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Jean Courtin, Paul Veyne, Jacques Le Goff,

Jacques Solé, Mona Ozouf, Alain Corbin, Anne-Marie Sohn,


Pascal Bruekner, Alice Ferney y Dominique Simonnet

La historia más
bella del amor

M
ANAGRAMA
Colección Argumentos
Jean Courtin, Paul Veyne,
Jacques Le Goff, Jacques Solé,
Mona Ozouf, Alain Corbin,
Anne-Marie Sohn, Pascal Bruckner,
Alice Femey y Dominique Simonnet

La historia más
bella del amor
Traducción de Óscar Luis Molina S.

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Título de la edición original:
La plus belle histoire de l’amour
© Editions du Seuil
Parts. 2003

Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: «Júpiter y Juno en el monte Ida», James Barry, 1770,
City Art Gallery, Sneffield, Gran Bretaña

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2004


Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 84-339-6216-7
Depósito Legal: B. 43820-2004
Printed in Spain
Liberduplex, S. L., Constitució, 19,08014 Barcelona
PRÓLOGO

Dos delgadas siluetas enlazadas, un esbozo al fondo de


una caverna neolítica. La sonrisa enigmática de esa pareja
antigua que sobrevive en una pared de Pompeya. Una ilumi­
nación: rodilla en tierra, un caballero inclinado ante su Dul­
cinea...
También la espada de Tristán que le aparta de su dama,
los dedos de Julien que rozan el brazo de Mme. de Rénal,
los millares de palabras inflamadas de las Julietas, Eloísas
y Berenices, de todas las bellas de los señores de la litera­
tura.
Y aún más: la falda levantada de una ninfa de Frago-
nard, la mano de Chaplin que estrecha con fuerza la de Pau-
lette Goddard, y los torrentes de lágrimas, las otgías de
abrazos, las sinfonías de suspiros, los gritos de placer que
inundan nuestras pantallas nunca saciadas.
El amor, siempre, que nos sigue como una sombra desde
la noche de los tiempos...
Pero no sólo hay historias de amor. También hay una
historia del amor. Una Historia con mayúscula, que no se li­
mita a las extravagancias reales ni a la menudencia de los
folletines. Escudriña la vida privada de gentes de toda con­
dición, revela secretos de nuestras mentalidades y toca de
7
cerca el inconsciente de nuestras sociedades. Dime cómo
amas y te diré quién eres...
Interrogarse acerca del amor implica grandes preguntas,
supone prestar atención a la moral de una época, pero tam­
bién a la guerra, el poder, la religión, la muerte... Si tiras del
hilo rosa, acude toda nuestra civilización. «El amor es una
concepción de Occidente», proclamaba Denis de Rouge-
mont. No hay mejor resumen.
Aquí encaramos esta aventura febril junto con los mejores
historiadores, filósofos y escritores. Seducciones, encuentros,
pasiones, erotismo, sexualidad, matrimonios, fidelidad...
¿Cómo se amaba antaño en Occidente? ¿Cuál era el ideal del
momento? ¿Se parecía a la realidad? ¿Cuál era la verdadera
naturaleza de la intimidad? ¿Dónde se situaba el deseo? ¿Qué
lugar se asignaba al placer y al sentimiento?
La historia del amor ha tenido sus pioneros respetables:
Michel Foucault, Jean-Louis Flandrin, Georges Duby... Nun­
ca se ha escrito en toda su continuidad. Nosotros nos hemos
atrevido a hacerlo, aunque eso signifique desterrar algunos
viejos clichés.
Excavar intimidades es una tarea difícil: el amor no deja
fósiles, suele borrar las huellas de sus pasos. Sólo subsisten
ilusiones, evocaciones fugitivas, veladas, disfrazadas... Lo ig­
noran las grandes crónicas, que prefieren las hazañas gue­
rreras. Las actas notariales y los registros del estado civil re­
bajan todo a una vil contabilidad. Nos queda el arte y la
literatura: cartas y diarios íntimos, poemas, cuadros, dibu­
jos, esculturas...
Y hace falta separar lo imaginario de la realidad. Porque
el arte no siempre dice la verdad. Suele revelar fantasmas de
una época y dice lo que se desearía hacer más que lo que se
ha hecho. Los romanos, por ejemplo, que llenaban sus
plazas con estatuas de sexo triunfante, en privado eran fa­
mosos por su puritanismo. En la época en que la Venus de
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Botticelli mostró su desnudez, la gente, sin embargo, no se
desvestía en las alcobas. Y el libertinaje del Siglo de las Lu­
ces sólo era el reverso de un decorado donde reinaba la re­
presión... Conviene cuidarse pues de los símbolos engañosos.
Veremos, también, que esta historia nada tiene de rosa.
Nunca se ha tomado a broma el amor. Reyes, sacerdotes,
guerreros, médicos, banqueros y notarios lo han enmar­
cado, normalizado, reprimido, encarcelado, violentado. Las
mujeres han sido las eternas sacrificadas. «Nunca comen­
céis el matrimonio con una violación», aconsejaba Balzac
no hace tanto. Es casi decir que el hecho se daba por des­
contado. El sexo no siempre ha sido una fiesta de placer; ni
mucho menos. Durante mucho tiempo el orden moral y se­
xual ha reinado y ejercido una verdadera tiranía sobre la
vida privada.
Simplifiquemos. La historia del amor se resume en tres
palabras, en tres esferas; sentimiento, matrimonio, sexuali­
dad. O si se prefiere: amor, procreación, placer... Tres ingre­
dientes para situar a hombres y mujeres y con los cuales
cada época ha jugado tratando de disociarlos o de reunirlos
según sus propios intereses. Para bien o para mal.
Matrimonio sin amor ni placer. Matrimonio de amor sin
placer. Placer de amor sin matrimonio... La historia del
amor es la de una larga marcha de las mujeres (y de los
hombres, un poco más atrás) para liberarse de la sujeción
religiosa y social y reivindicar un derecho no obstante ele­
mental: el derecho de amar.
acto primero : primero , el matrimonio. Después de la
prolongada prehistoria que, leeremos, no era tan salvaje
como se cree, se instala un pesado cepo. Entre el hombre y
su mujer legítima no cabe el sentimiento (que debilita el
alma) y aún menos el placer (que agota el cuerpo). Peor to­
davía: la carne se convierte en pecado. La pareja está hecha
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para procrear y asegurar la herencia y la filiación. Solamen­
te los hombres se atribuyen el derecho de salir a retozar.
Ésas son la ley y la moral que pesarán durante siglos. En el
curso de estas páginas se derrumbarán numerosas ideas
preconcebidas: veremos que nuestros antepasados romanos
fueron los primeros puritanos, y que en la Edad Media, al
revés de lo que se cree, el amor no era muy cortés.
acto segundo : también el sentimiento . A la sombra
del Renacimiento, donde reina más que nunca el orden se­
xual, se abre camino una pequeña reivindicación en lo más
profundo de la campiña: ¿y si también se pudiera amar a la
persona con la cual se está casado? Los pobres son los pri­
meros que proponen esta escandalosa reivindicación. ¿Qué
pueden perder si conciertan uniones por amor en lugar de
matrimonios por interés? A pesar de la pequeña ventana que
se abre sobre la libertad de las mujeres, que muy pronto
vuelve a cerrarse (la Revolución file la gran enemiga del
amor y de la vida privada), quedan muy lejos los sueños
de igualdad. Y muy lejos el placer... Aquí también caen los
clichés: a pesar de su literatura, el siglo del romanticismo
no es muy sentimental. Al siglo xix agrega hipocresía y bru­
talidad.
acto tercero : finalmente el placer. Con el amane­
cer del siglo xx se levanta la losa que ocultaba la sexualidad.
Desde ese momento hay que gozar. Poco a poco, en el curso
de los decenios, las parejas se erotizan, se liberan. Los años
locos, paréntesis entre dos locuras guerreras, aceleran esta
emancipación de los cuerpos y los espíritus. Y la revolución
sexual barre de un golpe los antiguos tabúes. Se trata de una
curiosa inversión: ahora la sexualidad, tanto tiempo repri­
mida, se vuelve totalitaria. El amor, una vez más, paga los
platos rotos.
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¿Dónde estamos hoy? Gracias a los progresos de la cien­
cia y la evolución de las mentalidades, nuestras tres esferas
pueden estar totalmente disociadas: se puede hacer el amor
sin procrear, procrear sin hacer el amor y ya se acepta hacer
el amor sin amar. Sin embargo, signo de esta época paradó­
jica, nunca hemos deseado más reunirlas: un amor durade­
ro donde se cultive el placer es el ideal de nuestros tiempos.
Queremos las tres cosas a la vez. Pero advertimos, con algún
desasosiego, que las nuevas opciones que se nos ofrecen
también tienen su peso. No es más fácil vivir el amor en la
libertad que en la coacción.
Y aunque también sea resultado de nuestras hormonas,
como hoy se dice, el amor siempre está ligado a nuestro pa­
sado distante. Lo queramos o no, esta larga historia aún vive
en nosotros. Nuestros comportamientos amorosos arrastran
la pesada herencia no sólo de nuestros padres sino también
de las numerosas generaciones que les han precedido. En el
fondo de nosotros están los Don Juan, las Isoldas, los Solal
que acechan y a veces tiran de los hilos. Y bebemos sin sa­
berlo en viejas morales, antiguas aspiraciones y deseos ocul­
tos. Sí, el amor tiene una historia. Y seguimos siendo sus
herederos.
Dominique S imonnet

11
Acto I
Primero, el matrimonio
ESCENA 1
LA PREHISTORIA: LA PASIÓN DE LOS CROMAGNON

Un día, o quizás una noche, varias decenas de milenios an­


tes de nuestra era, se realizó un gesto, se dijo una palabra,
nació un sentimiento... Hay que buscar sin duda muy lejos
en el pasado el despertar de lo que más tarde habrá de lla­
marse «amor»... ¿Podemos hallar sus huellas en los frag­
mentos de esqueletos y de alfarería, en los restos de adornos,
en los dibujos y grabados, en los únicos vestigios que nos
han legado esos tiempos antiguos? Los fósiles pueden revelar
más de un secreto a quien sabe interpretarlos: el amor, dicen,
es propio del hombre y somos nosotros, los Cromagnon de
cerebro complejo, quienes lo hemos inventado. También se
tenia corazón en la noche de los tiempos. Y se amaba tanto
como ahora, quizás incluso con mayor libertad y hasta feliz­
mente.

APARECE LA SENSIBILIDAD

Dominique Simonnet: No disponemos de huellas de los orí­


genes del amor, del primer gesto de ternura y sensibilidad; no
hay fósiles ni relatos y jamás contaremos con pruebas y certe­
zas. Aunque los científicos como usted no gusten de las espe-
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dilaciones, ¿puede aventurarse por lo menos alguna hipótesis
acerca de esos acontecimientos misteriosos y distantes?
Jean Courtin: Chocamos enseguida con la definición del amor.
En el mundo animal siempre ha habido la necesidad de que los
individuos de un sexo busquen a los del otro sexo con la finali­
dad de perpetuar la especie. Algunos animales incluso forman
parejas duraderas; es el caso de las rapaces, los cuervos y los lo­
bos, que se unen para toda la vida. Entre ellos existe, pues, un
verdadero apego entre sexos diferentes. ¿Se trata de amor?
Creo que más bien hay que hablar de instinto. Para encontrar
un verdadero sentimiento profundo que incite a valorar las
cualidades de otro, a elegir el compañero y a decidir pasar todo
el tiempo con él, hay que esperar el desarrollo del cerebro y por
lo tanto al Homo sapiens, es decir al hombre moderno.
¿Y no cree que nuestros antepasados australopitecus, el
Homo habilis y el Homo erectus, podrían haber poseído esa
gracia? La pequeña Lucy, la famosa australopiteca de tres mi­
llones de años, ¿no se habría enamorado?
La veo como un pequeño simio. Los simios nos conmueven
cuando los miramos. Ese ser vertical quizás tenía su encan­
to para sus semejantes. Ejercía cierta seducción y experi­
mentaba atracción. Pero que sintiera amor en el sentido que
hoy lo entendemos... no estoy tan seguro. Tampoco me ima­
gino que el Homo erectus estuviera dotado de una aptitud
tan sutil. No conocían la sepultura, dejaban abandonados a
los muertos. Hemos encontrado esqueletos abandonados,
despedazados, en medio de huesos de animales...
El Homo sapiens en todo caso es más delicado.
Es el primero que concede grandes cuidados a sus difuntos,
lo cual denota una forma innegable de apego a sus semejan-
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tes. Tiendo a pensar que el sentimiento amoroso se da a la
par que la consideración que se tiene por los muertos, que el
sentido de la estética, de la ornamentación; así pues, a la par
que las características propiamente humanas, que sólo ha de­
sarrollado el hombre de Cromagnon desde -100.000 años en
África y en Oriente Próximo y hacia -35.000 años en Europa.
La emergencia de una sensibilidad, en suma, que se habría
manifestado simultáneamente en distintos dominios...
Sí, pero disponemos de muy pocos indicios para identificar­
la. Los historiadores de la prehistoria nos hemos inclinado
sobre el sílex, los restos óseos, los fragmentos de alfarería, y
nos cuesta bastante leer en ellos la realidad humana. Pode­
mos analizar las excavaciones arqueológicas, por ejemplo
las tumbas, e intentar imaginar cuáles eran las estructuras
sociales, las relaciones entre los individuos. Pero se trata
siempre de interpretaciones. También disponemos de graba­
dos, pinturas prehistóricas, estatuillas de «diosas»... Pero el
arte tiene una función simbólica, refleja una mitología y no
una realidad.

HUELLAS DE SOLIDARIDAD

Tratemos, no obstante, de jugar a detectives del amor. ¿Qué


nos dicen esas famosas tumbas?
Consideremos dos casos: en las cuevas de Grimaldi se han
encontrado los esqueletos de dos niños (de entre seis y diez
años) de -30.000 años, exhumados uno al lado del otro, con
la pelvis y los muslos cubiertos por miles de Conchitas per­
foradas que sin duda estuvieron originalmente cosidas a sus
taparrabos o a sus cintos. En Vedbaek, Dinamarca, en un
yacimiento del octavo milenio antes de nuestra era, se ha
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descubierto a una joven muerta a los dieciocho años y acom­
pañada de su bebé recién nacido: llevaba numerosos dientes
de ciervo perforados, antaño cosidos o pegados en sus vesti­
duras y en su cinturón; el bebé, sin duda un niño, tenía una
lámina de sílex en la mano, un rito que se ha observado en
los hombres adultos. El pequeño cadáver había sido deposi­
tado sobre un ala de cisne (cuyos huesos aún perduraban).
¿Yqué se deduce de todo ello?
Que se cuidaba mucho a los niños. Se puede ver allí la señal
de un apego profundo, de una forma de amor. Otro indicio:
también se sabe que los hombres prehistóricos eran capaces
de ser solidarios.
¿Cómo diablos se puede hallar huellas de solidaridad?
En un abrigo bajo roca, al fondo de la cueva de Bonifacio,
en Córcega, un yacimiento de -8.000 años, se ha exhumado
el esqueleto muy bien conservado de una mujer muerta a los
treinta y cinco años, enterrada con sus adornos y cubierta
de almagre. Durante su juventud había tenido un accidente
grave, sin duda una caída en las rocas: tenía el brazo iz­
quierdo paralizado debido a diversas fracturas, sólo podía
desplazarse con suma dificultad y una osteítis había destrui­
do parte de su mandíbula inferior, lo que limitaba su ali­
mentación a papillas. En una época en que se vivía de la
caza, de la pesca y de la recolección de moluscos, debía de­
pender completamente de sus semejantes. Sin embargo se la
alimentó, cuidó, ayudó y permitió vivir muchos años.
Lo que demuestra cierta solidaridad, es verdad.
¿Sus hijos se hicieron cargo de ella? ¿O su compañero? Es­
tos casos de solidaridad eran bastante comunes y demues-
18
tran que verdaderamente había sentimientos de profundo
apego entre ciertos individuos. Se aprecian incluso entre los
Neandertal, contemporáneos del Homo sapiens y cuya espe­
cie se ha extinguido.
Y a los cuales se describe a veces como seres bastante gro­
seros...
Habían evolucionado más de lo que se creía. Es verdad que
tenían una morfología diferente a la del Homo sapiens: cue­
llo de luchador de sumo, nuca poderosa, piernas cortas, bra­
zos muy musculosos, lóbulos olfativos más importantes.
Esto les concedía cierto aire de perros de caza. Pero sin
duda poseían un lenguaje desarrollado y a veces inhumaban
a sus muertos... Y bien, en antiguas sepulturas de Neander­
tal, de entre -60.000 y -80.000 años, se han descubierto los
restos de individuos con serias discapacidades y que sin em­
bargo sobrevivieron durante muchos años gracias a la ayu­
da del grupo; el hombre de Shanidar, por ejemplo, exhuma­
do en una gruta del Kurdistán, al norte de Irak, o ese
individuo con la pierna quebrada y la mandíbula destrozada
durante la adolescencia... También se ha encontrado una
tumba de una mujer Neandertal, tapizada de flores de las
marismas que se habrían recogido en un valle situado más
abajo y a varias horas de marcha. Es el uso más antiguo que
se conoce de flores en los ritos funerarios.

EL ARTE Y EL AMOR

Los Neandertal y los Cromagnon habrían inventado la solida­


ridad, cada uno por su lado. ¿Yel amor?
Es una bella hipótesis. Pero, al revés que los Neandertal, que
sólo enterraban a algunos de sus semejantes, los Cromag-
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non lo hacían de manera sistemática: inhumaban a hom­
bres, mujeres y niños con un mismo cuidado, cualquiera
que fuera su edad. Me gustaría ver en ello la señal de los pri­
meros sentimientos amorosos.
¿Hay algo más que favorezca esa hipótesis?
Hay otra cosa: hacia -35.000 años, los Cromagnon inventan
el arte magnífico de las cavernas. La preparación de la roca,
el cincelado del grabado, la precisión de los trazos, la elec­
ción y la preparación de los colores, la perspectiva, la maes­
tría del difuminado para dar relieve, el gusto por el trabajo
perfecto que también se aprecia en las armas talladas en la
piedra, en huesos y astas de animales a menudo adorna­
dos... Todo eso denota una habilidad, una preocupación por
la estética y una sensibilidad asombrosas; en breve, un cere­
bro que posee imaginación y emociones. La revolución del
arte en esa época podría coincidir con el nacimiento del amor.

HOMBRS Y MUJERES CROMAGNON

Individuos tan sensibles, capaces de realizar maravillas como


las que se puede admirar en las paredes de la cueva de Chau-
vet o en las de Lascaux o en Cosquer, eran sin duda, según us­
ted, individuos que amaban... El amor sería entonces propio
del hombre... moderno.
Sí. El sentimiento amoroso de los primeros cazadores «mo­
dernos» no debía de ser muy diferente del nuestro. ¿Por qué
iba a ser de otra manera? Los hombres y mujeres Cromag­
non debían de poseer un lenguaje elaborado, ya que el nivel
de su tecnología lo hace inevitable: para lograr grandes lá­
minas a partir de trozos de sílex, utilizando un instrumento
de asta de reno y un mazo de madera, había que golpear en
20
cierto ángulo, en el lugar preciso, preparar bien el golpe, li­
mar el lugar apropiado... Esta técnica refinada, que no tiene
relación alguna con las piedras talladas por los contemporá­
neos de Lucy, no se explica únicamente con un gesto: exige
una verdadera comunicación.
En suma, que los Cromagnon se comportaban y amaban
como nosotros...
Los hombres Cromagnon hablaban, tenían el mismo cere­
bro que nosotros, soñaban como nosotros, experimentaban
las mismas emociones, los mismos sentimientos que noso­
tros, y debían de conocer también el deseo, los celos, la pie­
dad y los caprichos de la pasión. Hasta se puede imaginar
que esos amores originales eran más intensos, más verdade­
ros que los nuestros, al estar liberados de todas las contin­
gencias, de las reglas sociales y de la sumisión a una norma.

LA EDAD DE ORO

¡Era el paraíso terrenal!


El paleolítico fue la edad de oro. Abundaban los recursos y
no había muchos hombres. El mundo bullía de animales
que no eran feroces y se podían cazar fácilmente (en algu­
nos yacimientos se ha encontrado gran cantidad de restos
de renos, de caballos, de cabras), las costas eran ricas en
moluscos y crustáceos, los peces abundaban en los ríos...
Nuestros antepasados vivían como seminómadas, en grupos
de una treintena de personas, bastante dispersos pero no
aislados. Disponían verdaderamente de un lenguaje común,
quizás no universal, pero en cualquier caso hablado en
grandes extensiones. Intercambiaban materias primas -sí­
lex, conchas marinas, cristales de roca-, conocimientos (se
21
han encontrado objetos semejantes y se aprecian las mismas
técnicas de talla en regiones muy alejadas); es probable que
también intercambiaran a sus compañeras.
¡Vamos!
Debían de comprender el problema de la consanguinidad.
Los esqueletos lo demuestran: era gente bien hecha, sin
malformaciones congénitas. Y lo confirma la etnología: en­
tre numerosos grupos de cazadores-recolectores, casi en to­
das partes, hay o hubo antaño encuentros anuales, grandes
fiestas en las que se realizan intercambios y se establecen
vínculos, lo que los investigadores llaman «exogamia».

U S BELLAS DEL LITORAL LIGUR

¿Los primeros seres humanos vivían entonces en pareja, eran


monógamos?
¡Por supuesto! No caben los harenes en un grupo paleolíti­
co. No se puede tener muchas mujeres cuando se vive de la
caza: la poligamia habría obligado al hombre a cazar más.
Existió más tarde, entre los agricultores, pero no entre los
cazadores-recolectores. Por otra parte, en los yacimientos de
superficie que se han estudiado, el tamaño de las chozas es
reducido y corresponde a familias poco numerosas. Es cier­
to que se han descubierto algunas tumbas dobles: de un
hombre enterrado junto a dos mujeres.
¿Sus dos esposas?
Es probable. Lo que indicaría que las mataron al mismo
tiempo, para acompañarlo en la muerte, una costumbre que
volveremos a encontrar más tarde en la Antigüedad. En Dol-
22
ni Vestonicé, Moravia, en un yacimiento de cazadores de
mamuts de -25.000 años, ha quedado al descubierto una
mujer joven rodeada de dos hombres; uno tiene apoyada la
mano en la pelvis (o en el sexo) de la mujer, que está cu­
bierta de ocre en ese lugar preciso. Pero debían de ser ex­
cepciones.
¿Se han descubierto parejas más «clásicas»?
En las famosas cuevas de Grímaldi se encontraron los esque­
letos de un hombre de unos veinte años, muy alto (1,94 m)
y de una mujer de unos treinta años en posición dobla­
da; los dos están estrechamente abrazados entre sí, con
ornamentos de conchas como era la costumbre (se ha es­
peculado mucho sobre ellos; en algunas obras de vulgari­
zación se los califica de «negroides» y se ha dicho que se
trataba de una mujer vieja enterrada con un joven). De
hecho, es posible que se trate de un atlético cazador que
atraía las miradas de las bellas del litoral ligur hace treinta
mil años...

PANTALONES DE PIEL

La noción roussoniana del buen salvaje, que nos llega desde el


siglo X IX ...
... me satisface bastante. En la edad paleolítica no se sabe de
muertes violentas causadas por otros humanos, no hay heri­
das de proyectiles; esto es contrario a lo que con frecuencia
se hallará en épocas posteriores. No se combatía por la caza,
las presas abundaban; tampoco por la propiedad de los yaci­
mientos de sílex. Era sin duda una época agradable, a pesar
de los rigores del clima. Pero debió de ser una época muy
machista. La mujer se ocupaba de los niños, raspaba y cur-
23
tía las pieles para las vestimentas, cuidaba el hogar, mante­
nía el fuego, y el hombre llevaba los pantalones... de piel.
El macho, que se marcha de caza mientras la mujer permane­
ce en casa...
Sí, el «macho cazador» corre todos los riesgos para traer la
carne cotidiana... La etnología nos lo indica: en todas las so­
ciedades de cazadores-recolectores existe el interdicto de la
sangre, ligado al ciclo femenino: los hombres tienen el privi­
legio de las armas, pues ésas hacen correr la sangre. Las
mujeres sólo pueden utilizar los instrumentos que no hacen
sangrar: trampas, redes de caza, garrotes, mazos... Existen
esas normas entre los aborígenes australianos, los bosqui-
manos de África del Sur y los amerindios del norte y del sur.
Mucho más tarde se advierte otra diferencia entre los sexos
en la elaboración de alfarería: las mujeres fabrican alfarería
modelada. Pero desde que empieza a usarse el tomo, desde
que se industrializa, pasa a ser asunto de hombres.
¡No eran precisamente feministas sus Cromagnon!
Una novelista anglosajona ha imaginado a la mujer prehis­
tórica como una superwoman, que domestica leones y caba­
llos, se impone como campeona de tiro con honda y seduce
a cuanto hombre se pone a su alcance... Una mujer sola en
la naturaleza, en pleno período glacial, que se entrega a una
sexualidad sin freno, me parece bastante inverosímil... El
amor paleolítico sin duda era más... convencional.

LA POSICIÓN DEL MISIONERO

Las imágenes clásicas no describen, en todo caso, la sexuali­


dad prehistórica como una fiesta placentera. El hombre agarra
24
a su compañera por los cabellos y, zas, se la cepilla, y perdone
la expresión. Otro lugar común sugiere que un día el hombre
habría pasado de una práctica animal a una más humaniza­
da: habría hecho el amor cara a cara...
¡El descubrimiento de la posición del misionero! Eso hace
reír a los prehistoriadores. ¿Quién fue el primero que tuvo la
idea de no hacer el amor como los animales? Imposible sa­
berlo. En esa época no debía de haber muchos «prelimina­
res». Los hombres y las mujeres de la prehistoria, que veían
habitualmente a los animales, quizás no ejercían una sexua­
lidad muy refinada, pero de todos modos debían de querer­
se, de amarse. Los esqueletos femeninos que se han encon­
trado estaban cubiertos de adornos. Se enterraba a las
mujeres con tanto cuidado como a los hombres. Y no olvi­
demos el lenguaje, del que ya hemos hablado algo. ¿Por qué
no iban a utilizarlo para expresar las complejidades de los
sentimientos, para el amor?
¿El arte de las cuevas prehistóricas nos puede dar indicios de
su manera de amar?
En las paredes de las cuevas hay muy pocas representaciones
humanas y ninguna escena de coito o de acoplamiento ani­
mal. El arte de las paredes sólo muestra ciertos animales (el
reno, que era la presa fundamental, está en minoría y también
aves y conejos, pero en cambio están muy presentes los caba­
llos, los bisontes, los mamuts, que eran mucho menos habi­
tuales en la alimentación). ¿Por qué? Porque no representa­
ban la vida cotidiana sino símbolos. El caballo pudo haber
simbolizado la fuerza; el ciervo, la virilidad. Es inútil tratar de
leer ahí la realidad de la época... Es verdad que en algunas
cuevas también hay imágenes de vulvas y de falos. En la cueva
de Cosquer, en Marsella, se ve un grabado de falos muy realis­
ta, una representación rarísima en el arte paleolítico.
25
VENUS ESPIGADAS

¿Sexos dibujados en las paredes? ¿Erotismo antes de tiempo?


En esos casos también se trata, sin duda, de símbolos de fer­
tilidad. En la cueva de Chauvet, en Ardéche (-35.000 años),
también se ha encontrado la única pintura de mujer que se
conoce de esa época; su bajo vientre está representado con
mucho realismo... Pero solamente una placa grabada, que
descubrió el historiador Jean Clottes* en Ariége, que data de
-12.000 años, muestra dos personajes que se acoplan por
detrás. En una época se pensó que se trataba de dos hom­
bres. Hoy se cree que eran un hombre y una mujer... En Tuc
d'Audoubert, también en Ariége, hay dos bisontes modela­
dos, una pareja de animales dispuestos a acoplarse. Poca
cosa, en suma.
En efecto. ¿Ypor qué hay tan pocas representaciones sexuales
en el arte de la prehistoria?
La sexualidad no formaba parte de la mitología que simboli­
zaba el arte de las paredes. En el paleolítico superior conta­
mos con esas famosas estatuillas femeninas, con esas Venus
sin rasgos faciales pero cuyos atributos femeninos están
exagerados y muestran la importancia que se concedía a la
función maternal y reproductora. Siguen siendo símbolos
de fertilidad, no son representaciones realistas de la mujer
prehistórica: no puedo imaginar que el ideal de belleza esté
ilustrado por esas señoras de grandes nalgas... Me parece
que las mujeres paleolíticas debían de ser del tipo espigado
sin demasiados kilos de más.

* Véase La historia más bella del hombre, de André Langaney, Jean


Clottes, Jean Guilaine y Dominique Simonnet, Barcelona, Anagrama, 1999.
26
EL COMIENZO DE LOS PROBLEMAS

Y llega la revolución del neolítico, a partir de -10.000. Desapa­


recen los grupos de cazadores-recolectores y sus parejas bucó­
licas. Se inventa la agricultura, la ganadería, las aldeas. Y, al
mismo tiempo, la distribución de tareas, la propiedad, las je­
rarquías, el poder, la guerra... Todo cambia. ¿También las re­
glas del juego amoroso?
Nace, en efecto, otro mundo: el de los agricultores y ganade­
ros que producirán sus propios alimentos -cereales, legumi­
nosas-, domesticarán animales. Con sus hachas de piedra
desbrozarán la selva, trabajarán el campo, edificarán recin­
tos para el ganado, construirán casas agrupadas en aldeas,
emprenderán grandes obras, levantarán monumentos como
los megalitos. Aumenta la población, se estructuran socieda­
des, cambian las mentalidades. Todas estas actividades fre­
néticas necesitan de una organización social, de un reparto
de los recursos y por eso de un Lider y de normas de vida co­
lectivas y vinculantes. Todo se uniformiza.
Las cosas ya no son tan alegres...
Ya no se puede construir la choza de cualquier modo; en las
aldeas danubianas, todas las viviendas son semejantes, tie­
nen una misma planta, las mismas dimensiones, están ali­
neadas sobre un mismo eje; en Oriente Próximo las aldeas,
iguales, están agrupadas, como en Jericó; también se parece
la alfarería (toda está decorada según un protocolo preciso).
La autoridad que decide la distribución de las tareas tam­
bién gobierna la vida privada. Sin duda ya no se puede esco­
ger libremente a la compañera o al compañero. Es probable
que se impongan entonces normas para las relaciones sexua­
les y reglas de alianza conforme a la propiedad de los bienes.

27
¿Qué se puede apreciar entonces en las pinturas y cerámicas
deesa época?
En casi toda Europa, especialmente en los Balcanes y en
Oriente Próximo hay representaciones de madres fecundas.
Las estatuillas de Malta o de Anatolia representan a damas
gordas y corpulentas... En el Sahara y en Anatolia se
encuentra también el simbolismo del toro, príncipe viril,
complemento de la diosa madre. Pero, al contrario del de
los cazadores-recolectores, el arte de los campesinos es
completamente realista: pastores que conducen ovejas, mu­
jeres que trituran el grano en morteros...
¿Yparejas que se abrazan?
Sí. En las pinturas del Sahara (entre -5.000 y -2.000 años)
hay esta vez numerosas escenas de coito: personajes ha­
ciendo el amor en cabañas. Son las primeras imágenes de
este tipo. Muestran varias posiciones y siempre parejas. No
hay acoplamientos múltiples... Hace poco se ha encontrado
en el valle del Ródano tumbas del neolítico que contienen
un hombre acompañado de dos y a veces de tres mujeres, a
las cuales debieron de matar y enterrar, pues, al mismo
tiempo. Lo que, en esta ocasión, sugiere poligamia y cierta
violencia.
¡Se acabó el paraíso! El neolítico no es verdaderamente un
progreso para la vida privada...
Y sin embargo este modo de vida campesino se extiende por
todas partes. Nunca he logrado comprender, y soy hijo de
campesinos, por qué tuvo tanto éxito, por qué los últimos
cazadores-recolectores, hombres del mesolítico que vivían
en un clima templado y contaban con recursos abundantes
y variados, abandonaron la caza y la pesca y se dedicaron a
28
desbrozar los bosques, a cavar el suelo, a exponerse a todos
los azares de las cosechas, a constituir rebaños que los lo­
bos, las enfermedades y la codicia del vecino amenazaban...
Y ya son las mujeres las que pagan las consecuencias de este
frenesí productivo.
Las tareas domésticas de las mujeres se multiplican. Ahora
hay que participar en la siembra, en la siega, en la molienda
del grano, en la fabricación de alfarería, en su horneado...
Actividades incesantes que aún se ven en la selva de África
central: las mujeres no cesan de trabajar en toda la jomada.
El neolítico inauguró el principio de las obligaciones feme­
ninas. Y es probable que los sentimientos y la sexualidad en­
tre la gente se hayan normalizado cada vez más en esos
tiempos y que entonces nacieran y se desarrollaran el rapto,
la violación y la esclavitud. Es el comienzo de los proble­
mas. La edad de oro ha terminado y el mundo moderno ya
está en marcha.

29
ESCENA 2
EL MUNDO ROMANO. LA INVENCIÓN DE LA PAREJA
PURITANA

Si hemos de creer a Ovidio, celebraban el arte de amar. El arte,


quizás, ¿pero el modo? ¿Eran verdaderamente los romanos esos
vividores ilustrados, de costumbres y pensamientos libres, como
permiten imaginar las estatuas de desnudos de orgulloso sexo,
los poemas eróticos, las elegías y la reputación de dichosa deca­
dencia de que están hechos nuestros clichés? ¿Liberados, los ro­
manos? ¿Expansivos? ¡Vamos! Los romanos no son fieles a sus
bellas imágenes. Muy al contrario. Las relaciones entre hombres
y mujeres, entre hombres y hombres, entre hombres y esclavos,
tenían mucho de la sexualidad de cuerpos de guardia. Lo que
no impidió que estos mentirosos romanos se convirtieran un
día en cristianos antes de tiempo. E incluso en puritanos...

LA PAREJA IDEAL

Dominique Simonnet: En las paredes de Pompeya aún sub­


sisten pinturas apenas alteradas que representan parejas anti­
guas, esposos romanos que parecen miramos con una sonrisa
misteriosa. ¿Cómo imaginar lo que ocurría entre ellos? ¿Hay
que ver disimulo en esos rostros enigmáticos? ¿Serenidad?
¿El amor formaba parte del juego?
30
Paul Veyne: Se conocen, en efecto, numerosos retratos de
este género, que, como instantáneas, se esfuerzan por dar
una imagen ideal de la pareja. Uno de ellos, el de Paquius
Proculus y su mujer, del siglo i a.C., muestra a dos ricos ro­
manos, captados en el mejor momento de su vida, en plena
madurez, y en una actitud que se se supone natural. Están
casados, en efecto, pues la mujer sostiene unas tablillas y un
estilete, lo que indica que sabe leer, que es una persona culti­
vada, distinguida, y que se trata de mostrarlo. En esa época
solamente las mujeres casadas recibían una educación libe­
ral: las concubinas eran iletradas. Es pues una pareja mode­
lo, tal como se la concibe en el mundo de la aristocracia anti­
gua un siglo antes de nuestra era, es decir dos personas que
están juntas para perfeccionar el ideal del matrimonio: dar a
la ciudad, a la patria, buenos ciudadanos y jefes que perpe­
tuarán el orden social y el linaje.
¿Se aman?
¿Por qué no? El amor es de todos los tiempos y se puede su­
poner de esta pareja todo lo que se puede suponer de una pa­
reja actual, con una salvedad: había en esa época, como en la
nuestra, interdictos, convenciones, ideales que influían, por
lo menos en alguna medida, las conductas. La desgracia es
que los documentos, libros e imágenes que nos quedan de la
Antigüedad nos permiten conocer sobre todo las convencio­
nes y no los comportamientos reales. Ahora bien, según las
convenciones de esa época no se trata de amor. Sí de matri­
monio, algo mucho más serio. El matrimonio es un deber de
ciudadano y es de buen tono que los esposos se entiendan.
En las representaciones de los sarcófagos siempre se tienen
de la mano, como sugiriendo un entendimiento igualitario.
En los textos aparece una y otra vez una fórmula: «Mi mujer
ha muerto, he vivido veinticinco años con ella, sine querella.
31
sin haber tenido que quejarme de ella.» Esto quiere decir, sin
duda, que ella era fiel a su marido. Los moralistas serios
agregaban que el marido también debía fidelidad a su mujer.
Ésa es por lo menos la moral oficial. Pero estos esposos sólo
son dos sutiles símbolos, dos bellas mentiras...

ESCLAVOS PARA TODO

¿Esa imagen no corresponde entonces a la realidad?


Los frescos nos muestran solamente lo que resulta normal
mostrar en la buena sociedad, el ideal de pareja. La realidad
es otra. Este mundo romano es un mundo de esclavitud. La
esposa sólo es una criatura insignificante. Llegado el caso,
se la maltrata. Si se la cuida es por la dote o por su padre
noble. Proporciona hijos y mejora el patrimonio. Sólo es un
instrumento del oficio de ciudadano, un elemento de la
casa, como son los hijos, los libertos, los clientes y, en el ni­
vel más bajo, los esclavos. Escribe Séneca: «Si tu esclavo, tu
liberto, tu mujer o tu cliente empieza a contestar, te encole­
rizas.» Y confiesa que el marido... se aprovecha de todas sus
jóvenes esclavas y de sus jóvenes esclavos.
¡Vamos! ¿Así pues, el marido «fiel» puede tener «amiguitas»
con tocia legalidad?
¡Para eso son las esclavas! Las cosas ocurren como en el
Brasil de antaño, colonial y esclavista. Se hacía con los es­
clavos lo que se quería. Con los chicos y las chicas. Desvir-
gaban a las jóvenes. O se prefería a los muchachos: eso crea­
ba menos dificultades. Que uno fuera casado o no, «servirse»
de ios esclavos no tenía consecuencias. ¡Pero atención! Si
uno era casado y tenía bastardos, nadie debía decir ni pen­
sar que esos niños eran del amo, aunque todo el mundo lo
32
supiera... La señora podía ser celosa y protestar. Sucedíá
también, y esto era muy alabado en una gran dama, que ella
adoptara a uno de los bastardos del marido como esclavo y
lo educara separadamente...

¿UN HARÉN O UNA CONCUBINA?

¿Yqué hacían los que no estaban casados?


En ese universo donde las costumbres eran tan libres y don­
de se podía disponer a voluntad de los esclavos, algunos pre­
ferían vivir en «concubinato» con una esclava liberta. Era
una opción perfectamente reconocida. Los cristianos acep­
tarán el concubinato: San Agustín, de joven, vivió mucho
tiempo con una concubina y tuvo un hijo. La diferencia era
que los hijos resultantes no eran legítimos, no heredaban.
Aunque la gran pregunta era ésta: ¿me quedo con mi harén
de esclavas o con mi liberta favorita? ¿O me caso, como
hombre serio que soy, para dar al Estado ciudadanos de ple­
no derecho? Séneca describe así al que vacila: «Modo vult
concubinam habere, modo mulierem», desea a veces una
concubina, a veces una mujer, nunca termina de decidirse.
¿El matrimonio era en primer lugar un acto cívico?
Solamente eso. Este matrimonio, que, como dice un censor
hacia -100, es en primer lugar «una fuente de inquietudes», es
en efecto un deber cívico, casi militar, dos aspectos que los ro­
manos confundían. Uno se casaba para aprovechar una dote,
manera honorable de enriquecerse, y para dar ciudadanos a la
patria. Por esta razón Augusto y los demás emperadores argu­
mentarán a favor del matrimonio: la república necesita asegu­
rar la continuidad de sus ciudadanos propiamente dichos y el
concubinato sólo garantiza habitantes de segunda categoría.
33
Sin embargo, este matrimonio romano, tan obediente a la exi­
gencia de la república, sigue siendo un acto privado, casi con­
fidencial, lo que resulta difícil de entender en la actualidad.
Exactamente. Ningún poder público controla el matrimo­
nio. Nadie se presenta ante el equivalente de un alcalde o de
un cura, no se firma ningún contrato, salvo el compromiso
de dote si la hay. La herencia es casi por completo libre. En
un momento dado se hizo obligatorio legar un cuarto de los
bienes a los herederos normales, a los hijos, por ejemplo.
Pero se conservó la posibilidad de hacer lo que se quisiera
con los tres cuartos restantes. Y uno se divorciaba del mis­
mo modo: cuando quería.

DIVORCIO A HURTADILLAS

Es de imaginar que la mujer, esa «criatura insignificante»


como usted decía, no tenía esa posibilidad.
¡No se engañe! Es verdad que el mundo romano es profun­
damente machista. La mujer no tiene acceso a la política,
por ejemplo. Pero es más libre que en el mundo griego, don­
de no podía salir si no iba acompañada de una sirvienta y en
el cual era tratada como un niño irresponsable. En Roma se
divorcia cuando quiere. Incluso puede darse el caso de que
el marido no sepa si todavía está casado o divorciado.
¿La mujer se divorciaba sin decírselo?
Sí. Mesalina, que se aburría junto al emperador Claudio, se
divorció y volvió a casarse sin decírselo. Toda Roma, estupe­
facta, lo sabía. Pero no el emperador. Mesalina hasta se ha­
bía llevado una parte del mobiliario imperial para recuperar
su dote. Una noche, las dos concubinas que el emperador
34
acostumbraba invitar a su lecho le confesaron todo: «Prínci­
pe, Príncipe, Mesalina se ha divorciado y se ha vuelto a ca­
sar.» El otro nunca logró salir de su asombro. Era así. El
divorcio de Mesalina era legítimo. Si uno se divorciaba, nor­
malmente convenía enviar una carta de advertencia al cónyu­
ge. Un acto de cortesía. Pero se podía evitar esa formalidad.
¿Eran muy frecuentes los divorcios?
Sí, en la alta sociedad. El problema era saber si se estaba
divorciado o no. Otro ejemplo: Mecenas mantenía relacio­
nes tumultuosas con su mujer y ésta periódicamente se
marchaba de casa. Se planteaba entonces la pregunta: ¿era
eso un divorcio o no? Imposible saberlo. El matrimonio y el
divorcio no sólo son actos privados, sino que no son actos
formales. La mujer decía: «¡No me he divorciado!» «No»,
respondía Mecenas, «no quiero volver a verte, te has divor­
ciado.» Un verdadero rompecabezas que ha dejado huellas
en la literatura jurídica. El derecho romano es muy impre­
ciso en este campo. Está hecho de gestos, de actos, de sím­
bolos, pero no de escritos. Y si el periódico cotidiano de
Roma, Acta diurna, que se regodeaba con esa clase de chis­
mes, no revelaba las cosas (y no se atrevía con el empera­
dor), era perfectamente posible estar divorciado sin haber­
se enterado.

CACERÍA DE VIUDAS

¿Y cuál es la suerte de las mujeres solas, de las solteras y las


viudas?
Jurídicamente, si es menor de edad o soltera, la mujer ro­
mana depende del padre, o de un tío o de un tutor. El papel
de tutor, en la realidad, muy pronto resultó una ficción. La
35
mujer actúa como quiere, aunque se cubra las espaldas con
un tutor, del cual se libera si éste le resulta molesto. Una
mujer rica, soltera, a menudo ejerce el oficio de mantenida,
aunque no exactamente de cortesana. Si un hombre estable­
ce un vínculo con ella, conviene que la ayude a vivir y le
conceda una pensión.
¿Es un derecho?
La mujer, en efecto, tiene derecho a reclamar ante la justicia
si ese contrato, aunque inmoral, no es respetado. Así lo
muestran testimonios de procesos: el estatuto de la mante­
nida es completamente legítimo. Si es viuda, administra sus
bienes por sí misma o escoge un administrador del cual sue­
le ser amante.
Ser viuda no está tan mal entonces.
¡Es un estatus ideal! Las viudas tienen absoluta libertad de
costumbres. En teoría, las debe vigilar un tío paterno. Pero
la viuda, que dispone de su fortuna y goza de plena libertad
para redactar su testamento, está asediada por verdaderos
«cazadores».
¿Cazadores de viudas?
Sí. La caza de viudas era en Roma una de las maneras habi­
tuales de acumular fortuna. El capitalismo es elemental enton­
ces y resulta más fácil hacerse con una fortuna ya consolidada
que reunir una. Para hacerse rico se puede heredar, denunciar
a un opositor político del emperador (éste le hace decapitar o
le obliga a suicidarse, y se heredan sus bienes) o... cazar una
viuda. Es una actividad un tanto menospreciada, como lo son
en esa época los negocios, pero perfectamente aceptada.

36
UNA VIOLACIÓN LEGAL

¿Se tolera a la adúltera?


Depende del marido. Algunos cierran los ojos y se les censu­
ra porque muestran debilidad: nadie se ríe del cornudo,
pero se le reprocha su falta de firmeza con la mujer. No re­
sulta ni buen militar ni buen ciudadano. La mentalidad ro­
mana es siempre una historia de ser o no ser jefe. Si se sor­
prende a la esposa con un amante, todo está permitido. La
solución más simple es hacer que todos los esclavos y sir­
vientes orinen encima de él. La más radical es infligirle el
tratamiento de Abelardo: la castración. Y todo esto, dentro
de la ley.
¿Y la desgraciada esposa? ¿Qué le espera a ella?
¡No se toca a la mujer! Se la expulsa, si así se desea, pero
nadie mata a los amantes en el lecho. De vez en cuando se
denuncia el mal comportamiento de los parientes. Las dos
hijas de Augusto fueron exiliadas por malas costumbres.
Una de ellas sólo hacía el amor una vez que su marido la ha­
bía embarazado (tuvo seis hijos): en ese momento se busca­
ba un amante. «Como la bolsa está llena», decía, «ya no hay
riesgo de que dé hijos ilegítimos a mi marido.»
Se idealiza la pareja, se considera inferiora la mujer, pero se le
conceden algunas libertades... Todo eso parece paradójico...
Es así. No hay que buscar coherencia en esta moral. Por una
parte, la mujer es idealizada dentro del matrimonio, conce­
bido como una institución noble que exige amistad; el divor­
cio es aún más igualitario que en el derecho moderno. Pero
por otra parte está ese desprecio absoluto de los hombres a
todos los inferiores, por lo tanto a las mujeres. Un crudo de-
37
talle que nos refieren los textos muestra lo inverosímil de
esa «moral»: el joven marido no desflora a su mujer en la
primera noche: la sodomiza. ¡Y esto ocurre en la mejor so­
ciedad! Esto se narra expresamente en numerosos textos,
como en los de Plauto y en los del poeta galo Ausonio. Lo
cual nos acerca al mundo musulmán. La noche de bodas es
una violación legal.

SER JEFE INCLUSO EN LA CAMA

¿Se manifiesta en esto la confusión que usted menciona entre


civismo y orden militar? ¿Ser un verdadero jefe, incluso en la
cama? Decididamente, es una ideología pretoriana...
Totalmente. Roma es una sociedad militarista. Ni virtuosa ni
organizada. Es una afirmación muy extraña esa de que el sis­
tema imperial romano es una verdadera ingeniería de la or­
ganización. Ésta es una de las peores imaginables. Los dos
tercios de los emperadores han muerto asesinados. El exe­
crable sistema destruyó el Imperio y asoló a la población:
hubo una guerra civil casi con cada cambio de gobierno.
Pero los romanos nacían convencidos de que estaban hechos
para mandar: en el mundo, a sus mujeres y a los esclavos.
¿Yeso se enseña a los niños?
Los jóvenes van muy pronto al burdel, alentados, por cierto,
por los poderes públicos. Un día, Catón el Censor, hombre
severo, ve a unos jóvenes que entran en una casa de toleran­
cia. «Bravo», les dice, «eso está mejor que acostarse con mu­
jeres casadas.» Se trata de una concepción militar de la se­
xualidad: lo que importa es no provocar desorden en las
familias.

38
¿Sería razonable decir que la sociedad romana es desenfre­
nada?
¡No! Se suele imaginar la Antigüedad según El Satiri-
cón y las películas de Federico Fellini. Es exactamente al
revés. El mundo romano es un mundo musulmán antes de
tiempo, es puritano. No había orgías en Roma. Por eso,
precisamente El Satiricón, no describe lo que se hace,
sino lo que no se hace, lo que se sueña hacer. Se fantasea
allí como hace un colegial de hoy ante su primera revis­
ta pornográfica. También se cuentan algunos casos ex­
travagantes: un noble romano, riquísimo, tan depravado
que... se hace servir a la mesa por mujeres desnudas. Y al­
gunos casos de sexo en común: entregaba a sus esclavas jó­
venes, como en un burdel, a sus invitados. Y el caso de un
perverso que había instalado espejos en su alcoba. ¡Qué per­
versiones!

LA IMPOSIBLE DESNUDEZ DE LA AMADA

¿Yeso es todo?
Sí. En la realidad había una verdadera censura de las
costumbres: sólo se hacía el amor de noche, sin encen­
der lámparas (pues, decían, sin creerlo en absoluto, que
eso manchaba al sol). Solamente los libertinos lo hacían
de día. El hombre honrado no ve entonces desnuda a su
amada, excepto, quizás, en los baños. A veces, por la noche,
si se ha dejado abiertos los postigos, puede haber una po­
sibilidad... La luna penetra de pronto en la alcoba y per­
mite ver la desnudez de la amada... Es el gran cliché de los
poemas.

39
Pero esas estatuas desnudas, por todas partes en las calles, en
los palacios...
Muestran hasta qué punto lo imaginario es diferente de los
comportamientos reales y del discurso oficial. Con las esta­
tuas de diosas, los romanos se hacen la idea más noble, más
sensual y más distinguida imaginable de la mujer. Juno es
una gran dama; Artemisa, una cazadora independiente; Ve­
nus, un verdadero esplendor... Una Venus que se puede ver
en el museo del Capitolio en Roma, que probablemente
adornaba un establecimiento de baños o un palacio impe­
rial, muestra una espalda tan vertical, tan noble, que se tie­
ne la tentación de apodarla la «princesa del bello lomo».
Pero todo eso es solamente apariencia, imaginación...
Lo imaginario llega lejos. Pero no tiene ninguna relación
con toda esa verborrea cívica, esas costumbres de esclavis­
tas y esas prácticas de puritanos. Si parece tan libre es por­
que se ocupa, en el arte y la poesía, de diosas mitológicas,
de seres que sólo existen en la imaginación; por ejemplo, si
una mujer pasaba delante de una estatua de la bella cazado­
ra Diana, le enviaba un beso a esta diosa virgen y le rogaba
que le concediera una hija tan hermosa como ella. Gl abis­
mo entre el machismo de los romanos y su noble imagina­
ción es considerable.

EL PLACER DE LA MUJER ES MALO

Los tabúes sexuales eran numerosos en la realidad.


Muchos gestos del amor están absolutamente mal vistos (y
por esta razón los textos no se cansan de hablar de ellos): es­
pecialmente la felación y sobre todo el cunnilingus, que des-
40
honra al hombre pues le pone al servicio de la mujer. Había
tres horrores supremos para un hombre: acostarse con su
hermana, acostarse con una vestal y que lo sodomizan; tres
cosas que se han atribuido a tiranos como Nerón y Calígula
(que era un demente precoz). En el caso de los homosexua­
les lo importante era sodomizar pero sin dejarse sodomizar
uno mismo. Siempre había que dominar. El caso de los es­
clavos era otro: estaban allí para hacer uso de ellos. Un
hombre libre, en cambio, no debe dejarse dominar por otro
hombre y no se pone al servicio de una mujer. ¡Tiene su dig­
nidad! Lo más condenable para los romanos era la molicie.
Si se iba demasiado tras las mujeres, si se era demasiado
sensible a la feminidad, si se entregaba la propia boca para
el placer femenino, ya no eras jefe, eras blando. ¡Era lo peor
de todo! Ésa es la moral oficial.
Encantadores, estos romanos... Esta convicción impregna las
relaciones privadas. Usted describe una sexualidad de viola­
ción. Es inútil evocar el placer femenino en tal ambiente...
El placer de las mujeres es malo. Dice un texto: «Es preferi­
ble, en última instancia, acostarse con esclavas o libertas,
porque si comienzas a jugar el juego del adulterio mundano
con mujeres del mundo te verás obligado a hacerlas gozar.»
Todo el mundo suponía que Mesalina, puesto que le había
jugado esa mala pasada a su marido el emperador, daba
cierta importancia a los placeres de la cama: debía de ser
entonces una especie de hambrienta, una devoradora de
hombres. Las expresiones más vivas se usaban para calificar
a las mujeres cuyo vientre es «un pozo de placer». Se decía
que las mujeres, por sus apetitos, desviaban a los hombres
del deber. El placer femenino era una trampa de histeria y el
placer masculino una debilidad de la que no se hablaba.
Sólo debía servir para procrear, y dentro del matrimonio.
41
Los hombres, porto menos, podían utilizar esclavas...
Oficialmente, en rigor se podía hacer el amor por placer con
esclavas, pero eso era todo... En cambio, la conducta del
amante cortés (pues, en la realidad y por lo menos en el
gran mundo, se hacía la corte, aunque los documentos lo
mencionen poco) consiste en dos actitudes de servidor él le
sostiene el espejo cuando ella se peina y, cuando regresa a
casa, le desata las correas de las sandalias, arrodillándose.
¡Qué audacia! Es de lo más romántico... Los romanos actua­
ban así y les gustaba, aunque no convenía decirio.

CONTRARIO A LA NATURALEZA

Usted no parece distinguir entre heterosexualidad y homose­


xualidad. Desprecio de la pasión, repugnancia por la molicie,
exaltación del jefe... Todo eso justifica una homosexualidad
masculina. ¿Acaso esta última se había trivializado completa­
mente?
Dos textos de autores latinos, Marcial y Propercio, lo recla­
man: «Ya estoy harto de esas historias de pasión, de esas in­
trigas, de esas mujeres mundanas complicadas. Más vale ha­
cerlo con un muchacho; con él las cosas pasan como vaso
de agua y se olvidan.» Antes de contraer matrimonio para
donar jefes al Estado y continuar la dinastía familiar, la so­
lución ideal del señor es acostarse con sus esclavos jóvenes,
ya que eso no trae más complicaciones. Por lo menos no se
corre el riesgo de enamorarse; con una esclava, en cambio,
uno puede encapricharse. Esto se dice con todas sus letras.
A finales de la República, un muchacho de la mejor socie­
dad que quiere ganar dinero se prostituye. Eso formaba par­
te de lo acostumbrado.

42
¿Yla homosexualidad de las mujeres?
¡Un horror! Séneca, el gran moralista, distingue entre lo que
es conforme con la naturaleza y lo que es contrario a ella. El
filósofo Lucrecio, como epicúreo, era muy aficionado a la
naturaleza y no deseaba que se la burlara; reducía el placer
a todo lo que había de más natural. ¡Me parece que nada
hay menos chistoso que un antiguo epicúreo! ¡Era peor que
un ecologista! Lucrecio dice: «Hay libertinos que realizan
prácticas inútilmente complicadas, pero nosotros, epicú­
reos, seguimos la naturaleza y no necesitamos de esas com­
plicaciones. A nuestras mujeres hay que cogerlas por detrás,
como los animales, porque eso es lo natural. Y el esperma se
desliza mejor, porque está en pendiente.» Esto da una idea
general del pensamiento antiguo en esta materia. Y no, no
se trata de Fellini...

SE LA VIOLA Y SE CONTRAE MATRIMONIO CON ELLA

¿Los campesinos se comportaban del mismo modo en la vida


privada?
Nada sabemos. Juvenal habla irónicamente de la plebeya
que visita a una mujer que tira las cartas (los arúspices re­
sultaban muy caros) para saber si debe divorciarse del cha­
cinero y casarse con el vendedor de ropa, lo que permite su­
poner que en ese medio de ricos tenderos la mujer tenía
cierto poder de decisión y había divorcios con frecuencia.
Uno de los escasos detalles que se conocen de la vida cam­
pesina no es muy brillante: el viejo campesino que no ha te­
nido hijos roba dos o tres niños o se los compra al vecino.
O los recoge del montón de estiércol donde dejaban a los ni­
ños abandonados.

43
¿Qué hace con ellos?
Los guarda para su retiro, para sus últimos días: le alimen­
tarán cuando ya no pueda hacerlo por sí mismo. En el cam­
po, para hacer la corte se lleva a la joven a un rincón, se la
viola y se contrae matrimonio con ella. Se puede suponer,
según los ejemplos griegos, que esta situación era corriente.
En cualquier caso, la violación formaba parte del juego. Si
había una joven deshonesta en la región, se acudía a violarla
en grupo. Los partidarios de los gladiadores a menudo sem­
braban el terror de esa manera. Y la cortesana del lugar so­
lía ser la víctima. «Para eso está...» No sabemos más.

EL AMOR, UN GRAN PELIGRO

Hay algo que falta en toda esta historia bastante cruda. Uno
apenas se atreve a pronunciar la palabra: el amor. O, si usted
prefiere, el sentimiento amoroso, la pasión...
Por supuesto que eran como nosotros: solían enamorarse.
Pero no lo dicen pues el amor era un gran peligro. La socie­
dad sólo se mantiene porque los hombres son señores de sí
mismos, cualidad necesaria para poder mandar a otros.
Este señorío en sí mismo militar obliga a no ceder a los sen­
timientos. Y en una institución noble como el matrimonio
tampoco se trata de caer en una atmósfera sentimental.
¿Yla pasión?
Está bien para los poetas. En las novelas se narraba con fre­
cuencia la historia de dos enamorados que experimentan las
peripecias más inverosímiles: son capturados por piratas,
unos bandoleros venden a la mujer, pero en el momento en
que la van a violar Zeus fulmina a los malhechores... Ella se
44
las arregla y permanece virgen. Después de veinte años de
peripecias, tan jóvenes como al principio, por fin se casan y
viven felices. Se parecen a nuestros folletines: la receta tiene
dos mil años. Pero sólo son novelas.
¿Y la pasión legendaria de Antonio y Cleopatra?
¡No es difícil amar a una reina que te entrega todo Oriente!
Por lo menos uno se enamoraría. Un episodio de la Odisea
de Homero dice todo sobre Antonio y Cleopatra y con nueve
siglos de anticipación: Ulises se encuentra con Circe, que
tiene el don de convertir a los hombres en puercos. Pero él
resiste, pues ha recibido la protección especial de los dioses.
Entonces Circe le dice: «Vamos a mi cama y, convertidos en
amantes, nos demostramos con eso que nos podemos fiar
ahora uno del otro.» Son Antonio y Cleopatra. Podrían ha­
ber sido rehenes uno del otro. Prefirieron ir a la cama.

LA NUEVA MORAL

Y acontece un giro en esta historia: de manera súbita, en el si­


glo ¡I de nuestra era, los romanos se dan una nueva moral...
Sí. Es un cambio misterioso, que se produce poco antes del
año 200, en tiempos de Marco Aurelio. Comienza una nueva
Antigüedad. Todo se endurece. Empiezan a prohibir las ma­
las costumbres, cuando hasta ese momento eran toleradas.
Poco a poco se instaura una hostilidad muy viva contra el
aborto y contra su sustituto, el abandono de niños, que era
corriente y casi oficial (menos en el caso de los judíos, los
únicos que en el mundo romano criaban a todos sus hijos).
Se estigmatiza a las viudas que se acuestan con su adminis­
trador. Se persigue la homosexualidad.

45
La represión.
Cambia la doctrina oficial: desde ese momento, el acuerdo
en el matrimonio, que sólo era un deseo, se convierte en
contrato mutuo (pero todavía no se trata de amor). El adul­
terio del marido se considera tan grave como el de la mujer
(pero en la realidad no se castiga, no hay que exagerar).
Ésta se convierte en la compañera, que reconoce su inferio­
ridad natural, pero que cumple su deber. El buen marido la
debe respetar. Los esposos deben ser castos, controlar el me­
nor de sus gestos, no acariciarse demasiado y hacer el amor
sólo para procrear. La sexualidad es para hacer niños. ¡Los
romanos inventaron la pareja puritana! ¡Inventaron la mo­
ral conyugal!

CRISTIANOS ANTES DE TIEMPO

¡Pero usted está describiendo el matrimonio cristiano!


¡Exactamente! El matrimonio llamado «cristiano» nació an­
tes de los cristianos. Éstos se contentaron con adoptar y en­
durecer la nueva moral pagana, el estoicismo de Marco
Aurelio, agregándole, por ascetismo, el odio que sentían por
el placer. Marco Aurelio se felicita, en sus Pensamientos, por
haber hecho el amor muy tarde y por no haber cedido a la
tentación de una de sus esclavas y de uno de sus esclavos.
Decir que el cristianismo es el fundamento de nuestra moral
no tiene sentido.
En suma, los romanos inventaron la moral cristiana.
En cualquier caso, ésta se foijó, por razones que desconoce­
mos, bajo los paganos, bajo los romanos. Pero las costum­
bres sólo cambian lentamente. En el siglo v, Paulino de Pe-
46
lia, cristiano de la gran nobleza de las Galias, dirá esta frase
admirable: «Durante mi juventud fui muy aficionado al
amor, pero me acostaba únicamente con mis esclavas y no
con vírgenes ni con mujeres casadas.» Esto dice mucho
acerca de la evolución real de la moral.
¿Se requería ahora la virginidad antes del matrimonio?
La obsesión musulmana por la virginidad no parece existir
en esa época. No disponemos de ningún testimonio que re­
late la exposición del lienzo ensangrentado después de la
primera noche de bodas, por lo menos en la buena sociedad.
Hay otros tabúes. En el pueblo, por ejemplo, las esclavas
dormían lejos cuando tenían la regla (por eso Espartaco
consiguió una de sus victorias: el campamento de esclavos
rebeldes, con sus compañeras, se había instalado en la falda
del Vesubio; las que dormían fuera del campamento vieron
llegar las legiones romanas y dieron la alerta). No se conocen
relatos de niñas asesinadas porque ya no fueran vírgenes.

DISTRIBUCIÓN DE LATIGAZOS

Este cambio de moral sacralizA el matrimonio. ¿Cómo queda


la mujer?
La nueva moral es verborrea ideológica. La práctica era otra
cosa... En las numerosas sectas se sigue un poco la nueva
moral. Ésta es la dificultad de los historiadores: los grandes
determinismos sólo operan paulatinamente, provocan cam­
bios pequeños, no operan de repente. La historia funciona
conforme a «un poco». Este cambio misterioso de moral tan
amplio que se produce hacia el año 200 en tiempos de Mar­
co Aurelio, varió, ciertamente, las costumbres, pero... un
poco.
47
¿Los esclavos resultaron beneficiados con esta evolución?
Desde el año 200 la situación se parece a lo que será la
esclavitud en el sur de Estados Unidos, donde la primera
preocupación consistía en bautizar a los esclavos antes de
hacerles trabajar duro y vigilar sus costumbres. En Roma
trataban a los esclavos tan mal como antes, pero ahora la
señora de la casa concede a uno de ellos el derecho de casar­
se. Ya no se separa a las parejas ni a las familias. La morali­
dad empieza a pesar sobre estos seres insignificantes. Hasta
cierto punto...
¿Es decir?
Todas las mañanas, en las casas importantes, hay distribu­
ción de latigazos. Poco antes del triunfo del cristianismo, se
reunió cerca de Sevilla un gran concilio y examinó la con­
ducta que debían seguir cristianos y cristianas. Se decretó
esto: si una esclava golpeada por su ama muere transcurri­
dos tres días desde la paliza, no se considerará responsable
a la señora de la casa. Esto dice bastante acerca del modo
como se trataba a los esclavos.

LA VUELTA DE TUERCA

Y viene la decadencia del Imperio. Después de escucharle,


parece que nuestras ideas sobre este fin están equivocadas.
¿Continúa la ausencia de orgías y bacanales?
¡Ciertamente no! Por el contrario, esto se crispa: en el año
394, un emperador cristiano hace capturar durante la noche
a todos los hombres que se prostituyen en los burdeles de
Roma y ordena que se los queme vivos en público en una gi­
gantesca hoguera. El mismo año arde la primera sinagoga.
48
El mismo año desembarca en Cartago un hombre encarga­
do de demoler los templos paganos. Se comienza a perse­
guir a los herejes y a los cismáticos (pero no a los paganos:
se persigue sólo a los propios). Se prohíbe el paganismo, sin
embargo. Los últimos romanos de esta historia están en la
mira de cristianos, estoicos y platónicos. ¡No deben de ha­
berse divertido mucho si escuchaban a esa gente! Desde ese
momento reinará el orden sexual. Por lo menos, en princi­
pio... Ya ha visto que el cristiano Paulino de Pella no se abu­
rría del todo en su harén de esclavas...

49
ESCENA 3
LA EDAD MEDIA: Y LA CARNE SE HIZO PECADO...

¡Ah! El amor más fuerte que el exilio, más fuerte que la muer­
te, el filtro que enlaza para siempre, las declaraciones inflama­
das de los caballeros, las prolongadas quejas de los enamora­
dos sacrificados («por mi muerte tendréis un dolor tal,
sumado a vuestra grande languidez, que jamás podréis sa­
nar», gime Isolda, separada de su THstán)... Se diría que cierta
Edad Media habría celebrado la pasión, ese sentimiento mor­
tal pero sublime. ¡No tan rápido! La época no era tan román­
tica. Y el amor no tan cortés si no era adulterio. De hecho, el
cristianismo dio una nueva vuelta de tuerca a la pesada losa
que habían puesto los últimos romanos sobre la pareja casa­
da. Y la carne se hizo pecado...

NO TAN CORTÉS

Dominique Simonnet: Se suele recordar dos imágenes de las


costumbres de la Edad Media: la de un mundo feudal, brutal,
viril, conquistador, en el cual las mujeres son las presas. Y la
del amor cortés, del amable trovador inclinado ante su dama,
que idealiza pero no toca. Dos clichés aparentemente contra­
dictorios...
50
Jacques Le Goff: No son contradictorios. La violencia
guerrera del feudalismo medieval cohabita muy bien, en la
literatura, con la exaltación de la feminidad, la castidad y
la pasión propias del amor cortés. En la civilización ja­
ponesa de la época de los samuráis se encuentra una di­
cotomía semejante. Pero la historia de la Edad Media,
y particularmente la del amor cortés, ha sido objeto de
numerosas deformaciones y de numerosos mitos, inventa­
dos sobre todo por los románticos, que han modelado
nuestra sensibilidad. Con Georges Duby, gran medievalis-
ta, nos hemos planteado a menudo esta pregunta: ¿ha exis­
tido verdaderamente el amor cortés? ¿O sólo ha sido un
fantasma? El historiador católico Henri Irénée Marrou
(que escribía con el seudónimo de «Davenson») también se
hacía la pregunta y de un modo más brutal: ¿tenían rela­
ciones sexuales los trovadores?
La pregunta tiene el mérito de ser clara. ¿Yla respuesta?
La documentación de que disponemos sobre el amor en la
Edad Media, esencialmente literaria e iconográfica, no nos
permite zanjar el asunto. Quizás los únicos que se acercaron
al amor cortés fueron Eloísa y Abelardo. Después de pensar­
lo mucho, creo que su correspondencia ha sido un poco mo­
dificada, pero es auténtica.
Como vivieron una pasión secreta fuera del matrimonio, cas­
traron a Abelardo y enclaustraron a Eloísa...
Sí, pero son un caso único. Se convertirán más tarde en
símbolos: en el Román de la rose ocupan un buen lugar en­
tre las miniaturas de enamorados. El ideal cortés, si bien
impregnó ligeramente las costumbres de las clases superio­
res (pues los fantasmas de una época siempre influyen en la
realidad), no las afectó profundamente. Me parece que era
51
esencialmente literario, que se mantenía en el plano imagi­
nario, como los fabliaux, esos relatos bastante crudos que
hablan de la fantasmagoría campesina y burguesa.
Tristán e Isolda, él filtro de la pasión, esos caballeros que ha­
cían la guerra soñando con sus bellas damas, esas declaracio­
nes de fidelidad rodilla en tierra en los torneos... ¿Todo eso
sólo sería literatura?
Me inclino a creerlo. Lo que sabemos de las costumbres de
esa época es bastante diferente y ni siquiera apunta a una
práctica «cortés* entre hombres y mujeres. Jean-Charles
Huchet ha podido escribir un buen libro acerca del Amor
descortés.

REYES FRANCOS POLÍGAMOS

Tratemos entonces de comprender lo que ocurría entre ellos.


Después de la caída del Imperio romano, vienen los bárbaros,
francos, visigodos y otros ostrogodos que no se caracterizan
por su ternura. ¿Se convierten al cristianismo y se adhieren a
esa nueva moral puritana de que hablaba Paul Veyne y que ya
impone el orden sexual?
La cristianización del amor fue muy lenta. La interioriza­
ción de las concepciones de la Iglesia en las mentalidades y
las prácticas tardó siglos. Apoyándose en los escritos de Gre­
gorio de Tours, uno de los grandes cronistas de las Galias, se
ha insistido a menudo en el carácter salvaje del primer pe­
ríodo de la Edad Media, lo que no es del todo falso. En esos
tiempos, época merovingia, la poligamia, que ya casi no
existía en Roma, seguía siendo practicada por la aristocra­
cia bárbara. ¡Los reyes francos siguieron siendo polígamos
hasta Luis VIII, el padre de San Luis (1225)! Hacia el año
52
1000 hubo numerosos escándalos por este asunto en tomo
de Lotario o de Roberto el Piadoso.
Pero en esos tiempos la gente se casaba según normas suma­
mente estrictas.
Contamos con muy poca información acerca de las prácti­
cas de los campesinos, que sin embargo constituían el 98 %
de la sociedad. En el caso de los nobles, el matrimonio era
de «conveniencia», es decir arreglado por el rey, el principal
casamentero, que mantenía control sobre la nobleza conce­
diendo favores, tierras y dotes. Georges Duby ha narrado,
por ejemplo, cómo se aseguraron Ricardo Corazón de León
y Juan sin Tierra la lealtad de Guillermo el Mariscal, un se­
ñor que fue uno de sus principales guerreros y consejeros: le
hicieron casarse con mujeres de un rango más elevado, lo
que le daba prestigio. En las familias, los ancianos orquesta­
ban el matrimonio. Por otra parte, éste era un contrato civil,
efectuado ante un notario y limitado a Europa meridional.
Escapaba entonces al control de la Iglesia.
Sí. Pero desde el siglo xn la Iglesia empieza a extender poco
a poco su poder sobre el matrimonio: lo convertirá en sacra­
mento (pero no lo será propiamente hasta el siglo xv, cuan­
do ya se celebra dentro de la iglesia y no delante) e impon­
drá su modelo: la indisolubilidad y la monogamia. Y dará
mayor libertad a los esposos de la que tenían hasta entonces.
¡Más libertades!
¡Sí! No olvidemos cuán opresiva era la moral antigua según
la describe exactamente Paul Veyne. Ahora el matrimonio
cristiano exige el consentimiento de los dos esposos, cosa
que no ocurría antes. No sólo el del marido, que podía opo-
53
nerse a la voluntad del monarca o de su familia, sino tam­
bién el de la mujer. ¡No es poco!

EL AMOR CORTÉS ES ADULTERIO

Consentimiento mutuo, quizás... Los esposos adquieren un


nuevo derecho. ¿Pero lo ejercen?
No seamos ingenuos: muchos casados no disfrutaban de
esta liberalidad porque el peso de la sociedad seguía ma­
nifestándose. Sin embaído, se conocen varios ejemplos de
procesos ante tribunales eclesiásticos donde los cónyuges
reclamaban esta libertad de opción que se les había negado.
Comparado con las prácticas del mundo grecorromano (no
olvidemos que en la democracia ateniense las mujeres no te­
nían derecho alguno), el cristianismo ha hecho progresar, en
cierto sentido, el estatus de la mujer gracias a esa idea revo­
lucionaría del consentimiento mutuo.
Pero, como reverso de la medalla, la Iglesia se insinúa en la
intimidad de la pareja casada.
Exactamente. Michel Foucault y yo hemos advertido que el
año 1215 ha marcado profundamente la psicología y la cul­
tura de Occidente. Ese año se decretó la obligación de los
cristianos de ambos sexos, a partir de los catorce años, de
confesarse por lo menos una vez al año, lo que culminará
con la comunión pascual y el examen de conciencia, base de
nuestra introspección y del psicoanálisis (pero el confesio­
nario sólo será inventado en el siglo xvi y se generalizará en
el xvu). También en 1215 el cuarto concilio de Letrán, que
reúne a los obispos cristianos bajo autoridad del Papa, de­
creta obligatoria la publicación de las amonestaciones un
mes antes del matrimonio.
54
Cada uno, si tiene buenas razones para hacerlo, se puede opo­
nera un matrimonio. ¿Porquéesa medida?
La finalidad era impedir la consanguinidad: originalmente
la prohibición se extendía hasta la séptima generación; pero
en una sociedad bastante endogámica como ésa, no resulta­
ba realista, y se contentaron con imponerla hasta la cuarta
generación. Era un medio de control para la Iglesia. Pero, al
mismo tiempo, la publicación de las amonestaciones daba a
los futuros cónyuges la posibilidad de anular el matrimonio.
Fue para ellos la oportunidad de conquistar cierta indepen­
dencia. La Iglesia, muy expresamente, quería contrarrestar
el poder del linaje y el peso de las familias.
Pero el matrimonio cristiano es indisoluble. No hay divorcio,
al revés de los romanos... Desde este punto de vista las muje­
res nada ganan esta vez.
Es verdad. Entonces el refugio es el adulterio. Es lo que refle­
ja precisamente la literatura cortés, que florece en esos tiem­
pos. ¿De qué habla en realidad? De caballeros jóvenes que
hacen todo lo posible por apoderarse de la mujer de otro. En
esta concepción, el himeneo se desarrolla siempre fuera del
matrimonio y en el adulterio. Con THstán e Isolda se trata de
adulterio. Con Ginebra y Lancelot se trata de adulterio. ¡El
amor cortés es adulterio! Y quizás, como se ha planteado hi­
potéticamente, se está ocultando una homosexualidad.
LA VIRGEN «SUPERSTAR»

Ahora se entiende mejor el sentido. El señor se marcha a la


guerra: es el marido engañado...
No es tan sencillo. Uno de los principales cronistas del si­
glo xu, Foucher de Chartres, lo dice con claridad: entre las
55
motivaciones que empujaban a los caballeros a la cruzada,
estaba la búsqueda de mujeres. Tanto más cuanto que en ese
momento el crecimiento demográfico producía, en la capa
noble, numerosos hombres jóvenes sin mujeres. Entre las
que siguieron a los cruzados, había prostitutas, pero a veces
esposas. Leonor de Aquitania, que era una verdadera zorra a
quien únicamente importaba el poder y el sexo, aprovechó
para engañar a Luis VII, su marido. En cuanto a San Luis,
no fue un marido ideal: cuando su esposa, Margarita de Pro­
venza, dio a luz a un hijo en pleno desastre de su primera
cruzada después de haber conducido hábiles negociaciones
para liberarlo, él ni siquiera se tomó la molestia de visitarla.
El mismo Joinville, su cronista y admirador, estaba indig­
nado.
Al mismo tiempo, en ese clima algo hipócrita, se desarrolla la
idea de virginidad.
El prestigio de las vírgenes ya había sido exaltado por el pa­
ganismo romano. Los cristianos retomaron y promovieron la
idea. En la sociedad europea occidental (dejemos aparte Bi-
zancio y Europa oriental, que estaba bajo su influencia), el
culto a la Virgen María se impone desde el siglo x ii . La Vir­
gen se sitúa sobre todos los santos, que en el curso de la
Edad Media se fueron especializando: a uno se le atribuye
sanar determinada enfermedad, a otro hacer fecundas a las
mujeres o salvar de un naufragio... La Virgen se toma media­
dora de sabiduría y salvación, adquiere un nuevo estatus en
la sociedad y no es indiferente que sea mujer. Simboliza tam­
bién el triunfo de la maternidad, concediéndole un carácter
místico y sentimental. Las madres, las que dan la vida, ad­
quieren prestigio, sobre todo porque la mortalidad infantil
disminuye gracias al progreso de la alimentación y de la hi­
giene y ellas dan a luz hijos viables que llegan a adultos.
56
«NO FORNICARÁS»

Pero virginidad también es castidad. Se condena más y más la


sexualidad.
Así es. María permanece virgen en el matrimonio y Cristo es
soltero. Ya lo ha explicado Paul Veyne: los romanos inaugu­
raron la condena de la sexualidad, instauraron una especie
de puritanismo de la virilidad, limitaron la vida sexual al
matrimonio y condenaron el aborto. El cristianismo genera­
liza esta moral y le añade un nuevo motivo: la exigencia de
pureza, justificada por la inminencia del fin del mundo. San
Pablo lo anuncia: «Os digo, hermanos, que el tiempo se hace
breve. Los que ahora tenéis mujer vivid como si no la tuvie­
rais.» ¡Y algunos extremistas de la pureza llegarán a castrar­
se! Es la gran novedad: ¡la carne es pecado! Y más todavía:
el pecado original es un acto de la carne.
La humanidad ha sido engendrada en la falta que caracteriza
todo acoplamiento.
Sí. Esta idea, que no se encuentra en el Evangelio de Juan
(Jesús rescata la carne, porque el «verbo se hizo carne»), ha
sido promovida por San Pablo, que es muy antifeminista
(«Dios ha condenado el pecado en la carne, pues el deseo de
carne es la muerte»), y popularizada por los padres de la
Iglesia.
Y esta idea tendrá mucho peso durante siglos.
Sí. El modelo monástico influirá con fuerza en la mentali­
dad occidental. Éste es el aspecto que me parece más negati­
vo del cristianismo. Esta doctrina justificará la represión de
gran número de prácticas sexuales. La sexualidad se con­
vierte entonces en lujuria, concupiscencia, fornicación, en lo
57
que el sexto mandamiento condena («no fornicarás»). La
alta Edad Media recupera los interdictos del Antiguo Testa­
mento (incesto, desnudez, homosexualidad, sodomía y coito
durante la regla), el Eclesiástico ya es antifeminista («por la
mujer comenzó el pecado y por ella morimos»). Desde en­
tonces el cuerpo se asimila a lugar de desenfreno. Pierde su
dignidad.

EL PLACER, SIEMPRE CULPABLE

La sexualidad se convierte incluso en la responsable de todos


los males.
Sí. Se aprovecha para despreciar aún más a los campesinos,
esos villanos, esos iletrados, esos animales que no saben do­
minar sus malos deseos y se entregan al desenfreno (lo que
justifica la servidumbre: después de todo, si son esclavos de
la carne, merecen ser esclavos de los señores). De este modo
se cree que enfermedades como la lepra y la peste se deben
a una sexualidad culpable (se suponía que la fornicación
emergía a la superficie del cuerpo). El obispo Cesáreo de Ar­
les lo proclama en un sermón: «Todos los leprosos no nacen
habitualmente de hombres sabios que conservan su castidad
en los días ordinarios y en las festividades, sino sobre todo
de rústicos que no saben contenerse.» Y esta condena cae
también y especialmente sobre las parejas casadas.
¡Hasta en el matrimonio!
Sí. El matrimonio es la víctima principal de esta moral con­
tra la sexualidad. Es considerado un mal menor, pero tam­
bién marcado por el pecado, la concupiscencia que acompa­
ña al acto sexual. Incluso en la primera mitad del siglo x ii , el
teólogo Hugues de Saint-Victor dice: «El acoplamiento de
58
los padres no se hace sin deseo camal, la concepción de los
niños no se hace sin pecado.» Se redactan listas de interdic­
tos donde la condenación de la carne es omnipresente y a
las cuales las parejas casadas deben someter sus prácticas
sexuales. Es probable, por supuesto, que no las respetaran
literalmente. Pero la sexualidad sigue siendo culpable a pe­
sar de todo, y el placer, condenable.
La sexualidad, o, mejor, la castidad, se impone entonces como
el principal criterio «moral».
¿Qué mejor barrera se puede establecer entre clérigos y lai­
cos que esta de la sexualidad? Desde entonces se separa a
los puros de los impuros: los clérigos no deben derramar
ningún líquido impuro, ni esperma ni sangre. Los laicos de­
ben hacer esfuerzos por canalizarlos. De este modo la Igle­
sia, inspirada por el espíritu monacal, se convierte en una
sociedad de solteros y encierra a los laicos en su modelo, el
del Evangelio, el matrimonio monogámico, indisoluble y sin
embargo manchado de pecado. Este control de la vida se­
xual de las parejas casadas pesa gravemente en la vida coti­
diana de los hombres y mujeres de esa época y provoca con­
secuencias múltiples en la demografía, en las mentalidades,
en las relaciones entre los sexos.

EL EROTISMO DEL CANTAR

¿Y no hay resistencias contra esos constreñimientos?


Hay algunos sobresaltos. En el siglo xm Tomás de Aquino se
atreve a afirmar que entre esposos, dentro de ciertos límites,
es lícito el placer en el acto sexual, lo que permite suponer
que había una presión enorme por parte de los laicos al res­
pecto. Será el primero en decido y por mucho tiempo el úni-
59
co. ¿Cómo se ha defendido la sociedad medieval contra este
cepo moral? Ha reaccionado mediante la risa, la comedia, la
burla... En el siglo XIV, Boceado, a quien la Iglesia no puede
impedir que escriba, parece un verdadero antídoto contra
todas esas limitaciones. La risa es la válvula que permite
disminuir la presión bajo la tapa de la Iglesia.
Pero en la Biblia también está el Cantar de los Cantares, que
elogia el amor y la pasión.
Alaba, en efecto, el amor conyugal, la fiebre amorosa y has­
ta el erotismo. Subyuga por la belleza literaria y los senti­
mientos que «calta: en el siglo xn es el libro del Antiguo Tes­
tamento que, por cierto, tiene más éxito (en el siglo xi era el
Apocalipsis), lo que indica alguna transformación en el esta­
do anímico, relacionada con el desarrollo del ideal cortés.
Lo cual, por supuesto, inquieta a la Iglesia. Entonces, para
poner fin a las afirmaciones que se estimaban peligrosas e
incluso blasfemas de este hermoso texto, los teólogos orto­
doxos recurrirán a darle una interpretación alegórica: la
«bien amada» de que se habla en el Cantar de los Cantares
se pretende que es... ¡la Iglesia! El amor sólo debe dirigirse
hacia Dios.
La palabra «amor» se utilizaba en ese momento incluso en sen­
tido peyorativo. La pasión se considera destructiva y nociva...
Sí. Es una de las diferencias cruciales entre el amor en la
Edad Media y el amor hoy. En esos tiempos se distinguía en­
tre amor, que indicaba la pasión salvaje, violenta, condena­
ble, y caritas, el amor bueno y bello, término propiamente
cristiano que se difundió en el vocabulario medieval y signi­
ficaba el cuidado otorgado al prójimo, al pobre, al enfermo
(posteriormente será terriblemente devaluado y adquirirá
sentido de caridad, de limosna).
60
EL SEXO AL PURGATORIO

La condena de la carne y déla pasión, dice usted, es también


la del cuerpo. Desde ese momento éste se convertirá en objeto
de repulsión.
Sí, pero se trata de un capítulo contradictorio. En la socie­
dad medieval llega a extremos la tensión entre la glorifica­
ción y la humillación del cuerpo. Por una parte, el papa Gre­
gorio el Grande declara: «El cuerpo es la abominable
vestidura del alma.» Por otra parte, los cuerpos deben resu­
citar al final de los tiempos y a Adán y Eva se los suele re­
presentar desnudos. Durante la Edad Media, el cuerpo osci­
la entre la decadencia y la gloria. Algunos clérigos y teólogos
advirtieron esta contradicción y a ella aluden sus sermones.
Subsiste todavía en el rito de nuestros funerales: el desfile
de deudos cubre de flores un cuerpo que enseguida se situa­
rá bajo tierra y será presa de los gusanos antes de resucitar.
Pero desde la Edad Media la representación de la mujer des­
nuda a quien serpientes muerden los senos y el sexo va a ob­
sesionar el imaginario sexual de Occidente.
Hacia el siglo Xll hay otra novedad: la invención del purgato­
rio. ¿Una ocasión para recuperar la sexualidad?
La irrupción del purgatorio en las creencias cristianas du­
rante la Edad Media es tan importante como la abolición de
la pena de muerte en el mundo actual. Es creado para salvar
del infierno (en el cual verdaderamente se creía). Permite
que los vivos puedan interceder por los pecadores. El purga­
torio es la esperanza. Entre los supervivientes que el pur­
gatorio puede salvar están los usureros y... los fornicadores.
Se conoce la anécdota de una monja que hizo el amor con
un monje y tuvo un hijo. Se aparece a su familia poco des­
pués de morir y se lamenta: «¿Por qué no rezáis por mí para
61
que salga del purgatorio, por qué no hacéis decir misas?»
La familia responde, estupefacta: «¡Nunca habríamos pen­
sado que estuvieras en otro lugar que no fuera el infierno!»
El purgatorio salva, entre otras cosas, la sexualidad. Pero
no las prácticas ilícitas, siempre condenadas al infierno.
Por ejemplo la homosexualidad, que había contado, por lo
menos hasta el siglo xn, con cierta indulgencia eclesiástica
(hasta el punto de que incluso una forma de cultura gay se
había desarrollado en el seno de la Iglesia), se convierte en
algo casi herético.
Al parecer usted se encuentra escindido al analizar los amores
medievales. Si bien hay algunas libertades, el cepo de la moral
es bastante pesado.
En efecto, me siento algo escindido. Pero debemos aceptar
que en la historia pueden cohabitar cosas contradictorias.
El amor ha producido libertades y opresiones en la Edad
Media. Y la sexualidad no es uno de los campos más tole­
rantes e ilustrados de la Edad Media. Cuando se reflexiona,
como yo, a largo plazo, se tiende a privilegiar el carácter li­
berador. Por ejemplo, el modelo literario del amor cortés se
encuentra hasta en nuestros días en la galantería que se
acostumbra ejercer con las mujeres. En todo caso, esta mo­
ral cristiana de origen monástico, que reprime la sexuali­
dad, va a perdurar durante muchos siglos y pesará con fuer­
za en nuestra mentalidad. En este sentido, todos hemos
nacido en la Edad Media. Para bien y para mal.

62
Acto II
También el sentimiento
ESCENA 1
EL ANTIGUO RÉGIMEN: REINA EL ORDEN SEXUAL

¿Dijo «Renacimiento»? No fue, ciertamente, el del amor. Ni el


del placer. Desde 1500 hasta 1789, la Iglesia y el Estado cola­
boran para imponer un orden moral sin paralelo, pero dejan­
do entre bambalinas actuar a los Don Juan, Casanova y otros
marqueses poco divinos. Se considera que la sexualidad es ab­
yecta, sucia, como un coqueteo con el diablo. La gente se viste
hasta el cuello para ir a la cama, languidece y llora... Romeo y
Julieta mueren por su pasión imposible y Berenice se sacrifica
en nombre de intereses superiores («Dentro de un mes, de un
año, cómo sufriremos, señor, separados como estamos por
tantos mares»). Sin embargo, en el campo se esboza entre
hombres y mujeres una promesa de cambio, un nuevo y dis­
creto renacimiento...

EL MONOPOLIO DE LA CARNE FRESCA

Dominique Simonnet: El amor y la sexualidad, reprimidos


por la nueva moral cristiana, salen bastante mal parados en la
Edad Media que describe Jacques Le Goff. A uno le gustarla
creer que los tres siglos llamados «modernos», desde el Rena­
cimiento a la Revolución, cuando brillan Shakespeare, Rem-
65
brandt, Moliére, Racine, son un poco más tiernos, más sen­
suales...
Jacques Solé: Hay que desconfiar de la mitología liberal
acerca del Renacimiento, muy excesiva. La sociedad del An­
tiguo Régimen también intentó hallar un compromiso entre
la necesidad social de la reproducción y el control del placer
y del sentimiento. Algunos aspectos del siglo xvi continúan
siendo medievales: durante este período, sigue reinando el
matrimonio cristiano de la Edad Media, fundado en el con­
sentimiento mutuo de los cónyuges. Pero se producirá un
movimiento contradictorio: por una parte, la Reforma y la
Contrarreforma, con la ayuda del Estado absolutista, harán
todo lo posible por reprimir el amor y la sexualidad; por
otra parte, de manera espontánea, los individuos experi­
mentarán una lenta transformación que desarrolla una nue­
va libertad sentimental.
¿La sexualidad continuará reprimida, pero se comenzará a
valorar el sentimiento?
Hay que hacer, como siempre, una distinción entre la moral
oficial y la manera como se la acata. Si creemos a los textos
de la época, el matrimonio no es el lugar de la pasión ni del
placer. En la realidad, se vive el amor de un modo por com­
pleto diferente según se pertenezca a las clases populares,
esencialmente campesinas, o a la clase aristocrática. A fina­
les de la Edad Media los comportamientos no eran muy dis­
tantes. Ahora se abre un foso: para sentimientos y sexuali­
dad hay verdaderamente dos mundos.
¿En qué se distinguen esos dos mundos?
Entre los ricos, las mujeres siguen casándose muy jóvenes,
como Julieta, casada a los quince años con su Romeo. De
66
ese modo una mujer puede tener hasta veinte alumbramien­
tos en su vida. La aristocracia europea conserva durante
mucho tiempo ese monopolio del consumo de carne fresca,
en beneficio de los hombres, por supuesto. En la Francia del
siglo xvi, a Montaigne le parecía prudente que un hombre
no se casara antes de los treinta años. Y además, entre los
nobles, el matrimonio cuesta muy caro. Ni hablar de esco­
ger libremente a la prometida.
Y el amor no tiene relación con este asunto.
La joven es como un ejemplar de ganado, vendida en el mer­
cado conyugal. El amor está excluido de la transacción.
A mediados del siglo xvn se llegó a establecer un «índice de
matrimonios» que determinaba el partido correspondiente:
según la cantidad de la dote, se tenía derecho a un merca­
der, a un dependiente o a un marqués... En 1730 Silvia, el
personaje de El juego del amor y del azar, de Marivaux, pro­
testa todavía contra esos matrimonios por conveniencia que
menosprecian los sentimientos, pero su reivindicación no
tendrá eco en la buena sociedad.
Uno imagina, sin embargo, que algunas uniones evitarían ese
cinismo. ¡También habría cónyuges enamorados!
¡Desde luego! No olvidemos que en esa época se muere jo­
ven: por ejemplo en Manchester, en la Inglaterra del siglo xvn,
más de la mitad de las jóvenes casadas carecía de padre.
Una joven casada ya no tiene padres y dispone por ello de al­
guna libertad. Pero el fenómeno principal de este período
ocurre en otra parte, en las clases populares: desde 1550, casi
en toda Europa occidental, el matrimonio entre los campesi­
nos tiene lugar a una edad cada vez mayor. En la diócesis de
Canterbury, a principios del siglo xvn, la gente se casa con un
promedio de veintiséis años, en el caso de los hombres, y de
67
veinticuatro en el caso de las mujeres. Así pues, al contrario
de lo que se ha creído durante mucho tiempo, se casaban a
una edad muy semejante a la de los matrimonios actuales...

UN NUEVO LAZO CONYUGAL

¿Por qué se casaban tan tardíamente en las clases populares?


El matrimonio de antaño, como hemos dicho, se justificaba
por interés. Ciertamente, pero siempre que... hubiera intere­
ses. Los pobres poseían muy pocos bienes. Para casarse, es­
peraban contar con algo de tierra, con una cualificación pro­
fesional. A menudo la mujer trataba de amasar un pequeño
peculio: se empleaba como sirvienta en el pueblo y ahorraba
centavo a centavo a veces hasta diez años antes de compro­
meterse. La pareja campesina adquiría de esta manera algu­
na autonomía económica.
¿Esto cambiaba las relaciones que tenían uno con la otra?
Sí. Había una consecuencia principal: se valoraba el papel de
la mujer, los cónyuges eran más maduros, se unían equilibra­
damente, igualitariamente, y la afectividad desempeñaba
ahora un papel en la formación del lazo conyugal. Los po­
bres pensaban más en el amor y en la atracción física. Éste
es uno de los cambios más grandes de la época: ¡los campesi­
nos inauguran los matrimonios por amor! La gente del pue­
blo fue la precursora en este dominio. Las clases superiores
seguirán lentamente este progreso hacia la afectividad.
Este cambio se produce a pesar de la reticencia de la Iglesia.
Se trata de un amor encarcelado, es verdad, y las reformas
endurecen la situación. Los maestros de la época, los teó­
logos, médicos, juristas, mantienen un mismo discurso: el
68
único objetivo del matrimonio es la procreación, que debe
aportar nuevos elementos a la sociedad. Pero los individuos
no aceptan literalmente la línea oficial y manifiestan una as­
piración muy fuerte a vivir sus amores.
De ahí los conflictos crecientes entre generaciones...
Sí. Se aprecia ahí una contradicción importante entre el indi­
viduo y la sociedad, de la cual hay testimonio en el teatro de
Moliére: su gran tema es la difícil relación entre los padres y
los hijos que quieren tener derecho a casarse libremente. Los
archivos de la jurisdicción de Troyes, del siglo xvi, que he es­
tudiado, están llenos de anécdotas de esa clase; se parecen
mucho a las de Moliére y Marivaux. Hay un anhelo inmenso
de vivir el amor en el marco de la institución conyugal.

LA PROHIBICIÓN DE DORMIR DESNUDO

Pero todavía se trata solamente de sentimiento. Sigue sin ha­


ber placer...
Ciertamente. La Iglesia hace una concesión al matrimonio
por amor, pero de ningún modo al placer camal, que se con­
dena severamente fuera o dentro del matrimonio. ¡El orden
sexual reina más que nunca! Incluso es probable que se
haya vivido mejor el placer camal a finales de la Edad Me­
dia que en el siglo xvn.
¿Me está diciendo que la represión se ha ido agravando?
En esa época, los pastores de las iglesias cristianas están
verdaderamente obsesionados por la represión de la sexuali­
dad (y se sabe, después de Michel Foucault, que cuanto más
se reprime la sexualidad, más importancia se le concede en
realidad). El matrimonio tardío era también un triunfo del
69
ascetismo. Como ha mostrado Jacques Le Goff, la Iglesia de
la Edad Media asimiló la sexualidad al pecado original. Es
verdad que el cristianismo ha llegado a un compromiso con
la sociedad y aceptado la procreación en el marco conyugal.
Pero era el mal menor. Se exalta la virginidad, considerada
superior al matrimonio, y se alaba un comportamiento cas­
to. Las reformas cristianas dan otra vuelta de tuerca.
¿De qué manera?
Desean que se produzca una vuelta a las fuentes, a la pureza
de los primeros tiempos cristianos. Esta vez se trata de ejer­
cer un control social absoluto. ¡Ninguna relación sexual an­
tes del matrimonio, ninguna violación del matrimonio! Los
esposos no deben amarse como amantes. Prohibición de dor­
mir desnudos (es el reino, inédito, del camisón). Se retoman
los principios negros y tristes de San Agustín. El ascetismo
se convierte en el valor supremo. Según las iglesias cristia­
nas, las relaciones sexuales cuyo objetivo inmediato no es la
procreación son parientes de la prostitución. En toda Euro­
pa, las autoridades religiosas consiguen transformar el sexo
en un acto abyecto y en tentación cualquier acicalamiento fe­
menino. Un orden moral terrible pesa sobre la sexualidad. El
Occidente de las reformas verdaderamente pretendió ence­
rrar el sexo.

DECAPITADOS POR UN BESO

Pero esta represión sexual que se desarrolla y generaliza no es


fruto solamente de la moral religiosa. El Estado también da
una vuelta de tuerca.
Así es. El Estado burocrático que inventa el Antiguo Régi­
men occidental pretende imponer una disciplina sexual tal
70
como impuso disciplina fiscal. Actúa como brazo secular de
la moral religiosa. En Italia, en el siglo xvi, se castigaba con
prisión el adulterio, cosa que no se hacia en la Edad Media.
Se azotaba a las mujeres culpables, a las que se desvestía
hasta la cintura y se rapaba. Se condenaba a muerte a quie­
nes pervertían a menores. Y el que besaba a una mujer casa­
da o a una viuda se arriesgaba a recibir un castigo corporal
que podía llegar, como en la ciudad de Fermo en 1589, hasta
la decapitación. En Nápoles, a principios del siglo xvn, se
condenaba a muerte a quienes besaban en público a una
mujer casada. En Francia, en 1556, un edicto de Enrique 11
exige que todas las mujeres encintas hagan una declaración
pública de embarazo... En la Inglaterra de Cromwell todavía
se condenaba a muerte a las adúlteras (no a los hombres,
por supuesto). Los archivos del Consistorio de Ginebra, bajo
Calvino, muestran que se actuaba con gran severidad en
caso de delitos sexuales.

No se gozaba todos los días en el Renacimiento... ¡Era bastan­


te peor que en los siglos anteriores!
¡Desde luego que sí! Toda Europa se ve afectada por una
vasta empresa de moralización, por una cruzada terrorista.
Veamos el caso de las prostitutas, por ejemplo. Los sobera­
nos de los siglos anteriores se contentaban con expulsarlas
de las ciudades o con controlar sus actividades. Todo cam­
bia en el Renacimiento: la prostitución pasa del régimen del
gueto al de la prohibición. En Londres, en el siglo xvi, se
castigaba a las prostitutas con el látigo, se las paseaba en ca­
rretas por la ciudad y se las condenaba a trabajos forzados.
En el siglo xvii se establecían listas negras para saber quié­
nes eran las mujeres disolutas. Durante el siglo xviii se de­
portará a América, por «conducta irregular», a unas diez mil
mujeres... En Francia se las encierra en cárceles o en hospi-
71
tales como la Salpétriére, antecámaras de la deportación a
América. En tiempos de Luis XIV, a toda joven sorprendida
con soldados en los alrededores de Versalles se le cortaba la
nariz y las orejas... En la España de Goya, se perseguía judi­
cialmente a las madres solteras. En Viena, bajo la empera­
triz María Teresa, mujer terriblemente beata, había comisa­
rios de castidad que espiaban a las jóvenes bellas y llevaban
un registro de toda falta a la moral oficial...
Y acerca de la homosexualidad...
El estado medieval no la perseguía y dejaba el asunto en
manos de la Iglesia; pero el poder de los tiempos modernos
la condena. En la Inglaterra protestante, Enrique VIII decre­
ta la horca para los culpables de homosexualidad, que se
consideraba un crimen de alta traición... Sí, de modo gene­
ral, en materia de sexualidad, el Renacimiento fue mucho
menos ilustrado y mucho más inhumano que la Edad Me­
dia. La represión irá en aumento hasta la Revolución. La
moral terminará interiorizada en la gente, incluso en aque­
lla a la que no llegaban las enseñanzas de la Iglesia. Habrá
que esperar hasta la mitad del siglo xx para que las mentali­
dades comiencen a cambiar.

CARICIAS EN EL HENO

Uno imagina, uno espera, que en su intimidad los jóvenes


enamorados no hubieran interiorizado toda esa temible moral
y que procuraran eludirla... Lejos de los predicadores y de los
delatores, tenían alguna experiencia antes del matrimonio,
¿verdad?
Esto también dependía de las clases sociales y las regiones.
En Normandía, los jóvenes se comprometían, pero eran pa-
72
cientes y esperaban el gran día a veces durante mucho tiem­
po. Pero no todas las regiones de Europa coincidían con ese
angelismo normando. En los Pirineos o en Champaña, por
ejemplo, reinaba una gran libertad sexual. En los campos
del Renacimiento los hombres y las mujeres dormían en
una misma cama y se bañaban juntos, desnudos. Se toca­
ban, se jugueteaba en los prados y los establos, se trababa
mayor conocimiento en las veladas... En todas partes, con­
trolándose, se vivían experiencias prematrimoniales. La no­
via era a veces una joven encinta que el grupo de jóvenes
conducía al altar. Algunos hasta cohabitaban antes de casar­
se. Los contemporáneos de Juana de Arco se casaban a ve­
ces en secreto ante el dueño de una taberna, que cumplía la
función de sacerdote.
No había verdadera abstinencia entonces.
En realidad, no... Pero el matrimonio seguía siendo central
en este asunto. Se acariciaban antes de casarse. Y se casa­
ban porque se habían acariciado. Las dos cosas estaban li­
gadas. Por otra parte, para seducir a las jóvenes, sobre todo
a las ingenuas sirvientas, presas femeninas por excelencia
en la sociedad del Antiguo Régimen, no era extraño que los
muchachos les prometieran matrimonio. Pero la mujer no
siempre era una víctima. Acostarse con el señor también era
para las sirvientas un medio para casarse con él. Contamos,
por ejemplo, a principios del siglo xvi, con el testimonio de
una criada de nombre Perrette Colinet, que se casó con su
patrón después de haberse acostado con su hijo.
¿Yde todo eso resultaban parejas felices?
No siempre... Los desencuentros y las brutalidades era fre­
cuentes. Los sacerdotes, que desconfiaban de las reivindica­
ciones de libertad de las mujeres, perdonaban la cólera de
73
los maridos. Por ejemplo en el campo, hacia 1500, eran fre­
cuentes las violaciones colectivas. Pero también había ma­
trimonios felices entre los campesinos y más libertades en la
negociación y en la violación del matrimonio que entre los
buiigueses y los aristócratas. Pero no es fácil hallar huellas.
Como decía uno de mis viejos maestros, «el problema del
historiador es que se guardan los libros de contabilidad y se
queman las cartas de amor».

LA VIRGEN Y EL BRUTO

Y en esos tiempos, entre los nobles...


Era muy diferente. Se separaba a los niños de las niñas des­
de los siete años. Los niños ingresaban en un universo mas­
culino donde eran sacrificados a ritos iniciáticos viriles, mi­
litares, o bien donde recibían una formación clerical; las
niñas permanecían con su madre. Sólo se las presentaba a
su futuro marido el día de la petición de mano. Había algu­
nas visitas concertadas y algunas conversaciones controla­
das; nada más. Los que se comprometían eran dos extraños:
un joven orgulloso y brutal y una virgen arropada en su ino­
cencia.
Mejor no imaginárselos en la cama.
Los casos de incompatibilidad de las parejas eran evidente­
mente muy numerosos, y violentas las relaciones conyuga­
les. El hombre buscaba el placer con la mayor prontitud, sin
cuidarse de la esposa. A menudo ésta se encontraba asocia­
da con un maníaco o con un celoso que la aterrorizaba. En­
tonces, para vengarse de un marido que la maltrata o la ig­
nora, ella se precipitaba al adulterio. Mme. de Maintenon
dice hacia 1700: «En lugar de hacerlos felices, el matrimo-
74
nio vuelve infelices a los seres humanos en dos de cada tres
casos.» Los señores eran más bárbaros, sin duda, que sus
campesinos.
Para huir de las miserias de la vida conyugal, los nobles bus­
carán entonces en otra parte...
Sí. Como los desencuentros y las frustraciones son grandes,
se desarrolla cierta forma de libertad sexual clandestina. El
placer, excluido del matrimonio, incluso armonioso, se en­
cuentra en la prostitución y el adulterio. Los hombres se las
arreglan en la práctica profesando una moral doble, una
para el exterior y otra para el hogar. Consideremos el caso
de Montaigne y su admirable capítulo de los Ensayos acerca
de los versos de Virgilio, compendio de lo que piensa un
hombre libre acerca del amor y de la sexualidad: defiende a
un tiempo la moderación sexual en el matrimonio, donde no
se busca el placer, y una ética de las relaciones adúlteras, en
las cuales hay que ser correcto con la compañera (la canti­
dad de compañeras es impresionante), de lo cual está muy
orgulloso.

DE UN AMANTE A OTRO

¿Y las mujeres? No pueden concluir tan fácilmente ese tipo de


arreglos con la morid o la conciencia...
El caso de las mujeres es otra historia... Están las que se re­
signan y las otras. Las mujeres de la alta sociedad no obede­
cen las normas que se imponen a todos. En la realidad eran
escasas las mujeres que si no se entendían bien con su mari­
do permanecían Beles y se contentaban con una vida de de­
votas. Se conocen las famosas Historietas de Tallemant des
Réaux, que observó entre 1620 y 1650 todo lo que en la élite
75
francesa salía de lo ordinario: algunas mujeres tenían aven­
turas bastante asombrosas... Engañaban a sus maridos abier­
ta y reiteradamente...
¿ Abiertamente?
¡Desde luego! Un parte de la clase dirigente siempre ha elu­
dido el orden sexual. Desde el reino de Enrique III hay pan­
fletos que relatan las costumbres disolutas de la élite y en el
caso de los dos sexos. En tiempos de Enrique IV, las mujeres
bellas de la nobleza regresaban del sermón del brazo de sus
amantes y se reían de los predicadores que manifestaban su
disgusto por la carne, fustigaban la desnudez y condenaban
los escotes mundanos, símbolos del mal y del pecado. Era
un reino muy cristiano situado bajo el signo del cornudo...
La desvergüenza aliada con la devoción.
Exactamente. En ese momento, bajo Enrique IV, la aristo­
cracia europea parece poseída por el extravío: el desen­
freno reina en la corte, es grande la sed de lujuria, los ballets
reales celebran los ardores del coito... Los jóvenes caballeros
de la Fronda compiten por infligir a las mujeres galantes y
un poco tontas los peores tratos. La violación es uno de sus
títulos de gloria. En algunas familias reina el desorden se­
xual. Se sabe que la mujer del duque de Rohan, hija de
Sully, se entregaba a orgías con sus amantes y sus amigas...
La nobleza joven, de espada o de toga, tiene costumbres
muy libres, y las coquetas de la corte se abandonan en com­
pañía de mequetrefes en sus carrozas, pasan a veces de un
amante a otro cada cuarto de hora... Ése es el cuadro de
cierta aristocracia que pinta Tallemant, que se entrega a la
sexualidad más franca y más grosera. Un tiempo más tarde,
la Francia de Luis XIII y de Mazarino es la tierra bendita del
adulterio. Roza relaciones prohibidas. Después Luis XIV im-
76
pondrá normas restrictivas a la corte. Pero durante la Re­
gencia se dan tiestas de lujuria y de vino en que los partici­
pantes se desvisten, se acoplan, y donde las mujeres, com­
pletamente ebrias, se entregan después a los lacayos. Esto
no durará mucho y será barrido enseguida por el nuevo ré­
gimen.
A pesar de todo, la gran mayoría de las mujeres está encerrada
en el matrimonio de por vida.
Por supuesto, pero la vida en esa época no dura mucho.
A menudo la muerte hace las veces de divorcio. No es raro
que en una vida haya cuatro maridos o mujeres. En esa so­
ciedad misógina y no igualitaria, la viudez sitúa a la mujer
en una posición excepcional. Si posee bienes, puede volver a
casarse. O evitar hacerlo. Mme. de Sévigné, engañada a los
veinticinco años por un marido que muere en duelo por una
amante, nunca volverá a casarse. Ser viuda era ser libre.

ORGÍAS SATÁNICAS

La sexualidad, tan reprimida, sin embargo está presente en la


literatura y en las pinturas de desnudos de la época. Pensemos
en esos cuadros delirantes y perversos como El jardín de las
delicias o La carreta de heno de El Bosco, que muestran de­
cenas de cuerpos desnudos en suplicios infernales.
El Bosco no pretende magnificar el acto sexual con esos
cuadros; por el contrario, lo quiere condenar. Ve en la se­
xualidad las raíces del mal absoluto. La carne es el peligro
supremo y los seres humanos que se entregan a la lujuria
están destinados a los peores tormentos del infierno. De he­
cho, refleja perfectamente los sermones de la época, todos
los cuales deploran los horrores de la lujuria y atribuyen la
77
responsabilidad de ella a las mujeres, enviadas de Satán.
No olvidemos que en aquellos tiempos se ordenaba a los
alumnos de Port-Royal que se vistieran a la mayor veloci­
dad posible para no consagrar demasiado tiempo a «la de­
coración de un cuerpo destinado a servir de alimento a los
gusanos».
En esta época hay sin embargo relaciones muy equívocas en­
tre la sexualidad y la religión.
Hay todo un folklore erótico en tomo al amor diabólico: la
mitología del Sabbath, de las orgías satánicas, de los asun­
tos de posesión como en Loudun (en Europa, hacia el año
1600, miles de juicios dan fe de relaciones sexuales con el
diablo, que posee a las mujeres de carne débil). Las pinturas
muestran el martirio y la penitencia con gran complacencia
en los detalles: mujeres desnudas amarradas, colgadas, tor­
turadas, flageladas, con los senos cortados... Las historias
obscenas del Antiguo Testamento se convierten, para los ar­
tistas, en pretextos para exponer una sexualidad cruda, per­
versa, a menudo sádica. Lo que muestra muy bien cómo el
arte expresa el lazo entre la devoción y el rechazo erótico.
Uno es el reverso del otro... Y todas esas mujeres desnudas
pintadas por Botticelli, Jiziano, Tintoreto, más apacibles, sólo
muestran fantasmas, escenas que se desearía vivir, pero que
no se vivían.
Exactamente. Se trata de una forma de compensación. Cuan­
to menos presente estaba la desnudez en las relaciones hu­
manas, más la exhibía el arte. Al revés de lo que se ha pre­
tendido, no hay un redescubrimiento del cuerpo humano
durante el Renacimiento, aparte de en la estética y destina­
do a una élite ínfima. Imaginar que la sociedad del Antiguo
Régimen se parecía a esos cuadros y a esos poemas sería co-
78
meter un gran error. Creo que la cultura es en primer lugar
una gran ilusión, como opinaba Freud de la religión... Una
ilusión que nos da a Shakespeare y a Montaigne, lo que no
es poco. La cultura suele ser la expresión de un deseo recha­
zado, sublimado, y hay que distinguirla de la realidad social.
Pero ambas interactúan. Muy pronto los enamorados que­
rrán vivir sus pasiones al modo de los personajes de Shake­
speare y de Racine.
En cualquier caso fue una época curiosa y paradójica...
La edad moderna fue una época cínica, realista, poco idea­
lista, pero siento por ella cierta debilidad, pues poseía una
riqueza humana que el autor de los Ensayos simboliza per­
fectamente. En pleno período de represión, Montaigne in­
tenta pensar esta sexualidad tan importante y de la cual na­
die se atreve a hablar, busca relaciones entre hombres y
mujeres más civilizadas, que no obedecen a las normas y al
orden sino a un gusto recíproco, con buena conducta y res­
peto. Todo eso me parece, en efecto, muy moderno.

¡NO MIRÉIS EN NUESTRO LECHO!

¿El libertinaje del siglo xvm será una reacción contra ese cli­
ma de rigor?
Desde el siglo xvi había, como hemos dicho, una reacción li­
bertina de la élite contra las reformas rigoristas. La Iglesia y
el Estado consiguieron controlar al pueblo, pero la aristo­
cracia mantuvo una gran autonomía. ¡Que no fueran a mi­
rar demasiado en las camas! Los bailes y las fiestas son una
incitación al adulterio, un modelo que el mismo rey propa­
ga. La libertad sexual, vivida entre bambalinas, se considera
un privilegio aristocrático. Casanova, que no es un persona-
79
je imaginario, es un buen ejemplo de la libertad de las cos­
tumbres. Se pasa así lentamente de un libertinaje oculto a
un libertinaje reivindicado. Don Juan será su teorizador.
Sade representa su delirio maximalista y aterrador. El liber­
tinaje es fundamentalmente una apología del placer indivi­
dual, con todo lo que éste comporta de asocial. Se convierte
en moda durante el siglo xvm.
Una moda que la Revolución abolirá.
Sí. Desde la Revolución la Iglesia enseñará a los jóvenes no­
bles que los pecados de sus padres libertinos provocaron la
catástrofe. La futura marquesa de Rochejacquelin, la heroí­
na de la Vendée, y su primer marido, Lescure, contraen ma­
trimonio por amor, pero lo viven en la piedad absoluta y al
servicio de la Iglesia. En la Restauración, la nueva genera­
ción será muy devota, rigorista y antilibertina. Se anuda en­
tonces una contradicción que Rousseau ilustra bien: el elo­
gio de la omnipotencia del individuo, en lo que tiene de más
íntimo, y el sacrificio de este individuo a la dimensión colec­
tiva. Bajo la Revolución, el ciudadano derrota al libertino.
Y la Iglesia apoyará esa tendencia. Se vuelve a poner la tapa
sobre la sexualidad y allí permanecerá mucho tiempo.

80
ESCENA 2
LA REVOLUCIÓN: EL TERROR DE LA VIRTUD

¿El amor era demasiado revolucionario para la Revolución?


Después de los tres largos siglos de la edad clásica en que rei­
nó el orden sexual, el soplo de 1789 habría podido liberar el
cuerpo tanto como el espíritu, abolir el antiguo régimen con­
yugal que, desde el principio de nuestra historia, reprime la se­
xualidad y los sentimientos, y soñar con un mundo don­
de hombres y mujeres anudaran relaciones más tiernas, más
equitativas. Por un tiempo se creyó que... Pero después llega­
ron el Terror y la Virtud, armas secretas de los opresores. Y la
Revolución, de suyo enemiga de la vida privada, se volvió con­
tra las mujeres y la república del amor no vio la luz del día.

LA CABEZA EN OTRA PARTE

Dominique Simonnet: Las relaciones entre los hombres y las


mujeres se pudieron haber beneficiado de la agitación de ideas,
del espíritu de libertad e igualdad de 1789. Sin embargo, parece
que el amor y la Revolución no hacen buena pareja, ¿verdad?
Mona Ozouf: Alain lo decía acerca de Rusia: toda revolu­
ción es una invasión de la existencia por la vida pública y
81
por lo tanto una limitación de la vida privada. El comercio
galante de los sexos, el flirteo, el gusto por la conversación,
el carácter mixto de los salones, todo lo que formaba el en­
canto del Antiguo Régimen y favorecía la eclosión del senti­
miento amoroso fue combatido por los revolucionarios. A
ellos les parecía que esas costumbres evocaban las intrigas,
las depravaciones y las manipulaciones ocultas de las muje­
res. Olympe de Gouges, que sin embargo luchó por los dere­
chos de las mujeres, tiene esta fórmula extraordinaria: «Hay
que romper con la administración nocturna de las mujeres.»
En otras palabras, con el poder del lecho. La Revolución
acabó con los intercambios. La civilidad de los modales y
del ingenio fue reemplazada por una forma de ideal heroico,
viril, pariente de la ideología espartana o romana. Dicho de
otro modo, la gente no pensaba en el amor. Tenía la cabeza
en otra parte, en los asuntos de la República. Por lo menos
oficialmente.
¿En privado ocurría de otra manera?
Es difícil saberlo, pues el puñado de años revolucionarios,
obligatoriamente convulsivos y caóticos, no se presta para
un análisis histórico de gran amplitud. Por otra parte, nos
quedan pocas huellas de la vida privada de la gente común:
los hombres y las mujeres de poca educación no tenían ne­
cesariamente las palabras para expresar sus sentimientos y
sin embargo los experimentaban...
Pero está el testimonio de ciertos escritores, la literatura.,.
Las memorias de los hombres y las mujeres famosas apenas
se ocupan de la intimidad. Hay una hermosa excepción: la
de Mme. Roland, que, en la prisión, a la espera de la guillo­
tina, examina su vida, limpia ya de toda futilidad, y se inte­
rroga finalmente por sus sentimientos acerca de su marido.
82
¿Qué dice de ese esposo tutelar, protector, sabio, del cual ha­
blaba hasta entonces con veneración? «Ese anciano filósofo
me impresionaba tanto que a mis ojos ya no había sexo.» Y
en su celda accede a una forma de serenidad y continúa tra­
bajando, provista de un diccionario de inglés, contemplando
el retrato de Buzot, que adora.

«¿PENSARÁN CASARME?»

Bello.
¿Verdad? Mme. Roland es una heroína stendhaliana antes
de tiempo: como Julien Sorel, halla una forma de felicidad
en la cárcel después de romper las amarras con la sociedad
y cultivando el recuerdo del ser amado. Olvida la vida políti­
ca y se refugia en otra parte: en el amor, que es otra patria...
Antes de que estalle la Revolución, lo hemos visto con Jacques
Solé, el matrimonio por amor ha comenzado a abrirse cami­
no, por lo menos en las clases populares... Se supone que eso
se va a desarrollar.
La reivindicación del matrimonio por amor se extiende du­
rante todo el siglo xviu. Piense en Diderot, en la Nanine de
Voltaire, en todas esas heroínas de Marivaux... En los me­
dios populares, donde los intereses importan menos y donde
los jóvenes se frecuentan, el sentimiento comenzaba a ocu­
par un lugar en el matrimonio. Pero no en los medios ilus­
trados de las Luces. Dos ejemplos lo muestran. En Las rela­
ciones peligrosas, de Choderlos de Lacios, la pequeña Cécile
de Volanges vuelve a casa desde el convento y se encuentra
con una gran agitación: hay obreros, costureras... «¿Pensa­
rán casarme?», se pregunta. Una carroza se detiene ante el
castillo y una sirvienta la llama de parte de su madre. Está
83
muy agitada. ¿Será su futuro marido? Esta inocente encara
el matrimonio con una ignorancia absoluta de lo que la es­
pera durante la noche de bodas e incluso sobre la identidad
del que encontrará en su cama. Hasta que Valmont la espa­
bila... Otro ejemplo es el de Mme. d’Épinay.
La amiga de Rousseau...
Esta mujer hace lo imposible por contraer un matrimonio
por amor, rechaza a los hombres que no le gustan, llene
una tórrida luna de miel, que impresiona a sus amigos...
Y después, una vez terminado el viaje, el marido vuelve al
código aristocrático del matrimonio: estimando que ya ha
hecho lo que debía hacer, busca amantes. Ella se enfurece,
llora, se desespera. Hasta que interviene su madre para pe­
dirle que... pida disculpas al marido tres veces adúltero. Así
es el amor aristocrático en tiempos de las Luces: se reivindi­
ca una unión con sentimiento, pero se mantiene el matrimo­
nio por mera conveniencia y los hábitos masculinos de la
nobleza. La Revolución no cambiará nada de todo esto.
Esas costumbres llegarán inamovibles hasta el siglo xdc.
Una persona, sin embargo, causará algún impacto: Jean-
Jacques Rousseau.

EL DILEMA DE JULIE

Rousseau y su Nueva Eloísa...


Sí. Le han leído todos los hombres de la Revolución, y todos
dicen seguirlo. Rousseau manifiesta un pensamiento más
bien complejo sobre el amor. Según él, el hombre y la mujer
no tienen la misma vocación y esa asimetría hace la felici­
dad de uno y de otra. La mujer posee, anclados en ella, un
gusto por agradar y un pudor natural. Venciendo ese pudor
84
los dos amantes encuentran la voluptuosidad: el pudor es
constitutivo del placer... Y más importante, Rousseau supri-
me la culpa de la sexualidad femenina: Julie se acuesta con
Saint-Preux, pero sigue siendo virtuosa. Fiel a su promesa
inicial, nunca olvida ese primer amor, a pesar de construir
una vida brillante con el otro hombre que su padre ha esco­
gido para ella.
Julie, por supuesto, no es «culpable», pero acata de todos mo­
dos el deseo de su padre.
Desaprueba la decisión de su padre, que rechaza al plebeyo
Saint-Preux, y hasta proyecta huir con su amante. Pero final­
mente renuncia a ello, pues estima que no podrá ser feliz por
la pena que causaría a sus padres, y acepta al marido que le
proponen. La pasión no es todo para Rousseau, no puede
anular los otros lazos naturales. Tanto peor si los sentimien­
tos no pueden conciliarse: uno se las arregla para hallar la fe­
licidad con los fragmentos que resten. Las mujeres de la Re­
volución han amado tanto a Rousseau porque se han visto
enfrentadas a dilemas semejantes: el ejemplo de Julie les
mostraba que era posible, a pesar de todo, crecer y tener éxi­
to en la vida aceptando las restricciones familiares y sociales,
que había una vida amistosa posible con un marido por el
cual no, o ya no, se sentía ninguna pasión particular.
Pero sin ser sumisa como antaño.
Para Rousseau no existe el deber conyugal: no se supone
que una mujer deba obedecer el deseo de su marido, una
idea increíblemente moderna, que va a entusiasmar a las
contemporáneas del escritor. Y más todavía: el consenti­
miento mutuo es la base de todo compromiso amoroso. La
consecuencia es evidente: si hay consentimiento, una tam­
bién lo puede retractar. El divorcio adquiere legitimidad.
85
NO AL DESPOTISMO DE LOS MARIDOS
Ésta será una de las grandes leyes que adoptan los revolucio­
narios, una ruptura total con el principio del matrimonio cris­
tiano «indisoluble» que hasta entonces reinaba.
Sí. Gracias a Rousseau y a los filósofos del siglo xviii se abri­
rá una puerta. ¿Se habían opuesto al despotismo de los re­
yes? Pues bien, ahora hay que resistir el de los padres y el de
los maridos. Se proclama que la familia debe estar regida
por las mismas leyes de la nación: libertad e igualdad. Se
crea entonces el contrato civil del matrimonio, «gloria ocul­
ta de la revolución», como dice el jurista Jean Carbonnier.
Ahora el matrimonio es laico, se apoya en el consentimiento
libre de dos voluntades.
Unidos ante la ley y ya no ante Dios... Una verdadera revolu­
ción.
Cambio fundamental, sobre el cual, por otra parte, todo el
siglo xix volverá. El divorcio era de una asombrosa liberali­
dad. Es posible divorciarse por consentimiento mutuo (en
menos de dos meses: bastaba con realizar una asamblea fa­
miliar), por incompatibilidad de caracteres (seis meses) o
por distintos motivos reconocidos: demencia, condena pe­
nal, abandono, ausencia, desorden de costumbres, emigra­
ción, malos tratos o delitos... Y la mujer tiene los mismos
derechos que el marido. Es la ley más liberal que pueda
imaginarse. Por primera vez da la oportunidad de inventar
una pareja igualitaria. «El divorcio es el padre de los cuida­
dos mutuos y del matrimonio feliz», dirá Chaumette, sin
embargo notorio antifeminista. Por lo menos en este punto
la Revolución no fue insensible ante el amor. Ni ante las
mujeres.

86
¿Yellas aprovecharán la ocasión?
Numerosas mujeres se precipitan por la brecha para huir de
un marido indeseable... Pero no es tan sencillo. Recuerde a
Delphine, la heroína de Mme. de Staél (que en sus novelas
siempre pone en escena a mujeres casadas con seres lamen­
tables): viuda de un ferviente defensor de las ideas revolu­
cionarías e ilustradas, se enamora de un hombre mediocre
lleno de prejuicios que termina por casarse con una devota.
Después de mil vicisitudes, Delphine ingresa en un conven­
to, jura sus votos, el ejército revolucionario fusila a su ena­
morado y ella se envenena. Esos dos seres, sin embargo, se
habrían podido desligar: el divorcio ya era legal y los votos
monásticos se podían rescindir. Podrían haber vivido juntos,
felices. Pero no lo hacen.
¿Porqué?
Porque sobre ellos se ejercen mil presiones, porque la opinión
pública no ha cambiado. La legislación revolucionaria era
muy avanzada en relación con las costumbres vigentes. Como
dice Saint-Just: «La felicidad es una idea nueva en Europa.»
Los dos enamorados no sólo son desgraciados, sino que la
nueva libertad les hace responsables de su desgracia. Se pro­
híben a sí mismos aprovechar esa «idea nueva». Mme. de
Staél lo comprendió bien. Dar autonomía a las personas pro­
duce un efecto perverso: hace que les cueste mucho más
aceptar su angustia de vivir o su malestar. Si la Revolución
cambia alguna cosa en la vida privada, es ésta: ahora cada
uno es responsable. Antes, si uno se equivocaba, se podía de­
cir «es culpa de mi padre o de mi marido». Ahora esto es un
asunto personal... Pero todo esto durará poco: Termidor dará
el primer golpe a la ley de divorcio al suprimir la incompati­
bilidad de caracteres y el consentimiento mutuo y, más tarde,
el código civil volverá a establecer la superioridad del marido.
87
EL AMOR ES EL ENEMIGO
Se cerrará muy pronto la puerta entreabierta a la libertad de
amar. En 1793 Robespierre tanza el Terror y la Virtud. Poco a
poco, la Revolución reglamenta la vida íntima...
Toda revolución intenta evitar las desviaciones y codificar
las relaciones humanas. Saint-Just lo intenta en los Frag­
mentos sobre las instituciones republicanas: toda pareja casa­
da durante siete años y que no tenga hijos debe separarse.
Hay que declarar oficialmente las amistades. Ya no hay vida
interior ni intimidad de sentimientos. ¿Y qué molesta más a
esta codificación de las relaciones humanas? El amor, sin
duda. El amor, esa relación no preparada, no negociada, es­
pontánea, que puede trastornarlo todo... El amor es inacep­
table para quien tiene que reglamentar la vida privada. El
amor es el enemigo de la Revolución.

LA RESISTENCIA DE LAS MUJERES

El amor, y finalmente las mujeres...


Sí. Las mujeres se habían comprometido en 1789: algunas
crearon organizaciones patrióticas donde se hablaba de los
derechos del hombre, se recitaba la Declaración y también
preparaban vendajes para los heridos. Habían creado clubs,
inspirados a menudo en el modelo romano, como el de
Mme. Moitte, que invitaba a las ciudadanas a depositar sus
joyas para colaborar con las finanzas de la patria... Esos
clubs perdieron prestigio poco a poco y se fueron clausuran­
do. Al principio de la Revolución las mujeres exigían figurar
en los cortejos como ciudadanas y guerreras, pero en tiem­
pos del jacobinismo virtuoso eran invitadas a desfilar del
brazo del marido y preferiblemente embarazadas. Se volvió
88
a los tópicos de la maternidad. «Nadie es buen ciudadano si
no es buen consorte», decían los jacobinos. La moral conyu­
gal se convirtió en prueba de la moral cívica y patriótica.
Terminaron entonces las esperanzas de igualdad y libertad que
podían abrigar las mujeres. Cada sexo en su lugar.
Hay un foso profundo entre las mujeres y la Revolución. El
jacobinismo alimenta una desconfianza instintiva hacia
ellas, las ve como rebeldes en potencia, precisamente por­
que las mujeres son capaces de vivir sin pensar que están en
una revolución. Los jacobinos pretenden que triunfen los
sentimientos impuestos sobre los sentimientos naturales,
espontáneos, como la ternura o la compasión y el afecto.
Recuérdese la actitud de Robespierre con su amigo Camille
Desmoulins. «Oh, tú, mi viejo compañero de colegio», le
dice. Pero no vacila en sacrificarlo, en «entregar» a su viejo
camarada de colegio a la patria: lo denuncia.
Primero la Revolución.
El ideal revolucionario es lo más fuerte. Ahora bien, desde
lo más profundo de sí mismas, las mujeres rechazan este
«interés supremo», sea el de la salvación pública, el de la pa­
tria o, más tarde... el del partido. Mme. de Staél era muy
republicana, pero se rebela contra el infame proceso de la
reina. Olympe de Gouges, que redacta la Declaración de de­
rechos de la mujer, se queja del proceso contra el rey: «Si
matáis a este rey, cada gota de sangre vertida hará revivir la
realeza.»
Las mujeres, en suma, se oponen a la Revolución en nombre
de una idea de la humanidad y del amor.
Su resistencia es en primer lugar religiosa: se niegan a asis­
tir a las misas de los curas juramentados; protegen a los cu-
89
ras rebeldes, se plantan en la puerta de las iglesias para re­
clamar sus campanas. A los revolucionarios les sorprende esta
resistencia, ven en ella una señal de la emotividad femenina,
una inclinación por el oro, los copones y otras sandeces: las
mujeres, dicen, son impresionables, giran según los vientos
de las emociones... No comprenden que las mujeres están
siempre del lado de lo que permanece -ellas son las que
mantienen los lazos familiares, las que llevan la contabilidad
del linaje- y sienten un rechazo visceral por la ferocidad.
Hay en eso, a fin de cuentas, dos nociones del mundo.
Su ilustración se encuentra en los cuadros de David. En El
juramento de los Horacios, las mujeres se apretujan uncís
contra otras, están separadas de los hombres, que posan en
actitud viril, con sus espadas. Lo mismo se aprecia en Bru-
tus: éste, a la izquierda, impasible, ante el cuerpo de sus hi­
jos, que le presentan; a la derecha, la hija desmayada en bra­
zos de su madre y una sirvienta que se cubre el rostro... En
El rapto de las Sabinas, las mujeres intentan interponerse
para evitar el crimen... Se equivocan las feministas que hoy
afirman que la Revolución excluyó a las mujeres: fueron las
mujeres las que se volvieron hostiles a la Revolución. Decep­
cionadas, descorazonadas, regresaron a casa, haciendo vo­
tos por que la política no llegara al hogar...

LA REVOLUCIÓN ACABÓ CON EL CARÁCTER MIXTO

Como si hubiera una profunda antinomia entre la actitud revo­


lucionaria, la política y su disposición guerrera por una parte y,
por otra, los valores femeninos, más suaves, más humanos.
El siglo xviii vivió con la idea de una dicotomía total entre
monarquías y repúblicas. En las primeras, los hombres no
90
pueden participar en la vida pública, pues el poder está con­
centrado en manos de algunos que disponen de tiempo libre
para las intrigas y el libertinaje. En la república, por el con­
trario, los hombres están muy ocupados en los asuntos de la
ciudad y las mujeres, recluidas. La monarquía, se pensó en­
tonces, era el reino de las mujeres; la república, el de los
hombres. Lo que se expresaría en la famosa diferencia que
Montesquieu y Hume hacen entre Francia e Inglaterra.
¿Ycuál es?
Hume considera que Francia es el país de la monarquía, del
libertinaje, del libre comercio entre los sexos. Según Mon­
tesquieu, Inglaterra (a la que considera una república de he­
cho, con sólo el nombre de monarquía) es el país donde los
hombres participan activamente en la vida de la ciudad, in­
cluso en el campo, y las mujeres permanecen confinadas en
un mundo propio de ellas. Los dos filósofos concuerdan al
afirmar que nada se puede cambiar en eso, que las costum­
bres son más fuertes que las leyes. La república se considera
entonces hostil a las mujeres. Lo que entristecerá a la sutil
Mme. de Staél, que, en su novela Corinne, describe apenada
una sociedad inglesa donde los sexos están separados. Ese
país, escribe, impide absolutamente que las mujeres brillen;
las sociedades inglesas son «recintos gélidos», las mujeres
no participan de conversaciones en voz alta, se retiran en
las cenas... En la república ya no hay lugar para las hermo­
sas oradoras que antaño mantenían un salón y cautivaban
asambleas.
Y eso hace la Revolución en Francia: separa los sexos.
En efecto, la Revolución separó los sexos, acabó con el carác­
ter mixto. Las huellas perdurarán. Musset lo dirá en Confesión
de un hijo del siglo, Rémusat lo observará en sus Memorias:
91
los salones, después de la Revolución, se volvieron bicolores.
En la sala para fumar, los hombres, de negro, hablan acerca
de los asuntos de la nación; en la sala contigua, las mujeres
visten de blanco. Mme. de Staél lo advertirá desde 1800:
para que la república se instale en Francia habrá que inte­
grar a las mujeres, habrá que romper con el modelo jacobi­
no y espartano. Y eso es lo que ha sucedido: las costumbres
republicanas han terminado por integrar la tradición aristo­
crática de convivencia entre los sexos, propia del país.
Y esta vieja herencia hace que hoy la sociedad francesa re­
sulte un mundo más igualitario que el de otros países euro­
peos o que el de Estados Unidos, y que sus hombres y muje­
res anuden relaciones a pesar de todo agradables.

LA DERROTA ROMÁNTICA

Pasa la Revolución y se impone el romanticismo, regresa la


herencia de Rousseau... ¿Se suavizan las costumbres?
Lo verifica Louis-Sébastien Mercier en su Cuadro de París,
en 1798: por todas partes se ve a mujeres que llevan hijos en
brazos, lo que antes no hacían, como si, dice, el instinto de
la maternidad se hubiera impuesto entre las francesas. Algo
ha cambiado, en efecto. Pero el romanticismo es una derro­
ta, pues reintroduce la asimetría entre los sexos y reniega de
la supresión de la culpa entre los sexos que había operado
Rousseau. Las heroínas románticas se dividen en dos cate­
gorías: por una parte están los ángeles de pureza, como
Mme. de Mortsauf en El lirio en él valle, que muere por su
angelismo y sus deseos rechazados; por otra parte están las
perversas y pérfidas como lady Dudley, en la misma obra. La
dicotomía será completa en Balzac.

92
El amor y tas mujeres finalmente no ganaron gran cosa con el
episodio revolucionario.
Al principio de la Revolución hubo toda suerte de sueños de
igualdad amorosa y cívica. Pero fueron aplastados por la
losa del código civil y de las restauraciones. «¡La extin­
ción!», dijo Stendhal. Las mujeres salen de la Revolución
como víctimas. Otra vez reducidas al silencio y a la soledad.
Pero creo que, en definitiva, ganaron entre 1789 y 1792 con
la legislación revolucionaria del matrimonio, del divorcio,
de los derechos sucesorios y con la idea de su papel funda­
mental en la educación ciudadana de los hijos, que apunta a
una nueva sociabilidad mixta. Y, en última instancia, tam­
bién progresó la relación amorosa: a pesar de todo, la Revo­
lución dibujó el esbozo de un mundo donde las relaciones
humanas pueden ser diferentes. Habrá que esperar más de
un siglo, pero la idea ya estaba sembrada.

93
ESCENA 3
EL SIGLO XIX: TIEMPO DE PAVITONTAS
Y DE BORDELES

Tantos deseos contenidos, tantas frustraciones ocultas, tantos


comportamientos mediocres... Se trata de un siglo que se sien­
te muy mal en su pellejo. El siglo xtx se abre con un suspiro
romántico («¡Deprisa, gocemos!», declama Lamartine) y se
desvía hacia el higienismo frío ele los confesores y los médicos.
Siglo hipócrita que reprime el sexo, pero está obsesionado con
él. Acosa la desnudez, pero atisba por el ojo de la cerradura.
Encorseta a la pareja conyugal, pero promueve los burdeles.
Como si en ese lapso se zarandearan todas las contradicciones
del juego amoroso. Y, por supuesto, las mujeres pagan las con­
secuencias. Pero no nos apresuremos a juzgar. Hacia su tér­
mino, este curioso siglo xix pone en circulación un compo­
nente del amor hasta entonces no confesado: el placer, que
aparece para permanecer.

SUSPIROS Y ROZAMIENTOS

Dominique Simonnet: Ha llegado el tiempo de la languidez,


de los estados de ánimo, de los ensueños inspirados, el tiempo
en que nos asombramos ante Chateaubriand y Lamartine me­
ditando acerca del paso del tiempo y escuchando el canto del
94
ruiseñor en una noche estrellada... Después del frío paréntesis
revolucionario, el comienzo del siglo xa se embriaga de ro­
manticismo. Como si de pronto el sentimiento amoroso, tanto
tiempo reprimido, fuera una prioridad. Por lo menos en la lite­
ratura...
Alain Corbin: En efecto, un nuevo código amoroso se ela­
bora después de la Revolución y se vincula otra vez con la
nostalgia de un mundo ideal, de una plenitud roussoniana.
El tema del amor romántico está presente por todas partes
en las novelas, se filtra en los manuales del buen vivir e in­
cluso en la literatura piadosa. Es el gran siglo de la confe­
sión, de la introspección, del diario íntimo que deben elabo­
rar las jóvenes de buena familia y que suelen interrumpir
una vez que contraen matrimonio. De súbito se manifiesta
una intensa necesidad de expansión: se evoca la meteorolo­
gía de uno mismo, se identifican las propias variaciones con
las del cielo: «Pondré un barómetro en el alma» (Rousseau).
Se medita, como Léopoldine Hugo, mientras se redacta un
«cuaderno de estilo» repleto de disertaciones pensativas. Se
apela a los impulsos del corazón, se huye lejos del cuerpo
hacia un diáfano angelismo y se goza en sueños de amores
etéreos.
Sueños de pureza, siempre muy influidos por ideas reli­
giosas...
El discurso romántico, que arraiga en el siglo xvili (recuér­
dese la Carlota de Penas del joven Werther) y sólo se refiere a
una pequeña élite cultural, está plagado de metáforas reli­
giosas: el amante es una criatura celeste; la joven un ángel
de pureza y virginidad; el amor, una experiencia mística. Se
habla de confesión, de sufrimiento redentor, de adoración;
se está «perdido de amor», los corazones «sangran»... Se
reemplaza la palabra, que sería demasiado escandalosa, por
95
un roce, un rubor, un silencio, una mirada... Es la imagen de
la joven de buena familia sentada ante su piano (exutorio
solitario de la fuerza incontenible de las pasiones), con la
cabellera suelta, el rostro iluminado por las velas, los ojos
perdidos en el vacío... Todo se juega en el impacto del en­
cuentro, en la silueta fugitiva entrevista en el límite de un
bosquecillo, en la suavidad de un perfume, en un ligero es­
trecharse de las manos, como entre Adéle y Víctor Hugo; en
la evocación y en la distancia.
Y por consiguiente en ¡a frustración...
Mme. de Rénal (Rojo y Negro) o Mme. de Mortsauf (El lirio
en el valle), sustitutos del amor maternal, llevan consigo el
tema de la educación sentimental y, en efecto, la frustración
de la sexualidad romántica. Pero cuidado: el amor sólo se
menciona cuando algo falta, cuando hay obstáculo, aleja­
miento, dolor; el historiador encuentra pocas huellas de feli­
cidad. Por otra parte, el sentimiento amoroso ha estado con­
tenido durante siglos y no se sale con facilidad de una
prisión así: la denuncia del pecado de lujuria y el culto exal­
tado a la virginidad en el Renacimiento, la condena del
«amor loco», todo sigue influyendo insidiosamente en el
comportamiento amoroso. Cabe preguntarse entonces si ese
romanticismo angélico es reflejo de la realidad o constituye,
por el contrario, una forma de exorcismo, la compensación
imaginaria de una carencia que se experimentaba en la vida
cotidiana...

EL CUERPO ENCORSETADO

Ésa es una pregunta que recorre toda nuestra historia del


amor. Siempre se llega a la misma conclusión: hay una gran
96
diferencia entre lo imaginario y la realidad de los comporta­
mientos humanos y a menudo una franca oposición. Hay
mucho camino entre la literatura y la realidad, entre el discur­
so y la alcoba.
Es también el caso en el siglo xix. Así sucede en el matrimo­
nio. A pesar del discurso romántico, sigue organizado en
función de las restricciones sociales: hay un verdadero mer­
cado matrimonial. La correspondencia de Flaubert lo mues­
tra en el orden del deseo: se advierte allí una sorprendente
tensión entre las posturas angélicas del romanticismo y las
prácticas masculinas, que se caracterizan por las hazañas de
burdel. Es la época de las pavitontas y de las casas de prosti­
tución. Un hombre y una mujer no viven la sexualidad ni
hablan de ella de la misma manera.
¿Yqué marcaba la diferencia en esa época?
El imaginario femenino se centraba en el pudor: una joven,
hija de buena familia, no se mira en el espejo, ni siquiera en
el agua de la bañera (los espejos, en cambio, tapizaban las
paredes de los burdeles). Las mujeres conocían mal su pro­
pio cuerpo. Se les prohibía incluso entrar en los museos de
anatomía. Se elaboró todo un preciso sistema de convenien­
cias y de ritos para codificar la vida privada y disimular el
cuerpo femenino. Las mujeres no podían salir de casa con el
cabello suelto. En casa, el camisón sólo se tolera en la alco­
ba y toda evocación de la intimidad resulta indecorosa. Se
oculta el cuerpo, se lo encorseta, se lo protege con nudos,
broches, botones... El pudor obsesivo y la refinada compli­
cación del vestido tienen, ciertamente, efectos perversos:
suscitan un erotismo difuso, que repara en el talle, el pecho,
el cuero de los botines, el deseo de cortar la cabellera fe­
menina, asuntos que Zola o Maupassant describen con exac­
titud.
97
LA DOBLE MORAL
¿Ydel lado masculino?
Las mujeres tienen el monopolio del perfume, de los afeites,
del color, de los encajes. Los hombres están condenados a
vestir de negro y gris y con trajes en forma de tubo. «El sexo
está de duelo», escribe Baudelaire. Seguramente el hombre
del siglo xrx no está orgulloso de su cuerpo, quizás en todo
caso lo esté de su pelo (hay una buena veintena de modelos
de bigotes, barbas y patillas). Mientras el mundo femenino
está impregnado de un pudor a veces perverso, el mundo
masculino es el de las prácticas venales y de una doble mo­
ral permanente: el mismo joven que identifica a la joven por
su pureza y le hace la corte según el ritual clásico, tiene ex­
periencias sexuales múltiples con prostitutas, modistillas
(las obreras de la aguja en las grandes ciudades) o con una
joven trabajadora de costumbres fáciles, a quien abandona­
rá para casarse con una heredera de buena familia. Como
narra Balzac en Una doble familia, no es infrecuente que
después del matrimonio conserve a una mantenida.
Mona Ozouf ya lo observaba: para los hombres hay entonces
dos tipos de mujer, el ángel y la puta.
Y una verdadera dualidad, también, en la representación
del cuerpo femenino: se lo idealiza y degrada al mismo
tiempo. «Ayer eras una divinidad, hoy eres una mujer», es­
cribe, en sustancia, Baudelaire después de su primera no­
che con Mme. Sabatier. Se supone que la mujer debe si­
mular ser apresada y callar un posible placer. Louise
Colet, que asalta a Flaubert en un coche y hace el amor
con él en un hotel para parejas, alza después los ojos al
cielo y junta las manos como si rezara. Por su parte, Jean-
Paul Sartre comenta: «En 1846, cuando una mujer de la
98
sociedad burguesa termina de hacer la bestia, debe hacer
de ángel.»
Este ángel en cualquier momento puede resultar peligroso, es
susceptible de dejarse arrastrar por pasiones maléficas.
Exactamente. La mujer continúa marcada por el sello de la
antigua alianza con el demonio. En cualquier momento pue­
de precipitarse en el pecado, hundirse en la histeria o la nin­
fomanía: la vena ardiente que lleva en sí puede despertar y ex­
pandirse sin medida. Zola ha descrito este modelo de la
devoradora en los barrios, expresión del fantasma de los
hombres de la época, obsesionados y angustiados por el sexo,
perseguidos por el miedo a la feminidad. Se tranquilizan lle­
vando la cuenta de sus proezas, como Hugo, Flaubert y Vigny.

A OSCURAS Y DEPRISA
Estamos lejos del romanticismo, en efecto. ¿Se sabe cómo se
comportaban estas dos especies tan diferentes que son los
hombres y las mujeres de esa época cuando estaban juntos en
la cama?
En las casas burguesas, la noche de bodas es toda una prue­
ba. Es el duro momento de la iniciación femenina, que efec­
túa un marido que ha conocido la sexualidad venal. De allí
proviene la costumbre creciente del viaje de bodas, para evi­
tar un momento tan molesto al entorno familiar... La alcoba
de los esposos, donde se refugia la sexualidad conyugal, es
un santuario y el lecho un altar donde se realiza el acto sa­
grado de la reproducción. Por lo demás suele estar remata­
do por un crucifijo. El cuerpo está siempre cubierto de ropa.
La desnudez completa sigue siendo algo excepcional hasta
el siglo xx (la desnudez evocaría demasiado el burdel). Es lí­
cito todo lo que facilita la concepción.
99
Todo lo demás está prohibido.
Sí. Se hace el amor a oscuras, sin preocuparse demasiado,
parece, del placer de la compañera, en la posición llamada
del misionero casi siempre, pero también con la mujer arro­
dillada, como recomendaban los médicos a los cónyuges de­
seosos de concebir. Las prácticas aconsejaban, además, que
el hombre realizara una administración parsimoniosa de su
sustancia, que debía modular según la edad (consideraban
que la cincuentena era el límite último de la actividad mas­
culina). Todo permite pensar que la brevedad de las relacio­
nes conyugales persistió durante todo el siglo. Y parece ha­
ber favorecido la concepción.
¿Se sabe cómo soportaban las mujeres tanta indigencia?
¿Confesaban su placer? ¿Superaban el desprecio o la moles­
tia que podía inspirarles su compañero? No hay modo de sa­
berlo... Las mujeres, en sus diarios íntimos o en su corres­
pondencia, nunca hablan de ello antes de la década de 1860.
La posible y única confidente es la amiga íntima, a veces
una prima, que se conoció en el internado.

ALIVIAR A LOS MARIDOS FRUSTRADOS

En el caso de los hombres, en cambio, ya no es tabú el discur­


so sobre la sexualidad.
¡No callan nunca! En las novelas, las obscenidades están co­
dificadas y la literatura de las canciones muestra obsesión
por el órgano viril. El imaginario masculino se alimentaba
de los estereotipos del amor venal de la Antigüedad: post
coitum animal triste: decepción, degradación de la imagen
de sí y del otro... El viejo telón de fondo libertino afecta a los
100
hombres del siglo xrx: han leído la literatura erótica del si­
glo xvm. Por otra parte, los jóvenes han tenido la experien­
cia del amor, a menudo bajo una forma degradante. Y es
para ellos una fuente de orgullo. Se cuentan groseramente
sus hazañas. Una vez casados, sienten nostalgia de las aven­
turas con sus queridas. Las casas de prostitución del barrio
están allí para aliviar a maridos frustrados, que después re­
gresan prudentemente al hogar.
¿Cómo trataban a las prostitutas?
Desde el Consulado se había concretado el sueño de un bur-
del reglamentado: la casa de tolerancia del barrio, cuya fun­
ción es aliviar a los maridos o a los solteros y, oficiosamen­
te, despabilar a los jóvenes. La señora de la casa vigila
estrechamente a sus chicas. Pero eso no funciona siempre a
la perfección. Estas casas controladas no impiden la prosti­
tución clandestina, y muchachas pobres se entregan por
unos cuantos centavos en los rincones de los arrabales o es­
tán disponibles en los alrededores de las guarniciones. A fi­
nes del siglo se multiplican las casas de citas clandestinas,
situadas en el piso alto de bonitos edificios y que sólo fun­
cionan de día. Se cultiva allí una ilusión de respetabilidad:
la señora de la casa, para mantener un simulacro de senti­
miento, suele fingir que las mujeres presentes son honora­
bles esposas necesitadas de sensaciones.

MASTURBACIONES MUTUAS

En el campo, los jóvenes viven en todo caso sus amores con ma­
yor libertad y honestidad. Por h menos, espero que así fuera...
El campo es otro mundo. Desde los primeros años de la mo­
narquía de Julio, se populariza el discurso del amor román-
101
tico: en la campiña del Limousin, por ejemplo, los romances
y los folletines rechazan los cantos tradicionales. Pero allí el
sentimiento se expresa poco mediante el lenguaje. Más bien
por los gestos. Para indicar una inclinación mutua, se aprie­
tan las manos con fuerza o se dan grandes palmadas en los
hombros. Tal como ha mostrado Jacques Solé en relación
con el siglo xvm, las parejas jóvenes practican una sexuali­
dad distinta.
¿Fuera de la vista, en la granja o en los prados?
Sí. Se inician en el heno, a veces se hace la vista gorda ante
la violación de una pastora por parte de un joven. Se tocan,
se «hacen el amor», es decir, se cortejan. La joven entrega al
muchacho «la parte alta» o bien se deja acariciar. En algu­
nas regiones, como en Vendée, se practican diversas formas
de masturbación recíproca. Las chicas se dejan acariciar en
los bailes sin que ello implique consecuencias. Curiosamen­
te, el beso profundo es tabú. A veces pasan la noche juntos,
lo que no significa que hagan el acto sexual «completo». En
otras regiones, como el País Vasco o Córcega, se practica
una forma de concubinato o de ensayo de matrimonio. Los
burgueses, por su parte, sueñan con esos amores sencillos y
libres. Pero los temen.

ESCOTES INDECENTES

¿Qué hace la Iglesia, que siempre ha estado en el centro del


control del amor y de la sexualidad?
Es la época en que se generaliza el confesionario, en que se
adopta en la iglesia la postura del penitente, de rodillas, las
manos juntas, el velo bajo... El sacerdote tiene la misión de
velar por la pureza de la joven y por la fidelidad de la esposa.
102
Pero no pierde tiempo en las calaveradas de los señores, so­
bre todo porque los muchachos por lo general cesan de confe­
sarse después de hacer su primera comunión. El clero se con­
vierte entonces en el verdadero tribunal de las conciencias
femeninas y condena severamente las fiestas y los juegos que
incitan a la lujuria: bailes, romerías bretonas, veladas, ban­
quetes de bodas... Ataca el vestido demasiado coqueto, los es­
cotes indecentes. Durante el Segundo Imperio, por ejemplo,
el cura de Marsac, en la región del Tam, recorre las naves de
su iglesia para inspeccionar el atuendo de las mujeres y llega
a cortar los mechones demasiado exuberantes.
¿Yla Iglesia ejerce la misma severidad con la pareja legítima?
Entre 1815 y 1850 había comenzado a cerrar los ojos ante el
«onanismo de los esposos», es decir ante una sexualidad
cuyo objeto no se reducía obligatoriamente a la procreación,
lo que había favorecido una discreta difusión del control de
la natalidad. Pero el rigor vuelve después de 1851: Roma
condena toda forma de cooperación -incluso pasiva- de la
mujer cuyo marido practica el onanismo. Dios debe conser­
var el control de la fuente de la vida.

EL CLÍTORIS SUPERFLUO

Los médicos no son más tolerantes que los confesores. Es la


gran novedad: la ciencia se introduce en la sexualidad.
Durante los dos primeros tercios del siglo, los médicos ad­
vierten lo que llaman «instinto genésico», una fuerza violen­
ta necesaria para la reproducción, lo que justifica la doble
moral según el sexo: es conveniente que ellos satisfagan su
deseo devorador. Pero conviene, en cambio, evitar la curiosi­
dad de las mujeres y circunscribir cuanto sea posible lo que
103
es lícito que lean o contemplen. Los médicos, al mismo
tiempo, denuncian todas las conductas desviadas, que califi­
can de «antifísicas»: sodomía, bestialismo, pederastía. Te­
men las consecuencias negativas de las caricias entre espo­
sos, que califican de «fraudes conyugales». El buen doctor
Bergeret, en Arbois, cuyo caso he estudiado, estima que sus
dientas están enfermas porque sus mandos se entregan de­
masiado a la masturbación recíproca. Hay una sola prescrip­
ción posible, según él: un buen embarazo que calme sus ar­
dores. En tal clima de frustración, resultan tentadoras las
prácticas solitarias. Pero la masturbación suscita escalofríos.
¿Por qué?
Conduce, según los médicos, a una pérdida de energía, a un
cansancio creciente, incluso a la muerte. Por otra parte, se
acompaña de un peligroso recalentamiento de la imagina­
ción. Es necesario, entonces, frenarla sin descanso. Los jó­
venes deben aprender a tener ocupadas continuamente las
manos. Los especialistas recomiendan que en los lugares
públicos se deje una abertura arriba y abajo de las letrinas
para controlar las posturas. Aconsejan a los padres que no
dejen solos demasiado tiempo a sus hijos, que les eviten el
calor y la humedad en el lecho. Desaconsejan la equitación y
el uso de la máquina de coser, que incluso la misma Acade­
mia de Ciencias denunciará. Se obliga a veces a las jóvenes
a llevar «cinturones de contención» o, si el «mal» persiste,
se practican intervenciones quirúrgicas para suprimirlo,
como la cauterización del útero y, con menos frecuencia, la
ablación del clítoris.
¿Miedo al placer femenino?
Sí. Parece, en efecto, intolerable que la mujer pueda sentir
placer sola, sin presencia masculina: es el vicio en estado
104
puro. Hasta entonces, en conformidad con una tradición hi-
pocrática relevada por Galeno, se creía que el placer femeni­
no era necesario para la reproducción. El descubrimiento de
los mecanismos de la ovulación llevó a pensar que no era
así. El placar femenino parece entonces superfluo, inútil,
como el clítoris.

LA ANIMALIDAD DEL PUEBLO

Las cosas cambian a partir de 1860, como si se empezara tí­


midamente a girar la página de la represión.
Sí. En el dominio de la vida privada, comienza otro siglo xix
hacia 1860. Todo se estremece. La palabra «sexualidad»
(que señala el nacimiento de la scientia sexualis y aparece
por primera vez en 1838 para designar los rasgos de lo que
es sexuado) ya se utilizaba hacia 1880 en el sentido de «vida
sexual». Es un lapso de enriquecimiento, de urbanización.
Y los burgueses sufren con esa moral que los encierra. El
código romántico comienza a degradarse. Basta leer la co­
rrespondencia de Flaubert. ¡Se terminaron el angelismo y
las mujeres diáfanas! El sentimiento amoroso se devalúa.
Con Madame Bovary muere el romanticismo. De pronto se
comprende que detrás de las bellas palabras se oculta una rea­
lidad más cruda. Cae la ilusión.
Exactamente. Madame Bovary toma risible el adulterio. La
novela pone en tela de juicio el imaginario romántico.
La mujer ya no es un ángel. Da miedo. Poco después de la
Comuna crece el temor a la animalidad del pueblo, vicio que
describe Zola en Nana. Piense en los Rougon-Macquart,
pero también en la obra de los hermanos Goncourt, donde
la mujer aparece como un ser desequilibrado cuyo retrato
105
manifiesta la ansiedad biológica. Aterra el peligro de la en­
fermedad venérea. El amor implica riesgos. Se torna trági­
co. Como ha mostrado Michel Foucault, los «sexólogos» es­
tablecen entonces el catálogo de las perversiones. Sitúan la
prohibición de la patología en prácticas que hasta entonces
sólo denunciaba la moral.
Una de ellas es la homosexualidad.
En el curso de la primera mitad del siglo xix la medicina le­
gal dibuja el retrato del «antifísico», que de este modo cons­
tituye en tipo humano que se vincula en parte con ciertas
formas de animalidad. Posteriormente la homosexualidad,
que parece preparar todas las perversiones y que se asocia
con una herencia mórbida, es objeto de estudios clínicos. Ya
no se percibe al homosexual como un pecador, sino como
un enfermo al cual conviene cuidar. Los hombres conside­
ran, en cambio, con algo de indulgencia a las lesbianas, que
alimentan sus fantasmas sexuales.
Sin embargo, en esta época, en la segunda mitad del siglo, se
desarrolla el anticlericalismo y se empieza a criticar más y
más a esos confesores, demasiado curiosos, a menudo ambi­
guos, que se interponen entre los cónyuges.
Sí. La Iglesia continúa siendo rigorista en las cuestiones de
la carne y se desarrolla la ofensiva anticlerical. Se acusa a
los confesores de «saber demasiado», de provocar el vicio
con preguntas demasiado precisas, de mezclarse en secretos
demasiado íntimos. Se populariza la imagen del sacerdote
seductor, perverso, conmovido por la impudicia de las con­
fesiones femeninas. Los maridos le ven como un competidor
capaz de robarles su propiedad.

106
TIEMPO DE CORNUDOS
El divorcio, instaurado en 1792 por los revolucionarios y su­
primido en 1816, se restablece en 1884. Miles de mujeres lo re­
claman. Pero el adulterio es el gran tema del momento.
El adulterio alimenta las conversaciones, en efecto. La nove­
la y el vodevil incitan al engaño y ponen en escena el ménage
á trois. En el ámbito de la alta política es normal tener una
amante. Pero no hay que sobreestimar la amplitud del fenó­
meno. Se asiste a las obras de Feydeau y se ríe con ellas, del
brazo de la esposa, para exorcizar la amenaza. Porque la
mujer virtuosa continúa siendo dominante, a pesar de todo,
en el seno de la burguesía.
Así pues, el adulterio sigue siendo condenable oficialmente.
El adulterio del marido ni siquiera puede ser perseguido, a
menos que el esposo infiel mantenga a una concubina en el
domicilio conyugal, lo que se acerca a la bigamia. Pero no
es infrecuente que en la promiscuidad de los apartamentos,
el burgués se acerque a la joven criada...
¿Yel adulterio de la esposa?
Siempre es un delito, punible en teoría hasta con dos años
de cárcel. El marido dispone de un derecho de gracia:
puede interrumpir la ejecución de la pena para permitir
que su esposa se reintegre al domicilio conyugal. Aunque
el adulterio femenino era menos frecuente de lo que se
cree, es verdad que las mujeres contaban con una movili­
dad mayor. La concentración urbana y el alumbrado de
gas modifican los comportamientos; aumenta la vida noc­
turna, los noctámbulos frecuentan los bailes y los espectácu­
los y deambulan por los bulevares. A partir de la década
107
de 1880 las mujeres pueden exhibirse en las terrazas de
los cafés. Los viajes, en coche y después en ferrocarril, las
vacaciones de la mujer sola y los baños de mar favorecen
las aventuras.
Se desarrolla una práctica inédita entre los jóvenes y que
anuncia un amplio porvenir: el flirteo.
Si. El flirteo se vincula con el antiguo código romántico y
conciba virginidad, pudor y deseo. Es una mirada que
anuncia un encuentro, los tenues roces de los vestidos, de
la piel, la presión de las manos que esbozan los prelimina­
res... Después los besos, las caricias, los tocamientos que
conducen a veces al orgasmo sin coito... Comienza una
nueva era.

UN NUEVO EROTISMO

Es la eclosión de un nuevo erotismo. E imaginamos que las


mujeres encontraron ahí una nueva forma de libertad.
Las que aprovechan el flirteo se sitúan a medio camino en­
tre la inocente y la liberada. También las esposas disfrutan
del flirteo: se entregan a juegos sensuales sin comprometer­
se verdaderamente. Este nuevo erotismo difunde más suavi­
dad. La sexualidad conyugal cambia y comienza a nombrar­
se el placer femenino. Algunos médicos audaces aconsejan a
los maridos que recurran más a la ternura. La pareja conyu­
gal se erotiza. La influencia de las prostitutas también inter­
viene, de manera indirecta: el joven introduce en el lecho
conyugal refinamientos que ha aprendido con ellas. En todo
caso es uno de los grandes temores de los moralistas: que la
alcoba se transforme en lupanar...

108
A fines del siglo xtx, por tanto, está a punto de cambiar algp
en nuestra historia. Como si la pesada losa moral que gravita­
ba sobre las relaciones de los hombres con las mujeres desde
la Antigüedad estuviera ahora a punto de resquebrajarse ver­
daderamente.
Sí. A fines del siglo xix se dibuja un nuevo tipo de pareja,
más unida: una mujer más conocedora, un hombre más
preocupado por su compañera. Se desarrolla la anticoncep­
ción (especialmente mediante el coitus interruptus). El egoís­
mo masculino pierde su soberbia. Aparece una sexualidad
más sensual en lugar de la antigua sexualidad genital y rápi­
da y concentrada en la procreación. Los esposos se llaman
«querido» y «querida». Algunas novelas para mujeres jóve­
nes no vacilan en insinuar un velado erotismo. En suma, es
la primera revolución sexual de los años sesenta, un siglo
antes que la nuestra. La cuestión de la sexualidad ya está
planteada.

109
Acto III
Finalmente el placer
ESCENA 1
LOS AÑOS LOCOS: AHORA HAY QUE COMPLACER

¡Por fin! Después de siglos de inhibiciones, frustraciones y


represiones, emerge tímidamente de la penumbra esa cosa
inconfesable por tanto tiempo escondida y tanto tiempo de­
seada: el placer... La revolución amorosa que se desarrolla
entre 1860 y 1960 es discreta pero ineluctable. ¡Basta de
conveniencias hipócritas, de vergüenza del propio cuerpo,
de esa sexualidad culpable que sella la indignidad de los
hombres y la desgracia de las mujeres! ¡No hay matrimonio
sin amor! ¡No hay amor sin placer! Se empieza a pensar
esto, aunque todavía no se diga. Desde el período de entre­
guerras, impulsada por un saludable hedonismo, la gente se
toca, se acaricia y se besa en la boca (sí, en la boca). En
suma, se libera. Esos años, no tan locos, inician un nuevo
acto de nuestra historia. Y una vez más son las mujeres las
protagonistas.

EL PODER DE DECIR «NO»

Dominique Simonnet: En los albores del siglo xx, al salir de


un período encorsetado y que, como hemos visto, se sentía
bastante mal en su pellejo, se esboza una revolución de las
113
costumbres que madurará lentamente hasta la década de
1960. Harán falta casi cien años, marcados además por dos
guerras mundiales, para que estalle la nueva libertad del amor.
Anne-Marie Sohn: Se ha necesitado, en efecto, un largo re­
corrido mental para que los individuos se atrevan a liberar­
se de la influencia de la religión, la familia, del pueblo y de
las solidaridades del oficio. Como relata Alain Corbin, a fi­
nes del siglo xix despiertan nuevos comportamientos que se
oponen a la moral oficial victoriana y que implican la
emancipación de cuerpo y espíritu. Esta corriente de libe­
ración se va a desarrollar en el siglo XX y provocará una
verdadera ruptura ética en la historia de las relaciones
entre hombres y mujeres. Por este camino ingresa primero
la gente modesta y en primer lugar las mujeres. Poco a
poco rompen con el viejo modelo de la virginidad a que las
sometía la religión, superan el miedo a la opinión de los de­
más y la obsesión por el hijo no deseado, se arriesgan cada
vez más.
¡Una vez más las mujeres en primera linea! ¿Cómo se mani­
fiesta esta liberación?
La primera gran mutación es el fin del matrimonio pacta­
do, lo que será efectivo hacia 1920, primero en los medios
populares donde reina mayor libertad de costumbres y
donde se depende menos de intereses patrimoniales. Las
mujeres se hacen poco a poco con la capacidad de decir
«no». El éxodo rural y los salarios dan a cada uno la posi­
bilidad de disponer de sus propios ingresos y conceden
más autonomía a los jóvenes: los que «suben» a París ya
no dependen del padre ni tienen que rendir cuentas al se­
ñor cura ni al alcalde del pueblo. Tratan, naturalmente, de
ser felices.

114
Y para ser feliz hay que amar.
¿Acaso el abecedario de la felicidad no es vivir con alguien a
quien se ha elegido y con quien hay buen entendimiento?
Esta idea innovadora asciende por las clases sociales hasta
los burgueses: ahora se afirma que las relaciones matrimo­
niales deben apoyarse en un sentimiento recíproco. El amor
se convierte en el cimiento de la pareja. El matrimonio por
conveniencia parece vergonzoso.

«PONGO EL CORAZÓN A TUS PIES»

El amor ya no es un lujo ni un azar como antes. Ahora se cul­


tiva, incluso se está orgulloso de él.
En efecto. Las cartas de amor, muy abundantes a principios
de siglo en los medios populares, lo muestran de manera
palpable: son torpes, están llenas de faltas de ortografía,
pero desarrollan una retórica ardiente y romántica, a ima­
gen de los folletines que explotan viejos temas de la literatu­
ra (como el de la muchacha perdida que el joven salva gra­
cias a la fuerza de su pasión). Algunas se parecen a la
correspondencia intercambiada entre Víctor Hugo y Juliette
Drouet, que está llena de frases exaltadas. Entre 1900 y 1939
se envían infinidad de postales de amor, que suelen repre­
sentar a una pareja en un decorado bucólico: el hombre, de
porte dominante, ofrece un ramo de flores a su pareja.
Con pequeños poemas, ya impresos.
Sí. La imagen suele estar acompañada por algunos versos:
«Soy toda tuya. Pongo el corazón a tus pies. Una sola pala­
bra de tus labios me hará feliz.» Se agrega alguna palabra,
se modifica ligeramente el texto impreso o sencillamente se
115
añade: «No digo más, todo está escrito en la postal», lo que
evita problemas de redacción. El estilo cambia un poco a
partir de 1914: los enamorados suelen estar ahora frente a
frente, mirándose a los ojos, embriagados; después se los
muestra abrazados, dispuestos para darse un beso apasiona­
do. Las películas y las novelas populares fortalecen el género.
Parece haber una verdadera sed de amar que de súbito se ex­
presa, un deseo de amor demasiado tiempo reprimido.
Sí. ¡Ahora hay que amar! Es la norma. Amar para vivir bien.
Pues la gente se empieza a convencer: si no hay amor, la
vida es frustrante. Y poco a poco se pasa de la idea de que
hay que amar al marido o a la esposa, una idea antaño es­
candalosa, a que hay que vivir los amores cuando se presen­
tan. Algunas personas se entregan entonces irreflexivamente
a sus entusiasmos, se casan a los tres meses, se divorcian,
buscan en otra parte... Mujeres desgraciadas con el marido
salen a buscar la ternura en el adulterio. Las cartas más
apasionadas que he conseguido reunir provienen de parejas
ilegítimas o de muchachas que se entregan a los brazos de
un joven sin contar con la promesa de matrimonio.

LOS BORDADOS DE LA SEDUCCIÓN

El matrimonio... permanece entonces en el horizonte.


Por supuesto. Se reivindica el amor, pero no por ello desapa­
recen las necesidades sociales que constriñen las posibilida­
des de elección. Dice un proverbio del mundo rural: «Uno
nada puede, dos pueden como tres.» Lo que significa que
una explotación sólo puede funcionar con dos personas.
Hay que encarar las necesidades de la vida. Los lugares de
encuentro son limitados y lo muestran bien.
116
¿Dónde se conocen y se encuentran?
La gente se conoce en el trabajo, en la fábrica, en el campo,
en la boda de una prima -un clásico- o en las fiestas del pue­
blo; es decir en un mismo medio social. En Bretaña, en las
romerías llamadas Pardons, se calcula la solvencia de una jo­
ven por los bordados de su falda de terciopelo, vestido muy
caro: cuanto más refinados son los bordados, más rica es la
joven. Si tal es el caso, un joven pobre no la cortejará. La
gente del mismo mundo se hace regalos, como esas bolas de
romería que se cuelgan en las casas, señal del interés que se
tiene en esa persona. En Provenza se ofrece un mantón.
El amor, de acuerdo. Pero a condición de mantenerse entre los
suyos. ¿Es así?
Algunos aman a alguien de condición superior, pero se ex­
ponen con frecuencia a la oposición de los padres. Las jóve­
nes gozan de mayor disponibilidad y pueden esperar amar a
alguien que esté fuera de su medio social. Las trabajadoras
sacan partido del juego: un veinticinco por ciento consigue
casarse con un miembro de la pequeña burguesía y así subir
un peldaño en la escala social. Los trabajadores, en cambio,
no hacen «buenos» matrimonios. Es el resultado de la se­
ducción, que adquiere más importancia en esta época. Aho­
ra hay que gustar y complacer.
LA FIEBRE DEL SÁBADO POR LA NOCHE

Es la gran revolución del flirteo, de que hablaba Alain Corbin.


Lo que implica que los jóvenes cuentan con mayor libertad
para conocerse.
Sí. Las fiestas tradicionales, lugares clásicos de encuentro,
son menos numerosas. Pero se multiplican los lugares desti-
117
nados al ocio. Desde 1900 las cafeterías organizan bailes to­
dos los domingos en sus salones. Al principio había violinis­
tas. Después será el fonógrafo, el dancing, el cine y, después
de la Segunda Guerra Mundial, las bottes y las surprise-par-
ties. Gracias a la bicicleta y después a los servicios de auto­
buses, desde el período de entreguerras es fácil desplazarse
e ir de fiesta en fiesta. Saber bailar se convierte en el pasa­
porte indispensable para el amor. Los jóvenes adquieren la
costumbre de salir los domingos, bailan juntos, se vuelven a
ver... Se «frecuentan». Se informa a las familias: «Esta tarde
voy al baile.» «¿Con quién?» «Con Alberto.» Algunos padres
tratan de impedir que su hija salga, pero de todas maneras hay
que conseguirle un marido. Entonces... Poco a poco los jóve­
nes adquieren una nueva libertad. Se los ve paseando juntos
los domingos, en la feria, en las calles. Se acepta ahora a las
parejas que no están casadas. Y pueden mostrarse en público.
Supongo que en ese contexto también se libera la sexualidad.
Es la otra gran transformación del momento. Desde el pe­
ríodo de entreguerras la moral sexual se toma más y más
elástica. La Iglesia, ciertamente, sólo acepta la sexualidad
conyugal al servicio de una fecundidad ilimitada y sigue
siendo muy reticente con el placer. La sexualidad siempre es
un pecado. Pero una cantidad creciente de católicos afirma
que el amor y el placer son indisociables. Y se acaban los in­
terdictos.

MUJERES DE MALA VIDA

¿Cómo se manifiesta este cambio de la moral sexual?


Se refleja primero en el lenguaje. Se tiene menos vergüenza
de los placeres de la carne. Y se habla. Hasta entonces se
118
utilizaba el lenguaje romántico del siglo xvm -se «saciaba la
pasión»- y se evocaban las relaciones sexuales con eufemis­
mos o recurriendo a un vocabulario que las emparentaba
con la suciedad o el pecado. Ahora se habla del sexo con un
lenguaje neutro o distante -«relaciones», «partes sexuales»-
o bien un léxico anatómico que permite describir lodo con
cierto distanciamiento. Ya no se vacila en nombrar con
exactitud las partes del cuerpo. Los procesos verbales están
llenos de términos médicos. Se dice «sexo», «vagina» y «coi­
to». El lenguaje se libera. También la conciencia. Todo esto
suprime la culpa en las prácticas sexuales. Pero atención:
esto sucede entre adultos. No se habla de sexualidad a los
adolescentes.
¿Qué saben entonces esos adolescentes? ¿Cómo se las arreglan
para abordar al otro sexo, para «frecuentarlo», como dicen?
No saben nada. A excepción de algunos sectores populares,
donde se habla con mucha franqueza, especialmente acerca
de las enfermedades venéreas, hasta la década de 1960 el si­
lencio predomina en las familias. La única educación amo­
rosa es negativa: «¡Cuidado, desconfía de los muchachos!»,
se dice a las jóvenes. «¡Desconfía de las mujeres de mala
vida!», se dice a los jóvenes.
¡Muy poca cosa como educación sexual!
En 1930, mi padre, nacido en Alemania y a la sazón un joven
de diecinueve años, se marchó de casa para ir a estudiar a
Frankfurt. En la estación del tren, cuando ya había subido al
vagón, mi abuelo (nacido en 1870) le dio precisamente ese
consejo: «¡Desconfía de las mujeres de mala vida!» Nada
más. Son las únicas palabras que le dijo sobre ese tema en
diecinueve años. En esa época los adolescentes conseguían
información como podían. Trataban de obtenerla en los li-
119
bros, pero los padres vigilaban. Simone de Beauvoir relata
que en los años treinta su madre pegaba las páginas un poco
atrevidas de algunas obras para que ella no pudiera leerlas.

ESPOSAS IRREPROCHABLES

En este aspecto, las chicas no estaban en la misma situación


que los chicos. Éstos siempre tuvieron alguna ventaja.
Subsistía la noción de una necesaria iniciación del joven. En
el mundo masculino se burlaban de los vírgenes. Un joven
que llega virgen al matrimonio siempre resulta algo ridículo.
Entonces los tíos o los hombres de la familia presionan para
que el joven se espabile. Éste descubre la casa de tolerancia
o conoce a una chica complaciente, «fácil», como se decía
en esa época. Pero pocas veces encontraba a una compañera
de su edad. Porque una joven que mantenía relaciones
sexuales antes del matrimonio se arriesgaba a arruinar sus
posibilidades de matrimonio. Para trasladar su amor a se­
xualidad, la joven deseaba contar con la seguridad de un
matrimonio futuro.
Los jóvenes varones siempre querían contar con la seguridad
de casarse con una joven virgen.
En la burguesía continúa el apego a la virginidad femenina,
y los muchachos de ese medio desean que su futura esposa
sea irreprochable: si no ha sido virtuosa antes del matrimo­
nio, se corre el riesgo de que no lo sea después (la vieja ob­
sesión de no ser el padre del hijo). Por ello hay una desigual­
dad completa en los comportamientos sexuales de chicas y
chicos. Dicho esto, hay que admitir que se ejerce cierta pre­
sión social sobre los jóvenes: no pueden hacer cualquier
cosa.
120
¿Yqué se reprueba?
Está muy mal visto que un joven establezca una relación
con una mujer casada, o que embarace a una joven sin ca­
sarse con ella. Si se hace una «tontería» hay que repararla:
se festeja entonces «Pascua antes de Ramos», es decir se
contrae matrimonio con la joven que se ha dejado encinta.
El muchacho que huye, cosa que a veces sucede, recibe una
condena unánime. En los medios liberados, como en la cla­
se trabajadora de París, donde se vive en concubinato, nadie
monta un drama por un hijo natural. Pero, en términos ge­
nerales, las chicas son prudentes y están muy vigiladas. Con
el curso de los años se desarrolla sin embargo la idea de que
el amor y la sexualidad van juntos y que si se está seguro de
amar se puede arriesgar algo más. Las relaciones prematri­
moniales aumentarán de manera impresionante. Un quinto
de las chicas tenía esas relaciones en la Belle Époque. Ya
son un tercio en el período de entreguerras y la mitad en la
década de 1950.

PAREJAS MÁS AGRADABLES

Más amor en las parejas, un poco más de sexualidad... ¿Quie­


re esto decir que cambian, que se suavizan las relaciones entre
hombres y mujeres?
Las relaciones dentro de la pareja son un poco más igualita­
rias, y más agradables, aunque las mujeres están a caigo de
las tareas domésticas y de muchas de las tareas educativas.
Parece que hay menos casos brutales de esos maridos que en
el siglo xix hablaban a su mujer en el tono de un comandante
y pretendían ser el «señor de su mujer». La opinión pública
considera que el marido violento no es un señor, sino un
hombre brutal, y se desaprueba su comportamiento. Y ahora
121
la gente se conmueve si la campesina no se sienta a la mesa
para comer y permanece de pie, junto al fuego, como ocurría
en las generaciones anteriores. Pero cabe preguntarse si la
afirmación del sentimiento amoroso no conduce a nuevas
formas de dominio masculino, más insidiosas, más sutiles: la
mujer ahora no se somete por presión sino por amor. Pues
con el amor también llegan todas las manipulaciones afecti­
vas, como los celos tiránicos que ejercen ciertos maridos.
La pareja comienza a erotizarse, nos decía Main Corbin. ¿Se
confirma la tendencia?
En el período de entreguerras se generalizan las caricias,
más prolongadas y más sabias, así como el beso en la boca.
Hasta entonces se lo consideraba escandaloso, incluso en
privado (un dictamen de la Corte de Casación de 1881 lo es­
tima constitutivo del crimen de atentado al pudor). De pron­
to se valora el beso profundo, que se generaliza y convierte
en símbolo de la pasión. En el campo, reemplaza a los anti­
guos códigos, a lo empujones y pellizcos que los muchachos
daban a las jóvenes. Hasta entonces se era muy púdico para
expresar esos sentimientos, reticencia heredada de una des­
confianza inculcada durante siglos por la religión cristiana.
Ahora se empieza a abrazar a los bebés y a los niños, cosa
que antes no se hacía. Los niños también expresan su cariño
y acarician a los padres... Todo esto desbloquea. En el fon­
do, el sentimiento amoroso es la vanguardia de la expresión
de otros sentimientos. Después de los niños se empieza a
abrazar a sus madres... de otra manera.
CARICIAS « PRELIMINARES»

Hasta entonces el acto sexual se efectuaba de un modo bas­


tante primitivo e incluso francamente arcaico, por completo
122
dedicado a la satisfacción rápida del hombre. ¿Esto también
cambia?
En el lecho ahora se da gran importancia a los preliminares.
Aunque las mujeres rechazan categóricamente la sodomía,
práctica que a veces era una forma de violación que ejercían
algunos hombres como medio de dominación, se desarrolla
la sexualidad bucal. Empieza el prolongado movimiento de
descubrimiento del cuerpo. Conviene advertir que esto suce­
de paralelamente al progreso de la higiene íntima. Se exige
limpieza.
¿Se atreven entonces a mostrarse desnudos?
No se llega a tanto... Durante siglos la desnudez ha sido un
tabú religioso. Entre el baño del nacimiento y el de la sepul­
tura, hay mujeres que jamás se han mostrado desnudas. Du­
rante los años locos, las mujeres visten faldas cortas, mues­
tran las piernas, pero mantienen a pesar de todo un antiguo
pudor. Incluso, como en los medios populares, si se hace el
amor en pleno día, apresuradamente, en la cuadra o sobre el
arcón, nadie se desviste.
¿Y en la alcoba?
En la habitación conyugal se desvisten, pero a oscuras.
Amarse no es sinónimo todavía de abandonarse. No olvide­
mos que los padres de los jóvenes esposos de entreguerras
han nacido en el siglo xix y que han inculcado normas muy
estrictas de pudor. Sin embargo, a partir de la década de
1930, gracias a las vacaciones pagadas, las mujeres van a la
playa, llevan traje de baño, shorts, faldas pantalón para el
ciclismo... Poco a poco el cuerpo se revela.

123
«¡ERA UN VOLCÁN!»

¿Y el placer femenino hasta entonces negado o tan a menudo


aborrecido?
Los médicos se inquietan porque ven llegar al matrimonio
a las jóvenes como verdaderas pavitontas que nada saben.
Se dan cuenta de que de esta ignorancia resultan traumatis­
mos graves. Todavía el placer no es una reivindicación muy
clara de las mujeres. No hablan de ello, pero piensan en él
bastante.
Es de esperar que no se contenten con pensarlo.
Algunas engañan al marido, casi siempre con alguien más
joven que él (o más joven que ellas) y se defienden dicien­
do: «Es más hábil que tú.» Lo que significa que buscan el
placer. Conozco el caso de un obrero de París a quien su
mujer había desposado por una decepción amorosa. Ella
no le amaba. El día de la noche de bodas tuvo una crisis
nerviosa y lo rechazó. Intervino la madre, trató de razonar
con su hija. Imagine la escena... La historia duró quince
días. Los compañeros del marido se burlaban de él hasta el
punto de que tuvo que desnudarse ante ellos para demos­
trarles que era un verdadero hombre. Pero experimentó
una impotencia temporal. Finalmente, al cabo de veinte
años de matrimonio, esta mujer descubrió el amor con él.
El hombre quedó estupefacto. «¡Era un volcán!», decía, «ja­
más está satisfecha.» Este caso excepcional muestra que la
ausencia de sexualidad feliz era en verdad una fuente de in­
quietud.
El objetivo es entonces no sólo formar una pareja que se ame,
sino que se desarrolle sexualmente. El matrimonio, el senti-
124
miento y el placer van juntos. En toda nuestra historia del
amor, éste es el lapso más idealista...
El ideal, en efecto, es vincular esos tres aspectos. Y además se
desean niños, lo que complica el asunto. Por otra parte, hay
que trabajar. El listón se sitúa pues muy alto. Y son escasos
lo que lo superan. Las mujeres, entonces, tratan de conven­
cerse de que todo va bien. El fenómeno es perceptible con
mucha claridad desde la década de 1930 a la de 1950: algu­
nas mujeres, especialmente las católicas, comienzan a vivir
engañadas: siguen casadas por deber, pero se sumen en la
amargura. Otro reverso de la medalla: las parejas basadas en
el amor se quiebran con más facilidad que antes. Desde el pe­
ríodo de entreguerras gran cantidad de parejas se rompe por
cansancio. El adulterio se convierte en el revelador de la dis­
función amorosa. Entre el 75 y el 80 % de las demandas de
divorcio son presentadas entonces por las mujeres.

LA REVOLUCIÓN AMOROSA

Hablamos de generaciones destrozadas por dos ¡píenos mun­


diales. ¿Modificaron éstas la evolución hacia la pareja de
amor y placer?
No ha habido ruptura en la revolución amorosa. Creo que la
sexualidad y el amor poseen una cronología propia que es­
capa relativamente a los acontecimientos políticos. Es cierto
que está la frustración evidente de los soldados, la homose­
xualidad latente en el frente, de la cual no se habla y de la
cual nada se sabe. Algunos soldados experimentaron violen­
cias terribles. ¿Cómo pudieron regresar después a un senti­
miento amoroso? Por su parte, las mujeres vivieron mal la
ausencia, no siempre fueron Beles... Los regresos resultaron
difíciles, gran cantidad de divorcios vinieron después, pero
125
el 90 % de los cónyuges continuó junto. También se conocen
los efectos devastadores de la Primera Guerra Mundial en la
campiña. En la década de 1920 había tan pocos muchachos
que los padres dejaron que sus hijas actuaran como quisie­
ran. La emancipación se aceleró.
Los años que siguen a 1945 son comparables a los años locos,
que estuvieron marcados por una voluntad de emancipación
amorosa y sexual. Cierta juventud se libera después de la locu­
ra bélica.
Después de la Primera Guerra Mundial hubo un primer
impulso de la juventud, influida especialmente por las pelí­
culas norteamericanas de realizadores austríacos o alema­
nes como Lubitsch o Billy Wilder. La Garqonne, que describe
a una joven que tiene amantes masculinos y femeninos, pro­
vocó un escándalo enorme, pero al mismo tiempo fue un
éxito. Escritores como Colette no ocultaban su bisexuali-
dad... Después de la Segunda Guerra Mundial llega, en efec­
to, otra ola de liberación de las costumbres.
Uno piensa especialmente en la película Les Tricheurs, de Mar-
cel Carné, que muestra a jóvenes desocupados de Saint-Ger-
main-des-Prés que se pierden en un placer cínico y funesto...
Es también el caso de Buenos días, tristeza, de Fran^oise Sa-
gan (1954), de Le Blé en herbe, de Claude Autant-Lara (1953)
y de Los Amantes, de Louis Malle (1958), películas todas
ellas que provocaron escándalo. El nuevo optimismo, el
deseo de ser feliz, las ganas de vivir benefician al amor. La
juventud, portadora de esta nueva aspiración, padecerá am­
nesia: no quiere hablar de la guerra: «Hider, ¡no lo conoz­
co!» Desea otro mundo. A partir de 1945 se introduce el he­
donismo en las parejas legítimas. El baby boom será uno de
sus efectos. Se invierte en el futuro, en los niños.
126
¡SE DESEA PLACER!
Pero la década de 1960 hará estallar el ideal de que hablamos.
Esta vez tomará la delantera el placer.
La década de 1960 va a separar, en efecto, la sexualidad, el
matrimonio y el amor. Habrá grandes exigencias en materia
sexual: nadie se casa sin haber probado su futuro para com­
probar que se puede hacer coincidir amor y sexualidad
(asunto que ya había empezado en la Belle Époque: las viu­
das que deseaban volver a casarse siempre probaban antes
para asegurarse de que el futuro les resultaría satisfactorio).
Si no funcionaba, se rompía la relación. Algunos mucha­
chos dejaban a las chicas porque las consideraban una «nu­
lidad» en la cama. Esta vez se desea el placer. El amor no
basta. A veces ni siquiera parece necesario.
¿La liberación sexual y amorosa era, según usted, inevitable?
En el amor, como en otras cosas, hay una vanguardia cuyos
comportamientos sirven de modelo y terminan por ser se­
guidos por la mayoría. Cierto que hay resistencias. Durante
todo el siglo xx algunos moralistas intentaron volver atrás:
«Las mujeres deben permanecer en casa, no deben abortar
ni vivir en concubinato...» Pero su discurso ha resultado
inoperante. El efecto imitación es demasiado poderoso en
los jóvenes. Esto se aprecia en la década de 1950 con el flir­
teo: los que no actúan como los demás terminan por hacer
el ridículo. De este modo, lentamente, se pasa del amor idíli­
co a la sexualidad obligatoria. Es lo que se ha llamado la
«revolución sexual» de las décadas de 1960 y 1970 y que es
el fruto de todos esos decenios de transformaciones. El con­
trol de la reproducción, con la píldora y la legalización del
aborto, completará esa liberación. Desde entonces son posi­
bles todos los cuerpo a cuerpo amorosos.
127
ESCENA2
LA REVOLUCIÓN SEXUAL: A GOZAR SIN FRENO

¡Y de pronto, la explosión! La pesada losa que siglos de repre­


sión habían situado sobre la sexualidad estalla bajo la presión
del Mayo de 1968. ¡Prohibido prohibir! ¡A gozar sin freno!
¡Hacer tabla rasa del pasado puritano! Desnudos, con flo­
res en el pelo, hacen girar las cosas y a las compañeras. Es
el paraíso en la Tierra. Incluso... La mística del sexo tiene
otra cara. Prioridad absoluta al placer. Orgasmo obligatorio.
«¡No te has liberado!», se dice a las que se rebelan. Se niega él
sentimiento amoroso, se ridiculiza el matrimonio. Digámoslo:
algunos gentiles revolucionarios eran verdaderos Robespie-
rres. Y los efectos de este episodio angélico y perverso aún per­
duran.

EL PARÉNTESIS ENCANTADO

Dominique Simonnet: Se habla de las décadas de 1960 y


1970 como de un «paréntesis encantado» entre la píldora y el
sida, un momento de gracia y de libertad sexual en que todo
era posible, todo estaba permitido, como si el amor por fin se
hubiera liberado de todas sus cadenas. Una visión demasiado
idílica, ¿verdad?
128
Pascal Brucknen A pesar de todo es bastante exacta. En esa
época se daba una conjunción muy propicia para el amor li­
bre: habfa una situación económica floreciente (en pleno de­
sarrollo de los Treinta Gloriosos, Francia volvía a descubrir
la prosperidad después de las penurias de la Segunda Guerra
Mundial), un optimismo delirante a derecha e izquierda (se
iba a terminar con el cáncer, con los infartos de miocardio),
una ausencia de enfermedades venéreas (la sífilis, la última,
había sido derrotada). Eran posibles pues todas las combina­
ciones eróticas, y sin más riesgos que el acaloramiento o la
fatiga. De pronto el sujeto amoroso podía imaginarse vaga­
bundeando por los deseos, sin frenos ni penalidades. La
ciencia había derrotado la vieja noción del pecado sexual. La
libertad parecía no tener límites. Ése era, por lo menos, el
clima de la época.
Era, como nos ha dicho Anne-Marie Sohn, ¡a culminación de
un prolongado movimiento de emancipación que había ocu­
pado varios siglos.
La protesta había sido enarbolada desde hacía un siglo por di­
ferentes vanguardias artísticas y estéticas. Como en la década
de 1930, un deseo de libertad se había expresado con fuerza
en la posguerra, especialmente entre los jóvenes. A mediados
de la década de 1960 ardíamos en deseos de saber y cogíamos
al vuelo cualquier indicio. Nos fascinaban, en efecto, películas
como Les Tricheurs, de Marcel Carné, que para nosotros repre­
sentaban la utopía del amor libre y la orgía. Salíamos de una
sociedad hipócrita donde los padres aún dictaban la ley en las
familias y los patrones en las empresas. Y queríamos terminar
con esa Francia encorsetada, rígida, cerrada. Todo cuanto po­
díamos obtener en el extranjero -el rock, los blues, el soul, los
hippies, el pelo largo- era convocado entre nosotros con una
avidez sin límites. Los chicos y las chicas se miraban como
129
dos tribus que muy pronto saltarían una sobre la otra, pero
que aún permanecían separadas por interdictos.
¿Cuáles eran los viejos interdictos?
Quedaba la virginidad de las mujeres antes del matrimonio
(pero eso era casi una broma), las escuelas que no eran mix­
tas, cierto ascendiente de los hombres sobre las mujeres,
una forma de pudor... En esa época toda Francia comulgaba
bajo el doble signo del vodevil y del adulterio (que, adverti­
mos, de ningún modo han desaparecido en la actualidad).
Pero habíamos descubierto que nuestros padres estaban dis­
puestos para pasar, ellos también, a otro régimen sexual, el
de la libertad. De hecho, los tabúes cayeron durante esos
años porque ya habían muerto, roídos desde el interior por
toda una mentalidad democrática e igualitaria. Los historia­
dores de la sexualidad lo han explicado: hasta el nacimiento
de la revolución industrial reinaba cierta libertad sexual en
el campo, la Iglesia era menos opresora de lo que sería la
burguesía posteriormente. Y además los interdictos estaban
minados por el movimiento socialista y obrero, el anar­
quismo, la herencia de Rimbaud. el surrealismo, el situacio-
nismo... Pero fingíamos ignorado. Se había inventado un
enemigo formidable y mítico, el judeocristianismo, para
destacar mejor la singularidad de nuestra época.

VIVIR SIN TIEMPOS MUERTOS

Mayo de 1968 hace entonces de revelador y salta la vieja losa


moral.
Sí. Mayo de 1968 es el acto de emancipación del individuo,
que socava la moral colectiva. Ahora se vive como indivi-
130
dúo. No se tiene que recibir órdenes de nadie. Ni de la Igle­
sia, ni del ejército, ni de la burguesía ni del partido... Y
como el individuo es libre, no tiene otro obstáculo ante sí
que no sea él mismo. «Vivir sin tiempos muertos, gozar sin
frenos.» Es la maravillosa promesa del nuevo mundo. Se
manifiesta entonces un verdadero júbilo ante la idea de
aplastar un orden que nos había marcado desde la infancia,
íbamos a pasar de la represión a la conquista. Temamos la
sensación de estar viviendo un tiempo histórico.
Y una parte de la juventud acelera el paso.
El movimiento afecta esencialmente a las grandes ciudades
y al medio estudiantil. París era la vanguardia, un oasis de
libertad en una Francia donde era agradable vivir, pero que
aún era presa de viejos prejuicios, sobre todo para mí, que
provengo de un medio católico estricto. En el liceo Henri-IV
formábamos el paraíso de los frustrados. Se hablaba de
marxismo, de revolución, de proletariado para enmascarar
una miseria sexual y afectiva total... Había deseo, impulsos,
suspiros. Pero se ocultaban bajo una retórica revolucionaria
engañosa.
Y de pronto todo estalló...
Una frase del ministro de Educación, Frangois Missoffe, di­
rigida a Daniel Cohn-Bendit, que reclamaba el derecho de
entrar en los dormitorios de las chicas, prendió la pólvora:
«¡Si eso le excita, vaya a la piscina!» Mayo de 1968 es una
revolución antiautoritaria, antitradicionalista, en la cual la
sexualidad actúa como un faro, como un instrumento de
medida del cambio en marcha. De súbito, irrumpe la volup­
tuosidad. En el siglo xvill se decía «te amo» para decir «te
deseo». Esta vez se dice «te deseo» en lugar de «te amo».

131
COMO NIÑOS EN UNA PASTELERÍA

Es pues lo que se ha llamado la «revolución sexual». ¿Qué


ocultaba verdaderamente el término?
El derecho de todos al deseo, el derecho de no ser castigado
cuando se manifestaba el deseo por una persona, una gran no­
vedad para las mujeres, que hasta entonces tenían reprimida
la expresión de su libido. Anteriormente se vivían amores inte­
rrumpidos que se detenían en la última etapa («Mis padres no
quieren, quiero seguir virgen hasta el matrimonio»), igual que
la mayoría de los musulmanes en la actualidad. A partir de ese
momento se abría la puerta: una joven podía elegir lo que que­
ría, desobedecer la norma social, paternal, familiar...
Y era legítimo buscar el placer.
Todo temblaba: ya se hacía hincapié en el derecho al placer
y no en la prohibición del placer. Gran revolución: se reco­
nocía de ese modo otra categoría de deseo, el de las muje­
res, que no se resumía sencillamente en la pulsión de la es­
pecie masculina. Y se pasó de este reconocimiento a la
acción propiamente dicha. Todo eso se vivió con la obstina­
ción, la perseverancia y la voluntad de ir hacia un misterio.
¿A qué se parece, en concreto, ese paso a la acción?
Digámoslo: fue una época en que todo el mundo se acostaba
con todo el mundo, por deseo tanto como por curiosidad. Se
diría que eran niños abandonados en una pastelería. Por fin
podían tenerlo todo, saborearlo todo. La gente tenía relacio­
nes sexuales diciéndose «si no lo hago pareceré un idiota o
una retrasada mental y, además, quizás resulte bueno». Du­
rante las décadas de 1960 y 1970 hubo una enorme avidez:
la vida se desplegaba bajo los colores de la experiencia. La
132
gente se decía que no debía rechazar nada, ni siquiera las
experiencias homosexuales.

«¡ERECCIÓN, INSURRECCIÓN!»

Pero reconozcamos que todo eso estaba envuelto en un discur­


so intelectual bastante vago. En esa época se teorizaba mucho
la sexualidad y a menudo se decía cualquier cosa.
Se leía a Freud, por supuesto, teorizador paradójico que sin
embargo no era partidario del desenfreno, pero sobre todo a
Wilhem Reich, cuyas ideas (utilizadas por una fracción de la
extrema izquierda como si fueran una síntesis de Freud y
Marx) casaban maravillosamente con los caprichos de la
época. Según Reich, la ausencia de orgasmo permitía expli­
car el doble fenómeno del fascismo y del estalinismo: como
la gente no gozaba, escogió a un Hitler y a un Stalin. Reich
había sido perseguido por el FBI en Estados Unidos y ence­
rrado en un hospital psiquiátrico antes de morir a fines de
los años cincuenta; era considerado un mártir. El orgasmo,
se proclamaba, no sólo tenía virtudes hedonistas sino tam­
bién políticas. En el movimiento Sexpol, cuyas publicacio­
nes, si se leen hoy, hacen estallar de risa, los trotskistas nos
explican que la emancipación del ser humano no sólo pasa
por la huelga sino también por el lecho: por la noche, al co­
pular, el obrero y la obrera deben conseguir el éxtasis juntos
para apresurar la «gran noche», sin lo cual restaría un peli­
groso residuo de energía que los patrones podrían aprove­
char maliciosamente y de este modo se acentuaría la regre­
sión social. Todo eso era un increíble revoltijo, pero se creía
en ello. «¡Cuanto más hago el amor, más hago la revolu­
ción!» Raoul Vaneigem hizo incluso este juego de palabras,
que resulta lamentable: «¡Erección, insurrección!»
133
El amor libre se constituyó entonces en verdadera ideología.
El grial del sexo aportaría la felicidad...
... y la paz en la Tierra. La revolución proletaria se desvane­
cía (ya se advertía, correctamente, que el objetivo del prole­
tariado no era la revolución, sino aburguesarse) y el Tercer
Mundo estaba lejos a pesar de las generosas declaraciones.
Pero la sexualidad estaba henchida de promesas. Concernía
a todos los individuos en su vida más íntima. Se intentaba
entonces acercar el amor libre a todas las ideologías vi­
gentes. ¿En qué medida el materialismo histórico podía co­
rroborar la revolución sexual? ¿Podía unirse a Lenin con
Reich? En todas partes había un delirio fecundo; no sólo se
liberaba el cuerpo, sino las palabras.

«AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS»

¡Más que un dogma era francamente una mística!


Sí. La sexualidad era la prolongación de la religión, la forma
más inmediata y más accesible de redención. Conciliaba pla­
cer y poesía. Trascendía el deseo. Se hacía el amor pensando
en Rimbaud, en Bretón, en Éluard. La sexualidad conllevaba,
se creía, un amor universal, una forma de religiosidad francis­
cana. Recogía hasta esta frase, tomada del Evangelio: «Amaos
los unos a los otros.» Se reinventaba una forma de cristianis­
mo primitivo. En la historia, se han desarrollado numerosas
herejías en nombre del cuerpo, con la idea de que el paraíso
debía realizarse en el presente y de inmediato, que la felicidad
y la beatitud debían vivirse primero entre hermanos y herma­
nas, abades y abadesas, monjes y monjas. Esto había empeza­
do con frecuencia por incursiones en la cama y terminado en
la hoguera, con abominables torturas: con la Iglesia no se ju­
gaba. La revolución sexual está inscrita en esta filiación.
134
Mirado retrospectivamente, aquello parece cómico. Sorprende
la inmensa ingenuidad que impregnaba todo en ese momento.
En la comente hippie había ingenuidad y tonterías, pero
también cierta generosidad evangélica, la convicción de ser
portador de un mensaje de amor que se afirmaba en las
fuentes mismas del judeocristianismo. La sexualidad se en­
tendía como parte de un movimiento más amplio que debía
fabricar un ser nuevo, un nuevo Adán reconciliado con todo
lo que siglos de oscurantismo y de judeocristianismo le ha­
bían impedido vivir. Estaban convencidos de que en el juego
sensual había una verdad que escapaba a cada uno de los
actores y los superaba. En el fondo éramos los agentes de
un poder que nos trascendía, que germinaba en la historia
desde hacía milenios y del cual éramos los primeros descu­
bridores. Éramos como exploradores. ¡El sexo era el jardín
del Edén! Algunos se resistían a entrar en él y permanecían
en la puerta del falansterio, pero había que moverse para
que todo el mundo pudiera aprovechar el festín. El sexo era
el mensajero de la promesa. Y la promesa era el fin de las
barreras entre los hombres, el fin del odio, el advenimiento
de un lenguaje universal. Se veía en el niño un ser que desea
y en el adulto el niño que había sido. ¡De este modo se con­
cretaba la vieja utopía que recorría la historia occidental!

LA REDENCIÓN POR EL SEXO

Eso se parece mucho a la ilusión comunista.


La revolución sexual es la ilusión comunista menos el parti­
do, menos la doctrina, menos el gulag, lo que de todos mo­
dos no está tan mal. La ilusión comunista es la reformula­
ción del mensaje milenario del cristianismo y de las herejías
del judaismo. Hay una filiación innegable. Chesterton tiene
135
esta frase genial: «El mundo moderno está lleno de ideas
cristianas que enloquecieron.» La revolución sexual es una
de ellas.
¿Esta locura no es el afán de una minoría de intelectuales y de
habladores colocados?
Es difícil decirlo hoy. Produjo, en todo caso, un movimiento
de masas. El viento soplaba desde Estados Unidos, con los
hippies, la música, la droga, pero también desde Inglaterra,
desde Holanda, países protestantes donde reinaba una espe­
cie de desenvoltura erótica. Lo más rico del 68 es la revolu­
ción del deseo, que enseguida será teorizada por Foucault,
Deleuze, Guattari... Estábamos impregnados de una benevo­
lencia generalizada, ingenua pero fecunda: el sexo debía pu­
rificarnos de todas nuestras pulsiones malas. Como el mal
tenía origen sexual, uno se convertía en bueno si hacía el
amor.

«¡NO TE HAS LIBERADO!»

Era el mensaje que sobre todo presentaban los movimientos


hippies de Estados Unidos.
Algunos hippies habían convertido el sexo en una especie de
formalidad, en un modo amable de decir buenos días. «El
acto sexual debería ser tan trivial como beber un vaso de
agua entre dos», decía la anarquista rusa Alexandra Kollon-
tal. Había libertad para actuar con la certidumbre de que el
acto sexual no implicaba ninguna consecuencia, ni la de un
hijo, gracias a la contracepción, ni la de una enfermedad.
Y además uno tenía relaciones sexuales porque había que
hacerlo, porque era la moda... No había que perderse la his­
toria de la propia época.
136
Pero esta curiosa revolución tenía un rostro oculto: el discur­
so normativo, la presión del grupo, ¡a culpabilización perver­
sa... Había que adherirse al dogma del amor libre, entregar el
cuerpo sin rechistar, o bien analizarse, hacer autocrítica, co­
rregirse. ¡En lugar de liberación era terrorismo!
En efecto. De pronto el sexo se tomó terrorista. Se pasa de
un dogma a otro, sin advertirlo, pues el nuevo tiene un as­
pecto de maravilla. El placer había estado prohibido. Se tor­
na obligatorio. El ambiente es intimidatorio, ya no por la ley
sino por la norma. El interdicto se invierte y se instala un
nuevo tribunal: no sólo hay que hacer el amor de todas las
formas, con todas las personas posibles, sin reticencias, sin
tabúes, sino que el placer que se encuentre debe ser satisfac­
torio. El que se retraía era considerado una especie de resto
reaccionario, un residuo del viejo mundo. Si las chicas se
negaban a tener relaciones sexuales, había manera de cul­
parlas: «¡Todavía estás con ésas! ¡No te has liberado!» Se es­
tableció entonces, poco a poco, lo que hemos llamado, con
Alain Finkielkraut, la dictadura del orgasmo obligatorio, la
noción de que hombres y mujeres deben gozar del mismo
modo. Había que demostrar que se estaba a la altura. El
erotismo ingresa en el campo de la proeza. Se infla la canti­
dad de compañeras y de orgasmos como se hinchan los pec­
torales. El sexo se convierte en obligación y hazaña.
¡Olvidar el matrimonio, despreciar el sentimiento! De los tres
ingredientes del amor que se combinan y se oponen desde él
principio de nuestra historia, el placer, tanto tiempo reprimi­
do, se convierte en prioridad absoluta y aplasta a los otros
dos. Deleuze y Guattari hablan incluso del «innoble deseo de
ser amado».
Incluso los grandes hombres dicen tonterías... Como el cuer­
po parece la metáfora de la subversión, todo el resto no es
137
sino accesorio, y se oculta el sentimiento. Se afirma que du­
rante siglos los hombres habían enmascarado su deseo bajo
bellas palabras, tras el telón de buenos sentimientos. ¡Hay
que desgarrarlo! Si bien las canciones populares siguen ha­
blando de amor, la música de la época, el rock y el pop, pro­
fieren gritos de apetito sexual salvaje («I can't get no satisfac-
tion», «/ want you!»). Sólo se trata de satisfacer los deseos.
Se señala con el dedo la inhibición y la frustración como en­
fermedades que hay que erradicar; el sentimiento amoroso,
con su extraordinaria complejidad y sus seculares fantas­
mas (posesión, celos, secreto), se pone en el índice de lo
prohibido.

EL AMOR SE TORNA OBSCENO

Hay en ello una verdadera inversión de valores: el interdicto


cae ahora sobre el sentimiento amoroso y ya no sobre el sexo.
Sí. El amor se torna obsceno. En este fanatismo pansexual
existía el convencimiento de que el amor sólo era la superes­
tructura de la infraestructura erótica, y los sentimientos
mera expresión del deseo. De ahí el rechazo de la seducción,
considerada una especie de abominación de tiempos pasa­
dos; los criterios físicos, la belleza, la estética, se considera­
ban supervivencia del mundo antiguo.
En teoría, todo el mundo debía complacera todo él mundo...
Se suponía que hombres y mujeres debían acercarse uno al
otro con toda franqueza, sin recurrir a estratagemas anti­
guas y miserables. Dominique Desanti relata cómo se fundó
una comunidad califomiana sobre el principio de la rota­
ción sexual; todas las noches cada miembro debía acostarse
con la pareja de otro para establecer así una igualdad per-
138
fecta. Sólo que la chica gorda y fea tenía cada vez más difi­
cultades para hallar un compañero; los muchachos pasaban
de ella y ella se encontraba por la noche sola, bajo la terra­
za, preguntándose: «¿Y a mí quién me quiere?» En este co­
munismo sexual subsistían las antiguas barreras.
La pareja era la abominación de la desolación: se la considera­
ba un artefacto arcaico, reaccionario.
La gente que se casaba nos parecía patética, digna de burla.
Los celos no podían manifestarse. Si alguien sucumbía, el
círculo de los amigos expresaba una suerte de compasión:
«¿Por qué estás celoso? Analízalo bien. ¿Qué puedes hacer si
tu compañera va y se acuesta con otro?» La palabra terapéu­
tica ya se abría camino. Entonces, en lugar de ahondar en la
herida, como se hace hoy, se razonaba: «Después de todo,
quizás estoy equivocado. ¿Por qué preocuparme si mi com­
pañera se marcha con el vecino de abajo? También yo puedo
aprovechar el tiempo.» La pareja era una forma transitoria,
que se aprovechaba camino de la poligamia o de la polian­
dria, que se estimaban más durables. En esa época existía
un verdadero terrorismo antimatrimonial.

¿ERA ÉSE EL NUEVO MUNDO?

Hasta los niños estaban comprometidos en esta gran causa.


Había que educar a los niños al revés de como se habían
educado sus padres, es decir en el elogio de su deseo. Al­
gunos padres llegaban a hacer el amor delante de ellos.
Recuerdo haber asistido una noche, en Copenhague, en la
famosa comunidad de Christiania, a una gran cena, eviden­
temente macrobiótica (comer carne era un crimen): bajo la
tierna mirada de jóvenes barbudos crísticos y demacrados,
139
los niños saltaban en las mesas, pisaban los platos y, deses­
perados por no hallar prohibiciones, volcaban la comida y
se lanzaban puré a la cara. Los adultos, de abundante cabe­
llera, les explicaban que estaba bien, pero que, quizás, po­
drían cesar de cubrir de queso la cabeza de sus padres para
que éstos siguieran conversando. Así era el nuevo mundo...
Algunos intelectuales llegaron a elogiar expresamente la pedo-
filia.
En todas partes se afirmaba que el niño ya es un ser sexua­
do. No se aceptaba la pedofilia, pero había algunos que la
defendían. Hubo un frente único de todas las sexualidades,
que se derrumbó a partir de 1983, fecha de la aparición pú­
blica del sida. Se decía que el milagro sexual era un don que
debía distribuirse equitativamente entre todas las edades y
todas las generaciones. En la película Harold y Maude, por
ejemplo, se gratifica con las mismas bendiciones a la vejez.
La inocencia e ingenuidad de esa época también explican su
extraordinaria fecundidad artística, literaria y musical. Eso
estallaba en todos los sentidos y también en la cama.
No siempre felizmente...
Había violencia. Cada uno aportaba su herencia familiar y
lo que surgía era el propio fango personal. No se quería ver,
pero ese viejo mundo, que se creía aniquilado, permanecía
presente en los oropeles del nuevo (como en el Club Med,
supuesto lugar de todas las delicias, descrito en la película
Les Bronzés, donde siempre son los mismos los que seducen
a las jóvenes). Tras la biensonante palabra liberadora, tras
esa beatitud, había una verdadera brutalidad y subsistían
con fuerza las leyes de la selección amorosa. Poco a poco se
cayó en la cuenta de que había perdedores, víctimas, gente
dejada de lado, y que a pesar de una palabra generalizada y
140
profusa se estaba recreando un universo de mentiras, el que
tanto se había denunciado en el mundo de nuestros padres.

SEGUNDA LIBERACIÓN

Las primeras víctimas de esta historia eran, otra vez, las mu­
jeres.
Las mujeres se sentían negadas. Todo se había calcado so­
bre la mecánica del orgasmo masculino, sobre la satisfac­
ción que neutraliza la pulsión. Ellas no se reconocían en la
aceleración del consumo sexual, no deseaban convertirse en
objetos manipulables a voluntad por hombres calenturien­
tos; querían nuevos derechos; aborto, contracepción, res­
peto de su propio deseo, reconocimiento de su placer es­
pecífico... Se planteaba, como hoy en día, la cuestión del
consentimiento sexual. Una parte del movimiento feminista
se alzó entonces contra la masculinidad; otra, acomodaticia,
trató de inventar relaciones más armoniosas entre los hom­
bres y las mujeres. Y había siempre el renacimiento incesan­
te, en cada relación, del sentimiento, una suerte de nostalgia
que se ahogaba, que se sofrenaba y de la cual nadie se atre­
vía a hablar.
Pero después hubo quien se atrevió. Algunos, como Roland
Barthes (Fragmentos de un discurso amoroso), Michel Fou-
cault (Historia de la sexualidad) y Alain Finkielkraut y usted
mismo (El nuevo desorden amoroso), emprendieron la críti­
ca y denunciaron esa gran ilusión sexual.
Hemos intentado que se comprendiera que la noción de re­
volución sexual no tenía sentido alguno. Que el amor no
era reformable, que en amor no había progreso. Roland
Barthes se atrevió a proclamar: «¡No, el amor no es vergon-
141
zoso! Yo continúo amando; no sólo me interesa el deseo, a
veces amo el sufrimiento amoroso.» Barthes citaba a Wer-
ther, en esa época todo un exabrupto; invocaba a Rousseau
y a todos esos personajes caídos en el infierno de la litera*
tura clásica.
De pronto volvía a valorarse el sentimiento.
Sí. De pronto reivindicábamos el sentimiento como más re­
volucionario que el deseo sexual. Lo que no impedía un con­
sumo sexual frenético, especialmente en el mundo homose­
xual; pero ya no era obligatorio. Se podía vivir a un tiempo
todos los caprichos del cuerpo y amar otra vez como anta­
ño. Y se empezó a redescubrir La princesa de Chives, En bus­
ca del tiempo perdido, Bella del Señor. El sentimiento regresó
por la puerta de servicio. Como si hubiera tenido lugar una
segunda liberación.

LA SEXUALIDAD ANSIOSA

¿Qué balance efectúa ahora de ese episodio tan animado del


cual fue aun tiempo testigo y crítico?
El balance es positivo, a pesar de todo. La revolución sexual
que hemos realizado sigue siendo en numerosos países del
mundo un ideal extraordinario. Sean cuales sean sus exce­
sos, desenfrenos y dogmatismos, las mujeres consiguieron
entonces innegables derechos (divorcio, aborto, contracep-
ción). Piense que después de 1970 padres y madres compar­
ten equitativamente el estatus de jefe de familia. ¡Sería toda
una revolución si eso se aplicara en el Magreb! Pero si bien
el individuo, desde la Edad Media, se ha liberado lentamen­
te de tutelas feudales, administrativas, religiosas, sociales,
morales y sexuales que lo trababan, hoy descubrimos en Oc-
142
cidente, con estupefacción, que esa libertad tiene un precio,
un peso, que su contrapartida es la responsabilidad y la so­
ledad.
Un extraño reverso de la medalla.
Comprendemos, también, que la tradición no siempre es
opresiva, sino que puede resultar una barrera útil para ga­
rantizar la comunidad humana; que la familia, el niño y
la procreación siguen siendo fuentes de maravilla... En
un mundo sin normas, la pareja ahora debe someterse a un
examen constante de sus propias reglas. Resultado: es posi­
ble que la sexualidad sea libre, pero se ha tomado ansiosa.
¿Somos buenos padres? ¿Buenos esposos? ¿Buenos aman­
tes? El individuo moderno se encuentra continuamente obli­
gado a inventarse y evaluarse. De allí esa ansiedad que hoy
pesa sobre nuestros amores, nuestras familias y la educa­
ción de los hijos. La palabra ha pasado del registro del diktat
al de la queja: el individuo se abruma al comprobar que hay
una contrapartida terrible de la autonomía. «Hicimos el
Mayo del 68 para no ser lo que ahora somos», ha dicho con
exactitud el dibujante Wolinski. Lo que quiere decir que los
eslóganes del 68 nos han traicionado, que han tenido conse­
cuencias inesperadas.

LA INOCENCIA PERDIDA

¿Hoy es más difícil amar, después de Mayo del 68?


Hoy se desea todo, enseguida, al mismo tiempo: amor loco y
seguridad; fidelidad y apertura al mundo; hijos y libertad
absoluta, monogamia y extravíos del libertinaje. Son exigen­
cias contradictorias e infantiles; la actitud de Mayo del 68,
que se prolonga. La pareja fundada en el amor, el sentimien-
143
to más quebradizo y frágil, está condenada a la brevedad y a
la crisis. La libertad sexual pesa sobre los adolescentes
como un fardo. En el fondo era más fácil conquistarla que
recibirla. Algunos jóvenes recusan esa liberación que se les
ofrece, aun cuando no dejan de beneficiarse de ella y aun
cuando la sexualidad no haya perdido para ellos nada de sus
misterios ni de su terror. Sienten nostalgia por el viejo len­
guaje del amor, hecho de prudencia, sabiduría y melancolía,
que advierten en sus abuelos y que Mayo del 68 les bloqueó
totalmente.
A pesar de todos los excesos, había una bella esperanza en la
utopía del 68, un sueño, ciertamente infantil, pero generoso.
¿Se ha perdido la inocencia de la década de 1970?
Se ha perdido. Nos quedan historias de amor individuales,
siempre del orden de la expansión y la maravilla. El error
que cometimos en el 68 fue creer que la historia es una he­
rencia acumulativa y que, al suprimir los miedos de antaño,
la nueva generación disfrutaría plenamente de una sexuali­
dad abierta. Es falso. La historia de la especie recomienza
con cada hombre y con cada mujer. Se creyó poder domeñar
la sexualidad. Y en realidad sigue escapándosenos. El sexo
sigue siendo un enigma obsesionante y angustioso, sea cual
sea el modo como hoy lo vivimos. Creimos haberlo triviali-
zado y todavía nos ciega. Es probable que nunca cesemos de
interrogarlo. La locura de nuestro tiempo es querer vivir el
amor de manera permanente, con toda su intensidad, sin
sombras y sin nubes. El amor se ha sobrevalorado. En cuan­
to al sexo, se ha convertido en nuestra nueva teología. Sólo
se habla de eso, y se habla mal, con vulgaridad y complacen­
cia. La única arma de que disponemos hoy contra todo ello
es la risa. Sí, más vale reír.

144
Usted dijo una vez: «El amor es la pulsión más antidemocráti­
ca imaginable.» ¿Es la moraleja de nuestra historia?
Sí. El amor no es democrático, no responde ni a la justicia
ni al mérito. Sigue siendo del orden de las preferencias, es
decir de la elección inducida por un ser en detrimento de
otro. ¿Por qué enamorarse de x y no de y? Porque x te hace
temblar y en cambio y te deja frío. Y es posible enamorarse
de una basura que te volverá loco de dolor. En el 68 murió el
angelismo del deseo y del sentimiento, la idea de que todo lo
relacionado con el sexo es maravilloso. Hoy sabemos que el
amor conlleva dependencia, abyección y servidumbre tanto
como sacrificio y transfiguración. Tenemos que volver a des­
cubrir esta complejidad del amor.

145
ESCENA3
LA ACTUALIDAD: ¿LIBRES PARA AMAR?

¿Y ahora? ¿Cómo nos inscribimos en esta aventura, ahora


que ya estamos de vuelta de todo? ¿Cómo concillamos los tres
ingredientes del amor, el matrimonio, el placer y el sentimien­
to? Después de siglos de represiones, combates y emancipa­
ciones, deseamos los tres a un tiempo. Todo. Y enseguida.
Nuestra ambición es inmensa. También nuestra desilusión:
soledades, familias rotas, adolescentes desorientados; y el sida,
los sufrimientos, las heridas. Es la verdad que nos estorba: no
es más fácil vivir el amor en la libertad que en la restricción;
nuestros antepasados quizás no eran menos felices de lo que
pretendemos ser. Estamos solos ante la vorágine de nuestras
propias opciones. Éste es pues el final (provisional) de nuestra
larga historia. Cada uno puede, en la intimidad, inventar la
continuación.

EL PRESENTE INASIBLE

Dominique Simonnet: Si se observan los comportamientos


amorosos de nuestros contemporáneos utilizando las fuentes
de la historia, como lo hemos hecho para los períodos anterio­
res, se encuentra una curiosa mézala en las películas, las no-
146
velas y los programas de televisión: exacerbación de los senti­
mientos, obsesión por el deseo y la seducción, imágenes de
una sexualidad arcaica y brutal, discursos del desencanto...
¿Estará situado el amor hoy día bajo el signo de la incohe­
rencia?
Alice Femey: No más que el de ayer. Sucede, sencillamente,
que aún no distinguimos su coherencia tal como los histo­
riadores del futuro podrán advertirla (o inventarla). Las pe­
lículas y las novelas, y también los medios de comunicación,
son espejos deformantes. Paul Veyne y Jacques Solé lo han
advertido para otras épocas. Lo que hoy sorprende es el con­
traste entre el discurso sobre el amor y la realidad de las vi­
das amorosas. Se escribe sobre la trivialización de la sexua­
lidad y el desencanto del corazón mientras el amor sigue
siendo algo sutil e importante que aún hace soñar a los
hombres y a las mujeres. En el fondo, ¿no tendremos miedo
de ser románticos (por temor a parecer convencionales)?
Entonces habría que hallar otras fuentes, otros indicadores
para captar, en su realidad contemporánea, lo que intentamos
desde el comienzo de esta obra, ese amor omnipresente e ina­
sible.
Los médicos, ginecólogos, psicólogos y sexólogos que, como
diría Michel Foucault, han reemplazado a los confesores,
nos darían, en efecto, una imagen más digna de fe. Se dice,
por ejemplo, que numerosas chicas experimentan una se­
xualidad precoz hacia los doce años. Eso es verdad en algu­
nos casos, pero la verdadera edad promedio gira hoy en tor­
no a los dieciocho años. Y los ginecólogos son los primeros
que nos dicen que las chicas suelen considerar que esta
experiencia se ha producido demasiado pronto... En todo
caso, debemos mostrar la misma modestia que los historia­
dores y aceptar la idea de que pueden cohabitar cosas con­
147
tradictorias. Es arriesgado tratar de deslindar y describir un
fenómeno contemporáneo, quizás sea imposible. «Pertene­
cer a una época es ser incapaz de comprender su sentido»,
escribía Hermann Hesse en El lobo estepario. Ante el presen­
te amoroso estamos quizás tan desguarnecidos como los
historiadores ante el pasado.

TODO ES POSIBLE

Pero no lo estamos más. Al menos intentemos el análisis, ape­


lando esta vez a su sensibilidad de mujer y de escritora que
asedia el sentimiento amoroso en sus novelas.
Me parece que lo más impresionante es hoy el estallido de
las formas del amor, la desaparición de la norma: cada uno
ha decidido gobernar su vida sentimental, lo cual es único
en la historia (incluso en la década de 1970, como ha expli­
cado Pascal Bruckner, la revolución sexual imponía restric­
ciones, uno estaba «obligado» a liberarse). La homosexuali­
dad se ha introducido en las costumbres, el aborto ya no es
un crimen, tampoco el adulterio de las mujeres... Es verdad
que cada uno lleva consigo muchos determinismos, pero
puede sin embargo elegir. Hoy podemos amar como nos dé
la gana. Todo es posible.
Corresponde a cada uno, en efecto, y ya no a la Iglesia o al Es­
tado, el cuidado de conciliar esos tres elementos del amor tan
difícilmente conciliables: la sexualidad, el matrimonio, el sen­
timiento.
En toda la historia del amor, el matrimonio y la sexualidad
han estado bajo control; sólo el sentimiento, a pesar de
todo, permanecía libre: se podía obligar a un individuo a vi­
vir con alguien, a acostarse con alguien, pero nunca a que
148
amara a alguien... Las cosas han cambiado. Hoy, a pesar del
riesgo del sida, la sexualidad se ha liberado del control de la
Iglesia, se ha separado de la procreación gracias a los pro­
gresos médicos, se ha exculpado gracias al psicoanálisis e
incluso se la exalta, pues la ausencia de deseo es lo que aho­
ra se culpabiliza. El matrimonio, fundado en el amor, ya no
es ni obligatorio ni tan habitual y también escapa a las es­
trategias religiosas o familiares; el divorcio no es algo ver­
gonzoso y la ley trata de igual modo a ambos cónyuges.
Reina entonces una verdadera libertad en la vida privada.
La modernidad adquiere el aspecto de esta inmensa liber­
tad: «No quiero hijos; quiero vivir sin casarme; me quiero
separar...» Aunque nuestra vida privada sigue sometida a la
ley (el vientre de las madres está controlado por los médicos
y por los juristas), dependemos menos de la moral colectiva
y estamos menos sujetos a la naturaleza gracias al progreso
técnico. Se diría que el orden social castrador, que ha reina­
do durante siglos en Occidente, ha muerto. ¿Pero hay que
creerlo? ¿Oculta su norma nuestra sociedad? ¿Están verda­
deramente liberados nuestros tres campos del amor?

LA FELICIDAD A CUALQUIER PRECIO

Sin embargo se trata ávidamente de reconciliar esos tres cam­


pos: se desea un amor verdadero, que dure, con el placer como
clave.
Sí. El sueño de hoy sigue siendo el de la pareja amorosa,
ñel y deseante, lo cual exige un contrato social aunque no
se contraiga matrimonio. Nuestra época se caracteriza por
una exigencia extrema de los individuos en relación con su
ideal: deseamos la felicidad a cualquier precio. Antaño la
149
célula económica básica era la familia (con el cabeza de fa­
milia: se sigue hablando de «hogar fiscal») a la cual se ajus­
taba y sometía el destino. En Matrimonio y moral, Bertrand
Russell recordaba que los amantes o los esposos sólo están
obligados a la vida en común si son padres. La ruptura ca­
rece de gravedad a partir del momento en que los hijos son
adultos autónomos. Hoy la unidad básica es el individuo,
que ya no sacrifica su felicidad individual a la entidad fami­
liar. El psicoanálisis, disciplina que tanto ha influido en la
vida amorosa, ha afirmado que más valía un divorcio que
un continuo desencuentro en el seno de la familia. Así ha
caído la última barrera. La expansión personal se sitúa por
encima de todo: se rechaza la frustración y la atribución de
culpa.
Pero, reverso de la medalla, cada uno queda librado a sí mis­
mo, solo ante sus opciones. La desilusión tiene la medida de
nuestras expectativas. En los siglos anteriores, donde el matri­
monio convenido era la nonna, se combinaba d amor con lo
que se podía. A veces se tenía éxito. A veces, no.
Mona Ozouf ya lo ha observado: el reverso de la libertad es
nada menos que la angustia de vivir, la dificultad de ser y la
imposibilidad de hallar fuera de uno mismo la razón de un
fracaso amoroso. Esta libertad nos pesa, puede desorientar­
nos. Es difícil de vivir, pues supone elegir, comprometerse,
ser responsable. Y nuestra exigencia nos sitúa ante una nue­
va dificultad: la de hacer durar el amor nosotros mismos.
Y la gente se resigita entonces a que el amor sólo dure un
tiempo.
No comparto el derrotismo actual. Es verdad que el 50 % de
los matrimonios parisinos se divorcia al cabo de tres años,
lo que no resulta muy estimulante. Pero hay un 50 % que
150
podría hacerlo y no lo hace. Y las parejas que subsisten du­
ran mucho más tiempo que las de antaño si se considera la
prolongación de la expectativa de vida: uno se casa hacia los
veintiséis años y muere a los ochenta. Gran cantidad de
personas tiene éxito entonces en esta aventura increíble, la
proeza de una larga vida en común. ¿Podemos decir que los
que rompen son menos perseverantes que sus antepasados?
Nada menos seguro. La moral conyugal depende también
del contexto económico y demográfico: Jacques Solé obser­
vaba que en el siglo xvu «la muerte hacía las veces de divor­
cio»; en el siglo xix, recordaba Alain Corbin, las mujeres es­
taban encerradas, lo que garantizaba mejor su virtud y la
estabilidad del matrimonio. Hoy las mujeres trabajan, se
reúnen fuera de casa, son autónomas y tienen medios para
poder separarse de sus maridos, gozan de una verdadera li­
bertad sexual. ¿Quién sabe lo que habrían hecho nuestros
antepasados en las mismas condiciones?

«LA FUERZA ESTÁ EN TI»

Hay entonces una gran desregulación del amor, un liberalismo


sentimental. Y uno se pregunta, en una sociedad donde los
sentimientos son tan volátiles, incluso si la palabra «amor»
todavía tiene sentido.
«Chocamos con la definición del amor», ha constatado Jean
Courtin, al principio de esta historia, pues la misma palabra
indica atracción, instinto o apego. La palabra «amor», naci­
da en la Antigüedad, es muy anterior a la palabra «sexuali­
dad», aparecida en el siglo xrx. Antes se vinculaba al amor a
Dios, al cuidado que se ponía en los demás. Me gusta la idea
de que el amor es una fuerza cósmica, como la gravedad:
una atracción que nos empuja hacia el otro. Newton, por lo
151
demás, buscaba una ley del amor, creía que los planetas, al
igual que los seres humanos, se atraían, «se amaban»
Así es; pero en nuestra percepción moderna la esfera del amor
y la del deseo, la de la atracción como usted dice, no son dife­
rentes. ¿Desear es amar? ¿Se puede amar sin deseo? ¿Desear
sin amar? ¿Debemos creer en el gran amor que se inscribe en
la temporalidad? ¿O hay que resignarse a vivir en la incerti­
dumbre acerca de los sentimientos propios? Todas estas pre­
guntas hoy nos inquietan...
Hay mucha gente que, en efecto, se interroga. Felizmente,
por lo general sólo sucede un único encuentro por vez, lo
que simplifica las cosas. Dejando de lado a los que ponen a
calentar varias ollas al mismo tiempo y se preguntan cuál
van a consumir, el impulso inicial es único. Teilhard de
Chardin consideraba que el cristianismo habría hecho me­
jor tratando de comprender esta fuerza misteriosa en lugar
de hacer todo lo posible, en vano, por canalizarla.
El misterio no ha sido dilucidado.
La ciencia nos dice hoy: no es el corazón el que ama, sino el
cerebro, es decir el espíritu. ¿Cómo se expresa esta fuerza en
nosotros? ¿Podemos dominarla? ¿Hacer que dure o que
cese? Los budistas, que aconsejan compasión, creen que el
otro es «otro yo mismo». El amor sería ese modo de rela­
ción que nos permitiría comprender mejor al otro, sentirlo
interiormente, una especie de poder mental, una manera de
borrar la frontera entre el sí mismo y los otros, una manera
de hallar una forma de armonía. Cuentan con una hermosa
imagen: la humanidad es el mar, cada individuo es una ola
semejante y diferente. Se ha olvidado esta magia de la co­
municación interior que nos podría ayudar a resolver ese
conflicto perpetuo entre amor y sexualidad, entre cuerpo y
152
espíritu. «Que la fuerza te acompañe», se dice en La guerra
de las galaxias. Es la frase de la modernidad.

UNA FACULTAD INNATA

Se suele decir que el amor tiene sus razones...


Resulta inasible para la razón. El amor es paranormal. Sólo
se lo puede dominar al cabo de un prolongado trabajo sobre
uno mismo. En la Antigüedad se aprendía a meditar. El psi­
coanálisis ha abierto otros caminos de introspección para
desarrollar esta capacidad de conocerse. Los neurobiólogos
lo dicen: contamos con la capacidad de andar, de hablar, de
razonar. ¿No contamos con la capacidad innata de amar?
¿Qué cree usted?
La fuerza del amor está en nosotros, pero al contrario de
nuestras otras facultades posee una asombrosa especifici­
dad: no apunta a todo el mundo, no se manifiesta al azar,
aparece sin que lo advirtamos, como la necesidad de andar
en un bebé. Depende también de una opción propia. Pero
una vez que está allí, instalada, se aprende a vivir con ella,
tal como se aprende de pronto a vivir de pie sobre las dos
piernas.
Retomando su metáfora, no todo el mundo vive de pie. Algu­
nos están dotados para el amor, otros son incapaces de amar...
llene razón, sin duda. Algunos niños caminan con más soltu­
ra, más coordinados que otros... Quizás ocurra lo mismo con
el amor: ¿habrá una forma de «coordinación» del espíritu que
nos dotaría mejor o peor para el amor? Hay algunos rasgos
de carácter que, seguramente, facilitan la vida amorosa.
153
«YO DECIDO QUE ES ELLA»

Uno se enamora de súbito, como quien cae a un abismo. Pero


el flechazo que tanto se magnifica en la actualidad ¿es compa­
tible con la duración?
Una de las versiones del mito de Tristán e Isolda limita el
efecto del filtro de amor a tres años (en otras versiones es
ilimitado). Es una idea que hoy está clara: se acepta que el
estado de pasión, con cuanto contiene de exaltación sensual,
hormonal y química, no dura más de tres años. ¡Algo es
algo! Mientras no haya hijos en juego, el fracaso amoroso
no es dramático. A menos que aún se cultive ese bonito mo­
delo que querría que la persona de la cual uno se enamora
fuera la primera y la última.
Este modelo del gran amor único no ha muerto. Aunque no
siempre lo confiesen, muchos jóvenes andan en busca del
«gran amor». Y desesperan por no encontrarlo. Reunir senti­
miento, deseo y duración es ilusorio, sin embargo.
¿Hay que esperar el famoso encuentro, el instantáneo recono­
cimiento mutuo, la revelación «es ella», «es él»? No comparto
esa concepción. No imagino que haya una persona única con
la cual se podría lograr una larga vida amorosa. ¡Seguramen­
te hay varias! La teoría platónica de la otra mitad...
Todos seríamos seres cortados en dos y en busca de nuestra
otra mitad...
Sí. Esa teoría no me convence. Creo que fabricamos, entre
dos, la mitad correspondiente: «Yo decido que es ella», «Yo
decido que es él», «Ésta es la persona que elijo para avanzar
en el amor». Antaño se hablaba de «deber», un principio
restrictivo pero práctico, pues de esa manera uno se sentía
154
incitado a reforzar la relación. Hoy hablamos de «elección»,
que no es una mala expresión: nos corresponde elegir nues­
tro amor, a nuestro amante, a la persona con la cual espera­
mos construir una relación durable y abierta.

AMAR ES UN TRABAJO

Usted habla del amor como de una construcción, como de un


trabajo por realizar.
Así lo pienso: amar es un trabajo. Quiero decir una acción,
una voluntad, una atención. Hay que hacer el aprendizaje
del corazón en el amor, en la vida, en el tiempo. Como la de
la gravedad, las leyes del amor no se pueden cambiar. Si un
vaso cae, se quiebra... Si te enamoras, te sentirás atraído por
el otro... Pero esas fuerzas se pueden utilizar en provecho
propio. Los aviones vuelan y los cohetes suben a pesar de la
gravitación, que nunca cesa. Con el amor ocurre lo mismo:
se puede hacer durar el amor, a pesar del deseo, que se
transforma.
Hay que querer amar, en suma.
Amar también es una decisión. En la vida de pareja hay cri­
sis, depresiones, caprichos, éxitos, euforias... A cada uno co­
rresponde trabajar para tener conciencia de esos diferentes
estados, decidir si se desea que dure la relación y, si tal es el
caso, actuar para superar las tempestades. Esta total liber­
tad para amar, que nuestros antepasados no tuvieron, nos
impone, justamente, la construcción de nuestro amor. Nadie
lo puede hacer por nosotros. Uno de los personajes de mi li­
bro La conversación amorosa propone esta definición: el
amor es eso que existe entre dos individuos capaces de vivir
juntos sin matarse.
155
Una definición bastante minimalista.
Sin matarse simbólicamente, en todo caso. Pues la vida en
común no es más fácil que la soledad. En muchas parejas, la
relación de fuerzas verdaderamente mata la personalidad de
uno u otro y probablemente el amor. Asesinato simbólico es
reducir a cero «el espacio de posibilidades» de alguien. Este
respeto del otro es un trabajo. La idea incluso está integrada
en la ley: los padres están obligados a ayudar a sus hijos a
estudiar, a abrirse camino en la vida. La emancipación de
las mujeres les ha permitido ampliar su espacio más allá del
círculo privado. Al mismo tiempo, el riesgo es fortalecer el
individualismo y el egoísmo. Por eso existe la necesidad de
una educación no sólo sexual sino moral, que no se limite a
los interdictos sino que vaya en dirección positiva, en busca
del bien. Se debería enseñar a los niños a preguntarse por lo
que quieren hacer con su vida y al mismo tiempo a enfren­
tar la vida de los otros, a encontrar el «bien supremo» de
que hablan los filósofos.

FIELES E INFIELES

Embriagados por nuestra liberad de amar, nos habríamos


vuelto demasiado impacientes, demasiado exigentes, demasia­
do caprichosos. ¿Habría que volver a aprender el cultivo de la
fidelidad?
Creo que hay que querer amar. El compañero que se tiene
no siempre es el mejor que se podría tener. Conservado,
amarlo, es arbitrario y no óptimo. Amar es, pues, también
una decisión, una elección. Denis de Rougemont escribió en
1939: «La fidelidad se sitúa a contracorriente de los valores
que hoy todos veneran, se ha convertido en el más profundo
de los inconformismos.» Se desprende una fuerza extraordi-
156
nana de una vieja pareja que ha sabido hacer vivir su amor.
Creo que cualquiera envidiaría eso, pero es excepcional.
Hay que hacer el esfuerzo.
Usted propone una forma de voluntarismo individual al servi­
cio del amor.
La voluntad ocupa un lugar decisivo en mi visión del mundo.
No la creo todopoderosa, pero me parece que es, en sí, una
fuerza y una alegría. Aprender a interrogarse, a delimitar el
deseo, ya es hallar la vida propia. Resulta crucial en nuestra
libertad de vida. Antaño las mujeres eran como objetos, se
las vendía en nombre del interés patrimonial, pasaban de la
autoridad del padre a la del marido. Hoy son libres, disponen
de las herramientas de esa libertad (progresos médicos que
aportan un bienestar físico y moral, asistencia psicológica,
mediaciones de todo tipo) y sólo se pueden afirmar en sí
mismas. De hecho, vivimos una época extraordinaria para el
amor. A cada uno corresponde inventarlo.

NO ESPERAR TODO DEL AMOR

En su novela La conversación amorosa, describe usted dife­


rentes configuraciones de las parejas de hoy: fieles e infieles,
felices o resignadas, con o sin hijos... Aunque se trabaje en
ello, la felicidad no siempre acude a la cita.
Me planteaba esta pregunta: ¿amar hace feliz? Es evidente
que los fracasos son numerosos. Algunas personas buscan
compulsivamente relaciones amorosas que las hacen des*
graciadas... Antaño la joven de veinte años ya tenía la vida
por completo decidida: el pretendiente, el matrimonio, la
maternidad. No se le pedía que trabajara. Las inquietudes
eran de otro orden. Hoy debe hallar todo por sí misma: su
157
amante, su marido, el padre de sus hijos, su trabajo. Ahora
bien, a veces se nos hace creer que se puede obtener sin es­
fuerzo lo que se desea, que se puede escribir un gran libro al
correr de la pluma, ganar un torneo de tenis o de fútbol sen­
cillamente porque uno es genial...
Se ocultan las horas de sufrimiento necesarias para llegar allí.
Lo mismo ocurre con el amor. No se disfruta de él sin es­
fuerzo. Nos asedian con consejos sobre la sexualidad, pero
se deja en una penumbra misteriosa el campo completo de
los sentimientos. Y bien, hay que decirlo y repetirlo: el amor
no es una empresa fácil... Por lo demás creo que es un error
esperarlo todo de él. Me parece que una gran parte de la fe­
licidad no viene del amor. Esto es algo que hoy se prefiere
no escuchar, pero sin embargo el amor no siempre te hace
feliz, también hay otras cosas (otros juegos, otras activida­
des, otras creaciones..), que pueden reportar felicidad.
Esa idea de «construir» el amor puede resultar peligrosa.
A menudo uno se equivoca al comprometerse, se proyecta en
una persona la imagen ideal que se tiene en la cabeza, se
miente uno a sí mismo, se construye una ilusión. Y no se ama
a la otra persona, sino a la idea que se tiene del amor.
Es un peligro, en efecto. Pues siempre se encuentra a un(a)
desconocido(a). Hacen falta años para descubrirlo... Recuer­
de la frase de Thomas Mann: «Ningún hombre que se cono­
ce a sí mismo sigue siendo el que era.» Estamos cambiando
de continuo, física y espiritualmente. Y no es inocuo vivir
con alguien: el otro también te cambia, y tú le cambias. Es
una evolución conjunta. Si su influjo es malo, si hace de ti
alguien que no te gusta, esto puede ser una razón para pres­
cindir de él. Si es bueno, se puede intentar la construcción
de una vida atractiva.
158
LOS SEÑORES DE LA DURACIÓN
Aun así hay que aceptar la duración...
Antiguamente, en efecto, la duración dependía de la restric­
ción social y muchos cónyuges debieron de desear la muerte
del otro. Se ha visto esto en distintas épocas: el estatus de
viuda era muy buscado y a menudo era el único modo de
conseguir la libertad. De hecho, situados en un extremo de
nuestra historia del amor, se tiene la sensación de que vivi­
mos una época de transición: las nociones de deber, de peca­
do, de influencia social y de moral sexual han caducado
ante la liberalización de las costumbres. Ahora hay que ha­
llar en uno mismo los medios para controlar esta fuerza
amorosa. Nos hemos convertido en los únicos señores de la
duración.
Nada sencillo... Ha terminado la revolución sexual, pero aún
vivimos realizando una apología invasora del deseo.
La corriente actual contiene huellas del pasado. Como decía
Foucault, es posible preguntarse por qué, en el siglo xix es­
pecialmente, el sexo se consideraba un pecado y por qué
hoy considerar pecado el sexo es... un pecado. Los fantas­
mas de algunas escritoras que dicen «miren qué libre soy,
miren qué excesiva soy, miren cómo considero el sexo sin
censura alguna» parecen superados desde esta perspectiva.
Son, en suma, proclamas conservadoras, porque recuerdan
en el presente lo que pertenece al pasado (bajo pretexto de
desmarcarse de él). Deseamos hablar, inscribir el amor en el
espacio de las palabras. Es una empresa difícil y reductora:
habría que convertir la gravedad en ecuaciones, pero verda­
deramente no se comprende lo que ocurre cuando cae un
objeto.

159
HOMBRES FEMENINOS, MUJERES MASCULINAS
Cabría preguntarse si no hay dos planteamientos del amor y
de la sexualidad, el masculino y el femenino, bastante incom­
patibles.
Parece que los científicos están a punto de demostrar que
la diferenciación sexual no es una simple creación social.
Ya se sabe que el cerebro y la química amorosa de la mujer
y del hombre son diferentes. Las mujeres yuxtaponen natu­
ralmente la sexualidad y el amor. Los hombres los disocian.
Cierto que hay un puñado de hombres femeninos y de mu­
jeres masculinas que buscan el encuentro y la ruptura.
Pero la mayoría de las mujeres es femenina y desea la du­
ración, un verdadero sentimiento vivo que dé sentido a su
existencia.
¿Los hombres desean en primer lugar placer y las mujeres un
marido?
¡No sé! Pero si fuera el caso, me dan ganas de decirle:
¿y qué? Todavía vivimos con la herencia de Mayo del 68, te­
memos ser convencionales. Rechazar por principio toda
forma de convención es una forma de convención. Confese­
mos que hay convenciones por todas partes y que las me­
nos confesadas son las más peligrosas. Se busca también el
sexo opuesto para perpetuar los genes. También se sabe que
el deseo evoluciona en el curso de la vida de manera dife­
rente en los hombres y las mujeres: es más fuerte en los
adolescentes que entre las adolescentes. Ellas tienen rela­
ciones sexuales porque están sometidas a la presión social y
a la presión de los muchachos. El deseo erótico es fuerte,
en cambio, en las mujeres que tienen entre treinta y cua­
renta años.

160
Lo cual no colabora a conciliar ambos sexos.
¡El ideal sería entonces la pareja formada por un joven y
una mujer de bastante más edad! Lo cual es contrario a to­
das nuestras convenciones, que valoran la juventud y hacen
de la mujer el estandarte del hombre. También se sabe que
después de un parto las mujeres sufren un trastorno hormo­
nal que mengua su deseo. Esto puede durar todo un año.
¿Deja de haber amor entonces? (Se podrá poner a punto tra­
tamientos contra la disminución del deseo. Pero no contra
el desamor. Hay, pues, una química del deseo. Pero no hay
química del amor.)

LA SEXUALIDAD NUNCA SERÁ TRIVIAL

Los adolescentes están inmersos en un discurso que exalta el


placer «inmediato». Lo cual no favorece el trabajar por la du­
ración, como dice usted.
Les hemos mostrado la imagen de tantos fracasos amoro­
sos... Habría que enseñarles a escuchar, a meditar, a distan­
ciarse de este discurso habitual, enseñarles a distinguir lo
marginal de lo esencial. Hay una literatura del desencanto
amoroso, producto de la liberación sexual, que pretende
trivializar la sexualidad. ¡Ridículo! Desnudarse ante otro,
ofrecer el cuerpo, no es algo insignificante. Uno no se
acuesta con otro como quien va al cine o a un restaurante.
El acto sexual te compromete, a ti y al otro, y mantiene un
carácter sagrado. La sexualidad nunca será trivial y pode­
mos alegrarnos por ello.
Es buena cosa la voluntad. Pero estamos hechos de viejos
fragmentos de culturas, de antiguos tabúes, de mitos anti-
161
guos, que nos influyen inconscientemente y nos empujan ha­
cia atrás.
¿Flotamos como corchos en el mar o somos capaces de
mantener un rumbo? El amor ha sido regido por la coac­
ción social y religiosa, el pecado, el deber... Hoy lo rige nues­
tra voluntad. Cierto que pesan los determinismos familiares,
psicológicos, históricos, sociales y culturales. ¿Pero hasta
qué punto es uno responsable de sí mismo? Rechacemos la
renuncia a la responsabilidad, rechacemos todos los discur­
sos que apuntan a privamos de control sobre nosotros mis­
mos. Esto sería culpa de nuestra infancia, de la química, de
la morfología...
Lo cual no siempre es enteramente fabo...
Por supuesto, hay una parte de nosotros de la cual no pode­
mos liberamos: no podemos cambiar nuestra talla ni la for­
ma del rostro ni, sin duda, algunos rasgos de carácter. Todos
tenemos nuestra propia prisión y de ello tenemos más con­
ciencia hoy, pues contamos con palabras para decirlo. A pe­
sar de todo siempre hay una pequeña parte sobre la que po­
demos actuar. En lugar de ir hacia la derrota, podemos
marchar hacia el sol. Podemos desactivar nuestra voluntad
o podemos insistir en cultivarla. Es la verdadera elección de
nuestra modernidad.

APRENDAMOS A AMAR

Hoy nos cuesta aceptar el fracaso o la ausencia. Queremos


guerras sin muertos. Y amor sin heridas.
Sí, parece que somos exigentes. Nos falta un solo objeto y ya
estamos contrariados. Vivimos con la esperanza de un amor
162
con cero defectos, de un matrimonio sin fracasos. Nuestra
libertad es inmensa y también nuestro afán de felicidad. En­
tonces las desilusiones nos parecen insoportables. Sin em­
bargo cada generación ha tenido que aceptar ciertos esfuer­
zos, ciertos sufrimientos, sus derrotas. Piense en todos esos
jóvenes que tenían veinte años y murieron en las trincheras
entre 1914 y 1918 en nombre de la patria, o en esas mujeres
que se han sacrificado en nombre de su familia. Cada gene­
ración encuentra un diferente estado del mundo, un campo
de posibilidades limitado y la forma de su vida. Los jóvenes
de hoy tendrán que vivir en una sociedad de vuelta de sus
revoluciones y quizás dispuesta a iniciar otras. Los niños de
hoy, foijados en la libertad, quizás tendrán una fuerza nueva
en sí mismos.
Esperemos que asi sea. Están enfrentados, en todo caso, al
desconcierto que resulta de esta nueva libertad. Escoger es
siempre una prueba. Al final de nuestra historia nos encontra­
mos, entonces, tan perplejos como al comienzo. El amor, tan
propio del hombre, como decía el historiador de la prehistoria
Jean Courtin, continúa inasible y se nos desliza entre los de­
dos como un puñado de arena. Y estamos solos ante nues­
tras incertidumbres y nuestras audacias. Solos frente a nuestras
desilusiones o nuestras pasiones.
La libertad es difícil. Hay que escoger, es decir, renunciar,
hay que atreverse a no complacer, a decir no, a no conocer, a
superar ese temor a los otros, temor terrible que te arrastra
al conformismo. Los lobos gritan y tú gritas. Los lobos duer­
men y tú duermes... Construir una persona es un trabajo
constante. Decía Michel Foucault: «Trabajar es mantenerse
en la duda y la inquietud.» Aunque agotadora, creo que es la
nueva postura mental... «Nunca se ha tomado a broma el
amor», resumía usted al comienzo de esta obra. Esta fórmu-
163
la vale también para nuestra época. Se nos querría hacer
creer que ya somos ligeros, casi indiferentes. No es cierto: el
amor sigue siendo una cosa importante, seria. Pero soy me­
nos pesimista que usted. Creo que el que ama es como un
equilibrista en la cuerda floja: la empresa parece imposible
pero un día llega el equilibrio. Durante toda la vida hay que
aprender a vivir y a morir. Aprendamos también a amar.

164
BREVE RETRATO DE LOS AUTORES

Jean Courtin, historiador de la prehistoria, director de inves­


tigaciones del CNRS (Centro Nacional de Investigación Cientí­
fica).
¿Ha visto el amor en ella? En todo caso ha encontrado la
belleza. Jean Courtin fue el primer especialista en prehistoria
que penetró en el estrecho túnel submarino, de 175 metros
de largo, que conduce, en las profundidades de tas calas de
Cassis, hasta las maravillas de la cueva Cosquen Capilla Six-
tina de la prehistoria con pinturas y grabados asombrosos, le
ha demostrado que hace veintisiete mil años los hombres ya
eran seres refinados, sensibles. Y, sin duda, amantes... Jean
Courtin quedó tan impresionado que imaginó en una novela
(El chamán del fin del mundo) un hermoso Homo sapiens de
ojos verdes que vive amores muy libres en el litoral Medite*
rráneo. Casi se echa de menos la prehistoria.
Pa*d Veyne, profesor honorario del Collége de France, especia­
lista en el mundo antiguo.
De niño tenía una sola pasión: buscaba monedas anti­
guas. Un día, en un yacimiento en el Midi, prometió al buen
Dios que dejaría de besar a su amiga de la época si la pesca
resultaba fructuosa. Así fue: descubrió una magnífica mone-
165
da del siglo n a. C. Pero como no creía en Dios, siguió be­
sando a su Dulcinea... Los romanos siempre han tenido, se­
gún Paul Veyne, dos cualidades: no quedaban muy lejos de
su casa y no eran cristianos. Se convertirá en uno de los me­
jores especialistas en su mundo. Paul Veyne trabajó con Mi-
chel Foucault y ha escrito gran cantidad de obras (La socie­
dad romana, Cómo se escribe la historia, L’Élegie érotique
romaine, Les Grecs ont-ils cru á leurs mythes?). En su tran­
quila casa, situada a los pies del monte Ventoux, nos ha ha­
blado de esos curiosos romanos con el humor y la locuaci­
dad irrefrenable del niño revoltoso que sigue siendo.
Jacques Le Goff, historiador, especialista en el mundo medie­
val.
Hace historia vorazmente, metódicamente, «como un
ogro que sabe husmear la carne humana», han dicho ama­
blemente sus colegas. El apetito le vino a los doce años, le­
yendo Ivanhoe. Heredero de la escuela de los Anales, artesa­
no de la «nueva historia», que se interesa en la vida
cotidiana y en las mentalidades, partidario del estudio en
perspectiva, Jacques Le Goff ha devuelto su nobleza a la
Edad Media, que sus antecesores consideraban un período
negro, un oscuro paréntesis de la historia. Según él, por el
contrario, es el crisol de nuestra sociedad moderna, un hor­
migueo de vida. También es autor de numerosas obras (véa­
se especialmente Pour un autre Mayen Áge, que reúne varias
de ellas). Y con la misma convicción y el mismo entusiasmo
se ha volcado aquí en otra Edad Media, esta vez amorosa.
Jacques Solé, profesor de la Universidad Pierre-Mendés-Fran-
ce, en Grenoble, especialista en los tiempos modernos.
Ha llegado retrocediendo hasta el siglo xvi, para com­
prender mejor la Ilustración, su período predilecto. Los his­
toriadores, dice, no cesan de retroceder en el tiempo. Des-
166
pués de haber hecho un curso de amor con los libertinos,
Jacques Solé ha indagado en las alcobas de nuestros antepa­
sados de gorguera. En sus obras. El amor en occidente du­
rante la edad moderna y Étre Femme en 1500, ha examinado
cuidadosamente miles de documentos y entre ellos los ar­
chivos, siniestros, del tribunal eclesiástico de Troyes. Confie­
sa sentir actualmente cierta ternura por esa gente que no se
divertía todos los días. Él ríe a menudo mientras habla. Es
decir, es optimista y vividor.
Mona Ozouf, historiadora, especialista en las mujeres de la
época revolucionaria.
«El amor bajo la Revolución... No fue un momento pro­
picio para los sentimientos...» De partida, como historiado­
ra concienzuda, manifestó reparos cuando le propuse inte­
resamos en el amor: pocas fuentes sobre la intimidad de las
personas, un lapso demasiado breve para que se pueda estu­
diarse en perspectiva... Después, con cierta confianza, acep­
tó relatar y relatar... La erudición de Mona Ozouf (léase Les
Mots des femmes, diez magníficos retratos de grandes da­
mas) nunca resulta pedante. Y su indulgencia ante un inter­
locutor que finge ingenuidad, nunca es forzada. Se la ha
visto indignarse con Rousseau, fustigar el extremismo de al­
gunas feministas y entusiasmarse con Mme. de Staél. Escu­
char a Mona Ozouf mientras habla del amor no es sólo una
suerte; es un regalo.
Alain Corbin, historiador, especialista en sentimientos y sen­
saciones.
Se ha convertido en lo que acostumbra llamar «historia­
dor de las mentalidades». El interior de los seres humanos,
su intimidad, sus emociones, le apasionan más que los gran­
des sucesos. ¿Qué pensaban? ¿Cómo se representaban el
mundo? ¿Cómo vivían su propia historia? Con el curso de
167
los años, Alain Corbin, que se detuvo en el siglo xix casi por
casualidad (eso le evitaba seguir los cursos de latín), se ha
transformado en un especialista en sensaciones y sentimien­
tos: ha estudiado el olfato (Le Miasme et la jonquÜle), la bús­
queda de la tranquilidad (Territorio del vacío) y, también, el
sentimiento amoroso (Les Filies de noce). Su desafío consis­
te en acercarse a los seres, tratar de introducirse en su cabe­
za. Esta vez se ha deslizado en las camas.
Anne-Marie Sohn es profesora de historia contemporánea en
la Universidad de Rouen.
Encontró el amor en los archivos judiciales. ¿Qué mejor,
para indagar en la intimidad de una época púdica, que el re­
lato de las grandes confesiones en las salas de audiencia?
Allí la gente se expresa con menos inhibiciones, se cuentan
detalles que se callan en otras partes. Para describir el paisa­
je amoroso entre 1860 y 1960 (véanse sus obras Du premier
baiser á l'alcóve y Chrysalides, Femmes dans la vie privée,
xtx-xx siécle), Anne-Marie Sohn también ha examina­
do detalladamente cartas y diarios íntimos. Pero los textos,
nos recuerda, sólo suelen dar una visión masculina del
tema, pues durante mucho tiempo ha sido difícil que las
mujeres evoquen su sexualidad. Pero últimamente se han
puesto al día.
Pascal Bruckner es escritor y ensayista.
El contraste ha resultado sorprendente. Salió de su pro­
vincia y de un colegio de jesuítas. Desembarcó en el corazón
de un muy hablador Saint-Germain-des-Prés pocos meses
antes de Mayo de 1968. Hoy recuerda esas comunidades en
que los niños, de pie en la mesa de la cena, se tiraban yogu­
res a la cara bajo la mirada enternecida de jóvenes barbudos
crísticos y enjutos, esos grupos tan simpáticos donde se de­
bía cambiar obligatoriamente de compañera para pasar la
168
noche. Novelista (Luna amarga. Los ladrones de la belleza) y
ensayista (Miseria de la prosperidad), Pascal Bruckner fue
uno de los primeros que criticó este frenesí sexual en El
nuevo desorden amoroso, escrito en 1977 con Alain Finkiel-
kraut. Sin embargo no tira el agua (revolucionaria) de la ba­
ñera junto con el bebé (deseo).
Atice Femey, novelista.
¿Cómo ver el cuadro si estás dentro de él?, se pregunta.
¿Cómo capturar la verdad de nuestro tiempo? Se activa en­
tonces, vuelve a sumergirse en la literatura, recurre a Her-
mann Hesse («Pertenecer a una época es ser incapaz de
comprender su sentido»)... Alice Femey sitúa su exigencia a
la altura de su lucidez, que es grande. En sus novelas, pro­
fundas y sutiles, muestra emocionantes generaciones de
mujeres divididas entre el deseo y el deber (L’Élegance des
veuves) y parejas contemporáneas que oscilan entre seduc­
ción y fidelidad (La conversación amorosa). Seres muy hu­
manos que continúan vivos mucho tiempo después de ce­
rrar el libro. Reclama una nueva educación sentimental,
liberada del conformismo del momento, que desearía do­
mesticar el sentimiento y trivializar la sexualidad.
Y, a modo de autorretrato: Dominique Simonnet, el interlo­
cutor.
Jefe de redacción de la revista L'Express, responsable de
las grandes entrevistas. llene las mismas obsesiones: la bús­
queda de nuestros orígenes, el amor, la historia, las estrellas
(las de lo alto y las que bailan)... En otra vida, animó y pro­
dujo magazines de televisión para niños (Dróle de planéte, en
France 2), series radiofónicas (Aventures sans gravité, Radio
France), participó en diversas iniciativas para tejer lazos en­
tre el mundo literario y el mundo científico. Es autor de La
historia más bella del mundo y de La historia más bella del
169
hombre y, con Nicole Bacharan, de varias novelas (Le Livre
de Némo, Némo en Amérique, Némo en Égypte). Ambos se
han atrevido con El amor explicado a nuestros hijos «para po­
nerles en camino de ese tesoro temible: la libertad de amar».

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ÍNDICE

Prólogo ........................................................................... 7
ACTO 1. PRIMERO, EL MATRIMONIO
Escena 1. La prehistoria: la pasión
de los Cromagnon.......................................... 15
Escena 2. El mundo romano: la invención de la pareja
puritana.......................................................... 30
Escena 3. La Edad Media: y la carne se hizo
pecado............................................................. 50
ACTO II. TAMBIÉN EL SENTIMIENTO
Escena 1. El Antiguo Régimen: reina el orden sexual.. 65
Escena 2. La Revolución: el Terror de la Virtud .......... 81
Escena 3. El siglo xix: tiempo de pavitontas
y de burdeles.................................................. 94
ACTO III. FINALMENTE EL PLACER
Escena 1. Los años locos: ahora hay que complacer .. 113
Escena 2. La revolución sexual:a gozar sinfreno.......... 128
Escena 3. La actualidad: ¿librespara am ar?................. 146
Breve retrato de los autores.............................................. 165
No sólo hay historias de amor. Hay también una Historia del amor. ¿Cómo se
amaba antaño en Occidente? ¿Cómo se vivía verdaderamente la sexualidad?
¿Cómo se conciliaba procreación, sentimiento y deseo?
Desde la era paleolítica hasta nuestros días, historiadores y escritores dibujan
por primera vez, con toda su continuidad, la sorprendente evolución de la vida
íntima. Seducciones, pasiones, erotismo, infidelidades... Veremos que nunca se
ha jugado con el amor y que el sexo no siempre ha sido parte del placer, lejos
de eso. Esta sorprendente comedia humana, que derriba numerosas ideas
heredadas, se realiza en tres actos: en primer lugar, el matrimonio: también el
sentimiento: finalmente el placer. Relata la larga marcha de las mujeres (y de
los hombres, algo atrás) para liberarse del encierro religioso y social y para
reivindicar ese derecho elemental: el derecho de amar.
Todavía hoy seguimos apoyándonos, sin saberlo, en viejas morales, en
antiguos tabúes, en aspiraciones ocultas. Quizás no sea más fácil amar en la
libertad que coaccionados. Sí, el amor tiene una historia y de ella somos
siempre los herederos.
«Leyendo La historia más bella del amor, obra en la que unos historiadores
vuelven sobre el tema del matrimonio en los grandes períodos de nuestra •
historia, nos damos cuenta de que aún nos atenazan fuertes clichés sobre la
historia del amor en Occidente» (Olivier Maison, Marianne).
«Para trazar la historia del amor, Dominique Simonnet ha tenido la feliz idea de
abordar a ocho historiadores en relación con el período predilecto de cada uno
de ellos» (Évelyne Lever, Madame fígaro).
Jean Courtin, Paul Veyne, Jacques Le Goff, Jacques Solé, Mona Ozouf, Alain
Corbin, Anne-Marie Sohn, Pascal Bruckner y Alice Ferney son prestigiosos
historiadores y escritores. Dominique Simonnet, jefe de redacción de
L'Express, es, entre otras cosas, coautor de La Historia más bella del mundo.

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