforme se convierten en signos de un yo femenino
activo.
La confusión de Loekwood parte de la identidad de Catherine Linton
HeathclifF, que en breve será Lamshaw. Ella y su madre revelan los límites
de los convencionalismos corteses en los que 61 se ha basado exclusiva­
mente para entender la experiencia social. Las dos Catherines, además de
llevar el mismo nombre, han adquirido prácticamente todos los apellidos
del libro — algunos más de una vez. La separación de sus identidades so­
ciales marca la trayectoria cambiante del deseo femenino. La primera Cat-
hcrinc se casa con Edgar Linton porque ama sólo a HeathcliíT y quiere
«que deje de estar bajo el poder de mi hermano» (pág. 73). La segunda
Catherine, hija de la primera, pasa su noche de bodas encerrada con el hijo
moribundo de HeathelifT, Linton. en una escena que se parece a otros mo­
mentos de la novela en los que el deseo monógamo se une tanto al incesto
como a la necrofilia. En estas circunstancias, el matrimonio deja literal­
mente de encamar al deseo, o mejor dicho, encarna al deseo sólo hasta el
punto en que el deseo ha deformado brutalmente los convencionalismos
sociales que intentan suprimirlo y contenerlo. De esta forma, la novela lo­
caliza el deseo en algún otro lugar, en una dimensión extrasocial de la ex­
periencia humana.
La intrusión del fantasma de Catherine en el sueño de loekwood sirve
al mismo propósito que la revelación de la esposa loca de Rochester en
Jane F.yre. Esta ruptura confunde géneros y generaciones, poniendo en
tela de juicio lo que está en el interior del individuo como algo opuesto a lo
que está en el exterior. Por consiguiente, tal confusión vuelve a trazar las
lineas que circunscriben la identidad individual, pero las define según un
nuevo principio de diferencia. Al corregir el orden de las relaciones socia­
les, las Bronte reconstituyen al individuo como un campo concreto de co­
nocimiento cuya identidad no está determinada ni social ni genealógica­
mente, porque su suerte o «desarrollo» es propulsado por los deseos feme­
ninos. Bajo tales circunstancias, las posibilidades y prerrogativas de la
subjetividad femenina parecen aumentar inmensamente, al igual que el
descubrimiento de la primera Catherine explica en gran medida la feroci­
dad de Heathcliff. y el descubrimiento de Bertha Masón explica la aspere­
za de Rochester. Es importante advertir que en el proceso de entregar tales
poderes de motivación a la mujer, la ficción actúa de alguna manera sobre
la historia. Para comprender la configuración de relaciones sociales que
pone fin a Cumbres borrascosas y a Jane Eyre hace falta otro orden de his­
toria que ya no se considera historia en absoluto. Es un relato narrado por
una mujer. Ls una historia de la sexualidad.
Asi, las Bronte han llegado a ser conocidas por un lenguaje literario que
permite que la emoción supere al convencionalismo y se convierta en un
valor por derecho propio, haciendo desaparecer todos los rasgos de perso­
na política, lugar y suceso. Su lenguaje del yo mezcla figuras sagradas — a
menudo miltonianas— con la peor especie de farfulla gótica para refor-
mular aquellas figuras en formas grotescamente somáticas. Sus novelas gi­
ran en tomo a afiliaciones que atraviesan el abismo social entre un gitano
y la hija de una vieja familia de terratenientes, o entre una institutriz sin
atractivo y su señor. Ante la incompatibilidad esencial de los papeles so­
ciales que intentan emparejar, las Bronte dotan a sus amantes de una iden­
tidad absoluta en un plano ontológico completamente distinto. Así, Ca-
therine Eamshaw proclama: «Nelly, soy Heathcliff — él está siempre,
siempre en mi imaginación— no como un placer, del mismo modo que no
soy un placer para mí misma — sino como mi propio ser» (pág. 77). Hcath-
cliff también habla de los dos como si fueran un solo cuerpo, aunque cier­
tamente no un cuerpo material, y Bronté permite que los amantes compar­
tan una especie de media-vida hasta que sus cuerpos se han podrido el uno
en el otro en una tumba común.
Y para no considerar a Charlotte Bronté menos extravagante en su for­
ma de literalizar las figuras de la pasión, deberíamos recordar el momento
en el que Jane Eyre implora a Dios que le ayude a resistir la coacción de St.
John Rivers para que se case con él. En ese momento Jane oye su nombre
milagrosamente repetido tres veces por «una voz conocida, amada y bien
recordada — la de Edward Fairfax Rochester; y hablaba con dolor y aflic­
ción, salvaje, misteriosa y urgentemente») (pág. 369). Respondiendo a su
voz. Jane encuentra a Rochester que ha perdido el ojo y la mano derechos,
y el diálogo de la reunión de los amantes pinta esta escena singularmente
horripilante:

— En esLe brazo no tengo ni mano ni uñas — dijo él, apartando el


miembro mutilado de su pecho y mostrándomelo— . No es más que un
muñón, ¡una visión espantosa! ¿No opinas así, Jane?
— Es una lástima verlo; y una lástima ver lus ojos y la cicatriz del fue­
go en tu frente: y lo peor de todo es que una está en peligro de amarte de­
masiado por todo esto; y de darle demasiada importancia (pág. 348),

Incluso sin la ironía de la cláusula final, ésta es una declaración de amor


más bien original. Una vez más, los convencionalismos sociales se rehacen
para sugerir un contenido psicológico completamente nuevo cuando
Bronte rompe la continuidad entre motivación y conducta, implicando
que no hay dos individuos que tengan los mismos deseos.
Cuando las Bronté infunden a sus heroínas el deseo por un hombre que
no puede poseerlas, todo aquel dentro del campo de las posibilidades so­
ciales se convierte en un mero sustituto del original y las formas social-
mente mediadas del deseo nunca vuelven a ofrecer nada que se aproxime
a la gratificación completa — ingen iosamente, las partes que le faltan a Ro­
chester. Este aplazamiento eterno de la gratificación podría aparentemen­
te situar al deseo para siempre en el reino del romance y, por lo tanto, en­
frentado a la realidad, pero no es ése el caso53. Tal como las Bronte lo re­

53 Éste es uno de los varios puntos de esle capítulo por los que debo manifestar mi agradecí-
miento a John Kucich por permitirme generosamente que consultara fragmentos del manuscri­
to <Je su libro Represión tn Vufanan Fieiion, a publicar en 1987 por la U ni vei^ily of California
presentan, el deseo adquiere una realidad por derecho propio, una reali­
dad equivalente al principio d e la realidad, aunque a menudo en conflicto
con el. En todo caso, el deseo gana al principio de la r e a l i d a d , cuando estas
novelas reorganizan progresivamente elementos dispares del campo so­
cioeconómico en una unidad artificial — la de la conciencia narrativa. No
sólo los signos sociales, sino también los elementos anatómicos, las fun­
ciones biológicas, los comportamientos, sensaciones y placeres se convier­
ten en signos del deseo masculino o femenino. Y conforme lo hacen, el
principio que reorganiza el mundo de objetos en esta formación de género
adquiere las proporciones de un principio causal y un significado univer­
sal que está por descubrir.
Las novelas domésticas habían aspirado en una época a lograr la respe-
tabilidad, como la propia Pamela, permaneciendo libres de cualquier
mancha de deseo erótico. Sin embargo, con las Bronté la historia de la no­
vela dio un giro contrario. En sus manos la ficción doméstica comenzó a
representar una fiera lucha por socializar deseos cuyo origen y vicisitudes
comprendían la verdadera identidad de uno así como sus posibilidades de
crecimiento. Este acontecimiento en la escritura del deseo alcanzó su for­
ma más extrema en las novelas de sensación de la década de 1860 y en la
poética de sexualidad que creció alrededor de tal ficción controvertida
como una forma de domesticarla54. Una afirmación de Blanche A. Crac-
kenthorpeen su artículo de 1895 «Sexoen la literatura moderna» muestra
cuán firmemente se había asentado la revisión de Austen llevada a cabo
por Charlotte Bronte para entonces:

E l m is te r io del sexo, p o r m u c h o o p o r m u y a m e n u d o que se ignore o se


m a lin tc rp rc tc . sigue sie n d o , y c o n tin u a r á sie n d o , el m o lif m á s h erm o s o
de to d a la o b ra creativa de to d o s los d e p a r ta m e n to s d e l A rte. Es el facto r
m á s p od e ro so y m á s c o n v in c e n te en la v id a . Ls el in s tig a d o r al m is m o
tie m p o de las acciones m e jo re s y m á s básicas. E s el p r o p io a m b ie n te de
la v id a m is m a 55.

Me gustaría señalar hasta qué punto se ha unlversalizado radicalmente el


manifiesto estético de Bronte en favor del deseo del individuo en manos
de un crítico tradicional. También es digno de señalarse el que la sexuali­
dad se ha convertido, en 1895. en el instrumento de la moralidad conven-

Prcss. Sus opiniones están expresadas en términos distintos de los m íos, pero nuestro trabajo
converge en la cuestión queesloy esludiandoaquí, a saber, el aspecto productivo de la represión
victoriana. Kucich considera su trabajo sobre Charlotte Bronte com o « u n intento de redetinir
la conducta de ciertas novelas que ha sido unida al miedo y la culpa t o m o , en lugar de eso, una
estrategia decimonónica para la exaltación de la interioridad» (m anuscrito, pág. J).
54 W inifred Hughes. The Maniac in ihf Cellar (Princeion. P rinccton University Press.
1980), págs. .18-72, y lilaine Showaltcr. A Lilerature n/Their Own (Prineeton, Princcton U ni­
versity Press, 1977), págs 155-181
55 Blantlie A. Craekcnthorpe. «Scx in Modern Literature», Kineteenth Ceniury, 37 (1985).
607-616.
cíonal y no en la resistencia a la misma. Era inevitable que fuera así, pues
al disputar las categorías políticas del mundo en proceso de industrializa­
ción, las Bronté representaron los deseos sexuales como algo más impor­
tante que las categorías políticas y distinto de las mismas.
Voy a concluir aportando un ejemplo o dos de otro lenguaje de la se­
xualidad que coexistió con el de las Bronte. The Industrial Muse de Mar-
tha Vicinus conserva la crónica escrita de una tradición oral que rara vez
llega a ser objeto de discusión literaria porque perdió en la lucha por la al­
fabetización, aunque persisten versiones de la misma en la cultura hasta el
día de hoy. Aquí, por ejemplo, están estos versos de «The Bury New
Loom», al que Vicinus llama «uno de los poemas más populares elogiando
la vida de un carpintero» y que se publicó por primera vez en una edición
de cordel en 180456:

Le dije: m i querida mocita, créeme, soy un buen carpintero de pro­


cesión,
Y en mis tiempos he hecho muchos y buenos telares y lanzaderas.
Puedo rápidamente arreglar las brocas largas y las cortas así como las
[polcas.
M i regla es arreglar y organizar un nuevo telar en buena forma.

Me cogió y me enseñó su telar, la lana apareció en su envoltura,


Las brocas, las poleas y los alambres se pusieron en movimiento, reduje
[su telar con finura.
Mi lanzadera se deslizaba suavemente sobre su marco, mi pedal iba
[arriba y ahajo.
Me mantuve al nivel de su pecho mientras hendía su telar.

Podríamos señalar, en comparación con la organización mecanizada de


Andrew Ure, de forma cuán distinta entienden estos versos la relación en­
tre la máquina y aquellos que la hacen funcionar. Los versos celebran ob­
viamente un hogar artesano que para principios del siglo xtx había venido
a considerarse esencialmente hostil al hogar de clase media y a la mujer
que es su centro. De esta forma de sexualidad hizo Shuttleworth figura y
causa del empobrecimiento y la desmoralización de la clase artesana.
También fue esta forma de sexualidad la que la fábrica intentó cambiar fi­
jando a los trabajadores dentro de un espacio totalmente individualizado
y funcional.
Pero no es así como las novelas representan la lucha por determinar la
forma de instrucción que el pueblo tendría. Para ilustrar la forma en que
las novelas usan el cuerpo sexuado para contener y desplazar materiales
que expresan otros puntos de vista políticos he seleccionado un breve pero
revelador ejemplo de Jane Eyre. Ésta es una escena en la que se supone
que el lector debe sentir cómo aumenta la rabia de los políticamente opri-

«The Bury New. I-oom». en Vicinus, The Industrial Mrne, púg. 40.
inidos e inspira el discurso de Jane mientras Mr. Brocklehurst la somete a
interrogatorio:

— No hay visión tan triste como la de una criatura mala — comen­


zó— . sobre todo una niñita mala. ¿Sabes dónde van los malvados des­
pués de morir?
— Van al infierno — fue mi respuesta rápida y ortodoxa.
— ¿Y qué es el infierno? ¿Me puedes dar respuesta?
— Es un foso lleno de fuego.
— ¿Y te gustaría caer en ese foso y arder allí para siempre?
— No, señor.
— ¿Qué debes hacer para evitarlo?
Deliberé durante un momento; mi respuesta, cuando llegó, era sus­
ceptible de objeción:
— Debo conservar la salud y no morir (pág. 27).

Como en el interrogatorio al que Mr. Gradgrind somete a la niña número


20 al principio de Tiempos difíciles de Dickens, la rebelión de escolar de
Jane traduce una lucha política por el control del significado en una lucha
entre géneros y generaciones. Es significativo que en lugar de tener que li­
brarse mediante la palabra del abrazo lascivo de un aristócrata como ha­
cían sus contrapartidas históricamente anteriores, estas heroínas victoria-
ñas batallan contra la dominación lingüística de una figura de burócrata y
padre de la clase media. Se podría decir que el escenario cultural se ha
montado para el diálogo de Dora con Freud, tal como se describe en el ca­
pitulo 5. Sin embargo, para el propósito de este capítulo es más importan­
te la manera en la que la lucha entre género y generaciones domestica la lu­
cha política más amplia por la alfabetización. Por gratificante que parezca
la agresión verbal de Jane contra el lenguaje institucional desde el punto
de vista político, Bronté no ofrece resistencia ante la opresión política
cuando hace que Jane distorsione el catecismo. Al igual que prácticamente
todo novelista que es bien conocido hoy día, ella desplaza el conflicto de
clase a las relaciones sexuales y las inscribe dentro de una cultura institu­
cional moderna. Contenidas de esta forma, vienen a representar dos polos
dentro del discurso de clase media más que la lucha hegemónica entre ese
discurso y las voces culturales capaces de expresar otra verdad política.
Apareciendo durante la huelga de mineros de carbón de 1844, el «Catecis­
mo de los mineros» demuestra el modo en que se usaba el catecismo como
un medio de ataque político57.

Primera pregunta: ¿Cómo te llamas?


Respuesta. P e t e r P o v f . r t y .
Segunda pregunta: ¿Quién le puso esc nombre?
Respuesta: Mis padrinos y madrinas en el bautismo, por el que me

57 «M incr’s Catcchism», en Vicinus. The Industrial Muse. pág. 75.


convertí en miembro del Negro Foso de Carbón, un hijo de la Escla­
vitud y heredero de la mina oscura.
Tercera pregunta: ¿Qué hicieron, pues, por ti tus padrinos y madri­
nas?
Respuesta: Prometieron y juraron tres cosas en m i nombre. Primero,
que renunciarla a toda oposición a la voluntad de mi amo. Segundo,
que creería que cada Palabra y Acción de los Observadores sería d i­
cha y hecha por mi bien. Tercero, que les obedecería en todas las co­
sas, trabajaría sólo para su beneficio y viviría en la pobreza y la nece­
sidad todos los días de m i vida.

La novela victoriana transforma el espacio del hogar en un instrumen­


to que se puede usar para clasificar a cualquier grupo social y mantenerlo
en observación, lo cual no convierte a la novela en un simple ejemplo más
de la relación entre la representación y el poder. La súbita aparición en la
década de 1840 de novelas que convertían la información política en un
lengua je del yo moderno añade algo a la teoría del poder. La preponderan­
cia de la ficción doméstica indica hasta qué punto el poder no se basaba
tanto en medios abiertamente jurídicos o económicos cuanto en la hege­
monía cultural, es decir, en el concepto de la familia, en las normas de con­
ducta sexual, el uso cortés del lenguaje, la regulación del tiempo de ocio y
todas aquellas microtécnicas que constituyen el sujeto moderno. La mujer
monstruosa se hace inteligible dentro de la historia de este sujeto mientras
marca un lugar donde la resistencia política adquiría género y se neutrali­
zaba. Considero que en esta figura, la combinación surge para relevarse
como deseo sexual aberrante. Parece que al llevar a cabo este acto de des­
plazamiento algunas novelas dejaron de considerarse peligrosas para la es­
tabilidad emocional de mujeres, niños y criados. De hecho, alguna ficción
acabó logrando la respetabilidad y el estatus literario en la medida en la
que proporcionaba un medio apropiado de disciplinar la mente impresio­
nable, un medio, en otras palabras, de limitar las formas en las que los in­
dividuos podían imaginar su relación con la realidad política,
Pero aquellas novelas que contenian asi el proceso por el que las dife­
rencias políticas vinieron a verse como formas degradadas de sexualidad
eran todavía potencíalmente peligrosas. Con el fin de desplazar la resisten­
cia política hacia los primitivos y criminales, las novelas tenían que conte­
ner «otros» materiales culturales, las huellas de otras prácticas políticas y
otras sexualidades de clase. Es verdad que tales materiales se degradaban
al asignárseles sexo y ponerlos en oposición a la familia. Pero como estos
elementos recalcitrantes están contenidos en la novela y desterrados de la
misma, el texto parece aplanarse; al traspasar sus materiales a la ideología
pura, la ficción doméstica ofrece al lector una versión más pálida del
amor, una idea más limitada de la sexualidad. Pensemos, por ejemplo, en
la segunda Catherine de Cumbres borrascosas, la Jane Evre que regresa a
Thronfield por segunda vez para convertirse en la esposa de Rochcster, la
segunda esposa que Rawdon Crawlcy toma para sustituir a Beclcy Sharp,
la Marv Barton que recupera la salud pero no la sensualidad mientras in­
tenta casarse, o la sustitución que hace Dickens de Sissy Jupe por Louisa
Grandgrind. En cada uno de estos casos, los límites de la normalidad pare­
cen estrecharse conforme la novela va incluyendo sólo aquellos elementos
que hacen distinciones cada vez más finas entre géneros y generaciones.
Así, no era suficiente representar la combinación como salvajismo y deseo
contaminado. También era necesario establecer una tradición de interpre­
tación que pudiera unlversalizar el deseo moderno con el fin de implantar­
lo dentro de cada individuo como aquello que le convierte en humano.
Las Bronte, en particular, representan un momento de la historia de la
sexualidad en el que se puede observar esta conexión. Recibido al princi­
pio como la obra de Ellis Bell, un autor de género incierto y una afiliación
evidente con un momento anterior de la historia cultural, Cumbres borras­
cosas inquietó a sus lectores. Pero Charlotte Bronté sabia cómo hacer la
novela de su hermana más legible. Añadió una «nota biográfica» a la edi­
ción de 1850, permitiendo a la gente leer la novela como el producto de
una mujer gravemente enferma, mentalmente perturbada y culturalmente
primitiva. En el prefacio que acompaña a la nota biográfica Charlotte
transforma estos rasgos en los de un genio creativo que es bisexual, a un
tiempo anciano e infantil, en posesión de energía diabólica, pero mortal-
mente tocado y condenado a seguir viviendo como un objeto literario58. Si
Cumbres borrascosas nos sorprende como un texto encerrado en sí mismo
con un sistema de significado curiosamente privado, podemos asumir que
esto no se debe al aislamiento de la autora, sino más bien a una tradición
de interpretación que repite compulsivamente el gesto inicial de limita­
ción textual de Charlotte.

58 |;| testimonio de Charlotte del genio de su hermana era, en mí opinión, no menos calcula­
do que genuinaraentc sentido. Describiendo el estado de fcmily durante el periodo en que com­
puso Cumbres borrascosas, Charlotte usa estos términos característicamente Victorianos: «Más
fuerte que un hombre, más sencilla que un nifio, su naturaleza se al/aba en soledad. Lo terrible
era que. mientras que estaba llena de compasión por los demás, por ella no tenia la más mínima;
el espíritu era inexorable para la carne.» «Biographical Notice of Ellis and Ación Bell», en Wu-
ihering Heighls, págs. 7-8. Me parece que la misma lógica cultural peculiar, que contiene la
creatividad femenina y le da causas y consecuencias patológicas, subyacc todavía las caracteri­
zaciones de la artista e intelectual hoy día.
La seducción y el escenario de la lectura

Caminaba por una ciudad que no conocía. Vi ca­


lles y plazas que me resultaban extrañas. Entonces
llegué a una casa donde vivia, fui a mi habitación y
encontré una carta de madre allí. Me escribía que
como me había ido de casa sin el conocimiento de
mis padres, no habla querido escribirme para de­
cirme que Padre estaba enfermo. «Ahora que ha
muerto, si quieres, puedes venir.»
S lO M IJ N D h'R ÉU D ,
Fragmento de un análisis de un <aso de histeria

Un día, un niño arregló una escena tan «femeni­


na». con animales salvajes como intrusos, y yo sen­
tí esa desazón que supongo que a menudo revela a
un experimentador cuáles son sus expectativas
más íntimas. Y. de hecho, cuando se iba y ya en la
puerta, el niño exclamó: «Hay algo incorrecto
aquí», volvió y con aire de alivio colocó a los ani­
males a lo largo de una tangente al círculo de mobi­
liario.
E r ik H. E rik s o n , Infancia >> sociedad

Puede que lamentemos que la pasión se aleje cuando la primera gene­


ración de amantes muere fuera de Cumbres borrascosas o cuando un Ro-
chestermuy sumiso reaparece en Jane Eyre sin mano, sin ojo y con una es­
posa lunática, pero no hay duda de que estas figuras del deseo se han vuel­
to obsoletas. Las circunstancias en las que las encontramos al llnal de estas
novelas nos dicen que tales manifestaciones de sensualidad se pueden con­
siderar con nostalgia, pero que no hay que desear que regresen. Porque las
normas de parentesco de una cultura anterior residen en un plano distinto
de la experiencia social y el lenguaje que la representa. Pero aunque exis*
ten en los recuerdos de ciertos individuos estrictamente como fenómenos
simbólicos, los amantes no son por eso menos reales. Cada uno es el hecho
y la figura de experiencias por lo demás inexistentes e inexplicables como
el sueño de Loekwood. la noche de Jane en la habitación roja, las misterio­
sas circunstancias de la muerte de Heathcliff y la voz sobrenatural que lla­
ma a Jane para que vuelva con Rochester. En cada uno de estos casos, rea­
parecen relaciones familiares pasadas como fenómenos extraordinarios
que reclaman algo ininteligible del presente. Separadas de su momento en
la historia, estas figuras parecen representar los deseos del individuo ante
el que aparecen. Asi, las Bronte convocan a los fantasmas de la historia de
la sexualidad para representar un dominio de pasión que parece crecer en
oposición a los convencionalismos contemporáneos de relaciones de no­
viazgo y parentesco. Para que se interioricen y se hagan seguras para los
lectores corteses, las prácticas sexuales históricamente anteriores se descu­
bren en sueños, alucinaciones y deseos sin cumplir, que entran en conflic­
to con la conducta de las relaciones sexuales en el presente. En manos de
las Bronté y otros novelistas de la sensación, la historia de la sexualidad se
convierte en la materia de la que están hechas las neurosis individuales.
Pretendo sugerir que la represión en la ficción de las Bronte opera
como un tropo para la conversión de los materiales de la historia en una
representación de la conciencia, específicamente la historia de la sexuali­
dad, de modo que la ficción puede transformar relaciones sexuales ante­
riores en formas de subjetividad que son mucho más amplias y complejas.
Y si, como yo creo, la novela contiene la historia de la sexualidad dentro
de ella, su propia historia — la historia de la ficción— se desplaza junto
con esa «otra» historia. Dado el comportamiento omnívoro que atribuyo
a la novela, hay muy poco material cultural que no se pueda incluir dentro
del dominio femenino. Por consiguiente, hay muy poca información polí­
tica que no se pueda transformar en información psicológica. Este capítu­
lo estudiará las implicaciones de la inserción de la historia dentro de la
subjetividad tal como se llevó a cabo por primera vez en la ficción, y luego
se traspasó a las instituciones modernas responsables de la materializa­
ción de esc concepto de la subjetividad que se suponía que poseen las mu­
jeres y que las novelas debían teóricamente diseminar.
Este capítulo va a sugerir que el tropo de la represión crca condiciones
para la comunicación que mantienen una cierta forma de contrato social.
AJ tiempo que el individuo lee lo que está en el exterior, él o ella parece es­
tar revelando lo que está en el interior y recibiendo, a su vez, algún benefi­
cio liberador o terapéutico. Esto es verdad incluso por lo que respecta a la
experiencia de Jane en la habitación roja, que se puede interpretar como la
acción de desatar la rabia ante su tía y como la causa de que sea enviada a
la escuela. La comunicación en este suceso no es tanto un encuentro entre
el yo y otro cuanto una autoconfrontación. Voy a defender que las relacio­
nes políticas que gobiernan el escenario de la lectura tal como se imaginan
en la ficción de las Bronte son las mismas relaciones políticas que gobier­
nan la escena de la seducción tal como fue definida por Richardson y re­
producida allí donde se puedan imaginar las relaciones políticas como un
contrato sexual.
En la comunicación establecida mediante la seducción, el sujeto feme­
nino desea ver lo que el otro desea que sea. Renunciar al poder de la propia
definición es todo el objetivo de la seducción, tal como demuestra Pame­
la. Pero si la mujer renuncia al poder para descubrir un yo que ella cree
que la sociedad considera que es su yo verdadero, la distinción entre se­
ducción y educación es retórica. Si la seducción se convierte, una vez más,
en la estrategia que la clase dominante pone en marcha por medio de sus
instituciones, y si estas instituciones hablan con autoridad tanto moral
como política, la resistencia de Pamela ya no puede ser virtuosa: pasa a
ser, por definición, neurótica. Sobre esta base voy a argumentar que hay
un contrato terapéutico que subyace todas las instituciones modernas y
particularmente aquellas instituciones más responsables de la domestica­
ción de la cultura, es decir, las instituciones psieoterapéuticas y literarias
que mantienen activamente una hermenéutica del yo sexuado sobre sus
dominios respectivos de conducta y escritura.

El m u s e o d e i .a m u j e r : «Jane Ey r e »

Antes de volverme hacia la relación entre género y poder en una cultu­


ra moderna basada en la información, me gustaría detenerme un momen­
to en unas cuantas escenas de Jane Eyre. Estas escenas identifican para los
lectores la naturaleza del texto al que se enfrentan. Tal autorreflexividad
identifica siempre a la mujer como la que tiene el poder de determinar el
significado de palabras y cosas, un poder capaz en ciertos ejemplos de
cambiar la naturaleza de las propias palabras y cosas. En una escena Jane
entra en Thomfield Hall por primera vez para repetir el mismo gesto de
«penetración» cultural que Richardson pone en escena a través de Pame­
la. Cuando Pamela entra en una casa solariega — aunque sea, sin duda,
una versión de clase media de una casa solariega aristocrática— expone
los secretos de otra sexualidad de clase al examen moral. Pero es definiti­
vamente una casa solariega distinta de aquella en la que Jane Eyre entra
un siglo más tarde. Jane se encuentra inicialmente con

Una habitación acogedora y pequeña: una mesa redonda jun io a un ale­


gre fuego, una butaca de respaldo alto y pasada de moda, donde se senta­
ba la pequeña dama anciana con el aspecto más primoroso que se pueda
imaginar, con un bonete de viuda, un traje de seda negra y un delantal de
muselina blanco como la nieve...; en resumen, no faltaba nada para com­
pletar el ideal de la comodidad doméstica. Difícilmente se podría conce­
bir una introducción más tranquilizadora para una nueva institutriz; no
había grandeza que abrumara, ni majestad que avergonzara; y entonces,
al tiempo que yo entraba, la anciana se levantó y con premura y amabili­
dad se acercó a m i 1.

Así, Jane encuentra que el interior de la casa ha sido concienzudamente


instruido. Es un lugar que ya ha sido colonizado por los libros de conducta
así como por las novelas del tipo que Austen escribía. ¿Qué es esto, de he­
cho, sino una escena de una de aquellas novelas; recogida, familiar, «tran­
quilizadora», donde «en resumen no faltaba nada»?
Al escribir Noríhanger Abbey, Austen parece haber puesto el pasado a
buen recaudo en el pasado. Enseña a la heroína de su primera novela a en­
tender los excesos de la cultura patriarcal como un rasgo de ficción y como
las imaginaciones indisciplinadas de las mujeres, no como una realidad
social. Su heroína aprende, para su tremenda vergüenza, que las casas so­
lariegas donde señores libertinos podrían controlar los cuerpos de las mu­
jeres ya no tienen lugar en la realidad social de Inglaterra:

Recuerda el país y la época en que vivimos. Recuerda que somos ingleses


y que somos cristianos. Consulta con Lu propia comprensión, tu propio
sentido de lo probable, tu propia observación de lo que pasa a tu alrede­
dor- ¿Nos prepara nuestra educación para tales atrocidades? ¿Se po­
drían perpetrar sin saberse, en un país como este, donde el intercambio
social y literario se basa precisamente en esto; donde todo hombre está
rodeado por un vecindario de espías voluntarios, y donde los caminos y
los papeles lo descubren todo? M i querida Miss Morland. qué ideas ha
estado admitiendo2.

I-os terrores del poder aristocrático han dado paso a otros que son menos
terribles y más eficaces, mientras Austen representa un mundo social regu­
lado por la vigilancia o, según sus palabras, «espías voluntarios». Lo que
Bronte hace en las páginas que siguen a la llegada de Jane a Thornfield es,
pues, reabrirlos espacios paranoicos dentro de una casa solariega anterior
que Austen había forrado con la versión moderna del sentido común in­
glés. Sin embargo, el uso que hace Bronte de tal material no se parece para
nada al uso que hace Richardson. Ella vuelve a traer este material arcaico
a la ficción precisamente porque es arcaico. Como tal, no puede represen­
tar las condiciones públicas y sociales reales de la época de Bronte. Sólo
puede representar una realidad privada y psicológica. Aunque imbuida
del mismo poder diabólico que Richardson y Radcliffe habían atribuido a
la cultura aristocrática, las habitaciones de la casa de Rochester no son, no
obstante, «de proporciones vastas, aunque sí considerables; la casa sola­
riega de un caballero, no el trono de un noble» (pág. 86). Las habitaciones,

1 Charlotte Bronte, Jane liyre, cd. Richard J. D unn (Nueva Y o * , W . W. Norton. 1971).
pág. 83 Las citas del texto corresponden a esta edición.
2 Jane Austen, Korlhanger 4bbei\ ed. Anne Hcnry Ehrenprcis (Harmondworth, Penguin.
1972), pági. 199-200. (La ahodía de Sorlha/tger. Ed. Bmfiucra, Barcelona, 1983.)
por lo lanto, contienen los materiales de un drama que no es sólo extrema­
damente individual, sino también completamente tópico.
Un siglo antes los libros de conducta para mujeres convirtieron los ob­
jetos y el personal del hogar en los signos y símbolos de la mujer que los su­
pervisaba y cuyo gusto y sentido del deber no podían dejar de comunicar.
Los libros de conducta también crearon un curriculum de textos — frag­
mentos y piezas del pasado cultural nativo inglés— que sólo se mantenían
juntos por el electo de ciertas estrategias textualizadoras. Sólo tal conjunto
de textos de anticuario, deberíamos recordar, y sólo un conjunto proyecta­
do en términos psicológicos por medio de procedimientos específicos de
interpretación, podía asegurar la producción de una sensibilidad femeni­
na. Pero donde los libros de conducta del siglo xvm construían un ideal
sexuado de la normalidad, la ficción de las Bronté complementa el corpus
estándar de conocimiento femenino con información extraña y oculta.
Esta información implica un yo que es más profundo que el yo escrito y
que es esencialmente distinto de éste. Cada habitación de Thornfield Hall
es un lugar familiar para los lectores de ficción, y cada una es una citación
diferente; todas las habitaciones se reúnen en una sola casa de ficción por
medio de un principio que no es otro que el del ojo textualizador de Jane.
Fstá «la larga y oscura galería» que termina en «resbaladizos escalones de
roble», una biblioteca cuyos «volúmenes de literatura ligera, poesía, bio­
grafía, viajes, unos pocos romances» parecen prometer «una cosecha
abundante de entretenimiento e información» (pág. 90), un comedor «con
sillas y cortinas moradas, una alfombra turca, paredes revestidas de nogal,
una amplia ventana con ricas cristaleras pintadas y un techo alto, noble­
mente artesonado» y un salón cuyo mobiliario exótico le parece a Jane
como el de «un cuento de hadas». Era, dice ella, «un salón muy bonito, y
dentro de él un boudoir, ambos cubiertos con alfombras blancas» (pá­
gina 91). Las habitaciones parecen abrirse en habitaciones dentro de habi­
taciones para sugerir la capacidad de expansión interior infinita.
De hecho, se puede decir que Bronté compone la autobiografía de Jane
a partir de una serie de habitaciones de ese tipo. Por consiguiente, vincula
el espacio doméstico a la mujer que lo habita de una forma que nunca se
había representado así con anterioridad. Las novelas de las Bronté so desa­
rrollan en una variedad de espacios — habitaciones dentro de mansio­
nes— que no pertenecen al mismo texto. Y no porque sean, como los di­
versos lugares de una novela como Mansfield Purk, incompatibles en tér­
minos socio-económicos. Se trata más bien de que representan hogares
históricamente discontinuos. Por cada Thrushcross Grange hay una Cum­
bres borrascosas. Cuando Monsieur Paul compra un espacio concienzuda­
mente domesticado para él y Lucy Snowe, los aposentos lúgubres de Ma-
dame Walravens aparecen ante la vista. La inquilina de Wildfell Hall tiene
una casa solariega regencia en su pasado y una que está profundamente
purgada de pasado en su futuro. Cuando encontramos a Mrs. Fairfax aco-
gedoramente instalada como si se tratara de un salón de Austen, debemos
saber que no está sino en una habitación de una casa de muchas mansio­
nes que se abren unas dentro de otras para incorporar nuevos materiales
culturales dentro del mundo privado.
Las Bronte emplean estas habitaciones para representar territorios ig­
notos dentro del yo que anteceden a lo conocido y novelísticamente repre­
sentado. Así, mucho antes de descubrir la habitación del ático que sirve de
cárcel a la primera mujer de Rochestcr, Jane descubre lugares en la casa
que ya no ofrecen un escenario para las prácticas de la vida diaria. En­
cuentra que «algunas de las habitaciones de! tercer piso, aunque oscuras y
bajas, eran interesantes por su aíre de antigüedad». En todas estas habita­
ciones están los materiales de otra escritura, deliberadamente excluida del
mundo de salones de Austen. pero incorporada de nuevo a la novela por
Bronte para cumplir nuevos propósitos:

El mobiliario apropiado durante una época para las habitaciones infe­


riores habían ido acabando aquí, conforme las modas cambiaban; y la
luz imperfecta que entraba por sus estrechas vcnianas mostraba armazo­
nes de cama de hacia un siglo: cómodas de roble o nogal que parecían,
con sus extrañas tallas de ramas de palmeras y cabezas de querubines, ti­
pos del arca hebrea. Tilas de sillas venerables, de respaldo alio y estre­
chas: banquetas aún más anticuadas, sobre cuyas superficies acolchadas
había todavía huellas de bordados medio borrados, grabados por dedos
que habían sido polvo de ataúd desde hacía dos generaciones. Y todas
estas reliquias le daban al tercer piso de Thornfield Hall el aspecto de
una casa del pasado; un relicario de recuerdo (pág. 92).

F.stas «reliquias» constituyen un tipo de residuo de (a vida diaria — y de la


novela— que la historia califica de obsoleta, pero para las que las mujeres
y las novelistas acaban encontrando nuevos usos. Más adelante en este ca­
pítulo, por ejemplo, mostraré cómo este material es usado para represen­
tar la conciencia reprimida de mujeres histéricas. Conteniendo así los des­
hechos de la cultura, la cultura doméstica tal como Bronte la representa
tiene todas las cualidades de un museo.
Tengo en mente un museo como el Victoria and Albert donde los obje­
tos están arreglados con bastante deliberación según la mezcla más extra­
ña de categorías, de forma no muy distinta del batiburrillo de periodos, gé­
neros, modos, motivos, materiales, temas y escuelas que caracterizó los
curricula femeninos del siglo xvm, y no muy distinta de nuestras moder­
nas historias, literarias, que escogen y ensamblan un canon siguiendo un
principio similar. Dentro de este museo concreto, la marcha de la historia
no es en ningún sitio tan visible como en una serie de habitaciones — en su
mayor parte salones y dormitorios—■donde el mobiliario se ha sacado de
los diversos periodos de la historia británica. El museo, efectivamente,
oculta los efectos humanos del Imperio dentro de la propia estructura or­
ganizada por sus estrategias adquisitivas, en gran medida igual que el ca­
rácter aparentemente casual de las tiendas de baratijas de Dickens ocultan
las vidas individuales que yacen allí en fragmentos. El establecimiento de
tales museos en Inglaterra fue, como señala Francis Sheppard, una prácti­
ca característica del siglo xix: «Ésta fue la época de la fundación de la Na­
tional Gallery en 1824 (en Pall Malí, hasta su traslado a Trafalgar Square
en 1837), de la National Portrait Gallery en 1856 y del South Kensington
Museum en 1857, a partir del cual se desarrollaron más adelante el Scien­
ce Museum y el Victoria and Albert Museum»3. Estos museos, explica
Raymond Williams, estaban entre las muchas instituciones «que repre­
sentaban una fase crítica de la organización comercial de la cultura popu­
lan»4. Efectivamente, a mediados del siglo xix se vivieron una serie de de­
sarrollos institucionales. Además del comienzo de los museos públicos en
1845, en 1850 había ciertas medidas tomadas para el mantenimiento de
bibliotecas y parques públicos. Según Williams, «La feroz controversia
que rodeó estas innovaciones (desde acusaciones de extravagancia hasta
los ansiosos ruegos de que había que “civilizar” a los trabajadores) tiende
a desaparecer, en nuestras mentes, de acuerdo con interpretaciones poste­
riores.» La causa subyacente a este acto de olvido es lo que Williams llama
«la tradición selectiva», que produce cambios en la forma en que se re­
cuerda el pasado al fragmentar «una sola historia, aunque sea de gran
complejidad y conflicto», en historias separadas con diferentes principios
de causalidad5.
Si uno de los argumentos más persuasivos para las instituciones oficia­
les de la cultura se basó en la idea, tal como afirma Williams, de que la cul­
tura era un medio eficaz de civilizar a laclase trabajadora, es una ironía te­
rrible que. como señala Sheppard, «pocos, si es que algunos, de estos luga­
res estaban abiertos en domingo —el British Museum, por ejemplo, no se
abrió en domingo hasta 1896». «Su uso», continúa Sheppard, «estaba, por
lo tanto, restringido a las personas de la clase del ocio, o (para citar el regla­
mento del British Museum en 1810) a “personas de aspecto decente"»6.
Pero el control y la reorganización de la cultura con fines de exhibición pú­
blica no pretendían probablemente resultar en la estratificación de la gen­
te según el acceso que tuvieran a la cultura. Es más probable que la inten­
ción oculta tras el control de la cultura no fuera tanto excluir a alguien en
particular cuanto recon textual i zar ciertas áreas de la cultura. Incluso hoy
día estos museos son lugares donde las reliquias del pasado histórico se
han separado, como tantos objetos del hogar, de sus orígenes económicos
y se han vuelto adecuados sólo para la clase más cortés. Es en este aspecto
en el que encuentro la casa de la cultura de Charlotte Bronte particular­
mente interesante.

3 Fruncís Sheppard, London I80S-IS70. The In ferna! Fen (Berkeky, Univcrsily of California
Press, 19^1). pág. 361.
4 Raymond Williams. The Ijong Revolution (Londres, Chatto and Windus, 1961), pá-
gina 57.
5 Williams, pág. 57.
b Sheppard. pá¿. 362.
En el tercer piso de Thornfield Hall, el pasado se usa para llenar varias
habitaciones que, al no tener ninguna utilidad doméstica, parecen super-
fluas. Jane pregunta, «¿Duermen los criados en estas habitaciones?» A lo
que la atenta Mrs. Fairfax replica: «No; ellos ocupan una serie de aposen­
tos más pequeños de la parte de atrás; nadie duerme nunca aquí» (pág.
93). En estas habitaciones no se encuentra naturaleza física, ni siquiera
metafísica, ni cuerpo ni alma. Según Bronte, lo que uno encuentra en estas
habitaciones es un pasado cultural que — como lo «misterioso» de
Frcud— se niega a permanecer en el pasado. Así. encontramos a Jane Eyre
meditando sobre la materia de estas habitaciones como sobre un «relica­
rio de recuerdo»:

Me gustaba el silencio, la penumbra, la singularidad <le estos lugares reti­


rados durante el día: pero de ningún modo habría deseado una noche de
reposo en una de esas anchas y pesadas camas: encerradas, algunas de
ellas, tras puertas de roble: sombreadas, con efigies de flores extrañas
y pájaros aún más extraños y los seres humanos más extraños de todos,
— todo lo cual habría parecido extraño, efectivamente, a la pálida luz de
la luna.

Semejantes a la habitación en la que Eockwood se tropieza con el fantas­


ma de Catherine Earnshaw en Cumbres borrascosas, las habitaciones del
tercer piso ofrecen el lugar donde el día y la noche de la experiencia cons­
ciente se pueden distinguir. Aquí, figuras estilo Fuseli que sólo se pueden
originar en el arte desafían las distinciones entre categorías vegetales, ani­
males y humanas al desfamiliarizar cada una de ellas. Pero este arte obso­
leto y grotesco, al desafiar las distinciones más básicas de la naturaleza, no
apunta a ninguna presencia sobrenatural. Aunque Mrs. Fairfax explica
que «casi se podría decir que si hubiera un fantasma en Thornfield Hall
éste sería su escondrijo», es probable que Bronte plantee la posibilidad de
una presencia sobrenatural sólo para eliminarla: «Eso mismo creo yo: no
tienen ningún fantasma, pues», replica Jane. Y es igual de probable que al
eliminar tal uso de un material históricamente anterior, Bronte borre su
historia. Poi que cuando Mrs. Fairfax confirma que no se sabe de ningún
fantasma que habite en las habitaciones en cuestión. Jane sigue inquirien­
do: «¿Ni ninguna tradición de alguno?, ¿ni leyendas ni relatos de fantas­
mas?», y Mrs. Fairfax replica en términos que atraen la atención hacia la
ausencia de historia: «Creo que no. Y con todo, se dice que los Rochester
han sido una raza más violenta que tranquila en sus tiempos: pero quizá
sea ésa la razón de que ahora descansen tranquilamente en sus tumbas»
(pág. 93).
He descrito prolijamente el encuentro de Jane con las diversas habita­
ciones de Thornfield Hall porque no sólo ofrecen un modelo de la propia
novela, sino que también expresan el vínculo entre la historia de la sexua­
lidad y la de la literatura. Bronte usa las habitaciones del tercer piso en
particular para decirle al lector precisamente lo que se ha hecho del pasado
para hacer una novela victoriana: su descripción de estas habitaciones ex­
plica lo que la novela tuvo que hacer para entrar en el dominio de la litera­
tura; y registra un cambio en el concepto de lo que era literatura, un cam­
bio llevado a cabo por la novela que a su vez capacitó a la novela para en­
trar en ese reino cultural. La ficción de Bronte representa la escritura
como una realidad por derecho propio. La escritora introduce deliberada­
mente materiales culturales extraños dentro de un marco doméstico y des­
truye la diferencia de su carácter cultural, haciendo imposible que uno los
use para imaginar otro período de la historia y otra realidad política.
Como autora de este mundo de reliquias, Bronte se sitúa en la posición del
artesano, una especie de basurero, que encarna el poder de fragmentar un
texto cultural en componentes que se pueden usar para construir todo un
nuevo sistema de relaciones. De esta forma, las habitaciones «extra» de
Thornfield se asemejan a un ático cuyos objetos sacados de contexto espe­
ran un uso que les otorgará milagrosamente un valor. Este espacio dentro
de la cultura permite el cambio; permite que información antigua impreg­
ne un texto encerrado en sí mismo y se convierta en información nueva.
1.a mujer está simbólicamente al cargo de un espacio semejante en las cul­
turas de clase media, puesto que ella es la que supervisa los objetos del ho­
gar. Es de esperar que sea ella también la que determine que cosas tienen
valor. Lo antiguo adquiere su valor cuando se le quila el polvo y se le de­
vuelve su sitio en el hogar donde retiene algo de lo que Walter Benjamín
llama «valor de culto». Si, como él dice de las primeras fotografías, «el cul­
to del recuerdo de los seres queridos, ausentes o muertos, ofrece un último
refugio para el valor de culto de la fotografía», el culto del recuerdo de la
vieja casa solariega ofrece un refugio semejante para el culto de la aristo­
cracia. Parte del misterio de la vieja aristocracia se aferra a los escombros
culturales que se encuentran en las habitaciones de Thornfield Hall y hace
que los objetos de! pasado parezcan aún más misteriosos al no poder ser
reproducidos en un mundo de clase media7.
Jane ha tenido este poder de transformar objetos culturales y de darles
nueva vida desde el principio de la novela. En el primer capítulo, comien­
za una transformación tal cuando ella lee tíewkk's Hisíory oj'British Birds.
Consciente del proceso, Jane describe las láminas que muestran pájaros
árticos; «Formé mi propia idea de estos reinos blanquísimos: indistinto,
como todos los conceptos a medio comprender que flotan a través del ce­
rebro de los niños, pero extrañamente impresionante» (pág. 6). De otra lá­
mina Jane dice: «No puedo imaginar qué sentimiento perseguía al solita­
rio cementerio»; mirando otra, describe «dos barcos encalmados en un
mar aletargado» como «fantasmas marinos»; y como para desestabilizar
el mundo rcferencial todavía más, nos dice que «cada imagen contaba una
historia, a menudo misteriosa para mi comprensión sin desarrollar y mis

7 Waller Benjamín. «The Work ol'Art in Ihc Age of Meclianical Reproduclion», en lllumi-
nations. ed. Hanmili Arcndt (Nueva York. Schoekcn, l% 9). pág. 226.
sentimientos imperfectos» (pág. 6). Algunos capítulos más tarde, el mate­
rial que ha asimilado reaparece en cuadros pintados «en las dos últimas
vacaciones que pasé en Lowood, cuando no tenía ninguna otra ocupa­
ción» (pág, 109). Vale la pena señalar aquí cuán distintos son sus cuadros
del retrato que £m m a pinta de Harriet Smith, porque las representaciones
de Jane no pretenden en absoluto representar algo que exista en el mundo
de los objetos. Cuando Rochester pregunta: «¿De dónde sacaste los mode­
los?», ella replica sin titubear: «De mi cabeza» (pág. 109). Como para re­
forzar la naturaleza de la transformación que su narración está haciendo
continuamente, Bronte hace que Rochcstcr siga preguntando acerca de
esta «cabeza»: «¿Tiene otro mobiliario del mismo estilo dentro?» (pág.
110). Así, Jane procede a traducir a palabras lo que habia traducido de la
imaginación a la pintura:

Estos cuadros eran acuarelas. El primero representaba nubes bajas y lívi­


das, rodando sobre un mar embravecido: toda la distancia estaba eclip­
sada; lo mismo con respecto a lo que habia en primer plano; o, mejor di­
cho, las oleadas más cercanas, porque no había tierra. Un rayo de lu?. re­
saltaba en relieve un mástil scmisumcrgido, sobre el que descansaba un
cormorán, oscuro y grande, con alas punteadas de espuma: su pico soste­
nía una pulsera de oro, incrustada de piedras preciosas (pág. 110).

Sin duda deberíamos reconocer los «sujetos» que Jane dice que habían
«surgido vividos en mi imaginación» mientras las imágenes del Bewick’s
History o f British Birds vuelven a la vida como quimeras de la imagina­
ción más que como imitaciones de la naturaleza. La historia natural, os­
tensiblemente observada, luego escrita y finalmente leída, se abre paso en
la vida psíquica de Jane y en su lienzo, donde proporciona un lenguaje
para deseos por lo demás sin articular.
Pero estas imágenes no observan las categorías convencionales de vida
emocional tras sufrir diversas transformaciones. Al tomar prestado conte­
nido de nuevas fuentes culturales Bronté permite que el contenido se en­
trometa — como en las pinturas— y modifique la forma. Jane describe el
propio acto de pintar como «uno de los placeres más intensos que nunca
he conocido». Al mismo tiempo afirma haberse «atormentado por el con­
traste entre mi idea y mi obra: en todos los casos había imaginado algo que
era incapaz de plasmar» (pág. 111). Cuando su heroína dice esto. Bronte la
hace participar de la angustia de un poeta romántico, y se ha gastado gran
cantidad de energía crítica para demostrar que la propia Charlotte Bronte
debería ser entendida en relación con ese papel. Pero prefiero pensar que
Bronte insertó estos cuadros verbales en la narración de Jane como un
modo de mostrar las cualidades mentales que tienen el poder de hacer a
una institutriz por lo demás sin atractivo tan deseable para un hombre
como Rochester. El estado mental intensificado en el que el placer y el tor­
mento se funden no es el estado de un poeta profesional. F,s el estado men­
tal de una colegiala que se encuentra sin «nada mejor que hacer» (pág.
111). Así, Jane comienza un metacomcntario sobre sus obras al decir «en
primer lugar, hay que partir de la base de que no son nada maravilloso»
(pág. 110). Los fragmentos desfamiliarizados de cultura que se entrome­
ten en la narración de Jane, como imágenes de cuadros, libros y sueños se­
paran estas imágenes de cualquier referente en el mundo y les dotan de
otro tipo de significado que hace en parte realidad los movimientos rudi­
mentarios de la mente. Por lo tanto, la única historia que la cultura viene a
comunicar en la Ficción de Bronte es la historia de una transformación cul­
tural desde la imaginación hasta la forma visible y hasta las palabras, una
historia del yo y de su lenguaje. Al igual que Richardson y Austen, Bronte
está interesada tanto en los intersticios que hay entre las ceremonias ofi­
ciales de la vida como en la representación de las actividades de la mente
femenina vuelta hacia sí misma durante las horas de ocio.
¡Pero qué diferente es esta mente de la de Emraa y qué distinta es la
forma en que se comporta cuando no tiene otras ocupaciones! Los cuadros
de Emma también se quedan a medio hacer, pero esto se debe a que ella
está demasiado ocupada con palabras para completar un cuadro, no a que
experimente emociones para las que no existe un medio de expresión ade­
cuado. En la novela de Bronte. por el contrario, las palabras resumen im á­
genes visuales que apuntan a territorios del yo que se encuentran más allá
del alcance de la representación verbal. Estas imágenes parecen irrumpir
en la superficie textual mantenidas por la inexorable superioridad moral
deJanecon respecto a todos los demás personajes, asi como al lector. Indi­
can una falta de control por su parte que induce a formular interpretack*-
nes sexualmente subversivas.

H om bres m odernos: « S h ir le y » y los F u e g u in o s

Pero estas imágenes se componen de cultura y sirven en última instan­


cia para expresar deseos desviadores de un modo que permite a Jane con­
tener y controlar tales deseos. Por consiguiente, las imágenes proporcio­
nan en último término a Bronte el medio de controlar también al lector.
De hecho, ésta es una estrategia que pasa de las Bronte a otros autores Vic­
torianos cuyas narraciones tienden a convertirse también en cuadros, for­
mando imágenes hipoestáticas en las que los materiales de la narración
— como en los cuadros de género y monumentos que caracterizan asimis­
mo la cultura victoriana— ya están interpretados. Es decir, estas imágenes
visuales controlan la respuesta a materiales contenidos dentro de ellas mo­
delando esos materiales hasta que forman figuras convencionales que ex­
presan diversas emociones — una institutriz cargada de preocupaciones,
una joven expulsada de la casa de su padre, un perro en duelo junto a los
zapatos de su amo muerto, Ofelia ahogada. Pocos materiales de la vida o
la literatura demostraron ser capaces de resistir las estrategias emblemáti­
cas del arte Victoriano. Pretendo sugerir que al producir lo que se denomi­
na una «cultura popular», tal arte desarrolló formas de supresión de la ló­
gica explicatoria de la competencia cultural inglesa — el sentido común de
Austen— conforme gente de una formación normal la expresaba con pala­
bras y por escrito. Este arte desarrolló una iconografía de subjetividad que
se podía transportar de un texto a otro y que cruzaba las fronteras entre los
medios de comunicación. Considerados en relación con estos otros usos
de lo visual, las imágenes de Jane Eyre aparecen no como el pensamiento
de proceso primario por los que a veces se las toma, sino como metalen-
guaje de estrategias de textualidad que controlan el propio marco en el que
la lectura tiene lugar. Controlan la identidad del Lector al hacer de este un
objeto de conocimiento para si mismo en nuevas formas sorprendentes.
Escrita en 1849, sólo dos años después de Jane Eyre, Shirley es conoci­
da como la novela más explícitamente política de Charlotte Bronte y uno
de los intentos menos logrados de escribir ficción histórica siguiendo la
tradición de Walter Scott, tradición que siguieron posteriormente otros
novelistas. La historia se sitúa en un área en proceso de industrialización
del norte de Inglaterra durante la época de las rebeliones de los Luddite.
Hace la crónica del traslado del poder desde las antiguas familias propieta­
rias de tierras a una nueva casta de burócratas, representada por los dos
hermanos Moorc, uno propietario de una fábrica y el otro un consejero
que se va a convertir en breve en magistrado de Briarfield Parish. Tam­
bién recoge el paso de una forma de relaciones de parentesco, arraigadas
en una cultura de terratenientes, sus leyes de herencia y alianzas familia­
res, a reglas de vida en común que se adaptan a un concepto moderno del
amor y que producen lo que se conoce como la familia nuclear. Para con­
tar la historia de una cultura institucional — donde el poder viene a residir
no en los padres, sino en las fábricas, las organizaciones de caridad y las es­
cuelas— la novela internaliza el conflicto y las operaciones del poder polí­
tico. Comenzando con un conflicto entre grupos de hombres que represen­
tan intereses económicos, identidades étnicas y sectas religiosas en com­
petencia, la novela produce una comunidad homogénea que comprende
sólo dos tipos distintos de individuo — hombres y mujeres, padres e hi­
jos— , que se pueden emparejar de acuerdo con vínculos de género y gene­
racionales. El proceso de fragmentar una identidad social en identidades
individuales convierte a la familia en el núcleo, y conforme el texto social
se descompone, los conflictos inherentes a él desaparecen. Este proceso se
logra por medio de la intervención de una mujer. Para que esto ocurra, la
mujer que ostenta la autoridad, la propietaria de tierras Shirley Keeldar,
debe renunciar a sus cualidades masculinas y desarrollarse hasta parecerse
a la anodina Carolíne Helstone, una huérfana relativamente poco atracti­
va que ha sido adoptada por el ministro local. En todos estos aspectos, in­
cluido la presencia de tales heroínas históricamente dobladas, la novela se
asemeja a la ficción anterior de las Bronte.
Pero lo que hace de Shirley una novela claramente posterior a Jane
Eyre — y deseo hacer hincapié particularmente en el elemento histórico—
es el papel que atribuye a la literatura a la hora de efectuar ciertos cambios
históricos. Al comienzo de Shirley hay una escena de lectura que inicia las
transformaciones históricas que caracterizan a la literatura victoriana y
también representa un modelo de la situación de comunicación en la que
se dan tales transformaciones. La escena proporciona un paradigma del
poder de la lectura que es particularmente oportuno para el objetivo de
este capítulo. En la escena se lee en voz alta y se comenta Coriotanus, dán­
dole al lector procedimientos para la lectura no sólo de un texto tan abier­
tamente político como el de Shakespeare, sino también para la narrativa
de ficción que le seguiría. Al hacer esto, la escena demuestra las estrategias
que se usarían realmente para incorporar a Shakespeare a la cultura de la
clase media; también revela los intereses políticos reales, a los que servía
esta forma de leer literatura. M i descripción de la escena identificará la re­
lación entre aquellos procedimientos de lectura que se desarrollaron en los
curricula para mujeres durante el siglo xvm y aquellos procedimientos in­
terpretativos que los modernos curricula de educación secundaria y uni­
versitaria fomentan en Estados Unidos e Inglaterra. Sin embargo, al mos­
trar la razón por la que en la segunda mitad del siglo xrx se extendieron es­
tos procedimientos a la educación masculina, también deseo destacar una
diferencia importante entre la forma en que Charlotte Bronte entendió
este proceso y en el modo en que lo entendemos nosotros. No creo que sea­
mos tan conscientes de los principios de interpretación literaria como
ella.
Es evidente que ella entendía la política de enfrentarse a Shakespeare
no como teatro público, sino como una obra literaria. Quizá no sea sor­
prendente que Caroline Ilelstone, en uno de sus escasos actos de presun­
ción, lea a Shakespeare para ocupar unas horas de ocio con su primo Ro-
bert Moore. Los dos consideran juegos como el ajedrez, las damas y el
backgammon sólo para rechazarlos como «juegos silenciosos que sólo
mantienen ocupadas las manos»*1. Aún más interesante es el hecho de que
también rechazan el cotilleo porque no están «lo bastante interesados por
nadie como para complacerse en el destrozo de su carácter» (pág. 114).
Habiendo eliminado los pasatiempos con los que una pareja semejante
podría haber disfrutado en ficción anterior. Caroline hace esta curiosa
propuesta:

Aunque no queramos pensar sobre el mundo existente en la actualidad,


seria agradable volver al pasado; oír a gente que ha dormido durante ge­
neraciones en tumbas que quizá ya 110 sean tumbas ahora, sinojardines y
campos, hablamos y expresar sus pensamientos, y comunicar sus ideas
(pág. 113).

* Charlotte Bronlc. Shirley, cd. Andrcw v Judilh Hook (Harcnondsworth, Penguin, 1974),
pág. 114 l as citas det icnto corresponden a esta edición
Todas las demás formas de actividad ociosa se sustituyen por la lectura,
que consiguientemente permite que la escritura medie en la relación entre
hombre y mujer. Éste, hay que recordar, es el único momento de intim i­
dad entre Caroline y Kobert hasta que ella visita su lecho de muerte cerca
del final de la novela y, al hacerlo, consolida su relación. Así, se puede de­
cir que Shirley comienza donde terminan Jane Eyre y Cumbres borrasco­
sas. La figura de una mujer con un libro ya ha venido a representar el con­
trato sexual: «Lo colocó entre los dos, reposó su brazo sobre el respaldo de
la silla de Caroline y, así, empezó a leer» (pág. 116).
Mucho más detallada que intercambios similares de un periodo ante­
rior, esta escena de lectura indica una intensa conciencia del poder de la
educación. Bronte da al poder mucha más claridad que la fuerza vagamen­
te civilizadora que las mujeres de ficción anterior podían ejercer sobre
aristócratas por medio de la palabra escrita. Robert Moore es medio belga
y medio inglés. A través de la lectura de la literatura inglesa, según Caroli­
ne, conseguirá «ser completamente inglés» (pág. 114). Robcrt se educa so-
cialmcnte conforme va adquiriendo este lenguaje especializado, porque
tal como ella explica: «Tus antepasados franceses no hablan tan dulce, tan
solemne, ni tan impresionantemente como tus antepasados ingleses, Ro­
ben» (pág. 114). Ni el ser inglés se refiere a la identidad política — como
Shakespeare lo habria entendido— , sino a las más básicas cualidades de la
naturaleza humana. Caroline ha seleccionado para que Robert lo lea en
alto un pasaje que, en palabras suyas,

Eslá afinado con algo que tienes en tu interior. Despenará tu naturaleza,


llenará tu mente de música, pasara como una mano dieslra sobre tu cora­
zón. ... Que el glorioso W illiam se acerque y lo toque; verás como extrae
de sus acordes el poder y la melodía ingleses (pág. 114).

Igual que Robert se anglifica por inedio de la lectura de Shakespeare, el


Bardo queda transformado por el escenario doméstico en el que es leído.
Más que como un texto alejado y culturalmente distinto, el texto del Rena­
cimiento se recibe como la voz del antepasado de Robert (¡aunque Robert
nació y se crió en Bélgica!). Este pariente resucitado demuestra ser capaz
de hablarle por encima de las fronteras del tiempo y la cultura. Revivido al
ser leído en este escenario, el Shakespeare escrito adopta la subjetividad
del propietario de una fábrica de principios del siglo xix que se crió en
Bélgica. Conceder al texto estas cualidades es transformar a Shakespeare
en una obra literaria en el sentido moderno del término. Se puede decir
con total precisión que mientras observamos cómo Shakespeare se con­
vierte en el hombre del siglo xtx, somos también testigos de una versión
anterior de nuestra propia formación literaria. Porque aquí, extendiéndo­
se a la mujer y al hombre y adquiriendo aplicación universal por medio de
él, se encuentran los procedimientos interpretativos que traducen el mate­
rial histórico a términos psicológicos modernos.
Pero como en todas las demás representaciones del intercambio sexual
que hemos examinado, constituir a una de las partes es también constituir
a la otra. Incluso mientras constituye el drama shakespeariano como un
texto escrito, esta escena de lectura convierte la escritura en la crónica del
discurso y la base del mismo. El Shakespeare escrito ha ocupado el lugar
del cotilleo. Lo que es más importante, la palabra escrita se convierte
cuando se pronuncia en la expresión directa de emociones que existen con
anterioridad a cualquier acto de discurso y que surgen, según parece, de
fuentes preverbales del interior del yo. Revivido como una forma moder­
na de subjetividad, Shakespeare se convierte en el medio de reproducir la
misma forma de subjetividad dentro del lector. Leer textos como Coriola-
ñus «es agitarte», explica Caroline: «darte nuevas sensaciones. Es hacerte
sentir tu vida con fuerza, no sólo tus virtudes, sino tus aspectos viciosos,
perversos. Descubrir por medio de la sensación que la lectura te producirá
tu grandeza y tu bajeza» (pág. 115). Si Shakespeare pierde todos aquellos
rasgos de pensamiento que le identifican con su momento histórico. Ro-
bert pierde rasgos del mismo tipo. De un golpe, la lectura de Shakespeare
toma las actitudes extremadamente controvertidas que caracterizan a un
propietario decidido a mecanizar su fábrica y las traduce a términos que le
sitúan dentro de una jerarquía de emociones que todos los hombres son
teóricamente capaces de sentir. I a «fuerza inglesa» que Robert adquiere
en virtud del intercambio llevado a cabo por medio de la lectura es senci­
llamente el poder de conocerse a sí mismo en términos modernos. Porque
así es como Bronte describe la transformación que Robert experimenta al
leer a Shakespeare bajo la tutela amorosa de Caroline Helstone: «saliéndo­
se de la estrecha linca de prejuicios privados, comienza a deleitarse en la
imagen más amplia de la naturaleza humana, a sentir la realidad estampa­
da sobre los personajes que hablaban desde esa página que tenía delante»
(pág 116).
En efecto, Caroline pide a Robert que renuncie a un modo de poder
— que ella asocia con la naturaleza imperiosamente patriarcal de Coriola-
no— y que adopte otro — que ella identifica como una forma benevolente
de patemalismo. Ella suprime eficazmente el contenido político de Corio-
tanus para hacer que un texto renacentista represente una nueva forma de
autoridad política. Esto parece no ser una forma de autoridad en absoluto
porque se da forma sobre la base de relaciones familiares y opera en la sub­
jetividad y a través de ella. Al ser leído por una mujer y empleado como
mediador en un intercambio sexual, Coriolanus se convierte en el medio
por el que se introduce un cambio histórico, el medio, esto es, por el que la
autoridad se internaliza y la propia subjetividad se convierte en un meca­
nismo que se regula a si mismo. Así, Caroline ofrece una moral para que
Robert la «añada a la obra:... no debes moslrarte orgulloso ante tus traba­
jadores; no debes desperdiciar las ocasiones de calmarlos, y no debes mos­
trar una naturaleza inflexible, expresando una petición tan austeramente
como si fuera una orden» (pág. 114).
Bronté no estaba siendo irónica en io más mínimo cuando hace que su
heroína hable así. Comprendía obviamente el poder de leer literatura m u­
cho mejor que nosotros. De hecho, todo el episodio está diseñado para
mostrar que debido a que Caroline tiene una buena formación como lecto­
ra femenina será una maravillosa esposa para Robert. Si ahora podemos
suponer que el proceso de educación social comienza en casa bajo la su­
pervisión de la madre, la novela de Bronté registra una época en que no
era así, cuando una unidad familiar tan reproducible existía mayormente
como ficción. Parece que esta clase de hogar adquirió por primera vez su
poder de reproducir una forma concreta de relaciones sociales arraigadas
en el género a través de la ficción. Así, la escena de Bronté se toma ciertas
molestias para diferenciar los papeles desempeñados por hombre y mujer,
en el intercambio en el que media Shakespeare. Robert recibe las emocio­
nes masculinas que le permiten participar del espíritu de un emperador
romano:

1.a primera escena de Coriolanus deleitaba su paladar intelectual y se­


guía disfrutando al seguir leyendo. Pronunciaba e¡ altanero discurso de
Cayo Mareo a los ciudadanos muertos de hambre con fervor: no decía
que su orgullo irracional estaba bien, pero parecía sentirlo así (pá­
gina 116).

Pero Moorc también difiere de su contrapartida anterior, porque las «par­


tes de guerra [de la obra] no despertaban demasiado su interés», afirmaba
Robert; «decía que todo eso estaba pasado de moda, o debería estarlo; el
espíritu exhibido era el de la barbarie» (pág. 116). Las palabras imperiosas
aún le placen mientras que las violentas exhibiciones de fuerza le dejan
frío, pero entonces es cuando las estrategias domesticadoras de Caroline
entran enjuego. Tras establecer la naturaleza de Robert como masculina
en virtud de su respuesta a los elementos agresivos de Shakespeare, Bronté
demuestra cómo se puede mejorar su naturaleza — adecuada para una In­
glaterra moderna— por medio de la mujer. Hace que Caroline levante <da
mirada hacia él con una sonrisa singular» y haga una crítica de su carácter,
que queda revelado y sometido al remedia a través del acto de la lectura:
«Ya hemos tocado un punto espinoso — dijo ella— ; te cae bien ese o hu­
lloso patricio que no tiene compasión de sus hambrientos congéneres y los
insulta» (pág. 116). Luego hay escenas de la obra que Robert no puede leer
tan bien porque, como escenas cómicas, son más adecuadas para la lectora
femenina. Como de acuerdo a un principio natural la pareja divide la ta­
rea de la lectura, «y Caroline, cogiéndole el libro de la mano, le leyó estas
partes» (pág. 116). Con estas y otras estrategias la escena de la lectura de
Bronté logra lo que describe. Transforma un texto histórico en un texto
que habla de verdades subjetivas de una manera que distingue la naturale­
za masculina de la femenina según una nueva lógica cultural. Pero igual
que Shakespeare queda recogido y contenido en la conciencia de estos lec-
tores, el sexo de los propios lectores queda determinado por el texto con­
forme lo representan: «todas las escenas compuestas de verdad y fuerza
condensadas, venían seguidas y llevaban consigo en su fluir profundo y rá­
pido el corazón y la imaginación de lector y oyente» (pág. ¡ 17).
Si no logra otra cosa, esta escena revela cómo los materiales históricos
son adoptados por un discurso humanista moderno. Al lector de este pro­
ceso de identificación, es decir, Robert, se le pide que dé una representa­
ción del texto escrito, una lectura que somete todos sus rasgos belgas a la
feminización y a! propio Robert a la asimilación. Bronté no es nada sutil
en la dramatización dei proceso por el que la lectura le libra a él del demo­
nio extranjero; parece saber exactamente qué objetivos políticos cumple la
lectura de Shakespeare al inscribir el deseo de Robert en la conciencia co­
lectiva de las nuevas clases medias. Bronté también pone a la mujer a car­
go de este cambio incluso mientras hace que Caroline lea los pasajes me­
nos importantes de Shakespeare. Pero aunque no hay duda de que Bronté
entiende el poder de la lectura, la inversión del profesor en esta relación
nunca se discute. Reservado, femenino y profundamente benevolente, el
poder de Caroline apenas obtiene reconocimiento. Con todo, ella es la que
declara que la lectura de ciertos textos «debe agitarte; darte nuevas sensa­
ciones. Debe hacerte sentir la vida con fuerza, no sólo tus virtudes, sino
tus aspectos viciosos, perversos» (pág. 115). Y cuando Robert concluye su
lectura, ella es la que le interroga: «Así pues, ¿has sentido a Shakespeare?»
(pág. 117). Caroline suprime deliberadamente todo lo que es político en
Coriolanua calificándolo de ruido, en su esfuerzo por llevar a primer plano
la enorme corriente de emociones humanas. También establece el marco
para la lectura del texto como oposición, como la diferencia entre lo que es
verdaderamente inglés y lo que no lo es. El marco se diseña para convertir
todo lo distinto (en este caso «francés») en una carencia, una carencia del
idioma inglés, que es también una carencia de sentimientos humanos. Asi,
guiando la lectura de él con sus sonrisas y amonestaciones, Caroline dise­
mina un lenguaje especializado, un conjunto de procedimientos capaces
de definir todos los materiales culturales psicológicamente y, por medio
de la definición, de transformarlos en obras de cultura elevada.
Es importante darse cuenta de lo que le ocurre a la tradición poética
cuando la producción de cultura elevada se convierte en un proceso feme­
nino y feminizador. Es digno de destacarse el que el estudio más explícito
de Bronté de la poesía se encuentre en su novela más abiertamente políti­
ca, un hecho que no puede dejar de animarnos a cuestionar la relación en­
tre política y poélica en esta obra. También es importante darse cuenta de
que. una vez más, la novela establece la relación en términos del contrato
sexual. Además de la relación que Robert y Caroline mantienen a través
de la lectura de Shakespeare, otra relación en la que media la literatura es
la que se establece entre Shirley y Sir Philip Nunneiy, que representan a la
antigua elase dominante en gran medida como había sido representada en
la novela de Walter Scott. En absoluto parecido a su contrapartida liberti­
na que solía rondar la ficción doméstica, este aristócrata place a la mujer a
la que corteja: «A ella le gustaba porque lo encontraba amable y modesto y
estaba encantada de notar que tenia el poder de entretenerlo» (pág. 446,
cursiva mía). Bronte considera que la habilidad de entretener es femenina
y atribuye esa habilidad tanto a Shirley como a Caroline en virtud del he­
cho de que las dos son mujeres, a pesar de la enorme diferencia entre sus
orígenes sociales. Aunque Shirley no ve en el aspecto y el comportamiento
de Caroline nada «que se salga de lo normal en cuanto a inteligencia y ta­
lento», «tanto más se esforzaba por descubrir el conocimiento ganado por
sí misma» que posee su compañera de maneras suaves. Aún más impor­
tante: «También el instinto del gusto de Caroline era como el suyo» (pág.
231). Al seguir especificando el «conocimiento» que convierte a la huérfa­
na Caroline en otra Shirley. Bronte insiste en que su autoridad sobre cues­
tiones literarias las identifica a ambas como mujeres de las nuevas clases
dominantes:

Shirley creía que son pocos, hombres o mujeres, los que tienen buen gus­
to en poesía: el sentido correcto para distinguir entre lo que es real y lo
que es falso. Había oído a gente muy inteligente pronunciar una y otra
vez este o aquel pasaje, en esa versificación, admirable sin duda, que,
cuando ella leía, su alma reconocía como gazmoñería, fioritura y oropel
o como mucho, palabrería elaborada (pág. 231).

Este pasaje indica por sí solo hasta donde ha llegado históricamente la


poética del estilo llano desde su aparición en la carta de declaración de Ro­
bert Martin a Harriet Smith en Emma. En relación con los otros pasajes
que he seleccionado de Shirley, éste sugiere un cambio multidimensional
de la historia de la subjetividad femenina. Las mujeres siguen siendo las
intérpretes y evaluadoras de la vida emocional, pero la actividad crítica
que llevan a cabo concede ahora a este criterio novelístico de buen gusto
una autoridad cultural superior a la del poeta.
Exhibir los rasgos de una educación masculina de élite le debilita a uno
en el ambiente cultural definido por esta novela. Por complacida que se
sienta Shirley por la atención deSir Piiiiip, sigue pensando que este aristó­
crata es un compañero inaceptable, basándose en que él usurpa sin delica­
deza la prerrogativa de la mujer de controlar el tiempo de ocio:

Había un ligero inconveniente — ¿dónde está la amistad sin él?— Sir


Philip tenía un aspecto literario: escribía poesía, sonetos, estrofas, bala­
das. Quizá Miss Keeldar pensara que a él le gustaba un poco demasiado
leer y recitar eslax composiciones-, quizá deseara que la rima hubiera po­
seído más precisión — la medida más música- ios tropos más frescu­
ra— la inspiración más fuego; en cualquier caso, ella siempre torcía el
gesto cuando él volvía al tema de sus poemas y normalmente hacia todo
Io posible por desviar la conversación hada otro canal (pág. 446, cursi­
va mía).
Así, encontramos a Sir Philip — ciertamente una alusión irreverente a
Sir Philip Sidney— notablemente impotente para mantener una relación
sexual porque usa el tipo de lenguaje equivocado. «Y cuando la tenia toda
para el», explica Bronte, «y el mar se extendía ante ellos, y la sombra per­
fumada de los jardines les rodeaba, y el alto refugio de los acantilados se
elevaba tras ellos, él sacaba su último fajo de sonetos y los leía con vo/. tré­
mula de la emoción» (págs. 446-447).
Según Bronte, tamo la prosa como la poesía salen ganando cuanto me­
nos retóricas son. Mientras incluye a Shakespeare en el dominio de las le­
tras humanas, excluye la tradición aristocrática de poesía. En su lugar, in­
troduce los versos sentimentales de «La Jeune Captive» de Chénier. Caro­
line recita el verso en francés como su participación en el intercambio de
la tarde con Robert Moore, dando a entender que la poesía — en su sitio—
representa los sentimientos- femeninos de forma aceptable. Si el leer cier­
tos pasajes de Shakespeare y el ser corregido por Caroline le preparan para
gobernar la esfera de los hombres, la lectura de la poesía la prepara emo­
cionalmente a ella para ser la esposa del propietario de una fábrica. Por­
que mientras recita el verso en francés el rostro de esta mujer, generalmen­
te lánguido, se vuelve más -«animado, interesado, emocionado — se la po­
dría llamar hermosa». «U n rostro semejante», continúa Bronte, «tenía
por objetivo despertar no sólo el sentimiento tranquilo de la estima, el sen­
timiento distante de la admiración; sino algún sentimiento más tierno,
afable, íntimo: amistad, quizá afecto, interés» (pág. 119). Si la literatura
anterior tenía por objeto mosimr el estatus junto con la educación, la poe­
sía. cuando se incluye en la novela de Bronte, ofrece la ocasión para una
exhibición de otro lipo. Al igual que la novela, se convierte en un teatro
donde exhibir los rasgos psicológicos del individuo. Bronté representa a
Robert Moore como un compañero más deseable que Sir Philip Nunneiy,
basándose en que aquél no intenta escribir sus emociones pero permite
que estén escritas. Expone sus pasiones por lo demás sin articular a través
de la lectura, de modo que Caroline pueda a su vez suavizarle hasta hacer
de él un compañero simpático. Aunque Sir Philip ya es simpático de esta
precisa manera. Robert es más deseable por poseer algo masculino dentro
de sí que requiere doma. Porque es claramente él quien hace un mundo en
el que las mujeres tienen un lugar y una función. Si esta base para conceder
al industrial belga superioridad sobre el poeta aristócrata ha perdido plau-
sibilidad para el lector moderno, sólo hace falta recordar la manera tan si­
milar en que Darwin representa las relaciones entre los.scxos en The Dcx-
cenl o f Man, and Natural Seleclion in Relation to Sex, otro texto victoria-
no:

La lucha sexual es de dos tipos; en el primero es entre individuos del mis­


mo sexo, generalmente los machos, con el fin de alejar o matar a sus riva­
les, mientras las hembras permanecen pasivas; en el otro, la lucha se da
igualmente entre individuos del mismo sexo, con el fin de excitar o em­
brujar a los del sexo opuesto, generalmente las hembras, que ya no per­
manecen pasivas, sino que seleccionan a los compañeros m ás agra­
dables1*.

Pero sin duda no es para instituir a (a mujer como el medio de socializa­


ción para lo que Darwin introduce las diferencias de género en su teoría de
la evolución. Más concisa, la narración de Darwin domestica a la propia
historia conforme describe la influencia domesticadora de la hembra en la
historia natural. La lucha competitiva entre diferentes especies disminuye
en esta obra tardía, cuando el hombre moderno adquiere la hegemonía na­
tural con la domesticación de sus instintos agresivos. Al representar la cul­
tura como el triunfo del hombre sobre su propio deseo, el apéndice de
Darwin al Origen de las especies transforma la historia natural en una na­
rración que justifica la represión y exalta la sublimación.
El papel que desempeña el arte en esta historia es especialmente signi­
ficativo. Al concluir su NaturaI Selection in Relation to Sex, Darwin em­
plea un principio psicoestético para explicar el desarrollo de todas las cua­
lidades mentales (por ejemplo, «valor» y «perseverancia»), logros cultura­
les (desde «armas» a «órganos musicales, tanto vocales como instrumen­
tales»), así como como rasgos naturales (tales como «fuerza y tamaño»,
«colores, rayas y marcas y añadidos ornamentales»). Mantiene que todos
estos rasgos — ¿y qué más hay?— han sido «ganados indirectamente por
un sexo o el otro, por medio de la influencia del amor y los celos, de la
apreciación de lo hermoso en sonido, color o forma, y del ejercicio de una
elección; y estos poderes de la mente dependen manifiestamente del desa­
rrollo del sistema cerebral» (pág. 402). Su estudio comparativo de las cul­
turas primitivas reconoce el punto hasta el que el deseo humano, como el
de cualquier otra especie, parece ser provocado por ciertas formas y figu­
ras, entre las cuales son fundamentales los rasgos que connotan género. Es­
tos, sigue señalando, varían enormemente de una cultura a otra. Tras
plantear una base biológica para la diferenciación de los roles de los sexos,
la teoría de Darwin gira sobre si misma y arraiga la sexualidad por comple­
to en la cultura.
La lógica de la selección sexual que vincula la política a la poética se
hace clara una ve?, que consideramos lo que le ocurre al concepto de Dar­
win de la domesticación. Este concepto es, para el propósito de mi argu­
mentación, simplemente otro nombre para feminización, la forma que el
poder político asume en toda la ficción que he estado estudiando. Al selec­
cionar a «los compañeros más agradables», la hembra de la especie crea
casi literalmente al macho a imagen de sus deseos; las normas de parentes­
co surgen de un principio estético casi inconsciente. Tal como explica

9 Charles Darwin, The Deseen! u f Man. and Natural Selection in Relation lo Seje, vol. Il.eds.
John Tvlcr Bonner y Robert M. May (Princcton, Princcton University Press. 1871; reimpreso
1981). pág. 398. l as citas del texto corresponden a esto edición. (F.l origen del homhre. Produc­
ciones Editor, 2 vols., 1979.)
Darwin, el principio de la selección sexual «es estrechamente análogo al
que el hombre aplica involuntaria, pero efectivamente, en sus produccio­
nes domesticadas, cuando continúa durante largo rato eligiendo a los indi­
viduos más agradables o útiles, sin ningún deseo de modificar la raza»
(pág. 398). De hecho, cada vez que Darwin menciona la selección sexual,
demuestra esta curiosa necesidad de aliar a! principio que gobierna las re­
laciones de parentesco lo más íntimamente posible con un proceso natu­
ral. Ésta es la razón de que atribuya la función de selección sexual a la
hembra o a las operaciones menos racionales del sistema cerebral masculi­
no. Así, cuando vuelve a expresar el principio eugenésico del empareja­
miento animal para describir ese principio por el que el hombre selecciona
a su propia compañera, Darwin contradice su afirmación anterior que
describe el poder selectivo operando a través de las mujeres: «El hombre
examina con cuidado escrupuloso el carácter y pedigrí de sus caballos, ga­
nado y perros antes de emparejarlos; pero cuando se trata de su propio
matrimonio rara vez, o nunca, pone tanto cuidado» (pág. 402). Darwin
continúa argumentando que mientras el hombre se ve «empujado por
prácticamente los mismos motivos que mueven a los animales cuando se
les deja que elijan libremente», no obstante es tan superior a ellos que «va­
lora los encantos y virtudes mentales» (pág. 402-403) extraordinariamen­
te. Una facultad estética del hombre que le atrae a la mujer de virtud está
más cercana a la naturaleza y es más civilizada que la facultad por la que el
hombre calcula cómo servir a sus propios intereses. Teóricamente, pues, el
hombre es superior a la bestia sólo en la medida en la que observa el mode­
lo de relaciones sexuales desarrollado en los manuales de conducta y en la
ficción doméstica. Porque estos representan al hombre deseando a una
mujer que aplica el mismo principio estético que él pone en práctica al do­
mesticar a los animales. «Por otra parte», concede Darwin, «él se ve fuer-
temerte atraído por la mera riqueza o rango» (pág. 403).
Al llegar a esta conclusión atormentada, el intento de Darwin de intro­
ducir la sexualidad en su teoría de la historia natural amenaza con contra­
decir su esfuerzo por elogiar como cultura esa área especializada de la cul­
tura donde el sexo está separado del poder. Por medio del uso, como crite­
rio del desarrollo humano, de la capacidad del hombre para apreciar la be­
lleza. Darwin se encuentra atrapado en una curiosa paradoja en la que su
antropología — basada, podría parecer, en el poder de la belleza— contra­
dice abiertamente una historia natural que es propulsada por el deseo
competitivo innato. Su estudio concluye pintando una escena en laque las
implicaciones de su teoría anterior vuelven para atormentarle. Darwin
permanece horrorizado mientras esta visión de la historia cultural se revi­
ve en su recuerdo:

N unca olvidaré la sopresa que sentí la primera vez que vi a los fuegui­
nos en una playa salvaje y accidentada, porque la siguiente reflexión se
abrió paso de inmediato en mi mente; así eran nuestros antepasados. F.s-
tos hombres estaban completamente desnudos y embadurnados de pin­
tura, sus largos cabellos estaban enmarañados, sus bocas espumeaban de
excitación y su expresión era salvaje, sorprendida y desconfiada. Apenas
poseían ningún arte y, como animales salvajes, vivían de lo que podían
atrapar, no tenían gobierno y se mostraban inmisericordes con todos los
que no pertenecieran a su propia y pequeña tribu. Quien haya visto a un
salvaje en su tierra natal no sentirá demasiada vergüenza si se ve forzado
a reconocer que la sangre de alguna criatura más humilde corre por sus
venas. Por lo que a mí respecta preferiría descender de ese heroico moni-
to, que se enfrentaba a su temido enemigo para salvar la vida de su amo:
o de aquel viejo babuino, que, descendiendo de las montañas, se llevó
triunfalmente a su joven camarada de entre una turba de sorprendidos
perros, que de un salvaje que se deleita en la tortura de sus enemigos,
ofrece sacrificios sangrientos, practica el infanticidio sin remordimien­
tos, trata a sus esposas como esclavas, no conoce la decencia y se siente
perseguido por las supersticiones más escandalosas (págs. 404-405).

Mientras esta escena de relaciones familiares pervertidas vuelve para ator­


mentarle, a nosotros nos debería recordar la forma que las condiciones
primitivas adoptaron para hombres como Shuttlcworth, que exploraron
los oscuros corredores de la cultura urbana en una época anterior del siglo
xix. En relación con esto, deberíamos damos cuenta de que — a pesar de
la similitud entre el hombre primitivo y los «animales salvajes»— no es la
naturaleza lo que Darwin opone a la cultura al introducir la selección se­
xual en su teoría. Es otra cultura, donde el principio estético es anulado
por una forma de rivalidad masculina que transforma a la mujer en un ser
impotente.
Resulta extrañamente apropiado que Darwin rechace toda su teoría de
la evolución al contenerla dentro de un recuerdo perturbador. Represen­
tando la naturaleza como un intercambio sexual más que como la compe­
tición entre diferentes especies por conseguir dominar, este estudio poste­
rior suprime las huellas de la lucha histórica que había visto en el pasado
en los objetos naturales y les hace hablar sólo de diferencias sexuales. Sin
embargo, para mantener la superioridad del hombre de clase media den­
tro de tal sistema, Darwin se siente obligado a eliminar la fuerza como la
base natural para la superioridad dentro de las especies. Se vuelve precisa­
mente hacia la lógica del intercambio que Bronte formula en Shirley. Para
estabilizar un mundo competitivo, su modelo exige que el deseo sea dife­
renciado según el género; los hombres deben desear a una mujer capaz de
domesticarlos, igual que las mujeres deben desear al hombre competitivo.
En el momento en el que Darwin finalmente divide la totalidad del uni­
verso natural de acuerdo a este principio, se entromete la imagen de la cul­
tura primitiva. Y es entonces cuando Darwin habla de una identificación
emocional con sus antepasados naturales fuera de la especie, antes que
verse como el producto de la historia cultural.
Me gustaría que se prestara particular atención al hecho de que él re­
presenta la cultura primitiva como algo que no es cultura en absoluto por­
que suprime La autoridad femenina. El hombre hace realidad deseos que,
en marcado contraste con los instintos de la especie natural, destruyen to­
das las afiliaciones sociales. La pesadilla de Darwin implica, por consi­
guiente, un modelo de cultura que depende no tanto de la destreza compe­
titiva del hombre cuanto de la habilidad de la mujer para domesticarlo. Y
así, representa una situación que anima a los lectores a poner sus intereses
políticos en manos de una mujer que se dedica por completo a atraer y lue­
go domesticar el deseo de un hombre, una situación en la que el deseo de
ella por cualquier otra cosa contradice su naturaleza esencial como mujer.
Todavía más seria es la implicación de que si la mujer no logra desear a un
hombre, pondrá a la propia civilización a merced de los instintos competi­
tivos sin regular del hombre. La revisión de Darwin de la teoría de la selec­
ción natural plantea la cuestión que preocuparía a autores modernos tan
diversos como Yeats, Lawrence, Joyce, Woolf y Freud: la cuestión de qué
es lo que desean las mujeres.

M u je r e s m o d e r n a s , D o r a y M r s . B r o w n

Bstoy convencida de que la preocupación mostrada en el cambio de


siglo por lo inconsciente surgió en respuesta a la cuestión de qué es lo que
quieren las mujeres. El descubrimiento de la histeria simplemente refinó
el interrogante al dirigirlo a la cuestión de si las hijas de padres de clase
media querían realmente ser seducidas o no. Los autores modernistas iban
a decidir que efectivamente las mujeres deseaban exactamente lo que
ellas, como guardianes designados de la cultura del noviazgo y el parentes­
co, habían declarado no permisible. O bien las mujeres deseaban lo prohi­
bido, o bien eran antinaturales y perversas. Su deseo prohibido compren­
día las prácticas sexuales toleradas de una cultura anterior frente a las que
la clase emergente había afirmado su autoridad moral. En otras palabras,
las prácticas que parecían no tener lugar dentro de la cultura de clase me­
dia eran de hecho necesarias para mantener la autoridad de las clases me­
dias. Estas prácticas eran la forma privilegiada de lo «otro», la oscuridad
que requería iluminación, la carencia que requería remedio, la perversión
que requería reforma. Al recoger su discusión con la clase dominante, las
novelas modernas que siguen siendo más importantes para nosotros ahora
son aquellas que reivindicaron nueva autoridad para la ficción — la de la
cultura elevada— , abriendo áreas de la subjetividad femenina que pare­
cían desafiar la sexualidad de la clase dominante tal como había sido for­
mulada por Mayhew, Darwin yotros que. Pretendo argumentarquetodoses-
tos esfuerzos por escribir el deseo femenino contribuyeron de una manera
u otra a un esfuerzo más amplio que encerraba ciertos materiales cultura­
les dentro de una estructura de conciencia que sacaría de contexto y aleja­
ría todavía más estos materiales de la historia. Al aceptar la primacía de
las distinciones sexuales, los autores estaban apoyando la misma base para
la identidad humana, sin importar si escribían sobre monogamia tradicio­
nal o transgresión sexual. Eso equivalía a recetar una serie de alternativas
que. en términos políticos, no ofrecía alternativas en absoluto.
Para llevar la historia de la subjetividad femenina al siglo xx, me gus­
taría aislar una serie de estrategias que las novelas usaron para revisar el
lenguaje del yo del siglo xix y formular el lenguaje de la conciencia del si­
glo xx. Con los primeros estudios sobre la histeria estamos entrando clara­
mente en un territorio histórico donde usar la palabra «subjetividad» ya
no parece apropiado. Porque para finales del siglo xix la palabra había lle­
gado a ser evidente hasta el punto de que la gente ya no preguntaba si era la
base de la identidad. Tampoco parecían inclinados a desafiar el hecho de
que la naturaleza de la subjetividad era esencialmente sexual. Más bien,
rebatían los materiales que podrían contenerse dentro de este marco, des­
cubriendo, entre otras cosas, que las mujeres podían contener dentro de sí
mismas material que era masculino y viceversa. Rebatían la cuestión de
cómo clasificar estos materiales — por ejemplo, como preconscientes o in­
conscientes. También rebatían la forma en que se debería distribuir el va­
lor entre estas categorías, y defendían que el valor debería determinarse
bien según la habilidad de un individuo para desempeñar roles tradiciona­
les o según un concepto de la salud y la normalidad que estaba más orien­
tado hacia las necesidades del individuo. Con el desarrollo de un discurso
de «conciencia», las estrategias por medio de las que los materiales históri­
cos se habían escrito en aquellos que componían un espacio interior su­
frieron un salto cuantitativo y comenzaron a comportarse como un «tex­
to» en el sentido moderno de la palabra. Se comportaron como si todas
procedieran de una conciencia central cuyas vicisitudes, por lo tanto, dra­
matizaban. Las distinciones de genero entre hogar y mercado, que organi­
zaban la superficie de la experiencia social, tuvieron su réplica como de­
seos masculinos y femeninos, que convivían en el espacio interior y lucha­
ban por el control de la vida de fantasía del individuo. En teoría, el conflic­
to entre Pamela y Mr. B se desarrolló dentro del espacio de una sola con­
ciencia, conflicto cuyo resultado iba a determinar quién tenía autoridad
para definir el deseo femenino. Sin embargo, dentro del teatro de la con­
ciencia la base histórica adquirida por la mujer se perdía conforme el
hombre recuperaba la autoridad para escribir las emociones y determina­
ba lo que las mujeres querían.
Debería señalarse que, mientras el hombre seguía hablando el lenguaje
de la clase dominante, se trataba de un lenguaje de una clase completa­
mente distinta de la representada por el seductor en las narraciones ri-
chardsonianas. A finales del siglo xix, el lenguaje del poder no pertenecía
a la vieja aristocracia, sino a una clase profesional de médicos, maestros,
abogados, hombres y mujeres del sector de los servicios y burócratas de
todo tipo. Esta era la clase de gente que un siglo antes había sido responsa­
ble de la representación de la sociedad como clases en competencia econó­
mica, por un lado, y como un conjunto universa] de relaciones familiares
por et otro. A su modelo en tres partes en el que el terrateniente se enfren­
taba con el industrial y éste con el trabajador, añade Harold Perkin, debe­
mos añadir otra categoría que designa a las clases intelectuales y profesio­
nales que formularon las narraciones en lasque la realidad social ha veni­
do a ser entendida. Fueron ellos los que declararon los agentes y determi­
naron las cuestiones con respecto a las que los otros grupos mantenían
posturas opuestas. Según Perkin, tales hombres y mujeres constituyeron
«la olvidada clase media, en resumen, porque se olvidaron de sí mismos.
Excepto cuando postulaban un lugar para sus yoes idealizados en las socie­
dades ideales de otras clases, generalmente se quedaban fuera de su análi­
sis social»10. Pero la idea tras la estrategia panóptica utilizada por exper­
tos o especialistas es constituir un campo de conocimiento como si ellos
no fueran parte del mismo, liberándose así para desempeñar el papel del
espectador desinteresado. En donde este poder de vigilancia es la forma
operativa de poder político — a saber, dentro de culturas instituciona­
les— , el que parece ser el más desinteresado es aquel que más tiene que ga­
nar asumiendo una relación determinada con la cosa en observación.
No es difícil imaginar cómo, durante el siglo xtx, la postura del nove­
lista se hizo problemática en relación con estos otros escritores. Debido a
que la novela — en Inglaterra al menos— estaba escrita en el lenguaje de
las mujeres, los novelistas no se podían realmente considerar entre los pro­
fesionales e intelectuales. Esto era cierto a pesar de que era efectivamente
posible para las mujeres entrar a formar parte de ciertas profesiones. Por­
que la novela expresaba verdades emocionales, que eran responsables del
establecimiento de un orden específico de relaciones de parentesco como
el orden normal y deseable. Pero cuando la novela modernista opuso la
ficción a los lenguajes de la sociedad burocrática, comenzó una lucha que
transformó las estrategias formales de la ficción junio con su objetivo polí­
tico. El resultado de esta fase de la progresión dialéctica de la ficción con
respecto a sí misma aseguraba que la ficción dejaría de basar su autoridad
en el sentido común — el corpus del conocimiento femenino— , para pasar
a basarla en la referencia al lenguaje especializado de la literatura. El cor-
pus de conocimiento que había pertenecido a la madre y ama de casa vino
a estar bajo escrutinio profesional y se descubrió que era una tela de araña
de engaños y «cuentos». En el plazo de un periodo de tiempo relativamen­
te corto, el lenguaje del parentesco dejó de ser dominio de la mujer. Se
convirtió en lugar de ello en el dominio del consejero y el terapeuta. Al
mismo tiempo, la nacionalidad dejó de proporcionar el marco «natural»
para llevar a cabo un estudio como el mío. Un nuevo principio distinto de
la nación, la clase o incluso el género organizó aparentemente la comuni­
cación y otorgó así a la escritura una identidad moderna. La era que, según

10 Harold Perkin, The Origins ofMndern English Socieiy 1780-18110 (Londres, Routledgc
and Kegan Paul. 1969). págs. 257-258.
Woolf, comenzó en J 910 fue una era de escritores alienados de la nación y
la clase. Fue la era también de los escritores andróginos y experimentales
con respecto al sexo. Pero dentro de este campo de escritura, la manera de
oponer la sexualidad a la nación y la clase produjo estilos extremadamente
individuales de escritura. Tales formas de individualidad emergieron,
desde mi punto de vista, a través de representaciones nuevas y cada vez
más sofisticadas de la subjetividad femenina.
Para extender un telón de fondo contra el que esta afirmación pueda
parecer razonable, comenzaré con lo que considero el prototipo del texto
moderno, Fragmento de un análisis de un caso de histeria, de Freud. Es
perfectamente posible interpretar la historia de Dora como un regreso a la
dialéctica narrativa de Richardson. de ficción dentro de ficción. Más que
escribir a la mujer como un objeto de deseo masculino, Freud ataca a la se­
xualidad de la clase dominante en este estudio que históricamente acabó
con determinados cimientos. Trabaja contra desplazamientos novelísti­
cos de la sexualidad mientras ayuda a Dora a retirar los estratos de ficción
por los que ella niega la base genital de su deseo. A este respecto se puede
argüir que la creación del discurso analítico marca el regreso de Mr. B y
reevalúa su sexualidad sin desplazar como liberación más que libertinis-
mo. Uno puede afirmar, como afirmó Freud, que trabaja contra un siglo
de mojigatería para crear un concepto más flexible de normalidad que el
que confina el deseo sexual a la monogamia legítima. Freud tiene la osada
convicción de que debemos entender la perversión no en oposición a las
normas de la clase media, sino como un estadio menos desarrollado del
desarrollo sexual normal:

Cada uno de nosotros en su propia vida sexual se salta ligeramente


— ahora en esta dirección, ahora en aquélla— las estrechas lineas que se
le han im puestocom ocriterio de no rm alidad. Las perversiones noson bes­
tiales ni degeneradas en el sentido em ocional de la palabra. Son u n desa­
rrollo de gérmenes contenidos en la predisposición sexual indiferenciada
del n iñ o y que al ser suprim idos o desviados hacia objetivos m ás altos y
asexuales — al ser sublim ados- están destinados a proporcionar la ener­
gía para un gran núm ero de nuestros logros culturales. Por lo tanto,
cuando uno se ha convertido en un enorme y m anifiesto pervertido, seria
m ás correcto que ha seguido siéndolo, porque exhibe una cierla fase de
desarrollo in h ib id o >■.

lin puntos cruciales de los escritos de Freud, se puede advertir la figura del
siglo xix de combinaciones ilícitas apareciendo para pedir tolerancia y un
lugar dentro de la cultura: «las perversiones no son bestiales ni degenera­
das en el sentido emocional de la palabra». La cuestión que me gustaría

11 Sigmimd Freud, Fragment ofan Analysis o/a Caseoffíysieria, en The StandardF.duion


oí The Complete Psydiologicaí Works vfSigm und Freud, vol. 111, trad. James Strachey (L on­
dres. The Hoganh Press, 1953), pág. 50. Las citas de! texto corresponden a esla edición. (Sig-
mund Freud. Obras cúmplela':, 22 vols., Amoirortu Editores, 1979.)
plantear, desde un punto de vista estrictamente histórico, es la siguiente:
al perdonar al pervertido, ¿identifica este concepto de la sexualidad una
política distinta de la de, pongamos por caso. James Kay Shuttleworth o
Charles Darwin?
No hay duda de que la «Dora» de Freud, junto con los estudios de ca­
sos anteriores sobre histeria, constituye un momento nuevo en la historia
de la sexualidad. Pero creo que se trata de un nuevo capítulo del discurso
de la sexualidad más que del comienzo de un libro paradigmáticamente
nuevo sobre el sujeto humano. El pasaje citado anteriormente ilustra que
este capítulo está gobernado por las mismas figuras de cultura que las de
Shuttleworth, Mayhew o Darwin. En todo caso, se encuentran las estrate­
gias de interiorización del siglo xix llevadas mucho más allá en los prime­
ros casos de Freud, todos los cuales son historias de subjetividad femenina,
Porque aquí Freud hace del género el componente esencial de la conscien­
cia ai localizar el origen de todo desarrollo consciente en la sexualidad ge­
nital. Acaba con la idea tradicional de que la totalidad del cuerpo femeni­
no es el objeto del deseo; identifica el falo como la base del deseo; y define
todas las demás formas de deseo como engaños que operan como «defen­
sas» frente al reconocimiento del deseo por el falo como la realidad huma­
na más básica. Con esta estrategia Freud desarrolla un lenguaje profesio­
nal del yo capaz de redeftnir cualquier resistencia a ese concepto del yo
como un síntoma de represión y negación. Definiendo el problema de esta
forma, puede escribir relatos de deseo femenino en los que, al igual que el
sujeto de Rousseau, el sujeto se hace más ella misma — sana, completa y
funcional. Cuando encuentra que las historias contadas por mujeres ocul­
tan la verdadera naturaleza del deseo sexual. Freud revisa sus narraciones
de un modo que intenta liberar y curar.
Los estudios sobre histeria traducen un lenguaje femenino de subjeti­
vidad a un lenguaje que el propio Freud compara con los del «ginecólogo»
y el «arqueólogo». Es significativo que represente su trabajo en estas capa­
cidades por medio del tropo ilustrado de «traer a la luz». Éste es uno de
esos ejemplos en los que él conceptuaiiza su papel en relación con el pa­
ciente:

Ante lo incompleto de mis resultados analíticos, no me quedó otra alter­


nativa que seguir el ejemplo de aquellos descubridores cuya buena fortu­
na es llevar a la luz del día iras su prolongado enterramiento las reliquias
sin precio, aunque mutiladas, de la antigüedad. He restaurado lo que fal­
ta, tomando los mejores modelos que conozco de otros análisis; pero,
igual que un arqueólogo concienzudo, no he om itido la mención en cada
caso de dónde terminan las partes auténticas y comienzan mis construc­
ciones (pág. 12).

Se debería destacar la presencia recurrente de «reliquias». En este y otros


aspectos, Freud entiende los materiales con los que trabaja en términos de
la misma estructura tipo museo en la que las Bronte ganaron por primera
vez nuevos territorios déla subjetividad femenina. Desmigajaron la mate­
ria de un momento histórico anterior con el fin de crear las categorías psi­
cológicas operativas de la cultura moderna. La misma casa de cultura or­
ganiza los primeros estudios sobre la histeria, pero Freud encierra todo el
dominio de prácticas sexuales anteriores dentro de la mujer. En estos estu­
dios de caso, en oposición a la ficción sensacional del periodo Victoriano,
la materia de la historia cultural representa una disolución de las catego­
rías domésticas dentro del yo (esto es, «la predisposición sexual indiferen-
ciada del niño») y prepara así el escenario para una mayor penetración,
trazado y control del individuo.
N o obstante, vale la pena señalar que el sentido de Freud de «buena
fortuna» no está mitigado en lo más m ínim o por el hecho de que estas «re­
liquias» del pasado contenidas dentro del yo están «mutiladas». Sus pro­
cedimientos analíticos presuponen una ausencia que hay que rellenar. Es­
tablecen el papel del análisis, como el suministro de las partes que faltan.
Tras encontrarse con una autorrcpresentación de este tipo, el lector astuto
debe esperar «análisis» que complementen la voz del sujeto «auténtico»,
que a su vez se convierte en una voz cargada de formas de autoengaño, ne­
gativas o defensas12. Se puede esperar esto con algún grado de certeza por­
que el discurso del sujeto en el modelo de comunicación de Freud tiene to­
dos los rasgos del propio cuerpo femenino: los de un hombre desfigurado o
«mutilado», esencialmente regresivo, pero que al mismo tiempo contiene
los secretos que autorizan el discurso masculino. Este cuerpo proporciona
tanto la verificación como la sustancia de los escritos de Freud. Incluso
mientras transforma el cuerpo en una cosa incompleta que desea eterna­
mente la parte ausente que lo completará, le da a la mujer el poder, para­
dójicamente, de dar una base para la autoridad al hombre.
Tal como sugiere el modelo arqueológico de Freud, el hombre requiere
que la mujer lo complemente. Por lo tanto, el modelo contractual sigue
existiendo. Cuando la masculinidad y la feminidad se entendían como po­
der económico y emocional respectivamente, que fue lo general durante
los siglos xvnt y xix, las operaciones semióticas del contrato estaban rela­
tivamente claras; el contrato traducía dinero a amor y convertía las opera­
ciones competitivas del mercado en relaciones familiares. Con Freud, sin
embargo, los lugares de la familia ofrecen la explicación última de todas
las relaciones de poder. En contraste con el tratado puritano sobre el ma­
trimonio, que pensaba en el padre natural como en un «gobernador», el es­
tudio de caso psicológico considera a todos los superiores políticos como
«figuras paternas». Lo que es más, el padre mismo viene a ser representa­
do como una figura parcial, el pene. La reducción de lodos los rasgos de

l - Toril Moi ha estudiado el uso que hace Freud de la figura de la reliquia, en «Represcma-
lions of Patriarchy: Scuuality and Epistemology in Freud's Dora», ln Doras Case: i'reud-
Hysleria-Feminúm, eds. Charles Bcrnhqimer y Claire Kahane {Nueva York. Columbia Univer-
sily Press, 1983). págs. 186-187.
género a los genitales permite a Freud pensar en las relaciones sexuales
como una relación de la presencia con la ausencia, pero su estralegia retó­
rica no es particularmente eficaz a la hora de controlar a la mujer. Si lo
fuera, no habría necesidad de sus elaborados intentos por representar lo
que tas mujeres quieren. La ausencia que quiere crear y que le permite me­
dir todas las cosas por medio del hombre implica una presencia que no se
puede reconocer. Está en el cuerpo femenino sin divisiones donde se en­
cuentra una clase de deseo que no está controlada por el falo. Semejante
deseo es más antiguo y, como el deseo encarnado por las protagonistas fe­
meninas de las Bronte, puede disolver las fronteras que diferencian la con­
ciencia del padre de la del hijo y la del hombre de la de la mujer. Ames de
que Freud pueda dedicarse por entero a la cuestión de la rivalidad edipica
se siente aparentemente obligado a dejar descansar a su deseo. Para ello
intenta invalidar toda una tradición de pensamiento en la que semejante
deseo era la causa última del catnbjo histórico. Estoy hablando de la
tradición de la ficción doméstica y de la historia de la sexualidad que ésta
recoge.
En su esfuerzo por derrocar esta tradición, las narraciones de Freud al­
canzan una conclusión satisfactoria cuando la mujer se enfrenta al hecho
de que desea sólo a su padre, de que codos sus temores de seducción son
simplemente estrategias para negar el hecho de su deseo prohibido. Por
medio de un juego de mal emparejamiento semántico en el que todos los
objetos hacen referencia en último término al pene, este tipo de narración
transforma en figuras del padre aquellos objetos designados como objetos
de deseo y temor. Pero en el proyecto para constituirla subjetividad feme­
nina, el pene es sólo un pene hasta que sea deseado por la madre. Donde
parece haber sólo una fuente de poder, a saber, el hombre, hay en realidad
dos. en el hombre y dentro de la mujer. El pene entra simplemente como
otro pene, pero sale de la madre como un falo. Al reproducir el contrato se­
xual en tales términos somáticos, esta teoría ofrece el misterio último del
poder de la clase media. La naturaleza del intercambio que distingue a los
géneros y los sitúa en una relación mutuamente autorizadora no se puede
percibir. Y debido a que el intercambio ya no es perceptible, el género pa­
rece descansar en el hecho parcial de !a naturaleza biológica del hom­
bre15.

*3 En su crítica de las teorías críticas remantes que no se ocupan de la ideología. D on E.


Waync aísla un problema inherente en aquellas que si lo hacen. Escribiendo sobre Macherev y
De Man y refiriéndose también a Tony W ildcn, Althusscr y Lacan, Waync argumenta que com­
parten «una epistemología en la que la negación se confunde con ausencia, la diferencia con
oposición y la relación con identidad». Esta observación nos puede ayudar a entender por qué
los procedimientos críticos literarios han dejado relativamente tranquilas a las estrategias de
oposición del discurso t'reudiano. Me parece que lu mayor parte de la crítica literaria permite
que la «ausencia» de masculinidad se contunda con la «negación» de la feminidad. F.l genitali-
zar el cuerpo de la madre permite a Freud confundir la negación de ese cuerpo con la simple au­
sencia del pene. Pero el m ito del falo emplea con la misma claridad el cuerpo de la madre como
un agente transformador, o «presencia constitutiva que permanece oculta porque ro se puede
Pero antes de que su análisis de Dora pueda despegar, Freud debe
identificar las lagunas de la narración de Dora, porque las lagunas im pli­
can que hay otra verdad, un contexto enterrado, un marco que falta por
descubrir. Su identificación de las lagunas convierte el texto de Dora en
una cadena de metáforas para sus deseos por lo demás inarticulados. Asi,
Freud escribe: «Incluso durante el curso de sus historias los pacientes co­
rregirán repetidamente un detalle o una fecha y luego, quizá, tras vacilar
algún tiempo, volverán a sus primeras versiones» (pág. 17). Cuando des­
cubre vacilaciones y correcciones por parte de un narrador, el analista pro­
cede a revisar el discurso afectado. Al hacerlo da carta de naturaleza a una
narración que no sólo está escrita, sino que también es extremadamente
especializada, científica y masculina:

1.a incapacidad de los pacientes de ofrecer una historia ordenada de sus


vidas en la medida en la que coinciden con la historia de sus enfermeda­
des no es simplemente característica de la neurosis. También posee sig­
nificación teórica. Porgue esta incapacidad se debe a las siguientes razo­
nes. En primer lugar, los pacientes se guardan consciente e intencionada­
mente parte de lo que deberían contar — cosas que conocen perfecta­
mente— porque no han logrado superar sus sentimientos de timidez y
vergüenza (o discreción, cuando lo que dicen concierne a otra gente):
ésta es la parte que se cobra la doblez consciente (pág. 17).

Es importante darse cuenta de que la estrategia de dejar lagunas es tam­


bién una estrategia para la representación del texto del narrador como una
serie de síntomas patológicos. Esta estrategia crea un espacio donde el
análisis puede insertarse y una patología que exige el análisis como cura.
Identificar una laguna en el relato es producir la necesidad en la mujer de
un nuevo lenguaje del yo. Freud encuentra que cada forma de resistencia
revela una necesidad determinada y requiere una estrategia comunicati­
va para abordarla. Están, por ejemplo, aquellas obstrucciones a su búsque­
da de conocimiento que surgen de criterios de cortesía o lealtad personal,
o simplemente del sentido de la forma en la que la información personal
debería encontrar expresión en forma narrativa. Así, Freud identifica una
«doblez inconsciente», que surge cuando la información que los pacientes
pueden recordar en otros momentos «desaparece cuando están realmente
contando su historia, pero sin que se guarden nada deliberadamente»
(pág. 17). Pero la información a la que el paciente no tiene acceso en abso­
luto es finalmente la que colorea las otras tranformaciones narrativas de
este modelo de múltiples niveles. Este punto de origen es la parte del yo
que está fuera del lenguaje y también el punto de referencia del lenguaje,
tal como Freud lo representa: «hay invariablemente amnesias verdaderas
— lagunas en el recuerdo en las que han caído no sólo recuerdos antiguos,

articula o>. «Gnosts without Praxis: On thc Dissemination of European Criticism and Theory in
the United States». Hrlim. 7 (1979-Í98U). 15.
sino incluso recuerdos muy recientes— y paramnesias, formadas secunda­
riamente para rellenar esas lagunas» (pág. 17). Paradójicamente, pues, hay
lagunas dentro de lagunas y también hay lagunas allí donde parece no ha­
ber ninguna, porque la lógica de la represión presupone que si hay pocos
errores en la narración del paciente, «ha tenido lugar una falsificación del
recuerdo» para oscurecer la pérdida de la verdadera memoria (pá­
gina 17).
I-a producción de lagunas conspira así con los tropos de inversión para
revelar los materiales de la subjetividad reprimidos. De nuevo Freud va a
afirmar que «de la naturaleza de los hechos que forman el material del psi­
coanálisis» se sigue «que estamos obligados a prestar mucha atención en
las historias de nuestros casos a las circunstancias puramente humanas y
sociales de nuestros pacientes como datos y síntomas somáticos del desor­
den». Aunque, como él dice, «nuestro interés se dirigirá hacia sus circuns­
tancias familiares», la historia del caso lleva a cabo regularmente inversio­
nes semánticas que establecen la verdad psicológica en una relación con­
tradictoria con las «circunstancias familiares» que rodean al paciente
(pág. 17). Estas estrategias son, de nuevo, las del texto formalista, que se
aparta de un «contexto» como una forma de verdad independiente, si bien
interdependiente; mantiene una diferencia absoluta entre el interior y el
exterior, una forma de alienación que no parece política porque tiene lu­
gar a un nivel prcsocial y sexual.
La critica feminista ya nos ha hecho conscientes de la tremenda insen­
sibilidad de Freud al asumir que a diferencia de Dora, «una muchacha
sana en tales circunstancias, sin tener ninguna experiencia sexual ante­
rior», habría ciertamente sentido «una sensación genital» al ser abrazada
y besada en la boca por la fuerza por Herr K., un viejo amigo de su padre y
marido de la amante de su padre. Precisamente porque Dora se resiste a
esta idea con tal convicción, Freud persiste en la idea de que una mujer
normal no sólo sentiría, sino que también querría sentir esta «sensación
genital». Sobre esta sola base Freud declara: «Yo consideraría sin duda
histérica a una persona en la que una ocasión de excitación sexual provo­
cara sentimientos que fueran preponderante o exclusivamente desagrada­
bles: y lo haría tanto si la persona fuera capaz de producir síntomas somá­
ticos como si no» (pág. 44). Al hacer una declaración semejante como un
diagnóstico médico. Freud se encuentra con una estrategia de profesiona-
lidad que desafía la tradición de la representación que se remonta hasta
Pamela y cuestiona la forma de autoridad que depende principalmente de
resistirse a la seducción. Pamela poseía poder de autodefmición sólo en la
medida en que podía decir «no». Pero en una situación de comunicación
en la que las estrategias de inversión gobiernan el significado, su «no» sig­
nifica en realidad «sí» y los signos de disgusto disfrazan, por lo tanto, el
placer. A este respecto, podemos considerar el diálogo de Freud con Dora
como una elaborada puesta en escena de nuevo de la lucha anterior entre
Pamela y Mr. B. Al volver a poner en escena la pugna por identificar lo que
es femenino en la mujer, sin embargo, la narración de Freud invierte y des­
plaza la idealización richardsoniana de la mujer.
Dentro del escenario clínico, Freud entra en una dialéctica con la fic­
ción y con el corpus de conocimiento femenino que la justifica. Conside­
rando las profundidades de la ficción como una superficie que oculta la
verdad de la sexualidad humana, descubre nuevas profundidades en la
mujer que representan todas las relaciones humanas como una relación
genital y hacen de la falta de deseo de fa mujer por el órgano masculino
algo patológico:

He formado en m i imaginación la siguiente reconstrucción de la escena.


Creo que, durante el apasionado abrazo del hombre, ella sintió no sólo
su beso sobre los labios, sino también la presión de miembro erecto con­
tra el cuerpo. Esta percepción le resultaba asquerosa; fue borrada de su
recuerdo, reprimida y sustituida por la sensación inocente de presión so­
bre el tórax, que a su vez derivó una intensidad excesiva a partir de su
fuente reprimida. Por lo tanto, encontramos una vez más un desplaza­
miento de la parte inferior del cuerpo hacia la superior (pág. 29).

Todas estas transformaciones del relato de Dora de su desagradable en­


cuentro con Herr K. tienen un objetivo claro en mente, al igual que los
otros intentos de Freud de explicar a Dora. Su historia de caso se puede in­
terpretar como una reescritura de la ficción doméstica que traduce sus
«virtudes» a «síntomas» patológicos con el fin de revelar los secretos de la
conciencia femenina. La inversión que esto produce en la relación ideal de
una época anterior está bastante clara. Más que darle el poder de interpre­
tar las emociones de otros, el relato de Dora de los avances de Herr K. así
como del propio comportamiento escandaloso de su padre le revelan a
Freud su deseo más profundo y no reconocido: poseer a su propio padre.
Mientras Dora denuncia a otros por violar las relaciones de parentesco,
Freud interpreta el propio deseo incestuoso de la joven.
Freud vino a entender éste como un caso en el que no logró interpretar
una relación negativa de transferencia y, por tanto, no pudo establecer una
transferencia positiva. No pudo interpretar la relación de Dota con su otro
yo significativo — siempre el padre— en términos de la relación que man­
tenía con su analista. Concluyó que todo análisis que tenga éxito depende
del establecimiento de una relación positiva entre el analista y el analiza­
do. Pero en vez de eso ella le dejó plantado — como un acto de «vengan­
za», según él— para no enfrentarse nunca a sus sentimientos verdaderos
por su padre, por Herr K. o por el otro personaje principal involucrado en
su relato, Frau K., la amante de su padre. En un apéndice a su narración,
Freud llegó más tarde a la conclusión de que él mismo no había logrado
entender la naturaleza de la relación de transferencia. En realidad, deter­
minó, Dora había establecido una relación con él que le permitía vengarse
de Herr K. más que amar a su padre. Aún más adelante, en una nota a pie
de página de su apéndice, decidió que el caso no se resolvía satisfactoria­
mente porque no había sabido reconocer «la importancia de la corriente
homosexual de sentimiento en los psiconeuróticos» (pág. 120). En el mo­
delo de Freud no queda espacio en ningún lugar de sus diversas interpreta­
ciones de la ausencia de una transferencia positiva entre él y Dora para la
posibilidad lógica más obvia, es decir, que ella nunca hubiera deseado a su
padre.
Freud persistió en constituir la situación de comunicación como
un doble vínculo creado por un concepto amable del deseo, según el
cual la mujer, o bien está enamorada de su padre y es esencialmente nor­
mal, o bien no lo está y es lesbiana. Más que trabajar dentro de los límites
planteados por estas alternativas, me gustaría suponer durante un mo­
mento que Dora tenía razón al entender sus opciones de forma diferente.
I ras ella yacía una tradición de escritura sobre noviazgo y parentesco, des­
pués de todo, cuyo objetivo era hacer que ella se resistiera a la seducción.
I.a predisponía a resistir incluso aquellas formas de seducción condonadas
por su padre, que ella sentía habían alentado los avances de Herr K. a cam­
bio de permitir que el affair abierto entre su padre y Frau K. continuara.
Frente a la antigua prerrogativa del padre de cambiar el cuerpo de su hija
en matrimonio. Dora colocó consecuentemente su propia autoridad como
una mujer posilustrada que tenía culturamente el poder de decir qué re­
laciones sexuales eran prohibidas o aprobadas. Al principio, incluso Freud
admitió que «era fácil ver que sus reproches estaban justificados»:

Cuando se sentía amargada solía abrumarla la idea de que había «ido en­
tregada a Herr K.. como el precio de su tolerancia de las relaciones entre
el nada- de Dora y su mujer; y su rabia ante esc uso de ella por parte de su
padre era visible tras su afecto por él (pág. 34).

Dora había descrito evidentemente su hogar como si procediera de una


novela sensacionalista, en la que las prácticas sexuales de una época ante­
rior irrumpieran en el orden doméstico y violaran las fronteras culturales
que separan a los géneros y a las generaciones. Aunque su sensacionalismo
disminuye considerablemente conforme su relato queda contenido dentro
del discurso analítico, logra no obstante un efecto de pesadilla. Pero inclu­
so en este primer momento de la narración, Freud encuentra que es nece­
sario desestabilizar la autoridad de Dora. Descartando las sugerencias de
que «se sentía amargada» y «abrumada por la idea» del flagrante adulterio
de su padre y del abuso de la autoridad paterna, Freud planta las semillas
de significado que serán descubiertas como otra narración escondida bajo
la de ella y más auténtica.
Lo curioso es la rapidez con la que Freud invierte su sórdido relato y lo
utiliza para montar una defensa del padre que invalida las estrategias na­
rrativas de la mujer: «Los dos hombres, desde luego, no habían llegado
nunca a un acuerdo formal en el que ella fuera tratada como un objeto de
trueque; su padre en particular se habría horrorizado ante una sugerencia
como ésa» (pág. 34). Pronto vuelve los reproches de Dora contra ella:
«Una cadena de reproches contra otra gente le lleva a uno a sospechar la
existencia de una cadena de reproches contra uno mismo con el mismo
contenido. Lo único que hay que hacer es girar todos los reproches para
que apunten hacia el propio hablante» (pág. 35). Tras haber invertido el
significado literal y el punto de referencia de las acusaciones que ella efec­
túa, Freud procede a localizar la violación de las relaciones de parentesco
en la propia Dora:

Ella se había hecho a sí misma cómplice del affa ir, y había borrado de su
imaginación todos los signos que se encaminaban a mostrar el verdadero
carácter de e x affair. Hasta su aventura junto al lago [cuando Herr K. la
forzó] ella no comenzó a aplicar un criterio tan severo a su padre, (pág.
36).

Por medio de una veloz secuencia de tropos, Dora se encuentra en el papel


de alcahuete en el que había situado a su padre. Por medio de una secuen­
cia igualmente veloz de tropos, todas las mujeres de esta historia, con la
excepción de Frau K., son consideradas deficientes por lo que respecta a
su deseo por los hombres y, por lo tanto, cómplices de una manera u otra
de la relación ilícita del padre. Uno no puede dejar de preguntarse por qué
la retórica del análisis funciona con tal destreza para mostrar a Dora, a su
madre y a su institutriz desde una perspectiva patológica, exculpando
mientras tanto al padre sifilítico que mantiene un affair con Frau K.
Vale la pena destacar que los síntomas de la enfermedad psicológica
son exactamente los mismos rasgos que denotan cualidades de profundi­
dad y valor en la mujer domestica. El poder de Pamela de autodcíinición
comenzó con su poder para decir «no». Por medio de este poder, ella man­
tuvo su cuerpo apartado de un sistema de intercambio en el que las muje­
res eran la moneda entre los hombres. Pero con este acto inicial de nega­
ción ella autorizó un intercambio basado en el consentimiento mutuo en­
tre hombre y mujer. Renunció a su identidad económica y social en este
intercambio y adquirió el poder de supervisar la economía doméstica y las
relaciones sexuales. También renunció a su cuerpo para difuminarsc en
los objetos y el personal del hogar. Durante dos siglos, el deseo de una mu­
jer había estado estrechamente centrado en convertirse en una mujer así.
De hecho, su propia supervivencia se le había enseñado en estos términos.
Y asi, debe haber supuesto una gran sorpresa la información de que éste
era un mecanismo de represión, que las profundidades verdaderas de la
mujer no residían en sus instintos maternales, su afecto por sus amigas,
sus deberes domésticos y su preocupación por los débiles y los pobres.
En nombre de su salud y su liberación Freud ve la domesticidad de la
madre como un signo de enfermedad e instala en su lugar a una mujer eter­
namente deseosa. Su ideal es una mujer que se encuentra con carencias
como mujer y, para llenar la carencia, no desea nada tanto como el órgano
masculino. La prerrogativa que capacita a Pamela para decir «no» a todos
los avances de Mr. B no está al alcance de Dora cuyo «no» puede ser inter­
pretado en cualquier momento como un «sí»; «Si este “no”, en lugar de
considerarse como la expresión de un juicio impareial (del que, de hecho,
el paciente es incapaz), se ignora, y si la tarea continúa llevándose a cabo,
la primera evidencia pronto comienza a parecer que en tal caso “no” signi­
fica el deseado “sí”» (págs. 55-59)14. Más que eso, sus persistentes «nocs»
indican una incapacidad de decir sí, un Tallo en su sexualidad. Freud ob­
serva las siguientes reglas a la hora de interpretar el rechazo de Dora de los
avances de Herr K..: «El “no” expresado por un paciente después de que un
pensamiento reprimido haya sido presentado a su percepción consciente
por primera vez no hace más que registrar la existencia de una represión y
su severidad» (pág. 58). O bien ella no puede admitir el grado hasta el que
desea a Herr K. porque hacerlo equivaldría a reconocer su deseo por su pa­
dre y por el propio Freud, o bien — conclusión a la que finalmente llega—
está profundamente enfadada con los hombres.
La historia del caso de Dora no termina con la identificación del fallo
en su deseo, sino que sigue adelante para analizar a las otras mujeres jáel
mundo de Dora a las que Freud considera así mismo defectuosas porÁuc
se mantienen apartadas de los hombres. Utilizando relatos tanto de Dora
como de su padre, Freud construye una versión de la mujer doméstica que
la priva del tipo de autoridad con la que Richardson había investido a Pa­
mela. A propósito de la madre de Dora, Freud escribe:

Fui inducido a imaginármela como una mujer sin cultivar y sobre todo
tonta, que concentraba todos sus intereses en los asuntos domésticos, es­
pecialmente desde la enfermedad de su marido y el alejamiento al que
ésta condujo. Presentaba el cuadro, de hecho, de lo que se podría llamar
«psicosis del ama de casa» (pán. 20)*-\

Freud diagnostica a la institutriz de Dora como igualmente patológica,


aunque parece la propia antítesis de la madre en todos los aspectos impor­
tantes: es cultivada y desea al padre de Dora. En su caso Freud no inviene
el convencionalismo Victoriano, sino que simplemente se basa en el mis­
mo. Ella, explica Freud, es «una mujer soltera, no joven ya, ... leída y de
opiniones avanzadas» (pág. 36). Esta mujer, en otras palabras, posee mu­
chos de los rasgos de Nelly Dean, la narradora de Emily Bronte, pero éstos
adquieren un significado distinto en el texto modernista. Más que poseer

Para un estudio relacionado del «no» de Dora, ver Madelon Sprengncther. «hnforcing
Oedipus: Freud and Dora». In Dorn's Case. págs. 261-267.
H Iji evidencia de la llamarla «psicosis del ama de casa» de la madre descansa exclusiva­
mente sobre su adhesión estricta a los códigos de clase media. A ntes de este momento de la his­
toria nadie recibía el calificativo de enfermo — mucho menos de psicótico— por ser demasiado
limpio l’oi tanto, tiene que. ser un momento importante aquel en que. por primera vc7.cn la his­
toria. seconsidera patológica a una mujer por su limpieza mientras su marido sifilítico es consi­
derado más o menos normal por mantener un ajffáir en medio del ho&ar.
el tipo de conocimiento necesario para entender las corrientes en conflicto
de deseo que dan forma a la historia familiar, esta mujer corrompe el de­
seo para producir conflicto entre padre c hija. Llegado este punto de su
versión del caso, Freud identifica a la institutriz como la fuente del «cono­
cimiento secreto» de Dora de prácticas sexuales de adultos y la que hace
que Dora advierta la relación de su padre con Frau K. Pero hay que darse
cuenta de que al adoptar este estereotipo de la institutriz, Freud desvía
convenientemente la crítica que podría caer sobre sus propios hombros.
Para evitar que sus lectores le consideren capaz de introducir ideas poco
adecuadas en la cabeza de una muchacha, se explica asi:

N o hay nunca ningún peligro de corromper a una joven inexperta. Por­


que donde no existe conocimiento de los procesos sexuales ni siquiera en
el inconsciente, no surgirá ningún síntoma histérico; y donde se encuen­
tra histeria no puede ya haber duda alguna de la «inocencia de imagina­
ción» en el sentido en el que padres v educadores emplean la frase (pág.
49).

El hecho de que Fred detecte ya síntomas histéricos en Dora significa que


ella ya está corrompida. Y antes de atribuir el conocimiento que tiene la
joven déla sexualidad adulta a un padre que mantenía un ajfair con la mu­
jer de su amigo de una forma escandalosamente abierta. Freud encuentra
adecuado atribuir su conocimiento sexual a la cuentista y corruptora pro­
verbial de la juventud, la institutriz. Aunque sexualmente inactiva, esta
mujer «solía leer todo tipo de libros sobre cuestiones sexuales y similares y
le hablaba de ellos a la niña» (pág. 36).
Si consideramos la relación de Freud con Dora como la lucha entre dos
modos de representación del poder para definir a la mujer deseable, sólo
podemos alcanzar una conclusión. Ésta es una lucha entre los modos de re­
presentación masculino y femenino por la autoridad para definir el deseo
femenino. Pero la comparación entre el discurso psicoanalíticoy la ficción
doméstica es informativa en otro aspecto. Aunque Freud insiste en que el
«no» de Dora significa «sí» — que ella desea al padre— , ella se niega a dar
autoridad a esta inversión de significado. Igual que se resistió ante los in­
tentos de su padre de entregarla a Herr K. a cambio de Frau K „ ella ejerci­
ta de nuevo la tradicional prerrogativa femenina de rechazar el intercam­
bio que da lugar a la interpretación por parte de Freud de lo que ella desea.
Actúa como Pamela hasta el final, dejando a Freud sin una conclusión sa­
tisfactoria a su historia del caso.
Si ampliamos todavía más el paralelismo entre Freud y Richardson ve­
mos que, al crear una situación de comunicación con Dora que revisa el
deseo femenino, Freud vuelve a representar la escena de la seducción.
«¿Qué son transferencias?» pregunta, sólo para replicar: «Son ediciones
nuevas o facsimilares de las tendencias y fantasías despertadas y que ad­
quieren conciencia durante el progreso del análisis» (pág. 116). En el caso
de las mujeres, las relaciones de transferencia son siempre nuevas puestas
en escena del deseo por el padre. La aceptación de este contexto para la co­
municación es necesaria para un análisis logrado, según Freud, «puesto
que sólo después de que la transferencia haya sido resuelta alcanza el pa­
ciente la convicción de la validez de las conexiones que se han construido
durante el análisis» (pág. 116-17)l6, Su teoría del deseo exige que Dora re­
conozca su deseo no sólo por su padre, sino también por Herr K. y en últi­
ma instancia por el propio Freud. También es importante que considere a
las otras mujeres como rivales en el afecto del padre, porque la lógica geni­
tal de su teoría depende de las «conexiones» que definen a los diversos
miembros del hogar de acuerdo a diferencias que surgen del deseo mascu­
lino y femenino.
Teniendo esto en mente es interesante darse cuenta de cómo resuelve
Freud su narración cuando Dora rechaza el marco de la seducción y le deja
plantado. Jo que surge como consecuencia es una secuencia de finales
que, al marchar al paso con la ficción modernista, crean un cierre formal
sin llevar a cabo un cierre semántico17. Por un lado, considera la posibili­
dad de ser deficiente a la hora de mostrar su amor:

¿Podría quizá haber mantenido a la joven bajo mi tratamiento si hubiera


hecho lo que debía, si hubiera exagerado la importancia que tenía para
mí su permanencia y que, incluso reconociendo mi postura como me­
dico suyo, le habría ofrecido un sustituto del afedo que anhelaba? (pág.
109).

Por otro, aun representando su difícil situación igual que uno podría re­
presentar una aventura amorosa fallida, acusa a Dora de «dejar así esas es­
peranzas sin realizar — esto era un acto inequívoco de venganza por su
parte» (pág. 109). Concluye inicialmente que Dora le ha rechazado por las
mismas razones por las que rechazó a Herr K. y se volvió contra su padre,
porque él. al igual que ellos, era lo que Dora deseaba. Del neurótico en ge­
neral dice: «No obstante, si lo que ansian con mayor intensidad en sus fan­
tasías se les presenta en la realidad, huyen de ello» (pág. 110). Pero esta
sencilla versión evidentemente no satisface las necesidades de Freud de
una narración, porque continúa buscando una solución. Y cuando da con

La csccna de la seducción es tan importante para la situación de transferencia que Freud


aconsejaría más tarde a una paciente lesbiana que le tratara una analista. «The Psychogcncsisof
a Case of Homoscxuality in a Woniun», en Standard Ediíion, vol. XVI11, págs. 145-172. Ver
lambicn Su?anne Gcarhart. «The Scene of Psychoanalysis: The Unanswcrcd Questions of
Dora». In Dora 's Case. págs. 116-119 y Jacqueline Rose. «Dora: A Fragmcnt of an AnaJysis», In
Dora s Case. págs. 134-135. F.n «Observations on Transference-Love». Freud describe los esti­
los de mujeres que o bien se niegan a ser seducidas o bien son seducidas con demasiada facili­
dad. en Standard Editwn. y o !. X I!, págs. 157-171.
•7 Stevcn Marcus ha estudiado algunos de los rasgos gue este caso comparte con la ficción
modernista en «Freud and Dora: Storv. liistory, Case History». en Represcntatións (Nueva
York. Random House. 1975), pá&>. 247-309.
ella, se presenta de una forma que rellena dos lagunas de su narración que
le han inquietado persistentemente.
Está la cuestión del conocimiento de Dora de la sexualidad adulta,
cuya fuente ella aparentemente olvida, pero que Freud atribuye a su insti­
tutriz. F.sta cuestión sigue siendo hasta el final un desafío a una teoría que
entiende la sexualidad como el componente más esencial del individuo. Si
el deseo supuestamente debe estar arraigado en la sexualidad genital, se
origina dentro del individuo como instintos que deben recibir una educa­
ción social. Cualquier posibilidad de que el deseo provenga de una fuente
exterior al individuo mina toda la teoría de la represión y, con ella, la auto­
ridad de un lenguaje del yo que propone sacar a la luz las áreas más pro­
fundas y primitivas de la conciencia. En su ensayo titulado «Lo ‘"Misterio­
so”», Freud se enfrenta directamente a este problema. Tras haber identifi­
cado el miedo a algo misterioso como el regreso de material reprimido, re­
conoce ciertas experiencias misteriosas que no surgen necesariamente de
ningún acto individual de represión. Es posible que ocurran experiencias
de «la omnipotencia de los pensamientos, realizaciones de deseos instan­
táneas, poder secreto para dañar y el regreso de los muertos» cuando la
historia cultural se niega a quedarse en el pasado y se superpone a la reali­
dad actual:

Nosotros — o nuestros antepasados primitivos— creimos en un tiempo


en la posibilidad de estas cosas y estuvimos convencidos de que ocurrían
en realidad. Hoy día ya no creemos en ellas, liemos superado tales modos
de pensamiento; pero no nos sentimos demasiado seguros de nuestro
nuevo conjunto de creencias y las viejas existen todavía dentro de noso­
tros dispuestas a apoderarse de cualquier confirmación. Tan pronto
como ocurre aigo realmente en nuestras vidas que parece apoyar las vie­
jas creencias descartadas, tenemos la sensación de lo misterioso1®.

A partir de este fenómeno cultural, Freud distingue otra forma de expe­


riencia misteriosa que ocurre sólo cuando complejos infantiles, como el
miedo a la castración y las fantasías uterinas — materiales de la historia
del individuo albergadas dentro del inconsciente— , emergen para pertur­
bar la percepción de la realidad del adulto. La «distinción entre los dos» ti­
pos de experiencia misteriosa es, según Freud, «muy importante teórica­
mente» {«Lo “Misterioso”», pág. 249). Pero parece que cuanto más inten­
ta distinguir los dos. más mina de hecho la distinción entre lo psicológico y
lo histórico: «Podríamos decir que en un caso lo que se ha reprimido era
un contenido de ideas concreto y en el otro la creencia en su existencia físi­
ca» («Lo “Misterioso”», pág. 55). Su razonamiento sobre el «regreso de lo
reprimido» concluye así cuestionando la totalidad del concepto de repre­
sión, como Freud. digno de respeto, reconoce: «Pero esta última forma de

18 Freud, «The"Uncanny"». SlandarilEiíilton. vol XV II, págs. 247-248. Las citas del texto
corresponden a esta edición.
expresarlo sin duda estira el término “represión” más allá de su significa­
do legitimo» («Lo “Misterioso"», pág. 55). La cuestión del conocimiento
sexual de Dora es la misma que la planteada por las fuentes dobles de ma­
teriales «misteriosos». Cuestionan la validez de la distinción que hace
Freud entre deseos que están «dentro» del individuo y los que han surgido
del conocimiento, que ha pasado de unas mujeres a otras.
Hay otra cuestión — igual de persistente— relacionada con el conoci­
miento de Dora que se refiere a lo que quiere Dora si no quiere a estos
hombres. Así, Freud siente que su narración está completa cuando en­
cuentra esta respuesta decididamente después de sus diálogos con Dora.
Sin embargo, Freud parece abandonar bastante abruptamente sus suposi­
ciones básicas de que la institutriz era la fuente del conocimiento prohibi­
do de Dora y de que el rechazo de los hombres por pane de Dora era una
forma de negar su deseo por su padre, y resuelve todos los enigmas del
caso de Dora de la siguiente forma:

No supe descubrir a tiempo e informar a la paciente cié que su amor ho­


mosexual (ginecofílico) por Frau K. era la corriente inconsciente más
fuerte de su vida mental. Debía haber adivinado que la fuente principal
de su conocimiento de las cuestiones sexuales no podía haber sido otra
sino Frau K.. — la misma persona que más tarde la acusó de estar intere­
sada en aquellos mismo temas. El hecho de que supiera todo acerca de
tales cosas y que, al mismo tiempo, fingiera no saber de dónde venía su
conocimiento era en realidad demasiado notable (pág. 120).

Freud está preocupado, pues, por el conocimiento que tienen las mujeres.
Recela sin tapujos del conocimiento que las mujeres transmiten de unas a
otras, porque éste parece obstruir sus propios intentos de escribir los de­
seos de Dora, e identifica ese conocimiento con la ontogénesis del deseo
enfermo, cuya fuente localiza así en la mujer.
El que una lucha de poder de cierta importancia tiene lugar en esta his­
toria de) caso se hace evidente cuando Freud cambia las representaciones
de Dora, la mujer que se niega a ser seducida. Al principio la encuentra
«atractiva» (pág. 23). Algún tiempo después, sin embargo, ella se vuelve
«despiadadamente aguda» (pág. 32). Siguiendo la misma trayectoria,
Freud le da el nuevo nombre de Dora, «la de la vista aguda» (pág. 34). Al
poco ella es «la pequeña que su chupa el pulgar» (pág. 94) y finalmente una
mujer «vengativa» (pág. 119). Los nombres que le va dando Freud regis­
tran abiertamente su propio antagonismo creciente hacia la chica mien­
tras ella enfrenta su conocimiento de la sexualidad con el de él y persiste
en una representación alternativa de sí misma. Particularmente digna de
mención es la disociación que hace él del poder de vigilancia de la mujer
(«vista») y sus cualidades maternales. Más que con compasión, suavidad y
ternura, Dora es asociada con la poco femenina palabra «aguda» — «des­
piadadamente aguda» y «de vista aguda». Y aunque Herr K. y su esposa
admiten más tarde que las acusaciones de Dora son ciertas cuando, tras
perder la fe en los beneficios del análisis, se enfrenta a ellos directamente
con su narración, Freud no le concede el derecho de declarar sus propios
sentimientos o de juzgar el sórdido asunto que tiene lugar en su hogar. En
mi opinión, no es tanto que quiera escribir a Dora, cuanto que se niega a
abandonar los procedimientos hermenéuticos que están ahí para ganarle
un estatus profesional. Se siente obligado a defender estos procedimientos
a lo largo de su relato del tratamiento de Dora, como si ella amenazara con
revelar su teoria a sus competidores.
El hecho de que Freud insista en los deseos lesbia nos de Dora a la vísta
del resultado de la narración de ella es muy extraño: «Han pasado años
desde su visita. Entre tanto, la niña se ha casado» (pág. 122). Pero incluso
suponiendo que su historia personal no converja de hecho con una novela
doméstica como, según el concepto de salud de Freud, debiera finalmente
ocurrir, sigue siendo necesario preguntar por qué él considera que el les-
bianismo es La respuesta a todas las cuestiones que más le preocupan en el
caso de esta mujer. Los que destacan rápidamente la avanzada tolerancia
de Freud con respecto a la homosexualidad masculina harían bien en re­
cordar hasta qué punto es intolerante en lo que respecta a los vínculos en­
tre mujeres, la masturbación femenina o, sin ir más lejos, la simple indife­
rencia por parte de una mujer hacia los hombres. Para expresarlo cruda­
mente, la homosexualidad masculina afirma el carácter deseable del pene,
mientras que la homosexualidad femenina no.
Extraigo todas estas conclusiones del discurso de Dora tal como Freud
lo ha escrito. He examinado sólo el lado de Freud del contrato, el lado que
él analiza en términos de la relación de transferencia entre paciente y ana­
lista. Por lo tanto, es justo examinar el tipo de material que compone el
lado de Dora del intercambio comunicativo, puesto que la relación de
transferencia que ponen en escena supuestamente tiene su origen en ella.
Es el paciente el que establece este contexto para la comunicación con el
analista poniendo en escena relaciones reales e imaginadas, y es la relación
de transferencia que establece con el médico lo que le proporciona infor­
mación sobre ella19. Tal como Freud declara: «El tratamiento psicoanalíti-
co no crea transferencias, simplemente las saca a la luz» (pág. 117). En el
curso del análisis, el lado de Dora de la relación da dos sueños que teórica­
mente deben revelar deseos que no se pueden expresar abiertamente. Éste
es el primer sueño que Dora cuenta a Freud:

Habia un incendio en una casa. Mi padre estaba de pie junto a mi cama y


me despertaba. Yo me vestía con rapidez. Madre quería detenerse y sal-

19 Las opiniones de Freud sobre Ui naturaleza y la importancia de la iransferencia cambia­


ron con el paso d d tiempo. Para un estudio de la historia de la transferencia y su lugar en el pro­
ceso analítico, ver Mcrton M. Gilí. Anah'sisof Transfercnce, vol. I, Tht’oryand Technique(Nue­
va York. International Universities Press. 1982), así como H. Muslin y Mcrton M. Gilí. «Trans-
ference m tlic L)ora Case». Journal o) ¡he American Psychoanalyric Asswiaiion, 26 (1978),
311-328
var su caja de joyas; pero Padre decía: «M e niego a p erm itir que yo y mis
dos hijos nos quem em os por culpa de tu caja de joyas.» Corríam os esca­
leras abajo y tan pronto com o estuve fuera desperté (pág- 64).

El segundo sueño es el epígrafe de este capítulo. La materia onírica en los


dos casos está modelada por una figura que debería serles muy familiar a
los lectores de ficción: la de la casa. Esta casa se asocia en el primer sueño
con el cuerpo de la madre y en el segundo con la escritura, es decir, con la
carta de la madre («Entonces llegué a una casa donde vivía, fui a mi habi­
tación y encontré una carta de Madre allí»). Es un territorio femenino del
que, en el primer sueño, es expulsada por la fobia del padre y en el que, en
el segundo sueño, es pacíficamente readmitida a la muerte de su padre
(«Me escribía que como me había ido de casa sin el conocimiento de mis
padres, no habia querido escribirme para decirme que Padre estaba enfer­
mo. “Ahora que ha muerto, y si quieres, puedes venir”» [pág. 94]).
Si Freud pudo comparar su trabajo con el de un arqueólogo y Herr K.
pudo sentirse justificado propasándose con Dora porque «De mi esposa
no saco nada», fue porque estos hombres compartían la misma forma de
pensar sobre la sexualidad, aunque como individuos la usaran de modo
muy distinto para determinar sus posiciones en el mundo moderno. Invo­
caban la figura de la casa como un cuerpo de mujer que contiene algo que
necesitan. En el caso de Herr K., la mujer contiene probablemente su mas-
culinidad, mientras que en la versión de Freud, más sofisticada, de la figu­
ra, ésta contiene conocimiento. Pero ya sea el deseo de la mujer por su
pene lo que él necesita o el conocimiento por parte de la mujer de tal de­
seo, es ella la que da poder al hombre. Parece que la misma figura de la
casa, como el cuerpo de una mujer que contiene conocimiento, vino a ser­
vir como modelo para la propia cultura al comienzo del periodo moderno.
Tras haber mostrado cómo esta figura subyace y da base a las fábulas psi-
coanalítícas del deseo, me gustaría volver la atención hacia una autora de
ficción para explorar las implicaciones políticas de la figura.
Menos de treinta años después de que Dora abandonara su análisis con
Freud, Virginia W oolf hizo su famosa visita al British Museum y al buscar
los libros escritos sobre el tema de la «mujer» descubrió que ésta era «qui­
zá, el animal más estudiado del universo»30. Esto llevó al famoso discurso
de Woolf ante la Arts Society de Newnham, un discurso que fue más tarde
ampliado en el ensayo publicado con el sugestivo título de A Room o f
One's Own (Una habitación propia). La cuestión que provoca las medita­
ciones de este ensayo sobre la cultura es una cuestión que cualquier estu­
dio de la novela inglesa debe en algún momento abordar. Examinando los
títulos enumerados bajo «mujer» en el catálogo por temas del British M u­
seum, W oolf pregunta: «¿Por qué son las mujeres, a juzgar por este catálo­

20 Virginia Woolf. A Rvom o f One’s Own, (Nueva York, Harcourt, Bracc and World. 1975).
pág 26.
go. tanto más interesantes para los hombres de lo que éstos lo son para las
mujeres?» La explicación de todos los libros del museo de que «las muje­
res tienen menos vello en sus cuerpos que los hombres, o que la edad de la
pubertad entre las isleñas de los mares del Sur son los nueve años» no res­
pondían a esta pregunta, se queja ella, y por tanto no le ayudaban a com­
poner una conferencia sobre «Mujeres y Ficción» (pág. 30). Estos libros
estaban vacíos.
Al estudiar este periodo de la historia de la novela encuentro a Woolf
especialmente útil por razones que tienen poco que ver con que fuera una
mujer por naturaleza y que tienen mucho más que ver con su comprensión
de lo que significa ser una mujer en relación con la cultura. En A Room o f
One’s Own, Woolf compuso, por primera vez, una historia de la literatura
de las mujeres. Su narración comienza con una pregunta: Si Shakespeare
hubiera tenido una hermana, y si ésta hubiera tenido tanto talento como él
y hubiera sido igual de ambiciosa, ¿qué habría producido? Nada, concluye
Woolf; las circunstancias no lo habrían permitido. La categoría ¡represen­
tada por la hermana de Shakespeare es una categoría en gran medida ima­
ginaria hasta el final del siglo xvin: «Así, hacia finales del siglo xvin se dio
un cambio que, si yo estuviera reescribiendo la historia, describiría en ma­
yor detalle y le atribuiría más importancia que a las Cruzadas o las Gue­
rras de las Rosas. l a mujer de clase media comenzó a escribir» (pág. 69).
W oolf afirma que las mujeres poseen un tipo de conocimiento distinto del
de los hombres: «Porque las mujeres han estado sentadas en casa todos es­
tos millones de años, de modo que ahora las propias paredes están impreg­
nadas de su fuerza creadora, lo que de hecho ha sobrecargado tanto la ca­
pacidad de ladrillos y argamasa que ahora necesita disciplinarse con plu­
mas, pinceles y negocios y política» (pág. 91). Como mujeres, los indivi­
duos, por lo tanto, poseen una forma diferente de poder, que Woolf repre­
senta en las imágenes de habitación, casas y recintos vacíos que reapare­
cen a lo largo de sus escritos.
No es mi intención interpretar éstas como imágenes sexuales y llegar
por medio de ellas a una mitología sexual que da autoridad a Woolf sobre
Freud basándose en el género. Lo que quiero estudiar es la capacidad de
W oolf de salirse del marco en el que Freud había fijado a Dora. W oolf de­
fine una posición para ella como escritora que le permite infundir a la si­
tuación de comunicación moderna algunas de sus ramificaciones históri­
cas. Entiende precisamente la ventaja que procede de haber sido excluida
de las instituciones masculinas del Estado y se niega a romantizar su esta-
tusmarginal.TieneunaventajaqueFrcudnohabíadescubiertotodavíacuan-
do trató a Dora: el poder de la contratransferencia. Conforme su teoría se
desarrollaba, este poder se convertiría en el punto de partida de la forma­
ción especializada del analista, el tipo de conocimiento que los analizados
nunca tienen, ni siquiera cuando llegan a comprender la naturaleza de la
relación de transferencia. La contratransferencia es mucho más que la
transferencia del analista, una transferencia que, tras ser analizada, el ana-
lisia reconoce como tal. Y no se puede adquirir simplemente inviniendo
la relación entre analista y paciente. La contratransferencia es la compren­
sión de lo que es verdaderamente distinto en lo distinto. Tal comprensión
permite que uno reconozca instantáneamente cuándo y dónde se sitúa la
resistencia al análisis, y conocerla naturaleza de la resistencia lo es todo en
una cultura donde el poder reside en último término en la escritura. Por­
que una vez conocida, la resistencia se puede interrogar y redefínir profe­
sionalmente. En este aspecto la contratransferencia es poder institucional
por excelencia.
Tal poder, sugiere Woolf, es la respuesta a la pregunta de qué quieren
los hombres de las mujeres. Es significativo que identifique su poder en
una especie de ensueño que se basa deliberadamente en las propias formas
de poder cognitivo que la cultura de clase media había considerado peli­
grosas en las mujeres y para restringir las cuales había desarrollado un cu­
rrículum femenino. La respuesta viene en parte por medio de una repre­
sentación que invoca el escenario analítico y se burla de él. Mientras medi­
ta sobre la cuestión de por qué los hombres están tan interesados en defi­
nir a las mujeres, pinta garabatos. Traza un dibujo del tipo de individuo
que debe haber escrito los inútiles libros enumerados en el catálogo del
museo y se da cuenta de que ha pintado a un profesor enfadado. Reflexio­
nando sobre su propio dibujo, W oolf llega a una verdad:

Pero es en nuestro ocio, en nuestros sueños, donde la verdad sumergida


sale a veces a la superficie. U n ejercicio muy elemental de psicología, que
no debe ser significado por medio del nombre de psicoanálisis, me mos­
tró, al mirar a mi cuaderno, que el esbozo del profesor enfadado había
sido flecho con rabia (pág. 32).

Es en el momento en que capta toda la situación de comunicación como


tal cuando entiende dos cosas: comprende al «otro» y entiende su necesi­
dad de escribir sobre las mujeres. En momentos como este de su ficción,
uno adquiere conciencia de que Woolf está pasando a un nivel de signifi­
cado en el que las imágenes de fluidez y encierro por las que es conocida
dejan de referirse a algo exterior a ellas mismas, y por consiguiente el texto
proporciona su propio metalenguaje. Además de conocer al otro y su nece­
sidad de escribir sobre las mujeres, ella también demuestra que lo que hay
en el interior de la mujer no es sino escritura.
Esto es lo que quiero decir, no en ningún sentido inteligentemente
posmoderno, sino literalmente: hay varias involuciones estilísticas en su
escritura que demuestran una conciencia aguda del grado hasta el que la
consciencia misma ha sido escrita y gran parte de ella escrita por mujeres.
Su biografía radicalmente caprichosa de Orlando se puede considerar una
historia de diferencias de género y de las formas de subjetividad que estas
diferencias generan, así como una historia de la moda. Como escritora
moderna, ella escribe tal historia deliberadamente como una novela, sa­
biendo perfectamente el punto hasta el que las novelas han modelado la
manera que tiene uno de entenderse a sí mismo y de entender a los demás.
Llega a sugerir que las novelas son equivalentes en algún sentido muy real
a los individuos. El prefacio a Orlando comienza reconociendo algo en
este sentido: «Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algu­
nos están muertos y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos,
pero nadie puede leer o escribir sin estar perpetuamente en deuda con De-
foe, Sir Thomas Browne, Steme. Sir Waltcr Scott, Lord Macaulay, Emily
Bronte, De Quincey y Walter Pater, por nombrar a los primeros que me
vienen a la mente»21.
Si Orlando demuestra que la relación entre ficción y conciencia es cla­
ramente una relación histórica, el famoso ensayo de W oolf «Mr. Bennett
and Mrs. Brown» explica la política de escribir ficción moderna. V ivir en
una sociedad moderna exige que todos tengan un conocimiento de carác­
ter especificó, según Woolf: «Nuestros matrimonios,' nuestras amistades
dependen de él; nuestra ocupación depende de él en gran medida; surgen
cuestiones todos los días que sólo se pueden resolver con su ayuda»22.
Pero en contraste con otra gente, los novelistas «no cesan de estar interesa­
dos en el carácter cuando han aprendido sobre él lo suficiente para fines
prácticos» (pág. 189). Igual que la tarea del novelista es representar indivi­
duos, la novela ofrece el lenguaje especializado del carácter. El novelista -
tiene la autoridad de determinar cómo la gente interpreta a la gente. W oolf
reivindica para la novela, de hecho, el estatus de un metalcnguaje o teoría
dél carácter. Pero W oolf piensa que como una teoría, la novela tradicional
se ha vuelto súbitamente obsoleta. Con la explicación de lo que encuentra
que les falta a los grandes escritores de ficción eduardianos, Wells, Gals-
worthy y Bennett, W oolf conjura la figura familiar de la casa y — de una
forma extremadamente consciente— da forma a una variación modernis­
ta de la misma. Su objetivo al comparar las estrategias de Bennett de re­
presentación de la mujer con sus propias estrategias es desplazar las lim i­
taciones históricas de «carácter» tal como el siglo anterior lo entendía.
Burlándose de cómo Bennett caracteriza a la heroína de Hilda Lessways
describiendo todo excepto a la propia Hilda, W'oolf escribe: «¡Alabado sea
el cielo, gritamos! Por fin estamos llegando a la propia Hilda. Pero no tan
deprisa. Hilda puede haber sido esto, lo otro y lo de más allá; pero Hilda
no sólo miró a las casas y pensó en casas; Hilda vivió en una casa. Y ¿en
qué tipo de casa vivió Hilda? Mr. Bennett procede...» (pág. 198). Al guiar­
nos por una prolongada visita critica de las «casas» de Bennett, W oolf de­
muestra que éste representa sólo los exteriores de las casas y sólo el exte­
rior de la mujer cuyo nombre da título a su novela. La crítica que hace
Wool de Bennett indica que era muy consciente del Corpus de conocimien-

21 Woolf, Orlando: A Biography (Nueva York. Signct. 1960). pág. 5. <Orlando, Ed. Fdhasa.
1982.)
22 Woolf, «Mr. Bennetl and Mrs. Brown», en Appraaches lo ihv Novel, ed. Robert Sdiule*
(Scrantoo. Pa., Chandlcr, 1961), pág. 188. Las citas del Leuo corresponden a esta edición.
to que obstruyó el análisis de Freud de Dora. Porque ai situar su propio es­
tilo frente al de Bennett, ella emplea la habitación — o en este caso, la ca­
sa— para representar que el conocimiento vivía en el cuerpo de la mujer.
Ks en términos de esta figura, pues, como ella analiza la deficiencia de las
novelas eduardianas:

H an puesto un tremendo énfasis en la materia de las cosas. Nos han dado


una casa con la esperanza de que podamos ser capaces de dcducirqué se­
res humanos viven allí. Para ser justos, han mejorado mucho la casa,
hasta hacer que sea digna de vivirla. Pero si mantienes que las novelas
tratan en primer lugar de las personas y sóloen segundo lugar de las casas
en las que viven, ésa es una forma equivocada de plantearlo (pág.
20 1 ).

Ella emplea la casa deliberadamente para sugerir que los secretos que con­
tiene son los mismos que las profundidades contenidas dentro de la mujer.
Lo que hay en el interior de la mujer, mantiene ella, no puede ser represen­
tado por autores que imponen una teoría de la sexualidad sobre el indivi­
duo. Al aprovechar el poder de la novela para definir al individuo, fraca­
san por completo en el intento de representara ese individuo, y el poder de
la novela de crear diferencia sexual es la estrategia más explotadora de to­
das:

Si le dices al público con suficiente convicción «Todas las mujeres tienen


colas y lodos los hombres jorobas», éste aprenderá realmente a ver a mu­
jeres con colas y hombres con jorobas y pensará que es muy revoluciona­
rio y probablemente poco adecuado si dices, «Bobadas. Los monos tie­
nen colas y los camellos jorobas. Pero los hombres y las mujeres tienen
cerebro y tienen corazones» (pág. 201).

Si recientemente la novela no ha estado llevando a cabo su papel cultural


particularmente bien, la razón, según Woolf, es que la naturaleza de las re­
laciones sociales ha cambiado y las estrategias interpretativas ofrecidas
por los personajes de ficción (lo que ella entiende por personaje) no han
cambiado la suficiente para hacer el mundo inteligible: «Todas las relacio­
nes humanas han cambiado: entre amos y criados, maridos y mujeres, pa­
dres e hijos» (pág. 189). Aunque es evidente que comienza en el hogar, el
territorio de la novela no está realmente confinado ahí, porque los cam­
bios sufridos en el reino de la experiencia privada se proyectan hacia fue­
ra. Y tal como explica Woolf: «cuando las relaciones humanas cambian,
hay al mismo tiempo un cambio en la religión, la conducta, la política y la
literatura. Podemos situar uno de estos cambios alrededor del año 1910»
(pág. 189). En su opinión, el hecho de que las estrategias tradicionales para
la representación de la vida personal se volvieran obsoletas en aquel mo­
mento no significa que la novela haya sobrevivido a su propia función.
Por el contrario, significa sencillamente que preservar las jerarquías tradi­
cionales del hogar en una época en que el hogar está sufriendo algún cam­
bio estructural profundo es malinterpretar y como consecuencia intimidar
a la gente para que se conforme. Por eso W oolf busca un modo alternativo
de entender las relaciones humanas.
En este ensayo, Woolf demuestra su propia idea de cómo el individuo
ejemplar debería aparecer en la ficción por medio de la descripción de una
mujer que encontró en un tren que iba de Richmond a Waterloo. Le da el
nombre de Mrs. Brown. Mientras Freud le dio a su paciente el nombre de
Dora para proteger al individuo cuya verdadera identidad estaba a punto
de revelar, W oolf le da a su personaje de ficción un seudónimo para dar a
entender que ella como autora no conoce realmente a la mujer y que cual­
quier cosa que escriba sobre ella es, por tanto, ficción. El pseudónimo es
una manera de darle a la mujer su carácter distintivo. Su carácter descara­
damente ficticio es también una manera de reafirmar el poder del conoci­
m iento femenino sobre y por encima de lo que escriben los hombres y de
identificar esc corpus de conocimiento con la novela. Para describir a una
mujer muy corriente que conoce en el tren, W oolf esboza los trazos desnu­
dos de una intrincada red de relaciones que involucran a un tal Mr. Smith
que parece estar intimidando a Mrs. Brown en relación con alguien llama­
do George durante su breve viaje junios. Estas escuetas sugerencias de re­
laciones implican tanto un pasado compuesto por diversos conllictos y
alianzas como un futuro en el que la cuestión llegará a algún tipo de resolu­
ción. Pero W oolf hace algo más que juntar pie/.as de una trama o que en­
tender los desos y miedos puestos en escena en la relación entre Mr. Smith
y Mrs. Brown. También explica la relación que ella, como espectadora y
autora, tiene para con su propio tema: «No tuve tiempo de explicar por
qué lo sentí de alguna manera como algo trágico, heroico, pero con un to­
que de lo caprichoso y fantástico, antes de que el tren parara y yo la viera
desaparecer, cargando con su bolsa, en la vasta estación brillante» (pág.
192). Esto, en oposición a) enfoque eduardiano, es lo que ella cree que una
novela debería hacer a la representación de un personaje. Entender una re­
lación — de hecho, tener una relación— con otro individuo es práctica­
mente lo mismo que escribir una novela. Su representación de Mrs. Brown
describe la relación entre tema y autor:

Aquí hay un personaje imponiéndose sobre otra persona. Aquí está Mrs.
Brown haciendo que alguien escriba una novela sobre ella. Creo que to­
das las novelas empiezan con una anciana en el rincón de enfrente. Es
decir, creo que todas las novelas tratan del carácter y que es para expre­
sar carácter, no para predicar doctrinas, cantar canciones o celebrar las
glorias del Imperio Británico, para lo que la forma de la novela, tan tor­
pe. tan prolija y poco dramática, tan rica, elástica y viva, se ha desarro­
llado (pág. 193).

Esta definición de la novela reivindica autoridad para escribir sobre la


base tradicionalmente femenina de que las novelas representan las vicisi-
ludes de la conciencia uniendo individuos y, al mismo tiempo, aislándolos
unos de oíros. La implicación es que sólo los individuos constituyen un
lenguaje especializado del yo capaz de representar la vida en sus manifes­
taciones más corrientes y, con todo, más misteriosas, como queda ejempli­
ficado por Mrs. Brown.
Según la forma de pensamiento de W oolf la historia no tiene lugar don­
de Bennett la sitúa, en el mundo exterior a la casa. Más bien, la historia
deja su marca en la experiencia humana en pequeñas manifestaciones per­
sonales, como cuando «Mrs. Brown sacó su pañuelito blanco y comenzó a
llevárselo repetidamente a ios ojos» (pág. 191). Aquí, en los centros de las
pequeñas recles de relaciones humanas, ocurren aquellos cambios que aca­
barán revelándose en la «religión, la conducta, la política y la literatura»
(pág. 189). Ésta es la razón de que tantos autores piensen que es necesario
escribir sobre la mujer e intentar fijar su identidad. Pero al escribir sobre
las mujeres, tal como Woolf demuestra escribiendo sobre Mrs. Brown, los
autores dicen en realidad más sobre ellos mismos, sobre su comprensión
de la tarea de escribir, y sobre lo que piensan que debe ser la verdad- La
verdad que representan no existe ya en la mujer, sino que es una verdad
producida estrictamente en la escritura. Al explicar por qué los hombres
que escriben libros sobre mujeres parecen tan enfadados, W oolf se acerca
más que nadie a explicar qué tipo de verdad se escribe cuando uno intenta
rellenar los espacios del interior de la mujer. El siguiente pasaje de A
Rvom ofOne's Own contiene el germen de una teoría de la sexualidad que,
si bien en cierto modo caprichosa, es a un tiempo histórica y política:

Las mujeres han servido durante todos estos siglos como espejos que po­
seen el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre a tama­
ño doble. Sin ese poder probablemente la-tierra-seguiría siendo p a n ta n o
y jungla. Las glorias de nuestras guen-as serían desconocidas. Estaríam os
todavía rascando los contornos del ciervo en los restos de huesos de n>“-
tón y trocando pedernales por pieles de oveja o cualquier otro adorno
simple que complaciera a nuestro gusto poco sofisticado. Los s up erh om ­
bres y los Dedos del Destino nunca habrían existido. El zar y el kaiser
nunca habrían llevado ni perdido sus coronas. Sea cual sea su uso en las
sociedades civilizadas, los espejos son esenciales para toda acción vio­
lenta y heroica. Por eso Napoleón y Mussolini insisten con tanto énfasis
en la inferioridad de las mujeres, porque si no fueran inferiores cesarían
de ampliar. Eso sirve para exploren parte que las mujeres sean con tan­
ta frecuencia necesarias para los hombres. Y sirve para explicar la in­
quietud que éstos sienten cuando se someten a su crítica; lo imposible
que es para la mujer decirles este libro es malo, este cuadro es débil o
cualquiera otra cosa por el estilo, sin infligir mucho más dolor y desper­
tar mucha más rabia que un hombre que hiciera la m ism a crítica. P o rq ue
si ella comienza a decir la verdad, la figura del espejo se encoge; su ade­
cuación para la vida disminuye. ¿Cómo puede él seguir p ro n u n c ia n d o
juicios, civilizando nativos, haciendo leyes, escribiendo libros, acicalán­
dose y dando discursos en los banquetes, a menos que se pueda v e r a sí
mismo por la mañana y por la noche con un tamaño al menos doble del
que tiene realmente? (pág. 36).

Este pasaje sugiere que la sexualidad es mayormente escrita y, de he­


cho, una cuestión enteramente de cultura. Lo que dejamos al descubierto
realmente cuando abrimos a la mujer es que ella es sólo palabras, signifi­
cantes. En la medida en que esta verdad superficial se representa como la
verdad más profunda y esencial de la naturaleza humana — ya la haya des­
cubierto un poeta, ya un científico, ya un político— , la naturaleza femeni­
na es el corazón mismo de la ideología. Entendiendo la relación entre pala­
bras y cosas y concediendo a las palabras prioridad sobre las cosas, Woolf
puede, por lo tanto, usar la sexualidad como el medio de desafiar concep­
tos masculinos tradicionales de historia, que asumen que los aconteci­
mientos ocurren separadamente y con anterioridad a su representación.
De hecho, establece una conexión entre las prácticas del hombre prim iti­
vo, las conquistas políticas del fascismo del siglo xx y las actividades ver­
bales aparentemente frivolas del burócrata sobre la base de que en todos
los casos los hombres reciben su poder de las mujeres.
Estos hombres están motivados por algo que determina cómo se con­
vierten en objetos de conocimiento para ellos mismos y por medio de qué
baremo se miden en relación con otros. W oolf describe a la mujer como un
«espejo» para representar la sexualidad como una construcción tan intra-
personal y, por lo tanto, política:

La visión del espejo tiene una gran importancia porque carga la vitali­
dad: estimula el sistema nervioso. Llévatela y el hombre puede morir,
como el drogadicto privado de su cocaína. Bajo e! embrujo de esa ilu­
sión, pensé, mirando por la ventana, la mitad de las personas en la calle
se dirigen a trabajar (pág. 36).

Veo este pasaje como una puesta al día modernista del contrato sexual que
controló el pensamiento de Darwin. En lugar del impulso competitivo que
el hombre hereda de sus antepasados primitivos y que la mujer somete al
adecuar al hombre para la vida familiar, W oolf plantea la «visión del espe­
jo», una compulsión puramente cultural, pero aun así una compulsión, de
dar una imagen de masculinidad en oposición a la mujer23. Sugiere que,

-J Es interesante advertir que sobre esta época Freud estaba revisando el modelo triddico
de deseo que subyace toda su. teoría de la cultura. Intentaba explicarla importancia de la madre
como algo distinto de un objeto por el que compiten padre e hijo. Al revisar el modelo de la
mente. comen2 ando con su ensayo «<On Narrissism» unos quince años después del taso de
Dora y siguiendo con su modelo plenamente desarrollado en The Ego and thefd{ 1923), no sólo
alteró su concepción de los procesos mentales, también puso un mayor énfasis en los estadios
preedípicos de! desarrollo y. por tamo, en lu importancia fundamental de la madre en la rela­
ción diádicacon el niño, sea cual sea su sexo. De esta forma, ofreció un lugar para la madreen el
desarrollo de la cultura sobre los que elaborarían teóricos del psicoanálisis posteriores. Tam­
bién se podría advertir que Leonard Woolf estaba, en esta época, publicando traducciones in-
como una mitología, la sexualidad combina el efecto de una fuerza natural
con el poder adicti vo de una droga que no sólo gobierna las relaciones per­
sonales, sino que también motiva la vida económica.
Aunque Dora dejó plantado a Freud y aunque una escritora como
Woolf trató del psicoanálisis de una forma que está lejos de ser respetuosa,
el modelo de Freud de la sexualidad ganó en último término sobre el de
ellas. Ganó sobre la narración decimonónica de Dora de la experiencia
subjetiva, y ganó sobre la afirmación de W oolf de que el artista, más que el
médico, conocía las complejidades de la consciencia y entendía las conse­
cuencias de permitir que la teoría suprimiera la historia de la subjetividad.
Freud se esforzó por proteger el anonimato de Ida Bauer, pero la fama de
su historia de caso le indujo a ella a adoptar el seudónimo que él le había
dado y permitir ser conocida como la Dora de Freud54. N o es exagerado
decir que W oolf fue escrita de forma similar por Freud. Las circunstancias
de su bohemia vida intelectual y de su melodramática muerte, junto con el
modo irresistible que tiene su escritura de jugar con el lenguaje de la con­
ciencia, han animado a más de una generación de lectores a pasar su fic­
ción por el tamiz de la mitología freudiana.
Me gustaría sugerir que tanto Dora como Mrs. Brown fueron agentes
del cambio histórico. Nacieron como escritura en el preciso momento en
el que la autoridad concedida durante más de un siglo al registro de los
sentimientos de las mujeres estaba sufriendo una revisión25. Es significati­
vo que, en su historia de caso de Dora, Freud se refiera a sí mismo normal­
mente como médico, porque al decir esto enfrenta la autoridad de una ins­
titución (masculina) profesional a la autoridad del sentido común y de los
sentimientos de una mujer, de un diagnóstico al lugar común y el cotilleo,
del conocimiento al autoengaño. En la representación que hace Freud de
Dora, el lenguaje de la moralidad seglar que había reivindicado Pamela se
transformó de acuerdo con una nueva temática desalud y enfermedad. És­

glosas de todos los escritos de Freud y también todas las publicaciones del British Psychoanaly-
tic Instituto. Además, por supuesto, muchas personas cercanas a Virginia Woolf estaban pro­
fundamente involucradas en el movimiento psiooanalítico y seguían de cerca sus cambios más
sutiles, incluyendo aquellos planteados por la obra de Mdanie Klein y sus reivindicaciones de
la importancia singular de las experiencias preedipicas en la formación de! individuo. M i inten­
ción aquí no es defender una relación causa-efecto entre la revisión por Freud de su modelo y el
énfasis de Woolf en el reflejo. Sin embargo, me gustaría sugerir que los esfuerzos de Freud,
Woolf y otros escritores modernistas por redescubrir la importancia del reflejo como una de
las funciones de la mujer doméstica pueden ciertamente indicar que se estaba librando una ba­
talla por lo que respecta al tipo de conocimiento que tales mujeres debían presuntamente
poseer.
24 Veinte años después de interrumpir sus reuniones con Freud. Ida Baucr se presentó a Fé­
lix Deutsch como la Dora de Freud, «A Footnoteto Freud's “Fragment of an AnalysisofaCa.sc
of Hysteria*X !n Dora s Case, págs. 35-43.
23 Para un estudio del estilo de Woolf como parte de una revisión general de estrategias de
autor que acompañó al alza del modernismo, ver Nancy Arrnslrong, «A Language of Ones
Own: Communication-Modeling Systems in Woolfs Mrs Dalioway», F.anguaxe and Style, L6
(1983). 343-360.
tas reclasificahan todo d campo del conocimiento femenino según formas
de deseo que, siendo representadas de forma somática, podían estar suje­
tas al análisis del médico. Pero un análisis tal sólo parecía hacer un objeto
palpable de los misterios del «interioro de la mujer. En realidad, el análisis
creó figuras mitológicas para la metafísica de la sexualidad al dotar al de­
seo moderno de un origen biológico y una forma. Esta mitología hizo que
la autoridad de la mujer sobre el deseo sexual — ya se manifestara por me­
dio de la sensibilidad decimonónica de Dora o de las exhibiciones verba-
A deliberadas de Woolf— se volviera instantáneamente anacrónica.
A largo plazo, la voz profesional y la mitología médica de Freud deter­
minaron el curso que el discurso de la sexualidad perseguiría durante el
siglo xx.
Epílogo

Estoy convencida de que el hogar que Richardson imaginó para Pame­


la se ha vuelto más poderoso durante el tiempo que ha transcurrido entre
su época y la nuestra. Esto es cierto no sólo porque la familia cerrada en sí
misma oculte con frecuencia una serie de abusos, sino también porque,
con el surgimiento de la pareja profesional como una realidad económica,
los papeles de los sexos han cambiado en aspectos significativos. El ideal
de la domesticidad ha ganado en fuerza al convertirse menos en una cues­
tión real y más en una cuestión de ficción, porque la ficción de la domesti­
cidad existe como un hecho por derecho propio. Comienza a ejercer poder
sobre nuestras vidas en el momento en que empezamos a aprender cuál es
el comportamiento supuestamente normal. Tanto si lo aceptamos como
cierto como si no, esta ficción capacita por sí misma a individuos muy dis­
tintos para sentarse a cenar en lugares completamente desconocidos sin
encontrarlos especialmente extraños, entrar en aulas con gente que no co­
nocen y con la que pueden no tener nada más en común, y disfrutar con
melodramas y series de enredo producidos en regiones o incluso países
que no son los suyos. A este respecto, el hogar más poderoso es ej que 11¡>
vamos, en la cabeza. -- ------ ----- ...... --
Siento este poder intensamente — el poder de todos los clichés domés­
ticos por los que, si bien medio avergonzados, vivimos. Y he intentado de­
mostrar cómo este poder fue dado a las mujeres y ejercido a través de ellas.
Con tal propósito, he usado ciertas novelas para explicar cómo una noción
del hogar como un espacio específicamente femenino estableció las condi­
ciones previas para una cultura institucional moderna. He defendido que,
en manos de un intelectual como Richardson, la mujer fue utilizada para
rebatir el concepto dominante de las relaciones de parentesco. La novela,
junto con todo tipo de material impreso, contribuyó a redefmir lo que los
hombres teóricamente debían desear en las mujeres y lo que las mujeres, a
su vez, teóricamente debían desear ser. En algún momento hacia finales
del siglo xvm , sin embargo, la novela tomó una dirección bastante distin­
ta. Más tarde, todavía se podía decir que la ficción, en manos de Burney y
Austen, oponía Ja mujer doméstica a las mujeres de título y riqueza, pero
era incluso más probable que la conducta de una mujer se impugnara si
parecía estar motivada por deseos que también se podían atribuir a las hi­
jas de comerciantes y, después, a las jóvenes de la clase trabajadora. Final­
mente, es por su deseo mercenario por lo que las hermanas Bingley no nos
parecen deseables en Orgullo y prejuicio de Austen, y lo mismo se recalca
todavía con más fuerza en Jane Eyre en virtud del impulso adquisitivo
que atrae a Blanche Ingram hacia Rochester y hacc que el se sienta repeli­
do por ella.
Más aún, con las novelas de Burney y Austen el ideal de feminidad de
los libros de conducta proporcionó el ideal frente al que las representacio­
nes novelísticas de las mujeres se declararon más'verdaderas. Sobre la pre­
misa de que nadie llegaba en reaJidad a este ideal, la ficción victoriana se
dispuso a llevar a cabo la tarea de volver a confeccionar la representación
de las mujeres para indicar que cada individuo tenía deseos ligeramente
distintos; no podía haber dos mujeres adecuadas para el mismo hombre,
ni dos hombres para la misma mujer. En Dickcns, pues, se encuentra que
el matrimonio ideal se representa como ni más ni menos que una ficción.
Con una regularidad notable, las mejores relaciones sexuales que se pue­
den lograr en su ficción resultan ser sustitutos inferiores de una madre o
un padre originales. Como para decir que una ficción idealizada del amor
tendría una influencia malsana sobre el deseo humano, Thackeray trata a
Amelia Sedlcy con dureza por adaptarse al ideal femenino y también casti­
ga a su marido, Dobbin, por confundir el amor con el conformismo. Las
novelas de Dickens y Thackeray — y en ese sentido toda la ficción victo­
riana— daban fe de un modo u otro de un poder de sentimentalismo que
Richardson sólo llegó a imaginar.
Hara un público lector que entendía a la mujer ideal como un concepto
imaginario, la mujer, caída también en desgracia, sufrió un cambio de es­
tatus. Como Louisa Gradgrind, toda mujer había caído un poco. Lo que
importaba es que ella nunca se rindiera a su propio deseo, sino que librara
una batalla implacable contra él. Y así, conforme el siglo xix avanzaba, la
mujer doméstica dejó de constituir una forma de resistencia política. En
mayor medida que la mujer aristocrática, ella representaba la opinión do­
minante. Pero mientras que poco debate puede haber en este aspecto so­
bre la mujer angélica, ¿se puede decir, por otra parte, que las mujeres que
no se adecuaban al molde cultural — las locas y las prostitutas de la ficción
victoriana— constituían una forma de resistencia? Al estudiar el poder re­
tórico que se ejercía a través de representaciones monstruosas de las muje­
res, he defendido que los mismos aspectos de la mujer que en teoría resis­
tieron la aculturación vinieron a desempeñar un papel especialmente po­
deroso en un discurso que redefmía cualquier forma de resistencia política
como una forma de patología individual. Definir la resistencia política en
estos términos psicológicos equivalía a apartarla de la confusión de intere­
ses sociales y económicos en competencia en los que todo individuo se en­
redaba. Más que oponerse a la mujer doméstica y al principio de la dife­
renciación de género que su presencia misma defendía, la mujer mons­
truosa de la ficción victoriana era un agente y un producto de un proceso
individualizador que enseñaba a la gente a olvidar cómo los motivos y la
conducta de los demás expresaban una identidad política. Creo que la for­
ma en la que estas mujeres locas, malas y embrutecidas representaban las
diferencias políticas es una cuestión más interesante que aquella de cómo
las normas ficticias de feminidad mantenían a las mujeres a raya. La cues­
tión de cuál era el propósito al que realmente servían las mujeres que no
aspiraban al ideal femenino influye en cómo consideramos la historia de
la ficción, cuál pensamos que es su tarca, cómo entendemos la relación en­
tre las mujeres y la ficción y que decimos sobre las mujeres actualmente
por medio de la ficción.
He insistido en que la oposición de ángel y monstruo era justamente
eso: una oposición dentro del discurso de la sexualidad. Ofrecía un medio
de suprimir otras oposiciones. De hecho, un objetivo básico de mi argu­
mentación ha sido mostrar cómo la novela ejerció un poder tremendo por
medio de la producción de oposiciones que traducían las complejas for­
mas en competencia de representar la identidad humana a una sola oposi­
ción binaria representada por hombre versus mujer. Todas las formas dis­
tintas en las que el conflicto entre Pamela y Mr. B se podría haber concebi­
do — complejidades políticas que la ficción de Fielding intentó restaurar
sin conseguirlo— fueron primero reducidas al conflicto entre hombre y
mujer, que resultó no ser tal conflicto en absoluto. El siglo xix iba a sim­
plificar todavía más la oposición política. Se ocupaba de hombres y muje­
res que nunca estuvieron tan apartados en términos sociales como los
amantes de Richardson. Se concentraba en conflictos dentro del personaje
femenino, entre sus deseos innatos y el papel que estaba destinada a llevar
a cabo. Contenida dentro de un campo en el que el género asumía priori­
dad sobre los signos de la propia región, secta religiosa y facción política,
la mujer doméstica y su «otro» diabólico planteaba una oposición psicoló­
gica. Sin embargo, en términos políticos monstruo y ángel funcionaban
discursivamente como un equipo para suprimir otros conceptos de sexua­
lidad — a saber, aquellos atribuidos a la aristocracia y las clases trabajado­
ras— que no apoyaran el ideal de la monogamia legítima. Al pensaren tér­
minos de tales oposiciones, nosotros mismos hemos venido a poblar un
mundo político compuesto no de razas, clases, ni siquiera géneros, sino de
individuos que en diversos grados se ganan o no consiguen ganarse nues­
tra confianza personal y nuestro afecto. Conforme el mundo a nuestro al­
rededor adquiere complejidad psicológica, los conflictos políticos tienden
a parecer aún más sencillos.
Pretendo sugerir que a lo largo del tiempo la novela produjo un lengua­
je de complejidad psicológica creciente para la comprensión de laconduc-
ta individual. También que conforme la ficción fue descubriendo progre­
sivamente las «profundidades» de la identidad individual, un complejo
sistema de signos políticos fue desplazado. Signos de riqueza, estatus y afi­
liación religiosa comenzaron a definir una «superficie» que no tenía nin­
guna conexión fiable con el yo en el que estaban enterradas las verdaderas
motivaciones. Conforme el individuo vino a ser conocido de esta manera,
se alzó una forma moderna de poder que era indistinguible de tal conoci­
miento. Las personas, al menos las que importaban, se concebían a sí mis­
mas dentro de una realidad política que comprendía, por una parte, un
conjunto de individuos únicos y, por otra, un corpus de todos los indivi­
duos — un corpus abstracto y normalizado, más que heterogéneo y per
meable.
Nosotros mismos ejercemos esta forma de poder al enseñar a los estu­
diantes a interpretar la novela como una crónica de un personaje en desa­
rrollo, como el despliegue de acontecimientos históricos que tienen lugar
en algún sitio fuera del lenguaje, o como el crecimiento de un artefacto
verbal. En todos los casos hacemos transparente la obra de ficción. En to­
dos los casos enseñamos a nuestros estudiantes a distinguir profundidad
de superficie de un modo que convierte la escritura en una forma específi­
ca de individuo, en un espejo de un mundo concreto de objetos o en un
mundo autónomo de imaginación. Rara vez nos sentimos obligados a re­
conocer cómo la escritura crea la distinción entre profundidad y superfi­
cie, sujeto y objeto, o entre éstos y las formas literarias de representación.
Al suprimir el hecho y la mediación de la escritura también suprimimos el
proceso histórico por el que estas esferas del yo, la sociedad y la cultura
fueron creadas y mantenidas en equilibrio. Situamos la relación entre es­
tas esferas — y así, el poder político ejercido por la ficción— más allá de
nuestro poder de cuestionamiento.
La critica feminista ha llevado a cabo incursiones significativas en una
tradición de interpretación que ha suprimido la dimensión política de la
ficción. Esta critica ha pedido de los lectores que reconozcan el sesgo polí­
tico inherente en las historias literarias que ofrecen sólo una visión desde
arriba, una visión que siempre se identifica como la visión dominante por­
que pretende ser politicamente neutral. Hasta que el feminismo irrumpió
en la crítica de la novela, la crítica literaria — incluso la más innovadora—
había colaborado con otros tipos de historia para silenciar a las mujeres y
marginarlas. Los hombres representaban a las mujeres como ellos desea­
ban que fueran, o en tal caso mostraban cómo las mujeres no lograban ha­
cer realidad esos deseos. Y las mujeres, por lo tanto, escribieron a pesar de
una tradición que era hostil a sus propios deseos y necesidades de expre­
sión. Éste ha sido el argumento feminista principal dentro de las discipli­
nas literarias, un argumento que ha dejado su huella en la Norlkon Antho-
logy. en los curricula literarios, en los diarios profesionales y las imprentas
universitarias, así como en las prácticas de empleo. Aunque mi propósito
no es disputar esta postura, he hecho hincapié no obstante en las formas
que ha tenido la cultura moderna de dar poder a las mujeres de clase me­
dia, porque creo que ha llegado el momento en el que, con el poder de ha­
blar como mujeres sobre escritoras y de hablar de mujeres sobre las que
han escrito los hombres, hemos de reconocer el hecho de que nuestra voz
ha ejercido una fuerza política considerable. Debido a que las mujeres han
sido escritas, se han vuelto visibles como tales, y escribir como mujeres ha
hecho posible que se pueda oír una voz distintivamente femenina. Es la
forma en la que somos visibles, pues, y las condiciones bajo las que se nos
oye — y 110 el silencio— las que ahora parecen constreñirnos, aunque esas
limitaciones dieron inicialmente a las mujeres el poder para escribir. Una
vez que identificamos las limitaciones históricas de género, me parece que
tenemos que vivir dentro de ellas o bien definir otra postura desde la que
hablar.
La retórica de la victimización se ha introducido hasta el corazón de la
teoría crítica literaria y estoy segura de que permanecerá ahí durante los
próximos años para generar interpretaciones de textos escritos por muje­
res, para mujeres o sobre mujeres. Mujeres poderosas del mundo académi­
co continuarán insistiendo en la indefensión de las mujeres, y sus mento­
res, colegas de más años y decanos de universidad sin duda apoyarán a las
mujeres en este esfuerzo como las apoyan ahora. Ciertamente, las mujeres
del mundo académico han tenido dificultades para ganarse esa autoridad
y no se debería renunciar a ella sin luchar. Pero no debería impedirnos el
acometer otros proyectos que van más allá del trabajo que estas mujeres
ya han realizado. Porque han hecho mucho más que inaugurar una tradi­
ción. No sólo han creado un mercado para la crítica que articula las for­
mas de subordinación eri las que las mujeres trabajan, escriben y viven sus
vidas, sino que también han abierto el camino para nuevas áreas y méto­
dos de investigación. Si se hace hincapié en el poder concreto que nuestra
cultura da a las mujeres de clase media más que a las formas de subordina­
ción implicadas en su exclusión del puesto de trabajo y confinamiento en
casa — y crco que ambos puntos de vista sobre la cultura moderna son vá­
lidos, cuando no igualmente oportunos— , está claro que hay gran canti­
dad de trabajo por hacer. La articulación del poder de las mujeres exige
muchas participantes, ninguna de las cuales puede ser correcta o completa
por sí misma. Cuando hay alguna razón para cuestionar lo adecuado de
que los hombres cuenten la historia de la victimización de las mujeres,
creo que es legítimo que hombres y mujeres hagan el tipo de trabajo que si­
túa a las mujeres tanto objetos de deseo como temas sobre los que se escri­
be dentro de la historia social.
En 1928 W oolf sugería que cuando las mujeres de clase media empeza­
ron a escribir ello significó un acontecimiento de proporciones históricas
importantes. Para apoyar esta afirmación, como la propia W oolf eviden­
temente sabía, hacia falta nada menos que volver a escribir la historia.
Desde su perspectiva, el momento en que <da mujer de clase media comen­
zó a escribir» tuvo más que ver con la creación del mundo moderno que
los sucesos que normalmente consideramos históricamente significativos.
Para W oolf fue un suceso «de mayor importancia que las Cruzadas o las
Guerras de las Rosas» (A Room o f One’s Own, pág. 69). A pesar de un re­
ciente interés en la historia de la representación como representación, re­
lativamente pocos estudiosos y críticos literarios han explorado el papel
de la representación en la historia. Mientras que todos nos hemos hartado
de hablar del poder de la educación, no hemos considerado de forma deta­
llada y sistemática si la literatura ha desempeñado un papel en la historia
política. De hecho, estas disciplinas tienden en Gran Bretaña y Estados
Unidos a separar los escritos que enseñamos como titeratura de las otras
prácticas simbólicas que componen la historia en sí. Las reivindicaciones
de W oolf con respecto a la importancia de los escritos de mujeres sugieren
que esta tendencia tiene una influencia directa sobre las mujeres. Si no se
encuentra la forma de introducir la escritura en la historia política, seguirá
pareciendo que el poder político reside exclusivamente en las institucio­
nes gobernadas en gran medida por los hombres, y la fuerza política
que fue y todavía es hoy día el papel desempeñado por las mujeres en
diversos estadios de la hegemonía de la clase media permanecerá sin
examinar.
Vale la pena recordar que cuando las mujeres de clase media comenza­
ron a escribir, la escritura de la economía polílica adoptó una fuerza expli-
catoria sin precedentes. La propia escritura pareció perder importancia
política junto con los procedimientos de noviazgo, las prácticas matrimo­
niales y la organización del hogar. Como herederos de esa historia, tende­
mos a identificar los dauifcbistóricosjmportantes qomoproductos délos
hombres. Me chocó especialmente esta cuestión mientras completaba este
libro. Por aquel entonces asistí a un congreso dedicado al Siglo de Oro es­
pañol, durante el que surgió un problema muy parecido a aquel al que he­
mos de enfrentarnos los que nos ocupamos de los escritos de mujeres. Un
historiador había sido invitado a responder a una comunicación que trata­
ba del punto de vista político representado por poetas artesanos del Méxi­
co del siglo xvt. Estaba perplejo y se mostraba escéptico con respecto al
valor de tal información para los historiadores, puesto que aportaba poco
en términos de lo que para él eran «pruebas». Las únicas verdades que po­
día permitir que fueran declaradas verdades eran las basadas, en palabras
suyas, «en contar ganado y sacos de grano». Es difícil creer que este con­
cepto extremadamente estrecho de la historia pudiera aspirar a conseguir
demasiado respeto. Pero sobre la base de que sólo una clase específica de
información se podía considerar datos históricos, intentó quitar impor­
tancia a aquello que esa poesía tenía que decir sobre la historia. No sólo
entendía la cultura humana en términos de un énfasis incuestionado en el
trabajo productivo, sino que también entendía el trabajo en términos de
los productos que el mundo moderno atribuye a los hombres. Lo que es
más, su representación no reconocía su base en la representación. El histo­
riador en cuestión nunca contó una sola cabeza de ganado o saco de grano.
Simplemente dio prioridad a los libros de contabilidad sobre todas las de­
más formas de representación. Sus prejuicios eran profundos.
De hecho, la idea de que el significado político deriva de una fuente ex­
terna a la escritura está tan asentada que el material impreso de todo tipo
no ocupa ningún lugar dentro de las disciplinas académicas. El argumento
de este libro descansa sobre todo en los manuales de conducta para muje­
res de los siglos x v i i i y xix. pero hay más, muchos más tipos de escritura
que leer y analizar que hasta ahora no han sido considerados por las disci­
plinas humanísticas. Todos esos escritos proporcionan la crónica de la
vida diaria tal como se supone que se debía vivir, y gran parte de ellos fue­
ron escritos para, por y sobre mujeres. Hoy día cualquiera que esté intere­
sado en la relación entre las mujeres y la ficción puede encontrar un tesoro
de tales materiales históricos.
fue en contraste con el relato de W oolf de su visita al British Museum,
tal como se describe en A Room ofOnc's Own, como yo vi mi visita al Faw-
cett Museum. Ciertamente humilde en comparación con el British M u­
seum y situado en el lugar equivocado de Londres, esta colección ofrece al
visitante un sentido visible de todo el trabajo que hay por hacer, los diver­
sos tipos de historia que están por relatar. Me llevó al Fawcett la convic­
ción de que autoras como Bumev y Austen no componían a sus persona­
jes. hogares o pensamientos y sentimientos sobre el amor a partir de mate­
ria de la vida real, como se designan con frecuencia tan crudamente las
prácticas distintas de la escritura. Yo no buscaba equivalencias sociales o
psicológicas para el ganado y los sacos de grano. Para desarrollar matices
allí donde Richardson había pronunciado proclamas, para dejar caer sólo
un detalle donde él había trazado territorios, estas mujeres, pensé, tenían
que estar perfeccionando un arte. Tenían que estar refinando una práctica
que ya existía como tal. Tenían que estar participando en la historia de la
escritura. Los libros de conducía para mujeres, muchos de ellos escritos
por mujeres, ocupan un número significativo de estanterías en el Fawcett.
Mi plan era registrarlas para dar con la historia del tipo de escritura que la
ficción doméstica aspira a reproducir y modificar marchando al paso de
los tiempos. Si hubiera permanecido fiel a ese plan, habría escrito una his­
toria de sentimientos y deberes domésticos femeninos como una pieza
compañera de aquellas historias políticas que explican la formación del
proletariado y el triunfo del sistema de las fábricas. Pero no pude mante­
ner esta historia de las mujeres fuera de la política. No pude separar las
cuestiones de género de las de clase. Al seguir las huellas de la formación
de estas esferas separadas, me di cuenta de que no podía describir una
como si fuera independiente de la otra. La historia doméstica más humil­
de recogida de entre la ficción y las posesiones del Fawcett Museum tam­
poco quería seguir subordinada a su contrapartida masculina, a saber, las
tradiciones de historia política y económica. Los libros de las estanterías
de la biblioteca Fawcett eran más sólidos que las relaciones numéricas de
ganado y grano, y s i i presencia revelaba una verdad mucho más clara de la
que nunca podrían revelar el ganado y el grano. Los cambios históricos vi­
sibles allí han gobernado el argumento de este libro.
Simplemente mirando estos libros que conteman las estanterías y no­
tando cómo variaba su número más o menos en los dos últimos siglos ob­
servé un acontecimiento que tiene cierta magnitud en la historia de la cul­
tura británica. Sin duda hubo libros de conducta para mujeres antes del si­
glo x v j u . pero al examinar los volúmenes para determinar cómo cambia­
ría la representación de las mujeres al comenzar el siglo xvm, advertí que
el número de esos libros se incrementaba enormemente en el plazo de sólo
una década o dos. Así, encontré una explosión de letra impresa empeñada
en decirle a la gente cómo se tenia que conducir en los rituales de la vida
diaria. También observé que, con el repentino incremento en la produc­
ción de tratados de conducta, hubo un cambio decisivo en el número de
aquéllos dedicados a hacer a las mujeres deseables con respecto a los que
les decían a los hombres cómo asumir una posición elevada en la vida.
Pero no fue esta observación sólo la que me sorprendió. Había otra que ve­
nía pisándole los talones y que se debe relacionar con la primera: confor­
me el número de libros de conducta dedicados a las mujeres se incremen­
tó, los que exaltaban las virtudes de las mujeres de la aristocracia disminu­
yeron abruptamente en popularidad.
Me di cuenta de que había surgido un nuevo tipo de mujer. Podía verla
alzarse con una velocidad notable hasta la prominencia cultural por enci­
ma de sus contrapartidas más o menos nobles, y podía ver cómo en el pro­
ceso transformaba toda la idea de lo que significaba ser noble. Hsta mujer
es aquella cuya historia he seguido en las novelas domésticas y otros tipos
de escritura contemporáneos de esas novelas. He intentado mostrar cómo
ciertos textos la representaban como una mujer con un equipamiento úni­
co para poner en marcha un proceso que inspiraría a generaciones futuras
a reproducir el hogar moderno compulsivamente, como por un deseo na­
tural. En este sentido, la mujer doméstica — que por lo que sabemos puede
haber existido en representación durante un siglo antes de dar un paso al
frente desde las páginas de los libros para supervisar los salones de clase
media— se con vi rió en una función de la vida psíquica de cada individuo
funcional. Ocupando un lugar en la imaginación, el hogar hizo posible que
masas de individuos diversos coexistieran dentro de la cultura moderna.
Para probar esta hipótesis a satisfacción de aquellos que creen que la
historia reside en una relación de ganado y grano harán falta muchos años
y muchos más investigadores. Gran parte del material que proporcionará
una historia más adecuada del periodo moderno tiene aún que encontrar
un lugar dentro de las disciplinas. Se ha mantenido durante mucho tiempo
fuera de la vista, dentro del espacio sin clasificar de la cultura popular. Los
libros de conducta para mujeres deben contemplarse como una más entre
muchas clases olvidadas de información que están entretejidas de forma
similar en el material de la ficción. Como el tipo de datos que las historias
convencionales no pueden explicar, la mavoria de estos materiales tienen
el estatus üe basura. Pero por la misma razón por la que se parecen a los
trastos de un ático, tales materiales pueden repentinamente adquirir enor­
me poder al encontrar algún uso entre los objetos de conocimiento. Es este
tipo de información cultural residual el que puede complementar las es­
tructuras que determinan la realidad en un momento dado del tiempo. Y
complementando las estructuras que determinan la realidad, este tipo de
información exigirá un modelo de historia más adecuado que incluya la
historia de la sexualidad y que nos explique a las personas como vos sexua­
dos. En esta historia, los escritos por, para y sobre las mujeres deben ocu­
par un lugar primordial.
índice
Agradecimientos ................................................................................. 9
Género, discurso de! poder e historia literaria.G iu l ia C o la izzi .. 11
Introducción: La política de la domesticación de la cultura, enton­
ces y ahora .................................................................................... 15
1. El alza de la autoridad femenina en la novela ........................ 45
La lógica del contrato social .................................................. 48
La lógica del contrato sexual .................................................. 54
El contrato sexual como paradigma narrativo .................... 62
El contrato sexual como proceso narrativo ........................ 68
2. El alza de la mujer doméstica ...................... .............................. 79
El libro de la sexualidad de las clases ................................... 81
Lina casa de campo que no es una casa decampo .............. 91
Trabajo que no es trabajo ..................................................... 98
Economía que no es dinero ................................................... 105
El poder de la feminización ................................................... 112
3. El ascenso de la novela ................................................................ 121
La batalla de los libros ........................................................... 124
Estrategias de autoproducción: Pamela ............................... 136
El yo contenido: Emma ......................................................... 163
4. Historia en la Casa de la Cultura ............................................... 191
La retórica de la violencia: 1819 .......................................... 197
La retórica del desorden: 1832 .............................................. 201
La política de la ficción doméstica: 1848 ............................ 210
Figuras del deseo: las Brontés ................................................ 221
5. La seducción y el escenario de la lectura .................................. 241
El museo de la mujer: Jane Eyre .......................................... 243
Hombres modernos: Shirley y los fueguinos ........................ 251
Mujeres modernas: Dora y Mrs. Brown ............................... 263

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