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La risa de Dios

MILAN KUNDERA
27 JUL 1985
Con motivo de la entrega, hace unos meses, del premio literario que lleva el nombre de la
ciudad de Jerusalén al novelista checo Milan Kundera, éste leyó un discurso en el que, bajo
el título de La risa de Dios, se realiza una reflexión sobre la creación novelística
contemporánea. A partir de unas referencias que van desde Rabelais y Cervantes hasta
Flaubert y Tolstoi, el autor de La insoportable ligereza del ser nos descubre que la novela
vino al mundo como el eco de la risa de Dios, la risa que surge de la divinidad cuando
percibe que el hombre está pensando. La novela aparece entonces como una forma de
resistencia frente a los acechantes ejércitos de gentes que no saben reír.

El hecho de que el premio más importante que otorga Israel esté destinado a la literatura
internacional no es, me parece a mí, una consecuencia del azar, sino de una larga tradición.
En efecto, son las grandes personalidades judías las que, alejadas de su tierra de origen,
educadas por encima de las pasiones nacionalistas, han mostrado siempre una sensibilidad
excepcional hacia una Europa supranacional concebida no como territorio, sino como
cultura. Si los judíos, incluso después de haber sido trágicamente decepcionados por
Europa, han permanecido, sin embargo, fieles a ese cosmopolitismo europeo, Israel, su
pequeña patria al fin reencontrada, surge ante mis ojos como el verdadero corazón de
Europa, un extraño corazón situado más allá del cuerpo.Con una gran emoción recibo hoy
el premio que lleva el nombre de Jerusalén y la marca de ese gran espíritu cosmopolita
judío. Lo recibo como novelista. Subrayo, novelista; no digo escritor. Novelista es aquel
que, según Flaubert, desea desaparecer detrás de su obra. Desaparecer detrás de su obra:
esto quiere decir renunciar al papel de personalidad pública. Ello no es fácil en la
actualidad, en la que todo lo importante, por poco que sea, debe pasar por la escena
insoportablemente iluminada de los mass media; los cuales, contrariamente a la intención
de Flaubert, hacen desaparecer la obra detrás de la imagen de su autor. En esta situación, a
la que nadie puede escapar por entero, la observación de Flaubert se me presenta casi como
una puesta en guardia: prestándose al papel de personalidad pública, el novelista pone en
peligro su obra, que corre el riesgo de ser considerada como un simple apéndice de sus
gestos, de sus declaraciones, de sus tomas de posición. Pues bien, el novelista no sólo no es
el portavoz de nadie, sino que yo llegaría a decir que ni siquiera es el portavoz de sus
propias ideas. Cuando Tolstoi escribió el primer esbozo de Ana Karenina, Ana era una
mujer antipática y estaba justificado y se merecía su fin trágico.

La sabiduría de la novela

La versión definitiva de la novela es muy diferente. Pero no creo que Tolstoi, de una
versión a otra, cambiara de ideas morales; yo diría más bien que, mientras la escribía,
escuchaba una voz distinta de la de su propia convicción moral. Escuchaba lo que a mí me
gustaría llamar la sabiduría de la novela. Todos los verdaderos novelistas están a la escucha
de esa sabiduría suprapersonal, lo que explica que las grandes novelas sean siempre un poco
más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras
deberían cambiar de oficio.

Pero ¿qué es esta sabiduría, qué es la novela? Hay un proverbio judío admirable: "El
hombre piensa, Dios ríe". Inspirado por esta sentencia, me gusta imaginar que François
Rabelais oyó un día la risa de Dios y que fue así como nació la idea de la primera gran
novela europea. Me complazco en pensar que el arte de la novela vino al mundo como el
eco de la risa de Dios.

Pero ¿por qué se ríe Dios contemplando al hombre que piensa? Porque el hombre piensa y
la verdad se le escapa. Porque cuanto más piensan los hombres, más se aleja el pensamiento
del uno del pensamiento del otro. En fin, porque el hombre nunca es lo que imagina ser. Es
en el alba de los tiempos modernos cuando se revela esta situación fundamental del hombre
salido de la Edad Media: Don Quijote piensa, Sancho piensa, y no sólo se les escapa la
verdad del mundo, sino también la verdad de su propio yo. Los primeros novelistas
europeos vieron y entendieron esta nueva situación del hombre, y sobre ella fundaron el arte
nuevo, el arte de la novela.

François Rabelais inventó muchos neologismos que luego entraron a formar parte de la
lengua francesa y de otras lenguas, pero una de esas palabras ha permanecido olvidada, y
ello es de lamentar. Es la palabra agélaste; está tomada del griego y quiere decir el que no
ríe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los agélastes. Tenía miedo de
ellos. Se quejaba de que fuesen tan atroces con respecto a él que a causa de los mismos
había estado a punto de dejar de escribir, y para siempre.
No existe paz posible entre el novelista y el agélaste. No habiendo escuchado nunca la risa
de Dios, los agélastes están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres
deben pensar lo mismo y que ellos son exactamente lo que imaginan ser. Pero es
precisamente al perder la certidumbre de la verdad y, el consentimiento unánime de los
otros cuando el hombre deviene individuo. La novela es un paraíso imaginario de los
individuos. Es el territorio donde nadie está en posesión de la verdad, ni Ana ni Karenina.
Ha sido en el arte de la novela donde, durante cuatro siglos, se confirmaba, se creaba, se
desarrollaba el individualismo europeo.

En el tercer libro de Gargantúa y Pantagruel, Panurgo, el primer gran personaje novelesco


que ha conocido Europa, está atormentado por la pregunta: ¿debe casarse o no? Consulta a
médicos, a videntes, a profesores, a poetas, a filósofos, quienes a su vez le citan a
Hipócrates, Aristóteles, Homero, Heráclito, Platón. Pero después de todas esas enormes
investigaciones eruditas, que ocupan todo el libro, Panurgo sigue ignorando si debe o no
debe casarse. Nosotros, los lectores, tampoco lo sabemos, pero en cambio hemos explorado
desde todos los puntos de vista posibles la situación, tan cómica como elemental, de aquel
que no sabe si debe casarse o no.

La erudición de Rabelais, tan grande como era, tiene, pues, un sentido distinto que la de
Descartes. La sabiduría de la novela es diferente de la de la filosofía. La novela no nace del
espíritu teórico, sino del espíritu del humor. Uno de los fracasos de Europa es el de no haber
comprendido nunca el arte más europeo: la novela; ni su espíritu, ni sus inmensos
conocimientos y descubrimientos, ni la autonomía de su historia. El arte inspirado por la
risa de Dios es, por esencia, no tributario, sino contradictor de las certezas ideológicas. A
imitación de Penélope, deshace durante la noche la tapicería que los teólogos, los filósofos,
los sabios han tejido la víspera.

El siglo XVIII

En los últimos tiempos se ha tomado la costumbre de hablar mal del siglo XVIII,habiéndose
llegado hasta el siguiente tópico: la desdicha del totalitarismo ruso es obra de Europa, de su
filosofía, especialmente del racionalismo ateo del Siglo de las Luces, de su creencia en la
omnipotencia de la razón. No me siento capacitado para polemizar con los que hacen a
Voltaire responsable del Gulag. En cambio, sí me siento capacitado para decir: el siglo
XVIII no es sólo el de Rousseau, de Voltaire, de Holbach, sino también (¡sino sobre todo!)
el de Fielding, de Sterne, de Goethe, de Laclos.
De todas las novelas de esa época, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, es mi preferida.
Una novela curiosa. Sterne la comienza con la evocación de la noche en que fue concebido
Tristram; pero apenas empieza a hablar de ello cuando en seguida le seduce otra idea, y esta
idea, mediante una libre asociación, le recuerda otra reflexión distinta, luego otra anécdota
diferente, de suerte que una digresión sigue a la otra y Tristram, el héroe del libro, se ve
olvidado durante un buen centenar de páginas. Esta forma extravagante de narrar la novela
podría aparecer como un simple juego formal. Pero en el arte la forma es siempre algo más
que una forma. Cada novela, de grado o por fuerza, propone una respuesta a la pregunta
¿qué es la existencia humana y dónde reside su poesía? Los contemporáneos de Sterne -
Fielding, por ejemplo- supieron sobre todo saborear el extraordinario encanto de la acción y
la aventura. La respuesta que se sobreentiende en la novela de Sterne es diferente: la poesía,
según él, no reside en la acción, sino en la interrupción de la acción.

Es posible que indirectamente se haya entablado aquí un gran diálogo entre la novela y la
filosofía. El racionalismo del siglo XVIII se apoya en la famosa frase de Leibniz nihil est
sine ratione. Nada de lo que es lo es sin razón. La ciencia, estimulada por esta convicción,
examina con encarnizamiento el porqué de todas las cosas, de manera que todo lo que es
parece explicable y, por consiguiente, calculable. El hombre que quiere que su vida tenga
un sentido renuncia a cada gesto que no tuviera su causa y su finalidad. Todas las biografías
están escritas así. La vida aparece como una trayectoria luminosa de causas, efectos,
fracasos y éxitos, y el hombre, fijando su mirada impaciente en el encadenamiento causal.
de sus actos, acelera todavía más su loca carrera hacia la muerte.

Frente a esta reducción del mundo a la sucesión causal, de acontecimientos, la novela de


Sterne, únicamente con su forma, afirma: la poesía no está en la acción, sino allí donde la
acción se detiene; allí donde el puente entre una causa y un efecto se ha roto y donde el
pensamiento vagabundea en una dulce libertad ociosa. La poesía de la existencia, dice la
novela de Sterne, está en la digresión. Está en lo incalculable. Está al otro lado de la
causalidad. Es una poesía sine ratione, sin razón. Está al otro lado de la frase de Leibniz.

No se puede, pues, juzgar el espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus
conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y, en particular, la novela. El siglo
XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber aprehendido el espíritu mismo
de la historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que éste es el
descubrimiento más grande de un siglo tan orgulloso de su razón científica.
Por supuesto, incluso antes de Flaubert no se dudaba de la existencia de la necedad, pero se
la entendía de manera un poco diferente: estaba considerada corno una simple carencia de
conocimientos, un defecto corregible mediante la educación. Pues bien, en las novelas de
Flaubert, la necedad es una dimensión inseparable de la existencia humana. Acompaña a la
pobre Emma a través de su vida hasta su lecho de amor y hasta su lecho de muerte, por
encima del cual dos agélastes famosos, Homais y Bournisien, van a seguir intercambiando
largamente sus inepcias como una especie de oración fúnebre. Pero lo más chocante, lo más
escandaloso en la visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no se disipa ante la
ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; por el contrario, con el progreso, ¡ella
también progresa!

Con una pasión perversa, Flaubert coleccionaba las fórmulas estereotipadas que alrededor
de él pronunciaban las gentes para parecer inteligentes y demostrar que estaban al día. Con
ellas compuso un célebre Diccionario de las ideas recibidas. Sirvámonos de este título para
decir: la necedad moderna no significa ignorancia, sino falta de reflexión sobre las ideas
recibí das. El descubrimiento de Flaubert es más importante para el porvenir del mundo que
las más inquietantes ideas de Marx o de Freud. Porque es posible imaginar el futuro sin la
lucha de clases o sin el psicoanálisis, pero no sin la irresistible ascensión de las ideas
recibidas, que, inscritas en los ordena dores, propagadas por los mass media,amenazan con
llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e individual y ahogue
así la esencia misma de la cultura europea de los tiempos modernos.

Enemigo de lo 'kitsch'

Unos 80 años después de que Flaubert imaginara su Emina Bovary, en los años treinta de
nuestro siglo, un gran novelista, el vienés Hermann Broch, escribiría: "La novela moderna
intenta heroicamente oponerse a la ola kitsch, pero acabará por verse abatida por
lo kitsch". La palabra kitsch, nacida en Alemania a mediados del siglo pasado, designa la
actitud del que quiere agradar a cualquier precio y al mayor número posible de personas.
Para agradar es necesario confirmar lo que todo el mundo quiere oír, estar al servicio de las
ideas recibidas. Lo kitsch es la traducción de la necedad de las ideas recibidas al lenguaje de
la belleza y de la emoción. Nos arranca lágrimas de enternecimiento por nosotros mismos,
por las trivialidades que pensamos y sentimos. Hoy, después de 50 años, la frase de Broch
deviene todavía más cierta. Vista la imperativa necesidad de agradar y de obtener así la
atención del mayor número posible de personas, la estética de los mass media es
inevitablemente la de lo kitsch; y a medida que los mass media cercan e infiltran nuestra
vida, lo kitsch se va convirtiendo en nuestra estética y nuestra moral cotidianas. Las
personalidades políticas son juzgadas por los votos de la popularidad; los libros, por las
listas de los best sellers. Hasta una época reciente, el modernismo significaba una rebelión
no conformista contra las ideas recibidas y lo kitsch. Hoy, la modernidad se confunde con la
inmensa vitalidad mediática, y ser moderno significa un esfuerzo desenfrenado por estar al
día, por estar conforme, por estar todavía más conforme que los demás. La modernidad se
ha vestido con la ropa de lo kitsch.

Los agélastes, la no-reflexión de las ideas recibidas, lo kitsch, son el único y el mismo
enemigo tricéfalo del arte nacido como el eco de la risa de Dios, y que ha sabido crear ese
fascinante espacio imaginario en el que nadie está en posesión de la verdad y en el que cada
uno tiene el derecho de ser comprendido. Este espacio imaginario de la tolerancia nació con
la Europa moderna, es la imagen de Europa, o al menos nuestro sueño de Europa, sueño
traicionado muchas veces, pero, no obstante, lo suficientemente fuerte como para unirnos a
todos en la fraternidad que rebasa con mucho el pequeño continente europeo. Pero sabemos
que el mundo de la tolerancia (la tolerancia, imaginaria, de la novela y la tolerancia, real, de
Europa) es frágil y perecedero. Se ven en el horizonte los ejércitos de agélastes que nos
acechan. Y precisamente en estos tiempos de guerra no declarada y perpetua, y en esta
ciudad de destino tan dramático y cruel, yo me he decidido a no hablar más que de la
novela. Posiblemente hayan comprendido ustedes que no se trata de una forma de evasión
por mi parte ante las cuestiones llamadas graves. Porque si la cultura europea me parece
hoy amenazada, si lo está desde el exterior y desde el interior en lo que tiene de más valor -
su respeto por el individuo, por su pensamiento original y su vida privada-, me parece que
esta valiosa esencia del individualismo europeo está depositada, como en una caja de plata,
en la sabiduría de la novela. Es a esa sabiduría a la que quería rendir homenaje en este
discurso de agradecimiento. Pero ha llegado el momento de detenerme. Estaba olvidando
que Dios se ríe cuando me ve pensar.

CopyrightMilan Kundera.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de julio de 1985

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