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LA MEDIUMNIDAD

1- Qué o quién es un médium


2- Una aproximación histórica al fenómeno
3- Los grandes protagonistas
4- Metodología de la mediumnidad
5- La experiencia artística entre lo sobrenatural y el espectáculo
 Cine
 Fotografía
 Literatura
 Pintura

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QUÉ O QUIEN ES EL MÉDIUM

Si nos atenemos al significado que nos brinda la RAE, un médium es una persona que supuestamente puede
ponerse en contacto con el espíritu de un muerto. La definición en sí misma ya presupone dos hechos
enormemente importantes. De una parte, la existencia del espíritu, es decir de un remanente inmaterial tras
la muerte, pero dotado de racionalidad. Y de otra, las facultades especiales de las que se presupone goza el
médium para poder llevar a cabo la comunicación.
La etimología de la palabra, resulta igualmente reveladora. Médium, del latino medium, centro, convierte a la
persona supuestamente dotada de poderes especiales en un instrumento entre dos realidades. Es el centro
en el que se produce la conexión entre el mundo del más acá y del más allá. Una suerte de axis mundi, donde
se dan la mano los extremos aparentemente irreconciliables. El médium es por tanto un canal, donde lo
espiritual se materializa y lo material se espiritualiza.

La supervivencia del espíritu

La dimensión inmaterial del hombre ha llevado a lo largo de la historia a la diferenciación entre alma y
espíritu, y en ocasiones a establecer una jerarquía entre los diferentes cuerpos sutiles o espirituales que
componen el ser humano. La distinción pormenorizada entre los dos primeros conceptos de alma y espíritu,
no será objeto de profundización en este estudio ya que dependiendo de la línea de pensamiento en la que
nos situemos, las diferencias entre ambos serán muy sutiles o incluso equivalentes. Los dos términos, tuvieron
en origen un significado similar como respiración o aliento vital, de hecho, antes del s. V a. C, alma y espíritu,
hacen referencia al soplo que infunde vida e imprime movimiento tanto al universo como al ser individual.
Generalizando, el hombre es, un ser espiritual, que habita un cuerpo y tiene un alma, asociada a nuestra
mente, nuestra voluntad y emociones.
Independientemente de cual sea el componente que sobreviva a la aniquilación física, la creencia de que una
parte del ser no sucumbe tras el natural proceso de la muerte, ha sido una tónica general en todas las culturas.
Ya el hombre de Neandertal, nos ha legado vestigios de su creencia en una vida de ultratumba para la que
muy probablemente pertrechaban a sus difuntos con alimentos y objetos de sílex. La muerte era quizá
entendida como una suerte de sueño o viaje, transitorio o definitivo, cuya continuidad y éxito dependía en
cierto modo de las ofrendas que asegurarían la satisfacción de las necesidades del fallecido. En el neolítico,
el hombre continúa la ritualidad del tránsito hacia la muerte, sublimando sus exvotos y ofrecimientos,
enriquecidos ya con la presencia de vasijas y objetos que habían pertenecido en vida a los muertos.
El culto a los antepasados se basa en dos ideas fundamentales, en primer lugar, la convicción de que la muerte
es raramente concebida como una aniquilación total del ser, ya que el difunto sobrevive de algún modo y
conserva ciertas posibilidades de relacionarse con los vivos. En segundo lugar, debido a la participación de

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lo humano en lo divino, o bien debido a su semejanza, o bien por haber recibido de la divinidad la sustancia
o chispa vital. 1
De Mesopotamia, procede una de las primeras imágenes conocidas del más allá y de la situación a la que
quedaban relegados los difuntos. Como apunta Minois, el inframundo mesopotámico, establece una relación
de interdependencia entre las condiciones experimentadas durante la estancia en el mismo y la suerte que el
cuerpo había corrido en vida. El hecho de no haber recibido correcta sepultura, ser olvidado tras el deceso,
o haber sufrido una muerte repentina, aseguraban una eternidad aterradora. Así los espíritus adquirían la
condición de etemmu (fantasmas), prolongando su condena ad aeternum, lo cual no sólo era una evidente
desgracia para ellos, sino que podía ocasionar serios problemas a los vivos, a quienes no dudaban en
atormentar para placar su sed de venganza, mientras vagaban toda la eternidad sumidos en la oscuridad más
profunda, cubiertos de polvo, y sin esperanza de redención. La suerte que deparaba a los antiguos
mesopotámicos, era también sin duda una prolongación de sus propias exigencias morales, cuyas faltas,
acarreaban la desgracia, la maldición o la enfermedad. Si no se remediaban dichas faltas cometidas en vida,
se arrastraban también en el más allá, y ésta era otra de las causas por las cuales, un uttuku (espíritu), podía
adquirir la condición de etemmu. Los etemmu, tenían necesidades al igual que los vivos (enterramiento y
alimentos, garantía de su paso al inframundo, realización de la ritualística funeraria…), por lo que era preciso
que sus familiares siguieran asegurando el sustento de ultratumba, proporcionándoles libaciones y ofrendas
(kispum) de alimentos y bebida. El descuido de tales deberes venía acompañado de muerte y enfermedad.
Estos espíritus resentidos, poseían a los vivos a través del oído, generalmente durante el sueño,
provocándoles a continuación migrañas, fiebre, insomnio, pesadillas... A partir de ahí, la única posibilidad de
actuar sobre ellos, era a través de la ayuda de un sacerdote o exorcista.
Dentro de los etemmu, se establecen diversas divisiones. Una de ellas atañe a los espectros conocidos, es decir
aquellos que mantenían filiación familiar con la persona afectada, y por lo tanto evidenciaban el
incumplimiento de las obligaciones funerarias; y los desconocidos quienes, por el contrario, no mantenían
relaciones de parentesco con sus víctimas. Por otra, parte como hemos citado con anterioridad, la condición
de etemmu podía venír dada por la falta de honras fúnebres, en cuyo caso las libaciones y ofrendas podían
aplacar la ira del fantasma; por las circunstancias violentas del deceso y la imposibilidad de recuperar el cuerpo
que había sido destruido, sin el cual el etemmu es condenado a una eternidad de desarraigo; por ofensas
proferidas contra la divinidad o el rey, que como hemos visto si no son purgadas se arrastran incluso a la
existencia de ultratumba; y finalmente por morir antes de tiempo, es decir antes de realizar un proyecto de
vida y dejar descendencia.
Este último punto es particularmente interesante, ya que generaba un tipo de espectro, perteneciente a la
familia de los Lilû/Lilītu y Kūbu (fetos), caracterizados por la incompletitud derivada de la juventud en el
momento de la muerte, que les lleva a buscar su satisfacción a partir de la unión sexual con los hombres, aun
carente de la dimensión lujuriosa del acoplamiento de los íncubos y súcubos medievales. La envidia y la
frustración ante la imposibilidad de lograr el anhelado contacto sexual, la maternidad o la salud ... justifican
las acciones de estos espíritus, encaminadas en última instancia a privar a los demás de aquello que ellos
mismos habían perdido.
Los Kūbu por el contrario, son los espectros de los niños nacidos muertos, fallecidos en el interior del vientre
materno, o los fetos abortados, susceptibles de transformarse en espíritus malvados de una gran peligrosidad.
Podían presentar bien aspecto humano, o bien el aspecto monstruoso de un niño prematuro, no formado

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García Jiménez, Luis Rafael. La muerte desde la Mirada de la historia, la literatura y el arte.
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completamente. Algunas terracotas nos muestran al Kūbu como un feto encorvado como si estuviera en el
interior del vientre, en avanzado estado de gestación.
Estas tres clasificaciones como indica Couto,2 representan un destino interrumpido, bien sea ante la
imposibilidad de consumar un matrimonio y generar una progenie, en el caso de los espíritus Lilû/Lilītu;
como consecuencia de un nacimiento truncado, en el de los Kūbu; o a causa de una mala muerte, en los
etemmu.
La vitalista cultura del Nilo, por su parte, asentó sus creencias de ultratumba en un refinado compendio de
dogmas y ritualísticas, que aseguraban la supervivencia del difunto tras la muerte. Sin embargo, a diferencia
de la ultratumba mesopotámica, en Egipto encontramos ya la noción de un inframundo vinculado a un
sistema de castigos y recompensas. La vida en el más allá, se consideraba una continuación de la terrenal, a
la que se podía acceder tras haber superado con éxito la prueba del juicio. El ser humano en la mentalidad
egipcia, estaba dotado de varios componentes. El ka, o la fuerza vital del hombre que, tras la muerte
sobrevivía residiendo en la estatua funeraria del difunto. El ba, traducido erróneamente como alma, era la
manifestación animada y personal del muerto. Representado como un pájaro con cabeza humana tenía
capacidad para moverse y asumir cualquier forma que el difunto considerase. Otros elementos como la
sombra (sheut), la energía (hekau), el corazón o el nombre, estaban igualmente involucrados en la supervivencia
post mortem. Para asegurar la perduración del individuo tras la muerte, era necesaria no solo la conservación
del cuerpo (la momificación) sino la manutención de sus necesidades, de ahí que las ofrendas, tanto materiales
como simbólicas (en representaciones pictóricas, relivarias… etc) fueran imprescindibles.
Para los griegos, tras el deceso, el alma cruzaba en barca la laguna Estigia hasta llegar al reino de los muertos,
donde eran sometidos a juicio. A partir de ahí alcanzaban el Eliseo o eran condenados a sufrir tormento en
una prisión de altas murallas. Los ritos funerarios tenían como objetivo ayudar al alma del difunto en su
tránsito hacia el más allá y su importancia era tal, que de su perfecto cumplimiento dependía la salvación del
individuo y de su alma. Al lado del cuerpo del muerto, se disponía igualmente su ajuar, para permitirle
continuar el disfrute de sus pertenencias tras la muerte:
“Los hombres de vida mediocre, que son la mayoría, andan errantes por el prado, sin cuerpo, todos convertidos en sombras que
con el tacto se desvanecen como el humo. Se nutren de las ofrendas y las libaciones que les hacemos en sus sepulcros. De manera
que si alguno acá, en la tierra, no dejó ni parientes ni amigos, aun muerto, padece hambre y vive entre los muertos atormentado
por falta de alimento."3
Los antiguos griegos distinguían entre diversos tipos de muertos, y contemplaban la posibilidad de mantener
contacto y ser afectados por ellos. Al igual que veíamos en Mesopotamia, niños, jóvenes y personas a las que
les sobrevenía una muerte prematura, eran especialmente considerados. Los aoroi o muertos antes de tiempo,
los biaiothanatoi, caídos a causa de una muerte violenta, y los ataphoi, que no habrían recibido sepultura o la
ritualística de paso necesaria, eran particularmente apreciados en las invocaciones, pero su peligrosidad era
tal, que cualquier negligencia en el protocolo necromántico, podía acarrear consecuencias funestas no sólo
para el invocador, sino para toda la comunidad.
Igualmente, en Grecia, es interesante la figura del eidolon o doble, una suerte de copia astral del fallecido que,
en determinadas ocasiones, podía presentarse a los vivos.

2
Couto, Érica. Los espectros furiosos como causa de enfermedad en Mesopotamia. Universitat Pompeu Fabra
3
LUCIANO. Sobre el luto, 11-12
4
En la antigua Roma, la transición entre la vida y la muerte, dependía básicamente del individuo y sus propias
creencias. Aun con todo ello, se generaliza una ritualística funeraria destinada a garantizar el buen proceder
del alma del difunto y la satisfacción de sus necesidades en la continuación de la actividad vital que lo
acompañaban tras el fallecimiento.
A medida que se va afianzando la creencia en una vida tras la muerte, surge toda una parafernalia ceremonial
en relación con la protección de los difuntos, la ayuda de los dioses y de los espíritus, y el culto a los
antepasados. Así surgirán las diversas festividades realizadas en conmemoración de las almas de los difuntos:
las Parentalia y las Lemuria.
Las primeras de carácter funerario y expiatorio, se celebraban en febrero, mes de las purificaciones. El día
21, se festejaba Feralia, momento en el que se visitaban las tumbas de los familiares, decorándolas con flores
y ofreciendo a los difuntos pan empapado en vino y leche. Tras ello llegaba la Caristia, durante la que se
procedía a honrar a los Lares, en su origen espíritus de la campiña y protectores de la familia, encargados de
velar por su salud y prosperidad. Con motivo del festejo, se celebraba un banquete en el que se reservaban
sitios para los fallecidos familiares recientes y cuya finalidad era reforzar los lazos entre los vivos y sus
antepasados, buscando reconciliar a ambas partes.
“La festividad que sigue recibe el nombre de Caristia por los familiares queridos. Una muchedumbre de parientes acude ante los
dioses de la familia. Resulta verdaderamente consolador apartar la mirada de los sepulcros en que yacen lo allegados que han
fallecido, y dirigirla a los vivos, así como, depuse de haber perdido a tantos contemplar lo que aún queda de nuestra sangre y
calcular el grado de parentesco.”4
Por otra parte, el alma del difunto podía correr la suerte de convertirse en un espíritu atormentado y engrosar
las filas de los lemures, laruae5 o entidades malignas, si los ritos de enterramiento no se llevaban a cabo
correctamente, o si los familiares acababan olvidando sus obligaciones funerarias. Para placar las malvadas
intenciones de los muertos y evitar que acabaran contaminando a los vivos con sus malas energías, se
celebraban las Lemuralia o Lemuria durante el mes de mayo. Entre los rituales apotropaicos que se llevaban
a cabo durante las festividades, era habitual arrojar judías o habas negras, el alimento por excelencia de los
muertos en el más allá, y golpear un pesado címbalo de bronce, cuyo sonido se creía insoportable para los
lémures. También era común modelar réplicas en cera (o en hortalizas para los menos pudientes) de los
rostros de los miembros de la familia a modo de sacrificio sustitutorio para engañar a los espíritus malignos.
Según relata Ovidio en sus Fastos:
“Era el mes de mayo, denominado así por el nombre de los ancestros (maiores), que aún hoy conserva parte de la costumbre
antigua. Al mediarse la noche y brindar silencio el sueño, y callados ya los perros y los diferentes pájaros, el oferente, que recuerda
el viejo rito y es respetuoso con los dioses, se levanta (sus pies no llevan atadura alguna) y hace una señal con el dedo pulgar en
medio de los dedos cerrados, para que en su silencio no le salga al encuentro una sombra ligera y cuando ha lavado sus manos
con agua de la fuente, se da la vuelta, y antes coge habas negras y las arroja de espaldas diciendo: “Yo arrojo estas habas, con
ellas me salvo yo y los míos”. Esto lo dice nueve veces y no vuelve la vista, se estima que la sombra las recoge y está a nuestra
espalda sin que la vean. De nuevo toca el agua y hace sonar bronces temescos y ruega que salga la sombra de su casa, al decir
nueve veces “Salid, Manes de mis padres”, vuelve la vista y entiende que ha realizado el ceremonial con pureza”

4
Ovidio, Fastos. II 617-638
5 Éstas en un principio no habrían gozado de existencia humana.
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BIBLIOGRAFÍA

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