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Versión española de
Francisco Díez del Corral
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011710
Alianza Editorial
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Los primeros pasos
Las primeras imágenes cristianas aparecieron alrededor del año 200. Lo que quiere
decir que, en cifras redondas, durante un siglo y medio los cristr.mos-prescindieron de )
representaciones figurativas de carácter religioso. Hecho que casi se sentiría uno tentado
a lamentar, ya que este rechazo de imágenes --nunca proclamado expressis verbis por
los teólogos-- nos priva de todo testimonio arqueológico sobre el estado espiritual y
las controversias entre las comunidades cristianas antes del año 200, a cuyo alrededor
fechamos las más antiguas ping¡_ras de las catacumbas. En cuanto a las más antiguas
esculturas figurativas sobre sarcófagos cristianos, las datamos en el p~imer terci~ del
siglO III, aun sabiendo, por ló demás, que esta cronología es bastante incierta, puesto
que no "se apoya en documentos escritos fechados. De hecho, cieto número de índices
topográficos, estilísticos e iconográficos revela que los primeros cementerios subterrá-
neos de Roma, los de Domitila, Calixto (cripta de Lucina), Priscila, etc., son de fechas
parecidas, en general ligeramente posteriores al año 200. Los primeros frescos funera-
rios de Nápoles y N ola son más o menos contemporáneos de los de Roma. Los primeros
sarcófagos con temas cristianos, en Roma y Provenza, se remontan a las proximidades
del año 213, mientras que las p!_nturas murales de la capilla (baptisterio) descubierta
en la pequeña ciudad de guarnición romana de Doura-Europos, en el Eúfrates Medio,
frontera iraní, se sitúan hacia el año 230. Los primerosejemplos de imágenes cristianas
los tomaremos de estos monumentos. Y a he dicho antes, en el prefacio a esta primera
parte de nuestro estudio, por qué es importante considerar desde el principio toda la
primera iconografía cristiana, incluso si el orden cronológico de los monumentos no
se respeta después.
Consideremos algunos 9Jemplos de pinturas de las Ci!:tacumbas romanas, eligiéndo-
los entre los más antiguos.LLo primero que sorprende en estos hipogeos funerarios es
que el techo y a veces las paredes están divididos en compartimentos por un sistema
de líneas rectas y curvas. Esta est_ruc~ra a base de líneas directrices predomina estética-
mente en las pinturas de las catacumbas y es muy característico de un arte que, encerrado
en los cementerios, se distingue sin embargo por una nota de alegría (figura 1). Muchas
de sus figuras (en general muy pequeñas: sólo se ampliarán en el siglo IV) son graciosas
y atractivas. Este arte funerario s~era los temores y la tristeza-de la muerte, y reviste
una apariencia gozosa. En las pinturas de las paredes, las pequeñas figuras aisladas en
un espacio central delicadamente enmarcado representan orantes o Buenos Pastores
18 Antigüedad
cuyo efecto decorativo parece importar más a los pintores que su significación exacta,
ya que- los empieafi como motiVOs- alternativos intercambiables, dentro de sus cercos.
Estas figuras, un poco esquemáticas, constituyen sin embargo alegorías del alma de -los
piadosos fieles (orantes) y del Cristo Pastor (véase ínfra, pág. 21). Sobre los sarcófagos,
esas alegorías podían resultar incomprensibles para ciertos espectadores, pero las pintu-
ras de las catacumbas no renunciaron nunca a esa manera graciosa pero escueta, y todas
las figuras corroboran esta actitud. En el mismo estilo, ligero y agradable, se representa
a Daniel en el foso con los leones, la resurrección de Lázaro, Noé en el arca o la
Adoración de los Magos. Los protagonistas son siempre jóvenes airosos, su gesto es
siempre elegante y de noble prestancia. Existen excepciones-;sí, pero es raro eñcontrar
una pintura que no reproduzca un esquema convencional.
En la pintura de las catacumbas, como sobre los sarcófagos, la historia de Jonás
aparece contada con el mismo encanto, pero en varios episodios sucesivos (figura 2):
J onás vomitado por la ballena, J onás descansando a la sombra de la pérgola. Aquí
también, la intención decorativa se impone sobre el sentido. El artista responsable de
esos símbolos religiosos ha separado los diversos episodios de la historia de Jonás y los
ha distribuido en los paneles que le procura la disposición general del techo, de la
decoración mural o la pared de los sarcófagos. Se trata de un arte indolente, un E!.e
indiferente al detalle, a la expresión individual de la figura, a los rasgos determinados
de un rostro. Hay allí uña arquitectura inacabada y una negligencia sorprendente en
las representacione~ de los acontecimientos bíblicos de carácter narrativo. Por lo demás,
estas pinturas de las catacumbas n~e proponen dar una descripción de acontecimi~os.
~e limitan a sugerirlos. Se pensaba que bastaba con indicar uno o dos rasgos sobresalien-
tes para designar a uña determinada persona, un acontecimiento o un objeto.
1- .; Estos rasgos no definen en absoluto las imágenes, pero se invita al espectador
informado a utilizar esas someras indicaciones para adivinar el tema. En otros términos:
esas pinturas son esquemáti~ es decir, son imágenes-signo que se dirigen ante todo
a la inteligencia y sugieren más que lo que efectivamente muestran. Como el valor_de
ug signo es proporcional a su concisión, el método de simplificación del esquema l).O
t!ene lím_ites, salvo los que impone la necesidad de que resulte inteligible. Es importante
que el signo pueda descifrarse sin equívocos. Evidentemente, sabemos que el uso
frecuente de un_signo en un determinado contexto permite abreviaciones sorprenden-
tes, abreviaciones que, fuera de ese conte~to, .harían ininteligible la imagen. A este
respecto puede citarse las célebres pinturas de Lucina donde se muestra un pez que
sirve de soporte a un pequeñO cesto repleto de objetos blancos en forma de anillos.
Los cristianos de la época sabían interpretar una pintura tal, que sugiere la comunión.
Y sabían también que la imagen del pescador aludía a Cristo y a los apóstoles
l?escadores de las almas. Más en ciertos casos esa concisión es seguramente excesiva
(figura 3): así, por ejemplo, una escena que represente una comida cualquiera está
desprovista de todo detalle que permita distinguir entre la Multiplicación de los Panes,
el milagro de las Bodas de Caná, la Cena o el banquete del Paraíso en el más allá. Sin
d~da, a l?s que esbozaron .algunas ~e esas pinturas I?u:ales de .las catacumbas no les
d1sgustana del todo una c1erta ambrgüedad en sus 1magenes-s1gno, toda vez que la
Multiplicación de los Panes, por ejemplo, se consideraba como un símbolo de los ágapes
del Paraíso o una representación de la Cena. Esta deliberada ambigüedad resulta: eviden-
te ep ciertos casos, por ejemplo, en las llamadas '«cámaras de sacramentos», de la cripta
1. Los primeros pasos 19
Estos vocablos, como las correspondientes imágenes-signo, bastan para sugerir los
acontecimientos evangélicos conmemorados por esas festividades.
Todas las imágenes cristianas primitivas pertenecen a esta categoría de signos pictó-
ricos, cuyas características acabamos de definir. Sus más antiguos ejemplos los encontra-
mos en el arte funerario (existía también una iconografía análoga para los vivos, aunque
no pueda decirse si comienza en hora tan temprana como la iconografía sepulcral).
/ Las imágenes-signo que hemos examinado, y que abundan en las catacumbas paleocris-
tianas y sobre los sarcófagos, constituyen dos categorías diferentes en Jo que concierne
a su valor semántico. Un restringido número de signos iconográficos representa los
L dos grandes sacramentos déla iglesia cristiana: el Bautismo y la Comunión (figura 9).
1 Lá mayor parte de los demás sirven de referencia o constituyen ejemplos bíblicos y
evangélicos de la intervención divina en favor de la salvación concedida por Dios a
determinados fieles: salvación de Noé durante el Diluvio; salvación de Isaac, cuando
Abrahán se dispone a sacrificar a su hijo; David arrojado a los leones, o los tres jóvenes
hebreos salvados de la hoguera. O, en fin, la resurrección de Lázaro por Cristo o la
curación del paralítico que se levanta y echa a andar llevando su propio lecho.
Cuando esas escenas, extremadamente esquemáticas, se pintan en las catacumbas
o se labran sobre sarcófagos, su presencia al lado del cuerpo del difuntg reviste idéntica
significación que la plegaria del serviCio fúnebre llamada la cpmendatio a_ni11f.t1,e; enume-
ran los precedentes de una intervención divina en favor de un fiel y expresan el deseo
de que, allí mismo, Dios ejerza su benevolencia hacia la persona que acaba de morir.
«Dios mío, sálvale, como tú has salvado a Daniel, Noé, etc.», Aunque los rituales que
conocemos no son anteriores al siglo IX, no cabe poner en duda la exactitud de esta
interpretación, ya que han llegado hasta ~osotros ple~arias idéntic~~ para los. vivos,
muchas de las cuales se remontan a la Antlgüedad tard1a. La extens10n a los v1vos de
llas plegarias que invocan el poder salvador de Dios en el pasado bíblico explica,
también, los ciclos de imágenes análogas que decoran objetos de uso cotidiano tales
como vasos, o copas grabadas y pintadas, adornadas con hojas de oro. Las plegarias de
este tipo que parecen haber servido sobre todo para el culto individual o incluso a
invocaciones mágicas, se remontan probablemente a versiones judías. E incluso puede
ocurrir que las imágenes-signo de ciertas salvaciones o liberaciones bíblicas fueran
creadas en principio por los judíos para su uso personal. Se conocen ejemplos judíos
de liberación: Abrahán, en el momento del sacrificio de su hijo Isaac, Noé y David.
En cuanto a la cuestión de saber si -los cristianos conocieron en principio imágenes-signo
de elaboración judía o únicamente plegarias judías con la fórmula «sálvame como has
1 salvado a Noé, etc.», la gran proporción de salvaciones tomadas del Antiguo Testamen-
to que ayarecen sobre los sarcófagos, y r.rincipalmente en las catacumbas, hace muy
_verosími una contribución judía origina . Las imágenes de salvación significan: «Dios,
que en el pasado ha salvado a todas estas gentes piadosas, hará ahora otro tanto por el
actual difunto» (o por el propietario del objeto sobre el cual figuren esas imágenes).
La intención psicológica difiere un poco en aquellos casos en que, en lugar de las
fórmulas anteriores invocando la salvación, se representa uno de los sacramentos
-Bautismo o Comuni_9n (véase supra). Evidentemente, en estos casos no puede ya
plantearse la cueStión de la influencia hebraica,_ni de la fórmula «sálvame como ya has
salvado a otros». Estas imágenes, cuando ·se las encuentra en el arte sepulcral, sirven
para indicar, a través de la representación de los dos sacramentos, que el difunto era
1. Los primeros pasos 21
del programa pagano, no aparece en el arte funerario cristiano. L.os cristianos evitan
sistemáticamente los temas procedentes del Antiguo Testamento o del Evangelio que
traten de una muerte: indudablemente, es la victoria de Cristo sobre la muerte lo que
excluía este tema de la iconografía paleocristiana. En segundo lugar, cuan_do la icono-
grafía cristiana continúa la tradición pagana de imágenes de la vida del más allá~lo
hace en forma mucho más discreta. Durante mucho tiempo, la representación de la
vida futura se limitó a la figura alegórica del orante o incluso, en forma todavía más
abstracta, al cordero que el Buen Pastor lleva sobre sus hombros. Ambos simbolizaban
el alma del cristiano. Sólo a finales del siglo IV --e incluso entonces, muy raramente-
aparece la imagen del difunto conducido al Paraíso por un santo, versión tardía y
excepcional de un antiguo tema de la iconografía sepulcral pagana {figuras 15 y 16).
De todas las imágenes paganas de entierró, las más estrechamente vinculadas a las
figuraciones funerarias cristianas --o al menos a una de las principales modalidades
de esas figuraciones, las imágenes de salvación-- son las que aparecen en ciertas escenas
de los trabajos de Hércules, en el hipogeo funerario privado recientemente descubierto
bajo la Via Latina. El parentesco sólo aparece si se considera el sentido religioso más
profundo de los dos ciclos de imágenes, pagano y cristiano. Porque, en ambos, el
verdadero sentido de las imágenes es la evocación de un póder divino que se consagra
al bien del hombre. Por el lado cristiano, recordemos que los episodios representados
son aquellos en que Dios salva de la muerte a un fiel; por el lado pagano, se trata de
las hazañas de Hércules, el cual, según la creencia de aquel tiempo, fue un «salvador»,
un héroe que dedicó su vida a actuar por la liberación de los hombres. Dicho con otras
palabras: las imágenes cristianas de salvación o de liberación y las imágenes paganas
de los trabajos de Hércules se proponen, ambas, demostrar el poder divino puesto al
servicio de los hombres. De ahí que se las empleara en el arte funerario.
El paralelismo va más lejos. El ciclo hercúleo de las catacumbas de la Via Latina
no se limita a las hazañas de Hércules sino que incluye también imágenes de aquellos
que se beneficiaron de sus esfuerzos {Alceste, después de su muerte, llevado por Hércu-
les a su esposa Acmeta que, desde este momento ya inmortal, habita un mundo ideal
en el más allá). Y constituye, pues, un verdadero equivalente de las imágenes cristianas
que representan la liberación, por Dios, de Abrahán, Isaac, Noé, Lázaro o el paralítico.
Tal es la razón, como en las pinturas de Hércules, del efecto que producen las imágenes
cristianas de esta catacumba~ invitaban a cada cual a ver su propio fin en la envidiable
con~ición de .l?s per~o~ajes bíblicos o mitológicos que se habían beneficiado de una
partiCular sohntud d1vma. · -
Reconocer el parentesco de las primeras imágenes cristianas con las versiones paga-
nas del arte funerario, su contemporáneo, nos ayuda a desvelar las significaciones
religiosas de ~mbas. Pero, para captar más plenamen~~ la intención de quienes ~grup~
ron esos dos nclos en las tumbas, podemos traer tamb1en en nuestra ayuda el test1momo
de otro tipo de imágenes del mismo período, las imágenes inspiradas por los juegos
romanos. Se trata de figuraciones muy comunes en la época de las primeras imágenes
cristianas, aunque su parentesco con éstas no haya sido nunca señalado debido a la gran
diferencia aparente de los temas. Es bien conocida la importancia de los juegos del
circo y del hipódromo, que tuvieron innumerables repercusiones a todos los niveles
de la sociedad romana. El lenguaje cultural cristiano debe mucho al vocabulario del
circo, bien en las comparaciones de un mártir, o un simple fiel, con un atleta victorioso,
1. Los primeros pasos 25
Dos grupos de hechos arqueológicos vienen a reforzar los lazos de parentesco entre
las imágenes paganas y cristianas que acabamos de estudiar. Por una parte, hay numero-
sas obras romanas inspiradas por el circo, que son manifiestamente apotropaicas. Salo-
monson, apoyándose en parte sobre estudios anteriores de Valdemar Deonna y otros
arqueólogos clásicos, hizo observar la frecuencia de las escenas que muestran a un
hombre combatiendo con un animal, o bestias salvajes atacando a otros animales,
escenas que figuran sobre diversos objetos de uso diario como vasos, fuentes, jarras o
lámparas, reconociendo la significación apotropaica de todos esos temas. Esta significa-
ción profiláctica se ve confirmada por la utilización de las escenas venatorias en antiguos
libros de oniromancia. Todas esas obras interpretan las imágenes de esos combates
como un presagio favorable, interpretación que es válida también para las imágenes
de venatores luchando con un lobo, un león o un toro y para los combates entre animales.
Tal hecho reviste una extrema importancia para el estudio de la función iconográfica
antigua y volveremos a estudiarlo de nuevo más adelante, a propósito de otro capítulo
de su historia, las imágenes incluidas en los ciclos que hemos llamado ciclos latifundia-
rios. Por el momento, lo que nos importa es dejar constancia del sentido profiláctico
de las representaciones de combates entre el hombre y el animal, porque proyecta una
nueva luz sobre el probable sentido de algunas de las imágenes-signo cristianas primiti-
vas. Existen pavimentos de los primeros siglos de nuestra era decorados con imágenes
distintas a las del circo, que tienden hacia el mismo objetivo. Se encuentran, sobre
todo, en Antioquía en las viviendas privadas. Se trata de imágenes que representan las
personificaciones femeninas de Ananeosis, Ktesis, Soteria, Apolausis (restauración, fun-
dación, preservación, prosperidad). Cada una de esas personificaciones corresponde a
un objeto deseado, comprendido el acto de poner unos cimientos o de restaurar una
morada. Actos personificados en los mosaicos con la intención de invocar un porvenir
favorable para los habitantes de la nueva morada.
Tanto los múltiples motivos y temas de mosaicos de pavimento como los de los
venatores victoriosos que acabamos de examinar atestiguan la misma intención: a saber,
que; al margen de su atractivo ornamental, esas composiciones tenían un valor profilác-
tico. Se suponía que debían ejercer una acción bienhechora sobre quienes las frecuenta-
ban.
Frente a los numerosos pavimentos paganos (los preservados, por su emplazamien-
to, de la destrucción) sólo podemos citar un pequeño número de figuraciones cristianas
análogas. Pero existe un ejemplo del más alto valor. Se trata de un jarrón de plomo,
quizás litúrgico, encontrado en Túnez en el siglo XIX. Divulgado en su día por G. B.
Drossi, desapareció después. Las superficies de este singular objeto están recubiertas de
relieves repujados, que yuxtaponen curiosamente un cierto número de motivos tomados
de los repertorios cristiano y pagano. No cabe duda, por lo demás, que el propio objeto
es cristiano, dado el empleo de los motivos del cordero, los cuatro ríos del Paraíso,
palmeras, etc. También aparece el motivo de los gladiadores, con su corona de victoria,
así como escenas venatorias. Esta yuxtaposición de imágenes heteróclitas se acompaña
de una inscripción griega en la que se formulan votos para quienes se sirven del jarrón.
Este extraño objeto muestra claramente que los motivos cristianos y paganos tomados
del circo son símbolos frofilácticos; símbolos que por su acción análoga podían agrupar-
se en las superficies de mismo jarrón, y contribuir así a la realización de las esperanzas
formuladas en la inscripción. En fin, este objeto es precioso en la medida en que, al
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yuxtaponer las imágenes de los dos ciclos, disipa las últimas dudas en cuanto a la
legitimidad de nuestras comparaciones con imágenes inspiradas por el circo. El jarrón
tunecino es una prueba material de la legitimidad de nuestra conclusión respecto al
valor profiláctico de las imágenes del ciclo inspirado por el circo (véase supra) y a la
función análoga que podrían tener las imágenes cristianas de las catacumbas y de los
sarcófagos, especialmente las que pertenecen al ciclo de la salvación. También aquí,
aun sin haberlo proclamado expressis verbis, ni incluso haberlo realizado por ellos
mismos, lo que los iconógrafos cristianos rememoraban no eran, originalmente, simples
salvaciones anteriores, sino representaciones simbólicas del poder divino, presente hasta
el fin de los tiempos.
Al establecer este punto, definimos una tradición más, una tradición utilizada por
los cristianos para interpretarla después a su manera; nos servimos de la comparación
con monumentos paganos de función semejante para precisar la probable significación
religiosa y moral de ciertas imágenes paleocristianas.
Cabe también sugerir que los cristianos de la misma época -época que vio sus
primeros esfuerzos iconográficos-- recurrieran a veces a imágenes para expresar sus
ideas teológicas. Algo muy parecido a esto sucedía, por ejemplo, cuando representaban
los dos principales sacramentos de la Iglesia, el Bautismo _y la Comunión, en su arte
funerario de Roma. Anteriormente (págs. 20 y ss.), al hablar de esas imágenes, las
hemos incluido entre los temas destinados a caracterizar al difunto como un fiel que
podía esperar confiadamente la salvación de su alma. Pero también es cierto que las
imágenes de los sacramentos, sean puramente simbólicas (el pez y el pan), o descriptivas
(escenas del Bautismo de Cristo, la Multiplicacion de los Panes, la Cena), contienen
asimismo, en germen, un afirmación del dogma.
Lo mismo sucede con otras escenas bíblicas que hemos clasificado entre las imágenes
que, con el mismo derecho que los sacramentos, son prueba de la religión del difunto:
por ejemplo, Adán y Eva con la serpiente y la Epifanía (la Adoración de los Magos).
Pues éstas contienen, evidentemente, otra afirmación de los dogmas cristianos esencia-
les: el pecado original y la redención. Estas incursiones de la primera iconografía
cristiana en el terreno del dogma deben ser tenidas muy en cuenta, aunque, en compara-
ción con las figuras alegóricas y las representaciones de la salvación, la cantidad de
imágenes de este tipo y el número de temas dogmáticos al que se refieren son muy
reducidos, lo que vale particularmente para las catacumbas. Los sarcófagos del siglo IV
van todavía más lejos en la vía de la iconografía del dogma, y veremos algunos ejemplos
de esto en los capítulos dedicados a las más importantes creaciones paleocristianas en
ese terreno (tema de la Trinidad y de la Resurrección). Pero esta iconografía apenas
se manifiesta en el marco del arte funerario primitivo que ocupa ahora nuestra atención.
No obstante, hay una obra aislada del arte cristiano primitivo en su rama oriental
que nos ofrece el caso extraordinario, único en su época, de un ciclo de pinturas murales
en donde tanto los temas como su disposición proclaman el valor dogmático. Se trata
de las pinturas murales de un pequeño baptisterio, construido y decorado hacia el año
230, y que formaba parte de un grupo de locales reservado al culto cristiano en una
casa privada de Doura-Europos, pequeña ciudad fronteriza romana a orillas del Eúfrates
(figura 13). Descubierta en los años que.siguieron inmediatamente a la primeraguerra
mundial, la parte del baptisterio que se conservó fue transportada a la Y ale University
Art Gallery, donde se reconstruyó, con sus frescos. No cabe ninguna duda sobre la
28 Antigüedad
fecha de este edificio y de sus pinturas y sabemos así, por el baptisterio de Doura, que,
desde el reino de los Severos, los cristianos poseían edificios de culto en las ciudades
romanas (aunque su religión fuera todavía ilegal) y disponían de una iconografía
religiosa relativamente rica. Aunque se ignora si la existencia de tales edificios era
exclusiva de las provincias orientales del Imperio, no hay bases para creerlo. Sabemos
que los lugares de culto cristiano, con todo lo que contetúan, fueron totalmente
destruidos durante las persecuciones del siglo III, y a Frincipios del IV. Sólo por casuali-
dad se libraron de esta destrucción algunas partes de baptisterio de Doura: en vísperas
de un ataque parto, el edificio fue deliberadamente enterrado hacia el año 256 para
reforzar las murallas adyacentes de la ciudad fronteriza romana. Pero este enterramien-
to, que en principio debía de ser temporal, se hizo definitivo cuando los partos tomaron
en esa fecha la ciudad. Y el edificio no fue reconstruido.
El programa iconográfico del baptisterio de Doura no es necesariamente un progra-
ma específico de los cristianos semitas de Siria del norte. Pero, sea cual fuere su origen,
se distingue de los conjuntos iconográficos 'de las catacumbas por la relación que
establece entre los temas y su disposición mural, con ciertos motivos que tienen priori-
dad manifiesta sobre los otros. La jerarquía establecida por el emplazamiento de las
imágenes aparece subrayada por diferencias de proporciones y de técnicas. Así, la escena
de Adán y Eva -que en las catacumbas puede colocarse en cualquier lugar o entre
las salvaciones y sin ninguna relación topográfica con el Buen Pastor- se trata aquí
en forma diferente. El lugar más central de la cámara, la hornacina del presbiterio (detrás
de la pila bautismal), se reserva a dos imágenes: Adán y Eva, y el Buen Pastor con su
rebaño. Lo que quiere decir que las imágenes que representan los dogmas esenciales
del pecado original y de la redención se convierten en el centro de la ornamentación
iconográfica en razón del espacio que ocupan. Por lo demás, y por razones evidentes,
de esos dos temas, el que predomina es el de la imagen de la redención bajo la forma
del Buen Pastor con su rebaíio. Mientras que la imagen del pecado original sólo ocupa
el ángulo inferior de la hornacina del presbiterio, la imagen idílica de la salvación
- .tema capital- se extiende sobre el resto del muro.
Aunque todas las paredes del baptisterio estaban cubiertas de pinturas, como sólo
se conservan menos .de la mitad, es imposible conocer la extensión del programa
iconográfico completo. Quizás se deba al azar el hecho de que en la parte que se
conserva predominen las escenas evangélicas -en una relación de cuatro a uno-,
mientras que en las primeras catacumbas de Roma y de la Campaña, ese predominio
corresponde claramente al Antiguo Testamento. Sin embargo, en Doura, los fragmen-
tos conservados prueban que esas imágenes estaban destinadas a celebrar el rito bautis-
mal; la Samaritana en el pozo y el milagro de Cristo caminando sobre las aguas (figu-
ra 14) rememoran el tema del agua, esencial en el oficio del bautismo. Se nos muestra
también la victoria de David sobre Goliat, la curación del paralítico y, por supuesto,
la Resurrección de Cristo (tema éste expresado iconográficamente por la escena de las
santas mujeres en la tumba).
Sobre este punto, es lícito hacer una comparación con las pinturas de las catacumbas,
donde la presencia de numerosas imágenes de la salvación se debe sin duda al oficio
funerario. La idea en que se inspiraban las plegarias judías y cristianas, como los oficios
litúrgicos paleocristianos que les siguieron, prodt~o efectos análogos sobre la iconogra-
fía de las catacumbas de Roma y del baptisterio del siglo III de Doura. Al rogar por
1. Los primeros pasos 29
los muertos, o por los neófitos, los cristianos volvían constantemente a rememoraciones
de los antecedentes bíblicos de la salvación o la liberación y, por tanto, a la idea de
una apelación al poder divino (en Doura, la victoria de David sobre Goliat; el milagro
de San Pedro, a quien Jesús salva de morir ahogado; el milagro de la curación del
paralítico), lo que explica el empleo -tanto en las catacumbas como en el baptiste-
rio- de imágenes cuya significación religiosa es idéntica. Como en el caso de la
Resurrección de Cristo, esencial tanto para los oficios del bautismo como para los del
entierro, aunque las figuraciones de estos ritos no aparezcan todavía en las catacumbas,
a partir del siglo IV esas imágenes son numerosas y frecuentes en los sarcófagos. En
este punto, pues, las prácticas de los iconógrafos hacia el año 230, en Doura, y las de
los siglos III y IV en Occidente, se parecen bastante. E incluso se podría sugerir que
en el lugar reservado a los misterios de la iniciación cristiana, como en los lugares de
inhumación, las imágenes estaban destinadas a algo más que recordar acontecimientos
del pasado: en cierto sentido, se proponían perpetuar en favor de los neófitos las
intervenciones de Dios, tal como se representan sobre los muros del baptisterio, y con
la misma intención con que figuraban los sacramentos sobre las sepulturas. ·
La escena de la Resurrección se presenta en una versión extraña, sin ángel y con
un enorme sarcófago cerrado hacia el que se dirigen las tres santas mujeres con cirios;
dos estrellas sustituyen las acróteras del sarcófago. Esta escena se adelanta en más de
medio siglo a las demás representaciones del mismo tema en Roma, y precede en más
de cien años a otras figuraciones de la llegada de las santas mujeres al sepulcro. Los
pintores que trabajaron en Doura tenían que disponer de un repertorio iconográfico
que no correspondía totalmente al de sus homólogos romanos. Y, aunque tomemos
en consideración la interpretación de las escenas evangélicas, tenemos también la impre-
sión de que se refiere a trasuntos de una tradición, muy próxima, sí, pero distinta. Así,
el milagro del paralítico se presenta en dos episodios sucesivos, antes y despues de la
curación. Y esas escenas, como también la de San Pedro salvado de las aguas por Cristo,
son tratadas en forma más descriptiva que las salvaciones que aparecen en las paredes
de las catacumbas aunque, como ya veremos, esto no implica necesariamente que
procedan de ilustraciones detalladas de manuscritos de las Escrituras. En fin, para las
imágenes de la nave se utilizan dos estilos diferentes, en función de su emplazamiento:
las de la parte superior del muro --los milagros-- son esbozos rápidos sobre un fondo
blanco con pequeñas figuras más abocetadas que pintadas; las del pedestal tienen propor-
ciones monumentales y presentan grandes figuras totalmente pintadas y tratadas con
un ritmo solemne y majestuoso. Esta diferencia en la interpretación de los temas según
su emplazamiento en los muros es una herencia que los pintores cristianos de Doura
recibieron de sus predecesores paganos, quizás de los pintores de las provincias orientales
del Imperio, a juzgar por ciertos ejemplos de frescos de un tipo análogo (de Ios siglos
III y IV) en Kertch, la antigua colonia griega del Panticapo, en el litoral norte del Mar
Negro. Pueden verse ahí los mismos esbozos gráficos sobre un fondo blanco, en la
parte de arriba de los muros, y a veces las mismas figuras monumentales sobre el
pedestal. A juzgar por lo que queda del baptisterio de Doura, su arte revela en primer
lugar el hecho, insospechado antes de este descubrimiento, de que los locales dedicados
a la celebración del culto cristiano podían estar decorados con pinturas iconográficas
casi un siglo antes de los edictos de tolerancia. El estilo de estas pinturas parietales y
la manera de adaptar .a los muros pinturas figurativas prueban que sus autores se
30 Antigüedad
rebaño en un marco idílico. Durante toda esa época, respecto a Doura, no hubo una
transmisión directa del arte clásico. Pero la ausencia de todo antecedente impide afirmar
que esas pinturas dependieran de la tradición local, sin que pueda tampoco excluirse
totalmente, sin embargo, la posibilidad de alguna tradición regional. En cualquier caso,
hay que tener también en cuenta las pinturas funerarias de Kertch en Crimea --de
las que se ha hablado en la página 29-- muy próximas, en el tiempo, a las pinturas
del baptisterio de Doura, y que muestran ciertos rasgos semejantes (el zócalo con los
personajes monumentales opuestos a las pequeñas escenas abocetadas en la parte de arri-
ba).
En fin, no cabe tampoco excluir que las primeras experiencias en el terreno de la
creación iconográfica cristiana --en Roma por una parte y en Mesopotamia por otra--
hayan podido producirse a consecuencia de iniciativas locales, con los medios de que
se disponía e incluso ajustándose a exigencias de pensamientos religiosos ligeramente
diferentes. Si hubiera sido así, no resultaría sorprendente, por ejemplo, el hecho de
que esas primeras tentativas iconográficas no se propagaran, a través del Imperio, a
todo el cuerpo de las comunidades cristianas.
Pero a estas consideraciones se pueden también oponer otras en favor de la hipótesis
de una acción concertada. La más importante es la del sincronismo de las primeras
manifestaciones de una iconografía religiosa, dentro de varias religiones practicadas en
el Imperio Romano. Los primeros conjuntos iconográficos cristianos, realizados en
Roma y Doura, datan de la época de los Severos. Y dado que este sorprendente
florecimiento (que durante los doscientos años anteriores nada podía hacer sospechar)
era absolutamente impensable dentro de los procesos cristianos, cabe pensar fundada-
mente en la intervención de la autoridad eclesiástica, aunque sólo fuera para el estableci-
miento de un contacto entre las ramas occidental y oriental de esta iconografía. Ambas
familias pudieron ser creadas a consecuencia de una decisión común, o bien por influen-
cia de una sobre otra. Aunque sin perder su carácter hipotético, tales consideraciones
presentan, sin embargo, una seductora apariencia de verdad.
Tal sería la situación, siempre y cuando se considere que la cuestión sólo es aplicable
al terreno de la iconografía cristiana. Pero, si el campo de observación se amplía, ya
no sería exactamente igual. Pues, en efecto, entre las religiones de la Antigüedad que
tradicionalmente no recurrieron a las imágenes, el cristianismo no fue la única que se
dotó de una iconografía a partir de la primera mitad del siglo III. Si resulta bastante
sorprendente el hecho de que el cristianismo creara un arte figurativo religioso después
de haber ignorado su práctica durante dos siglos, más extraño es todavía comprobar
una evolución semejante entre los judíos. Entre Moisés y Septimio Severo transcurrie-
ron muchos siglos, durante los cuales los judíos rechazaron sistemáticamente toda
figuración de carácter sagrado, e incluso toda imagen de ser vivo. Pero de pronto, en
la primera mitad del siglo III, empiezan a aparecer imágenes de tema religioso sobre
monumentos judíos. Se tiene la impresión de asistir a la creación de una iconografía
religiosa judía, una iconografía cuyas primeras realizaciones se asemejan, en cierto
sentido, a las creaciones iniciales de los cristianos. Se trata de figuraciones simbólicas,
como los relieves de la sinagoga de Cafarnaúm en Galilea, a las que siguen otros
ejemplos anónimos más tardíos: las monedas de Apamea en Frigia, acuñadas por la
comunidad judía de esta ciudad, en las que se muestra una escena bíblica completa, la
de Noé y su mujer orando ante el arca que acaban de abandonar. Vemos, en fin, con
32 Antigüedad
anterioridad al año 243, el gran ciclo de frescos que tapizan los muros de la sinagof;a
de Doura, esa misma Doura de los frescos del baptisterio cristiano.
Sea cual fuere el grado de parentesco entre las dos iconografías, judía y cristiana,
e independientemente de las causas de su relativa semejanza, el historiador de la
iconografía cristiana, en cualquier caso, tiene que enfrentarse con la siguiente cuestión:
¿por qué dos religiones, tradicionalmente anicónicas, dos religiones que coexistían en
el interior del Imperio, se dotaron en la misma época de un arte religioso? Se podrían
proponer, ante esta cuestión, diversas consideraciones. En principio, a pesar de todo lo
que las separaba, aunque enemigas, estas dos comunidades no podían ser impermeables
a influencias recíprocas. Sabemos perfectamente hasta qué punto la liturgia cristiana
-independientemente de los sacramentos-- se inspira en sus comienzos en la de la
sinagoga, tanto en su forma como en su contenido. Por lo demás, el sincronismo de
la aparición de la iconografía sagrada entre los judíos y los cristianos se explicaría
fácilmente admitiendo que ambas iniciativas tenían un origen común. Para ver aquí
más claro, habría que considerar simultáneamente las dos iconografías al nacer y
comparar después sus tendencias y realizaciones.
Pero emprender un análisis de las obras de la iconografía judía del siglo III nos
llevaría demasiado lejos, sin hacer progresar por otra parte suficientemente nuestro
estudio de la iconografía cristiana. No obstante, dado que no pueden entenderse los
comienzos de la iconografía cristiana sin conocer las obras judías contemporáneas, nos
detendremos sobre un determinado número de esas imágenes judías, para podernos
hacer una idea de la intención religiosa que contienen.
Sobre los relieves del dintel de las puertas de las sinagogas de Jafa y Cafarnaúm,
como sobre otras piezas análogas más tardías, aparecen figuraciones simbólicas: el
candelabro de siete brazos del Templo, la estrella, la corona y el águila, diversos
cuadrúpedos y las palmeras del Paraíso. Así como la iconografía cristiana lleva la huella
de una influencia del arte grecorromano, la de las sinagogas de Galilea conserva
también, y es lógico, varios motivos decorativos de los templos próximos de Baal. Pero
observemos más particularmente un rasgo típico de esas primeras figuraciones judías:
esos símbolos pueden reproducirse aisladamente en cualquier lugar para proclamar la
presencia del culto judío. Se trata, pues, de una especie de equivalencias de las imágenes-
símbolo cristianas como el ancla, la paloma, el cordero, etc.
La imagen de Noé y su mujer al lado del arca, en las monedas de Apamea en Frigia
(pág. 31), no plantea ningún problema de interpretación religiosa: es conmemorativa,
puesto que evoca la célebre reliquia venerada en esta ciudad, a saber, un fragmento
del arca, que la muy poderosa comunidad judía de Apamea había conservado. En este
caso, la expresión en términos iconográficos de un acontecimiento tomado de las
Escrituras estuvo inspirada por un vestigio tangible del acontecimiento. Lo mismo
harían más tarde los cristianos, aunque nada semejante pueda observarse en su arte con
anterioridad al siglo IV, momento en que se deciden a seguir en este punto el ejemplo
judío (después del descubrimiento de la cruz del Gólgota por Santa Elena). Por consi-
guiente, puede decirse que los judíos se adelantaron a los cristianos. Como ellos, pero
antes que ellos, se inspiraron en la iconografía conmemorativa de la numismática
romana, sustituyendo las imágenes de santuarios paganos locales, o las de ídolos, por
la representación del acontecimiento conmemorado por la imagen monetaria. En el
caso judío, esa imagen fue la reliquia del arca de Noé.
1. Los primeros pasos 33
Las dos experiencias judías son contemporáneas, pero tan diferentes que es inútil,
en nuestra opinión, intentar vincularlas a una iniciativa única. Aunque los judíos, como
los cristianos del siglo III, sintieran la necesidad de crear imágenes de esencia religiosa,
las que realizaron en Galilea, por una parte, y en Frigia, por otra, eran completamente
diferentes: sus funciones eran otras y se trataba de otro tipo de imágenes.
En fin, para nuestra visión de modernos, la experiencia más importante de todas
es la de los frescos de la sinagoga de Doura que el llorado profesor C. H. Kraling
vinculó, seguramente con toda razón, a la gran renovación de las actividades judías en
varios campos culturales que tuvo lugar en y alrededor de Edesa, capital de uno de los
pequeños reinos semíticos limítrofes del Imperio Romano y de Persia. Me limitaré a
hacer observar determinadas particularidades de estas pinturas que tienen una relación
directa con los estudios cristianos que constituyen nuestro objetivo.
En estos frescos (figuras 17 -19) se combinan determinados símbolos del tipo de
los que hemos observado sobre los relieves de Cafarnaúm en Galilea y escenas bíblicas
comparables a las de las monedas apameanas. A este respecto, la sinagoga de Doura se
asemeja a las catacumbas cristianas y a los sarcófagos de Roma, que presentan también
una combinación análoga de símbolos cristianos y de escenas tomadas de las Escrituras.
Sin embargo, en contraste con la mayoría de las imágenes cristianas del siglo III
inspiradas por las Escrituras, que son siempre someros esbozos, las de la sinagoga de
Doura están tratadas como grandes cuadros enmarcados que describen detalladamente
la escena representada. Con otra diferencia esencial: el conjunto iconográfico de la
sinagoga de Doura se despliega sobre las¡aredes de una sala utilizada para las ceremo-
nias litúrgicas cotidianas de la comunida religiosa, lo que sólo mucho tiempo después
de la Paz de la Iglesia podrá encontrarse en la iconografía cristiana. Pues no hay que
olvidar, en efecto, que la fe judía fue autorizada en el Imperio a principios del siglo
III, mientras que la religión cristiana sólo se legalizó bajo Constantino.
La diferencia de significación de este ciclo iconográfico es todavía más importante
comparado con los ciclos cristianos del siglo III. Como hemos indicado ya, estos ciclos
tuvieron siempre por objetivo la salvación individual, mientras que, en Doura, el tema
de conjunto es el destino de todo el pueblo elegido. La elección y disposición de las
imágenes muestran esto claramente y, también a este respecto, la iconografía judía de
Doura se adelanta en más de un siglo al programa iconográfico de las iglesias cristianas.
Sin entrar en detalles, recordemos un pequeño número de escenas que no dejan ninguna
duda sobre este punto. Entre los temas simbólicos, predomina el templo, con las doce
tribus de Israel. Entre las escenas narrativas, la de Moisés guiando al pueblo elegido a
través del Mar Rojo; un ciclo entero está dedicado al Arca y al Templo (figura 17),
rememorando un capítulo de la historia de la acción de Dios en favor de su pueblo;
la historia de Ester, la bienhechora de Israel (con el triunfo de su hermano Mardoqueo)
(figura 18); la resurrección de los muertos ante Ezequiel (figura 19). En fin, el centro
de esas escenas narrativas que tienen por héroes anónimos al conjunto del pueblo
elegido, es un cm·yunto de composiciones que muestran al rey David ungido por
Samuel, o David entronizado. No cabe la menor duda de que el programa iconográfico
desplegado sobre los muros de la sinagoga de Doura trata de los intereses religiosos
del pueblo de Israel en su conjunto: considere su pasado o su porvenir mesiánico, el
tema es siempre el destino del pueblo elegido.
¿Qué aspecto de la historia religiosa de Israel ponen de relieve estas pinturas? La
34 Antigüedad
solicitud de Dios respecto a su pueblo a través de los siglos y, por contraste, el castigo
infligido por el Dios de Israel a los enemigos de los elegidos y a los traidores. Nada
caracteriza mejor al judaísmo que esta forma de asimilar el pueblo de Dios a Israel y
la gloria final de Dios al reino mesiánico de Judá sobre la tierra.
Pero si el universalismo cristiano se aleja de la fórmula nacional que presenta la
iconografía religiosa de la sinagoga de Doura, la iconografía de después de Constantino,
como veremos ahora, haría suyo este fecundo tema del reino de Dios y lo desarrollaría
a su manera, que no era la de las pinturas religiosas de Doura. No obstante, esas pinturas
-tan diferentes, por lo demás, de las imágenes cristianas del siglo I I I - coinciden
con aquéllas en que, en cada una de las figuraciones, intentan también mostrar el poder
omnipotente de Dios y la felicidad de los fieles (considerados en esta ocasión globalmen-
te como pueblo elegido). Aquí también, como en las pinturas, los relieves funerarios
y los frescos del baptisterio de Doura, aparecen plegarias que invocan la salvación,
enumerando los favores concedidos por Dios a sus fieles en el pasado (plegarias judías
como el salmo 118). Dicho con otras palabras, esta iconografía tiene una acepción
religiosa muy próxima a la que hemos observado en los ciclos cristianos de la misma
época, salvo que la salvación en cuestión concierne a todo el pueblo de Israel, elegido
por Yavé.
Podemos ahora darle la vuelta a esta conclusión: un programa iconográfico de este
tipo significaba, para quienes contemplaban esos frescos, que el Dios de los judíos es
grande y que sus fieles no han dejado de gozar de sus favores en el curso de los siglos.
Dios ha preservado a su pueblo de calamidades diversas, ha resucitado a los muertos
y ha bendecido a Israel desde el comienzo de los tiempos. Una vez más, encontramos
aquí también el tema del consuelo y la seguridad de la protección y de la salvación,
tema de las imágenes cristianas del mismo período. Y si unas se ocupan de la vida
terrenal común y las otras de la salvación individual después de la muerte, en cualquier
caso, todas esas imágenes, judías o cristianas, tienen manifiestamente como finalidad
reconfortar al espectador y bien fortificarle en su fe, bien guiarle en la práctica de la
religión, cristiana o judía.
Estas consideraciones pueden ayudarnos a comprender más claramente las razones
del nacimiento simultáneo de la iconografía cristiana y judía en la época de los Severos.
En ambos casos, la primera iconografía sobre la que estamos documentados reivindica
la salvación por medio de las experiencias del pasado. El arte que adopta este programa
sirve para conse.rvar a los fieles o conseguir nuevos prosélitos. U na de las religiones,
la judía, parece iconográficamente mucho más evolucionada, mientras que la otra, la
cristiana, se adapta mejor para llegar a diferentes grupos étnicos e incluso resulta más
sensible a la apelación del creciente espiritualismo del siglo III. Seguramente es la nueva
iconografía judía la que primero apareció, mientras que la de los cristianos, también
nueva, habría aparecido un poco después. Y puesto que ambas religiones prometían
la salvación, hay muchas posibilidades de que la primera iconografía cristiana haya
nacido como respuesta, o como equivalencia, a la iconografía judía rival, nacida un
poco antes.
Todo esto constituye, en buena medida, una hipótesis, que quizás no podrá confir-
marse nunca. Pero cualquiera que haya podido ser el orden cronológico de su aparición,
lo cierto es que las iconografías judía y cristiana comenzaron en la misma época, y
seguramente en forma más o menos simultánea, en diversos puntos del Imperio donde
1. Los primeros pasos 35
las comunidades judías y cristianas vivían una junto a otra. U no de estos centros fue
sin duda Roma, donde los judíos se mostraban mucho menos inclinados a practicar
una imaginería que los cristianos, de quienes puede pensarse por lo demás que estaban
mucho más abiertos que éstos a la influencia clásica. Ambas artes comenzaron simultá-
neamente a manifestarse a principios del siglo III, con más o menos intensidad segun
las regiones del Imperio de Oriente. Entre Palestina y la frontera persa, la iconografía
judía debió progresar más rapidamente y manifestarse a escala más amplia, beneficián-
dose de los aportes debidos a contactos con el arte semita y el arte iraní locales,
floreciente el primero en las provincias orientales del Imperio, practicado el segundo
más allá de la frontera persa hasta propagarse en las regiones limítrofes del Imperio
(pinturas murales de la sinagoga de Doura y de otros santuarios de la ciudad). Los
cristianos de Oriente, menos poderosos y probablemente menos numerosos también,
comenzaron por un arte importado del interior del Imperio, mucho menos tributario
de las influencias iraníes que el arte de sus vecinos judíos (véanse las pinturas del
baptisterio de Doura).
A principios del siglo m, el Oriente Romano y la Alta Mesopotamia persa conocie-
ron una excepcional época de fermentación iconográfica que se extendió al arte de
varias religiones diferentes. Por el lado romano, acabamos de mencionar la actividad
cristiana y romana. Por el lado persa, aproximadamente entre el240 y el270 , comenzó
a propagarse una nueva religión, la de Manes, que recurre a las imágenes. Surgida en
Ctesifonte, esta religión se propagó gradualmente hacia el oeste, comenzando por las
provincias limítrofes del Imperio Romano, como lo fue la región de Doura. Manes
fue el primero en aplicar este método de propaganda audio-visual, que los adeptos de
Zoroastro le reprocharon después. Método que tiene para nosotros un interés muy
particular, puesto que las misiones judías y cristianas, a finales de la Antigüedad,
propagaron sus respectivas religiones sin recurrir a las figuraciones. Aunque estas
imágenes ya no existen, reuniendo los testimonios escritos --algunos debidos a ciertos
autores maniqueos y otros, más tardíos, procedentes a veces de enemigos de Manes
(como el del musulmán Firdusi en su Chah Nameh)-, en las pinturas que Manes y
sus discípulos mostraban a sus oyentes, podemos establecer la presencia de los siguientes
temas: imágenes de Dios, del juicio final, con el Juez, los buenos recompensados y los
malos condenados. No deja de ser divertido pensar que el segundo ejemplo de una
misión que intenta influir sobre eventuales convertidos por el espectáculo del juicio
final, se atribuya a la misión cristiana de San Agustín de Inglaterra, cinco siglos después
de Manes. Sabemos que los sucesores de Manes, a los temas que él utilizaba añadieron
otras imágenes, especialmente la del bema o trono, que simbolizaba su pasión y ascen-
sión, y el retrato del propio Manes indicando su presencia invisible a la cabeza de su
iglesia. Colocado cerca del bema --supongo que sobre el bema mismo--, el retrato
de Manes era objeto de veneración o adoración. Como ilustración de esta iconografía
maniquea, sólo subsisten algunas miniaturas, de fecha mucho más tardía, y en versión
muy influida por el arte chino. Estas pinturas adornan un manuscrito escrito en el
Turquestán y destinado a una rama local de la comunidad maniquea. Como se sabe,
a pesar de las persecuciones de que fue objeto, la misión de Manes, surgida en Ctesifon-
te, se propagó rápidamente por Persia y hacia el Asia Central, por una parte, y, por
el Imperio Romano, hasta Africa e Italia, por otra. Esta iconografía debió de llevarse
a cabo al mismo tiempo que la instalación de comunidades maniqueas por todas partes
36 Antigüedad
misma región fronteriza entre el Imperio Romano y el Persa, en la región del Alto
Eúfrates. A principios del siglo III, gracias a la pax romana, religiones, sectas, grupos
confesionales y filosófico-religiosos convivían libremente en las ciudades del Imperio,
en particular en las ciudades de sus provincias orientales. La ley romana, la prosperidad
y la intensa agitación interna de esos grupos que se organizaban, se aproximaban y se
enfrentaban disputándose seguramente unos a otros sus miembros, quizás poco estables,
alentaban esa coexistencia.
Además, en ese mundo más o menos ligado al helenismo, la costumbre grecorroma-
na favorecía el recurso al arte como modo de expresion y de propaganda ideológica.
Así, la competencia entre esas religiones coexistentes estimulaba a los iniciadores y
creadores de las respectivas iconografías. Cuanto más rivalizaban entre ellas, más se
asemejaban las iconografías de que se servían: como todos usaban el lenguaje iconográfi-
co del clasicismo griego, sus diferencias sólo recaían en las interpretaciones de esa
herencia, en las interpretaciones de sus prolongaciones helénicas, romanas e iraníes.
Las excavaciones de Doura nos han proporcionado una excelente ilustración mate-
rial de esta situación y, en particular, de la impresionante semejanza de varias iconogra-
fías religiosas, diferentes entre sí pero similares por la forma. Basta con mirar los frescos
de los santuarios alineados uno tras otro a lo largo de los muros de Doura: el baptisterio
tiene por vecinos no solamente a la sinagoga sino también a un templo dedicado a los
dioses de Palmira, un Mitraeum y los santuarios de Atargatis, Artemisa Azzanathcona,
un Zeus semita, otra Artemisa local y Adonis. De fechas diferentes pero en absoluto
alejadas, todas las pinturas de esos santuarios coexistían en el momento de la destrucción
de Doura, en el año 243. Es probable que, algunos años después, hubiera habido
también un santuario maniqueo.
El singular espectáculo que ofrece la vista de las ruinas de las murallas de Doura
no resulta únicamente sugestivo para un historiador de las costumbres militares romanas
y de las religiones de la Baja Antigüedad. Explica también las circunstancias en que
han nacido las artes religiosas cuyos vestigios nos ofrecen y sugieren, en fin, las
intenciones de los iniciadores de esas iconografías.
Es de creer que la aparición de la iconografía en cada uno de esos santuarios indujera
a la creación de una iconografía apropiada en el santuario vecino, dedicado a otra
religión. Se trataba de imaginerías al servicio de los miembros de comunidades religiosas
diferentes. Las religiones más resueltamente anicónicas, como el judaísmo y el cristia-
nismo, aun mostrando sus particularidades y haciendo hincapié en lo que las distinguía
entre sí, no resistieron la competencia. A este respecto, es asombroso que en Doura
los cristianos hayan dado prioridad a temas evangélicos mientras que en Roma, en la
misma época, ponían de relieve temas sacados del Antiguo Testamento, temas, pues,
comunes con los de los judíos. En Doura, cristianos y judíos competían entre sí. Sus
repertorios iconográficos conservan la huella de esta rivalidad.