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4º Domingo del Tiempo Ordinario

San Marcos relata en el Evangelio de hoy cómo el Señor Jesús, acompañado de sus primeros
discípulos, llega a Cafarnaúm, una importante ciudad en Galilea en la que Él estableció su
“centro de operaciones”. Nos encontramos ante el inicio de su vida pública. El evangelista
hace énfasis en la palabra “autoridad”, la menciona dos veces y esta autoridad del Señor
Jesús se ve reflejada a través de su forma de enseñar y mediante su poder de sanar.

Jesús se encuentra enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm y la gente está asombrada


porque hay algo nuevo en la predica de ese día, Jesús los atrae por su manera de enseñar;
ya que actuaba “como quien tiene autoridad y no como los escribas.”—Nos dice el
Evangelio— La diferencia que la gente percibe no radica solamente en el contenido del
mensaje; lo que los tiene verdaderamente sorprendidos es la manera en que Jesús les
enseña y les transmite la palabra. Esta autoridad de la que Jesús se vale, no nace de la
violencia, ni de la fuerza, ni del chantaje o la manipulación –como lo hacían los escribas—
la autoridad de Jesús y su manera de dirigirse hacia aquellos oyentes nace de su misma
persona, de su propia experiencia y diálogo con Dios y de su experiencia de vida; o sea, a
través de su oración y relación con su entorno. Su palabra tiene raíz en el corazón y en el
testimonio de su vida.

Las dos primeras señales de la Buena Nueva que el pueblo percibe en Jesús, son: su forma
de enseñar las cosas de Dios, y su poder sobre los espíritus impuros. Jesús, no sólo habla
con autoridad, sino que actúa con poder.

Las lecturas de hoy nos hablan sobre lo significa y conlleva ser un profeta. Como bien
sabemos el sacramento del Bautismo nos introduce en la triple función sacerdotal, profética
y real de Jesús; es decir que al momento de ser bautizados nos convertimos en sacerdotes,
reyes y profetas. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dices que: “Todo el Pueblo de Dios
participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de
servicio que se derivan de ellas”. En el Bautismo somos consagrados profetas ya que
tenemos que llevar la Palabra a los demás. Y justo hoy la lecturas nos muestran lo que Dios
pide y espera de un profeta, es decir sencillez, veracidad, cercanía, congruencia,
compromiso, obediencia, valentía y seguridad de sí mismo. El cristiano es alguien llamado
a proclamar las maravillas de Dios, a dar testimonio público de Jesucristo, a ser promotor
de la verdad y de la paz, a denunciar la injusticia y la mentira, a oponerse a todo lo que daña
a la sociedad y al individuo. Seamos profetas desde nuestras casas, salones de clases y
trabajos; hablemos de Dios a nuestros familiares, amigos, vecinos y compañeros de clase.
Seamos profetas no solo con palabras, sino con nuestro testimonio de vida, hagamos uso
de esos valores benedictinos que nos han o nos están enseñando. Tomemos en serio
nuestra función de profetas, creámonoslo, no tengamos miedo de hablar de Dios, de eso se
trata el “hablar con autoridad”. Para enseñar con autoridad como lo hizo Jesús en
Cafarnaúm, primero debemos escuchar al Señor y abrir nuestro corazón, tal como lo
cantamos en el salmo responsorial, mediante nuestro diálogo diario con Dios, o sea
mediante la oración y meditación de la Escritura. En Jesús se manifiesta el poder liberador
y misericordioso de Dios, al cual no puede oponerse ningún poder maligno. Él,
personalmente, ha vencido el mal, por eso nos invita a no tener miedo, sino a sentirnos
seguros. Pues ningún mal puede dañar al hombre que se sitúa bajo la protección de Dios.

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