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El móvil de Hansel y Gretel

Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos
Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las
estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa.
Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en
ese punto de clímax narrativo: "No importa. Que lo llamen al papá por el móvil".
Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía
inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el
teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido
su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían
solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde
la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia
de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con
nudo y con desenlace.
¿Ya está?
Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro
empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo
electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas
internacionales cuatribanda.
¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden
llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse
mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?
La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica
va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.
Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero
Ulises regrese del combate.
Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es
necesaria.
Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.
Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de
Telefónica.
Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.
Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.
Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que
anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la
incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.
Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos
hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta,
de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un
suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por
el espoiler.)
Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo
seis:
M HGO LA MUERTA,
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.
Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas
cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce
hubiera existido la promoción “Banda ancha móvil” de Movistar.
Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados.
La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de
García Márquez se llamaría Cien años sin conexión: narraría las aventuras de una familia en donde todos
tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.
La famosa novela de James M. Cain —El cartero llama dos veces— escrita en 1934 y llevada más
tarde al cine, se llamaría El gmail me duplica los correos entrantes y versaría sobre un marido cornudo que
descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de
malvivir.
Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un
título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de
cobertura, la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece
nunca o que se quedó sin saldo.
En la obra El jotapegé de Dorian Grey, Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene
siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de
su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo sobre “quién es la mujer
más bella del mundo”, porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se
contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.
También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas
las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las
grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.
Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a
contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener
a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de
regreso a casa.
La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Nina, sin querer— nos va a entorpecer las
historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de
aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá
desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?
No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con
mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no
tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo
siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte,
ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la
muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.
Nuestras tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas, incluso las imaginadas— porque
nos hemos convertido en héroes perezosos.

Hernán Casciari
Martes 7 De Octubre, 2008
Jubilación de la ortografía (Mempo Giardinelli)

Desde hace años se sabe que Gabriel García Márquez es un mago capaz de colocar en el cielo de la literatura
maravillosos fuegos artificiales. Pero somos muchos los escritores que crecimos con él, y gracias a él, que pensamos
también que los fuegos artificiales son sólo eso: artificios. Y por lo tanto brillo efímero, golpe de efecto, momento
deslumbrante.
La médula es otra cosa. Y en el caso de estas ideas que la prensa ha difundido (no he tenido la oportunidad de leer el
discurso completo del Maestro) me parece que hay mucho de disparate en esa propuesta de «jubilar la ortografía».
Además de ser una propuesta efectista (y quiero suponer que poco pensada), es la clase de idea que seguramente
aplaudirán los que hablan mal y escriben peor (es decir, incorrecta e impropiamente). No dudo que tal jubilación (en
rigor, anulación) sólo puede ser festejada por los ignorantes de toda regla ortográfica. Digámoslo claramente: suena
tan absurdo como jubilar a la matemática porque ahora todo el mundo suma o multiplica con calculadoras de cuatro
dólares.
En mi opinión, la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, ni por abolir las
haches, ni por aniquilar los acentos. No, la cuestión central está en la colonización cultural que subyace en este tipo de
ideas tan luminosas como efectistas, dicho sea con todo respeto hacia el Nobel colombiano.
Y digo colonización porque es evidente que estas cuestiones se plantean a la luz de los cambios indetenibles que
ocasiona la infatigable invasión de la lengua imperial, que es hoy el inglés, y el creciente desconocimiento de reglas
ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado
Cyberespacio.
Frente a esa constatación de lo virtual que ya es tan real, ¿es justo que bajemos los brazos y nos entreguemos sin
luchar? ¿Es justo que porque el inglés es la lengua universal y es tan libre (como anárquica), el castellano deba seguir
ese mismo camino? ¿Por el hecho de que el cyberespacio está lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia
como nueva regla para todos? ¿Por el hecho de que tantos millones hablen mal y escriban peor, vamos a democratizar
hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?
Si las difundidas declaraciones de García Márquez son ciertas, a mí me parece que hay un contrasentido en su
propuesta de preparar nuestra lengua para un «porvenir grande y sin fronteras». Porque el porvenir de una lengua
(como el porvenir de nada) no depende de la eliminación de las reglas sino de su cumplimiento.
Por eso, a los neologismos técnicos no hay que «asimilarlos pronto y bien... antes de que se nos infiltren sin digerir»,
como él dice. Lo que hay que hacer es digerirlos cuanto antes, y para digerirlos bien hay que adaptarlos a nuestra
lengua. Como se hizo siempre y así, por caso, «chequear» se nos convirtió en verbo y «kafkiano» en adjetivo. Y en
cuanto al «dequeísmo parasitario» y demás barbarismos, no hay que negociar su buen corazón, como aparentemente
propone García Márquez. Lo que hay que hacer es mejorar el nivel de nuestros docentes para que sigan enseñando que
esos parásitos de la lengua son malos.
Eso por un lado.
Y por el otro está la cuestión de para qué sirven las reglas, y el porqué de la necesidad de conocerlas y respetarlas. No
voy a defender las haches por capricho ni por un espíritu reglamentarista que no tengo, pero para mí seguirá habiendo
diferencias sustanciales entre «lo hecho» y «lo echo»; y sobre todo entre «hojear» y «ojear» un libro.
Tampoco me parece que sea un «fierro normativo» la diferencia entre la be de burro y la ve de vaca. Ni mucho menos
me parece poco razonable la legislación sobre acentos agudos y graves, ni sobre las esdrújulas, ni sobre las diferencias
entre ene-ve y eme-be, y así siguiendo, como diría David Viñas.
Las reglas siempre están para algo. Tienen un sentido y ese sentido suele ser histórico, filosófico, cultural. La falta de
reglas y el desconocimiento de ellas es el caos, la disgregación cultural. Y eso puede ser gravísimo para nosotros,
sobre todo en estos tiempos en que la sabiduría imperial se ha vuelto tan sutil y astuta. Las propuestas ligeras y
efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas.
Precisamente porque vivimos en sociedades donde las pocas reglas que había se dejaron de cumplir o se cumplen cada
vez menos, y hoy se aplauden estúpidamente las transgresiones. Es así como se facilitan las impunidades.
Y así nos va, al, menos en la Argentina.
En todo caso, eliminemos la absurda policía del lenguaje en que se ha convertido la Real Academia.
Democraticémosla y forcémosla a que admita las características intertextuales del mundo moderno, hagamos que
celebre las oralidades, que festeje las incorporaciones como riquezas adquiridas. Esa sería una tarea revolucionaria.
Pero manteniendo las reglas y, sobre todo, haciéndolas cumplir.

(Página/12, viernes 11 de abril de 1997)


Botella al mar para el dios de las palabras
Gabriel García Márquez
(La Jornada, México, 8 de abril de 1997)

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con
un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la
palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto
rigor, que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las
palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas:
nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida
actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de
publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha
gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber
cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el
destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico.
No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta
experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros
cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en
los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos
países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del
Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se
explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los
hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido
intermitente y triste de un cordero, dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un
cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario
memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no
hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra
contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que
entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la
gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las
que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los
neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los
gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor
de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del
siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres,
firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al
cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y
nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las
palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón
y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.
SOCIEDAD › OPINION

La culpa de las víctimas


Por Mariana Carbajal

Las muertes de las mendocinas Marina Menegazzo y María José Coni, mientras estaban de vacaciones en Ecuador,
remite a los femicidios de las turistas francesas Houria Moumni y Cassandre Bouvier en Salta, ocurridos a mediados
de 2011. Tras la consternación por el hallazgo de los cuerpos de las dos amigas en la zona del balneario de
Montañita, con signos de haber sido asesinadas, surgieron en redes sociales y en los comentarios de los portales de
noticias los peores prejuicios y lugares comunes que revictimizan a las víctimas o a su entorno familiar: que la culpa
es de los padres que las dejaron viajar por Latinoamérica solas, o de ellas mismas, por hacer dedo después de
haberse quedado sin dinero. Marina y María José eran ya mayores de edad. ¿Otra vez las víctimas son culpables de
las agresiones que sufren? Ese sentido común que la última dictadura militar pretendió imponer, frente a las múltiples
desapariciones y crímenes cometidos por el terrorismo de Estado: “Por algo será”, “algo habrán hecho”.

Después de escuchar el fallo que condenó a 30 años de prisión al autor del femicidio de su hija y de su amiga, Jean-
Michel Bouvier afirmó que no tenía “resentimientos contra la Argentina, esto hubiera podido pasar en Francia y no
puede hundirse en el resentimiento, hay que tratar de superar eso”. ¿A qué se refería el papá de Cassandre?: a la
violencia machista, a que existen hombres aquí y en todo el mundo que consideran a las mujeres parte de sus
propiedades y se adueñan de sus cuerpos, los abusan, y los descartan, como basura. Ahí es donde tenemos que
poner el foco: en desarmar esa matriz, que trasciende las fronteras. En el juicio por el crimen de las turistas francesas
se condenó a Gustavo Lasi por “doble homicidio criminis causae con abuso sexual agravado y robo calificado”: es
decir, por haberlas matado para ocultar el delito de la violación.

Sin conocer –a esta altura– las circunstancias en las que sucedieron las muertes de las turistas mendocinas en
Ecuador, es necesario reflexionar: ¿por qué las adolescentes no pueden viajar por Latinoamérica y regresar sanas y
salvas a sus hogares? ¿O ir a bailar para festejar su cumpleaños a un boliche sin correr el riesgo de terminar
secuestradas y muertas, descartadas en una bolsa de consorcio, como Melina Romero? ¿O caminar solas por una
playa en Uruguay sin terminar asfixiadas, enterradas en una duna, como Lola Chomnalez? ¿O regresar del colegio a
su casa, en el barrio porteño de Palermo, como Angeles Rawson?

En abril de 2011, un policía canadiense llamado Michael Sanguinetti, sostuvo en el marco de una charla en la
Universidad de Toronto que “las mujeres deberían evitar vestirse como putas para no ser violadas”. La frase recibió
un generalizado repudio por parte de cientos de mujeres en Canadá que pronto se expandió a nivel global por las
capitales del mundo, incluida Buenos Aires, en un movimiento que se replica todos los años en la llamada Marcha de
las Putas en contra de cualquier forma de justificación de la violencia de género. Frente al horror por el asesinato de
las dos jóvenes mendocinas, apostemos a que es posible que nuestras chicas crezcan libres, desarrollemos políticas
públicas que apunten a construir relaciones igualitarias entre varones y mujeres, democráticas, promovamos la
igualdad de oportunidades para unos y otras, enseñemos a nuestros chicos y chicas que cuando una mujer dice no,
es no, mostrémosles que las mujeres tenemos autonomía para decidir sobre nuestros cuerpos y sobre nuestros
proyectos, que no somos propiedad de ninguno, ni para ser apropiadas ni para ser controladas en nuestra privacidad,
en nuestros celulares, en las redes sociales, en la vestimenta. Si avanzamos en este camino (con un compromiso
real, que no se quede sólo en una foto de ocasión, políticamente correcta) desde los hogares, en las escuelas, con
contenidos de educación sexual integral, en los ámbitos laborales, sindicales, de la política, podremos pensar en una
sociedad que no sea tan riesgosa para una joven cuando sale a la calle sola. (Página12, 29/2/2016)
Basura

Tiradas a la basura, desgarradas, en pelotas: en la montaña asquerosa, un cuerpo como una cosa, como una cosa
ya rota y que no sirve para nada, los restos del predador, la carne que le sobró de su festín asesino. Horas antes o
después a la chica la buscaron la familia, los amigos, al final la policía y casi siempre la encuentra el que hace de la
basura su trabajo cotidiano: un cartonero, el chofer de un camión recolector, alguien que anda por ahí. Después viene
la ambulancia, le cambia la bolsa a blanca, se la llevan a la morgue y un auto lleva a los padres a ver si la chica es
suya. Afuera espera la prensa: las cámaras y micrófonos buscando mostrarle al mundo el dolor más lacerante, la
frase más torturada, la cara más arrugada por la angustia que la arrasa.

Tiradas a la basura en la bolsa de consorcio: igual que se tira un forro, la cáscara del zapallo, los papeles que no
sirven y los huesos del asado entre tantas otras cosas. Tiradas como si nada, como objetos de consumo que ya
fueron consumidos. Agarrarlas, asustarlas, verlas rogar, desnudarlas, humillarlas, violarlas, después matarlas,
meterlas en una bolsa, tirarlas a la montaña de restos de la ciudad. Ya terminó el predador. Seguirán la policía, los
abogados, los jueces y las cámaras de TV: sigue la carnicería en una especie de show que explica los femicidios.

Si la chica usaba short. Si tenía más de un novio. Si puso fotos en Facebook con boquita pecadora. Si salía mucho
de noche. Si volvía a la mañana y tenía olor a whisky. Si estudiaba o no estudiaba. Si trabajaba de día o repartía
tarjetas en la puerta de un boliche. Si era virgen. Si le gustaba enfiestarse. Si fumaba marihuana o sólo tomaba agua.
Si tenía buenas notas o había repetido de año. Lo que dicen los amigos. Lo que piensan los vecinos. Lo que
recomienda el cura que dirige la parroquia. Lo que supone un psiquiatra que va a la televisión. Lo que dice el
movilero. Lo que supone la prensa. La idea que todos dicen sin terminar de decir: si la chica usaba mini y le gustaba
bailar y si llevaba adelante su propia vida sexual según lo que le gustaba, era una trola y las trolas se la buscan y la
encuentran.

La construyen poco a poco como si fuera culpable: digamé, comunicador y digan sus audiovidentes, si una mujer
joven tiene más de un novio o, peor, ninguno, y vuelve en pedo a las seis y salió en vestido corto, ¿Se está buscando
la muerte? ¿Piensa que se la merece? ¿Usted cree que debería volver antes de las doce? ¿Vestirse con una burka e
ir a misa los domingos? ¿Usted quiere que le pida permiso a algún buen señor para salir cuando quiere? ¿Que deje
de salir sola? ¿Que piense lo que se pone porque si a un hijo de puta le parece algo indecente por ahí la hace
pelota? Le pregunto más cortito: ¿Piensa que una chica es propiedad de algún muchacho y que si no tiene dueño
pueden matarla tranquilos? ¿De verdad se siente bien eligiendo como elige la foto más provocativa para decir sin
decir “la piba era una atorranta”, “los padres no la cuidaban”, “su vida no tenía rumbo”? Empieza una denigración,
algo que está en la cultura, no digo que lo inventa usted, pero podría revisar la máquina de prejuicios que le salta
cuando habla y cuando hablan los demás.

Entre otras cosas se nota la puntuación del mercado: hay cuerpos que valen más y hay cuerpos que valen menos.
Casta, rica y estudiosa vale más que pobre y trola pero todas valen menos que el cuerpo del matador que es la
manifestación extrema de este estado de las cosas: buena parte del planeta cree, a veces sin saberlo, que cosas
somos nosotras. Pobres cosas, poca cosa, algo que se usa y se tira, nada de bienes suntuarios, muñecas que se
descartan como globos ya pinchados. Es como canibalismo. Es una bestialidad. Piensen un poco, señores, piensen
también las señoras y sientan un poco más: somos sus madres, sus hijas, sus hermanas, sus esposas, sus amigas,
sus amantes, sus novias.

Somos más de la mitad del mundo que hacemos juntos. No insumos a descartar.

Gabriela Cabezón Cámara, Revista Anfibia, Mayo del 2016

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