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‘Homo sapiens’
El cerebro y la evolución
humana
Manuel Martín-Loeches
© 2007, Manuel Martín-Loeches
© De esta edición:
2008, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
Teléfono 91 744 90 60
Telefax 91 744 90 93
www.aguilar.es
aguilar@santillana.es
ISBN: 978-84-03-09895-4
Depósito legal: M -48.569-2007
Impreso en España por Gráficas Rogar, S. A. (Navalcarnero, Madrid)
Printed in Spain
Para Diego. La luz dentro del túnel
A
Indice
Antes de nada..................................................................................... 13
CAPÍTULO IX. El cofre del tesoro (el cerebro por fuera)............ 197
Las consecuencias de modificar el genoma......................... 197
El órgano que segrega pensamientos..................................... 199
El tamaño im porta.................................................................... 202
Hombres y cerebros.................................................................. 204
La forma también importa....................................................... 206
Diferencias a diestra y siniestra............................................... 208
La nueva frenología................................................................... 211
M ir c e a E liad e
A l b e r t E in s t e in
R o bert T . D e M o ss
N e i l A r m s t r o n g , al ser el primer
hombre en poner el pie en la Luna.
U n se r m u y e sp e c ia l
La b io l o g ía d e l o q u e n o s h a c e h u m a n o s
El g r a n sa lt o
Pero alguna vez pudo haber habido algún cambio en el genoma que
fuera determinante. O, al menos, de una importancia relativamen
te mayor. Varios autores defienden que el Homo sapiens de hace
100.000 años no era el mismo que el de hace 40.000 años. Debió
de haber un antes y un después en nuestra especie. A partir de cierto
momento todo cambió. No se sabe cuándo se produjo ese cambio,
pero pudo haber tenido lugar hace entre 80.000 y 60.000 años.
En aquel momento es muy probable que surgiera una nueva pobla
ción de Horno sapiens en el este de Africa, población que se exten
dería por el mundo en sucesivas oleadas y que acabaría suplantan
do a las poblaciones anteriores de Homo sapiens. O mezclándose
con ellas.
La cuestión es que esa nueva población de Homo sapiens con
taba ya con algo que la hacía diferente de las demás. Y ese algo
fue lo que a la larga provocaría, por ejemplo, la existencia plena del
arte, de arte elaborado y complejo. Un arte que no habría podido
surgir antes de ese cambio. En la historia de la humanidad las mues
tras de arte anteriores no sólo son tremendamente escasas, sino que
parecen poco estructuradas y casi siempre de dudosa realidad. Sin
embargo, el arte complejo y elaborado que acabaría surgiendo re
velaría ya la probable presencia de un lenguaje y unas creencias reli
giosas plenamente modernas. Sería la consecuencia del surgimiento
de la mente moderna, de algo completamente nuevo y revolucio
nario en comparación con las mentes de todos los demás seres vi
vos del planeta, fueran éstos o no del género Homo, o incluso de
nuestra misma especie antes de ese cambio.
Admitiendo esta hipótesis, sin embargo, llama la atención el
hecho de que no haya ninguna diferencia anatómica notable en
tre el cerebro del Homo sapiens de antes y el de después. Salvo que
se confirmen los datos que indican que el cerebelo del Ho?no sapiens
de después puede ser significativamente más grande que el del Ho-
?no sapiens de antes, no parece haber evidencia anatómica alguna de
que haya habido ningún cambio ni en el volumen ni en la neuroa-
natomía de nuestro cerebro desde que somos Homo sapiens. Sólo
evidencias de diferencias en el comportamiento. Es más, según es
tas evidencias las diferencias comportamentales entre el Homo sa
piens de antes del gran salto y el hombre de neandertal, con el que
convivió muchísimo tiempo, serían minúsculas o prácticamente ine
xistentes, dando la razón a las propuestas según las cuales el volu
men cerebral absoluto, y no el relativo, es el determinante más fi
dedigno de nuestras capacidades cognitivas, ya que en este parámetro
los neandertales nos igualaban, o incluso nos superaban.
Pero según algunos autores pudo ocurrir algo en nuestro ce
rebro que, casi de repente, nos hiciera pintar animales en las pa
redes de las cuevas, rezar a los dioses y contar historias alrededor
de una hoguera. ¿Cómo pudo ser, si nuestro cerebro era el mismo?
Anatómicamente sí parece haber sido el mismo. Pero algún cam
bio pudo haber que hiciera que esa misma maquinaria, con las mis
mas piezas, funcionara de manera más eficaz. Ese cambió debió de
tener su causa inmediata en alguna modificación de nuestro ge
noma. No podemos pensar que se debiera a una mejora funcional
de nuestros cerebros por una acumulación de conocimientos trans
mitidos de generación en generación, porque si así fuera ahora coha
bitaríamos el planeta con los neandertales. Algo les faltaba a ellos
que nosotros tuvimos a partir de cierto momento y ellos no. Al
go que sin embargo está presente en los cerebros de los individuos
de todas las sociedades humanas actuales, incluidas aquellas que lle
van decenas de miles de años con un modo de vida plenamente pa
leolítico, pero que sin ningún problema pueden ponerse al día de
todo lo que ha ocurrido desde entonces. Y ese algo que ocurrió pu
do ser muy sutil, algo de aparentemente muy poca importancia
en comparación con todos los cambios que había sufrido nuestro
cerebro en los últimos millones de años pero que, sin embargo, pu
do tener consecuencias hasta entonces inimaginables.
La h ip ó t e s is d e l a « m e m o r ia o p e r a t iv a a u m e n t a d a »
La m e m o r ia o p e r a t iv a p a r a e l l e n g u a je
“El buen periodista que fue atacado por el político corrupto ha sido premiado”
S em brar e n t ie r r a f é r t il
N otas
1 R. L. Solso, The psychology o fa r t and the evolution o f the conscious brain , Cam brid
ge, T he M IT Press, 2003, p. 54.
2 Idem , p. 62.
3 U na aproximación a la relación evolutiva y cronológica entre las especies aquí
mencionadas se encuentra en el capítulo VII.
4 Algunos autores, no obstante, dudan que esa posible flauta de hueso, hallada
en la cueva de Divje Babe, en Eslovenia, sea realm ente tal. Sus agujeros pudieron
ser obra de los incisivos de un carnívoro.
C a p ít u l o II
E v a n g e lio s e g ú n S a n J u a n , 1,1-5
C arm en C onde
L u d w ig W it t g e n s t e in
El d o n d e l a p a l a b r a ... y e l d e l a g r a m á t i c a
Lo q u e t ú sa b e s q u e é l s a b e q u e y o sé
El f in a l d e l o s f u e g o s a r t if ic ia l e s
P a s it o a p a sit o
E l ‘s p r i n t ’ f in a l
T o d o es se m á n t ic o
La m á q u in a d e l l e n g u a je
Anterior Posterior
Las r e g l a s d e l ju e g o
La m a n ip u l a c ió n d e l a in f o r m a c ió n
Q ué n o s q u e d a d e l l e n g u a je
N otas
C a r l S ag an
P r e v ie n d o el fu t u ro
D e to d o corazón
La m e n t e in d e p e n d ie n t e
La m en te de o tro s h um an os
La im p o r t a n c ia d e l t r a b a jo e n e q u ip o
P e n sa m ie n t o s in l e n g u a je
El c e r e b r o f u n c io n a n d o
D ar se cu en ta de las c o sas
Nos toca abordar ahora uno de los problemas más peliagudos que
se pueden plantear cuando nos enfrentamos a lo que nos hace hu
manos. Su estudio por parte de la ciencia es uno de los más recientes,
aunque también de los más productivos, lo que quizá haya llevado
a un desbordamiento, a una proliferación tal de datos que no hay
forma de sacar una conclusión sólida, al menos de momento.
El problema de la consciencia empieza por el término mismo:
no hay de verdad un consenso científico acerca de lo que signifi
ca. Hace unos años el premio Nobel Francis Crick abordó el es
tudio científico de la consciencia sin pararse a meditar acerca del
significado de este término, lo que facilitó mucho las cosas y supu
so un gran avance que llegó además en un buen momento, ya que
las técnicas modernas de neuroimagen estaban en reciente desa
rrollo y expansión. Pero pasan los años y sigue sin haber una bue
na definición, de manera que muchas contradicciones que han ido
surgiendo aún no han sido superadas y la «fiebre» por el estudio
de la consciencia ha decaído mucho últimamente.
Cuando se hace una revisión de los trabajos realizados sobre
la neurofisiología de la consciencia, uno se encuentra con al menos
dos grandes frentes abiertos. Uno de ellos, probablemente el más
estudiado, es el que considera la consciencia como algo puramen
te perceptivo. Cuando percibimos, nuestros órganos de los senti
dos envían información a nuestro cerebro. De parte de toda esa in
formación seremos conscientes, del resto no. Por ejemplo, yo ahora
no soy consciente del contacto de mis zapatos con mis pies, ni de
mi ropa con mi cuerpo, pero si atiendo a estas sensaciones seré cons
ciente de ellas. Consciencia y «darse cuenta de las cosas» serían,
según esta perspectiva, sinónimos.
El segundo frente abierto en el campo de la consciencia es el
concepto de ésta como «control voluntario»2. La autorregulación,
la regulación voluntaria de la conducta, el control voluntario y cons-
cíente de nuestro comportamiento, son aspectos básicos de esta
perspectiva. Estaríamos hablando de la regulación consciente de
nuestras acciones, pensamientos e incluso emociones, estaríamos
hablando de la voluntad, de algo tan importante como el «yo » del
que parten nuestros actos voluntarios.
Si simplificamos mucho las cosas veremos que una concep
ción de la consciencia es perceptiva, receptiva, mientras que la otra
es ejecutiva, activa. Quizá no sea casualidad que cuando hemos ha
blado de nuestro pensamiento hayamos tenido que destacar la im
portancia tanto de las regiones anteriores como de las posteriores
de nuestro cerebro. Su trabajo conjunto es importante para una
gran mayoría de procesos cognitivos. Quizá no sea casualidad, pues,
que la consciencia no sea más que un reflejo de nuestro pensamiento,
de nuestra forma de pensar: somos conscientes de nuestros pen
samientos; en la medida en que nuestros pensamientos tengan que
ver más con acciones o con percepciones, implicaremos más a uno
u otro de esos aspectos de la consciencia. Pero sólo somos cons
cientes de una parte de nuestros pensamientos. ¿Qué es lo que
hace que seamos conscientes de unas cosas y no de otras? ¿Qué ocu
rre en nuestro cerebro para que seamos conscientes?
¡A h í e stá!
Sólo podemos ser conscientes de las flechas blancas o de las negras, pero
no de las dos a la vez.
Y O , HACIENDO MI VOLUNTAD
El yo y su cerebro
El pro blem a de la m en te
N otas
Almas en pena
La esquizofrenia
E dgar A llan P oe
N ic h o l a s B o il e a u - D espr é au x
SÉNECA
El p e n sa m ie n t o d e sin t e g r a d o
El p r e c io q u e h a y q u e p a g a r p o r se r h u m a n o s
Xq21.3
No ES o r o t o d o lo que reluce
En los últimos años existe un creciente interés por otro tipo de tras
tornos que también podrían ayudarnos a entender mejor al ser hu
mano. De éstos, algunos de los más destacados son trastornos que
aparecen en nuestra especie con mucha frecuencia, desgraciada
mente, y que presentan unas características comunes que podríamos
resumir como la consecuencia de nuestro alto grado de socializa
ción. Somos unos seres enormemente sociales, somos lo que somos
gracias en gran parte a nuestro medio social. El lenguaje como po
derosa y difícilmente superable herramienta de comunicación es
un rasgo de nuestra especie que demuestra, sin lugar a dudas, lo
mucho que dependemos de nuestro entorno social. En los tras
tornos derivados de nuestra condición social se suele dar el caso,
además, de una tremenda implicación del sistema cerebral de las
emociones.
La depresión, los trastornos de ansiedad, los trastornos ali
mentarios (entre los que está la anorexia), o el estrés postraumáti-
co son algunos de esos desórdenes del ser humano que presentan
una raíz social. Pero los grandes simios, seres que también poseen
un alto grado de socialización, presentan trastornos de conducta
en los que se han querido ver los antecedentes de muchos de nues
tros trastornos de raíz social. La gran mayoría de ellos surgen en
situaciones de privación de libertad. La separación del grupo, es
pecialmente durante la infancia, suele provocar en estos seres una
serie de alteraciones graves de su comportamiento tales como las
estereotipias (repetir movimientos o gestos sin ninguna utilidad),
la automutilación, la agresividad inapropiada o desproporciona
da, el miedo injustificado, la falta de apetito, o el vivir apartados y
retirados en un rincón del habitáculo, sin apenas moverse ni inte-
ractuar con nadie.
Evidentemente cuando hablamos de nuestra especie esos tras
tornos presentarán rasgos propios, como no podía ser de otra for
ma en una especie con un gran cerebro, con nuestra inteligencia y
con nuestro lenguaje. Sirva de ejemplo concreto el autismo, otro
de esos trastornos que giran alrededor del hecho de ser una espe
cie tremendamente social. Estudios recientes sugieren la posibili
dad de que una de sus principales causas esté en un funcionamien
to alterado —disminuido— de las neuronas espejo, esas neuronas
que nos permiten entender lo que hacen los demás. En el caso con
creto del autismo, es posible que esta hipofunción de las neuronas
espejo conlleve una menor capacidad para reconocer las expresio
nes faciales de los demás, de manera que un autista no podrá re
conocer con facilidad las intenciones y sentimientos de los otros.
Dada esta limitación para las relaciones sociales, un niño con este
problema desarrollaría un trastorno autista. Uno de los síntomas
definitorios del autismo es precisamente su falta de respuesta ante
los demás. Sin embargo, de tanta importancia o más para el diag
nóstico del autismo es la presencia de déficits graves en el desarro
llo del lenguaje. En la medida en que la nuestra es una especie con
rasgos peculiares, los trastornos del comportamiento también los
presentarán.
Pero la raíz de todos estos males de índole social es en gran
medida compartida con otros muchos seres, y no sólo con los gran
des simios. Las neuronas espejo no son en absoluto exclusivas de
los grandes simios, y hay otros seres, muy alejados de nuestra línea
evolutiva, con un alto grado de sociabilidad. Se sabe de cetáceos,
delfines concretamente, que han perdido el apetito tras la muerte
de su cuidador. ¿Y quién no conoce historias parecidas cuyos pro
tagonistas han sido perros? Es probable, por tanto, que estos tras
tornos ayuden a entender mejor al ser humano, sin duda, pero no
parecen tan reveladores para nuestra búsqueda de lo que nos hace
humanos como la esquizofrenia.
Recientemente se está empezando a vislumbrar la posibilidad
de que la enfermedad de Alzheimer, que parece ser exclusiva de
nuestra especie, sea, como la esquizofrenia, el precio que hemos te
nido que pagar por ser humanos. Esta enfermedad, que es la causa
más frecuente de demencia senil y presenil (que ocurren normalmen
te tras los 65 y 45 años respectivamente), se debe principalmente
a una degeneración neuronal y es de origen genético. La idea que
se propone es que la existencia de la enfermedad de Alzheimer, tan
dañina a edades avanzadas, debe de conllevar algún tipo de benefi
cio en edades reproductivas, o de lo contrario no merecería la pe
na cargar con unos genes cuyas consecuencias son tan nefastas. El
hecho de que, además, llegar a ciertas edades haya sido muy in
frecuente en otros tiempos minimizaría todavía más las malas con
secuencias de estos genes. Cuáles serían los efectos beneficiosos de
esos genes aún no se sabe, pero se especula con la posibilidad de que
favorezcan la plasticidad neuronal, los cambios en las conexiones
entre neuronas que se producen como consecuencia del aprendi
zaje y de la experiencia. Lo mismo que hace que nuestras neuronas
sean muy versátiles en la juventud, acabaría rompiéndolas con el
paso de los años. La idea es sugerente, y tendremos que estar muy
atentos a los avances que se produzcan en esta línea en los próxi
mos años.
N otas
G u sta v e F l a u b e r t
A l b e r t E in s t e in
S e m ir Z eki
La a r m o n ía d e l a s e st r e l l a s
No son muchos los estudios que se han hecho sobre el arte y el ce
rebro. Esta rama de la neurociencia cognitiva necesita cultivarse
mucho más. Sin embargo, afortunadamente, algunas de las escasas
aproximaciones a las bases neurofisiológicas del arte han sido he
chas con gran acierto por algunas de las mentes más privilegiadas
de este campo.
En su magnífico trabajo «The science or art. A neurological
theory of aesthetic experience» («La ciencia del arte. Una teoría
neurológica de la experiencia estética») V. S. Ramachandran y WI-
lliam Hirstein, de la Universidad de California, exponen una idea
básica: el arte produce placer. En toda obra de arte el artista utili
zaría, consciente o inconscientemente, una serie de técnicas que
permitirían excitar de una manera especial y placentera las áreas per
ceptivas de nuestro cerebro. En el arte visual, el más estudiado, el
más conocido y, en realidad, aquel del que mejor constancia tene
mos acerca de su historia a lo largo de la evolución, lo que hace el
artista con su obra es excitar de una manera especial las diferentes
áreas visuales de nuestro cerebro.
Cuando nuestro cerebro percibe algo todos los factores que de
finen lo percibido son analizados en diferentes partes del mismo,
principalmente de nuestra corteza cerebral posterior (la que está de
trás de la cisura central, la corteza perceptiva). Así cuando vemos
un objeto (o una obra de arte), diferentes aspectos de esta imagen
son analizados en diferentes lugares de nuestra corteza visual, que
ocupa el lóbulo occipital, la parte inferior del lóbulo temporal y al
menos una parte del parietal. A modo de ejemplo, en una parte se
procesan los colores, en otra las formas, en otra las posiciones en
el espacio, en otra el movimiento. La unión de la actividad de todas
estas zonas de la corteza sería lo que, como vimos en un capítulo an
terior, daría lugar a una percepción consciente del objeto.
La excitación de una, de varias, o de todas estas zonas que de
finen las diferentes características de lo observado sería la princi
pal misión del arte. Pero para que sea arte y produzca placer, la
excitación debe de ser más fuerte que la que producen los estímu
los naturales. El arte existe porque produce placer, y produce placer
porque excita estas áreas perceptivas de una manera extraordina
ria, mucho más de lo que es capaz de excitarlas el mundo real.
La sobreexcitación de áreas perceptivas produciría placer por la
existencia de conexiones directas entre estas áreas y el sistema lím-
bico, el sistema de las emociones. Ese sistema en el que uno de los
principales protagonistas es la amígdala, que tan directas e impor
tantes conexiones tiene con nuestro sistema intelectual, con el siste
ma que nos permite anticipar, planificar y tomar decisiones. Es de
cir, con el lóbulo prefrontal, incluidos el córtex dorsolateral prefrontal
y el cíngulo anterior. Empezamos a entender de dónde nace el arte.
La razón de que la sobreexcitación de áreas perceptivas pro
duzca placer estaría, curiosamente, en que nuestro sistema cog-
nitivo está hecho para sentirse satisfecho cuando encuentra algo
importante, algo relevante, en el ambiente. Cuando entre unas ra
mas, entre unas piedras o entre unos árboles nuestro sistema per
ceptivo es capaz de detectar algo, la excitación emocional está ga
rantizada. De este mecanismo depende tremendamente nuestra
supervivencia. Cuando somos capaces de detectar una forma, un
color, un movimiento, la información detectada puede determinar
no sólo que podamos cazar o recolectar y, por lo tanto, comer, sino
también el que no seamos el almuerzo de otro animal. De ahí que
la unión entre nuestro sistema perceptivo y nuestro sistema de las
emociones (y, por consiguiente, el que nos permite tomar deci
siones) sea tremendamente importante. De estos mecanismos tan
naturales es de los que, de alguna manera, «abusa» el arte.
El origen hindú de Ramachandran no ha debido de ser ajeno
al hecho de que en su propuesta se hable de ocho principios bási
cos del arte, por analogía con los ocho caminos de la sabiduría pro
puestos por Buda. Esos ocho principios serían las diferentes formas
en que el arte puede explotar los mecanismos de sobreexcitación
de nuestro sistema perceptivo que nos producen placer.
Según el primero de estos principios, la exageración de de
terminados atributos de un estímulo nos llama poderosamente la
atención y nos hace reaccionar con más fuerza. Hasta en las ratas
se puede observar este principio: si enseñamos a una rata a discri
minar entre un rectángulo y un cuadrado, sus respuestas serán muy
grandes cuando le presentemos un rectángulo exagerado, es de
cir, uno mucho más alargado y aplanado de lo habitual. Según es
te principio, estímulos «supranormales», como por ejemplo las ca
ricaturas, o los desnudos en los que los atributos sexuales están
exagerados, como es el caso precisamente de las venus prehistóri
cas, llamarían poderosamente nuestra atención.
Según el segundo de estos principios, si en el objeto artístico
se destaca uno solo de los parámetros que constituyen el estímulo
visual, como la forma, el color o el movimiento, más gratificante
será porque así toda nuestra atención se puede concentrar más fá
cilmente en ese aspecto. Por ejemplo, en muchas obras artísticas se
destaca la forma, realizada mediante trazos o líneas, sobre otros fac
tores de la imagen que pueden incluso estar ausentes, como es el
caso del color. Este tipo de representación artística es muy frecuente,
por cierto, incluso durante el período paleolítico, donde debemos
incluir la gran cantidad de dibujos realizados mediante incisiones
en la roca (los grabados rupestres).
Los principios tercero y cuarto están de algún modo relacio
nados. Según el tercero nos produciría placer el poder agrupar va
rios elementos del campo visual como pertenecientes a un solo ob
jeto. Es decir, que de las distintas «manchas» que podemos estar
viendo en un momento dado, algunas de ellas pertenecen a un mis
mo objeto. Agruparlas nos permite verlo y nos da placer. Muchos
artistas han explotado este principio, un principio que se pone en
marcha cada vez que detectamos una figura camuflada, como en tiem
pos debió de ser un leopardo o una serpiente entre el follaje. El
cuarto principio, según el cual la exageración de los contrastes tam
bién es gratificante, sería complementario del anterior, pues también
ayuda a detectar figuras individuales sobre el fondo.
El p o d e r d e l o in a c a b a d o
La e x p l o sió n d e Europa
Bien, la mente moderna, la que facilitó la llegada del arte, pudo sur
gir en Africa hace unos 80.000 años. ¿Cómo es que en Europa se
dio una revolución artística sin precedentes hace aproximadamen
te 40.000? A partir de esa época en el sur de Francia y el norte de
España se produjo una extraordinaria abundancia de arte rupestre,
con la realización de impresionantes dibujos en las paredes de las
cuevas. La cueva de Chauvet, en el sur de Francia, con unos 32.000
años de antigüedad, es el ejemplo más antiguo conocido hasta la fe
cha. La abundancia de este arte en toda la plenitud del término es tal
que se habla de «revolución humana». Como hemos visto quizá lo
más prudente sea dejarlo en «explosión de arte paleolítico».
¿Qué sucedió? ¿Hubo otro aumento de memoria operativa?
Nada es descartable, pero según algunos autores esto pudo de
berse más a otras circunstancias, incluidos los factores culturales,
que a un verdadero cambio en nuestra fisiología cerebral y, por
tanto, en nuestra capacidad mental.
El Homo sapiens moderno debió de llegar a Europa hace apro
ximadamente 45.000 años. Recientes descubrimientos en Kosten-
ki, Rusia, demuestran a las claras que el ser humano que contaba
ya con capacidad para el arte llegó al continente europeo en tor
no a esas fechas. En Kostenki se han encontrados cuentas de collar
y algunas otras evidencias de arte, como la que podría ser la es
cultura conocida más antigua del mundo: un fragmento de hueso
que parece representar una cabeza humana inacabada. El salto ya
se había dado, en Africa y tiempo atrás.
Ese mismo ser humano arribó a Australia hace unos 60.000 años,
y de esa época parecen ser algunas evidencias que muestran que ya
era el mismo ser humano que hacía arte en Biombos. Restos de ocre,
en las paredes de algunas cuevas, e incluso algunas incisiones geo
métricas en fragmentos de roca, serían prueba de ello. En Australia
el arte siguió su desarrollo. El arte paleolítico de este continente es
bastante abundante. Curiosamente muestra muchas y sorprenden
tes similitudes con el arte paleolítico europeo de después de la ex
plosión. La imprimación de manos en las paredes, algunas de ellas
ocultando uno o varios dedos, es un buen ejemplo de estas intere
santes similitudes, pero hay muchas más. Cierto es que en Australia
pudieron venir más oleadas de seres humanos después del primer
grupo. Pero la distancia entre los lugares de arte paleolítico euro
peo y Australia es la más larga de todo el planeta. Además, muchas
de las muestras de arte australiano pueden tener tanta o más anti
güedad que la explosión artística europea. ¿Realmente se puede
pensar que el arte europeo influyó sobre el australiano? ¿Realmente
podemos ser tan eurocéntricos? Se hace más factible, pues, que las
ideas comunes no vinieran de Europa, sino de otro lugar, y que ya
estuvieran presentes en las mentes de los primeros colonizadores
de Australia.
Lo que ocurrió en Europa hace quizá 40.000 años, pues, no
parece nada nuevo ni realmente distinto de lo que ya podía hacer
el ser humano desde mucho tiempo antes, desde que dio el salto.
Lo que ocurrió en realidad fue que hubo mucho más de lo mis
mo, que se dio una superabundancia espectacular de algo que ya
existía.
No obstante, quizá la abundancia no fuera tal, sino que sim
plemente en el oeste de Europa se hayan dado unas circunstan
cias naturales excepcionales gracias a las cuales el arte de aquella
época se habría conservado, mientras que habría desaparecido de
la mayoría del resto del planeta. Es posible, y de hecho es la opi
nión de muchos autores.
A la posibilidad de que la explosión de arte paleolítico sea con
secuencia de factores naturales de conservación cabe añadir el que
hayan coincidido otras circunstancias. Por ejemplo, un notable
aumento de la población en aquella época y en aquel lugar podría
ser otro motivo añadido. Recientemente el arqueólogo David Le-
wis-Williams hace otra propuesta interesante en este sentido. En
aquella época y en aquel lugar los Ho?no sapiens de después del sal
to y los neandertales, dos especies humanas con un alto grado de
desarrollo intelectual, coincidieron y convivieron, y durante mu
cho tiempo. Esto debió ser muy impactante para ambas especies.
Para Lewis-Williams la ligera superioridad intelectual de nuestra
especie debió de pesar en muchas de las relaciones con los nean
dertales. De esta manera la superabundancia de arte, tanto en el
interior como en el exterior de las cavernas, pudo ser la consecuencia
de los intentos, por parte de los miembros de nuestra especie, de
impresionar a los neandertales.
Los neandertales por su parte debían sentirse un tanto inti
midados y atraídos por estos seres a los que de algún modo ad
miraban y, posiblemente, también odiaban. De manera que pro
cedieron a im itar algunos de los comportamientos de nuestra
especie. Su gran capacidad intelectual, aun sin ser como la nuestra, sí
les permitía entender al menos parte de nuestro peculiar compor
tamiento. Es por eso por lo que, según muchos autores, los nean
dertales comenzaron a fabricar collares y utensilios similares, que
no se habían visto en Europa durante los cientos de miles de años
en los que el neandertal vivió solo. Fue a imitación nuestra, como
lo serían, según parece, algunos avances en la fabricación de sus
utensilios de piedra.
In t e r p r e t a c io n e s m u y d iv e r sa s
C o n l a m ú sic a a o t r a par te
A rte y r e l ig ió n
El arte visual y el musical no sólo son las dos formas más antiguas
de expresión artística, sino que parecen estar estrechamente rela
cionadas desde hace mucho tiempo. El investigador americano Ste-
ven Waller ha constatado que la realización de dibujos en los luga
res de arte prehistórico se hizo considerando factores acústicos. Más
concretamente W aller encuentra que los dibujos de ungulados
—caballos, bisontes, ciervos— se hicieron en lugares dentro de la
cueva en los que la acústica es excelente, lugares en los que el so
nido se refleja y se amplifica de manera que dando una palmada
se puede percibir un eco contundente. En cambio los dibujos de
felinos se darían en zonas de la cueva con una acústica pobre. Po
dría ser, dice este autor, que el eco evocara una estampida de bú
falos, o el galopar de los caballos, dando así más realismo a lo re
presentado visualmente. También destaca Waller que las culturas
antiguas debieron considerar el eco como algo sobrenatural, como
ocurre incluso en algunas culturas que han sobrevivido hasta nues
tros días. Y aquí tendríamos, una vez más, otro ejemplo de que en
tre el arte y la religión puede haber una profunda vinculación.
Tradicionalmente se ha considerado que las relaciones entre
el arte y la religión en sus orígenes son no sólo muy estrechas, si
no inevitables. Muchas de las propuestas sobre el sentido del arte
paleolítico se han hecho desde esta perspectiva, y aquí acabamos de
ver cómo una de las más recientes, la de Lewis-Williams, sigue tam
bién esta misma línea. En realidad tan estrecha e inevitable sería la
relación entre el arte y la religión en sus orígenes que el siguiente
capítulo —en el que voy a hablar de religión— tendría entonces
que ser una continuación o una mera extensión de éste.
Sin embargo, también hemos visto que el arte paleolítico pue
de interpretarse desvincunlándolo totalmente de la religión, como
hace Guthrie. Entonces puede que la visión del arte y la religión
como dos caras de un mismo fenómeno no sea más que una secue
la de la hipótesis de la «revolución humana» según la cual todo sur
gió a la vez y de repente hace unos 40.000 años, o poco más, en Eu
ropa. Ya hemos visto que esto no fue así. Al menos el arte surgió
con la mente moderna, probablemente hace unos 80.000 años, y
hunde sus raíces en capacidades que ya despuntaban cientos de mi
les de años antes en Homo ergaster.
Es posible, por tanto, que el arte y la religión tengan orígenes
independientes. En realidad arte y religión no tendrían mayor vin
culación en sus orígenes que la de ser el producto de nuestro ce
rebro, un cerebro capaz de pensar en acontecimientos pasados, pre
sentes y futuros, posibles e imposibles, así como de encontrar fuentes
refinadas de placer.
C apítu lo VI
D a n ie l C. D e n n e t t
A l b e r t E in s t e in
S a lm o s, 14,1
Los o r í g e n e s d e u n e x t r a ñ o c o m p o r ta m ie n to
Un m u n d o m á g ic o y m ist e r io s o
•> verda-
Los estudios sobre la psicología cognitiva de la relig1011cUyas pro-
deramente escasos y muy recientes. Kmre los aUtofeS ^ Pascal
puestas están teniendo más aceptación y desarrollo eSriosamente
Boyer, Scott Atran, Justin Barrett e Ilkka Pyysiáine11-Cü ,lUtores es
el grado de coincidencia entre las propuestas de eSt°Sc ílte de un
muy alto, de manera que se puede hablar afortuna^111 licados en
gran consenso acerca de los mecanismos cogniOvoS
el pensamiento religioso, algo que no es fácil de enc°n g pro_
La idea más importante que vienen a transé'111 religio-
puestas es la de que el pensamiento y el com po^^w ivado, de
sos no son más que un mero subproducto, o Pro^uCt0cerebro. Di-
nuestro cerebro, de cómo es y cómo funciona nuestr0 c ^ religio-
cho de otra forma, el pensamiento y el comportá®Jie pen_
sos son simplemente la consecuencia de la manera(lc ^ ’r 0 como
sar, de manipular la información, por parte de un ^ uestro sis-
el nuestro. Son una consecuencia lógica y esperare tc ^ f erente y
tema cognitivo. No habría, pues, una forma de peIlS'al
exclusiva para el pensamiento religioso. a una se-
Nuestro cerebro, en su evolución, habría dadolu»£orinación,
rie de mecanismos y formas de procesamiento de la111 jsrn0s de
de pensamiento. La confluencia de varios de estos nl(:caerisarnien-
pensamiento habría dado lugar, de manera natural, a P cerebro.
to religioso. La religión es un producto natural de nu já m e n te
Entre esos mecanismos estaría, y de manera esp ^ agen-
destacada, un sistema para detectar agentes, un «detec j jm_
tes». Curiosamente este mismo mecanismo jugaríaun (^omo
portante en el lenguaje, más concretamente en lasin este as-
vimos en su momento una de las principales misiones aqU-
pecto del lenguaje es averiguar quién hizo que a quien- estamos
estamos hablando de religión, no de lenguaje, por o qu jengljajej
hablando de un mecanismo que no sólo no es exclusno c ^ pensar.
como ya sabemos, sino que es inherente a nuestra orina ^ agen-
Es cierto que, frecuentemente, cuando no encontraino i encja
te nos lo inventamos. Hay en nuestro pensamiento una
innata muy fuerte a buscar agentes. . ue COn-
Otro destacado mecanismo cerebral, de pensamien o, c *a ^
fluiría para dar lugar al pensamiento religioso sena a e pUe-
una teoría de la mente, gracias a la cual sabemos que los oti 1
den no sólo pensar de manera individual y ser agentes, sino además
tener intenciones. Y junto a este mecanismo estaría todo un siste
ma de regulación de nuestro comportamiento en sociedades tan
complejas como las humanas, un mecanismo para crear intercam
bios, obligaciones y correspondencias que permitan la socialización.
En nuestras relaciones con las entidades religiosas o espiritua
les se dan curiosamente todos estos y otros mecanismos cognitivos
que no son otra cosa que los mismos mecanismos que se utilizan
en nuestro comportamiento más cotidiano. No hay nada en es
tos comportamientos que sea específico del pensamiento religio
so. Las entidades espirituales, o los mismos dioses, son agentes, con
intención y con mente propia. Como nosotros. Estas entidades
además pueden hacer o no determinadas cosas, dependiendo la
mayoría de las veces de cómo nos comportemos con ellas. Un com
plejo sistema de correspondencias, premios, castigos, deberes, de
rechos y obligaciones marcan nuestras relaciones con los dioses
o entidades espirituales. Entre estas entidades podemos también
tener amigos o enemigos, o llevamos mejor con unos que con otros.
Cuando pedimos algo muy difícil a estas entidades tampoco les
pedimos imposibles; incluso a un dios omnipotente preferimos pe
dirle cosas relativamente sencillas, como que cambie la opinión de
la gente o se produzcan determinados acontecimientos razona
blemente posibles, antes que pedirles un verdadero milagro difí
cil de conseguir si no se alteran las leyes de la física o de la biología
(como, pongamos por caso, mover una montaña, algo que sin em
bargo no supondría ningún esfuerzo para un ser verdaderamente
omnipotente).
Nos enfrentamos a las entidades espirituales o divinas de la
misma forma que lo hacemos con nuestro jefe en nuestro trabajo,
o con el jefe de la tribu. En realidad igual que nos enfrentamos a
cualquier otro miembro de nuestra especie con quien tengamos que
interactuar durante parte de nuestro tiempo. En muchas religio
nes las relaciones con su dios o sus dioses son muy parecidas a las
que se tienen con un padre. Con un padre cariñoso unas veces, pe
ro enérgico y autoritario otras, con un padre a quien hay que ren
dir cuentas, pero que protege. Un padre que es muchas veces un
señor mayor, con barba, y que viste y calza. En muchas ocasiones
las entidades espirituales o los mismos dioses comen y beben, y tam
bién sufren o disfrutan, se alegran o se enfadan. ¡Los dioses son co
mo las personas!
Emile Durkheim, a quien ya he citado antes, resume ma
gistralmente en el siguiente párrafo extraído de su libro Les fo r
m es élém en ta ires de la v ie religieu se (Las fo rm a s ele?nentales de la
vida religiosa, publicado en París en 1912) cómo la idea de un dios,
y de unos seres espirituales, surgió a partir de nuestra forma de
pensar:
U n m e m e c o n m u c h o é x it o
N otas
E r n s t M ayr
M ig u e l de C e rv a n te s
El c o m p o r ta m ie n to e s p e c ífic a m e n te h u m a n o
¿Q u é es u n se r h u m a n o ?
Ír %mHomo
rhodeslensis
Homo
sapiens
%
Homo antecesor
Homo Homo
heidelber■ neander-
gensis thalensis
Homo
Homo ergasler / Homo erectus floresiensis?
, Homo rudoHensis
Homohabilis
I I I
Al C é sar lo q u e es d e l C é sar
Cada vez que veo los anuncios en los que se dice que nueve de cada
diez dentistas recomiendan chicles sin azúcar me pregunto quién es
ese dentista, de cada diez, que no los recomienda. Si el azúcar es cau
sa importante de la caries, ¿por qué hay un dentista de cada diez que
dice que tomemos chicles con azúcar? ¿O es que no es cierta la rela
ción entre el consumo de chicles con azúcar y la aparición de caries?
Este es sólo un ejemplo con el que quiero ilustrar que en cien
cia vamos a tener siempre dos cosas: datos e interpretaciones. Los
datos son los datos, y a partir de ahí vendrán las interpretaciones,
en las cuales ya podemos estar de acuerdo o no. Podemos estar de
acuerdo la mayoría (por ejemplo, nueve de cada diez) o no; pero no
necesariamente todos. En las interpretaciones es donde vamos a ver
las discrepancias. Por eso encontraremos, tanto en la prensa co
mo en las propias publicaciones científicas, frases como «los cien
tíficos opinan» o «algunos científicos creen». Son opiniones, creen
cias, y no necesariamente unánimes.
Que el ser humano actual es el resultado de cientos de miles
de años de evolución es un dato difícil de rechazar (aunque no im
posible: ahí tenemos a algunos creacionistas). A partir de ahí si a
todos los miembros del género Ho?no los podemos llamar seres hu
manos, si entre éstos estaban o no los habilis, o incluso si a los chim
pancés los podemos denominar de esta manera, todo serán inter
pretaciones de los datos. Algunas más convincentes, otras no. No
deja de ser chocante que mientras unos científicos quieran sacar a
Homo habilis y a Homo rudolfm sis del género Homo, haya otros que
quieran meter a los chimpancés en este género. ¿Qué hacemos con
los Ardipitheciis, Paranthropus, A ustralopitecus y otros géneros que
están en medio? Los datos son los mismos. Las interpretaciones no.
Mi opinión es que lo que nos hace humanos es el producto de
una evolución gradual (aunque esto haya sido a base de pequeños
pasos discretos) a lo largo de cientos de miles de años, de millo
nes de años, y que esa evolución ha sido tan gradual y de manera
tan sutil que nos ponemos en un aprieto cuando queremos deci
dir dónde empieza lo humano y dónde no. (¿Se acuerdan del ejem
plo de la jarra y la taza?). Creo también que al menos Homo ergas
ter está ya lejos de la frontera de lo dudoso.
N otas
J u a n E slava G a lá n
Los g e n e s y l a e v o lu c ió n h u m an a
T a n t o ... ¡ y de tan po co !
Cromosoma Célula
Núcleo
Telómero
Centrómero
ARN
Codón
Telómero
,Co Aminoácido
r
Proteína
Transcripción
de ARN
Así pues un gen sólo se expresará —y, por tanto, sólo se sin
tetizará la proteína correspondiente— cuando lo determine la por
ción reguladora. Que, según esta porción reguladora, se pueda o
no expresar un gen va a depender de determinados factores. Uno
de estos factores es la presencia de determinadas proteínas que se
han sintetizado, a su vez, por la expresión de otros genes. Son las
llamadas proteínas reguladoras (o factores de transcripción) y a los
genes que las codifican se les suele llamar genes reguladores. Has
ta que no se han expresado esos genes reguladores no se podrán ex
presar otros genes.
De esta manera se forman extensas relaciones jerárquicas en
tre los genes, en las cuales la expresión de unos genes es la pre-
condición necesaria para que se expresen otros, muchos de los cua
les, a su vez, serán la precondición necesaria para que se expresen
otros, y así sucesivamente. Un solo gen puede afectar, de esta ma
nera, a otros miles y miles de genes.
Una de las claves que determinan que un organismo sea un chim
pancé y no un ser humano es esa particular combinación de rela
ciones jerárquicas entre los genes, que es única en cada especie. Es
más, cuando se habla de que las diferencias entre el genoma del chim
pancé y el del humano moderno son sólo del orden del 1,2 por cien
to no se suele tener en cuenta que esto se refiere al genoma en ge
neral. Cuando nos centramos sólo en las porciones reguladoras de
los genes y en los genes que expresan proteínas reguladoras, las di
ferencias entre el chimpancé y el humano actual podrían llegar has
ta el 15 por ciento. Dicho con otras palabras: mientras que la inmensa
mayoría de las proteínas a expresar en un chimpancé y un humano
son básicamente las mismas, la diferencia fundamental está en la
información que determina cuándo exactamente se debe expresar ca
da una de esas proteínas. Si a esto añadimos que de los 25.000 genes
de nuestro genoma se considera que en torno a un 80 por ciento jue
gan algún papel en el desarrollo, la plasticidad (cambios en la anato
mía y fisiología) y el mantenimiento del sistema nervioso central, del
cerebro, entonces podremos empezar a entender muchas cosas.
Para que se pueda expresar un gen, pues, se tienen que dar las cir
cunstancias adecuadas. Si no se dan esas circunstancias, entonces el
gen no se expresa y por lo tanto tampoco se expresarán los muchos
otros genes —quizá miles— que puedan depender de él. Inser
tando una simple proteína reguladora entre los dos ojos de una ra
na se ha conseguido que se forme un ojo adicional completo, in
cluidas sus conexiones con el cerebro, en un lugar donde no debería
haber ojo alguno. Las células de esa parte de la cabeza —como,
en realidad, las de cualquier otra parte del cuerpo— contenían
toda la información genética necesaria para construir algo tan com
plejo como un ojo. Sólo necesitaban una orden que, normalmen
te, nunca se da en ese sitio.
Ésta es una de las claves del desarrollo de nuestro organismo
(nuestro cerebro incluido). El que una célula inmadura, aún sin
definir, acabe siendo una neurona, y además de un tipo específico
—piramidal, estrellada, etcétera— va a depender enteramente de
las células circundantes, del lugar donde haya migrado. En ese
lugar dependerá de la presencia o no de determinadas proteínas
reguladoras el que en esa célula aún sin definir se expresen deter
minados genes y, por tanto, se convierta en un tipo de célula muy
específico y no en otro. Si una célula inmadura es sacada de un
lugar y puesta en otro, acabará siendo del mismo tipo que las neu
ronas ubicadas en el sitio de destino (por ejemplo, piramidales),
a pesar de que en el lugar de donde la extrajimos hubiera llegado a
ser una célula de otro tipo (por ejemplo, estrellada). Lo que hace
que una célula sea diferente de otra no depende de los genes que
contiene (todas contienen los mismos) sino sólo de aquellos genes
que en ella se han expresado. Y esto depende, de manera esencial,
de las proteínas reguladoras.
Además de la diferenciación celular (que una célula inmadura
acabe siendo una neurona o no, y de determinado tipo) en el desa
rrollo embrionario del cerebro se van a dar otros fenómenos muy
importantes. Las células formadas se tienen que conectar a otras
células, y de una manera precisa, incluso aunque el objetivo esté a
gran distancia y en el camino haya otras células con las que no in
teresa contactar. El producto final será un gran número de cone
xiones entre neuronas, aunque esto dependerá en gran medida no
sólo del número de neuronas que se hayan formado, sino también
del número de ellas que hayan ido quedando vivas. Hay un im
portante proceso de muerte neuronal que afecta principalmente a
aquellas células que no se hayan utilizado.
Todos y cada uno de estos procesos —número de neuronas,
diferenciación de las mismas, conexiones entre neuronas y muerte
celular— están guiados genéticamente, y dependen en gran me
dida de los factores de transcripción, de las proteínas reguladoras.
De esta manera, el que un cerebro tenga un billón de neuronas con
sus correspondientes interconexiones en vez de mil va a depender
de las proteínas reguladoras. Unos pocos genes pueden ser sufi
cientes para construir una neurona, y el que esos genes se activen
una, mil o un billón de veces puede depender de un solo gen. Es
por eso que con 25.000 genes (y muchos menos) podemos tener ce
rebros de cientos de miles de millones de neuronas (y muchas más).
Como ya hemos visto, y aún tendremos ocasión de constatar más
adelante, esos genes reguladores, esos genes que expresan proteí
nas reguladoras, son una de las grandes diferencias entre el chim
pancé y el humano actual, como sin duda lo fue entre el neander
tal y Ho?7io sapiens, o entre Homo erga ster y nosotros. Los genes
reguladores son una gran respuesta a la gran pregunta sobre lo que
nos hace humanos.
Si no podemos saber cuáles ni cuántas neuronas tuvo el cerebro
de Ho?no ergaster.; ni el de Homo neanderthale?isis, sí al menos pode
mos saber cuáles y cuántas tiene el cerebro del chimpancé y com
pararlas con las de Homo sapiens. Y aquí los datos son muy claros:
los tipos de neuronas del cerebro de un chimpancé y del nuestro
son exactamente los mismos. Como veremos con más detalle en
otro capítulo no hay neuronas exclusivamente humanas. Por tanto
las mismas neuronas que tiene un miembro de nuestra especie las
tiene un chimpancé, y las tuvieron también Ho?no habilis, Homo
ergaster, Homo antecessor u Homo rhodesiensis. Lo que cambian son
los números. El número es una de las claves para entender lo que
nos hace humanos. Y el número es una función directa de las pro
teínas reguladoras.
Por tanto el número de neuronas de nuestra especie es muy
superior al del chimpancé, lo que se relaciona evidentemente con
un mayor tamaño del cerebro. Y con el número de neuronas te
nemos que multiplicar también —aunque no exactamente de ma
nera proporcional— el número de conexiones entre neuronas, y
aquí tenemos otra gran diferencia entre el cerebro del chimpancé
y el nuestro.
Pero para obtener el cerebro de un ser humano no basta con
aumentar de manera general el número de neuronas del cerebro de
un chimpancé y conectarlas todas entre sí. Estos procesos se tienen
que producir de manera diferencial, dependiendo, entre otras co
sas, del tipo de neuronas y de la zona del cerebro. De hecho de
terminados genes reguladores se expresan más en unas zonas del
cerebro que en otras, produciendo importantes diferencias en la es
tructura interna del cerebro. Muchos de los genes reguladores que
presentan características únicas en el ser humano se expresan más
en unas zonas del cerebro que en otras.
Este tercer factor, según el cual unas zonas del cerebro son di
ferentes de otras, es tan importante que la naturaleza ha previsto
mecanismos para que este principio se respete lo máximo posible.
Como veremos enseguida la expresión de los genes se puede ver
también influida no sólo por los genes reguladores, sino por di
versos factores ambientales a lo largo de la vida de un individuo.
Pues bien, Paul Thompson, de la Universidad de California en Los
Angeles, y su equipo vienen demostrando en los últimos años que
hay determinadas zonas del cerebro humano en las que los facto
res ambientales tienen mucho menos efecto que en otras, de ma
nera que la cantidad de sustancia gris (una medida del número de
neuronas) es en esas zonas dependiente principalmente de la he
rencia genética de un individuo más que de los diversos factores
ambientales que hayan podido afectarle. Curiosamente esas zonas
son algunas de las que tradicionalmente se han considerado como
aquellas que nos hacen más humanos: las áreas del lenguaje (áreas
de Broca y de Wernicke) y el lóbulo frontal.
Así pues la principal diferencia entre el cerebro de un chim
pancé y el de un humano está en que en este último hay un mayor
número de neuronas y conexiones neuronales, y esto de manera di
ferencial según el tipo de neuronas y las diversas zonas del cerebro.
Como decíamos antes todo esto está guiado genéticamente. Pero
guiado no quiere decir determinado. En realidad la construcción
de un cerebro permite un amplio rango de plasticidad y flexibi
lidad (los trabajos de Thompson que acabamos de mencionar só
lo dicen que esta flexibilidad es menor en algunas partes del cere
bro). La construcción del cerebro de un vertebrado, y especialmente
la de un mamífero (y el nuestro es un excelente ejemplo de ello), es
un proceso relativamente flexible gracias a que las pautas genera
les que están escritas en nuestro genoma se pueden ver afectadas
por numerosos factores que pueden alterar, incluso muy sensible
mente, ese patrón general. El cerebro es un sistema vivo que está
en continuo cambio.
A excepción de la proliferación (número de células) y dife
renciación neuronal, que salvo muy raramente sólo van a ocurrir
durante las primeras etapas del desarrollo, las conexiones neuro
nales y la muerte neuronal van a estar ocurriendo continuamente
a lo largo de toda la vida de un individuo. Los genes que expresan
las proteínas reguladoras de esos dos procesos se pueden —y de he
cho se suelen— activar como consecuencia de algo tan importan
te para el ser humano como las experiencias personales de cada in
dividuo. Cuando memorizamos o aprendemos algo nuestro cerebro
cambia. Cambian las conexiones neuronales (en cantidad y calidad)
de éstas lo que a su vez repercute también en el número
n euronas que se mantienen vivas. Incluso dentro de las neuro
nas se producirán tam bién cambios que afectan a la calidad de las co
n exion es interneuronales, mejorándolas o empeorándolas, según
convenga5. La experiencia, pues, va a hacer que se expresen genes
que regulan la expresión de otros genes que modificarán las cone
xiones interneuronales.
La experiencia hace por tanto que se modifiquen las extensas
redes neuronales que soportan nuestro comportamiento. A sí se
construye nuestro cerebro, y así se va modificando a lo largo de to
da nuestra vida, dando lugar a un cerebro siempre individual, siem
pre singular, fruto de la interacción entre el genoma p articu lar de
un individuo (cada ser humano contiene sus pequeñas diferen cias
ninguna esencial para dejar de ser humano) y el ambiente q u e le
rodea. Su cerebro, querido lector, está cambiando en estos in s ta n
tes, y no será el mismo cuando haya acabado de leer este lib ro (p a
ra bien o para mal).
El gen q ue n os h ace h um an os
Marcus, que de alguna manera piensa que lo que nos hace hu
manos es el lenguaje, describe la situación considerando el ejem
plo de este rasgo, pero, como él mismo afirma, el planteamiento es
válido para cualquier otro.
Con estas ideas en la mente, pues, adentrémonos ahora en al
gunas partes de ese 1,5 por ciento —o 1,2, o incluso 0,8, según el
autor y el criterio que sigamos— en que nuestro genoma difiere del
genoma del chimpancé.
U n a e s p e c ie e n c o n t in u a e v o l u c ió n
Somos se r e s a c e l e r a d o s
Otra de las últimas propuestas tiene que ver con las duplicaciones
de material genético. Parece que este fenómeno ha sido y es de ca
pital importancia para la evolución. La duplicación consiste, como
su nombre indica, en la repetición de determinadas secuencias de
ADN, principalmente de secuencias correspondientes a genes en
teros, que aparecen repetidas en el genoma.
La duplicación tiene varias ventajas. Una de ellas es la de te
ner oportunidades extra de que se sinteticen determinadas proteí
nas. Pero otra de sus ventajas resulta ser del mayor interés para la
evolución: mientras que una de las copias puede utilizarse de ma
nera estable para el correcto funcionamiento de una determinada
función, el resto de copias pueden sufrir mutaciones sin que la fun
ción original se vea mermada, pudiendo incluso dar lugar a una nue
va función. Las duplicaciones, dicen, son una importante fuente de
novedad evolutiva6.
El equipo de J. M. Sikela, de la Universidad de Colorado en
Denver, ha encontrado que un gen denominado MGC8902, cuya
misión es sintetizar una proteína de función desconocida, la
DUF1220, presenta en nuestra especie las mayores tasas de du
plicación cuando se compara con las de otros primates como el
chimpancé o el macaco. De hecho mientras que en el macaco se
pueden encontrar 4 copias de este gen y 10 en el chimpancé, en
nuestro genoma la cifra sube hasta 49. Evidentemente parece que
aquí ha habido una presión selectiva que ha hecho que aumente de
manera extraordinaria el número de copias de este gen.
Como la función de esta proteína nos es desconocida sólo po
demos especular. Los autores reconocen estar haciendo esto cuan
do dicen que este gen debe de estar relacionado con las funciones
cognitivas, ya que se expresa abundantemente en neuronas de la cor
teza cerebral (lóbulos frontal, parietal, occipital y temporal), así co
mo del hipocampo, y además se expresa en unas zonas específicas
de estas neuronas: los cuerpos celulares y las dendritas. Pero a mí
me preocupan de esta propuesta dos cosas, y las dos están rela
cionadas. Una es que este gen se expresa también, y de manera
tan importante como en el cerebro, en otras zonas del cuerpo que
—mucho me temo— no nos hacen humanos, como el corazón, los
músculos esqueléticos o los intestinos. La otra es que en el cerebro
la expresión es demasiado inespecífica (los lóbulos frontal, parietal,
occipital y temporal son todos los que hay en el cerebro), no hay
una preferencia por determinadas zonas de la corteza, y esto qui
zá me preocupe aún más. Pero la selección positiva es evidente y el
dato es el dato.
Un ejemplo concreto de cómo la duplicación es un motor im
portante para la evolución lo tenemos en el trabajo de A. Varki y su
equipo, de la Universidad de California en San Diego, quienes han
encontrado que una porción del gen SIGLEC-11 difiere notable
mente entre el chimpancé y el humano. La parte cambiada en el
humano pudo venir de un gen llamado SIGLEC-16, que apare
ció en principio como una duplicación de SIGLEC-11 hace unos
15 millones de años. Esta duplicación parece haber perdido su fun
ción tanto en el chimpancé como en el humano, ya que aparece dis
funcional (es una zona no-codificante), pero en algún momento de
la evolución parte de este SIGLEC-16 debió de sustituir a parte
de SIGLEC-11, creando un gen que especifica una proteína total
mente nueva, una proteína única del ser humano. Este gen nuevo
tiene preferencia por expresarse en la microglía, esas células que
acompañan a nuestras neuronas en el cerebro y que tantas y tan im
portantes funciones tienen para su mantenimiento y función. En
tre otras son importantes para el crecimiento y la proliferación de
las neuronas durante la fase embrionaria, además de tener un im
portante papel en el metabolismo neuronal a lo largo de toda la vi
da. El propio Varki reconoce, no obstante, que el significado de su
descubrimiento para la evolución humana todavía es incierto.
U n g e n ú n i c o e n s u e s p e c ie
La h i s t o r i a in te rm in a b le
La lista no acaba aquí. Hemos visto sólo algunos de los genes que
han surgido en los últimos años como candidatos a ser la clave de
la evolución de nuestro cerebro, la respuesta genética a lo que nos
hace humanos. Son quizá los más importantes, pero no los úni
cos. La conclusión será en cualquier caso siempre la misma, alar
guemos la lista o no: el ser humano es sin duda el producto de to
da esta amalgama o constelación de genes y secuencias de ADN
que han sufrido una mayor tasa de mutación en nuestro linaje y que
tienen que ver, en gran parte, con un mayor desarrollo del cerebro
y una mejora de su función, haciéndolo más grande y más complejo.
Además, las modificaciones del genoma han sido tantas y en tantas
secuencias que no pudieron aparecer todas de una vez. Por tanto
la mente moderna es el resultado de un proceso gradual de evo
lución, habiendo habido dentro del género Homo muchos seres
humanos con un mayor o menor grado de proximidad a nuestra
mente actual.
Pero a veces hay datos que se salen de la tónica general y me
recen un comentario. Uno de éstos se lo debemos a Timothy Crow,
de la Universidad de Oxford. Como vimos en el capítulo IV Crow ha
propuesto una atractiva teoría según la cual toda una porción
del cromosoma sexual X (Xq21.3) se trasladó hace unos 3 o 4 mi
llones de años al otro cromosoma sexual, el Y, dando lugar a la re
gión Ypl 1.2, produciendo un cambio importante en la evolución hu
mana. A continuación, aunque no se sabe cuándo, esa porción
debió de dividirse e invertirse parcialmente, dando lugar a cam
bios en los segmentos de los dos cromosomas, X e Y, cambios que
dieron lugar a nuestra especie. Curiosamente los segmentos de
los cromosomas afectados parecen tener relación con la expresión
de determinadas proteínas que ya han sido mencionadas antes
aquí, las cadherinas (en concreto las protocadherinas), que jue
gan un importante papel en el desarrollo del cerebro. Esta po
dría parecer una propuesta más si no fuera porque incluye una
idea original: un error en esas secuencias provoca la esquizofre
nia. La esquizofrenia sería por tanto una enfermedad exclusiva
mente humana, y sería el precio que hemos tenido que pagar por
ser humanos.
Si nuestra gran inteligencia es una posible respuesta a lo que
nos hace humanos, podríamos empezar a buscar datos sobre la he-
redabilidad de la inteligencia antes de empezar a buscar genes o
secuencias de ADN que nos distingan del chimpancé en ese rasgo.
Es otra forma de aproximarse al problema. R. Plomin y F. M. Spi-
nath, del King’s College de Londres, proponen que el factor g de
la inteligencia, ese factor general según el cual el que es muy inte
ligente lo es a la vez en muchas cosas, pero cuya existencia ha sido
discutida durante décadas, tiene un fuerte componente heredita
rio. Revisando datos de la anatomía y fisiología de nuestro cerebro
que puedan estar asociados a ese factor g, encuentran que uno de
los más relevantes, si no el que más, puede ser la velocidad de trans
misión nerviosa. Un ser humano es más inteligente si tarda menos
tiempo en transmitir la información entre sus diversas neuronas,
consecuencia probablemente de una mayor rapidez en la transmi
sión del impulso nervioso a lo largo del axón de las neuronas. Esta
es una novedad, ya que no se trata sólo de tener un mayor núme
ro de neuronas y conexiones entre las mismas (y en determinadas
zonas del cerebro) sino de que su comunicación sea más rápida.
Probablemente ésta sea también parte de esa complicada constela
ción de fenómenos que nos hacen humanos. Ya tenemos, pues, un
nuevo lugar al que mirar cuando estudiemos los genes que nos ha
cen humanos, aunque hay que tener presente una mínima caute
la, que los propios Plomin y Spinath apuntan: la heredabilidad
del factor g puede explicar la variabilidad entre humanos, no en
tre humanos y otras especies, de manera que no explicaría qué es
lo que nos hace humanos, sino qué es lo que hace que unos hu
manos sean diferentes de otros.
El A D N d e n u e s t r o s p a r ie n t e s m á s c e r c a n o s
N otas
K ar l S. L ash le y
L as c o n s e c u e n c ia s d e m o d if ic a r e l g e n o m a
El ó r g a n o q u e s e g r e g a p e n sa m ie n t o s
El t a m a ñ o im p o rta
H om bres y cerebros
La f o r m a ta m b ié n im p o rta
D if e r e n c ia s a d ie s t r a y s in ie s t r a
La n u e v a f r e n o l o g ía
N otas
1 El cerebelo está unido al tronco cerebral, una parte del cerebro que se halla
debajo de los hemisferios cerebrales y que los une con la médula espinal.
2 Para calcular el peso esperado del cerebro para un peso del cuerpo específico se
aplicaba un factor de corrección, un exponente de 0,67 al peso del cuerpo. R e
cientemente el propio Jerison ha asumido que el valor más apropiado es de 0,75.
3 El otro candidato a ser el predecesor de nuestro género es Australopitbecusgarhi.
C a p ít u l o X
Constelaciones cerebrales
El cerebro por dentro
S a n t ia g o R a m ó n y C ajal
L as p ie z a s d e l a m á q u in a
La c á s c a r a d e l h u e v o f il o s o f a l
Canal lomeo
Receptor
de transmisores
T1TTTTT TTTTTTTÍ
Segundo
mensajero ' ^
Hacia el núcleo u otros
lugares de la célula
trar nuestra atención ahora. Son las capas III, IV y V En la capa IV
se encuentran principalmente células que tienen forma de estre
lla, de ahí que se conozcan como células estrelladas. Estas células
estrelladas son el principal lugar al que llega toda la información
que viene de fuera de la corteza, especialmente la que viene de
nuestros sentidos, es decir, de nuestro mundo exterior e interior1.
A partir de esa capa IV la información se va a enviar a otras capas
de la corteza, principalmente a las capas III y V. Es decir, las que
están justo encima y justo debajo. Y es que la corteza cerebral fun
ciona por «módulos» que se conocen como columnas corticales,
que son unidades de funcionamiento independiente. Dicho de una
manera sencilla: las neuronas de una misma columna están in-
terconectadas entre sí, de manera que las neuronas de la capa IV
envían información a las neuronas de otras capas pero principal
mente dentro de una misma columna. Se suele decir que una co
lumna tiene un ancho de aproximadamente 0,5 mm (o menos),
siendo su largo lo que abarcan todas las capas de la corteza, es
decir, entre 2 y 5 mm.
En las capas III y V suelen abundar las células piramidales,
quizá las más importantes de la corteza cerebral y cuyo nombre se
debe a la forma triangular de sus cuerpos. En la capa III las célu
las piramidales se encargan de enviar la información recibida a
otras zonas de la corteza, a las neuronas estrelladas y piramidales
de otras columnas en otras partes de la corteza. En la capa V a
las células piramidales se les añade el nombre de «gigantes», por
ser de gran tamaño, y se van a encargar de enviar información prin
cipalmente a otras partes del cerebro o del sistema nervioso dis
tintas de la corteza.
Las capas II y VI también tienen neuronas, estrelladas princi
palmente la II e interneuronas la VI, aunque de los dos tipos nos
podemos encontrar en ambas capas. La capa I es la que invariable
mente no contiene ningún tipo de neurona: está compuesta ex
clusivamente de los axones que sirven para unir unas zonas de la
corteza con otras (unas columnas con otras). Además de las células
piramidales y de las estrelladas, en la corteza cerebral existen otros
tipos de neuronas, las llamadas interneuronas, que generalmente
sirven para controlar el funcionamiento de las anteriores.
Lo importante a reseñar aquí es que en la corteza hay varios
tipos de neuronas, en varias capas, y cada tipo en su lugar y con mi
siones muy concretas. Pues bien, en ese cuadrado de 45 cm de la
do que es la corteza si la estirásemos no existe a lo largo y ancho
de ella el mismo número de neuronas de cada tipo y en cada capa.
Existen unas variaciones, muy notables al microscopio, según las
cuales en unas partes de la corteza abundan más las neuronas de
unos tipos en detrimento de otros. Por ejemplo, en las zonas de la
corteza que se encargan de controlar los movimientos, las zonas
motoras (justo delante de la cisura central, como veíamos en el
capítulo anterior) abundan las neuronas piramidales gigantes de
la capa V. Son las que envían información a las neuronas que mue
ven los músculos, que se encuentran en la médula espinal. En zo
nas perceptivas de la corteza (zona visual o auditiva, por ejemplo)
abundan las neuronas de la capa IV, en detrimento de otros tipos
de neuronas.
Esta diferente «densidad» —número de neuronas por unidad de
espacio— a lo largo de la corteza es lo que llevó a Korbinian Brod-
mann a publicar a principios del siglo XX su conocido «mapa citoar-
quitectónico» de la corteza, más popularmente conocido como las
«áreas de Brodmann» o el «mapa de Brodmann». Su trabajo con
sistió en mirar al microscopio cada centímetro cuadrado de la corte
za e ir registrando cuándo se producía un cambio en la densidad de
las neuronas —bien por aumento, bien por disminución— en algu
na o algunas de sus capas. Y así surgió ese mapa, que en el cerebro
humano se compone de 52 áreas diferentes en total. El mapa de
Brodmann no es el único que se ha realizado, y además ha recibido
algunas críticas. De hecho raramente coinciden los hallazgos obteni
dos con las modernas técnicas de neuroimagen en cerebros vivos con
los límites para las distintas áreas establecidos por Brodmann, pero
sigue siendo el mapa mayoritariamente utilizado como referencia.
Áreas de Brodmann.
La corteza cerebral recubre prácticamente la totalidad de los
hemisferios, esas dos grandes mitades en las que se divide nuestro
cerebro. Y los recubre de tal manera que incluso dentro de la gran
hendidura que hay entre los dos hemisferios encontramos también
corteza cerebral. Algunas de las partes de la corteza que más nos
hacen humanos parecen estar de hecho en esa parte interior de la
hendidura interhemisférica (por ejemplo, el cíngulo anterior,
área 24). Y también serán de mucha importancia partes de la cor
teza que se encuentran en la base de los hemisferios, en zonas que
sólo podemos ver si miramos el cerebro desde abajo.
P ero n o t o d o es co r t e z a
Cabeza del
caudado
Globo pálido
Cuerpos mamilares
Tálamo
Corteza cingulada
Septum Hipocampo
La co rte za cerebral h um an a
La i m p o r t a n c i a d e e s t a r b ie n r e l a c i o n a d o
L as co lum n as de H ércules
U n as n e u r o n as m u y h u m an as
No existen neuronas únicas del ser humano, pero existen unas neu
ronas que casi cumplen esta condición. Estas neuronas sólo están
presentes en los grandes simios y en el hombre actual, y muy recien
temente se ha descubierto que también aparecen en algunas clases
de ballenas. Con toda seguridad estuvieron también en los cere
bros de todos los miembros del género Homo ahora extinguidos.
Hace unos años el equipo de Patrick R. Hof, de la escuela
de medicina Monte Sinaí, en Nueva York, resaltó la importancia de
las llamadas neuronas en huso3, caracterizadas —como su nombre in
dica— por poseer un cuerpo celular muy alargado que se va es
trechando en los extremos. Como los mismos autores reconocen,
sin embargo, dichas células ya habían sido descritas muchos años
antes, pero habían quedado relegadas al olvido y nadie parecía dar
se cuenta del gran tesoro que escondían. Hof y su equipo corro
boraron la existencia de dichas neuronas en los cerebros de unas
especies que tuvieron un antepasado común hace unos 15 millones
de años: los humanos, los chimpancés, los gorilas y los oranguta
nes. Hasta el reciente descubrimiento, por parte de este mismo
equipo de investigadores, de que las ballenas también presentan
neuronas en huso, se podía decir que ninguna otra especie en el pla
neta las poseía.
Las neuronas en huso son una forma derivada de las células
piramidales de la capa V de la corteza. Pero se encuentran princi
palmente en un sitio muy concreto de la corteza: el cíngulo anterior
(área 24 del mapa de Brodmann), esa parte del sistema límbico, el
sistema de las emociones, que sirve de nexo entre nuestros senti
mientos y nuestros pensamientos y que tantas veces ha aparecido a
lo largo de este libro. Además, curiosamente, el volumen del cuer
po celular de las neuronas en huso, su tamaño, aumenta de mane
ra lineal con el volumen del cerebro, algo que no se observa para
otras neuronas como las piramidales. También se han encontrado
células en huso, aunque en menor medida, en la parte anterior de
la ínsula, un recoveco de la corteza cerebral próximo al cíngulo y
que está oculto en una vista exterior del cerebro.
El cíngulo anterior es una parte de nuestro cerebro filogenéti-
camente muy antigua, de manera que participa en la regulación de
procesos fisiológicos tales como la presión arterial, la tasa cardíaca
o la digestión. Pero en los seres humanos, al menos, el cíngulo an
terior participa también muy activamente en la regulación de pro
cesos cognitivos complejos. Se sabe de su participación en la atención
voluntaria, así como en la valoración del grado de placer o desagra
do que se puede esperar de una acción determinada. De hecho los
individuos con una lesión en el cíngulo anterior son sujetos mudos
y quietos, no porque no puedan hablar ni moverse, sino porque no
quieren; no tienen voluntad para ello. Pero el cíngulo anterior par
ticipa también en muchas otras facetas de nuestro comportamien
to. Por ejemplo, en el reconocimiento de expresiones faciales, en las
emociones intensas, en la resolución de problemas difíciles, en la
detección de errores, en las relaciones sociales, en el autocontrol,
e incluso en la autoconciencia. También se ha visto que el cíngulo
anterior es un centro de gran relevancia para las vocalizaciones —lla
madas, gritos, etcétera— de los chimpancés4.
Las funciones del cíngulo anterior se pueden resumir diciendo
que esta parte de nuestro cerebro está continuamente controlando y
valorando las relaciones del individuo con el medio, particularmente
aquellas que puedan afectar a su supervivencia y reproducción.
Y lo hace explorando posibles reacciones emocionales en relación
con nuestro comportamiento, sopesando los costes y ganancias emo
cionales de cada uno de nuestros actos. Es difícil separar senti
mientos emocionales de pensamientos racionales. Esto lo sabe muy
bien cualquier supermercado que se precie: un precio de 9,99 eu
ros es tremendamente más competitivo (y atractivo) que uno de 10,
a pesar de que la diferencia racional entre ambos precios sea prác
ticamente nula.
Si a esto añadimos que el homínido —considerando como ta
les a orangutanes, gorilas, chimpancés y humanos— que más neu
ronas en huso tiene es el ser humano, que esas neuronas sólo están
en muy contadas especies (los grandes simios, el hombre y las ba
llenas, especies todas ellas con elevadas capacidades intelectuales y
complicadas relaciones sociales) y que se encuentran casi exclusi
vamente en el cíngulo anterior, podemos darnos cuenta de que
esta zona del cerebro no debe perderse de vista.
John Allman, del Instituto de Tecnología de Pasadena, en Ca
lifornia, y sus colaboradores han propuesto precisamente que esta
parte de la corteza, junto con el área 10, que tantas veces hemos
mencionado ya, pueden ser parte de la clave de lo que nos hace hu
manos. Allman y sus colaboradores enumeran una serie de funciones
en las que participa el área 10 que la hacen particularmente rele
vante y muy relacionada con las funciones del cíngulo anterior. En
tre otras destacan su participación en procesos de planificación y
toma de decisiones, en procesos de memoria, en la evaluación de
las distintas recompensas o castigos que se puedan derivar de una
acción, o en la formulación de estrategias de comportamiento. Y aún
se les escapan más funciones en las que participa esta área. Por ejem
plo, es un área fundamental para entender el sentido general de una
conversación, para no «perder el hilo» de lo que nos están dicien
do. Lo vimos cuando hablamos del lenguaje.
Aunque no se conozcan todavía cuáles son las zonas del ce
rebro con las que conectan las células en huso del cíngulo anterior,
Allman y sus colaboradores proponen que, dadas las similitudes
funcionales entre una y otra área, el principal destino de las célu
las en huso deben de ser las neuronas del área 10. El cíngulo an
terior y el área 10 constituirían, pues, un módulo de funcionamiento
conjunto según el cual el primero controla o evalúa la situación ac
tual de premios y castigos, la situación de consecuencias agradables
o desagradables de nuestro comportamiento en curso, mientras que
el área 10 compara esa situación actual evaluada por el cíngulo con
experiencias pasadas y, basándose en esa comparación, decide qué
comportamiento hay que seguir. La propuesta de Allman y sus
colaboradores resulta atractiva, aunque aún haya que demostrar
que esas conexiones entre el cíngulo anterior y el área 10 existen
y que realmente tienen preferencia.
Curiosamente en las ballenas, al igual que en nuestra especie,
estas neuronas se distribuyen principalmente en el cíngulo y en la
parte anterior de la ínsula, aunque también se han podido encon
trar en otras zonas del cerebro en las que el nuestro carece absolu
tamente de ellas. En boca de sus descubridores es un rarísimo ca
so de convergencia evolutiva. El antepasado común de cetáceos y
primates vivió hace 95 millones de años, y se puede asegurar que
no poseía este tipo de neuronas. Han debido de surgir de manera
independiente en el antepasado de los grandes simios y el hombre,
hace 15 millones de años, y en el antepasado común a las especies
de ballenas que las poseen, hace 30 millones de años.
El espejo (n e u r o n a l ) d el a l m a
L as c é l u l a s q u e n o so n n e u ro n as
N otas
1En general todas esas informaciones pasan por una estructura que se localiza
aproximadamente en el centro del cerebro, el tálamo, justo antes de llegar a la cor
teza cerebral.
2 El cerebro es lo contenido por el cráneo, que son los hemisferios cerebrales, el
tronco cerebral y el cerebelo. La médula espinal es su continuación, y está conte
nida por la columna vertebral. Estas dos estructuras, cerebro y médula espinal, se
conocen como sistema nervioso central.
3 Esta traducción del inglés spindle cells se la debo a Javier de Felipe, y es la más
adecuada para no confundirlas con las llamadas células fusiformes, otro tipo de
neuronas. Existe un nombre alternativo, el de «células Von Economo», pero su
uso es mucho menos frecuente.
4 No es que todas estas facetas de nuestro comportamiento dependan directa
mente de esta área, sino que el cíngulo anterior participa de manera importante,
junto con otras partes de nuestro cerebro, en la buena marcha de estos com
portamientos.
... después de todo
F élicité de L amennais
J u lio V erne
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
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Este libro
se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de
Gráficas Rogar, S. A. (Navalcarnero, Madrid)
el mes de enero de 2008