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CAPÍTULO 1: EL CONTRATO

1. EL CONCEPTO DE CONTRATO

1.1. Desenvolvimiento histórico de la idea de contrato


Art. 1254 CC: «El contrato existe desde que una o varias personas consienten en obligarse,
respecto de otra u otras, a dar alguna cosa o prestar algún servicio».
El contrato es un mecanismo de generación de derechos y obligaciones respecto de las partes,
quienes se encuentran vinculadas a la realización de una promesa por el mero hecho de haberse
comprometido a ello, por haber prestado su consentimiento. Es, además, fuente de las obligaciones
(art. 1.089, como vimos en el primer parcial).
El tradicional formalismo del Derecho romano clásico, representado inicialmente por la stipulatio,
impedía considerar la materia con el alcance general que hoy otorgamos a la idea de contrato. Había
ciertas figuras contractuales (reales, verbales, literales, consensuales) pero sumamente tasadas, con
rígidos presupuestos formales de eficacia, que impedían su generalización y su tratamiento como
categoría.
Ni siquiera cuando, ya en la época justinianea, se encuentran plenamente aceptados los llamados
contratos innominados, nacidos para evitar la crisis de un sistema jurídico caracterizado por un
exagerado formalismo, puede afirmarse que la idea genérica de contrato responda a los esquemas
actuales.
La idea contemporánea de contrato es tributaria de otros impulsos y requerimientos, generados con
posterioridad al sistema justinianeo.
El primero (y quizás fundamental) de ellos viene representado, ya en la época del ius commune,
por la influencia de quienes (en términos modernos) denominaríamos canonistas. La influencia de la
Iglesia católica durante los siglos del medievo y la generalización de los textos canónicos arrojó la
consecuencia de que determinadas reglas morales de general aceptación insuflaran un nuevo aire a
las rigideces características del Derecho romano, y acabarán por incorporarse a las legislaciones
propias de la mayor parte de los territorios europeos. Entre tales reglas destacan la idea de la
actuación de buena fe y el principio de respeto de la palabra dada. Hasta tal punto que se afirma
que los principios de buena fe y pacta sunt servanda [lo pactado obliga] tienen básicamente matriz
canonista. El mantenimiento de la fidelidad a la palabra abre la vía para considerar que solus
consensus obligat [el solo consentimiento obliga].
Otra línea de superación del formulismo romano viene representada por la dinámica del Derecho
Mercantil. Los mercaderes, llevados de necesidades concretas, necesitan soltar el mayor lastre
posible de las reglas formales de procedencia romana y contar con mecanismos contractuales más
flexibles para ampliar su ámbito de actuación. Actuando de forma corporativa y una vez
consolidada una jurisdicción propia (los Tribunales de comercio), coinciden con los canonistas en
generalizar la idea de que el consentimiento mutuo constituye la esencia del contrato.
El tránsito a la Edad Moderna acentúa la consideración de la voluntad individual (y, por tanto, del
consentimiento de ambas partes contratantes) como base del contrato. Juega en ello un papel
decisivo la denominada «escuela de Derecho natural» que, abandonando el teocentrismo y
determinismo religioso característico de centurias anteriores, reclama la propia posición del ser
humano y la importancia de la voluntad individual como criterio decisivo en las más diversas
facetas de la actividad humana.
Trasplantadas dichas ideas al mundo del Derecho, la conclusión es obvia: el contrato como
categoría es manifestación del consentimiento y así pasa al Code Napoleón y al resto de los Códigos
Civiles.

[Contratos innominados: El Contrato Innominado era aquel que consistía en una o varias
obligaciones pactadas entre las partes, mismas que se transformaban en contrato, cuando una de
ellas cumplía con la prestación, y con esto la otra parte quedaba ya obligada a cumplir con la suya.]

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1.2. El contrato como medio de intercambio de bienes y servicios
Es evidente que nadie es autosuficiente y que, por tanto, cualquier persona ha de contar con los
demás, ya sea para hacer frente a sus necesidades reales, ya sea para satisfacer sus caprichos.
La satisfacción de las necesidades individuales en un mundo en el que todas las riquezas están ya
ocupadas y nadie realiza actividad alguna sin la oportuna contraprestación se consigue, pues, a
través de una cadena sucesiva de intercambios económicos.
Por supuesto no todos estos intercambios son de la misma naturaleza, y no todos pueden calificarse
como contratos: cuando un estudiante se matricula, pese al pago de las tasas académicas, no está
realizando un contrato; igual sucede con un enfermo beneficiario de la seguridad social que acude al
médico asignado. Aunque están accediendo a bienes (la enseñanza, la asistencia médica) que
pueden ser, igualmente, objeto de contrato, en los ejemplos puestos son ofrecidos por esquemas más
complejos y, en definitiva, por la intervención del Estado, que abarata o facilita dichos bienes
atendiendo al interés público o a un cierto tipo de organización social.
Ahora bien, si es cierto que no todo intercambio de bienes y servicios es un contrato, lo es
igualmente que la mayor parte de tales intercambios constituye la base de lo que los juristas
denominan «contrato»: esto es, el acuerdo en realizar un determinado intercambio de un bien o
servicio cualquiera por otro bien o servicio.
Comúnmente uno de esos bienes es el dinero (medio de intercambio por excelencia), pero puede
cerrarse un contrato cualquiera en el que el dinero no intervenga para nada (ej.: concedo a un
constructor la posibilidad de levantar una casa en un solar de mi propiedad a cambio de que él me
otorgue título de propiedad del ático del edificio que se construya).

1.3. La patrimonialidad de la relación contractual


En principio, un contrato es fundamentalmente la veste jurídica de una operación económica
consistente en un intercambio de bienes o de servicios. Indudablemente, ninguno nos detenemos a
pensar en dicha veste jurídica cuando el intercambio se hace de forma inmediata: tomarse una caña
en un bar, comprar un brillante que vamos a regalar…
La valoración o decisión económica ínsita en todo contrato evidencia un dato que, desde el punto de
vista jurídico, tiene una extraordinaria importancia: el carácter patrimonial de la relación
contractual. Todo contrato debe tener por objeto prestaciones susceptibles de valoración económica,
ya consistan tales prestaciones en bienes (o cosas) o servicios; aunque dicha valoración económica
resulte unas veces fácilmente determinable (precio de mercado de cualquier bien) mientras que en
otras su materialización depende en gran medida del propio interés, voluntad o capricho de los
contratantes (pagar más o menos caro un retrato de un afamado pintor). En cualquier caso, por
principio e incluso en los contratos unilaterales (donación o regalo), el requisito de la
patrimonialidad ha de estar presente en todo acuerdo contractual. Por el contrario, otras figuras
jurídicas consistentes también en un acuerdo de voluntades (ej.: matrimonio) no pueden ser
consideradas propiamente como contratos por faltarles la nota de la patrimonialidad.

2. AUTONOMÍA PRIVADA Y FUERZA VINCULANTE DE LOS CONTRATOS

2.1. Libertad de iniciativa económica privada y autonomía privada


Si en el contrato, considerado en general, subyace un intercambio económico objeto de valoración
por las partes, no puede extrañar que el estudio del mismo haya servido para resaltar el papel
conformador de la voluntad de los contratantes, y en definitiva, la libertad de iniciativa económica
privada reconocida por la generalidad de los sistemas (económico y jurídico) de los países
evolucionados.
Tradicionalmente, el contrato ha sido considerado como un instrumento dejado a la voluntad de los
particulares y, de dicha realidad, la doctrina jurídica ha deducido el principio de autonomía privada
o autonomía contractual.
Autonomía significa, etimológicamente, darse a sí mismo la norma, la ley: en una palabra,

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autonormarse. Por consiguiente, el principio de la autonomía privada es sencillamente una sintética
expresión con la que los juristas tratan de resaltar que el ordenamiento jurídico reconoce a los
particulares un amplio poder de autorregulación de sus relaciones patrimoniales.

2.2. Ámbito propio de la autonomía privada


Ahora bien, la relevancia que la voluntad de las partes asume en el ámbito contractual requiere de
inmediato algunas observaciones que enmarquen el alcance efectivo de la autonomía privada y de la
libertad contractual:
1) En primer lugar, es evidente que la autonomía privada no puede ser contemplada al margen del
ordenamiento jurídico (que la reconoce y protege) y, en concreto, contra las normas de carácter
imperativo dimanantes del orden público, la moral y la buena fe (ha de observarse que la remisión a
la moral no puede ser laxamente entendida, sino concretamente a aquellos principios morales
asimilados por el propio ordenamiento jurídico).
No obstante, la generalidad de las normas legales referentes al contrato tienen carácter dispositivo,
y por consiguiente, son disponibles y sustituibles por las partes. Empero, también contiene normas
de ius cogens o de derecho imperativo que tienen primacía sobre la autonomía privada y a las que
ésta ha de subordinarse.
2) De otra parte, en términos teóricos, parece claro que no se debe llevar a una hipervaloración
conceptual de la voluntad de las partes que concluya en afirmar sencillamente que el contrato es un
acuerdo de voluntades, con el olvido del substrato económico del mismo y, en particular, de la nota
de patrimonialidad.

2.3. Autonomía privada y fuerza vinculante de los contratos


La consagración normativa de la autonomía privada en nuestro CC se encuentra formulada en el art.
1.255: «los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por
conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público». Esto es,
una vez respetados los límites institucionales de la autonomía privada, el contenido de los contratos
depende en exclusiva de la propia voluntad de las partes.
Planteado así, pudiera parecer que las normas imperativas representan un papel meramente negativo
o preventivo respecto del pacto contractual, prohibiendo determinadas conductas. Si bien es cierto
dicho rol preventivo de las normas de ius cogens sobre los contratos, no resulta suficientemente
expresivo, pues ha de verse completado con otro tipo de consideraciones no menos ciertas.
En primer lugar, las prescripciones legales pueden dotar al acuerdo contractual de un significado y
alcance distintos al establecido por las partes en el clausulado contractual. Así el ordenamiento
jurídico despliega también un papel de carácter positivo en relación con el contrato, incluso
contradictorio con el sentir (incluso común) de las partes, acreditando que la voluntad de éstas no es
omnímoda y todopoderosa.
En segundo lugar, el ordenamiento jurídico constituye precisamente el fundamento último de la
relevancia de la voluntad de las partes, otorgando al contrato una fuerza vinculante y unas
posibilidades de actuación de las que podría carecer técnicamente hablando.
La fuerza vinculante de los contratos se encuentra sancionada en el art. 1.091 CC, conforme al cual
«las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes, y
deben cumplirse al tenor de los mismos». Dicho precepto, fundamental en nuestro sistema, no
afirma que el contrato sea para las partes «ley», sino que atribuye a las obligaciones ex contractu
«fuerza de ley» en las relaciones entre los contratantes, fundamentando así la eficacia obligacional
de la autonomía privada.

3. LAS CLASIFICACIONES DE LOS CONTRATOS

3.1. Cuadro sinópico sobre la clasificación de los contratos


1. Elemento determinante en el proceso formativo
 Consentimiento → CONSENSUALES
 Entrega de la cosa → REALES
 Forma solemne → FORMALES
2. Finalidad perseguida
 Liberalidad o altruismo → GRATUITOS
 Intercambio económico recíproco y equivalente → ONEROSOS
3. Regulación del tipo contractual por el Derecho Positivo
 Sí → TÍPICOS
 No → ATÍPICOS
4. Momento o período
 Único → INSTANTÁNEOS
 Continuado no periódico → DURADEROS
 Periódico → DE EJECUCIÓN PERIÓDICA
5. Nacimiento de obligaciones a cumplir por
 Una sola parte → UNILATERALES
 Ambas partes → BILATERALES

3.2. Contratos consensuales, reales y formales


Atendiendo a la primacía del mero consentimiento como elemento genético de los contratos, la
mayor parte de los contratos tiene carácter consensual. Hablar, por tanto, de contratos
consensuales significa sencillamente que el contrato se perfecciona (esto es, genera derechos y
obligaciones para las partes por entenderse válidamente celebrado) por el mero consentimiento
contractual (arts. 1.254 y 1.258 CC, y normas concordantes).
Tienen carácter consensual en nuestro Derecho los contratos de compraventa, permuta,
arrendamientos, sociedades, mandato, seguro, fianza… y, en general, todos los contratos que no
sean calificables como formales, de una parte, o reales, de otra.
Con la categoría de contratos reales se hace referencia a una limitada relación de contratos para
cuya perfección el Código Civil requiere, además del mero consentimiento, la entrega de una cosa.
Se trataría de los siguientes: préstamo (en sus dos vertientes: mutuo y comodato), depósito y
prenda. En ellos no habría propiamente contrato sin la entrega de la cosa, sino un mero precontrato
que permitiría a las partes instar la ejecución del mismo para llegar al verdadero contrato, previa
entrega de la cosa.
Con la expresión de contratos formales no se pretende indicar que unos contratos tienen forma y
otros no, pues todo contrato tiene que asumir necesariamente una forma determinada. Lo que ocurre
es que sólo en algunos contratos la forma asume carácter de elemento esencial o estructural del
propio contrato a efectos de determinación de la validez del mismo: sin la forma solemne, cuando
ésta es requerida, no se puede decir que el contrato haya sido perfeccionado o celebrado.

3.3. Contratos gratuitos y contratos onerosos


Se habla de contrato gratuito (o lucrativo) cuando una de las partes contratantes se enriquece u
obtiene un beneficio a consecuencia del contrato, sin asumir carga o contraprestación alguna. El
ejemplo paradigmático es la donación o regalo. Para el CC son igualmente gratuitos los contratos de
mandato, préstamo y depósito; que también se encuentran transidos por la idea de altruismo:
beneficiar a alguien sin exigir nada a cambio.
Por el contrario, en los contratos onerosos la prestación de una parte encuentra su razón de ser en la
contraprestación de la otra (ej.: un arrendamiento). El calificativo oneroso viene del latín onus-
oneris (que significa carga) y expresa que se trata de conseguir algo mediante la transferencia a la
otra parte de un valor equivalente que, como sabemos, será objeto de una valoración subjetiva por
parte de los contratantes y que a veces se llevará a cabo con absoluto alejamiento del valor de
mercado u objetivo de la prestación contractual (ej.: valor de un cuadro por razones sentimentales).
La relación de equivalencia entre las prestaciones de las partes suele quedar fijada, de antemano y
de forma cierta y segura, al celebrar el contrato. En tal caso, se habla de contrato conmutativo.

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En el caso de que la ejecución de las prestaciones, o su concreta cuantía, dependa de un
acontecimiento incierto (la cosecha de trigo, el número de la ruleta…) se habla de contrato
aleatorio.

3.4. Contratos típicos y atípicos


Bajo la calificación de contratos típicos se agrupan aquellos esquemas contractuales que están
legalmente contemplados y a los que el Derecho objetivo proporciona una regulación de carácter
general. Así pues, los diversos tipos de contratos recogidos en el Código Civil (compraventa,
arrendamiento, etc.) o en cualquier otra disposición legal (contrato de edición, etc.) serían
calificables como típicos. Por lo general, la regulación legal de los mismos suele ser tributaria de
una larga tradición histórica, y su regulación objetiva se limita a ofrecer el marco básico del
contrato de que se trate.
Reciben el nombre de contratos atípicos aquellos que, aun careciendo de reconocimiento legal y de
regulación positiva, reúnen los requisitos esenciales de la figura contractual. Su admisibilidad es
indiscutible, y la jurisprudencia, en base al art. 1.255 y otros preceptos concordantes, tiene
suficientemente declarado que la libertad contractual derivada de la iniciativa económica privada
conlleva que las personas puedan estructurar libremente figuras contractuales no consagradas aun
legalmente (por lo común, transcurrido algún tiempo de «tipicidad social» o generalización en la
práctica, acaban siendo reguladas legalmente; aunque hay excepciones gloriosas, como el contrato
de mediación o corretaje). Por consiguiente, la celebración de un contrato atípico supone estructurar
un modelo contractual que, en concreto, no cuenta con una regulación supletoria ad hoc y es
conveniente perfilar muy cuidadosamente las reglas o cláusulas contractuales para evitar
imprevisiones en la ejecución efectiva del contrato.

3.5. Contratos instantáneos, duraderos y de ejecución periódica


La distinción entre contrato instantáneo y duradero atiende al período temporal propio de ejecución
del contrato.
Son contratos instantáneos aquellos cuya completa ejecución se realiza en un acto temporal único o
en un breve lapso temporal.
Son contratos duraderos aquellos que conllevan cierta continuidad temporal en su vigencia y
ejecución, estableciendo un vínculo entre las partes contratantes que se prolonga durante un
determinado plazo temporal. Durante dicho plazo las partes, de forma continuada o no, según la
naturaleza del contrato, deberán llevar a cabo la ejecución de las prestaciones. En el caso de que al
menos una de las partes contratantes deba realizar alguna/s prestaciones con una determinada
regularidad temporal, se habla de contratos de ejecución periódica (ej.: pagar mensualmente la renta
del arrendamiento…).

3.6. Contratos bilaterales y unilaterales


Evidentemente, el contrato se caracteriza porque ha de haber, al menos, dos partes. La razón
distintiva entre contratos bilaterales y unilaterales se fundamenta en el nacimiento de obligaciones a
cargo de una o de ambas partes.
A) Contratos bilaterales (o sinalagmáticos) son aquellos contratos que generan obligaciones para
ambas partes, de forma recíproca y correspondiente (el comprador debe pagar el precio y el
vendedor entregar el bien objeto de la venta…).
B) Serían contratos unilaterales, pues, los que generan obligaciones para una sola de las partes
contratantes (presto a un amigo 30 €: solamente él queda obligado por mor del contrato de
préstamo).

La razón fundamental de la contraposición entre ambos tipos contractuales viene dada porque en los
contratos unilaterales no es de aplicación la facultad resolutoria por incumplimiento, contemplada
por el art. 1.124, como causa de ineficacia del contrato.
Finalmente, convendría observar que las dos contraposiciones de categorías contractuales entre

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gratuitos y onerosos, de una parte, y bilaterales frente a unilaterales, de otra, no son coincidentes, ya
que:
 si bien es cierto que todos los contratos bilaterales son simultáneamente de carácter oneroso,
 pueden existir contratos unilaterales que no tengan carácter gratuito (como ocurriría, como
regla, en la donación), sino oneroso: por ejemplo, el préstamo con interés.

CAPÍTULO 2: LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO

1. LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO

1.1. Elementos esenciales y elementos accidentales del contrato


El minimum de elementos que acredita la existencia de un contrato válido viene representado por el
consentimiento de las partes, el objeto y la causa. Pero, dado el reconocimiento de la autonomía
privada, es obvio que las partes pueden introducir en el contrato previsiones complementarias (no
requeridas legalmente) de las que dependa la propia eficacia del contrato celebrado. Ello obliga a
distinguir entre:
a) Elementos esenciales del contrato.
b) Elementos accidentales del contrato.
Los elementos esenciales deben estar presentes en todo contrato para que, válidamente, se pueda
hablar de tal. Por ello es tajante e imperativo el art. 1.261 CC, que formula la necesidad de
concurrencia de todos (o de los tres) los elementos esenciales del contrato: «No hay contrato sino
cuando concurren los requisitos siguientes:
1. Consentimiento de los contratantes.
2. Objeto cierto que sea materia del contrato.
3. Causa de la obligación que se establezca».
Los elementos accidentales pueden estar presentes por voluntad de las partes en un determinado
contrato, pese a que su presencia no es esencial (conforme al art. 1.261), ni determinante, para que
pueda hablarse de contrato válido.
Fundamentalmente, tales elementos accidentales son la condición y el término. Una vez integrados
en un acuerdo contractual asumen una extraordinaria importancia, por lo que difícilmente pueden
ser calificados como meros accidentes del mismo. En menor medida, respecto de los contratos
gratuitos, asume cierta relevancia el modo. El rechazo de la referida «accidentalidad» ha hecho que
no pocos autores hablen de determinaciones o estipulaciones accesorias, en vez de elementos
accidentales del contrato.
La tradicional bipartición de los elementos del contrato tiene la ventaja de aclarar que sólo los
elementos esenciales son requisitos legales e ineludibles de la válida formación del contrato, al
tiempo que permite precisar el carácter contingente o accesorio de los elementos accidentales. Estos
últimos son contingentes en relación con la válida celebración del contrato; pero, si real y
concretamente se incorporan al acuerdo contractual por la voluntad de las partes, los elementos
accidentales acaban por convertirse en requisitos determinantes de la eficacia del contrato, pese a
que éste sea válido desde que concurran el consentimiento, el objeto y la causa.
Finalmente añadir que la enumeración de los requisitos del art. 1.261, siendo exacta con referencia a
todo tipo de contratos, no es completa respecto de algunas categorías contractuales: en los contratos
formales o solemnes constituye un requisito estructural la forma, en sí misma considerada; los
contratos reales, por su parte, requieren que de manera inexcusable se haya producido la entrega de
la cosa para que se pueda hablar de la perfección del contrato.

1.2. Los denominados elementos naturales del contrato


Junto a los elementos esenciales y accidentales, los civilistas clásicos traían a colación una tercera

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serie de componentes estructurales del contrato: los elementos naturales. Serían tales ciertas notas
características de algunos contratos que la regulación legal de los mismos considera implícitas en
los correspondientes acuerdos contractuales si las partes no disponen nada en contrario. Se
identificarían, pues, con ciertas consecuencias que, en principio, se derivan (naturalmente) de la
propia naturaleza del contrato en cuestión.
El ejemplo más llamativo de «elemento natural» es el carácter gratuito del contrato de depósito (art.
1.760): como regla y salvo pacto en contra, el depositario no tiene derecho a retribución alguna, por
ser un contrato basado en la confianza hacia el depositario o en la necesidad del depositante.
Llamativamente, sin embargo, la regla de Derecho mercantil es precisamente la contraria, art. 304.1
CCom: el carácter retribuido del depósito, en atención a que la actividad mercantil se encuentra
presidida por la finalidad de lucro.
Basta dicha contraposición para apercibirse de que la naturaleza gratuita o el carácter retribuido del
depósito (y, por tanto, cualquier otro elemento de los denominados naturales) no constituye,
propiamente hablando, requisito de validez o condición de eficacia del contrato, sino un detalle
normativo.
Resulta comprensible, por tanto, el abandono de la categoría de los «elementos naturales» por la
doctrina actual.

2. LA CAPACIDAD CONTRACTUAL
El contrato se define como acuerdo de voluntades. Por tanto el punto de partida del contrato viene
representado por la voluntad coincidente de las partes contratantes.
La manifestación del consentimiento de cada una de las partes puede darse de muy diferentes
maneras (firmando un extenso contrato; levantando la mano para detener un taxi…), pero requiere
en todo caso que el consentimiento se haya formado libre y conscientemente y, además, por persona
que tenga capacidad de obrar o capacidad contractual.

2.1. La capacidad para contratar con anterioridad a la L.O. 1/1996


Si el contrato es, por antonomasia, el acto de ejercicio de la autonomía privada, la ley ha de negar
capacidad para contratar a quienes (conforme a ella) no tienen capacidad de obrar, por considerarlos
inicialmente inhabilitados para proceder a la autorregulación de sus intereses. El Código Civil lo
recoge explícitamente al regular el contrato en general y dedica a ella el art. 1.263. Según la
redacción de dicho precepto, anterior a la Ley Orgánica 1/1996 (que, hasta su derogación por la Ley
14/1975, tenía un tercer punto dedicado a la «incapacidad de la mujer casada»): «No pueden
prestar consentimiento:
1. Los menores no emancipados.
2. Los locos o dementes y los sordomudos que no sepan escribir».
La delimitación negativa de la capacidad contractual («no pueden prestar consentimiento») sugería
que ésta coincide tendencialmente con la capacidad general de obrar. Dado que los menores no son
plenamente capaces y los locos o dementes y sordomudos que no sepan escribir deben ser
incapacitados, era relativamente lógico concluir que la capacidad de obrar y la capacidad
contractual son una misma cosa.
Sin embargo, la asimilación de dichos conceptos no era totalmente exacta y requería ser precisada,
sobretodo porque una vez suprimido el número relativo a la mujer casada, el resto del art. 1.263 no
se había modificado desde su publicación en el Código y no se compaginaba bien del todo con
algunas reformas legislativas atinentes al Derecho de la persona.

A) Los menores no emancipados


En la redacción original del Código, la barrera entre la capacidad e incapacidad de obrar por mor de
la edad era nítida: la mayoría de edad.
Hoy día no resulta posible trazar un foso tan profundo entre el mayor de edad (capaz) y el menor de
edad (incapaz), en cuanto el Derecho positivo ha acabado por reconocer que, en la práctica, la
adquisición de la capacidad de obrar es gradual y paulatina.
No obstante, dicha capacidad del menor no llega a permitirle con carácter general la válida
celebración de contratos. Es decir, el menor sigue careciendo de capacidad contractual, pese a no
ser técnicamente un incapaz. El ordenamiento jurídico trata de proteger así al menor declarando
inválidos los contratos que, de hecho, pueda realizar, ante una eventualidad (nada rara en la
realidad) de que la contraparte abuse o se prevalga en la inexperiencia o ingenuidad del menor. Por
ello el contrato celebrado por un menor no es radicalmente nulo, sino sólo anulable; al tiempo que
veta el Código la posibilidad de que la contraparte mayor de edad pueda impugnarlo o instar su
anulación.

B) Los locos o dementes y los sordomudos que no sepan escribir


Las personas descritas en el epígrafe son seres que se encuentran incursos en causa de
incapacitación (art. 200), en atención a la falta de discernimiento de los primeros y, respecto de los
segundos, a su imposibilidad de relación o comunicación con otras personas. Por tanto en el caso de
que haya recaído sobre tales personas sentencia de incapacitación, la incapacidad para contratar
declarada por el art. 1.263.2 coincidía plenamente con la general privación de capacidad de obrar
que la incapacitación supone.
Pero este planteamiento parecía demasiado lineal y taxativo, pues el tenor literal no debía
reconducirse en exclusiva al tema de la incapacitación atendiendo a lo siguiente:
 No hay que olvidar que en la regulación originaria del Código, pródigos o interdictos se
encontraban en la misma situación que los locos y los sordomudos. Por tanto, una de dos, o
el art. 1.263.2 incurrió en el grave error de olvidar a aquellos, o se trataba de evitar que los
locos y sordomudos, aun sin haber sido incapacitados, pudiesen celebrar válidamente
contratos.
 La misma (o parecida) disyuntiva se planteaba tras la promulgación de la Ley 13/1983, de
reforma del CC en materia de tutela. Conforme a ella, el alcance de la incapacitación es
graduable y, en cada caso, dependerá de la correspondiente declaración judicial. Por tanto,
en el supuesto de que una sentencia declare la legitimidad de la actuación por un enajenado
mental respecto de varios contratos, ¿qué calor debe atribuirse a la previsión normativa del
art. 1.263.2?

C) La cuestión de la incapacidad natural


Pese a que el art. 1.264.1 («la incapacidad declarada en el artículo anterior está sujeta a las
modificaciones que la ley determina»), la conclusión más correcta es considerar que el art. 1.263.2
no trataba de regular la validez de los contratos celebrados por (alguna de) las personas que eran
susceptibles de ser incapacitadas, en el caso de que hubiese recaído sentencia de incapacitación. Es
decir, el campo de aplicación del art. 1.263.2 quedaba circunscrito a la actuación de locos y
sordomudos que, pese a su incapacidad natural para relacionarse con los demás, llegaban a
contratar. Para regular la capacidad contractual de los incapacitados bastan y sobran las normas
dictadas en materia de incapacitación y por el consiguiente fallo judicial.

2.2. La reforma del artículo 1.263 por la Ley Orgánica de Protección del Menor
La LO 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, ha introducido una importante
reforma en el tratamiento dispensado por el Código a la capacidad de contratar.
Las disposiciones finales de dicha Ley introducen demasiadas modificaciones en el Código,
algunas realmente acertadas y otras sumamente discutibles. Posiblemente la más discutible de todas
por «desajuste gramatical» sea la sustitución del 1.263.2, que ahora dispone sencillamente que «no
pueden prestar consentimiento… (2º) Los incapacitados…».
Semejante reforma afecta a cuanto hemos mantenido en el epígrafe anterior, sobre todo en relación
con la denominada incapacidad natural.
Por otra parte conviene resaltar que, aunque el precepto reformado inhabilite a los incapacitados,
genéricamente, para emitir el consentimiento contractual, la aplicación de las normas generales

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sobre incapacitación y el carácter gradual de su alcance (fijado en la correspondiente sentencia)
deben primar sobre el tenor literal del nuevo art. 1263.2.

2.3. Las prohibiciones de contratar


En determinados y concretos supuestos, las leyes prohíben a algunas personas la celebración de
ciertos contratos, pese a gozar de la capacidad general de obrar (por ejemplo, un Alcalde no puede
concurrir a subastas municipales; o un profesor universitario con dedicación a tiempo completo
tiene vetado dar clases fuera del Departamento al que está adscrito…).
En tales supuestos se habla de prohibiciones de contratar, con la intención de resaltar que la
existencia de capacidad contractual de los posibles contratantes se ve restringida por una
prohibición expresa respecto de un determinado o concreto contrato. A tales prohibiciones se refiere
el art. 1.264 in fine al establecer que la regla general del precepto anterior «se entiende sin perjuicio
de las incapacidades especiales que la misma establece».
Los supuestos tradicionales y característicos dentro del CC están recogidos en el art. 1.459, referido
al contrato de compraventa.
Por lo general, las prohibiciones de contratar se basan en razones de orden público-económico y
tratan de evitar que ciertos grupos de personas se prevalgan de la función (pública o no) que
socialmente desempeñan, obteniendo un enriquecimiento injusto a costa de otra persona que se
encuentra en una situación dependiente o subordinada.
Las prohibiciones de contratar tienen carácter particular y concreto; son de interpretación restrictiva
y el mandato legal que las dicte no puede generalizarse ni aplicarse por vía de analogía a otros
supuestos no contemplados legalmente (odiosa sunt restringenda -lo que es desfavorable se debe
restringir).

2.4. El autocontrato
Bajo el término de autocontrato se pretenden englobar todos aquellos supuestos en que una sola
persona asume las posiciones contractuales contrapuestas (que en principio corresponderían a
ambas partes contratantes) por contar con poderes representativos de otra persona, sea natural o
jurídica, o bien por tener capacidad decisoria sobre dos patrimonios separados (ej: el Consejero
delegado de cualquier sociedad –que es al mismo tiempo dueño y accionista- se regala a sí mismo,
con ocasión de la Navidad, un valiosísimo objeto o se fija una elevada indemnización a cargo de la
empresa, en caso de cese).
Prima facie, si el contrato es una cuestión de dos (o más) personas, ¿se puede hablar de contrato en
tales supuestos? La doctrina ha debatido profundamente acerca de la naturaleza del autocontrato:
algunos autores hablan de imposibilidad de admitir con carácter general la eficacia de la figura;
otros hablan de que, admitido el mecanismo representativo, no hay problema en admitir que una
misma persona emita dos declaraciones de voluntad que constituyan la estructura básica del
contrato: habría un «doble consentimiento», aunque el declarante sea uno.
En el Derecho español no existe una regulación general de la figura del autocontrato. Sin embargo
sí existen algunos preceptos en los que se evidencia la prohibición de celebrar actos jurídicos por
los representantes cuando dicha celebración suponga conflicto de intereses con sus respectivos
representados:
 El art. 1.459 prohíbe comprar a tutores y mandatarios bienes de sus representados.
 El art. 163 exige que cuando los progenitores de hijos no emancipados tengan intereses
contrapuestos a éstos (por ejemplo, herencia del otro progenitor, ya fallecido) se nombre
judicialmente un defensor de los intereses del menor.
 El art. 244.4 prohíbe ser tutores a quienes «tuvieren importantes conflictos de intereses con
el menor incapacitado…».
 El art. 267 del Código de Comercio expresa que ningún «comisionista (representante)
comprará para sí mismo o para otro lo que se le haya mandado vender, ni venderá lo que se
le haya encargado comprar sin licencia del comitente (representado)».
Atendiendo a tales datos normativos, sería razonable concluir que el autocontrato no es admisible

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en el Derecho español y que debe ser considerado como anulable en los supuestos de
representación voluntaria y nulo de pleno derecho en las hipótesis de representación legal.
Ahora bien, dicha conclusión se asienta en el presupuesto de que realmente exista un conflicto de
intereses en la actuación de la persona que da vida al autocontrato y deja, por tanto, sin respuesta
qué valoración merecen los casos de autocontratación cuando resulte indudable que no hay
conflicto de intereses: el caso del padre que, en vez de venderse a sí mismo por precio irrisorio un
bien perteneciente al hijo menor, pretende lo contrario: donar o regalar a un hijo menor una finca,
en cuyo caso la donación podría ser aceptada por el propio padre como representante legal del hijo.
La conclusión negativa se impone en este caso, porque el acto jurídico materializado por el
autocontratante no genera conflicto de intereses alguno (STS 1956 y posteriores). Así, para la
jurisprudencia el criterio material de decisión radica en la existencia o inexistencia de conflicto de
intereses, y a él debe atenderse más que a consideraciones de orden formal sobre la admisibilidad
general del autocontrato.
Quizá por ello, el legislador actual mira con menos desconfianza la figura del autocontrato, y
pueden ser rastreadas disposiciones normativas recientes en las que, expresamente, se admite la
autocontratación (ej.: la vigente Ley 50/2002, de Fundaciones).

3. LA LIBRE FORMACIÓN DEL CONSENTIMIENTO Y LOS VICIOS DE LA


VOLUNTAD

3.1. En general
El Ordenamiento jurídico vela en todo caso porque el consentimiento contractual se preste por los
contratantes de forma libre y consciente. Por ello, cuando el consentimiento (por lo general de una
de las partes) ha sido fruto del error, de la coacción o del engaño, declara viciado el contrato y
permite que sea anulado por el contratante que ha sufrido tales interferencias en la formación de su
consentimiento o voluntad de contratar.
En tal sentido, dispone el art. 1.265 CC que «será nulo el consentimiento prestado por error,
violencia, intimidación o dolo». A tales anomalías en la formación del consentimiento se les conoce,
técnicamente, como vicios de la voluntad o vicios del consentimiento.

3.2. El error como vicio del consentimiento


El Código Civil no ofrece una definición del error en cuanto vicio del consentimiento porque en el
art. 1.266 el término error tiene la significación usual: equivocación, falsa representación mental de
algo. Pero se comprenderá que la validez de los contratos no puede quedar sometida a las
alegaciones de cualquiera de las partes de haberse equivocado sin más ni más.
En el art. 1.266 se regulan los requisitos o circunstancias fundamentales que comportan que el error
sea relevante o no con vistas a privar de eficacia al contrato celebrado. De otra parte, la
jurisprudencia es sumamente rigurosa en la acreditación y prueba de esos requisitos para evitar que
alegaciones pueriles o infundadas, basadas sencillamente en la creencia subjetiva de una de las
partes, desemboquen en la ineficacia contractual.
 De una parte, el TS utiliza reiteradamente el argumento de que tanto en el Derecho romano
como en los Derechos modernos el reconocimiento del error sustancial con transcendencia
anulatoria del negocio tiene un sentido excepcional muy acusado.
 De otra, insiste igualmente el TS en la idea de que la transcendencia invalidante del error
requiere una prueba plena que, además, como cuestión de hecho, queda reservada a los
Jueces de instancia (y, por tanto, excluida de casación).

A) Requisitos del error como causa de anulabilidad del contrato


Según el art. 1.266 CC: «para que el error invalide el consentimiento, deberá recaer sobre la
sustancia de la cosa que fuere objeto del contrato o sobre aquellas condiciones de la misma que
principalmente hubiesen dado motivo a celebrarlo. El error sobre la persona sólo invalidará el

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contrato cuando la consideración a ella hubiese sido la causa principal del mismo».
Conforme a ello suele hablarse de error esencial o sustancial y de error sobre la persona.
1. Error esencial o sustancial. El error debe recaer sobre la sustancia de la cosa objeto de
contrato o condiciones de la cosa que hubiesen dado motivo a celebrado. Por lo tanto, el
error sustancial es un error de carácter objetivo.
2. Error sobre la persona con que se contrata. El error sobre la persona puede tener eficacia
invalidante en relación con todo tipo de contratos siempre que la consideración de la otra
parte contratante haya sido erróneamente valorada de forma excusable y esencial. Con todo,
lo cierto es que la eficacia anulatoria del error sobre la persona tiene en la práctica un campo
de aplicación limitadísimo fuera de los contratos intuitu personae [en atención a la persona],
en los que tampoco se caracteriza por su frecuencia efectiva.
3. Error excusable. Con semejante calificación se pretende indicar que el contratante que
incurre en yerro debe acreditar haber ejercitado una diligencia normal en el conocimiento de
los extremos propios del objeto del contrato y que, pese a ello, no ha logrado superar la falsa
representación mental en que ha incurrido.
4. Debe existir un nexo de causalidad entre el error sufrido y la celebración del contrato, de tal
forma que resulta exigible probar que dicho error es determinante. Esto es, que de no haber
existido error, no se habría llegado a la efectiva celebración del contrato.

B) Error de hecho y de derecho


La existencia del error es una cuestión de hecho que recae además sobre circunstancias de la cosa
objeto de contrato o sobre cualidades de la persona con que se contrata. Sin embargo, también
puede deberse a la ignorancia o interpretación equivocada de una norma jurídica que induzca a
cualquiera de los contratantes a emitir una declaración de voluntad que no habría realizado de haber
tenido un conocimiento preciso de las normas jurídicas aplicables al acuerdo contractual de que se
trate. En estos supuestos se habla de error de derecho.
Determinar si el error de derecho tiene alcance invalidante respecto al contrato celebrado es una
cuestión que ha provocado dudas y vacilaciones tanto en la doctrina como en la jurisprudencia.
Durante largo tiempo, ha sido mayoritaria la tesis de que la existencia de error de derecho debería
considerarse intrascendente, dado el principio de que «la ignorancia de las leyes no excusa de su
cumplimiento».
Posteriormente, sin embargo, se ha impuesto la opinión de que la observancia de las leyes, de una
parte, y la posible deformación de la voluntad contractual por ignorancia de aquéllas, de otra, siendo
cuestiones muy cercanas, no son exactamente idénticas: el contratante que incurre en error de
derecho, propiamente hablando, no pretende eludir la aplicación de las leyes, sino que arguye haber
manifestado un consentimiento que hubiera sido distinto (incluida la posibilidad de no haber
celebrado contrato alguno) de haber conocido las normas exactamente aplicables.
En la actualidad, la jurisprudencia suele ser muy estricta en el reconocimiento del error de derecho
como causa de anulación del contrato, según la cual ha de admitirse «con extraordinaria cautela y
carácter excepcional».

C) Otros supuestos de error


1. Error en los motivos. La falsa representación mental no recae sobre el contenido sustancial o
sobre extremos esenciales del objeto del contrato, sino sobre los móviles subjetivos que
llevan a una de las partes a contratar. Por ej.: alquilo un apartamento para unos días
determinados y la empresa me fija las vacaciones para el mes siguiente; alquilo un chaqué
para la boda de mi sobrina, que finalmente no llega a celebrarse. Lo decisivo para la
existencia y eficacia del negocio jurídico es que lo declarado se ajuste realmente a lo
querido, sin que los motivos que hayan decidido a las partes a celebrar el acto puedan
ejercer influencia alguna, por regla general, sobre la validez de éste (STS).
2. Error de cuenta o error de cálculo. Art. 1.266.3: «Sólo dará lugar a la corrección»
matemática de la operación, que deberá ser realizada de nuevo. Esto es, a la corrección de la
operación matemática. En general, la interpretación del precepto debe referirse sólo a errores
de carácter material o de cuantificación, pero no de otro tipo, ya que (STS) «no puede
calificarse como mero error de cuenta… el que no consiste en un error de cálculo u
operación aritmética, sino en la inexactitud de los factores, que dan lugar a un error de
concepto».

3.3. La violencia
El Código Civil es suficientemente explícito al definir las situaciones en que se violenta la voluntad
o la manifestación del consentimiento de una de las partes contratantes. Según el art. 1.267.1: «Hay
violencia cuando para arrancar el consentimiento se emplea una fuerza irresistible». Tal fuerza
irresistible se dará en todos los casos de violencia física absoluta en que la voluntad del contratante
es sustituida por la del agente violentador (ej: obligar físicamente a quien no sabe firmar a estampar
su huella digital en un contrato escrito; pero cabe también pensar en casos de hipnosis,
sugestión…). En tales casos no es que la voluntad o el consentimiento del contratante se encuentren
«viciados»: sencillamente, no hay consentimiento.

3.4. La intimidación

A) Noción general y requisitos


La intimidación es otro de los «vicios de la voluntad» o deficiencia del consentimiento que puede
comportar la invalidez del contrato.
Según el art. 1.267.2 CC, consiste en «inspirar a uno de los contratantes el temor racional y
fundado de sufrir un mal inminente y grave en su persona y bienes, o en la persona o bienes de su
cónyuge, descendientes o ascendientes».
1. La amenaza de que sea objeto una de las partes contratantes ha de ser de tal naturaleza que
«inspire un temor racional y fundado», que le lleve a prestar un consentimiento inicialmente
no deseado. El Tribunal Supremo exige que entre el temor y el consentimiento finalmente
otorgado debe existir un nexo eficiente de causalidad. Por tanto habrá que atender a la
entidad de la amenaza, así como «a la edad, el sexo y la condición de la persona», como
originariamente indicaba el párrafo tercero del art. 1.267. La referencia al sexo ha sido
suprimida, por aplicación de la Ley 11/1990, algo que según Lasarte no es plenamente
acertado, pues (quiera el legislador o no) las diferencias entre hombres y mujeres existen, y
posiblemente en esta materia deberían ser tenidas en cuenta.
2. La amenaza ha de estribar en el anuncio de un mal inminente y grave, ya que otro tipo de
«advertencias» o «avisos» no merecen el calificativo de intimidación (se requiere que la
coacción al contratante sea «de tal entidad que… influya en su ánimo induciéndole a emitir
una declaración de voluntad no deseada y contraria a sus propios intereses»; SSTS 1993,
1979, 1964). El CC requiere expresamente que el mal anunciado recaiga directamente sobre
la persona o sobre los bienes del contratante o sobre los de sus familiares más cercanos
(cónyuge, descendientes o ascendientes), aunque puede resultar discutible que dicho círculo
de personas haya de ser asumido al pie de la letra: la amenaza podría ser sobre un familiar
que no pertenece a ese círculo tan restringido (sobre un hermano, por ejemplo); es más, ni si
quiera habría que requerir un vínculo familiar propiamente dicho (sobrino huérfano que
convive con él; «madre de leche»…).
3. Aunque el CC no lo explicite, la amenaza intimidatoria ha de ser injusta y extravagante
[fuera de lo común] al Derecho, ya que si la amenaza se reduce al posible ejercicio de un
derecho (ej.: proceder a la ejecución hipotecaria del domicilio del deudor o embargarle un
porcentaje del sueldo) evidentemente no se está llevando a cabo intimidación alguna.

B) El temor reverencial
El último párrafo del art. 1.267 contempla el denominado temor reverencial o metus reverentialis:
«El temor de desagradar a las personas a quienes se les debe sumisión y respeto no anulará el

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contrato». Esto es, el temor reverencial no es relevante para el Derecho en tanto no tenga naturaleza
intimidatoria; por tanto, el contrato celebrado será válido y eficaz (ej.: un dependiente que, por
agradar a su jefe, y ante la insistencia de éste, accede a prestarle su piso para una aventura amorosa;
pero si el empresario le ha amenazado con despedirlo, el contrato –en caso de llegar a celebrarse-
será anulado a causa de existencia de intimidación).

3.5. Régimen común de la violencia y la intimidación


Pese a que en el contrato celebrado bajo violencia física absoluta realmente no hay consentimiento,
mientras que en el caso de la intimidación está viciado, el art. 1.268 CC dispone la misma
consecuencia para ambos vicios de la voluntad: serán anulables.
Dicho mandato normativo suele ser comúnmente criticado, ya que se considera que los contratos
celebrados bajo violencia deberían ser nulos de pleno derecho por inexistencia absoluta de
consentimiento y ser éste un elemento esencial del contrato.
El art. 1.268 CC por otra parte evidencia que la violencia e intimidación pueden ser causadas tanto
por la otra parte contratante cuanto «por un tercero que no intervenga en el contrato». La ratio
legis [razón de la ley] es clara: se trata de evitar que el violentador o intimidador pueda conseguir la
validez de lo que, en jerga periodística, se denominarían «matones a sueldo».

3.6. El dolo

A) Noción y requisitos
Actuar dolosamente (con dolo) significa actuar tanto malévola como maliciosamente, ya sea para
captar la voluntad de otro, ya incumpliendo la obligación que se tiene contraída.
Aquí nos vamos a referir exclusivamente al dolo como vicio del consentimiento, consistente en
inducir a otro a celebrar un contrato que finalmente celebra y que, por tanto, incurre en error. Lo
que ocurre es que, como dicho error ha sido provocado por la otra parte, el ordenamiento jurídico
considera al dolo como un supuesto específico de vicio del consentimiento.
El art. 1.269 CC afirma que «hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte
de uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera
hecho». El art. 1270 CC completa la regulación del dolo como vicio del consentimiento
disponiendo que «para que el dolo produzca la nulidad de los contratos deberá ser grave y no
haber sido empleado por las dos partes contratantes. El dolo incidental sólo obliga al que lo
empleó a indemnizar daños y perjuicios».
Por tanto, para que el dolo sea causa de anulabilidad del contrato se requiere:
1. Que el dolo sea grave, llevado a cabo con la intención, con la mala intención consciente y
deliberada, de engañar a la otra parte.
2. El dolo ha de inducir a la otra parte a celebrar el contrato. Es decir, ha de tratarse de un dolo
determinante o dolo causante, sin cuya existencia la parte que lo sufre no hubiera contratado.
La relación de causalidad entre la conducta engañosa o insidiosa y la voluntad de
celebración del contrato se recoge en el art. 1.269 CC.
El dolo determinante se contrapone así al dolo incidental, que no resulta caracterizado por el CC, el
cual se limita a disponer que no tendrá consecuencias anulatorias del contrato celebrado, sino que
sólo dará lugar a indemnización de daños y perjuicios. A pesar de la falta de definición legal, la
noción de dolo incidental es clara: es la conducta engañosa que lleva a quien, libre y
conscientemente, está decidido a contratar, a aceptar unas condiciones desfavorables o perjudiciales
que no hubiera aceptado de no intervenir el dolo incidental (ej.: necesito reparar mi coche en el
pueblo donde se me ha averiado, y el mecánico, argumentándome que es la romería de la comarca –
lo que es falso- hace que acepte un precio desorbitado).
3. Que el dolo no haya sido empleado por las dos partes contratantes, ya que en tal caso la
actuación malévola de ambos excluye la protección a la buena fe que fundamenta la
regulación positiva del dolo. Se habla así de compensación de dolo, para poner de
manifiesto que de una parte compensa, anula o destruye la relevancia del dolo de la otra

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parte.

B) El dolo omisivo
Normalmente el que pretenda engañar a la otra parte llevará una conducta activa. Pero ¿cabe hablar
también de dolo por omisión?
Aunque la enseñanza clásica excluía el dolo por omisión, no puede extraerse dicha consecuencia del
art. 1.269 CC. Éste habla de «palabras o maquinaciones insidiosas» para identificar a la conducta
engañosa y, si bien se piensa, tal resultado puede lograrse mediante una conducta activa u omisiva.
Además, actuar en el tráfico contractual con medias palabras o con reticencia es claro que atenta al
principio de buena fe. En consecuencia el dolo puede consistir también en conductas pasivas o
reticentes que, resultando a la postre engañosas, induzcan a contratar a quien no hubiera llegado a
hacerlo de saber cuánto, consciente y deliberadamente, le oculta la otra parte. Así lo ha reiterado el
TS.

C) El dolo del tercero


En contra de cuanto afirma el art. 1.268 CC respecto a la violencia o la intimidación, el art. 1.269
CC parece requerir de forma necesaria que el agente doloso sea precisamente la otra parte del
contrato: «…palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes».
Por supuesto, dicha expresión no excluye la existencia de dolo cuando la tercera persona actúa a
consecuencia de la maquinación de uno de los contratantes (se habla con un perito amigo para que
certifique una medida falsa y notoriamente agrandada de la finca que se quiere vender), ya que en
tal caso la intervención del tercero es sencillamente material: quien conspira o maquina es,
propiamente hablando, el contratante maligno.
Pero, ¿será posible y lícito que un contratante se aproveche del dolo de un tercero aunque no haya
conspirado con él? La respuesta debe ser negativa. Como propusiera ALFONSO DE COSSÍO, hoy
es pacífico admitir que no es lícito que uno de los concurrentes se aproveche del engaño en que el
tercero ha hecho incurrir a la contraparte. Por tanto, ha de propugnarse la anulación del contrato
cuando aquél conoce la actuación insidiosa del tercero (y, por tanto, el engaño en que ha incurrido
la otra parte), aunque no haya conspirado con él.
No obstante, la jurisprudencia parece inclinarse hacia una interpretación excesivamente literal y
rigorista del art. 1.269 (con apoyo, sensu contrario, del art. 1.268), privando de trascendencia
anulatoria al dolo del tercero incluso en los supuestos en que una de las partes contratantes conozca
la situación y, por tanto, se aproveche de ella en detrimento de los intereses de la otra parte.

4. EL OBJETO DEL CONTRATO

4.1. Planteamiento del tema


Para el art. 1.261 CC uno de los elementos esenciales del contrato lo constituye el «objeto cierto
que es materia del contrato». Queda claro que el CC entiende por objeto los bienes y servicios que,
materialmente hablando, son contemplados en el intercambio que subyace en todo contrato.
Dicho entendimiento se ve ratificado en los artículos en que se desarrolla el art. 1.261.2: los arts.
1.271 a 1.273 hablan insistentemente de cosas y servicios, como realidades materiales sobre las que
pueden recaer las obligaciones o las prestaciones de los contratantes. Por otro lado, los requisitos
referidos al objeto del contrato (posibilidad, licitud y determinación) se cohonestan mejor con la
perspectiva material que se plantea en el CC que si se hubieran de entender referidos a la prestación
propia de cada uno de los contratantes.
No obstante, la generalidad de la doctrina critica la visión del CC y pretende «elevarla», afirmando
que no cabe referir a los arts. 1.271 y sucesivos a las cosas o servicios en sentido material, sino a las
prestaciones de los contratantes. Para ello se argumenta, entre otras cosas, lo siguiente:
1. La obligación de una de las partes puede consistir en un no hacer (art. 1.088).
2. La cesión de créditos o deudas no recae sobre cosas o servicios.

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3. La constitución de una sociedad (civil o mercantil) requiere que ésta tenga un «objeto
lícito», que no puede reconducirse a la bipartición de cosas y servicios.
Se olvida en dicho planteamiento, a juicio de Lasarte, que:
1. El término cosa no puede entenderse en sentido grosero y puramente material: también los
derechos, en cuanto bienes muebles o inmuebles, son simultáneamente cosas, por ser
susceptibles de apropiación.
2. Se presume que por servicio ha de entenderse en sentido exclusivamente activo («hacer
algo») cuando nada ni nadie ha predispuesto (y menos el CC) que el servicio no pueda
consistir en una actitud pasiva o en una abstención («no hacer»).
3. En cuanto a la sociedad, parece claro que el objeto social requerido por el CC está referido a
la actividad que en el futuro va a desarrollar la sociedad (construcción de pisos, producción
de películas…). Dicho objeto social poco tiene que ver con el objeto del contrato (o
acuerdo) constituyente de la sociedad, que viene representado por las aportaciones de los
socios, que pueden consistir en dinero, bienes o industria. Aportaciones todas encajables en
el objeto del contrato, ora como cosas (dinero y bienes), ora como servicios (la denominada
industria).

4.2. Requisitos del objeto del contrato


Conforme a los arts. 1.271 y 1.273 los requisitos del objeto del contrato son tres: licitud, posibilidad
y determinación.

A) Licitud
Según cabe deducir del art. 1.271, tanto las cosas como los servicios han de ser lícitos:
a) Respecto de las cosas, el CC excluye del ámbito contractual «las cosas que están fuera del
comercio». Con dicha expresión (res extra commercium) se refiere el CC a todas aquellas
que, por razones de interés o de orden público, quedan excluidas del tráfico patrimonial
(tráfico oneroso de partes del cuerpo, de apellidos, etc…).
b) En relación a los servicios, el art. 1.271.3 excluye del contrato «todos los servicios que sean
contrarios a las leyes o a las buenas costumbres».

B) Posibilidad
El art. 1.272 dispone que «no podrán ser objeto de contrato las cosas o servicios imposibles». Si la
licitud engloba la «posibilidad jurídica» de convertir a un bien determinado en objeto de contrato
(así se admite por ejemplo contratos sobre cosas futuras –excepción hecha de la herencia futura-), la
posibilidad o imposibilidad contemplada en el art. 1.272 ha de quedar circunscrita a la «posibilidad
física o material» de entregar la cosa o ejecutar el servicio que constituya objeto del contrato (ej:
resultaría imposible vender la Luna, o comprometerse a volar sin auxilio de artilugio alguno).

C) Determinación o determinabilidad
Aunque el art. 1.273 se refiera exclusivamente a las cosas, este requisito es extensible a los
servicios. Una vez perfeccionado el contrato, es necesario que la cosa o servicio quede determinado.
De otra forma, sería necesario un nuevo pacto o acuerdo de las partes para estar conformes en el
objeto del mismo.
De ahí que el CC no requiera como requisito sine qua non [condición sin la cual no] que el objeto
contractual quede absolutamente determinado (venderme la bicicleta del escaparate; hacer una
endodoncia del incisivo inferior izquierdo), sino que le baste con que el objeto sea determinable
«sin necesidad de nuevo convenio entre los contratantes»: venderme una bicicleta de tal modelo, o
hacerme la endodoncia de una pieza cariada…

5. LA CAUSA DEL CONTRATO


5.1. El art. 1.274 del CC y la causa en sentido objetivo
El art. 1.274 CC distingue entre contratos onerosos y gratuitos (aquí no tendremos en cuenta los
remuneratorios a los que también hace mención), estableciendo que:
a) En los contratos gratuitos (o «de pura beneficencia») viene representada la causa por la
mera liberalidad del bienhechor.
b) En los contratos onerosos, pese a existir entrecruzamiento de prestaciones, el CC plantea la
cuestión en una perspectiva unipersonal, ya que refiere la causa a cada una de las partes
contratantes y no al contrato en su conjunto: «… se entiende por causa, para cada parte
contratante, la prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra parte».
Así en los contratos gratuitos la causa del bienhechor o benefactor, al ser el único obligado a dar
(donante), hacer (depositario) o no hacer algo, coincide con la causa del contrato: es espíritu de
altruismo o liberalidad.
Por el contrario, en los contratos onerosos, la descripción legal por sí misma no es suficiente para
dilucidar qué debe entenderse por causa del contrato.
Si la causa del arrendatario de una vivienda es disfrutar del piso y la del arrendador es cobrar
mensualmente la renta, ¿cuál será la causa del arrendamiento? La respuesta sólo puede lograrse
planteando el tema desde una perspectiva global del contrato que se trate. En este supuesto, el
intercambio de prestaciones subyacente en el contrato, objetivamente considerado, constituiría la
causa del contrato.
Así se ha dado en decir que la causa del contrato se identifica objetivamente con la función
socioeconómica que desempeña el tipo contractual:
a) Intercambio de cosa por precio en la compraventa.
b) Intercambio de cosa por cosa en la permuta.
c) Cesión temporal de vivienda a cambio de renta en el arrendamiento; etc.

5.2. La causa atípica


Claro es que ello plantea el problema de determinar la causa atípica, esto es, la causa propia o
característica de los contratos atípicos.
En cuanto a la función socioeconómica de los contratos atípicos que no se encuentra legalmente
formulada en un esquema o modelo contractual predeterminado, sino que, en principio, es objeto de
libre creación por los particulares, la determinación de la causa atípica habrá de llevarse a cabo caso
por caso.

5.3. Causa y motivos: la irrelevancia de los motivos


La insistencia en objetivizar la causa, en convertirla en la función socioeconómica del contrato,
desligándola de la causa de cada uno de los contratantes, persigue:
a) Rastrear la causa del contrato en su conjunto.
b) Independizar la causa contractual de los motivos, móviles o caprichos de las partes.
La existencia y la validez del contrato no puede quedar supeditada a móviles o razones de carácter
subjetivo que, por principio, son intrascendentes para el Derecho (¿qué más da que yo compre una
maceta para regalársela a mi mujer que por encargo del Decano de la Facultad?).
Los motivos o intenciones concretas de los contratantes no forman parte del acuerdo contractual. En
el mejor de los casos, son premisas del mismo, pero irrelevantes en la formación del contrato.

5.4. La causa ilícita del art. 1.275: los motivos ilícitos y la causa en sentido subjetivo
El anterior planteamiento no puede llevarse a sus últimas consecuencias dentro del marco del CC
español. Lo impide el art. 1.275: «los contratos sin causa, o con causa ilícita, no producen efecto
alguno. Es ilícita la causa cuando se oponen a las leyes o a la moral».
¿Cómo puede haber una causa ilícita si la causa se identifica con la objetiva función
socioeconómica del tipo contractual? Si la causa de la compraventa es el intercambio de cosa por
precio, ¿habrá causa ilícita en el caso de que yo venda por 3.000 € un riñón? ¿O habrá sencillamente
causa típica? Legalmente puedo donar riñones, pero está prohibido venderlos.

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El objeto del art. 1.275 es permitir que, en su caso, la función socioeconómica del tipo contractual,
abstractamente considerada, no excluya de forma necesaria la valoración del fin práctico perseguido
por las partes. Luego está dando paso el artículo a que en determinados casos incluso los motivos
contrarios al ordenamiento jurídico puedan originar la ilicitud de la causa concreta.
Luego, tanto la doctrina como la práctica jurisprudencial, partiendo del carácter objetivo y abstracto
de la causa, acaba defendiendo los aspectos subjetivos de los contratantes cuando el fin práctico
perseguido por los mismos es contrario a las leyes o a la moral. De ahí que, en la jurisprudencia,
cuando un contrato presenta aspectos desviados del sentir común, acabe siendo declarado nulo de
pleno derecho en atención a su causa ilícita.

5.5. Contratos causales y contratos abstractos


Aunque algunos autores han pretendido incorporar o importar del Derecho alemán la categoría de
los contratos abstractos, el sistema positivo español impide la admisibilidad de los mismos:
contratos que producen efectos por la mera voluntad de las partes y con independencia del elemento
causal. Nuestro derecho requiere la existencia de tal elemento.
El art. 1.277 dispone que «aunque la causa no se exprese en el contrato, se presume que existe y
que es lícita mientras el deudor no pruebe lo contrario». De lo que resulta que:
A) La falta de consideración o expresión de la causa en el contrato es posible, pero el contrato
seguirá siendo causal y no abstracto.
B) El CC presume la existencia y licitud de la causa contractual; presunción que,
evidentemente, beneficia al acreedor de la relación obligatoria.
C) Por tanto, el acreedor no tendrá que probar la licitud y existencia de la causa para reclamar
la obligación al deudor, sino que será éste quien haya de desmontar la presunción legalmente
establecida: por ello se habla de abstracción procesal de la causa.
D) La abstracción procesal de la causa es cuestión bien diferente a la admisibilidad de la
categoría de los contratos abstractos.
Por tanto, en nuestro Derecho no puede hablarse de contratos abstractos, ni si quiera en aquellas
declaraciones de voluntad unilaterales (reconocimiento de deuda, promesa de deuda) que algunas
veces se califican como abstractas. Por el contrario, sí hay títulos de crédito, como el cheque o la
letra de cambio, que sí gozan de abstracción material cuando el tenedor de ellos es persona diferente
al tomador de los mismos.

CAPÍTULO 3: LA FORMA DEL CONTRATO

1. EL CONSENTIMIENTO CONTRACTUAL Y LA FORMA DEL CONTRATO


Ya vimos la evolución histórica en la que predomina el papel de la voluntad de las partes
contratantes.
Conviene recordar la asunción del principio de libertad de la forma por parte del ordenamiento del
Tribunal de Alcalá (año 1340), pues la jurisprudencia del TS se refiere con cierta frecuencia a
semejante disposición normativa para poner de manifiesto que la tradición patria bascula, desde
antiguo, sobre la intrascendencia de las formas en relación con la validez y eficacia de los contratos.
En nuestros Códigos se asienta de forma definitiva el doctrinalmente denominado principio
espiritualista de la celebración del contrato: lo que importa es que, realmente, dos o más personas
se pongan de acuerdo en realizar un negocio y no la forma en que se plasme dicho acuerdo. El
momento determinante del contrato radica en el acuerdo de voluntades o en la coincidencia del
consentimiento de las partes respecto a una determinada operación económica o negocio: importa el
aspecto consensual o espiritual y no los extremos de carácter formal.
En dicho marco de ideas, el CC español encuadra normas fundamentales que conviene retener:
a) «El contrato existe desde que una o varias personas consienten en obligarse…» (art. 1.254).

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b) «Los contratos son obligatorios, cualquiera que sea la forma en que se hayan celebrado,
siempre que en ellos concurran las condiciones esenciales para su validez» (art. 1.278).
Conectando esto último con el art. 1.261 es obvio que la forma no puede elevarse a elemento
esencial del contrato. Ahora bien, el que no sea requisito esencial del contrato no significa que los
contratos puedan realizarse de forma interiorizada sin transmitir a alguna otra persona (o varias) el
designio contractual pretendido. Por eso habla el art. 1.278 de «cualquiera que sea la forma en que
se hayan celebrado», para recalcar que, de una manera o de otra, las partes han de haber
exteriorizado su consentimiento contractual (aunque sea mediante un gesto: levantar la mano en una
subasta…).
En asuntos de relativa importancia, por las cláusulas o estipulaciones, es conveniente la forma
escrita. Es más: en algunos casos el legislador establece la conveniencia, cuando no la necesidad, de
determinar el contenido del contrato e imponer la forma escrita en numerosas ocasiones.

2. EL PRINCIPIO DE LIBERTAD DE FORMA

2.1. Contratos verbales y contratos escritos


En general, para los contratos rige el principio de libertad de forma. Puedo arrendar un piso
oralmente o mediante papeles. En el primer caso se habla de contrato verbal y en el segundo de
contrato escrito; pero en ambos casos el resultado sustancial será el mismo: las partes quedan
obligadas a respetar la palabra dada y a cumplir el compromiso contraído respecto de la contraparte,
si no quieren incurrir en responsabilidad.
Si bien la forma es, en línea de máxima, indiferente para el nacimiento del contrato, no lo es, en
cambio, en términos prácticos. En caso de incumplimiento de lo acordado y el subsiguiente pleito,
por lo común será sumamente difícil acreditar ante el Juez la existencia de un contrato verbal.
Por tanto, a efectos probatorios es total y absolutamente desaconsejable la celebración de contratos
verbales cuando el contenido patrimonial de los mismos tenga una relativa entidad económica. Por
ello quizá, aunque el art. 1.278 declare la absoluta libertad de forma, no obsta a que los artículos
inmediatamente sucesivos demuestren un acusado favor respecto de las formas escritas, para evitar
en la medida de lo posible las incertidumbres sobre la celebración de la mayor parte de los
contratos.

2.2. Documentos públicos y documentos privados


La forma escrita puede darse de dos maneras diversas: mediante documento privado o a través de
documento público.
El documento privado se lleva a cabo por los propios contratantes (asesorados por un buen jurista o
al buen saber y entender de ellos mismos), mediante plasmación material escrita del acuerdo
contractual. Lógicamente, la existencia del documento privado, una vez reconocido legalmente,
acredita entre las partes y sus causahabientes la existencia del contrato propiamente dicho, con el
mismo valor que la escritura pública (art. 1.255). No obstante, incluso legalmente reconocido, el
documento privado carece de eficacia para acreditar su fecha frente a terceros que pudieran verse
perjudicados por la existencia del contrato (art. 1.277); lo cual es lógico, porque en cualquier
momento se puede recrear el documento privado, colocándole la fecha que interese a los
contratantes (antedatándolo, para evitar a los acreedores del transmitente, o postdatándolo para
evitar cargas fiscales). Por ello el art. 1.277 establece que, respecto a terceros, la fecha del
documento privado sólo contará desde:
 El día que se hubiese incorporado en un registro público o se entregue a un funcionario
público por razón de su oficio (p. ej.: presento a liquidación de impuesto de transmisiones
un contrato de compra).
 Desde la muerte de cualquiera de los firmantes (el cual, claro, no podrá prestarse de manera
alguna a la renovación del documento privado).
Los documentos públicos, extendidos o autorizados por empleados o funcionarios públicos dentro

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del ámbito de sus competencias, tienen una mejor condición probatoria: «hacen prueba, aun contra
tercero, del hecho que motiva su otorgamiento y de la fecha de éste» (art. 1.218.1). Es natural la
supremacía probatoria de los documentos públicos: el Estado deposita el ejercicio de la fe pública
en ciertos funcionarios o subordinados que, obligados a llevar un registro de actos realizados o
estando sometidos al procedimiento administrativo, difícilmente podrán alterar (aunque lo
quisieran) la fecha de los documentos que autorizan.
Entre los documentos públicos los que tienen mayor relevancia y profusión son los notariales.
La supremacía probatoria de los documentos públicos respecto de la fecha tiene numerosas e
importantes consecuencias prácticas, dado que la antigüedad de derechos concurrentes o
contradictorios es el factor determinante de la preferencia entre ellos.

3. LA FORMA COMPLEMENTARIA O AD PROBATIONEM


El principio de libertad de forma (art. 1.278) parece verse contradicho por lo dispuesto en el art.
1.280. Esta norma contiene una enumeración de supuestos que, según indica su encabezamiento,
«deberán constar en documento público». En su último párrafo, por otra parte, dispone que
«también deberán hacerse constar por escrito, aunque sea privado, los demás contratos en que la
cuantía de las prestaciones… exceda de 1.500 pesetas» (hoy una cifra ridícula, pero no así en el
momento de promulgación del Código).
¿Hay realmente libertad de forma en la celebración del contrato o, por el contrario, el principio
consagrado en el art. 1.278 tiene un valor puramente enfático?

3.1. La constancia en documento público requerida por el art. 1.280.1 del Código Civil

A) Transmisión de bienes inmuebles y derechos reales inmobiliarios


Art. 1.280.1: «los actos y contratos que tengan por objeto la creación, transmisión, modificación o
extinción de derechos reales sobre bienes inmuebles» deberán constar en documento público.
¿Para transmitir la propiedad de una finca es necesaria escritura pública? La respuesta es
necesariamente negativa: bastaría con un contrato privado de venta acompañado de la tradición (o
entrega de la cosa) en cualquiera de sus formas. Al exigir el art. 1.280 la forma documental pública
no pretende en absoluto afirmar que tales contratos no sean válidos en caso de que lleguen a
celebrarse en forma diversa. El CC pretende únicamente señalar que, por razones probatorias frente
a terceros o por el hecho de que la publicidad del acto o contrato exija su ingreso en un Registro a
través de documento público, las partes contratantes quedan obligadas a otorgar el correspondiente
documento público.

B) Los arrendamientos de bienes inmuebles


Lo dicho es válido respecto a la constancia en documento público de «los arrendamientos de estos
mismos bienes (inmuebles) por seis o más años, siempre que deban perjudicar a tercero». El
perjuicio del tercero al que se refiere el precepto radica en la vinculación del posible causahabiente
del arrendador; esto es, el nuevo adquirente de la finca habrá de respetar el arrendamiento en el caso
de que haya sido inscrito, por disponerlo así el art. 1.549 (y requerir el art. 2.5 LH semejante
duración para la posible inscripción en el Registro de la Propiedad), en contra de la regla general
establecida en el art. 1.571 (venta quita renta). En todo caso, esta problemática es extraña a los
supuestos más numerosos de arrendamientos, los sometidos a la legislación especial de
«arrendamientos urbanos» y «arrendamientos rústicos», pues las respectivas disposiciones
legislativas obligan al eventual adquirente de la finca arrendada a respetar el arrendamiento
previamente celebrado.
Sin embargo, debe advertirse que el notorio cambio de rumbo legislativo instaurado por la Ley
29/1994, de arrendamientos urbanos, exige un cierto replanteamiento de lo dicho a partir de su
entrada en vigor, pues su disposición adicional segunda suprimió toda referencia en la LH [Ley
Hipotecaria] al plazo sexenal y dio nueva redacción al art. 2.5 LH que, en la actualidad, sólo
contempla de manera expresa «los contratos de arrendamiento de bienes inmuebles, y los
subarriendos, cesiones o subrogaciones de los mismos».

[El causahabiente, en Derecho, es aquella persona física o jurídica que se ha sucedido o sustituido
a otra, el causante, por cualquier título jurídico en el derecho de otra. La sucesión o sustitución
puede haberse producido por acto entre vivos inter vivos o por causa de muerte mortis causa.
Por lo tanto, existen varias posibles figuras jurídicas dentro del concepto de causahabiente:
 En Derecho de sucesiones el causante puede serlo el autor de la sucesión (la persona
fallecida) y el causahabiente puede serlo el heredero o el legatario.
 En Derecho de obligaciones el causahabiente sería quien se subroga en los derechos y
obligaciones por ejemplo, en caso de novación, en una acción oblicua (referente a los
acreedores quirografarios), o en una cesión de derechos.

El bien puede ser vendido aunque esté alquilado. El código civil dice «Venta quita renta» (la regla
general que con la venta del bien el comprador tiene la facultad de dar por terminado el
arrendamiento por el art. 1571 aunque hay dos excepciones):
a) Que se pacte lo contrario en el contrato de compra venta. El comprador sería el nuevo
arrendador.
b) Aquellos inmuebles inscritos en el registro de la propiedad.]

C) Las capitulaciones matrimoniales y sus modificaciones


Las capitulaciones matrimoniales son los convenios celebrados por los cónyuges con la finalidad de
organizar el régimen económico de su matrimonio. Además de la referencia del art. 1.280.3, el art.
1.327 establece que «para su validez, las capitulaciones habrán de constar en escritura pública».
Por ello la mayor parte de la doctrina deduce que el otorgamiento de escritura pública constituye un
requisito de carácter constitutivo o ad solemnitatem de las capitulaciones matrimoniales. Así pues,
respecto de ellas, la exigencia del art. 1.280 cambia de signo, por ser las capitulaciones un negocio
de carácter solemne.

D) La cesión de derechos
El art. 1.280 se refiere a la cesión (y, en su caso, renuncia) de diversos derechos y acciones en los
números 4º y 6º. No es momento de extendernos en detalle sobre el contenido de ambos números.
La repudiación de la herencia (no, en cambio, la aceptación) posiblemente deba configurarse como
un acto solemne, por imperativo de lo dispuesto en el art. 1.008. Las demás cesiones de derecho
aludidas, salvo existencia de una norma ad hoc de aplicación particular, deberán regirse por las
reglas generales de transmisión de créditos y derechos. En términos generales, en las relaciones
inter partes la cesión debe considerarse válida con independencia de la forma en que se haya
instrumentado.

E) Los poderes
El número 5 del art. 1.280 reitera la exigencia de documento público para otorgar «el poder para
contraer matrimonio, el general para pleitos y los especiales que deban presentarse en juicio; el
poder para administrar bienes, y cualquier otro que tenga por objeto un acto redactado o que deba
redactarse en escritura pública, o haya de perjudicar a tercero».
Ciertamente, los apoderamientos enumerados antes del único punto y coma del pasaje transcrito
deben configurarse como supuestos de forma solemne. Sin embargo, los restantes requerirán la
escritura pública por razones de orden técnico (en otro caso, el apoderamiento podría resultar
inoperante, lo que no quiere decir que previamente fuera ineficaz) o de oponibilidad frente a
terceros, pero ello no significa que la escritura pública deba considerarse como requisito ad
solemnitatem [solemnidad exigida para la validez del acto].

3.2. La forma escrita del artículo 1.280.2

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El párrafo reseñado dispone que «también deberán hacerse constar por escrito, aunque sea
privado, los demás contratos en que la cuantía de las prestaciones de uno o de los contratantes
exceda de 1.500 pesetas». En el momento de publicación del Código la citada cantidad representaba
una cifra dineraria importante. Pero en cualquier caso el fondo del asunto sigue siendo el mismo: si
el art. 1.278 se pronuncia abiertamente en favor de la más absoluta libertad de forma, ¿por qué y
para qué se exige la forma escrita en el art. 1.280.2?
El porqué lo hemos explicado ya: nuestros codificadores se declararon partidarios de la más amplia
libertad de forma, pero al mismo tiempo entendieron que debían transmitir a los ciudadanos, a
través de normas complementarias, las dificultades probatorias de todas aquellas formas
contractuales que no constasen por escrito. Pero ello no quiere decir que la inexistencia de forma
escrita prive de eficacia a un contrato cuyas prestaciones superen el montante de 1.500 pesetas. La
jurisprudencia ha relativizado la importancia del precepto frente a pretensiones en semejante
sentido, declarando que «es totalmente desafortunada la invocación del último párrafo del art.
1.280 para negar eficacia al contrato por no constar en forma escrita, pues, con tal invocación, se
pretende desconocer el principio de espiritualidad introducido en nuestro sistema jurídico por el
Ordenamiento de Alcalá…» (SSTS 1997, 1967 y 1965).

3.3. El significado propio del art. 1.279


El alcance del aparentemente paradójico art. 1.280 y la superación del antagonismo con lo
establecido en el art. 1.278 deben explicarse en nuestro sistema por el hecho de que, entre ambos, el
art. 1.279 ofrece la clave de bóveda del sistema normativo respecto a la forma de los contratos. Art.
1.279: «si la ley exigiere el otorgamiento de escritura u otra forma especial para hacer efectivas
las obligaciones propias de un contrato, los contratantes podrán compelerse recíprocamente a
llenar aquella formalidad desde que hubiese intervenido el consentimiento y demás requisitos
necesarios para su validez».
La interpretación jurisprudencial del precepto ha puesto de manifiesto una tríada de conclusiones:
1. El art. 1.280 no modifica, ni mucho menos deroga, el contenido del art. 1.278, sino que
«sólo implica, de conformidad a lo dispuesto en el art. 1.279, el derecho de las partes de
poder compelerse a llenar esa forma escrita, a ejercitar la acción con objeto de obtener la
eficacia de la obligación contraída» (SSTS). Es decir: el art. 1.279 no es modificado, sino
complementado por el art. 1.280.
2. Todos los litigios relativos a la forma contractual presuponen aceptar, en términos generales,
que el contrato en cuestión es plena y previamente válido, aun sin haberse observado la
forma escrita, pues «la falta de escritura pública, de acuerdo con lo establecido en el art.
1.279, no obsta [impide] a la eficacia del contrato celebrado por documento privado,
siempre que reúna los esenciales para su validez» (SSTS).
3. El art. 1.279 se limita a otorgar a las partes una facultad que, por consiguiente, pueden
ejercer o no; aunque por supuesto ello no significa «en modo alguno que, una vez verificado
el compelimiento por quien tiene potestad de hacerlo, carezca de obligatoriedad para el
compelido» (SSTS).
Queda claro ahora el juego de los arts. 1.278, 1.279 y 1.280. Aun en el caso de que la ley requiera
una forma especial, el contrato es en principio válido con anterioridad al cumplimiento de tal forma.
Ésta no añade ni quita validez al contrato preexistente, sino que se limita a desempeñar un papel
auxiliar en beneficio de ambas (o de alguna de las) partes del contrato, para que puedan acreditar
ante terceros de forma directa o a través de Registro público la existencia y, no se olvide, la fecha de
celebración de un determinado contrato.
Por tanto, para referirse a la forma documental pública impuesta por el art. 1.280, doctrina y
jurisprudencia hablan de forma ad probationem o forma complementaria, ya que realmente el
documento que puede requerir de la otra (parte) cualquiera de ambas partes contratantes debe partir
del reconocimiento (o autorreconocimiento) de la preexistencia de un contrato válido celebrado
entre ambas que, sin embargo, ha quedado formalmente incompleto frente a terceros.

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4. LA PRIMACÍA DEL CONSENTIMIENTO

4.1. La forma solemne o sustancial como excepción


Excepcionalmente, en algunos casos el principio de libertad de forma queda roto y contradicho, por
atribuir la ley a la forma documental pública una relevancia que va más allá de la puramente
probatoria o complementaria: en algunos casos el documento público es total y absolutamente
necesario para que el contrato sea celebrado. Se eleva la forma pública a elemento sustancial del
contrato, sin cuya existencia éste no puede afirmarse celebrado. Dentro de estos casos, suelen
recordarse:
1. El contrato constitutivo del derecho real de hipoteca (ya sea mobiliaria o inmobiliaria).
2. La constitución de una sociedad a la que se aporten bienes inmuebles o derechos reales
inmobiliarios.
3. La donación de bienes inmuebles.
En tales supuestos, la ley requiere de forma necesaria el otorgamiento de escritura pública para
atribuir validez al contrato en cuestión: por tanto, con razón se habla de forma ad substantiam, esto
es, forma sustancial o solemne. La falta de la forma prescrita conlleva en ellos la declaración de
nulidad de los mismos.

4.2. La categoría de los contratos formales


Para referirnos a los contratos en los que la forma es solemne, se utiliza técnicamente el giro
contratos formales. El resto serían no formales.
No quiere decir que unos tenga forma y otros no (todos tienen que asumir necesariamente una
forma: verbal, por fax, escritura privada, pública…), pero sólo en algunos la forma asume carácter
de elemento esencial del propio contrato a efectos de determinación de la validez del mismo. Sin
forma solemne, cuando ésta es requerida, no se puede decir que el contrato haya sido perfeccionado
o celebrado.

4.3. Los contratos consensuales como regla y el papel marginal de los contratos reales
El hecho de que los contratos formales sean excepción arroja la consecuencia de que la mayor parte
de los contratos tienen carácter consensual: significa sencillamente que el contrato se perfecciona
por el mero consentimiento contractual.
Tienen carácter consensual en nuestro Derecho los contratos de compraventa, permuta,
arrendamientos, sociedad, mandato, seguro, fianza… y en general todos los contratos que no sean
calificables como formales de una parte o reales de otra.
Los contratos reales son aquellos en los que para su perfeccionamiento, además del mero
consentimiento, se requiere la entrega de una cosa:
 Préstamos (en sus dos versiones: mutuo o comodato).
 Depósito.
 Prenda.
Según la doctrina clásica, no habría propiamente contrato sin la entrega de la cosa. La moderna
doctrina critica la existencia de esta categoría de contratos reales, pero el mandato normativo del
Código en los artículos sobre estos es difícilmente superable, y conforme a ellos, la entrega de la
cosa es ciertamente requisito constitutivo de los contratos de préstamo, depósito y prenda.

5. LA DOCUMENTACIÓN DEL CONTRATO


Hemos hablado de la importancia de «documentar» el contrato, en el sentido coloquial de
incorporar el acuerdo contractual a una forma escrita, sea pública o privada, atendiendo a la
eventual eficacia probatoria de dicho documento, siempre y cuando la entidad del contrato o su
naturaleza duradera lo aconsejen. Doctrinalmente, la «documentación del contrato» plantea la
problemática específica que pueda presentar la existencia sucesiva de diferentes formas

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contractuales y, en particular, la posible relación existente entre un contrato privado respecto de la
posible escritura pública en que se instrumente con posterioridad el mismo contrato.
La temática considerada se plantea igualmente cuando un contrato verbal es transferido a
documento privado. Aunque la mayor importancia al respecto la asume el caso de elevación a
escritura pública de un documento privado, dado el distinto alcance y valor que ambos tienen como
instrumentos probatorios, en particular, respecto a terceros. Así pues, refirámonos a este supuesto en
adelante.
En términos teóricos, suele indicarse que las posibilidades al respecto son básicamente dos:
 Que el contenido del contrato privado y de la escritura pública sean coincidentes.
 Que el otorgamiento de la escritura pública determine una modificación o variación del
contrato base previamente existente.
En el primer caso no se genera problema alguno de gravedad, pues la coincidencia del contenido
contractual (con independencia de la forma en que se exteriorice) excluye cualquier planteamiento
respecto de la posible «novación del contrato» (algunos autores expresan que la escritura pública
debe recoger sin variación alguna el contenido del documento privado o de lo convenido
verbalmente: es una pretensión excesiva, en cuanto modificaciones de carácter secundario sobre el
contenido contractual no deberían interpretarse como divergencias entre escritura pública y contrato
previamente celebrado). En este caso estaríamos ante una escritura de reconocimiento (o
recogniscitiva). Dada la mera finalidad de constatación del anterior contrato, en relación con estas
escrituras, se habla también de contratos de fijación, categoría doctrinal admitida por el TS, el cual
los caracteriza como contratos cuyo contenido estriba en declarar y fijar situaciones contractuales
preexistentes, al tiempo que se excluyen posibles incertidumbres generadas por el contrato anterior
(SSTS).
En el supuesto de que la escritura pública, por el contrario, modifique o varíe el contenido del
contrato preexistente previamente celebrado: ¿cuál de las dos formas contractuales debe
considerarse prevalente? Atendiendo a las normas generales sobre interpretación (que veremos más
adelante) y a la generalidad de los supuestos, quizá sea acertado concluir que las partes han
renovado el contrato anterior o, si se prefiere, han suscrito un nuevo contrato. En efecto, la
elevación de documento privado preexistente a escritura pública, con contenido divergente, sugiere
la novación del contrato, y por tanto la prevalencia de aquella, aunque ello no debiera desembocar,
en opinión de Lasarte, en la calificación de dicho documento público como escritura constitutiva.

CAPÍTULO 4: LA FORMACIÓN DEL CONTRATO

1. LA IGUALDAD DE LAS PARTES CONTRATANTES Y LA FORMACIÓN DEL


CONTRATO
Aunque ningún artículo del CC disponga expresamente que los contratantes son iguales para
contratar y tienen la misma capacidad económica para llevar a cabo la negociación patrimonial
ínsita en todo contrato, es evidente que tales ideas constituyen la nervadura de la regulación del
Código.
Nuestro CC, al igual que sus modelos (fundamentalmente el Code Napoleón), entiende que nadie es
mejor que uno mismo para atender a sus propios intereses.
Sin embargo, determinadas capas de ciudadanos en el s. XIX (y nosotros hoy) se veían obligados a
firmar determinados contratos en condiciones predispuestas por la que pudiéramos denominar la
«parte económicamente fuerte», de forma que al celebrar tales contratos no hay aproximación o
coincidencia de voluntades entre las partes como regla general indiscutible (transporte público,
suministros de agua, gas, electricidad, teléfono, condiciones de las operaciones bancarias…).
Estos actos en masa escapan al esquema codificado. Por ello se ha hablado de crisis del sistema
codificado. Mientras, los propios particulares han dejado de comportarse como tales,
individualmente, para organizarse como grupo o grupos de defensa de sus intereses. En particular,
el movimiento «consumerista» se ha extendido en todos los países evolucionados en busca de una
legislación superadora del esquema codificado que proteja sus intereses.
En dicha línea, el art. 51 CE establece que los poderes públicos garantizarán la defensa de los
consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y
los legítimos derechos de los mismos. El desarrollo de dicho mandato constitucional se llevó a cabo
por la Ley 26/1984, para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, cuyo Texto refundido
actualmente ha quedado establecido por el RD 1/2007.

2. LAS FASES DE FORMACIÓN DEL CONTRATO: LA GÉNESIS PARADIGMÁTICA


CLÁSICA

2.1. La oferta contractual


El paradigma formativo del contrato viene dado por el «contrato personalizado», en el que ambas
partes, tras las correspondientes negociaciones iniciales o tratos preliminares, en su caso, llegan a
concordar sobre la celebración del contrato.
El art. 1.262 establece que «el consentimiento (contractual) se manifiesta por el concurso de la
oferta y de la aceptación…»: la propuesta contractual que realiza una persona (oferente), al ser
aceptada por la otra (aceptante), conlleva la celebración del contrato o su «perfección». La
respectiva significación de tratos preliminares, oferta y aceptación depende en gran medida del tipo
de contrato a realizar y de su particular naturaleza, así como de la trascendencia económica de las
prestaciones. Igualmente determinará el hecho el que las partes contratantes se encuentren presentes
en el mismo lugar o, por el contrario, se trate de personas distantes. En todo caso es obvio que
determinar el momento de la perfección del contrato es asunto de extraordinaria importancia, pues a
partir de dicho momento la oferta dejará ser tal propiamente hablando (o, si se quiere, pasará a ser
irrevocable), podrán compelerse las partes al cumplimiento del contrato, comenzarán a correr los
plazos, etc.
En términos generales, la oferta contractual es una declaración de voluntad emitida con la intención
de celebrar un contrato y que, por ende, ha de contener todos los elementos necesarios para que con
la mera aceptación de la otra parte se pueda decir que el contrato ha quedado perfecto, en el sentido
de «perfeccionado».
Por ejemplo, el comerciante que tiene una pluma en el escaparate indicando el precio de venta,
basta con que el eventual comprador manifieste su voluntad de comprarla para que el contrato se
entienda celebrado. Pero si una persona se dirige a una compañía aseguradora con la intención de
suscribir un contrato de entre las muchas opciones que aquella pudiera ofrecerle, resulta imposible
pensar que la mera disponibilidad de la aseguradora de captar un nuevo cliente signifique la
celebración de contrato alguno. En el primer caso se dice que el comerciante está realizando una
«oferta al público» (o ad incertam personam); en el segundo caso, no hay realmente oferta
contractual, sino una «invitación a contratar» (invitatio ad offerendum), que requiere posteriores
precisiones por parte de quien decida tenerla en cuenta.
La oferta contractual, aisladamente considerada y mientras sea tal, se caracteriza por ser un acto
unilateral y generalmente revocable. No obstante, por disposición legal, por la propia declaración
del oferente o por las circunstancias de hecho, existen numerosas ofertas de carácter irrevocable, al
menos durante un plazo temporal determinado que no deje insatisfechas las legítimas expectativas
del destinatario de la oferta.
La Ley sobre Comercio Minorista establece que «la oferta pública o la exposición de artículos en
establecimientos comerciales constituye a su titular en la obligación de proceder a su venta a favor
de los demandantes que cumplan las condiciones de adquisición». Es decir, se equiparan la «oferta
propiamente dicha» con la «exposición de artículos» en escaparates y vitrinas, salvo indicación en
contrario: «quedan exceptuados (de la obligación de vender del comerciante) los objetos sobre los
que se advierta, expresamente, que no se encuentran a la venta o que, claramente, formen parte de

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la instalación o decorado».
En definitiva, la oferta contractual, para ser realmente tal, requiere que se mantenga en sus
condiciones iniciales en espera de aceptación de la contraparte. Si se modifican las condiciones de
la oferta por el eventual aceptante, se está realizando una nueva oferta o «contraoferta» que, ahora,
habrá de ser objeto de aceptación por quien inicialmente asumía la posición de oferente.

2.2. La aceptación: el valor del silencio


La aceptación es una declaración de voluntad por naturaleza recepticia: debe ser dirigida al oferente
y ser plenamente concordante con la oferta (o, en su caso, con la contraoferta), con independencia
de que pueda realizarse tanto de forma expresa como tácita, o a través de hechos concluyentes que
no dejen lugar a dudas sobre la admisión de las condiciones contractuales ofrecidas. La estricta
concordancia de la aceptación respecto de la oferta ha sido resaltada por la jurisprudencia: «…si la
aceptación se formula modificando o alterando la propuesta o sometiéndola a condición, no es
posible apreciar su existencia, sino la de una simple proposición que deja el convenio en estado de
proyecto» (SSTS).
¿Puede interpretarse el silencio del eventual aceptante (actitud reticente) como asentimiento de la
oferta? En línea máxima, la respuesta ha de ser negativa, pues la recepción de cualquier oferta no
tiene por qué colocar a una persona en la necesidad de desplegar actividad alguna respecto de un
proyecto contractual que puede venirle impuesto, supongamos, cualquier red de ventas (ej.: ventas
por correo de objetos que son recibidos sin previa petición, ni si quiera a prueba). Es decir: el
silencio o falta de actuación no puede ser considerado como una manifestación «positiva» de
voluntad que lo vincule contractualmente: el que calla ni afirma ni niega (qui tacet non utique
fatetur).
Así lo ha declarado en más de una ocasión el TS. Sin embargo, también de forma reiterada ha
admitido el propio TS que ello no obsta a que, cuando entre las partes existen relaciones previas que
impondrían al eventual aceptante la adopción de medidas de carácter positivo (rechazando la oferta,
lisa y llanamente; proponiendo una renegociación; devolviendo en plazo perentorio algo; etc…)
aquel se limita a dar la callada por respuesta. Cabe considerar «el silencio como declaración de
voluntad cuando dada una determinada relación entre dos personas, el modo corriente de proceder
implica el deber de hablar, ya que si el que puede y debe hablar no lo hace se ha de reputar que
consiente, en aras de la buena fe».
En la misma línea con lo expuesto parecen pronunciarse los PECL, cuando afirman en el art. 2:204
que «el silencio o la inactividad no constituyen aceptación por sí mismos».

2.3. La perfección del contrato entre ausentes: la redacción originaria de los Códigos Civil y
de Comercio
Cuando los contratantes están llevando a cabo las negociaciones en la distancia y no tienen un
medio que de forma inmediata les permita concluirlas en su caso (teléfono, radio…; dejando aparte
los problemas de la prueba de la celebración del contrato), pueden surgir graves incógnitas en
relación con el momento de perfección del contrato. Históricamente el supuesto característico entre
ausentes ha venido representado por los casos en que la oferta y la aceptación se instrumentan
mediante las respectivas cartas (o, ahora, télex, fax…) de oferente y aceptante (con independencia
de las posibles contraofertas intermedias). ¿Cuándo quedará vinculado el oferente por la declaración
de voluntad del aceptante o, en otras palabras, cuándo ha de entenderse celebrado el contrato? La
doctrina y los sistemas jurídicos han ofrecido respuestas muy diversas:
A) Teoría de la emisión: Dada la concurrencia del consentimiento de ambas partes contratantes,
debe considerarse perfecto el contrato desde el mismo momento en que el aceptante emite su
declaración de voluntad.
B) Teoría de la expedición o remisión: Bastaría con que el aceptante remitiera al oferente la
declaración de voluntad para que este último quede vinculado contractualmente.
C) Teoría de la recepción: exige que la aceptación llegue al círculo propio de actividad del
oferente, aunque la recepción no suponga efectivo conocimiento de la aceptación por parte

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de éste (por no encontrarse «presente» en el lugar correspondiente).
Hasta la Ley 34/2002, el CC se planteaba la cuestión siguiendo las pautas históricas y establecía que
la aceptación «no obliga al que hizo la oferta sino desde que llegó a su conocimiento» (es decir, el
CC optaba por la teoría del conocimiento: esto suponía dejar en manos del oferente el momento de
perfeccionamiento del contrato –ej.: recibe carta con acuse de recibo el día 4 pero no la abre hasta el
día 16-). Pero la doctrina considerando que semejante conclusión era excesivamente rigurosa,
consideró preferible pronunciarse a favor de la teoría de la recepción. Según ello, basta con que la
aceptación llegue al círculo propio de la actividad del oferente. Resulta curioso que el problema no
haya sido abordado por el TS y que, por consiguiente, la doctrina haya de moverse en términos
puramente argumentativos.
Frente a la opción seguida por el CC, el Código de Comercio (en su art. 54) se adscribía a la tesis de
la expedición o la remisión como momento perfectivo del contrato.

2.4. La Ley 34/2002: contratación automática, telemática y electrónica


La Ley 34/2002 deja inalterado el art. 1.262 CC, que sigue estableciendo que «el consentimiento se
manifiesta por el concurso de la oferta y de la aceptación sobre la cosa y la causa que han de
constituir el contrato». Es decir, consentimiento, objeto y causa generan o dan vida al contrato. El
sistema, por tanto, sigue intacto en el fondo.
Pero, en cambio, respecto de la perfección del contrato, la disposición adicional cuarta de la citada
Ley ha modificado el criterio de determinación, unificando además el tenor literal del resto del
nuevo art. 1.262 CC (esto es, apartados 2º y 3º) y el art. 54 CCom: ambos preceptos establecen
ahora que, «hallándose en lugares distintos (…) hay consentimiento desde que el oferente conoce la
aceptación o desde que, habiéndosela remitido el aceptante, no pueda ignorarla sin faltar a la
buena fe… En los contratos celebrados mediante dispositivos automáticos hay consentimiento
desde que se manifiesta la aceptación». Es decir: se ha impuesto el criterio defendido por la
doctrina iusprivatista del país como regla general en la materia y que, como regla especial, se
establece en el último párrafo que la aceptación es determinante en los casos de contratación
automática (elegir una cajita de aperitivos de una máquina expendedora; «clikar» en el caso de
contratación electrónica; sacar dinero de un cajero automático…).
Por último esta Ley como novedad ofrece un cuadro regulador de la contratación electrónica,
aunque los fundamentos del Derecho contractual no han sido afectados, limitándose la ley especial
a consagrar la admisión de dicho tipo de contratación, pero dejando a salvo en todo caso:
a) Que los contratos electrónicos, como cualesquiera otros, serán válidos «cuando concurran
consentimiento y demás requisitos necesarios para su validez» (art. 23.1.1).
b) Que tales contratos se regirán por lo dispuesto en la Ley especial y en… los Códigos Civil y
de Comercio (art. 23.1.2).

2.5. Contratación entre ausentes y ventas a distancia


A la Ley 34/2002 hemos de añadir la Ley 47/2002 de Ordenación Minorista y la Ley 32/2003,
General de Telecomunicaciones. Ésta última da nueva redacción a los arts. 21 y 22 de la Ley
34/2002 (sobre correo «basura»).
Pero nos centraremos en la 47/2002, conforme a la cual «se consideran ventas a distancia las
celebradas sin la presencia física simultánea del comprador y del vendedor, siempre que su oferta y
aceptación se realicen de forma exclusiva a través de una técnica cualquiera de comunicación a
distancia y dentro de un sistema de contratación a distancia organizado por el vendedor» (art. 38.1
LOCM -Ley de Ordenación del Comercio Minorista).
Luego ha de atenderse a la existencia, conjunta, de contratación entre ausentes, de una parte, y, de
otra, de ventas a distancia. Ambas categorías contractuales se encuentran reguladas por los Códigos
y la Ley 34/2002 (los contratos entre ausentes) y, por otro lado, por la LOCM (las ventas a
distancia), derogada en parte por el RD 1/2007, cuando se trate propiamente de ventas a distancia,
nacidas y desarrolladas, como actos en masa, en el entorno de un sistema de contratación a distancia
organizado por el vendedor.

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2.7. Los tratos preliminares: la responsabilidad precontractual
En determinados casos, el paradigma formativo de oferta y aceptación suele verse precedido en la
práctica de una serie de conversaciones, trueque de información, adelanto de condiciones
contractuales no cerradas…: son los tratos preliminares. Es decir: no suponen una fijación definitiva
de la oferta contractual, sino la realización de actos preparatorios de un eventual e hipotético
contrato.
En un mismo tipo de contrato y una operación económica de similar entidad puede dar lugar a la
existencia de tratos preliminares o por el contrario excluirlos, puesto que se darán en función de las
circunstancias de hecho y, en particular, de la urgencia o no que exista en la celebración del
contrato.
Los tratos preliminares no son objeto de contemplación normativa por la mayor parte de los
sistemas jurídicos: nuestro CC no dedica norma alguna a ellos. Pero pueden tener importancia para
el Derecho. Primero porque pueden coadyuvar a la interpretación del contrato; en segundo lugar
porque en determinados casos pueden dar origen a responsabilidad, calificada como
«responsabilidad precontractual».
Pero, si las partes sólo quedan vinculadas a partir del momento de la perfección del contrato y los
tratos son meros actos preparatorios del mismo, ¿cómo pueden éstos dar origen a responsabilidad?
Como regla general, la ruptura de los tratos preliminares no conlleva consecuencia alguna. Pero
cuando esos tratos han sido llevados a cabo por una de las partes sin observancia del principio
general de buena fe para después provocar injustificadamente la ruptura de los mismos, ésta dará
lugar a la denominada «responsabilidad precontractual», expresión que algunos autores (pese a no
ser absolutamente coincidentes) equiparan a la culpa in contrahendo (ineficacia o nulidad
contractual a consecuencia de circunstancias que eran conocidas para una de las partes contratantes,
y se referían a contratos celebrados pero viciados de nulidad: R. Von Ihering, 1861).
La doctrina posterior ha otorgado un significado propio a la calificación de la «responsabilidad
precontractual», limitando su ámbito a la ruptura injustificada de tratos preliminares, esto es, con
anterioridad a la perfección del contrato. En particular, se subraya que cuando la negociación
preliminar tiene por objeto dañar a una de las partes o a un tercero (que podría celebrar el eventual
contrato con aquella) ha de buscarse un mecanismo de exigencia de responsabilidad, aunque no se
encuentre formulado legislativamente de forma expresa. Aparte del recurso al principio general de
buena fe, hay una cierta conformidad en traer a colación también en esta sede el art. 1.902 CC que,
como sabemos, constituye el soporte fundamental de la «responsabilidad extracontractual»,
reconvertida ahora en «precontractual» en atención a su concreto origen.

3. EL PRECONTRATO
Es posible que las partes lleven a cabo la celebración de un contrato preparatorio de un futuro
contrato, extremo de extraordinaria dificultad teórica, sobre el que las discusiones doctrinales han
sido frecuentes.
Suele denominarse precontrato, promesa de contrato o contrato preliminar. Debemos considerar esta
temática por el hecho de que nuestro CC regula dos supuestos concretos de esta índole: de una
parte, el art. 1.451, según el cual «la promesa de vender o comprar, habiendo conformidad en la
cosa y en el precio, dará derecho a los contratantes para reclamar recíprocamente el cumplimiento
del contrato»; de otra, el art. 1.862, al disponer que «la promesa de constituir prenda o hipoteca
sólo produce acción personal entre los contratantes…». De otro lado, en la práctica actual son
sumamente frecuentes los contratos de opción de compra (a juicio de Lasarte, encuadrables en el
art. 1.451).

3.1. El precontrato o promesa de contrato


La idea genérica de precontrato es referida doctrinalmente a los acuerdos contractuales cuyo
contenido radica precisamente en la celebración de un futuro contrato. De ahí la denominación
alternativa de «promesa de contrato»: las partes se obligan a celebrar un futuro contrato, ora
mediante la prestación de nuevo consentimiento respecto de éste, ora mediante la manifestación de
una sola de las partes, por entender que la otra se encuentra ya vinculada por el primer contrato.
En el primer caso estaríamos frente a una promesa bilateral, en cuanto generadora de obligaciones
para ambas partes. En cambio, si se considera que una de las partes (promitente -la parte que se
obliga a celebrar el contrato futuro) queda ya vinculada por el propio precontrato frente a la otra
(promisario -beneficiario), es obvio que estaríamos ante una promesa unilateral, ya que el
precontrato obligaría o ataría al promitente frente al promisario quien, por el contrario, no tendría
obligación alguna de respetar o cumplir el precontrato celebrado.
En realidad, lo que hemos calificado de promesa unilateral no ofrece ninguna dificultad de
comprensión, ni existen razones en contra de su admisibilidad. El art. 1.451 habla de «promesa de
comprar o vender…»: cabe pensar que lo mismo puede tratarse de una «promesa de compra»
(alguien se obliga a comprar si la contraparte desea) que de una «promesa de venta» (el vendedor
queda vinculado a hacerlo; el eventual comprador, en cambio, puede comprar o no). De ahí la
conjunción disyuntiva «o» utilizada en el precepto. Así pues, una de las partes del precontrato o
promesa unilateral cuenta a su favor, respectivamente, con la opción de vender (o no) o de comprar
(o no), resolviéndose el precontrato en un verdadero contrato de opción (que veremos más
adelante).
Mayores dudas plantea el precontrato cuando se configura como promesa bilateral, pues ninguna de
las propuestas doctrinales o explicaciones jurisprudenciales llega a establecer de forma indiscutible
cuáles puedan ser las razones de distinción entre el contrato preparatorio (precontrato) y contrato
definitivo, sobre todo si se aceptan las dos premisas siguientes:
1. Que todos los elementos y estipulaciones del contrato definitivo deben encontrarse presentes
en el propio precontrato para que, en rigor, pueda hablarse de tal y no de tratos preliminares
más o menos desarrollados y avanzados.
2. Que la puesta en ejecución del contrato definitivo no requiere la emisión de (nuevo)
consentimiento por las partes, pues ya en el contrato preparatorio habían expresado el
acuerdo contractual.
Tales premisas suponen el abandono definitivo de la configuración del precontrato que la doctrina
anterior, hasta mitad del s. XX, había venido defendiendo: que era un acto preparatorio del contrato
definitivo, el cual requería de nuevo prestación del consiguiente consentimiento. Frente a dicha
contemplación, F. de Castro (en línea argumental seguida posteriormente por alguna STS) adujo que
la manifestación del consentimiento, así como los elementos básicos del contrato definitivo e
incluso la facultad de exigir el cumplimiento del contrato definitivo se encontraban presentes ya en
la promesa de contrato. La exigencia del cumplimiento efectivo constituiría, por su parte, una
segunda fase del iter negocial, de la que dimanarían los derechos y obligaciones concretos del
contrato definitivo, cuya vigencia habría quedado mientras tanto en suspenso por haberse reservado
las partes la facultad de exigir el cumplimiento contractual en un momento posterior a su puesta en
vigor.

3.2. El contrato de opción


Como ya hemos dicho, el contrato de opción se caracteriza por incorporar una promesa unilateral,
en cuya virtud el optante tiene la facultad de realizar un determinado acto jurídico, cuyo contenido
vincula al promitente (la otra parte del contrato) por la mera declaración de voluntad de aquel,
siempre y cuando la opción sea ejercitada en las condiciones establecidas en el contrato.
En términos teóricos, el contrato de opción puede tener un amplio campo de aplicación. Pero en la
práctica su operatividad se encuentra virtualmente reducida a la «opción de compra» y más
raramente a la «opción de venta».
Es frecuente en nuestros días celebrar negocios preparatorios de una adquisición o enajenación
futura que aún no se tiene decidida en firme: p. ej., a una constructora le interesa un terreno, pero no
está dispuesta a comprarlo hasta cerciorarse de la volumetría posible de la parcela. Pero le interesa
asegurárselo mientras tanto: a cambio de ello, el dueño del terreno exigirá una compensación

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económica, pues no va a limitar sus posibilidades de venta a cambio de nada. Semejante operación
se conoce en Derecho con el nombre de «opción de compra»: el concedente del derecho de opción
(el dueño) está otorgando un derecho de preferencia en la adquisición al optante (la constructora) a
cambio de un precio que, en la práctica, suele conocerse como «prima» o «señal» de la opción
(generalmente bajo unas condiciones entre las que destaca el plazo temporal concedido al optante).
Siendo así, el concedente del derecho de opción queda obligado a vender y es el optante quien
decidirá si compra o no.
Menos frecuente es cuando el eventual adquirente queda obligado a comprar, y es el propietario el
que puede optar entre vender o no vender: sería la «opción de venta» (en adelante omitiremos toda
referencia a esta última para no complicar la exposición).
La opción de compra, tenga carácter gratuito u oneroso, es perfectamente lícita y posible,
vinculando al promitente. El ejercicio del derecho o no de compra depende en exclusiva de la
declaración de voluntad del optante.
En caso de incumplimiento de lo pactado por parte del promitente, el optante puede, justa y
fundadamente, demandar al concedente de la opción, reclamándole la correspondiente
indemnización de daños y perjuicios. El problema no es la obligatoriedad de la opción, sino si
puede afectar a terceros adquirentes: es decir, si se configura como un derecho real sobre la cosa
objeto de contrato. En términos generales, la respuesta ha de ser no; pero en relación con bienes
inmuebles, la opción inscrita en el Registro de la Propiedad arroja una especial problemática que
analizaremos en Civil III.

5. LAS CONDICIONES GENERALES DE LA CONTRATACIÓN Y LOS CONTRATOS DE


ADHESIÓN

5.1. Noción de condiciones generales


El conjunto de estipulaciones, cláusulas, o contenido contractual seguido en los actos en masa es lo
que se denomina «condiciones generales de la contratación» (ej.: el clausulado que acompaña a la
petición de una tarjeta de crédito. La entidad financiera predispone o establece unilateralmente el
contenido contractual; al cliente le queda la libertad de solicitar o no la tarjeta; igual sucede con el
gas, el agua, la electricidad…). Al ser el clausulado contractual de aplicación general, se habla en
este caso de «condiciones generales de la contratación».
Mirado desde la perspectiva propia del consumidor o contratante, dado que la única salida que tiene
es, si quiere contar con el servicio ofrecido, asentir al contenido contractual predispuesto por la otra
parte, se habla de «contrato de adhesión».
En la actualidad, condiciones generales de contratación y contrato de adhesión son sustancialmente
dos caras de la misma moneda. Por tanto, cabe utilizar indistintamente ambas expresiones.

5.2. La eficacia obligatoria de los contratos de adhesión


El problema no es si los contratos de adhesión tienen eficacia obligatoria, sino la posibilidad de
someter a las condiciones generales de contratación a una criba que permita reducir la prepotencia y
supremacía económicas de quien las ha dispuesto unilateralmente.
La aceptación del contrato de adhesión, jurídicamente, conlleva que éste, peor que mejor, ha
prestado su consentimiento al contrato (o, si se prefiere, al contenido modular del mismo). Luego la
cuestión a dilucidar no es la obligatoriedad del contrato, sino evitar abusos por parte del
predisponente, permitiendo que incluso la obligatoriedad de aquel (para ambas partes, no se olvide)
no obste a la posible ineficacia de alguna/s de las cláusulas que contradigan los más elementales
principios de justicia contractual o de «equivalencia de las prestaciones». Con ello se consigue, de
una parte, establecer un cierto equilibrio entre las obligaciones de ambos, al tiempo que imposibilita
que reclamaciones o demandas del usuario en relación con determinadas cláusulas lo excluyan de la
posibilidad de contar con los bienes y servicios ofrecidos en masa.

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5.3. Las condiciones generales de la contratación en Derecho español bajo la regulación del
Código Civil
En Derecho español, como en otros sistemas jurídicos, hasta tiempos recientes no se contemplaba
legalmente la materia, que era reenviada a la doctrina jurisprudencial, que llegó por lo general a
conclusiones similares a las legalmente previstas por otros ordenamientos jurídicos.
En la jurisprudencia española (desde los años 30), ha sido tradicional recurrir a una interpretación
progresista del art. 1.288 CC: «la interpretación de las cláusulas oscuras de un contrato no deberá
favorecer a la parte que hubiese ocasionado la oscuridad», con vistas a proteger a los ciudadanos
frente a los poderes económicos que preparan y redactan las condiciones generales de contratación.
El TS se ha limitado a requerir dos requisitos para dar lugar a la interpretación contra proferentem:
1. Que el clausulado contractual (o cláusula concreta de que se trate) haya sido redactada
unilateralmente por el predisponente.
2. Que sea inherente a la cláusula una oscuridad material claramente favorable para el
predisponente.
En los supuestos en que el art. 1.288 no podía entrar en aplicación, la jurisprudencia y la doctrina
han procurado restablecer la justicia conmutativa basándose en normas generales que excluirían la
validez de las condiciones generales de la contratación que fuesen excesivamente onerosas o lesivas
para el contratante débil:
 Art. 7 y 1.258, en cuanto presuponen y requieren la buena fe en la contratación.
 Art. 1.256, que prohíbe dejar el cumplimiento del contrato al arbitrio de uno de los
contratantes.
 Art. 1.255, que imposibilita la exclusión de responsabilidad por parte del redactor de las
condiciones generales de contratación; etc.
Por otra parte, el Consejo de las Comunidades Europeas, tras largos años de preparación, ha
aprobado la Directiva 13/93 sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con
consumidores.

8. LOS CONTRATOS NORMATIVOS

8.1. Los contratos forzosos


Por contratos normativos se hace referencia a aquellos supuestos en que la ley, atendiendo a razones
de interés general, limita la autonomía privada de una de las partes, obligándola necesariamente a
contratar. Entre tales supuestos, destacamos:
a) La obligación de contratar que pesa sobre los concesionarios de servicios públicos en
situación oligopolista o monopolista. Iberia, por ej., no tiene libertad para venderme o
negarme el billete que solicito (aunque la haya demandado): está obligada a contratar y su
negativa sería un acto ilícito.
b) El alquiler obligatorio de viviendas que, susceptibles de ser ocupadas, no lo fueran por nadie
estando vacías. En tal caso, el Gobernador Civil, tras determinados requisitos, podría
acordar que una persona se convirtiera en inquilino «aunque el arrendador se niegue a
otorgarle contrato, en cuyo caso la renta se determinará conforme a los datos fiscales que
se expresan» (TR-LAU).
c) En general, los supuestos de subrogación y sucesión en la posición arrendaticia que prevén
tanto la LAU cuanto la Ley de Arrendamientos Rústicos.
La obligación de contratar legalmente impuesta afecta a la autonomía contractual del más fuerte,
favoreciendo al débil. Pero los contratos forzosos no conllevan necesariamente que el contenido del
contrato haya de encontrarse legal o convencionalmente (por una de las partes) predeterminado.
Puede ocurrir (el contrato de transporte de Iberia está sometido a las condiciones generales
homologadas por la Administración); pero también puede darse la convencional formalización del
contenido del contrato, a pesar de que una de las partes esté obligada a contratar.

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8.2. Los contratos normados o contratos tipo
Los contratos normados se dan cuando el conjunto de derechos y obligaciones de las partes (o
contenido del contrato) se encuentra legal o reglamentariamente determinado por los poderes
públicos.
Normado: que está sometido a una «norma», siendo extraño, pues, a la voluntad de ambas partes
contratantes (que por otro lado serían libres de contratar o no contratar).
La distinción entre normado y forzoso es clara. Aunque lo cierto es que la mayoría de los contratos
normados son simultáneamente forzosos, sobretodo en cuanto se refieren al suministro de servicios
públicos (transporte regular, teléfono, electricidad…).
Pero no siempre es así; no siempre son forzosos: hay libertad para contratar o no: por ejemplo,
cuando las Administraciones Públicas regulan préstamos bonificados en algunos puntos de interés,
en beneficio de inmigrantes, agricultores, etc. Estos grupos no están obligados a contratar, pero si lo
hacen quedan obligados a respetar el contenido contractual fijado normativamente.
El sometimiento al contenido contractual normativamente fijado ha ido in crescendo en los tiempos
contemporáneos. Son numerosísimas las disposiciones legislativas (tanto europeas cuanto de
derecho interno) que, en la búsqueda de protección a los consumidores acaban por establecer un
marco normativo contractual de carácter obligatorio.
En otros casos, las características especiales de determinados sectores económicos aconsejan la
intervención de los poderes públicos estableciendo un determinado contrato-tipo.
Por ello es común hablar de «contrato modelo» o de «modelo de contrato» para expresar la
sustitución de la autonomía privada por la formulación de una serie de cláusulas predispuestas por
las propias normas jurídicas aplicables al caso concreto de que se trate.

CAPÍTULO 5: EL CONTENIDO DEL CONTRATO

1. EL CONTENIDO DEL CONTRATO

1.1. El contenido y el objeto del contrato


Se entiende por contenido del contrato al conjunto de derechos y obligaciones generados por el
contrato en cuestión o que es objeto de análisis. Exigiría, de una parte, determinar cuál es el cuadro
de facultades, prerrogativas y derechos, y, de otra, el conjunto de cargas, deberes y obligaciones que
competen a cada una de las partes contratantes.
Sería entonces más amplio el contenido que el objeto del contrato, identificado éste con las cosas,
derechos o servicios sobre los que recae el acuerdo contractual.
Aunque otros autores consideran que el objeto debe alcanzar también a las prestaciones de las
partes, incluso aceptando esa propuesta a efectos puramente argumentativos, es evidente que el
contenido contractual estará referido no solamente a las prestaciones contractuales, sino también a
cualesquiera poderes, prerrogativas o derechos de cualquiera de las partes, pues estos constituyen
también parte del «entramado contractual».

1.2. La autonomía privada y las reglas contractuales


El contenido contractual depende, en cada caso y en grandísima medida, de la reglamentación
autónoma de las partes contratantes (art. 1.255: «…pueden establecer los pactos, cláusulas o
condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarias a las leyes, a la moral, ni
al orden público»). Pero el principio de autonomía privada no puede desvincularse del conjunto del
ordenamiento jurídico. Por ello, las primeras reglas contractuales a tener en cuenta son las posibles
normas imperativas existentes respecto del contrato celebrado (ya sean generales aplicables a
cualquier contrato o de normas específicas para un determinado tipo de contrato –ej.: nadie puede
vincularse vitaliciamente a una determinada prestación de servicios). Tales normas imperativas no
pueden ser desconocidas ni sustituidas por acto alguno de autonomía privada (pues jerárquicamente
tienen absoluta preeminencia sobre el acuerdo contractual autónomo).
Lo cierto es que no hay muchas normas de derecho imperativo y, una vez respetadas, las partes
pueden establecer el contenido contractual que les parezca más acorde a sus intereses y
pretensiones, mediante esos «pactos, cláusulas o condiciones» (que pueden ser de lo más
variopinto: de ahí la importancia de los «contratos atípicos»).
Es decir, por cuanto vamos viendo, el juego de la autonomía privada y la prevalencia del
consentimiento o voluntad de las partes no se manifiesta sólo respecto de la forma del contrato: más
fundamental es que los contratantes estén habilitados por el ordenamiento jurídico para establecer el
«tipo» o «modelo» de contrato que crean más favorable para sus intereses o más acorde con la
intención perseguida. En efecto, del art. 1.255 podemos deducir dos consecuencias fundamentales:
1. Resulta claro que, respecto de los contratos regulados específicamente por el Derecho
positivo, los particulares pueden introducir las modificaciones que consideren adecuadas a
su designio contractual.
2. Parece obvio que el principio de autonomía privada no tiene por qué quedar limitado o
circunscrito al ámbito de los contratos legalmente regulados o tipificados (contratos típicos).
Los particulares son libres para celebrar los pactos que no contraríen las normas imperativas,
aunque tales acuerdos no estén contemplados expresamente por la ley como contratos.
Al hablar el art. 1.255 de «pactos, cláusulas o condiciones» del contrato, da por hecho que el
acuerdo básico y fundamental es el contrato, y aquellos (pactos, cláusulas, condiciones) se
encuentran subordinados en una relación de dependencia funcional. En cuanto al significado de los
tres términos, lo más acertado posiblemente sea darles el mismo: estipulaciones concretas o
convenios en detalle sobre los distintos extremos de la ejecución del contrato, que dotan a éste de un
contenido preciso y determinado. En efecto, el término cláusula recoge una tradición inveterada de
denominar cláusula o estipulación a los distintos puntos (normalmente numerados) de los contratos
extendidos por escrito.
En cuanto al término «condición», según el sentido unánime de la doctrina, en el art. 1.255 no tiene
sentido técnico, como suceso futuro o incierto del que dependa la eficacia del contrato celebrado,
sino un mero sentido figurativo. Obviamente, los eventuales elementos accidentales incorporados al
contrato (condición, término y modo) inciden en forma importantísima sobre el contenido y la
propia eficacia del contrato celebrado. En esta línea, la calificación de «elementos accidentales»
debe ser matizada, pues verdaderamente la incorporación de cualesquiera de tales «elementos» a un
contrato constituye una estipulación o determinación de carácter convencional de la mayor
transcendencia.
Finalmente, conviene hacer una llamada de atención sobre la importancia de las normas dispositivas
(éstas sí muy abundantes) en relación con el contenido del contrato. Las partes pueden sustituir el
mandato de dichas normas (las pueden «derogar», se suele afirmar, en cada caso concreto) por un
pacto o regla de carácter autónomo. Pero si las partes no proceden a tal sustitución, el mandato
normativo de las reglas dispositivas pasa a formar parte del contenido contractual.

2. LA CONDICIÓN

2.1. Noción general y requisitos


En la práctica no es extraño que la celebración de un contrato quede fijada bajo determinadas
condiciones que afectan directamente a la eficacia del mismo: te compro el coche si pasa la ITV; te
compro un terreno si el Plan General de Ordenación Urbana no varía su volumetría…
Tales condiciones son perfectamente admisibles conforme al principio de autonomía privada, y se
pueden incorporar al contrato por voluntad de las partes. Es un elemento accidental del contrato:
estructuralmente y de forma necesaria no tiene por qué ser sometido a condición ningún contrato.
Por tanto es un elemento «no esencial» de la categoría. Pero si se incorporan, éste deja de ser un
mero accidente para convertirse en la espada de Damocles de la propia eficacia del contrato: si el

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coche no supera la ITV podré entender que la compraventa no me vincula; deberé comprar el
terreno si el plan no modifica la volumetría…
En ambos casos, la eficacia del contrato depende de un suceso futuro o incierto (el art. 1.113
permite considerar también «un suceso pasado, que los interesados ignoren») cuyo efectivo
acaecimiento o falta de acaecimiento reúne las características requeridas por el Código para que
pueda hablarse de condición:
1. El suceso contemplado como condición tiene que ser posible (art. 1.116), ya que de lo
contrario se estará celebrando un contrato de entrada ineficaz que no merece protección por
el ordenamiento jurídico.
2. Las condiciones no pueden ser contrarias a las leyes ni a las buenas costumbres (art. 1.116),
puesto que éstas son barreras infranqueables para la propia autonomía privada (art. 1.255 y
1.116).
3. El acaecimiento (o falta de él) del suceso contemplado como condición no puede depender
de la voluntad de los contratantes (ej: te compraré si quieres venderme). Los arts. 1.115 y
1.119 niegan virtualidad alguna a las condiciones meramente potestativas.
La razón de ello es clara: «la validez y el cumplimiento de los contratos no pueden dejarse al
arbitrio de uno de los contratantes» (art. 1.256).
La inclusión de una condición en un clausulado contractual no tiene sentido salvo en el caso de que
el contrato se entienda realmente celebrado y, por tanto, perfecto o perfeccionado (en caso
contrario, bastaría con decirle al vendedor del coche que, una vez pasada la ITV ya hablaremos; con
lo que evidentemente no me he vinculado contractualmente).

2.2. Condición suspensiva y condición resolutoria


En efecto, para «condicionar» un contrato se requiere que dicho contrato sea tal: es decir, que el
contrato, válidamente celebrado, sea perfecto.
Cuando la eficacia del contrato depende del acaecimiento de la condición se habla de condición
suspensiva, ya que hasta que no se produzca el evento futuro o incierto los efectos propios del
contrato se encuentran «en suspenso», sin que hayan empezado a generarse.
Por el contrario, si el contrato apenas celebrado genera los efectos propios (siguiendo el ejemplo
anterior: tomo posesión del terreno, lo vallo, empiezo a pagar al vendedor…) cual si no existiera
condición, pero el acaecimiento de ésta supone la ineficacia sobrevenida del contrato, se habla de
condición resolutoria.
Así pues el acaecimiento de la condición voluntariamente aceptada por las partes puede traer
consigo:
 Ora la eficacia del contrato, en el supuesto de condición suspensiva.
 Ora la ineficacia del contrato, en el caso de que sea condición resolutoria.
En ambos casos, el Código dice que el acaecimiento de la condición opera con efectos retroactivos:
esto es, los derechos y obligaciones de las partes se consideran adquiridos y asumidos,
respectivamente, desde el mismo momento de celebración del contrato.
La confrontación entre condición suspensiva y resolutoria es clara a nivel teórico, pero en la
práctica origina no pocos problemas: una misma fórmula literaria en un contrato escrito puede
entenderse en ambos sentidos (en el ejemplo del automóvil puede defenderse que los efectos de la
compraventa quedan suspendidos a la superación de la ITV; pero también puede defenderse que el
no superar la ITV opera como condición resolutoria).
Siendo ambos sentidos antagónicos y contrapuestos, habrá que pronunciarse por el que resulte más
acorde con la voluntad de las partes. No obstante, hay que advertir a efectos de procurar evitar estos
problemas en el momento de celebrar un contrato, que bastará con indicar si sus efectos se
despliegan desde el mismo momento de la perfección (jugando pues la condición resolutoria) o si,
por el contrario, tales efectos iniciales no tendrán lugar hasta el acaecimiento de la condición (la
cual será, por tanto, suspensiva).

2.3. La conditio iuris o condición legal

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En ciertos casos la ley subordina la eficacia de un contrato u otro negocio (ej.: el testamento) al
acaecimiento de un suceso futuro o incierto y, en todo caso, no dependiente de la voluntad de las
partes (p. ej.: se exige por ley autorización especial del Consejo de Ministros para adquirir
inmuebles en Ceuta o Melilla; se requiere que el testador fallezca para que el testamento tenga
eficacia…). Algunos juristas llaman a esas condiciones «conditio iuris». El Código no las
contempla: en realidad la conditio iuris poco o nada tiene que ver con la condición recta y
técnicamente entendida:
a) La condición es un elemento accidental o contingente (no necesario) del contrato, mientras
que la denominada conditio iuris constituirá un presupuesto legal y necesario de eficacia del
contrato de que se trate.
b) El cumplimiento de la conditio iuris no tendrá por principio eficacia retroactiva, en contra
de cuanto ocurre en las relaciones contractuales sometidas a condición.

3. EL TÉRMINO O PLAZO

3.1. Planteamiento
Término es el momento temporal en que:
A) Comienzan o terminan los efectos de un contrato.
B) O ha de llevarse a cabo el cumplimiento de una obligación determinada (suele ser
procedente del contrato, pero también puede tener naturaleza extracontractual).
En el primer caso, el término opera como elemento accidental del contrato, afectando a su eficacia.
En el segundo, presupuesta la eficacia del contrato, el término o plazo está referido sólo a su
ejecución o al cumplimiento de las obligaciones de las partes.

3.2. El término como elemento accidental: término inicial y final


Para el CC: «entiéndese por día cierto aquel que necesariamente ha de venir, aunque se ignore
cuándo» (art. 1.125.2). Esto es, el término puede consistir tanto:
 En la fijación de una fecha concreta futura.
 En un período temporal determinado, contado a partir de la celebración del contrato.
 En la fijación de una fecha indeterminada pero determinable por referencia a un evento que
«ha de venir» o producirse necesariamente.
Es necesario para poder hablar de término que no haya incertidumbre sobre la llegada del mismo: el
acaecimiento del suceso contemplado como condición queda en la incertidumbre; al contrario, el
término se da por seguro, aunque no se sepa exactamente cuándo se producirá.
Así contemplado, el término puede ser:
A) Término inicial: día cierto a partir del cual un contrato genera los efectos que le son propios
(de forma parecida a cuanto ocurre en el caso de condición suspensiva).
B) Término final: consideración de un día cierto en que los efectos propios del contrato se
darán por concluidos (de forma parecida al caso de la condición resolutoria).

3.3. El término de cumplimiento: término esencial


Pese al silencio al respecto del CC, asume extraordinaria importancia, desde la perspectiva del
cumplimiento de la obligación, el «término esencial». No quiere decirse con ello que el término sea
un elemento esencial, sino que el cumplimiento de determinadas obligaciones excluye de forma
absoluta que se pueda llevar a cabo con posterioridad a la fecha o al día señalado (p. ej.: pianista
para una boda). El cumplimiento extemporáneo equivale a un verdadero incumplimiento, al no
satisfacer el interés del acreedor.

4. EL MODO

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4.1. Noción y ámbito
El modo (tercero de los elementos accidentales) consiste en una carga o en un gravamen añadido en
algunas ocasiones a los «actos de liberalidad», como la donación y el testamento, pues según
afirmación clásica e indiscutible, el modo no puede incorporarse a los negocios onerosos (que son
los más numerosos). La misma tradición sigue nuestro sistema normativo.

4.2. Régimen básico


El modo consiste en una obligación accesoria impuesta al beneficiario de una determinada
liberalidad por el disponente de ésta (ej: le regalo una finca a mi sobrina y le impongo la carga de
regalar una cesta en Navidad a cada uno de los campesinos que prestan servicio en ella) que,
inicialmente, no afecta ni suspende la atribución patrimonial realizada con carácter gratuito, ni la
convierte en onerosa.
El modo es accesorio respecto de la liberalidad en que consiste el «negocio gratuito»: en caso de
que el modo impuesto consista en una carga de carácter ilícito o imposible, se tendrá por no puesto
o ineficaz, mientras que la validez de la liberalidad se mantendrá.
Sin embargo, la carga modal no puede interpretarse como un mero ruego o recomendación del
disponente: es obligatoria para el beneficiario de la liberalidad, y en caso de incumplimiento
imputable a éste, la liberalidad puede ser revocada si las personas legítimas (en el caso de la
donación, el donante y sus herederos) ejercitan la oportuna acción de revocación, o la «devolución
de lo percibido con sus frutos e intereses» (en el caso de la institución de heredero o legatario).

5. LOS CONTRATOS TÍPICOS Y ATÍPICOS

5.1. Los contratos típicos


Bajo tal expresión se agrupan aquellos esquemas contractuales que están legalmente contemplados
y a los que el Derecho objetivo proporciona una regulación con carácter general que, siendo en gran
medida de carácter dispositivo, permitirá en línea de máxima la resolución de la mayor parte de
lagunas que presente la lex privata (o clausulado contractual) establecida por los contratantes (son
ej.: compraventa, arrendamiento, contrato de edición…).
Su regulación objetiva se limita a ofrecer el marco básico del contrato de que se trate, mediante
escasas normas de carácter imperativo, al tiempo que se permite a las partes modificar el resto de la
disciplina legal, que se caracteriza por tener naturaleza dispositiva. En el caso de que los
particulares, por comodidad o impericia, dejen sin regular algún extremo, la disciplina legal se
aplicará de modo supletorio.

5.2. Los contratos atípicos


Son los contratos que, aun careciendo de reconocimiento legal y de regulación positiva, reúnen los
requisitos esenciales de la genérica figura contractual. Ante la eventualidad de que las figuras
atípicas sirvan para burlar prohibiciones legalmente fijadas para los contratos típicos, doctrina y
jurisprudencia insisten en la necesidad de existencia de una causa lícita.
En base al art. 1.255 la jurisprudencia considera indiscutible el que la libertad contractual derivada
de la iniciativa económica privada conlleva que las personas puedan estructurar libremente figuras
contractuales no consagradas aun legalmente.
La celebración de un contrato atípico supone estructurar un modelo contractual que no cuenta con
una regulación supletoria ad hoc, y es conveniente perfilar muy cuidadosamente las reglas o
cláusulas contractuales para evitar imprevisiones en la ejecución efectiva del contrato. En efecto, en
caso de litigio entre las partes, poco previsoras en el momento del establecimiento del clausulado
contractual, ¿qué normas se aplicarán supletoriamente al caso concreto planteado? Desde la
perspectiva teórica, hay diversas opciones:
1. Teoría de la absorción: una vez acercado el contrato atípico al esquema contractual típico
que le resulta más próximo, habrían de aplicarse las normas de éste, por ser el elemento
preponderante del contrato atípico analizado.
2. Teoría de la combinación: habrían de tenerse en cuenta, conjuntamente y cohonestándolas
entre sí, la regulación supletoria de todos aquellos modelos contractuales típicos que,
parcialmente, estén presentes en el atípico.
3. Teoría de la aplicación analógica: habrían de aplicarse las normas propias del contrato típico
que presente mayor identidad de razón y siempre conforme a las reglas internas de la
aplicación analógica de las normas según el art. 4 CC.
Atendiendo a los datos reales, las propuestas doctrinales son escasamente realistas y poco
operativas. El TS, aunque a veces ha hecho referencia a alguna o algunas de estas teorías, lo cierto
es que atiende a la justicia del caso concreto sobre la base de diseccionar lo mejor posible la
voluntad de las partes, y atendiendo a la aplicación de las normas generales de la contratación que
iremos viendo más adelante.
Ejemplos de atipicidad legal son el contrato de mediación, de corretaje, de garaje, el contrato de
franquicia, el «leasing», o el «factoring».

CAPÍTULO 6: LA INTERPRETACIÓN E INTEGRACIÓN DEL CONTRATO

1. INTRODUCCIÓN: INTERPRETACIÓN, CALIFICACIÓN E INTEGRACIÓN DEL


CONTRATO
La ejecución de un contrato (esto es, llevar a la práctica el conjunto de derechos y obligaciones de
las partes) no siempre es pacífica, sino que frecuentemente plantea problemas de carácter
interpretativo sobre la significación de las cláusulas del mismo o sobre la voluntad de las partes
contratantes.
La exacta determinación del contenido del contrato y, por tanto, la efectiva ejecución del mismo
puede:
a) Excepcionalmente, en casos de contratantes particularmente puntillosos y previsores, hacer
ociosa [inútil] la interpretación del contrato.
b) En otros casos, más numerosos, la efectiva realización del contrato suele demostrar la
insuficiencia de la actividad interpretativa para determinar el contenido exacto del contrato,
precisamente como consecuencia de la propia insuficiencia del pacto o clausulado
contractual, que raramente suele contener elementos suficientes para prever todas las
consecuencias o incidencias del cumplimiento efectivo de las obligaciones dimanantes del
contrato; siendo posible, además, que ciertas previsiones contractuales puedan resultar
contradictorias con normas de derecho imperativo.

2. LA INTERPRETACIÓN DEL CONTRATO

2.1. Ubicación legal y carácter normativo de los criterios interpretativos


El CC, siguiendo la tradición histórica del ius commune, recoge con cierto detalle criterios
interpretativos que han de imperar en la averiguación del significado de la lex contractus [el
contrato]. Dedica a la materia los arts. 1.281 a 1.289, ambos inclusive. La jurisprudencia se mostró
durante cierto tiempo poco favorable a reconocer carácter propiamente normativo a las reglas sobre
interpretación, considerándolas simples máximas o axiomas. Sin embargo, para la doctrina actual
no cabe duda de que las reglas contenidas en dichos artículos son normas jurídicas sensu stricto
que, por tanto, son vinculantes para el intérprete (abogado, árbitro, juez, autoridad, etc…). Tampoco
cabe duda respecto de su aplicación a los contratos mercantiles.
Ahora bien, dichos artículos citados contienen criterios de diferente naturaleza e, incluso, puede que
ninguno de ellos sea adecuado para desentrañar el verdadero significado del contrato. La aplicación

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de tales normas (como muestra la jurisprudencia, a la que hay que estar especialmente atento en este
capítulo) no puede plantearse de forma apodíctica [incondicionalmente cierto, necesariamente
válido], sino con exquisita ponderación del supuesto de hecho a considerar.

2.2. Interpretación de los contratos y casación


El debate doctrinal sobre la naturaleza normativa o puramente axiomática de las reglas legales sobre
interpretación de los contratos mencionada antes, tiene un trasfondo práctico de extraordinaria
importancia: determinar si la posible infracción de las reglas interpretativas por los tribunales de
instancia puede dar origen al recurso de casación ante el TS.
La respuesta a dicha cuestión ha sido resuelta por la propia Sala 1ª del TS en sentido afirmativo en
numerosas sentencias durante la segunda mitad del s. XX, con lo que de facto niega que la
interpretación sea una cuestión de mero hecho y afirma la naturaleza normativa de los arts. 1.281 a
1.289 CC. No obstante, la jurisprudencia del TS muestra una gran cautela respecto de los
argumentos esgrimidos por los recurrentes respecto de la impugnación de la interpretación realizada
por los tribunales de instancia, manteniendo ésta salvo que pugne con la lógica interna de los
referidos artículos del CC o resulte manifiestamente arbitraria (cosa que no sucede con gran
frecuencia).

3. LOS CRITERIOS INTERPRETATIVOS DE CARÁCTER SUBJETIVO


Inicialmente la interpretación debe dirigirse a desentrañar la «intención de los contratantes» (arts.
1.281, 1.282 y 1.289.2), generándose así la denominada «interpretación subjetiva»: la que trata de
indagar tanto la voluntad de cualquiera de las partes, cuanto la intención común de ambas.
La fundamental es esta última: «la interpretación admisible es la que atiende a la común intención
de los contratantes… basada en la voluntad bilateral de ambos, quedando, por tanto, excluida la
mera voluntad interna de cualquiera de los contratantes, que puede servir, no obstante, para
concretar aquella voluntad común» (STS); «para averiguar la intención de los contratantes no
puede atenderse a lo que cada uno entendió o pensó al contratar» (STS).
Proporciona el CC para ello los siguientes criterios:
1. La intención de los contratantes asume primacía, aunque la fórmula contractual utilizada por
las partes arroje, literalmente interpretada, un resultado contrario a aquella (art. 1.281).
2. No obstante, cuando la discordancia entre la intención de las partes y los términos del
contrato no sea o resulte evidente y los términos utilizados sean claros, habrá de mantenerse
la interpretación literal, como ha reiterado suficientemente la jurisprudencia (si el texto
resulta claro, sin sombra de dudas, debe el intérprete o Juez abstenerse de más indagaciones
-SSTS).
3. Respecto de los extremos accesorios de carácter complementario o de detalle, la intención
de las partes debe prevalecer sobre los términos contractuales, cualquiera que sea la
generalidad de estos (art. 1.283).
4. El elemento volitivo (lo querido por las partes) requiere prestar principal atención a los actos
constatables por las partes. Por ello, el art. 1.282 ordena que «para juzgar de la intención de
los contratantes deberá atenderse principalmente a los actos de éstos, coetáneos y
posteriores al contrato». No se excluyen en sede interpretativa los actos precontractuales o
tratos preliminares (el art. 1.282 dice «principalmente» los coetáneos y posteriores, pero no
«solamente»), que serán más espontáneos y desinteresados que los actos postcontractuales.

4. LOS CRITERIOS INTERPRETATIVOS DE CARÁCTER OBJETIVO


Algunas reglas legales tienen preponderantemente carácter objetivo. Es decir, actúan en un ámbito
tendencial distinto al de la voluntad de los contratantes, ofreciendo como resultado la llamada
interpretación objetiva. Tres reglas de carácter objetivo serían:

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4.1. La interpretación sistemática
Art. 1.285: «Las cláusulas de los contratos deberán interpretarse las unas por las otras,
atribuyendo a las dudosas el sentido que resulte del conjunto de todas»; completado por la
jurisprudencia: «un contrato… es un todo coherente y unitario que no admite radicales
separaciones… puesto que cada cláusula encuentra su razón de ser y justificación en el conjunto
armónico de todas las demás» (STS).

4.2. La exclusión de la anfibología y el principio de conservación del contrato


Las normas legales tienen por objeto la exclusión de la anfibología, esto es, evitar el doble sentido,
sin sentido o pluralidad de acepciones de una fórmula, giro o término:
 Art. 1.286: «las palabras que puedan tener distintas acepciones serán entendidas en
aquella que sea más conforme a la naturaleza y objeto del contrato».
 Art. 1.284: «si alguna cláusula de los contratos admitiere diversos sentidos, deberá
entenderse en el más adecuado para que produzca efectos».
La relevancia fundamental del precepto consiste no tanto en su eficacia en sede interpretativa
cuanto en la pacífica afirmación de que se deduce del mismo: el «principio de conservación del
contrato», operante en Derecho patrimonial con carácter general.

4.3. Los usos interpretativos


El art. 1.287 dispone en su primera parte que las ambigüedades de los contratos se interpretarán
teniendo en cuenta el uso «del país» (indicación geográfica que debe entenderse con el lugar de
celebración del contrato). Se refiere a la función interpretativa que desempeñan los usos (ej.:
identificar el «año agrícola» con el día de San Miguel) o a los denominados «usos interpretativos».
Según el art. 1.3, dichos usos no pueden ser considerados como normas jurídicas, ni «tendrán la
consideración de costumbre», ya que desempeñan una función puramente auxiliar en la
determinación del contenido del contrato.
En la segunda parte del art. 1.287 («supliendo…») aparecen los «usos normativos» que sí tienen
valor de norma en cuanto costumbres. Pero la función propia de los usos normativos no es de
carácter interpretativo, sino integrador, como veremos.

4.4. La interpretación contra stipulatorem


El art. 1.288 prohíbe que el resultado interpretativo al que se llegue conforme a los criterios ya
vistos, favorezca al redactor o autor de las cláusulas oscuras o ambiguas («es principio general de
toda interpretación el elemental de que cualquier cláusula oscura no puede redundar en beneficio
de la parte que hubiera producido la oscuridad», STS).
Se suele afirmar que el mandato normativo aludido es una derivación del juego del principio de la
buena fe que debe presidir el ejercicio de los derechos subjetivos.
Ya lo comentamos al hablar de las condiciones generales de la contratación del art. 1.288. Sin
embargo, ello no debe hacer pensar que es inaplicable a los «contratos personalizados», en los que
igualmente es intolerable que la predisposición del clausulado contractual por una de las partes le
permita prevalerse de la oscuridad de ciertas cláusulas lesivas para la otra parte contratante.
Es dudoso, sin embargo, que pueda extenderse el principio de buena fe hasta el extremo de afirmar,
como hacen algunos autores, que la interpretación (ya subjetiva ya objetiva) debe estar presidida
por la buena fe. Parece una generalización excesiva, pues la buena fe es un canon de conducta, de
ejercicio de los derechos, de actuación respecto de los demás, pero en absoluto un criterio
interpretativo en sentido técnico. Afirmación que no obsta a que la buena fe sea fundamento o
criterio inspirador de buena parte de los preceptos interpretativos.
En resumen, la interpretación contra stipulatorem o contra proferentem es aplicable a todo supuesto
contractual, individualizado o en serie, aunque su aplicación jurisprudencial destaque más en
materia de condiciones generales de la contratación.

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5. EL ARTÍCULO 1.289 DEL CÓDIGO CIVIL
El art. 1.289 es realmente desolador, puesto que reconoce que puede resultar «absolutamente…
imposible resolver las dudas por las reglas establecidas en los artículos precedentes». Esto es: el
resultado final de la necesaria interpretación del contrato puede abocar en la conclusión de la
absoluta inutilidad de dicho procedimiento.
Ante esto, el art. 1.289 obliga a distinguir según las dudas recaigan sobre:
 «Circunstancias accidentales del contrato» (pár. 1): la consecuencia normativa es una
manifestación más del principio de conservación del contrato.
 «El objeto principal del contrato» (pár. 2): el precepto se pronuncia abiertamente por
declarar la nulidad de un acuerdo cuyo contenido sigue siendo una incógnita.
Es poco frecuente en la práctica contractual esta eventualidad referida en el art. 1.289.2, y por otra
parte, el art. 1.289 desempeña un papel subsidiario respecto de los precedentes (1.281 a 1.288).
Conforme a ello, la mayor parte de las SSTS dedicadas a la norma comentada se caracterizan por
excluir su aplicación efectiva, por considerar que ésta requiere «situaciones contractuales
particularmente dudosas» que rara vez se dan.

5.1. Las circunstancias accidentales del contrato


El art. 1.289.1, en el supuesto de que la falta de operatividad de la interpretación recaiga sobre las
«circunstancias accidentales del contrato», distingue a su vez según sea el contrato oneroso o
gratuito. Pero antes hemos de aclarar que la expresión «circunstancias accidentales del contrato» no
puede equipararse a los denominados «elementos accidentales del contrato», pues éstos, si existen,
son predeterminantes respecto de la propia eficacia del acuerdo contractual; en consecuencia, la
expresión hay que entenderla referida a extremos o detalles del mismo que no afecten propiamente
a su general eficacia (lugar de entrega de la cosa; color del coche, que no se precisó, etc.).
 Si se trata de un contrato gratuito habrá de optarse por «la menor transmisión de derechos e
intereses» (favor debitoris, ya que el deudor es el donante).
 Si se trata de un contrato oneroso, «la duda se resolverá en favor de la mayor reciprocidad
de intereses», es decir, procurando que el resultado de la interpretación garantice la
equivalencia de las prestaciones existentes a cargo de cada una de las partes contratantes.

5.2. El objeto principal del contrato


El art. 1.289.2 dispone que «si las dudas… recayesen sobre el objeto principal del contrato, de
suerte que no pueda venirse en conocimiento de cuál fue la intención o voluntad de las partes
contratantes, el contrato será nulo». La referencia a «objeto principal» parece que hace necesario
que haya objetos secundarios, cuando no es así: por ello algún autor entiende por tal expresión «el
sentido del fin principal del contrato».
En opinión de Lasarte, se emplea «objeto principal», seguramente empleada para contraponerlo a la
expresión de «circunstancias accidentales», tiene «algo más». Ese «algo más» puede estar referido
a cualesquiera elementos esenciales del contrato (consentimiento, objeto y causa), cuanto a los
propios elementos accidentales del contrato o cualesquiera otras circunstancias (no accidentales)
que puedan desempeñar un papel determinante respecto del contenido del contrato. P. ej.: si
permanece la duda respecto de una condición (que no se sabe si es resolutoria o suspensiva); sobre
la hipotética conducta dolosa de una de las partes (que no ha podido probarse plenamente); sobre el
motivo ilícito… Es aceptable pensar entonces que, al tratarse de un punto fundamental relativo a la
admisibilidad y eficacia del entero contrato (y no de una «circunstancia accidental»), el principio de
conservación del contrato no debería prevalecer sobre la concreta sanción de nulidad que establece
el CC en el art. 1.289.2.

6. LA CALIFICACIÓN DEL CONTRATO


No es infrecuente que los contratantes yerren en el momento de celebración del contrato
confundiendo de nombre (ej.: depósito por comodato) o previendo cláusulas que entienden
erróneamente como legalmente imperativas. Surgido el litigio, dichos yerros se pondrán de
manifiesto en el momento interpretativo, cuyo resultado primero y fundamental debe ser la
calificación del contrato: es decir, identificar el tipo o esquema contractual (típico o atípico)
celebrado, para determinar entre otras cosas el régimen legal imperativo o, cuando menos, las
normas supletorias de dicho contrato.
Frente a lo que ocurría en sistemas primitivos, el nomen iuris (o denominación dada por las partes al
contrato) no les vincula ni si quiera a ellas, y menos al Juez: «los contratos se revelan no por la
nominación que se les dé, sino por la que corresponda a las cláusulas que se establezcan»; «los
contratos son lo que son y no lo que digan los contratantes» (SSTS).

7. LA INTEGRACIÓN DEL CONTRATO

7.1. Alcance y significado del artículo 1.258 del Código Civil


Generalmente, la interpretación y calificación del contrato son operaciones lógicas cuyo resultado
ofrece consecuencias positivas en relación con el contenido del contrato, esto es, con la precisa
determinación de los derechos y obligaciones de las partes. Sin embargo, en otros casos, la
determinación del exacto contenido del contrato y, por tanto, de la efectiva ejecución del mismo, no
habrían de derivarse sólo de la actividad interpretativa y calificadora de forma exclusiva, sino que
(con base en la naturaleza del contrato) sería necesario extraer consecuencias complementarias
acordes con el conjunto del sistema normativo.
A dicha operación se le conoce técnicamente con el nombre de «integración del contrato», en
cuanto su resultado puede suponer una agregación de derechos y obligaciones no contemplados por
las partes ni por las normas de carácter dispositivo aplicables al contrato en cuestión; la sustitución
de determinadas estipulaciones convencionales por otras consecuencias impuestas por el
ordenamiento o, finalmente, la declaración de nulidad de algunas de las cláusulas contractuales.
La integración del contrato se encuentra contemplada en el art. 1.258, que tras identificar el
momento de perfección de los contratos con el mero consentimiento, establece que estos «obligan
no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuencias que,
según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley». Este alcance obligatorio del
contrato no es, en absoluto, un precepto interpretativo (pese a la doctrina más conservadora,
técnicamente hablando).
Por ejemplo, un juez celebra un contrato de alquiler de bungalow, con piscina, hípica, golf, etc.,
para pasar la Semana Santa. Cuando llega resulta que no hay mobiliario alguno en el chalet. La otra
parte, el gerente de la urbanización, se acuerda de que en el contrato no dice nada del mobiliario, y
repasa los arts. 1.281 a 1.289, y ve el cielo abierto, pues puede defender la continuidad del contrato.
El juez, con razón, le dirá:
 Que ha olvidado la segunda parte del art. 1.287 (usos normativos).
 Que existe el art. 1.258…
 Que por RD 2877/1982 se entiende por apartamentos turísticos o viviendas turísticas
vacacionales aquellas… debidamente dotadas de mobiliario…
Pero aunque hubiera sido esto en 1981, antes del RD 2877/1982, al juez le sigue asistiendo el art.
1.258 cuya función no radica en reinterpretar el contrato, sino en delimitar la autonomía contractual
impidiendo que sean desconocidos los efectos contractuales impuestos por las más elementales
reglas del tráfico jurídico.
Así pues, el art. 1.258 es un precepto de carácter imperativo (ius cogens) que se aplica con
independencia de la voluntad de las partes. De añadidura, su aplicación no requiere
inexcusablemente que haya laguna contractual, sino que entra en juego incluso cuando las partes
han previsto extremos que son indisponibles por los particulares (por ser, señaladamente, contrarios
a la ley imperativa). En tal caso las cláusulas pactadas habrían de ser sustituidas por las legalmente
aplicables). Así se manifestó el TS. Pero a pesar de la tesis defendida en este libro, la jurisprudencia
no ha llegado aún a incorporar a su acervo propio la figura de la integración del contrato con

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perfiles nítidos, y SSTS recientes siguen otorgando un valor meramente interpretativo o enfático al
art. 1.258.

7.2. Los medios de integración


Señala como tales el art. 1.258: la buena fe, el uso y la ley. Sin embargo, el escalonamiento
jerárquico de dichos medios debe ser al contrario.
Al ser establecidos con carácter imperativo, son calificados por algunos autores como
«heterointegradores» en cuanto cabría también proceder a la «autointegración» del contrato, pues
las «lagunas contractuales» podrían ser suplidas o llenadas otorgando a la legislación contractual
una capacidad expansiva que le permitiera deducir una regla complementaria que evitara recurrir a
los medios legales de heterointegración. Se estaría proponiendo convertir a la analogía en medio de
interpretación, lo cual es criticable, puesto que si es expresamente permitida en relación a las
normas, no parece que pueda desempeñar papel alguno en materia de integración del contrato.

A) La ley
La norma imperativa aplicable a un supuesto contractual determinado conformará e integrará el
régimen del mismo con primacía incluso sobre el acuerdo o clausulado contractual. Las normas
dispositivas, en cuanto son disponibles por las partes, sólo integrarán el contrato cuando contemplen
un elemento natural del mismo que no haya sido contemplado o regulado de forma diversa a la
legalmente prevista.

B) Los usos normativos


En el art. 1.258 tienen carácter normativo, y por tanto integran el acuerdo contractual en cuanto
costumbre. Ahora bien, al igual que las normas dispositivas, en caso de ser conocidos y no queridos
por las partes pueden ser excluidos del acuerdo contractual.

C) La buena fe
Es simultáneamente principio general del Derecho y un medio integrador. No puede ser extraña a la
propia conformación de los usos normativos y de los mandatos legales. No puede ser entendida
desde una perspectiva subjetiva, sino que se superpone al propio comportamiento de las partes y
configura el contenido o los efectos del contrato de acuerdo con las reglas de conducta socialmente
consideradas como dignas de respeto.

CAPÍTULO 7: LA EFICACIA DEL CONTRATO

1. LOS EFECTOS PROPIOS DEL CONTRATO


El contrato se ha configurado desde antiguo como un «acuerdo privado» que, por principio, está
referido a las partes contratantes y que no puede interesar a terceros, por no verse ellos beneficiados
ni perjudicados por el hecho de que otras personas acuerden celebrar un contrato determinado. Así,
desde los tiempos justinianeos hasta la actualidad ha tenido gran resonancia la máxima que
subrayaba que el contrato era res inter alios acta aliis neque prodest nocere potest [lo que
convengan ciertas personas entre sí, no puede beneficiar o perjudicar a otras].
Sin embargo, la superación de las rigideces constructivas características del sistema romano en el
marco contractual, y el hecho de que, pese a la veracidad de que el contrato es res inter alios acta
[cosa realizada entre otros], existan contratos de los que pueden dimanar beneficio (y más
raramente, perjuicio) para terceros que no han sido partes contratantes, trajo consigo (ya en el
momento de la codificación del Derecho privado) la necesidad de reconocer que el vínculo
contractual puede desplegar ciertos efectos en relación con los terceros.
Conviene tener en cuenta para evitar visiones desenfocadas que pudieran venir provocadas por el

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estudio de este tema, que normativamente el contrato, como regla, sigue siendo res inter alios acta,
ratificado además por la estadística contemporánea en la que la mayor parte de los contratos sólo
interesa y genera efectos respecto a las partes contratantes.

1.1. Los efectos inter partes: el principio de la relatividad del contrato


Art. 1.257.1: «Los contratos sólo producen efectos entre las partes que los otorgan y sus herederos,
salvo, en cuanto a éstos, el caso en que los derechos y obligaciones que proceden del contrato no
sean transmisibles, o por su naturaleza, o por pacto, o por disposición de la ley». Es decir: los
contratos despliegan su eficacia exclusivamente con relación a las partes contratantes y (para el caso
de que cualquiera de éstas haya fallecido) sus herederos, siempre y cuando los derechos y
obligaciones dimanantes del contrato no tengan carácter de personalísimos.
Por otro lado, el art. 1.091 considera al contrato como fuente de las obligaciones: «Las obligaciones
que nacen de los contratos tienen la fuerza de ley entra las partes contratantes y deben cumplirse
al tenor de los mismos». La fuerza de ley que dicho artículo atribuye al contrato como vehículo de
libre vinculación entre las partes contratantes y la circunstancia de que la eficacia del contrato haya
de restringirse al ámbito propio de los contratantes, han traído consigo que el tema que
desarrollamos se haya identificado por la doctrina con la calificación técnica de la relatividad del
contrato. Así, pues, con la expresión de principio de relatividad del contrato se trata de poner de
manifiesto que la eficacia del contrato como categoría no tiene alcance general respecto de la
colectividad, sino un alcance limitado a las partes contratantes. El contrato, pues, es por principio
«relativo», en cuanto vincula a través de la reglamentación procedente de la autonomía privada.
Han de considerarse «partes contratantes» quienes asumen las obligaciones u ostentan los derechos
derivados de cualquier relación contractual, con independencia de su material y efectiva
participación en la celebración u otorgamiento del contrato. Luego serán «partes» quienes por
voluntad propia y con consciencia de arrogarse a una determinada posición contractual se
consideren titulares de ella, aunque no celebren el contrato por sí mismos, sino a través de
representante, o se limiten a asentir (en su caso, a firmar) un contrato cerrado por un auxiliar suyo o
por algún otro intermediario. Fallecido cualquiera de los contratantes, sus herederos (en cuanto
causahabientes a título universal) serán considerados igualmente partes, siempre y cuando el
contenido contractual no se encuentre transido de derechos u obligaciones de carácter
personalísimo.

1.2. La posible eficacia del contrato en relación con terceras personas


La regla general de la relatividad del contrato conoce, sin embargo, quiebras en más de un caso,
como veremos a lo largo de los siguientes epígrafes, sobre todo en relación con los contratos a favor
de tercero.

2. LOS CONTRATOS EN FAVOR DE TERCERO


La existencia de contratos generadores de derechos en favor de tercero se encuentra consagrada en
el art. 1.257.2: «Si el contrato contuviere alguna estipulación en favor de tercero, éste podrá exigir
su cumplimiento, siempre que hubiese hecho saber su aceptación al obligado antes de que haya
sido aquella revocada».
Ocurre así cuando una persona celebra un seguro de vida en favor de su (en el futuro) cónyuge
viudo o, en su defecto, sus hijos; o por ejemplo en los viajes de novios contratados por parientes o
allegados, etc. Los ejemplos podrían ser muchos, pero con los indicados resulta suficiente, ante el
riesgo de convertir una mera posibilidad (la de convertir a un tercero en beneficiario del contrato)
en regla general.

2.1. Partes contratantes y beneficiario


La existencia de un contrato o de una estipulación contractual en favor de un tercero presupone que
éste, pese a no haber sido parte contratante, es titular de un determinado derecho de crédito que

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puede exigir directamente a aquella de las partes contratantes que resulta obligada al cumplimiento.
El CC denomina a ésta última «obligado»; doctrinalmente se le suele denominar «promitente». A la
parte contratante de la que trae causa el beneficio para el tercero recibe el nombre de «estipulante».
El TS ha declarado reiteradamente que el beneficiario es titular de un derecho de crédito, y no un
mero receptor de la prestación.
El beneficiario, en cuanto no es parte contractual, no tiene por qué acreditar capacidad alguna de
obrar, ni si quiera es necesario que sea persona (puede tratarse del nasciturus o incluso del
concepturus), pues en todo caso la gestión de sus intereses podría ser perfectamente atendida por
sus representantes legales.
Generalmente en la práctica, la concreta y expresa determinación del beneficiario (o beneficiarios
sucesivos) tiene lugar en el propio contrato, pero cabe también la posibilidad de que el estipulante
lo designe a posteriori.

2.2. La aceptación por el beneficiario en relación con la revocación de la estipulación


Art. 1.257.2: «Si el contrato contuviere alguna estipulación en favor de tercero, éste podrá exigir
su cumplimiento, siempre que hubiese hecho saber su aceptación al obligado antes de que haya
sido aquella revocada».
En un sentido positivo determina que, a partir de la aceptación del beneficiario, la eventual
revocación de la estipulación beneficiosa deviene ineficaz: las partes contratantes quedan obligadas
a respetar el contenido beneficioso para el tercero.
Pero deja en la sombra cuál es el momento del nacimiento del derecho de crédito en favor del
tercero: ¿en el momento en que inter partes se celebra o perfecciona el contrato? O bien… ¿debe
considerarse la aceptación como un presupuesto necesario del nacimiento del derecho en favor de
un tercero?
Doctrinalmente parece mayoritaria la opinión de considerar que el derecho del tercero nace
automáticamente desde el mismo momento de la perfección del contrato del que trae causa el
beneficio. Algún autor ha afirmado que realmente el art. 1.257.2 ni trata de ella (la aceptación) ni
mucho menos la convierte en una conditio iuris [condición legal] de la adquisición del derecho por
el beneficiario, sino que se limita a precisar la eficacia de la puesta en conocimiento de la
aceptación, hecha por aquel, en orden de impedir la revocación del beneficio.
Siendo cierto que la aceptación cierra el paso a la revocación, el art. 1.257.2 parece abocar a la
conclusión de que la aceptación es un presupuesto de la posibilidad de exigir el cumplimiento del
contrato al obligado o promitente. Así lo interpreta de forma reiterada el TS: «en el caso de
verdadero contrato a favor de tercero, éste es titular del derecho hacia él derivado, y lo es en
potencia desde el momento mismo de la celebración del contrato hasta que, cumplida la condición
suspensiva de la aceptación…, adquiere definitiva e irrevocablemente… el concepto de acreedor
único, asistido por la correspondiente acción de apremiar al deudor».
Cuestión diferente es que, dada la libertad de forma de la aceptación (STS: «expresa o tácita, por
palabras o por hechos») mientras no se haya producido la revocación, la consolidación definitiva
del derecho del beneficiario pueda deducirse incluso del propio hecho de que el tercero reclame el
cumplimiento del contrato.

3. LOS CONTRATOS EN DAÑO DE TERCERO


Algunos autores se han planteado, en los tiempos contemporáneos, la existencia de contratos en
daño de terceros como otra categoría conceptual. Puede darse esos casos, por ejemplo, para burlar a
los acreedores, celebrando contratos en virtud de los cuales se pretende enajenar determinados
bienes y dejarlos a salvo de la ejecución de aquellos. Conforme a ello, cuando a causa de la
celebración de un contrato su objeto incorpora un resultado dañoso para terceros podría hablarse de
«contratos en daño de tercero» como una categoría contrapuesta a la anteriormente estudiada, pero
cuyo significado no es realmente comparable con el de los contratos en favor de tercero pues estos
cuentan con un evidente soporte normativo, mientras que los contratos en daño de tercero deben
merecer la reprobación general de la sociedad y, por consiguiente, la expulsión del sistema
normativo.
Para Lasarte la categoría conceptual de los contratos en daño de tercero representan una agrupación
contractual de carácter descriptivo, privada de valor propio como esquema jurídico, pues, una vez
identificado el resultado dañoso, la posible impugnación del acuerdo contractual considerado debe
atender a las categorías generales de ineficacia contractual que analizaremos en temas siguientes.

4. LOS CONTRATOS CON PERSONA A DETERMINAR


Desde antiguo es conocida la práctica contractual de que una de las partes contratantes se reserve la
posibilidad de señalar como contratante definitivo a una tercera persona (que puede ser desconocida
para ambas partes).
La característica principal de esta categoría contractual vendría representada por la vinculación que
uno de los contratantes asume, incluso sabiendo que la otra parte puede desentenderse del contrato
designando a un tercero, que pasará a ser parte del contrato, generalmente con eficacia retroactiva,
como si hubiera participado en la celebración del mismo. Generalmente, esta práctica queda
reservada casi de forma exclusiva, a los contratos de compraventa o de opción de compra, así como
en subasta pública de los bienes ofrecidos (y encuentra su razón de ser en evitar el devengo de un
doble impuesto de transmisiones de carácter especulativo).
Conviene precisar que, al depender exclusivamente de una de las partes la posible designación de
un tercero, la otra parte contratante, al celebrar el contrato, suele admitir dicha cláusula siempre y
cuando sus expectativas de cobro o la satisfacción de sus derechos se encuentren plenamente
asegurados. Por ello, el supuesto paradigmático de contrato con persona a designar viene
representado por el contrato de compraventa celebrado en documento privado y sin transmisión de
propiedad, en el que el vendedor se compromete (una vez que el comprador ha satisfecho
íntegramente el precio de lo vendido) a otorgar escritura pública de venta en favor de la persona
designada por el propio comprador.

5. LA PROMESA DEL HECHO AJENO


Con relativa frecuencia se dan supuestos contractuales en los que la obligación a cargo de una de las
partes contratantes (promitente) consiste precisamente en conseguir que un tercero celebre un
contrato con la otra parte o se avenga a cumplir las obligaciones del contrato base celebrado entre
promitente y promisario (ej.: cuando una persona, actuando en nombre propio y sin visos de
representación alguna, se compromete contractualmente con un personaje público para conseguir
que Antonio López le realice un retrato, o cuando la obligación consiste en conseguir que «Los del
Río» actúen en la celebración nupcial del promisario).
No está contemplado por norma expresa en el CC, pese a su evidente conformidad con las reglas
generales de la autonomía privada. En consecuencia, la promesa considerada no presenta problema
alguno en cuanto a licitud o admisibilidad. La figura en estudio se caracteriza por:
1. El promitente debe actuar por sí mismo, en su propio nombre y por su cuenta y riesgo, sin
arrogarse [asumir] frente al promisario representación alguna del tercero, pues si hubiera
representación del tercero quedaría directamente vinculado, como regla, y si no existiera
verdaderamente mecanismo representativo el contrato habría de ser considerado nulo, por
aplicación del art. 1.259.2.
2. Generalmente, la prestación propia del promitente debe configurarse como una obligación
de resultado, y no de medios. En caso de que el interés del promisario quede insatisfecho,
éste podrá exigir al promitente la correspondiente indemnización de daños y perjuicios. El
tercero (al no existir mecanismo representativo alguno) no queda en absoluto vinculado por
un contrato que le resulta extraño.
3. Por lo común, los casos de promesa del hecho ajeno son contratos de carácter oneroso, pues
el promitente «pone precio» a su gestión o a su intermediación, con independencia del

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marco de derechos y obligaciones previsto para las eventuales relaciones entre el promisario
y el tercero.
Si la actividad intermediadora del promitente ofrece el resultado previsto, determinando la
vinculación contractual entre promisario y tercero (sea asumiendo el contrato-base o celebrando uno
nuevo), obviamente el promitente queda liberado de la obligación de resultado que sobre él recaía,
en cuanto su cumplimiento determina la extinción de ella, y puede reclamar (o, en su caso, hacer
suyo) el precio fijado para su tarea intermediadora.

6. LA CESIÓN DEL CONTRATO

6.1. Concepto y función de la cesión del contrato


Ya sabemos que nuestro sistema patrimonial contemporáneo se caracteriza por la generalizada
admisión de la transmisión de los créditos y, con algunas dificultades complementarias, de las
deudas. Pues además del crédito, aisladamente considerado, puede ser objeto de transmisión la
íntegra posición contractual que una persona ocupa en un determinado contrato.
Por ejemplo, si una pareja que ha celebrado hace un par de años un contrato de compraventa con
una sociedad para la adquisición de un piso que se encuentra actualmente en construcción (y ahora
resulta que por trabajo han de trasladarse a vivir a otra provincia) decide ceder su posición
contractual (no pueden enajenarlo, ya que todavía no es suyo, como veremos en el tema de
compraventa) a unos amigos por el importe de los pagos realizados a la sociedad vendedora, ya que
la resolución del contrato podría implicar la pérdida de gran parte de lo pagado hasta ahora. Así
benefician a sus amigos, que hace dos años no disponían de dinero para afrontar los pagos iniciales,
ellos recuperan el dinero puesto, y la sociedad vendedora preferirá seguir teniendo el piso «por
vendido» que incorporarlo de nuevo a la sección de ventas.
Igual si compro un hotel y decido mantener los contratos de suministros (de bebidas, por ejemplo)
que los anteriores responsables mantenían con un determinado mayorista.
La cesión de contrato es sumamente frecuente en la práctica comercial. El CC, sin embargo, no
dedica norma alguna a la posible cesión del contrato, la cual, por consiguiente, ha de configurarse
como un negocio atípico, sobre cuya admisibilidad, no obstante, no debe haber lugar a dudas,
atendiendo a la luz de la jurisprudencia y conforme al principio general del art. 1.255 CC.

6.2. Presupuestos
Conforme a la reiterada jurisprudencia del TS, para que pueda darse la cesión del contrato, se
requiere fundamentalmente:
1) Que la otra parte contratante, a la que suele denominarse «contratante cedido», acceda o
consienta la cesión. Es decir, hay una relación triangular entre cedente, cesionario y contratante
cedido. La voluntad concorde de cesionario y cedente es obvia y no requiere mayor explicación.
Pero el consentimiento del propio contratante cedido es una exigencia lógica: especialmente si las
prestaciones fueran de hacer o personalísimas. Igualmente es necesario respecto de prestaciones ex
contractu, pues nadie está obligado a mantener relaciones contractuales con una persona diferente a
la que celebró el contrato con él. Mantenimiento de las condiciones contractuales aparte, no todas
las personas tienen el mismo grado de solvencia, ni de seriedad contractual, y por tanto el
contratante cedido no tiene por qué aceptar la incorporación como cesionario de cualquier persona
diferente a quien fue su contraparte en el contrato.
2) Que se trate de contratos bilaterales o sinalagmáticos, cuyas recíprocas prestaciones no hayan
sido total y completamente ejecutadas, pues en tal caso el designio propio del contrato en cuestión
habrá dejado de tener sentido y no cabrá, por tanto, la cesión de posición contractual alguna (en el
ejemplo anterior, si el comprador del piso fuera dueño ya de él, carecería de lógica que se «cediera»
el contrato de compraventa ya extinguido, sino que habría que vender directamente el inmueble).

6.3. Efectos de la cesión

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La regla general es que la cesión del contrato conlleve la liberación o desvinculación del contratante
cedente. No obstante, cabe pacto en contrario y, en la práctica, no es extraño que, en forma
subsidiaria, el cedente quede obligado durante un cierto lapso de tiempo a responder en caso de que
el cesionario incumpla las obligaciones que le incumban.
Tales obligaciones serán las contempladas en el contrato originario, pues la cesión no produce un
efecto novatorio sobre el contrato, sino que se limita a la sustitución del contratante cedente por el
cesionario.

CAPÍTULO 8: LA INEFICACIA DEL CONTRATO: LA INVALIDEZ

1. PREMISA SOBRE LA INEFICACIA DEL CONTRATO.


Con la expresión ineficacia del contrato se hace referencia a todos aquellos supuestos en que el
contrato no llega a producir los efectos a que estaba tendencialmente dirigido o deja de producirlos
en un momento dado. Así, serán ineficaces, respectivamente, un contrato sometido a condición
suspensiva que nunca llega a producirse, o la venta celebrada por el empresario a su primo hermano
para evitar que la finca caiga en poder de los acreedores.
Dado que «los contratos son para cumplirlos» y que la autonomía privada no es reconocida por el
ordenamiento jurídico para que se juegue con ella celebrando contratos ineficaces, resulta claro que
los supuestos de ineficacia podríamos denominarlos «supuestos patológicos» (supuestos que pueden
tener tan diversas causas que resulta difícil sistematizarlas de forma aceptable).
Brevemente y siguiendo a F. MESSINEO indicaremos los supuestos de ineficacia contractual, que
pueden integrarse en dos grandes grupos:

A) Invalidez
Motivada por la existencia de circunstancias intrínsecas a cualquiera de los elementos esenciales del
contrato que no resultan admisibles para el ordenamiento jurídico. Dentro de la invalidez, según la
gravedad de tales circunstancias, tendremos:
1. Nulidad o supuestos de contratos nulos.
2. Anulabilidad o supuestos de contratos anulables.

B) Ineficacia en sentido estricto


En la que deberían incluirse aquellos casos en que ciertos defectos o carencias extrínsecos al
contrato en sí mismo considerado, como acuerdo de voluntades, conllevan su falta de efectos. Tales
casos serían los siguientes:
1. Mutuo disenso.
2. Desistimiento unilateral.
3. Resolución por incumplimiento.
4. Rescisión.
5. Revocación.
6. Acaecimiento de la condición resolutoria.
7. Falta de acaecimiento de la condición suspensiva.
Los dos últimos supuestos no necesitan volver a considerarse. El alcance de la revocación se deduce
con claridad de algunas figuras contractuales que veremos (donación y mandato,
fundamentalmente). Los demás supuestos los veremos a continuación y en el siguiente tema.

2. LA NULIDAD DEL CONTRATO

2.1. Idea general

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La nulidad del contrato es el supuesto más grave de ineficacia. Suele ser adjetivada como «nulidad
absoluta» o «nulidad de pleno derecho». Los contratos nulos no merecen para el Derecho más que
rechazo; no puede reconocer el ordenamiento jurídico ningún efecto del contrato nulo, ni si quiera
su admisibilidad con tal contrato.

2.2. Causas de nulidad


«La nulidad propiamente dicha, absoluta o de pleno derecho, tiene lugar cuando el acto es
contrario a las normas imperativas o prohibitivas o cuando no tiene existencia por carecer de
alguno de sus elementos esenciales… pues según el art. 1.261 del CC no existe si falta el
consentimiento, el objeto o la causa» (STS). Dado que el art. 1.261 y ss. tienen en general carácter
imperativo, bastaría con afirmar que la nulidad del contrato se deriva de la contrariedad al Derecho
imperativo.
No obstante, vamos a glosar el párrafo anterior. Son causas de nulidad radical:
1. La carencia absoluta o inexistencia (excluidos, por tanto, los denominados vicios del
consentimiento, pero no la violencia absoluta) de cualquiera de los elementos esenciales. Se
ha de considerar que falta absolutamente el consentimiento cuando quien celebra el contrato
lo hace arrogándose falsamente en representación de otro (STS) o es un enajenado mental
(«loco», vulgarmente).
2. El incumplimiento de cualquiera de los requisitos del objeto del contrato: licitud, posibilidad
y determinación.
3. La ilicitud de la causa.
4. La contrariedad a las normas imperativas, a la moral y al orden público, en cuyo caso suele
hablarse, directamente, de «contrato ilegal».
5. En particular, los actos a título gratuito sobre bienes comunes realizados por un cónyuge sin
el consentimiento del otro.

2.3. La acción de nulidad


Por muy nulo que sea un contrato, en caso de haberse celebrado, producirá una apariencia de tal
que, salvo que sea destruida, seguirá produciendo los efectos propios del contrato de que se trate,
como si fuera válido.
Para evitarla, el Derecho dota a la acción de nulidad (vehículo procesal tendente a lograr que el Juez
decrete la nulidad del contrato) de una serie de caracteres:
a) Es imprescriptible, es decir, puede ser ejercitada en cualquier momento.
b) Puede ejercitarla cualquier persona interesada en deshacer el contrato nulo. «La
jurisprudencia no excluye a los terceros, si a ellos les puede perjudicar el negocio jurídico
que impugnan» (Sent. de la AP de Valladolid). Es más: en la práctica es más frecuente el
ejercicio por terceros, dado que quien genera la causa de nulidad no está legitimado para
impugnar el contrato (por tanto sólo la parte que sufra una causa de nulidad imputable
exclusivamente a la contraparte podrá actuar judicialmente).

2.4. Consecuencias de la nulidad


A) En general: la restitución
Dado que el contrato nulo no produce efectos, las consecuencias de la declaración judicial de
nulidad tienden a dejar las cosas en el statu quo inmediatamente anterior a la celebración del
presunto contrato: lo que técnicamente se denomina restitución.
Art. 1.303: «declarada la nulidad… los contratantes deben restituirse recíprocamente las cosas que
hubiesen sido materia de contrato, con sus frutos, y el precio con los intereses…». El artículo está
pensado para el paradigma de la compraventa, pero su mandato debe ser generalizado conforme al
tipo y naturaleza contractual del caso que se haya de considerar (p. ej.: es claro que en una donación
de inmuebles efectivamente transmitidos al donatario, pero nula por carencia de forma sustancial,
no se puede pretender restitución recíproca alguna).
La restitución ha de tener lugar, en principio, de forma específica o in natura. No siendo ello
posible, conforme a las reglas generales, procederá la restitución del equivalente pecuniario en
dinero. En tal sentido establece el art. 1.307 (criticable por exigir como presupuesto de la reparación
pecuniaria que la cosa se haya perdido) que «siempre que el obligado por la declaración de nulidad
a la devolución de la cosa no pueda devolverla por haberse perdido, deberá restituir los frutos
percibidos y el valor que tenía la cosa cuando se perdió, con los intereses desde la misma fecha».

B) En particular: los supuestos de ilicitud


La regla restitutoria no ha parecido históricamente conveniente en los supuestos de ilicitud. En tales
casos han de aplicarse los arts. 1.305 y 1.306 que determinan diferentes consecuencias según que la
ilicitud (civil) del objeto y de la causa, constituya o no, simultáneamente, un ilícito penal (esto es:
un delito o falta tipificado por el CP):
A) En el caso de ilícito penal (que, además, sea imputable a ambos contratantes), el art. 1.305
dispone que las partes, «cuando la nulidad provenga de ser ilícita la causa u objeto del
contrato, si el hecho constituye un delito o falta común a ambos contratantes, carecerán de
toda acción entre sí, y se procederá contra ellos, dándose, además, a las cosas o precio que
hubiesen sido materia del contrato la aplicación prevenida en el CP respecto a los efectos o
instrumentos del delito o falta. Esta disposición es aplicable al caso en que sólo hubiere
delito o falta por parte de uno de los contratantes; pero el no culpado podrá reclamar lo
que hubiese dado, y no estará obligado a cumplir lo que hubiere prometido».
B) En los supuestos en que se dé «causa torpe» (hay que identificarlo con el objeto «civilmente
ilícito»), hay que aplicar el art. 1.306 que establece que cuando «no constituyere delito ni
falta, se observarán las reglas siguientes: cuando la culpa esté de parte de ambos
contratantes, ninguno de ellos podrá repetir lo que hubiera dado a virtud del contrato, ni
reclamar el cumplimiento de lo que el otro hubiese ofrecido. Cuando esté de parte de un
solo contratante, no podrá éste repetir lo que hubiese dado a virtud del contrato, ni pedir el
cumplimiento de lo que se le hubiere ofrecido. El otro, que fuera extraño a la causa torpe,
podrá reclamar lo que hubiera dado, sin obligación de cumplir lo que hubiera ofrecido».
En STS de 2008, la aplicación de la causa torpe ha resultado de particular importancia, pues se
refería al préstamo que los casinos (la propia empresa, los directivos o los empleados) realizaban a
jugadores que habían agotado su activo líquido disponible, y seguían jugando a crédito o con dinero
prestado. La Sala 1ª del TS se pronuncia declarando la ilicitud del juego en tal caso, ya sea por
ilicitud propiamente dicha o por la existencia de causa torpe por parte de uno de los contratantes y,
por tanto, la imposibilidad para el casino de reclamar la cantidad prestada con infracción de una
norma imperativa: por el art. 1.306, si bien el prestar el dinero por el casino no constituye delito por
sí, introduce en el contrato de juego una causa torpe que impide al prestamista, ganador a su vez en
el juego, reclamar la devolución del dinero que prestó para jugar.

2.5. La nulidad parcial del contrato


Frente a la relativa escasez práctica de casos de nulidad contractual, son cada día más frecuentes los
casos de nulidad parcial, esto es, cuando el contrato contiene una o varias cláusulas ilegales, pese a
su validez y adecuación al ordenamiento jurídico del conjunto esencial del mismo (p. ej.: el Banco
que concede un préstamo superando el tipo de interés máximo fijado por el Banco de España; la
inmobiliaria que inserta una cláusula por la que el adquirente renuncia a los planos que es
preceptivo entregarle…).
La existencia de cláusulas nulas (por ilegales) con otras válidas plantea el problema de determinar si
la invalidez de la cláusula nula debe afectar al conjunto contractual.
El CC no se detiene en dicho problema, pero a lo largo de su articulado existen normas concretas
que han de inspirar para la solución: las cláusulas nulas deberán tenerse por no puestas (igual con
las abusivas); se debe preconizar la eficacia del contrato (principio de conservación del contrato…).
Al no tenerlas por puestas, el vacío contractual habrá de rellenarse mediante la interpretación y,
fundamentalmente, la integración. La integración en su caso será automática (entregar los planos;
tipo de interés máximo el fijado por el Banco de España…). Más raramente, la tarea interpretativa

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puede arrojar el resultado de que, privado de las cláusulas nulas, el contrato no se corresponde con
el designio de las partes, en cuyo caso habrá de abocarse en propugnar la nulidad del contrato.

3. LA ANULABILIDAD DEL CONTRATO

3.1. Idea general


Un contrato anulable es aquel que puede ser anulado o, por el contrario, puede seguir produciendo
efectos (incluso frente al Derecho) en caso de que su efectiva anulación no tenga lugar.
La anulabilidad es un supuesto de invalidez de mucha menor gravedad que la nulidad.

3.2. Causas de anulabilidad


Las razones o causas de anulabilidad pueden identificarse con las siguientes:
1. Todos los vicios del consentimiento: error, violencia (no absoluta), intimidación y dolo.
2. Inexistencia de plena capacidad de obrar en alguno de los contratantes, tal como ocurre en
los siguientes casos:
 Menores no emancipados.
 Personas sometidas a tutela, conforme a la sentencia de incapacitación.
 Personas sometidas a curatela, conforme al art. 293 CC.
 Emancipados respecto de los contratos considerados en el art. 323 (para el casado menor
de edad, el art. 324 CC).
3. Inexistencia de consentimiento marital o uxorio (esto es, del otro cónyuge) respecto de los
actos o contratos onerosos realizados por el otro cónyuge, cuando legalmente se requiere el
consentimiento de ambos.

3.3. La acción de anulabilidad


Al ser de menor gravedad la anulabilidad que la nulidad, su alcance es más limitado:

A) «Sólo durará cuatro años» (art. 1.301.1). Se trata de un plazo de caducidad. El plazo comenzará
a computarse de forma diversa, según la naturaleza de la causa de la anulabilidad:
a) El punto inicial del cómputo es «la consumación del contrato» (perfección) sólo en los
casos de error o dolo.
b) En las demás causas de anulabilidad, el cómputo inicial queda retrasado a un momento
posterior a la perfección del contrato:
 El cese o desaparición de la intimidación o violencia.
 La salida de la tutela en contratos celebrados por menores o incapacitados.
 La disolución de la sociedad conyugal o del matrimonio («salvo que hubiese tenido
conocimiento suficiente de dicho contrato» el cónyuge no interviniente), en los casos de
falta de consentimiento del otro cónyuge.

B) El círculo de personas legitimadas para el ejercicio de la acción de anulabilidad queda limitado a


las personas que hayan sufrido el vicio del consentimiento o fueran incapaces de realizar el
contrato; así como quienes sin ser parte asumen obligaciones a causa de dicho contrato (p. ej.:
constituirse en fiador de las obligaciones de un préstamo que mi hermana recibe del Banco, pero
que se encuentra viciado por error). En cambio, por la aplicación de la buena fe, excluye el CC que
puedan ejercitar la acción de anulabilidad los causantes del error, violencia, intimidación o dolo, o
las personas capaces que contraten con incapaces.

3.4. Efectos de la anulabilidad


Los efectos son sustancialmente los mismos que las consecuencias de la nulidad analizadas en
general: la restitución conforme al art. 1.303 y normas complementarias.
Habría que tener en cuenta el art. 1.304, respecto de quienes contratan sin tener plena capacidad de

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obrar, que «no está obligado a restituir sino en cuanto se enriqueció con la cosa o precio que
recibiera».
Los supuestos de los arts. 1.305 y 1.306 es obvio que quedan restringidos a supuestos de nulidad
radical, y no pueden expandirse a los supuestos de anulabilidad.
La coincidencia de efectos entre nulidad y anulabilidad (la restitución entre los contratantes) es
consecuencia del hecho de que la anulación del contrato (y, por tanto, la sentencia judicial que la
establece) tiene carácter retroactivo.

4. LA PERVIVENCIA DE LOS CONTRATOS INVÁLIDOS

4.1. Observaciones generales: las causas de invalidez y su posible sanación


La diferencia entre nulidad y anulabilidad no puede rastrearse en base a los «efectos positivos del
ejercicio» de la correspondiente acción, sino resaltando las «consecuencias de la falta de ejercicio
de la acción». Es evidente que, en tanto no se declare judicialmente la nulidad o anulabilidad, los
contratos inválidos pervivirán como si no fueran tales. Pero, ¿qué consideración merecen para el
ordenamiento jurídico?:
A) Aunque no se ejercite la acción de nulidad, el contrato nulo será tal para el Derecho. Por
tanto, se trata de una mera apariencia de contrato que no podrá ver sanados sus vicios de
raíz.
B) La falta de ejercicio de la acción de anulabilidad conlleva que la pervivencia fáctica del
contrato anulable se asume por el ordenamiento jurídico, que lo convalida (lo hace válido).
En definitiva, las causas de anulabilidad son disponibles para las partes y, por tanto, sanables. Las
causas de nulidad, por el contrario, son de derecho necesario y de carácter absolutamente
indisponible, por atentar contra el orden público contractual.

4.2. La confirmación del contrato anulable


Si las causas de anulabilidad son disponibles para las partes, renunciando al ejercicio de la
correspondiente acción, es lógico que exista un cauce para sanar el contrato antes de que la acción
de anulabilidad prescriba. Dicho cauce se conoce con el nombre de confirmación o de ratificación.
Según el art. 1.313 «purifica el contrato de los vicios de que adoleciera desde el momento de su
celebración» (esto es, tiene eficacia retroactiva) y por consiguiente extingue la acción de
anulabilidad.
Para que sea válida debe llevarse a cabo por quien estuviera legitimado para ejercitar la acción de
anulabilidad y que el confirmante tenga conocimiento de la causa de anulabilidad y que el vicio no
le siga afectando.
La confirmación puede realizarse de forma expresa o tácita. Esta última consiste, según el art.
1.311, en que el legitimado para ejercitar la anulabilidad «ejecutase un acto que implique
necesariamente la voluntad de renunciarlo».

4.3. La denominada conversión del contrato nulo


Por seguir una simetría, algunos juristas, y dado que la confirmación es sólo aplicable a los
anulables, afirman que el contrato nulo es susceptible de conversión.
Sería reconducir un contrato con tacha de nulidad, por contravenir alguna norma imperativa propia
del modelo o tipo contractual de que se trate, a un tipo diverso para ser considerado válido. El
ejemplo sería el comodato oneroso, que debiera estimarse como arrendamiento (ceder algo por
precio es arrendamiento, el comodato es un préstamo gratuito).
Generalizar la conversión en nuestro Derecho resulta una ardua tarea, ya que el CC no la considera
posible, por mucho que se pretenda ampliar el principio de conservación del contrato. Por cuanto se
refiere al ejemplo del comodato oneroso transmutado en arrendamiento, para Lasarte estaríamos
sencillamente ante un supuesto de calificación convencional errónea. De ahí la importancia del
brocardo visto: «los contratos son lo que son y no lo que digan los contratantes».

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CAPÍTULO 9: LA INEFICACIA EN SENTIDO ESTRICTO

1. EL MUTUO DISENSO
El contrato supone, básicamente, un acuerdo de voluntades mediante el cual los contratantes se
vinculan. Es razonable entender, aunque el CC no lo mencione, que los contratantes tienen la
posibilidad de celebrar un nuevo contrato encaminado a privar de efectos al contrato inicialmente
concluido. Pues bien, ese contrato que tiene por objetivo poner fin a la relación obligatoria
preexistente se conoce con el nombre de mutuo disenso: los contratantes están de acuerdo en
romper el consenso inicialmente existente, esto es, están de acuerdo en disentir, donde antes habían
consentido.
Por tratarse de un nuevo contrato ha de reunir los requisitos generales establecidos; y si persigue
privar de eficacia a una relación obligatoria preexistente, habrá de reunir los requisitos adicionales
(por ejemplo, de forma) exigidos en la relación contractual inicial.
También puede ocurrir que el mutuo disenso no se plasme en un contrato cuya finalidad única sea
realmente extinguir una relación preexistente, sino que vaya implícito en el nuevo contrato y resulte
incompatible con el mantenimiento de la vinculación anterior.
Son susceptibles de extinción por mutuo disenso cualesquiera relaciones obligatorias, ya sean
instantáneas o duraderas, ya se hayan comenzado a cumplir o no; aunque la distinción tiene su
importancia a la hora de establecer los efectos del mutuo disenso: si afecta a una relación
instantánea aún no ejecutada, sus efectos se limitarán a suponer la mera extinción de las
obligaciones generadas por el contrato inicial; pero si se trata de una relación duradera que ha
venido siendo cumplida por las partes, se plantearán los oportunos problemas para determinar si la
desvinculación tiene o no efectos retroactivos, si han de efectuarse reintegros liquidatorios, si nacen
obligaciones de restitución… En suma, el alcance del mutuo disenso es difícilmente reconducible a
unos principios generales: en cada caso habrán de precisarse su alcance y consecuencias.

2. EL DESISTIMIENTO UNILATERAL

2.1. La categoría del libre desistimiento


Perfeccionado un contrato, quedan los contratantes vinculados por el mismo si concurren los
requisitos propios para que surta su eficacia normalmente. El compromiso asumido por los
contratantes les vincula, a ambos. Si se dejara a la libre determinación, arbitrio o capricho de una o
cada una de las partes contratantes la producción de los efectos del contrato, en realidad se estaría
admitiendo la ausencia de vinculación contractual.
Esta regla, sin embargo, parece ser ignorada o flexibilizada por el legislador en una serie concreta
de supuestos. No se recoge con carácter general una categoría de extinción de la relación obligatoria
que pudiera llamarse desistimiento unilateral en el CC, pero sí se regulan supuestos concretos lo
suficientemente importantes como para demandar su análisis.

2.2. Principales supuestos


Son casos en que el legislador consiente que una o cada una de las partes, por su sola decisión
unilateral y sin necesidad de causa que lo justifique, ponga fin a una relación contractual. Son los
siguientes:
 El dueño de la obra o comitente puede «por su sola voluntad» (art. 1.594) dar orden al
contratista para que cese la construcción, poniéndose fin al contrato. En tal caso el comitente
habrá de abonar al contratista una indemnización que comprende los gastos tenidos en la
ejecución de lo hecho y el beneficio que normalmente el contratista obtendría de haber
concluido la obra (el llamado por la jurisprudencia «beneficio industrial»).
 El socio de la sociedad civil concluida por tiempo indeterminado (no así en la pactada por
tiempo determinado) puede, por su sola voluntad, renunciar a la sociedad, poniendo así fin a
la relación social, sin necesidad de indemnizar a nadie, salvo que la renuncia se haya hecho
de mala fe.
 El mandante, libremente y por su decisión, puede revocar el mandato, que deja de producir
sus efectos sin que se establezca ningún efecto indemnizatorio.
 El mandatario puede renunciar al mandato, pero debiendo indemnizar al mandante, salvo
que el desempeño del mandato cause grave detrimento al mandatario. El efecto de la
renuncia puede verse demorado, pues hay que dar tiempo al mandante para adoptar las
oportunas medidas, durante el cual el mandatario debe continuar con la gestión
encomendada.
 El comodante, pactado el comodato por tiempo indeterminado, puede reclamar la
devolución de la cosa prestada a su libre voluntad.
 El depositante, se haya o no pactado tiempo de duración del depósito, puede reclamar la
restitución de la cosa depositada en cualquier momento y dependiendo de su libre decisión.

2.3. El desistimiento a favor de consumidores y usuarios


Algunas Directivas europeas y las consiguientes disposiciones legales internas han acentuado la
importancia del desistimiento por parte de adquirentes de bienes muebles. Así ocurría con carácter
general, según la LOCM, «cuando la perfección del contrato no sea simultánea con la entrega del
objeto» o cuando se realizase una compra por catálogo. La Ley 47/2002 indica que «el comprador
dispondrá de un plazo mínimo de siete días hábiles para desistir del contrato sin penalización y sin
indicación de motivos». También la Ley 28/1998, de venta a plazos de bienes muebles, incluye
regulación destinada al desistimiento unilateral a favor de los consumidores y usuarios.
Actualmente, el TRLCU (aprobado por RD 1/2007) recoge con carácter general el derecho de
desistimiento contractual como una facultad del consumidor y usuario de dejar sin efecto el contrato
celebrado, al tiempo que resalta que serán nulas de pleno derecho las cláusulas que impongan al
consumidor y usuario una penalización por el ejercicio de su derecho de desistimiento.
A pesar de todo, conviene recordar que la existencia del derecho de desistimiento requiere una
norma que así lo reconozca y en absoluto puede interpretarse como una regla de carácter general y
de naturaleza expansiva. Por ello indica el TRLU que «el consumidor tendrá derecho a desistir del
contrato en los supuestos previstos legal o reglamentariamente y cuando así se le reconozca en la
oferta, promoción, publicidad o en el propio contrato».
Tales son los supuestos más claros donde se autoriza a alguno de los contratantes a poner fin a la
relación contractual existente por su libre arbitrio.
Junto a ellos, hay otros supuestos en los cuales cabe extinguir unilateralmente una relación
obligatoria, pero no libremente, sino ante la concurrencia de causa que lo justifique (estos casos no
deben confundirse con los primeros).

2.4. Presupuestos de libre desistimiento


Son presupuestos necesarios para que entre en juego el desistimiento unilateral los siguientes:
1. Que exista una relación de tracto sucesivo o continuada, que desarrolle su eficacia en un
período de mayor o menor duración.
2. Además, pero alternativamente, deben darse algunas de las situaciones siguientes:
a) Que la duración de esa relación sea indeterminada, creándose entonces el riesgo de que
se genere una vinculación vitalicia, lo que va en contra del principio contrario a las
vinculaciones de por vida.
b) Que la economía interna de la relación contractual en cuestión asigne roles no
equilibrados a las partes, siendo predominante el interés de una de ellas (dueño de obra,
depositante, mandante; más dudoso mandatario…).

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Estas dos últimas notas (a y b) pueden darse simultáneamente, pero parece suficiente con que ocurra
una de ellas junto con la enunciada en primer lugar.

2.5. Efectos
El efecto es que se extingue la relación obligatoria, pero parece que sin alcance retroactivo. Al
tratarse de una relación duradera, habrá que proceder normalmente a liquidarla, con la oportuna, en
su caso, rendición de cuentas, reembolsos y restituciones.
En términos generales parece que el desistimiento no tiene un precio: el que tiene la facultad de
desistir debe mantener indemne a la otra parte, la cual lógicamente no debe sufrir perjuicio. Pero, se
observa que junto a casos en los que la ley no se preocupa de precisar la necesidad de abonar
indemnización alguna, hay otros en los que insiste en ello (el más claro, el art. 1.594). Seguramente
se justifica por la diferente valoración de la función que desempeña cada una de las relaciones
contractuales afectadas y la diferente composición de los intereses en juego. No deja de resultar
llamativo el diferente trato que merecen mandante y mandatario: al titular de los intereses
gestionados (mandante) no le impone el CC obligación alguna de indemnizar al tratar de la
revocación; al mandatario, sin embargo, sí se le impone expresamente.

2.6. Desistimiento unilateral convencional


Introducir convencionalmente el desistimiento unilateral, sin mayores precisiones, parece chocar
frontalmente con el tenor del art. 1.256 y del 1.115 (inadmisibilidad de condiciones puramente
potestativas). Sin embargo hay cauces para introducir algo similar al desistimiento, pero con el
importante matiz de que, entonces, parece condicionarse la eficacia del mismo a que el sujeto
facultado para desistir o arrepentirse asuma la carga de perder algo o el deber de abonar algo. Es
claro, por lo dicho, que se trata de la posibilidad del llamado «dinero de arrepentimiento» o «multa
penitencial» y de las arras ya estudiadas.
Al decir que no se debe admitir el desistimiento unilateral convencional sin «precio», lo único que
se afirma es que no puede hablarse de obligación perfecta en tal caso; pero no se excluye que en el
proceso de formación del contrato, hasta que éste se perfeccione, no exista de hecho tal facultad. El
problema se traslada entonces al análisis de la voluntad de las partes en negociación para contratar y
a la determinación del instante en el cual puede decirse que se produce la vinculación jurídica
definitiva propia del contrato.

3. LA RESOLUCIÓN DEL CONTRATO POR INCUMPLIMIENTO

3.1. El art. 1.124 del Código Civil: la facultad resolutoria


Art. 1.124.1: «la facultad de resolver las obligaciones (rectius [estos es], del contrato) se entiende
implícita en las recíprocas, para el caso de que uno de los obligados no cumpliere lo que le
incumbe». La razón es clara: si una de las partes no quiere o no puede cumplir, más vale aceptar tal
realidad y permitir al otro que dé por resuelto el contrato. Es decir: reconocerle una facultad
resolutoria del contrato en base al incumplimiento de la otra parte. Tan lógica es la regla que el CC
entiende que debe considerarse implícita en las obligaciones recíprocas (rectius, contratos
bilaterales).

3.2. Facultad resolutoria, cláusula resolutoria expresa y condición resolutoria: precisiones


Por razones de orden histórico, la facultad resolutoria contemplada en el art. 1.124 ha sido
presentada como una condición resolutoria tácita, creando bastantes confusionismos y embrollos.
Además, en la práctica anterior al Código y en la actual es frecuente pactar una cláusula resolutoria
(expresa) para caso de incumplimiento (acompañada normalmente de un pacto de reserva de
dominio a favor del vendedor en los casos de compraventa: por ejemplo, «en caso de que el
comprador deje de abonar las mensualidades, las cantidades entregadas serán para el vendedor en
concepto de indemnización, quien además recuperará la posesión del piso vendido»).

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Semejante estado de cosas requiere aclarar de entrada que:
1. La facultad resolutoria establecida legalmente en el art. 1.124.1 no es una condición
resolutoria: sencillamente porque el evento futuro contemplado no es ajeno a las partes
contratantes. Además la condición, en cuanto elemento accidental, requiere, por definición,
que su establecimiento se haga por las partes de forma voluntaria, es decir, pactándola
expresamente. Por tanto la denominación «condición resolutoria tácita» debe abandonarse.
2. El establecimiento de la cláusula resolutoria expresa es, sencillamente, el ejercicio
extrajudicial anticipado y previsor de la facultad resolutoria legalmente reconocida. Por
tanto no basta pactarla sin más ni más (de forma abusiva o leonina), sino que su contenido
deberá ajustarse a las circunstancias jurisprudencialmente requeridas para el ejercicio de la
facultad resolutoria, como veremos.

3.3. Requisitos de ejercicio de la facultad resolutoria


Conforme a la jurisprudencia reiterada del TS, el ejercicio de la facultad resolutoria requiere:
1. Que el reclamante o demandante haya cumplido su obligación o que acredite que se
encuentra en condiciones de hacerlo. No está legitimado para resolver las obligaciones
(sinalagmáticas e interdependientes) el contratante que no haya cumplido, o que haya
cumplido sólo en parte. El demandante que ha realizado actos que obstaculizan totalmente el
cumplimiento de una obligación básica del contrato queda privado de su facultad de pedir la
resolución del mismo con base en el impago del resto del precio.
2. Obviamente, que la otra parte no cumpla o no haya cumplido cuanto le incumbe, aunque su
incumplimiento no sea total, sino parcial. Ahora bien, aun cuando el incumplimiento parcial
permita la aplicación del art. 1.124, es claro que ha de requerirse que el incumplimiento
tenga la entidad suficiente para impedir la satisfacción económica de las partes; es decir, que
se repute grave o esencial dentro del marco contractual, afectando a obligaciones principales
del mismo y no simplemente a las accesorias o secundarias.
3. Que se encuentren ligadas las partes por un contrato bilateral, esto es, por una relación
sinalagmática, en la que la prestación de una tenga como causa la prestación de la otra.
4. Que la obligación cuyo incumplimiento fundamenta el ejercicio de la facultad resolutoria
sea exigible.
5. Que la frustración del contrato dimanante del incumplimiento sea patente o, al menos,
acreditable. Para el TS es indiferente que tal incumplimiento se deba a voluntad
deliberadamente rebelde a hacer efectiva la obligación, cuanto a circunstancias de orden
fáctico que de modo absoluto, definitivo e irrevocable lo impidan (ya tengan su origen en el
incumplidor –pereza, incompetencia, falta de pericia- o hechos fortuitos e inevitables para el
mismo –incluida la fuerza mayor-). La imputabilidad del incumplimiento tendrá importancia
para determinar la indemnización.

3.4. Ejercicio de la acción resolutoria


De acuerdo al art. 1.124.2, el perjudicado puede optar por exigir el cumplimiento (en caso de que
sea posible) o la resolución del contrato. Incluso puede optar por la resolución del contrato tras
haber intentado lograr el cumplimiento, cuando éste resultare imposible (se trata del denominado
ius variandi). Pero instada la resolución, no cabe variarla por el cumplimiento (STS).
Cualquier de las dos opciones va acompañada, en principio, por la indemnización de daños y
perjuicios (sometida a las reglas generales), aunque no de forma necesaria, porque no cabrá
reclamarla cuando el incumplimiento se deba a circunstancias no imputables al demandado. Es más,
el Juez no tiene por qué sentenciar de forma automática la resolución por la que opte el demandante,
ya que el CC lo autoriza a que, en caso de haber causas justificadas, conceda al deudor un plazo
para que cumpla. Al no prever expresamente el CC el plazo del ejercicio de la acción, ha de
entenderse que es el general de prescripción de las acciones personales: quince años.

3.5. Efectos de la resolución

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En caso de obtenerse definitivamente ésta, la resolución del contrato tiene efecto retroactivo y
eficacia restitutoria, por lo que ambas partes habrán de reintegrarse recíprocamente el objeto del
contrato que hubieran recibido. Es un supuesto más de ejecución específica o in natura que, caso de
resultar imposible, se verá sustituida por la consiguiente reparación pecuniaria.
Pero esta reparación sustitutoria no debe confundirse con la, en su caso, aneja prestación
indemnizatoria, haya sido o no contemplada expresamente por las partes esta última mediante la
incorporación de una cláusula penal.

4. LA ALTERACIÓN DE LAS CIRCUNSTANCIAS CONTRACTUALES: LA CLÁUSULA


REBUS SIC STANTIBUS

[Rebus sic stantibus es una expresión latina, que puede traducirse como «estando así las cosas»,
que hace referencia a un principio de Derecho, en virtud del cual, se entiende que las estipulaciones
establecidas en los contratos lo son habida cuenta de las circunstancias concurrentes en el momento
de su celebración, esto es, que cualquier alteración sustancial de las mismas puede dar lugar a la
modificación de aquellas estipulaciones.]

4.1. La alteración de las circunstancias contractuales y la cláusula rebus sic stantibus


No son extraños los supuestos en que, como consecuencia de la extraordinaria alteración de las
circunstancias atinentes al contrato, no previstas por las partes, se producen efectos que atentan
contra la equivalencia de las prestaciones establecidas originariamente en el momento de
celebración del contrato (ej: tras la Guerra Civil española, algunas personas que tenían pactado un
contrato de suministro con los aceituneros de Jaén pretendieron que éstos les siguieran entregando
el fruto en las condiciones, cantidad y precio pactado con anterioridad).
Ante semejante eventualidad, la doctrina y jurisprudencia españolas han hablado tradicionalmente
de la llamada cláusula rebus sic stantibus como remedio al desequilibrio patrimonial que la
alteración de las circunstancias contractuales comporta, en el sentido de entender implícito o
subyacente en todo contrato de tracto sucesivo un pacto en virtud del cual el cumplimiento del
mismo se entiende necesario siempre y cuando las cosas sigan manteniéndose tal y como se
encontraban en el momento de la perfección del contrato. Es decir: en caso de una extraordinaria
modificación del entorno contractual habría que concluirse que el contrato no vincula a las partes o
que por lo menos no les obliga más que adecuándolo a las circunstancias coetáneas al momento de
ejecución.
Semejante pretensión no puede cohonestarse fácilmente con otro principio básico: pacta sunt
servanda [lo pactado obliga]. Por ello, la admisibilidad del mecanismo estudiado se hace con
extraordinaria cautela, de forma restrictiva, por afectar al principio pacta sunt servanda y a la
seguridad jurídica, exigiendo por ello requisitos para su aplicación (STS).

4.2. La cláusula rebus sic stantibus como supuesto de integración contractual


La confrontación entre el principio de seguridad contractual (pacta sunt servanda) y el
mantenimiento de la equivalencia de las prestaciones (cláusula rebus sic stantibus) se ha pretendido
superar, en favor de esta última, argumentando que dicha «cláusula» se encuentra ínsita en todo
contrato por la voluntad presunta de las partes.
Dicho planteamiento es erróneo. La virtualidad propia de la cláusula rebus sic stantibus no se deriva
de pacto entendido alguno, ni de voluntad presunta de las partes ni es una cláusula contractual en el
sentido convencional de regla prevista insertada en el contrato por las partes. Se trata,
sencillamente, de una aplicación concreta a los contratos de ejecución temporalmente diferida de las
reglas de integración contractual imperativamente establecidas por el art. 1.258 CC que, por
principio, son indisponibles para la voluntad (presunta, implícita, tácita o declarada) de las partes.

4.3. Requisitos y efectos de la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus


La reiteradísima jurisprudencia española exige que se den las circunstancias siguientes:
1. Que entre las circunstancias existentes en el momento de celebración del contrato y las
concurrentes en el momento de su cumplimiento o ejecución se haya producido una
alteración extraordinaria.
2. Que, a consecuencia de dicha alteración, resulte una desproporción exorbitante y fuera de
todo cálculo entre las prestaciones convenidas.
3. Que no exista otro medio (jurídicamente hablando) de remediar el desequilibrio sobrevenido
de las prestaciones.
4. Que las nuevas circunstancias fueran imprevisibles para las partes en el momento de la
celebración.
5. Que quien alegue la cláusula rebus sic stantibus tenga buena fe y carezca de culpa.
Aunque las consecuencias de la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus se encuentran en
estrecha dependencia de los datos de hecho, el TS como regla general se inclina más por revisar o
modificar la originaria equivalencia de las prestaciones que por declarar la ineficacia sobrevenida
del contrato.

5. LA RESCISIÓN DEL CONTRATO

5.1. Idea general


La rescisión es una forma de ineficacia del contrato que procede de un momento posterior a la
celebración del mismo, el cual nace plenamente válido, pero posteriormente puede ser declarado
ineficaz por sus efectos lesivos o perjudiciales para una de las partes o un tercero. Se distingue,
legal y teóricamente, con facilidad de la nulidad y anulabilidad, puesto que la rescisión supone un
contrato inicialmente válido, mientras que la nulidad y anulabilidad implican la invalidez inicial del
contrato a que están referidas.
Art. 1.290: «Los contratos válidamente celebrados pueden rescindirse en los casos establecidos
por la ley».

5.2. Las causas de rescisión en el Código Civil


Las causas de rescisión se pueden clasificar en tres grandes grupos:

A) Rescisión por lesión


El término lesión empleado aquí significa perjuicio patrimonial para una de las partes. Utilizando
dicha idea como causa de ineficacia, el CC declara rescindibles:
1. Todos los contratos que puedan llevar a cabo los tutores sin la debida o pertinente
autorización (hay que estar atentos a las sucesivas modificaciones del art. 1.291.1: la
«autorización del consejo de familia» hay que entenderla reconvertida a la «autorización
judicial»; es condición sine qua non de aplicación del art. 1.291.1 que el tutelado sufra
lesión en más de la cuarta parte, a causa de la celebración por el tutor de un contrato que no
requiera autorización judicial; los contratos que celebre por sí mismo el menor serán
anulables y no rescindibles; tampoco serán rescindibles los que celebre el tutor con
autorización judicial, respecto de los cuales podrá el menor, para reparar los perjuicios que
le causen, exigir la responsabilidad en que haya podido incurrir el Juez al conceder la
autorización al tutor; los que, necesitando autorización judicial, celebre el tutor por sí solo
serán nulos).
2. Los contratos celebrados en representación de los ausentes, siempre que estos hayan sufrido
la lesión a que se refiere el número anterior, es decir, en más de la cuarta parte del valor de
la cosa, y no se haya celebrado el contrato con autorización judicial.
3. La partición de herencia, siempre que la lesión sea en más de la cuarta parte, atendiendo al
valor de las cosas cuando fueron adjudicadas.
Fuera de los casos indicados, «ningún contrato se rescindirá por lesión» (art. 1.293).

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B) Rescisión por fraude
La celebración de un contrato con intención fraudulenta respecto de terceros (es decir, con ánimo de
engañarlos perjudicando sus intereses) constituye causa de rescisión en los siguientes supuestos:
1. Los contratos celebrados con fraude de acreedores, cuando éstos no puedan cobrar de otro
modo lo que se les deba. Se presume el fraude en todas las enajenaciones gratuitas y, en las
onerosas, cuando el transmitente haya sido judicialmente condenado o cuando se trate de
bienes embargados judicialmente.
2. Los contratos que se refieran a cosas litigiosas, cuando hubiesen sido celebrados por el
demandado sin conocimiento y aprobación de las partes litigantes o de la autoridad judicial
competente.
3. Los pagos hechos en estado de insolvencia por cuenta de obligaciones a cuyo cumplimiento
no podía ser compelido el deudor al tiempo de hacerlos.
El TS se pronuncia a favor de una interpretación extensiva de las normas legales sobre fraude, y al
mismo tiempo es doctrina reiterada que el fraude puede estar constituido tanto por la intención de
causar un perjuicio a los acreedores como la simple conciencia en ese sentido.

C) Rescisión por otros motivos


El art. 1.291.5, mediante una cláusula remisiva de carácter general, deja la puerta abierta a
cualesquiera otros casos en que especialmente determine la ley la rescisión.

5.3. La acción rescisoria


A) Requisitos
El CC exige tres requisitos para que sea posible el ejercicio de la acción rescisoria («devolución de
las cosas que fueron objeto del contrato con sus frutos y del precio con sus intereses», art. 1.295):
1. Que el perjudicado carezca de otro recurso legal para obtener la reparación del perjuicio: se
trata, por tanto, de una acción subsidiaria.
2. Que el perjudicado pueda devolver aquello a que estuviera obligado.
3. Que las cosas objeto del contrato no se hallen legalmente en poder de terceras personas que
hubieran procedido de buena fe, ya que, en tal caso, la pretensión del lesionado o defraudado
ha de limitarse a reclamar la indemnización de perjuicios al causante de la lesión.

B) Plazo
El mismo plazo que se señala para las acciones de anulabilidad: cuatro años.

C) Cómputo del plazo


«Para las personas sujetas a tutela y para los ausentes, los cuatro años no empezarán hasta que
haya cesado la incapacidad de los primeros o sea conocido el domicilio de los segundos». En los
demás casos, empezará a correr el plazo desde la celebración del contrato.

5.4. Eficacia restitutoria e indemnizatoria de la rescisión


El efecto fundamental de la rescisión tiene acusado matiz restitutorio: obtener la devolución de todo
aquello que haya sido entregado por virtud del contrato rescindible (tanto la cosa como el precio o,
en su caso las cosas –p. ej.: una permuta).
Pero como puede ocurrir que las cosas entregadas hayan desaparecido, siendo imposible su
devolución, o bien que hayan ido a parar a menos de terceros adquirentes, protegidos de modo
preferente sobre el que ejercita la acción rescisoria por lesión o fraude, en estos casos de imposible
devolución la acción rescisoria se transforma en indemnizatoria o reparadora, con carácter
subsidiario.
La obligación de indemnizar puede alcanzar al adquirente de mala fe, pues «el que hubiere
adquirido de mala fe las cosas enajenadas en fraude de acreedores deberá indemnizar a estos de
los daños y perjuicios que la enajenación les hubiere ocasionado, siempre que por cualquier causa

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le fuere imposible devolverlas» (art. 1.298).

CAPÍTULO 10: LA DONACIÓN

1. LA DONACIÓN COMO CONTRATO


La donación es la transmisión voluntaria de una cosa o de un conjunto de ellas que hace una
persona, donante, a favor de otra, donatario, sin recibir nada como contraprestación.
Aunque el CC no la califica como contrato, sino como acto, y la regula con ocasión de los «modos
de adquirir la propiedad», el carácter contractual le viene dado por la exigencia de la aceptación por
parte del donatario, lo que supone acuerdo de los dos contratantes, y de otra parte, la sujeción a las
disposiciones generales de los contratos y obligaciones en todo lo que no se halle determinado en
sus normas específicas.
Además de un contrato es un modo de adquirir que opera sin necesidad de tradición simultánea o
posterior: esto es, la donación produce efectos reales desde el mismo momento en que ha tenido
lugar su perfección por la aceptación del donatario.
El art. 618 define la donación como «el acto de liberalidad por el cual una persona dispone
gratuitamente de una cosa en favor de otra, que la acepta».

2. MODALIDADES DE LA DONACIÓN

2.1. Donaciones remuneratorias


Art. 619: «es también donación la que se hace a una persona por sus méritos o por los servicios
prestados al donante, siempre que no constituyan obligaciones exigibles». Son aquellas que
encuentran su razón de ser en los méritos del donatario o en los servicios prestados por éste al
donante. Algunos autores consideran que este tipo de donaciones deben ser consideradas simples y
comunes. También puede defenderse que el carácter remuneratorio viene dado por el hecho de que
concurran en el donatario circunstancias relevantes que el donante valora especialmente aunque no
representen para él mismo «servicio alguno» (defensa de los niños, valor cívico, etc.).
El problema se plantea porque el art. 622 dispone que «las donaciones con causa onerosa se
regirán por las reglas de los contratos, y las remuneradas, por las disposiciones del presente título
en la parte que excedan del valor del gravamen impuesto». Por ello algunos autores han propuesto
una especie de «descomposición» de la donación remunerada, propugnando que hasta donde
alcance el valor del servicio remunerado habrían de aplicarse las reglas de los contratos onerosos, y
para el exceso, las reglas de las donaciones. Pero la mejor doctrina ha acabado por entender
inaplicable a las donaciones remuneratorias el art. 622, cuya segunda parte probablemente esté
referida a las donaciones modales, que vemos a continuación.

2.2. Donaciones modales u onerosas


Son aquellas donaciones que reciben una carga modal, pues como sabemos la «onerosidad propia»
está excluida de los actos de liberalidad. Se encuentran en el art. 619.2: son también donaciones
«aquellas en que se impone al donatario un gravamen inferior al valor de lo donado». La donación
modal puede implicar tanto la asignación de una parte de lo donado a un cierto destino en beneficio
de un tercero (te regalo el cortijo pero anualmente entregas el diezmo de la cosecha al Convento
«Tal»), cuanto un gravamen independiente del propio objeto de donación (te entrego
irrevocablemente un depósito bancario, pero en el entendido de que anualmente entregarás 3.000
euros a tu abuela).

2.3. Donaciones mortis causa

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La donación es, en principio, un acto inter vivos. La opinión mayoritaria de doctrina y
jurisprudencia, en base al art. 620: «las donaciones que hayan de producir sus efectos a la muerte
del donante participan de la naturaleza de las disposiciones de última voluntad y se regirán por las
reglas establecidas en el capítulo de la sucesión testamentaria», es que deben ser asimiladas a los
legados hechos en testamento, de forma tal que la posposición de los efectos de tales donaciones
hasta el fallecimiento del «donante» supone que en realidad han de ser consideradas revocables y
quedan sin efecto hasta que, tras el fallecimiento del donante, sean objeto de reconocimiento en la
pertinente disposición testamentaria.

2.4. Donación con reserva de la facultad de disponer


El art. 639 contempla un supuesto excepcional en relación con la irrevocabilidad de la donación:
«Podrá reservarse el donante la facultad de disponer de alguno de los bienes donados o de alguna
cantidad con cargo a ellos; pero si muriere sin haber hecho uso de este derecho, pertenecerán al
donatario los bienes o la cantidad que se hubiese reservado».

2.5. Donación con cláusula de reversión


Conforme al art. 641, el donante cuenta con facultades para establecer una «reversión
convencional» o un «derecho de retorno» en su favor o en el de un tercero.
En caso de que la reversión quede establecida en favor del donante, el art. 641 la entiende válida
«para cualquier caso y circunstancias».
En el caso de que se establezca en favor de otras personas, sólo resulta admisible «en los mismos
casos y con iguales limitaciones que determina este Código para las sustituciones testamentarias».

2.6. Liberalidades de uso


Son aquellos actos de liberalidad realizados en virtud de cánones de conducta socialmente seguidos
por la generalidad de las personas (ej.: regalos de cumpleaños). Por fundamentarse en normas
sociales generalmente seguidas más que un verdadero ánimo de liberalidad, algunos autores les
niegan el carácter de donación. Sin embargo, parece más segura la opinión que propugna su
naturaleza de donación, aunque algunas normas de ésta (como ocurre con el art. 1.041) no les
resulten aplicables cuando así lo prevea el legislador, por entender precisamente que la adecuación a
las normas sociales generalmente asumidas impiden considerar el posible carácter fraudulento o
perjudicial para terceros que siempre planea sobre las donaciones puras y simples.

3. PRESUPUESTOS Y ELEMENTOS DE LA DONACIÓN


Son elementos esenciales de la donación: el empobrecimiento del donante, el enriquecimiento del
donatario, y la intención de hacer una liberalidad (o animus donandi). Se excluyen de la categoría
de donación aquellos actos realizados a título gratuito que, otorgando una ventaja patrimonial sin
contraprestación, no entrañen una pérdida patrimonial (préstamo, depósito o fianza establecidos con
carácter gratuito, etc…).

3.1. Capacidad de las partes


La donación implica para el donante una disminución patrimonial, y para el donatario un
enriquecimiento que difícilmente puede comportar consecuencias negativas. Es claro, por ello, que
el CC se muestre riguroso y exigente respecto a la capacidad del donante, al tiempo que amplía
notoriamente la capacidad del donatario.

A) Capacidad para donar


Art. 624: «podrán hacer donaciones todos los que puedan contratar y disponer de sus bienes». Han
de darse las dos circunstancias a la vez: capacidad contractual y además libre disposición sobre los
bienes que vayan a ser objeto de donación. Recordemos que:
 Excede del ámbito de los actos de administración ordinaria del hijo menor que haya
cumplido dieciséis años la posibilidad de realizar donaciones y, por consiguiente, necesitará
el consentimiento de los padres.
 En parecido sentido, los padres necesitarán autorización judicial para donar bienes
inmuebles u objetos preciosos y valores mobiliarios pertenecientes a los hijos cuya
administración ostenten.
 Los herederos del ausente que, finalmente, es declarado fallecido no podrán disponer a título
gratuito hasta cinco años después de la declaración del fallecimiento.
 El menor emancipado, sin consentimiento de sus padres o del tutor, no podrá donar bienes
inmuebles y establecimientos mercantiles o industriales u objetos de extraordinario valor.

B) Capacidad para aceptar donaciones


La amplitud con que cabe considerar dicha capacidad se manifiesta en que incluso el nasciturus
puede ser donatario: basta para ello con que la aceptación de la donación sea realizada por las
personas que legítimamente los representaría, si se hubiera verificado ya su nacimiento.
Es decir, cualquier persona, aún sin tener capacidad de obrar o una especial capacidad de obrar,
puede proceder a la aceptación de la donación.
Teniendo «capacidad natural» para entender y querer, pueden emitirse válidamente declaraciones de
voluntad dirigidas a aceptar donaciones. La prueba de ello es que el CC sólo exige capacidad
contractual en el caso de que se trate de donaciones condicionales u onerosas.

3.2. Objeto y límites


La donación puede recaer sobre cualquier bien o derecho que sea autónomo e independiente y, por
tanto, individualizable en el patrimonio del donante.
El empobrecimiento del donante puede ser perjudicial para el propio donante, para sus familiares
con derecho a legítima y para sus acreedores. Por ello el CC impone ciertos límites de carácter
objetivo a la donación:
a) La donación no podrá comprender los bienes futuros.
b) El donante deberá reservarse en plena propiedad o en usufructo lo necesario para vivir en un
estado correspondiente a sus circunstancias.
c) Nadie podrá dar por vía de donación más de lo que pueda dar por vía de testamento,
debiendo ser reducidas en cuanto excedan de las posibilidades de libre disposición del
donante, a petición de los herederos forzosos. En tal caso, se habla de «donación inoficiosa».
Para saber si es inoficiosa habrá que estar al momento de la muerte del donante, teniendo en
cuenta el valor de los bienes dejados por el mismo al que se sumará el que tenían los
donados en el momento de la donación y, sobre la suma así obtenida, se determinará la parte
que el donante podía disponer libremente a favor del donatario.
d) Al suponer la donación una enajenación de bienes a título gratuito, si con ella se defraudaran
los derechos de los acreedores, se presume fraudulenta, autorizándose a los acreedores
anteriores a la donación solicitar su rescisión; pero no así a los posteriores.

3.3. Perfección de la donación: la aceptación


La donación, bajo pena de nulidad, está sujeta a la aceptación por parte del donatario, que la puede
realizar por sí mismo o por medio de persona autorizada, según dispone el art. 630. Constituye éste
uno de los extremos fundamentales para defender la naturaleza contractual de la donación.
El CC regula la perfección de la donación en dos artículos:
 De una parte, establece que «la donación no obliga al donante, ni produce efecto, sino
desde la aceptación» (art. 629).
 De otra, entiende que «la donación se perfecciona desde que el donante conoce la
aceptación del donatario» (art. 623).
Para el art. 629 habría de seguirse la «teoría de la emisión», mientras que el art. 623 se adscribiría a
la «teoría del conocimiento o de la cognición», cuya aplicación la mayoría de los autores considera

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preferente. Cabe pensar que entre ambos artículos no hay contradicción, sino que la aceptación del
donatario provoca la inmediata eficacia de la donación (art. 629) salvo que, antes de tener
conocimiento de ella, la revoque el donante (art. 623).

3.4. Forma
Para el CC, la donación es un contrato formal, si bien los requisitos de forma son distintos según
recaiga sobre bienes muebles o inmuebles:
A) La donación de cosa mueble podrá hacerse verbalmente o por escrito, requiriéndose, en el
primer caso, la entrega simultánea de la cosa, y en el segundo que la aceptación conste
igualmente por escrito (art. 632).
B) En el caso de que esté referida a bienes inmuebles, la donación ha de hacerse
necesariamente en escritura pública, al igual que su aceptación, debiéndose producir ésta en
vida del donante.
El art. 633 dispone que «para que sea válida la donación de cosa inmueble ha de hacerse en
escritura pública, expresándose en ella individualmente los bienes donados y el valor de las cargas
que deba satisfacer el donatario. La aceptación podrá hacerse en la misma escritura o en otra
separada, pero no surtirá efecto si no se hiciese en vida del donante. Hecha en escritura separada,
deberá notificarse la aceptación en forma auténtica al donante y se anotará esta diligencia en
ambas escrituras».
La jurisprudencia, con carácter general, anula las donaciones de bienes inmuebles en caso de que no
se haya otorgado la correspondiente escritura pública.

4. LA REVOCACIÓN DE LAS DONACIONES


La donación es irrevocable, en el sentido de que no puede quedar sin efecto por la sola voluntad del
donante, una vez que haya tenido lugar la aceptación del donatario. Sin embargo, el CC, teniendo en
cuenta su carácter de atribución patrimonial sin contraprestación, faculta al donante para recuperar
lo donado en algunos supuestos, suponiendo que de haberlos conocido no la habría realizado o por
razones de justicia material. Las causas de revocación se encuentran legalmente predeterminadas o
tasadas y, por ello, son de interpretación estricta, quedando limitadas a los supuestos siguientes:
supervivencia o supervenencia de hijos, incumplimiento de las cargas impuestas por el donante o
por causa de ingratitud del donatario.

4.1 Supervivencia o supervenencia de hijos


Art. 644: «Toda donación hecha entre vivos, hecha por persona que no tenga hijos ni
descendientes, será revocable por el mero hecho de ocurrir cualquiera de los casos siguientes:
1. Que el donante tenga, después de la donación hijos, aunque sean póstumos.
2. Que resulte vivo el hijo del donante que éste reputaba muerto cuando hizo la donación».
En el primer caso se habla de «supervenencia» para expresar la circunstancia sobrevenida de
existencia de hijos, mientras que en el segundo se trata de resaltar la existencia de un hijo
«superviviente».
El donante podrá revocar la donación si desea hacerlo, pues la supervenencia o supervivencia no
acarrea de forma automática la ineficacia de la donación realizada. El plazo para ejercitar la
correspondiente «acción de revocación» es de cinco años «contados desde que se tuvo noticia del
nacimiento del último hijo o de la existencia del que se creía muerto» (art. 646). El referido plazo es
de caducidad, aunque el precepto hable de prescripción. Dentro de tal plazo, en caso de
fallecimiento del donante, la acción de revocación se transmite a sus hijos y descendientes.

4.2. Incumplimiento de cargas


El supuesto de revocación por incumplimiento de cargas impuestas por el donante se encuentra
contemplado en el art. 647.1: «La donación será revocada a instancia del donante cuando el
donatario haya dejado de cumplir alguna de las condiciones que el aquel le impuso».

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El CC no establece la duración de la acción por incumplimiento de cargas, ni si cabe su transmisión
a los herederos o legitimarios del donante en caso de fallecimiento de éste. Jurisprudencialmente se
ha propugnado de forma reiterada que la acción es transmisible a los herederos. El silencio respecto
del plazo suele ser superado doctrinalmente, por vía de analogía, recurriendo al plazo cuatrienal
previsto para las acciones rescisorias.

4.3. Ingratitud del donatario


La denominada «ingratitud del donatario», de acuerdo con el CC, se producirá en los supuestos en
que el donatario cometiera algún delito contra la persona, el honor, o bienes del donante; le impute
algún delito de los que dan lugar a procedimientos de oficio o acusación pública, a menos que se
hubiese cometido contra el propio donatario, o le niegue indebidamente alimentos (art. 648).
La acción de revocación tiene un plazo de prescripción de «un año, contado desde que el donante
tuvo conocimiento del hecho y posibilidad de ejercitar la acción». La acción de revocación debe ser
ejercitada por el propio donante: art. 653 dispone que «no se transmitirá esta acción a los herederos
del donante si éste, pudiendo, no la hubiese ejercitado».

4.4. Efectos de la revocación


La revocación de la donación comporta la restitución al donante de los bienes donados, o del valor
que éstos tenían al tiempo de la donación si hubiesen sido enajenados, quedando a salvo los
derechos de terceros adquirentes de buena fe.

5. LA REVERSIÓN DE LA DONACIÓN
Ya vimos el art. 641: «podrá establecerse válidamente la reversión a favor de sólo el donador para
cualquier caso y circunstancias, pero no a favor de otras personas sino en los mismos casos y con
iguales limitaciones que determina este Código para las sustituciones testamentarias». En el fondo,
al establecer la reversión, se está realizando una donación condicional.
Al limitar la reversión a favor del donante (o de otras personas, normalmente parientes y/o
herederos del donante que cumplan los límites establecidos para las sustituciones hereditarias)
pretende el CC favorecer el tráfico económico e impedir vinculaciones imperecederas de los bienes.
En opinión de Lasarte, esta pretensión se ve debilitada en los supuestos de que el donante sea una
persona jurídica, pues en tal caso las condiciones impuestas pueden posponerse indefinidamente en
el tiempo.

6. LA REDUCCIÓN DE LAS DONACIONES INOFICIOSAS


Reciben el nombre de donaciones inoficiosas las que superen el valor de lo que el donante (o el
donatario) puedan dar (o recibir) por testamento (art. 636), en cuanto pueden resultar perjudiciales
para los legitimarios o herederos del donante. Por consiguiente, para determinar el carácter
inoficioso de cualquier donación es preciso que se abra la sucesión del donante a causa de su
fallecimiento. En tal sentido, expresa el art. 654 que «las donaciones que, con arreglo a lo
dispuesto en el art. 636, sean inoficiosas computado el valor líquido de los bienes del donante al
tiempo de su muerte, deberán ser reducidas en cuanto al exceso».

CAPÍTULO 11: EL CONTRATO DE COMPRAVENTA

1. LA COMPRAVENTA: IDEAS GENERALES

1.1. Nociones y caracteres

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De todos los contratos, la compraventa es el más frecuente en la vida diaria, y tradicionalmente se le
ha considerado como el «contrato-tipo» por antonomasia, y parte de sus preceptos se aplican, en
principio (y con las precisas adaptaciones) a los demás contratos en que existen prestaciones
recíprocas.
Conforme el art. 1.445 CC: «por el contrato de compraventa uno de los contratantes se obliga a
entregar una cosa determinada y el otro a pagar por ella un precio cierto, en dinero o signo que lo
represente».
Por consiguiente, la compraventa es un contrato consensual, que se perfecciona por el mero
consentimiento. La entrega de la cosa y el pago del precio corresponden a la fase de ejecución del
contrato.
Es también un contrato bilateral por producir obligaciones recíprocas para las dos partes
contratantes: la entrega de la cosa y el pago del precio, actuando una como causa de la otra.
Es un contrato oneroso, por suponer una equivalencia entre las prestaciones de las partes, esto es,
sacrificios recíprocos para comprador y vendedor. Al hablar de equivalencia debe tenerse presente
que no es necesaria una equivalencia objetiva, es decir, la real y efectiva adecuación entre el precio
y el bien correspondiente, bastando la llamada equivalencia subjetiva.
Por lo general, es un contrato conmutativo al estar determinado el intercambio de prestaciones
desde el momento de su perfección; pero puede ser aleatorio en ciertos casos, como sucede cuando
se trate de «cosas futuras» a riesgo del comprador o «compraventa de esperanza», en la que el
comprador se obliga a pagar el precio, tenga o no existencia la cosa.
Es un contrato traslativo de dominio, en el sentido de que sirve de título para la transmisión de la
propiedad. El vendedor se obliga a transmitir la propiedad de la cosa vendida, siendo dicho
resultado la finalidad perseguida por el comprador: la adquisición en propiedad de aquella.
El carácter traslativo no está reñido con el llamado pacto de reserva de dominio. Consiste dicho
pacto en la estipulación expresa contemplada en el contrato en virtud de la cual vendedor y
comprador acuerdan que no se producirá la transmisión de la propiedad de la cosa vendida hasta
que no se produzca el pago íntegro del precio convenido. El CC no contiene norma alguna relativa a
dicho pacto (aunque sí la hay en la Ley de Venta de Bienes Muebles a Plazos), por lo que la
doctrina ha debatido acerca de la validez o licitud de dicho pacto. Sin embargo, la doctrina
jurisprudencial al respecto es absolutamente firme y reiterada a favor de su licitud.

1.2. Capacidad para celebrar el contrato de compraventa: las prohibiciones


La compraventa exige, como todos los contratos, que las partes contratantes tengan la capacidad
suficiente para contratar y obligarse. El art. 1.457 sienta, como regla general, que «podrán celebrar
el contrato de compra y venta todas las personas a quienes este Código autoriza para obligarse,
salvo las modificaciones contenidas en los artículos siguientes». De este modo se establece una
remisión a la normativa en materia de capacidad de obrar.
El art. 1.458 actualmente, no dispone de ninguna restricción a las compraventas entre cónyuges,
cualquiera que sea el régimen del matrimonio, pondrán venderse bienes entre sí.
El art. 1459, para evitar posibles fraudes o perjuicios en supuestos en que hay intereses encontrados,
prohíbe a determinadas personas adquirir por compra, aunque sea en subasta pública o judicial, por
sí ni por persona alguna intermedia, bienes de otras sobre las que tienen algún tipo de influencia:
 Se prohíbe al tutor adquirir los bienes de sus pupilos, siendo extensible a todo cargo tutelar.
 Por lo que respecta a los mandatarios y los albaceas, la prohibición se hace extensiva a
cualquier forma de administración o representación voluntaria.
 Igualmente afecta la prohibición sobre los funcionarios públicos en la demarcación
territorial y respecto de los bienes de cuya administración estuviesen encargados; al personal
al servicio de la Administración de Justicia, los bienes en litigio ante el Tribunal en cuya
jurisdicción ejerciera sus funciones, afectando también a abogados y procuradores. De la
prohibición contenida en el art. 1.459.5 se exceptúan las acciones hereditarias entre
coherederos, o de cesión en pago de créditos, o de garantía de los bienes que posean.
Para determinar el carácter litigioso de un bien se han venido utilizando dos criterios: la fecha de
emplazamiento para constatar la demanda (criterio jurisprudencial) y desde la contestación a la
demanda (art. 1.535.2).
La contravención de estas prohibiciones lleva aparejada la nulidad radical y absoluta del contrato
así celebrado, independientemente de la posible responsabilidad disciplinaria y penal a que pudiera
dar lugar en su caso. La conculcación de la prohibición del mandatario y albacea es objeto de
anulabilidad, al poder recaer con posterioridad el consentimiento del mandante o los sucesores.

2. EL OBJETO DE LA COMPRAVENTA
La compraventa supone la obligación por parte del vendedor de entregar una cosa determinada a
cambio de un precio en dinero o signo que lo represente, que deberá ser satisfecho por el
comprador. Ello supone que, propiamente hablando, el objeto de la compraventa es doble: la cosa a
entregar y el precio a pagar.

2.1. Las cosas


A) En general
Las cosas pueden ser corporales e incorporales o derechos; muebles e inmuebles; presentes y
futuras; pero, en cualquier caso, han de reunir una triple condición:
1. Que sean de comercio lícito, conforme al art. 1.271.
2. Que tengan existencia real o posible: no resulta imprescindible que la cosa objeto de venta
exista en el momento de la celebración del contrato si se prevé la posibilidad de su
existencia en la fase de ejecución. De ahí el art. 1.460: «si al tiempo de celebrarse la venta
se hubiese perdido en su totalidad la cosa objeto del mismo quedará sin efecto el contrato».
Por ello es importante el momento de la perfección del contrato, ya que si el perecimiento
ocurriese después de su conclusión la pérdida fortuita de la cosa específica o genérica ya
individualizada sería a cargo del comprador. En caso de pérdida parcial de la cosa vendida,
continúa diciendo el art. 1.460, el comprador podrá optar entre desistir del contrato o
reclamar la parte existente, abonando su precio en proporción al total convenido. Si la cosa
no tiene existencia real al contratar, pero previsiblemente la llegará a tener, la compraventa
puede revestir dos modalidades distintas según la voluntad de las partes:
a) Compraventa de cosa esperada. En tal caso, la compraventa reviste los caracteres de
conmutativa y condicional, en cuanto las partes subordinan la eficacia del contrato a la
existencia de la cosa. Si la cosa no llega a tener existencia, no hay obligación por parte
del vendedor de entregar cosa alguna, ni el comprador ha de pagar el precio (ej.: se
contrata la venta de la cosecha que una finca producirá en el año próximo. El comprador
sólo pagará la cosecha producida y el precio convenido).
b) Compraventa de esperanza. Si, por el contrario, los contratantes celebran la compraventa
a todo evento, es decir, que el comprador pague el precio aunque la cosa objeto del
contrato no llegue a existir, se tratará de un contrato aleatorio. El vendedor se limitará a
hacer lo posible para la existencia de la cosa, y el comprador vendrá obligado a pagar lo
pactado (tanto, siguiendo con el ejemplo, si no hay cosecha o, al contrario, es una
cosecha excepcionalmente buena).
3. Que la cosa haya sido objeto de determinación o sea susceptible de ello. En consecuencia,
no es preciso que esta determinación sea actual, basta que pueda llegar a determinarse la
cosa sin necesidad de nuevo convenio entre los contratantes, conforme el art. 1.273.

B) La venta de cosa ajena


Por otra parte, no es necesario que el bien objeto de la compraventa forme parte del patrimonio del
vendedor en el momento de celebración de la compraventa, pues la finalidad traslativa del dominio
no se alcanza sino con la ejecución del contrato. Por lo cual, cuando el contrato no es de ejecución
simultánea, sino que la misma se pospone, el vendedor devendrá obligado a adquirir el bien vendido
para que, en el momento de la ejecución, pueda transmitir el dominio.

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Lo dicho equivale a afirmar que es posible y perfectamente lícita la «venta de cosa ajena», sobre la
que el CC guarda absoluto silencio, frente a la admisibilidad declarada por otras fuentes históricas
(Fuero Juzgo, Partidas). El TS ha resaltado en más de una ocasión que la falta de regulación en el
CC debe interpretarse como una continuidad histórica.
Ahora bien, la general admisibilidad de la figura no supone la quiebra de las reglas generales sobre
la anulabilidad de semejante tipo de venta cuando, por error de ambas partes o por conducta dolosa
del vendedor, deba considerarse que el contrato se encuentra viciado desde el mismo momento de
su celebración.

2.2. El precio en la compraventa


A) Requisitos
El precio es el otro elemento objetivo característico de la compraventa y consiste en la suma de
dinero que el comprador se obliga a entregar al vendedor a cambio de la cosa entregada. Ha de
reunir los siguientes requisitos:
a) Precio verdadero o real. El pago del precio constituye la prestación a cargo del comprador,
de tal modo que si no existiera estaríamos ante un contrato simulado de compraventa, que si
cumple los requisitos de la donación se considerará como tal, o bien, al constituir el precio
para el vendedor la verdadera causa del contrato, su ausencia o ilicitud provocaría la
declaración de la inexistencia de la compraventa.
b) Precio cierto o determinado. No es necesario precisarlo cuantitativamente en el momento de
la celebración, sino que basta que pueda determinarse sin necesidad de un nuevo convenio,
ya sea con referencia a otra cosa cierta, se determine por el que tuviera la cosa en
determinado día, bolsa o mercado, o se deje su señalamiento al arbitrio de persona no
participante en el contrato. La determinación por tercero deberá hacerse, salvo pacto, en
relación con el momento de la perfección del contrato.
c) Precio consistente en dinero o signo que lo represente. Por principio, el precio debe consistir
en dinero, en cuanto medio legal de pago, pues si consiste en cualquier otra cosa debe
entenderse que estamos ante un supuesto de permuta. El art. 1.446 contempla la
circunstancia de que el precio consista parte en dinero y parte en otra cosa, estableciendo
como criterio principal para la calificación del contrato como compraventa o permuta la
intención de las partes, y como ratio subsidiaria, la proporcionalidad entre el dinero y el
valor de la cosa. El inciso «signo que lo represente» debe entenderse por cheque, pagarés,
letras… si bien la entrega de tales documentos mercantiles «sólo producirá los efectos del
pago cuando hubiesen sido realizados» (art. 1.170).
d) ¿Precio justo? Para el CC la compraventa no supone una estricta equivalencia objetiva entre
el valor de la cosa y el precio pactado, circunstancia por la que no existe la exigencia de que
el precio sea «justo», si bien el precio irrisorio se equipara al precio simulado. Una cuestión
de especial relevancia es el precio fijado por disposiciones administrativas o «precio legal»,
de tal modo que si el convenido es superior, el contrato será nulo parcialmente, es decir, el
exceso se tendrá por no puesto, si bien el contrato seguirá surtiendo efectos.

B) El pacto de arras
Como sabemos, en la celebración del contrato de compraventa es sumamente frecuente el
establecimiento de un pacto de arras, regulado en el art. 1.454, ya estudiado.

3. DERECHOS Y OBLIGACIONES DEL VENDEDOR


Las obligaciones principales del vendedor consisten en:
1. Entregar la cosa vendida y conservarla con «la diligencia propia de un buen padre de
familia» hasta que se efectúe dicha entrega.
2. Prestar la garantía del saneamiento en los casos de evicción y vicios ocultos.
Además de las obligaciones principales, asumen relevancia todas aquellas de carácter accesorio y

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secundario de carácter general y las que puedan surgir en la relación contractual concreta, como
iremos viendo.

3.1. La entrega de la cosa


A) Objeto y circunstancias de la entrega de la cosa
La obligación primera y fundamental del vendedor es la entrega del objeto de la compraventa. Hay
que tener en cuenta que la entrega de la cosa abarca no sólo a ésta, sino a sus accesorios (aunque no
hayan sido mencionados), así como a los frutos producidos desde el día en que se perfeccionó el
contrato. Además el vendedor deberá facilitar al comprador los títulos de pertenencia e informes
necesarios para hacer valer lo transmitido.
No contiene el CC reglas especiales sobre el tiempo y el lugar de realización de la entrega, por lo
que debe entenderse aplicables, salvo pacto en contrario, las generales. En la mayor parte de los
casos, en aplicación del art. 1.171, la entrega de la cosa se hará en el lugar «donde ésta existiera en
el momento de constituirse la obligación». Pese a lo dicho, normalmente existen previsiones
convencionales para el tiempo y el lugar.

B) Formas de entrega: la tradición


El CC regula con cierto detalle las formas de entrega o «tradición» que, realizadas con posterioridad
a la celebración del contrato de compraventa, conllevan la adquisición de la propiedad para el
comprador. Las diversas formas de entrega son:
a) Tradición real: material y simbólica. El art. 1.462.1 dispone que «se entenderá entregada la
cosa vendida cuando se ponga en poder y posesión del comprador». La «puesta en
posesión» puede tener lugar de dos maneras diferentes:
1. Materialmente: cuando hay una entrega manual y efectiva (me llevo el impermeable que
compro en Santiago) o cuando el adquirente de facto y de forma inmediata, ejercita los
poderes característicos del propietario (me quedo a echar una siesta en el apartamento
que acabo de comprar).
2. De forma simbólica: sin llegar a producirse una transmisión material de la cosa, el
vendedor manifiesta de forma inequívoca e irreversible su intención de transferir la
posesión al adquirente (ej.: el vendedor entrega las llaves, o da los títulos de
pertenencia).
b) Constitutum possessorium y traditio brevi manu. El primer supuesto, constitutum
possessorium, suple a la tradición material, y se da en aquellos supuestos en los que el
vendedor continúa poseyendo la cosa, pero en virtud de otro título diferente al de propietario
que antes ostentaba (ej.: el vendedor sigue viviendo como arrendatario en la casa cuya
propiedad transmitió).
La denominada traditio brevi manu es el caso opuesto: el comprador tenía ya, con anterioridad a la
compra, la posesión inmediata de la cosa, aunque fuera en concepto distinto al de dueño, pasando
ahora a serlo (el arrendatario adquiere la propiedad del piso que ocupa).
c) La tradición instrumental. Con semejante expresión se refiere la doctrina al supuesto
contemplado en el art. 1.462.2: «Cuando se haga la venta mediante escritura pública, el
otorgamiento de ésta equivaldrá a la entrega de la cosa objeto del contrato…». El
otorgamiento de la escritura pública equivale o hace las veces de entrega o tradición, aunque
en realidad y materialmente no haya habido transmisión posesoria del transmitente al
adquirente. Ahora bien: siempre que, como continúa el citado artículo, «de la misma
escritura no resultare o se dedujere claramente lo contrario».

C) Reglas especiales en materia de venta de inmuebles


Los inmuebles pueden ser adquiridos bien atendiendo a la medida (cabida) de los mismos a razón
de un precio por unidad de medida o número (1.000 €/m 2), bien por un precio alzado (una finca por
500.000 €) sin atender a la medida o concreta extensión de la misma. En el segundo caso se está
comprando un cuerpo cierto, con independencia de su extensión, mientras que en el primero el

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precio total debe ser proporcional al conjunto de unidades de medida tenidas en cuenta al celebrar el
contrato (metros cuadrados o hectáreas, por ejemplo). Por consiguiente, conviene distinguir los
siguientes supuestos:
1. Venta de inmueble por unidad de medida con cabida inferior a la señalada en el contrato: el
art. 1.469.2 establece que el vendedor se encuentra obligado a «entregar al comprador, si
éste lo exige, todo cuanto se haya expresado en el contrato; pero si esto no fuere posible,
podrá el comprador optar por una rebaja proporcional del precio o la rescisión del
contrato, siempre que en este último caso no baje de la décima parte de la cabida la
disminución de la que se le atribuyera al inmueble».
2. Venta de inmueble por unidad de medida con cabida superior a la señalada en el contrato: el
art. 1.470 establece que «el comprador tendrá la obligación de pagar el exceso de precio si
la mayor cabida o número no pasa de la vigésima parte de los señalados en el mismo
contrato; pero, si excedieren de dicha vigésima parte, el comprador podrá optar entre
satisfacer el mayor valor del inmueble o desistir del contrato».
3. Venta por unidades de medida y problemas de calidad: la falta de correspondencia entre el
precio pagado y el bien comprado no sólo se puede deber a criterios cuantitativos, sino
también a criterios cualitativos, al regular el art. 1.469.3 el «defecto de calidad» del
inmueble vendido, supuesto para el cual resulta también de aplicación el art. 1.469.2. El CC
no establece norma alguna al respecto del «exceso de calidad», si bien un sector doctrinal se
muestra partidario de la aplicación analógica del art. 1.470.2.
4. Venta de inmueble hecha a precio alzado: el art. 1.471.1 dispone, aunque resulte mayor o
menor cabida de la expresada en el contrato, que no tendrá lugar el aumento o la
disminución del precio convenido, por haber sido éste fijado alzadamente y «no a razón de
un tanto por unidad de medida o número». El mismo criterio rige cuando se compraron dos
o más fincas por un solo precio (art. 1.471.2 primera parte). Si se expresaron los linderos y
cabida o número, el art. 1.471.2 establece la obligación a cargo del vendedor de entregar
todo lo que se comprenda en los linderos, con independencia de la cabida y, de no ser
posible, el citado precepto se limita a establecer una rebaja en el precio proporcional al
defecto de cabida, salvo que el contrato quede anulado por no conformarse el comprador
con que se deje de entregar lo que estipuló. Es decir, el criterio a seguir es lo comprendido
en los linderos y no la cabida.
5. Plazo de ejercicio de las acciones: si bien el CC establece un plazo de prescripción de seis
meses, la jurisprudencia otorga a dicho plazo carácter de caducidad en los supuestos en los
que el comprador opte por la rescisión o anulación del contrato, en cuanto se trata del
ejercicio de un derecho potestativo.

D) La facultad de suspender la entrega


El CC considera la facultad excepcional de que el vendedor retenga o suspenda la entrega de la cosa
en dos supuestos, aun sin necesidad de instar la resolución del contrato:
1. Compraventa con precio de presente: «El vendedor no estará obligado a entregar la cosa
vendida si el comprador no le ha pagado el precio o no se ha señalado en el contrato un
plazo para el pago» (art. 1.466).
2. Compraventa con precio aplazado: el vendedor tampoco estará obligado a realizar la entrega
«si después de la venta se descubre que el comprador es insolvente, de tal suerte que el
vendedor corre inminente riesgo de perder el precio […] Se exceptúa de esta regla el caso
en que el comprador afiance pagar en el plazo convenido» (art. 1.467).
El término «insolvencia» es entendido en un sentido amplio por la jurisprudencia, de manera que no
se requiere que haya sido declarado judicialmente ni que el comprador se encuentre incurso en
situación concursal alguna.

3.2. La obligación de saneamiento


Las obligaciones del vendedor no se agotan con la entrega de la cosa, pues está constreñido,
además, al saneamiento, en virtud del cual responderá al comprador:
a) De la posesión legal y pacífica de la cosa vendida.
b) De los vicios o defectos ocultos que la cosa tuviera, es decir, de su posesión útil.

3.3. El saneamiento por evicción


A) Noción y requisitos
La evicción (vencer en juicio), es un acto de iniciativa extraña al comprador y al vendedor que
acarrea para el comprador verse privado de la propiedad de la cosa comprada, en cuanto ésta pasa a
ser propiedad de un tercero, total o parcialmente, a consecuencia de una sentencia judicial firme y
en virtud de un derecho anterior a la compraventa (art. 1.475.1).
Para que surja obligación de saneamiento a cargo del vendedor es necesario que la demanda de
evicción le haya sido notificada a instancia del comprador, pues «faltando la notificación, el
vendedor no estará obligado al saneamiento» (art. 1.481). Se justifica en la posibilidad de que el
vendedor aporte defensas y pruebas contra la reclamación del tercero, actuando así como
cooperador o coadyuvante del comprador.
La referida notificación debe realizarse en la forma prevenida en el art. 1.482, el cual concede al
comprador la facultad de solicitar la notificación al vendedor dentro del plazo previsto para su
propia contestación a la demanda, que quedará en suspenso mientras no proceda a contestar a la
demanda del propio vendedor.
Pese a la exigencia de sentencia firme, en algún caso, el TS ha dado lugar a la evicción cuando la
privación de la propiedad al comprador ha tenido lugar a consecuencia de resoluciones
administrativas.
Por último, a pesar del silencio legal, la evicción también entra en juego en los supuestos de ventas
judiciales, según doctrina jurisprudencial reiterada.

B) Pactos sobre el saneamiento por evicción


El saneamiento por evicción es un elemento natural para nuestro CC. Por tanto, se presume su
existencia, y se admite la validez de los pactos acerca del saneamiento por evicción que puedan
celebrar las partes. «El vendedor responderá de la evicción aunque nada se haya expresado en el
contrato. Los contratantes, sin embargo, podrán aumentar, disminuir o suprimir esta obligación
legal del vendedor (art. 1.475).
No obstante, el CC, mira con recelo y franca desconfianza la cláusula por la que el comprador
renuncia al saneamiento y la restringe en un doble sentido:
1. Declarando nulo todo pacto que exima al vendedor de responder de la evicción siempre que
hubiere mala fe de su parte (art. 1.476), como ocurre cuando, p. ej., el vendedor oculta al
comprador una causa por él conocida e ignorada por el comprador, que permite a un tercero
reivindicar la cosa.
2. Estableciendo que, para que la renuncia al saneamiento exima de todas las obligaciones
propias del mismo, es preciso que aquella la haga el comprador con conocimiento de los
riesgos de la evicción y sometiéndose a sus consecuencias.
Contrariamente, también cabe aumentar o agravar dicha obligación de saneamiento, estableciéndose
al efecto una o varias cláusulas penales de carácter complementario.

C) Efectos de la evicción
Producida la evicción, sí ésta es total y no había renunciado el comprador al saneamiento, éste
tendrá derecho a exigir del vendedor todos los conceptos indemnizatorios que circunstancialmente
recoge el art. 1.478:
1. «La restitución del precio que tuviere la cosa vendida al tiempo de la evicción, ya sea
mayor o menor que el de venta». Un sector de la doctrina entiende que la regla del citado
precepto no es de aplicación en los supuestos de aumento o disminución del valor de modo
imprevisible y excepcional, pues sería injusto hacer recaer la extraordinaria plusvalía sobre
el vendedor.

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2. «Los frutos o rendimientos, si se le hubiere condenado a entregarlos al que le haya vencido
en juicio». Está referido, evidentemente, al comprador, que es quien puede ser condenado a
pagar tales frutos y rentas a quien resulta ser verdadero dueño de la cosa vendida.
3. «Las costas del pleito que haya motivado la evicción y, en su caso, las del seguido con el
vendedor por el saneamiento». El precepto parte de considerar que el saneamiento por
evicción presupone de forma necesaria (sentencia firme) la existencia de un proceso judicial
entre el tercero y el comprador, mientras que no tiene por qué haberlo entre comprador y
vendedor.
4. «Los gastos del contrato, si los hubiese pagado el comprador». No solamente los de
escritura sino todos los «gastos del contrato» (impuestos, gestorías, Registro, etc…).
5. «Los daños e intereses y los gastos voluntarios o de puro recreo u ornato, si se vendió de
mala fe». La referencia a los intereses no puede entenderse hecha al precio de la cosa, sino a
los generados por las cantidades a abonar desde que tuvo lugar la evicción. También de los
gastos suntuarios, por actuar el vendedor de mala fe.

D) Los supuestos de evicción parcial


Para el caso de que el comprador perdiere con motivo de la evicción una parte de la cosa vendida de
tal importancia con relación al todo que sin dicha parte no la hubiere comprado, o si se vendiesen
dos o más cosas conjuntamente por un precio alzado, o particular para cada una de ellas, constando
claramente que el comprador no habría comprado la una sin la otra, dispone el art. 1.479 que el
comprador «podrá exigir la rescisión del contrato, pero habrá de devolver la cosa sin más
gravámenes de los que tuviera al adquirirla».
Existe al respecto una divergencia doctrinal sobre la calificación de la acción contemplada en el art.
1.479: un sector se inclina por la anulabilidad por error; otros autores contemplan un supuesto de
resolución. La trascendencia práctica (se afirma) es el diferente plazo para el ejercicio: cuatro años
si es anulatoria (art. 1.301), quince años de ser resolutoria (art. 1.964).
El problema real, con todo, que plantea la privación parcial de la cosa comprada estriba en si es
aplicable sólo el art. 1.479 o, por el contrario, el art. 1.478, con las precisas adaptaciones. Para
Lasarte, la respuesta es clara: el artículo 1.479 constituye un régimen especial de responsabilidad
por saneamiento basado en que la «cosa restante» no hubiera sido del interés del comprador. Por
tanto, en cualquier otro caso, se impone la aplicación iuxta modum [se acepta globalmente el texto
pero con alguna reticencia sobre alguno de sus puntos de menor importancia] del art. 1.478, que
constituye el régimen general del saneamiento por evicción, sea total o parcial.

E) Evicción de cargas o gravámenes ocultos


El art. 1.483 dispone que «si la finca vendida estuviese gravada, sin mencionarlo la escritura, con
alguna carga o servidumbre no aparente, de tal naturaleza que deba presumirse no la habría
adquirido el comprador si la hubiera conocido, podrá pedir la rescisión del contrato, a no ser que
prefiera la indemnización correspondiente. Durante un año, a contar desde el otorgamiento de la
escritura, podrá el comprador ejercitar la acción rescisoria o solicitar la indemnización.
Transcurrido el año, sólo podrá reclamar la indemnización dentro de un período igual, a contar
desde el día en que haya descubierto la carga o servidumbre».
El problema fundamental que plantea dicho artículo, referido en exclusiva a la venta de inmuebles
(«si la finca…»), consiste en determinar si pueden considerarse gravámenes ocultos aquellos que,
pese a no haber sido declarados en la escritura, habían sido objeto de inscripción en el Registro de
la Propiedad. La lógica actual implica la respuesta negativa, sin embargo, el sentido del precepto y
su procedencia histórica han de inclinar a afirmar que, dado que no existe obligación alguna para el
comprador de consultar el Registro, puede lícitamente argüir su buena fe frente al vendedor aunque
no haya consultado el Registro.
No obstante, debemos destacar que la jurisprudencia es partidaria de excluir la aplicación del art.
1.483 cuando la carga o el gravamen goza de publicidad registral, mientras que curiosamente ha
comenzado a mostrarse muy rigurosa en relación con el silencio del vendedor respecto de la

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situación urbanística de los solares sometidos a la Ley del Suelo.

3.4. El saneamiento por vicios ocultos


Surge igualmente la obligación de saneamiento a cargo del vendedor cuando la cosa vendida tuviere
vicios o defectos ocultos que la hagan impropia para el uso a que se destina o disminuyan de tal
modo este uso que, de haberlos conocido el comprador, no la habría adquirido o habría dado menos
precio por ella (art. 1.484). Se excluye la garantía por vicios ocultos cuando éstos son manifiestos o
estuvieren a la vista o si el comprador es un perito que, por razón de su oficio o profesión, debía
fácilmente conocerlos.
El vendedor responde del saneamiento por vicios ocultos aunque los ignorase, a menos que se
hubiere estipulado lo contrario, y el vendedor ignorara los vicios o defectos ocultos de lo vendido
(art. 1.485).
Como consecuencia de la obligación de sanear por vicios ocultos, el comprador podrá optar (art.
1.486) entre resolver el contrato (la llamada «acción redhibitoria») con restitución de los gastos que
pagó, o rebajar una cantidad proporcional del precio, a juicio de los peritos («acción estimatoria» o
quanti minoris). Si el vendedor actuó de mala fe (conocía los vicios ocultos y no los manifestó al
comprador), en caso de que el comprador opte por la primera solución, se le indemnizará además de
los daños y perjuicios; no en el otro caso, porque para la rebaja del precio se habrán tenido en
cuenta necesariamente los perjuicios sufridos (art. 1.486).
También prevé nuestro CC la posibilidad de perecimiento de la cosa vendida bien como
consecuencia de los vicios, bien por caso fortuito, bien por culpa del comprador. En el primer
supuesto, los efectos serán distintos en función de que el vendedor conociera o no los vicios, de tal
modo que dicho conocimiento agravará su responsabilidad debiendo abonar no sólo el precio y los
gastos del contrato, sino además responder por los daños y perjuicios. Si la cosa vendida con vicios
ocultos pereciera con posterioridad a la venta por caso fortuito o culpa del comprador, podrá éste
reclamar del vendedor el precio que pagó, con la rebaja del valor que la cosa tenía al tiempo de
perderse; si el vendedor obró de mala fe, deberá abonar al comprador los daños e intereses.
En el supuesto de compra de dos o más cosas a un mismo vendedor, el vicio redhibitorio en una de
ellas dará lugar solamente a su redhibición, y no a la de las otras cosas, a no ser que aparezca que el
comprador no habría comprado la cosa carente de vicios sin la adquisición simultánea de la viciada.
Por último, el art. 1.489 contempla el saneamiento por vicios ocultos en las ventas judiciales,
estableciendo que no habrá responsabilidad por daños y perjuicios, pero sí al desembolso del precio
y los gastos del contrato. Ello se debe a la publicidad de estas ventas y a que el vendedor no toma
parte en la venta ni interviene en la determinación del precio.
Para que haya lugar a saneamiento por vicios ocultos, la acción habrá de ejercitarse en el plazo de
seis meses contados desde la entrega de la cosa vendida. No existe, como ha declarado nuestra
jurisprudencia, incompatibilidad para el ejercicio de la acción de saneamiento por vicios ocultos, la
acción de resolución por incumplimiento y la acción de anulabilidad por error (o dolo).

3.5. La contaminación acústica en los inmuebles como vicio oculto: la Ley 37/2003 y el Real
Decreto 314/2006
La Ley del Ruido (Ley 37/2003) ha considerado oportuno recurrir al saneamiento por vicios ocultos
en relación con la contaminación acústica de los inmuebles, provocada por el incumplimiento de las
normas técnicas relativas al debido aislamiento de las construcciones.
La Ley del Ruido dispuso que «el Código Técnico de la Edificación, previsto en la Ley 38/1999, de
5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación deberá incluir un sistema de verificación acústica
de las edificaciones. Esto se ve complementado por la afirmación expresa de que el incumplimiento
de objetivos de calidad acústica en los espacios interiores podrá dar lugar a la obligación del
vendedor de responder del saneamiento por vicios ocultos de los inmuebles vendidos. Ambas
medidas han de resultar en una mayor protección del adquirente o del ocupante en cuanto a las
características acústicas de los inmuebles, en particular los de uso residencial».
«A efectos de lo dispuesto por los artículos 1.484 y siguientes del Código Civil, se considerará

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concurrente un supuesto de vicios o defectos ocultos en los inmuebles vendidos determinante de la
obligación de saneamiento del vendedor en el caso de que no se cumplan en aquéllos los objetivos
de calidad en el espacio interior fijados conforme al artículo 8.3 de esta Ley».
El Código Técnico de la Edificación ha sido aprobado por el Real Decreto 314/2006, de 17 de
marzo, contemplándose la cuestión que ahora nos interesa en su art. 14.

3.6. El saneamiento por vicios ocultos en la venta de animales


En estos casos, el comprador ha de ejercitar la correspondiente acción («redhibitoria» o
«estimatoria») en el plazo de cuarenta días a partir de la entrega del animal o, en su caso, en el
establecido por el uso local y sólo procederá el saneamiento si se dan los siguientes requisitos:
a) Ha de tratarse de vicio oculto.
b) El vicio o defecto de que se trate ha de estar determinado por la ley o los usos locales (no
habiéndose legislado al respecto, se estará solamente a los segundos).
c) No ha de tratarse de ventas hechas en feria o pública subasta, ni de caballerías enajenadas
como de desecho (en estos casos no procede el saneamiento).
Por último, se establece la nulidad de la venta de ganados y animales que padezcan enfermedades
contagiosas.
En el supuesto de compra de dos o más animales siendo vicioso uno de ellos, solamente procede la
acción redhibitoria respecto del vicioso y no de los demás, salvo que no se hubieren comprado los
unos sin el otro.
Si el animal muriese a los tres días de comprado, será responsable el vendedor, siempre que la
enfermedad que ocasionó la muerte existiera antes del contrato, a juicio de los facultativos.

3.7. Garantías del pago del precio en favor del vendedor


Como ya hemos visto, en determinados casos, el vendedor se encuentra facultado para suspender la
entrega de la cosa cuando el pago temporáneo y preciso del precio pactado constituye una
contingencia de difícil materialización:

A) El supuesto del art. 1.503


«Si el vendedor tuviere fundado motivo para temer la pérdida de la cosa inmueble vendida y el
precio, podrá promover inmediatamente la resolución de la venta. Si no existiere este motivo, se
observará lo dispuesto en el artículo 1.124».
Se deduce de este último inciso que la facultad de resolver el contrato a instancia del vendedor de
bienes inmuebles constituye una clara especialidad respecto del art. 1.124: en éste, la resolución
viene provocada por el incumplimiento, mientras que el art. 1.503 permite instar la resolución por
«el temor de que se produzca el incumplimiento», al tiempo que no autoriza a los tribunales para la
fijación de un plazo complementario dentro del cual pueda llevar a cabo el pago el comprador.

B) El pacto expreso de resolución en las ventas inmobiliarias: el pacto comisorio


Igualmente referida a la venta de inmuebles contempla el art. 1.504 una garantía más del pago del
precio en favor del vendedor: el denominado pacto de lex commissoria, fortalecido en la práctica
por la posibilidad de acceder al Registro de la Propiedad si es configurado como condición
resolutoria expresa (art. 11 LH).
El pacto de lex commissoria es la facultad resolutoria concedida al vendedor, en virtud de pacto
expreso, ante la falta de pago en el término convenido o en cada uno de los plazos señalados. La
automaticidad del plazo temporal previsto para el pago no es absoluta: el art. 1.504 exige como
requisito esencial para que proceda la resolución el previo requerimiento judicial o por acta notarial,
por lo que no basta el mero incumplimiento, sino que el comprador cuenta con un plazo
complementario para pagar (el existente entre el término fijado y el día en que el vendedor lo
requiere judicial o notarialmente).
El requerimiento al comprador se convierte en la clave de bóveda del precepto, pues no sólo
permite el ejercicio de la facultad resolutoria, sino que también priva al Juez de la facultad de dar un
nuevo plazo para cumplir.
Por otra parte, conviene destacar que, junto a la resolución propiamente dicha, es frecuente estipular
el comiso de todo o gran parte de lo que hubiese pagado el comprador hasta el momento de la
resolución. Tales pactos, no obstante, quedan sujetos a la facultad moderadora de la autoridad
judicial al ser considerados supuestos particulares de cláusula penal.

C) La resolución de la venta de bienes muebles


El CC omite la necesidad de requerimiento o interpelación alguna al comprador en el supuesto de
venta de bienes muebles. Dispone el art. 1.505 que, «respecto de los bienes muebles, la resolución
de la venta tendrá lugar de pleno derecho, en interés del vendedor, cuando el comprador, antes de
vencer el término fijado para la entrega de la cosa, no se haya presentado a recibirla, o,
presentándose, no haya ofrecido al mismo tiempo el precio, salvo que para el pago de éste se
hubiese pactado mayor dilación».

4. DERECHOS Y OBLIGACIONES DEL COMPRADOR

4.1. El pago del precio


La obligación principal del comprador consiste en el pago del precio convenido.
Art. 1.500.1: «el comprador está obligado a pagar el precio de la cosa vendida en el tiempo y lugar
fijados por el contrato», (en cuanto se refiere al lugar de cumplimiento, es aplicable lo establecido
en el art. 1.171).
La regla supletoria aplicable para el caso de que convencionalmente las partes no hayan establecido
pacto respecto al tiempo y lugar de pago es, conforme al art. 1.500.2, que «si no se hubieren fijado,
deberá hacerse el pago en el tiempo y lugar en que se haga la entrega de la cosa vendida».
Como regla, el pago del precio aplazado no genera per se intereses, aunque en la práctica es
frecuentísimo lo contrario, pacto que, por supuesto, es plenamente lícito. El art. 1.501 reitera dicha
idea estableciendo que «el comprador deberá intereses por el tiempo que medie entre la entrega de
la cosa y el pago del precio, en los tres casos siguientes:
1. Si así se hubiere convenido.
2. Si la cosa vendida y entregada produce fruto o renta.
3. Si se hubiese constituido en mora, con arreglo al art. 1.100».

4.2. La facultad de suspender el pago


Dispone el art. 1.502 que «si el comprador fuere perturbado en la posesión o dominio de la cosa
adquirida, o tuviere fundado temor de serlo por una acción reivindicatoria o hipotecaria, podrá
suspender el pago del precio hasta que el vendedor haya hecho cesar la perturbación o el peligro,
a no ser que afiance la devolución del precio en su caso, o se haya estipulado que, no obstante
cualquier contingencia de aquella clase, el comprador estará obligado a verificar el pago».
Trata de proteger al comprador en caso de que éste tema fundadamente perder tanto la cosa como el
precio abonado o que reste por abonar. Su carácter es dispositivo, más si no hay pacto expreso en tal
sentido, se debe entender que el comprador cuenta con la facultad reconocida en art. 1.502.
La eficacia práctica de dicha facultad es bastante relativa, pues la jurisprudencia, de forma acertada,
resalta que el art. 1.502 debe ser interpretado restrictivamente, para evitar la quiebra de la seguridad
del tráfico.
Dado que, frente a la facultad del comprador de suspender el pago del precio, cabe el afianzamiento
de su hipotética devolución por parte del vendedor (mediante fianza o aval, p. ej.), es razonable
entender que el comprador, en caso de sentirse fundadamente perturbado en su adquisición y
habiendo decidido suspender el pago, deberá comunicarlo fehacientemente al vendedor.

4.3. El pago de los gastos complementarios


Además del pago del precio propiamente dicho y, en su caso, los intereses por precio aplazado, el

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comprador deberá abonar los gastos necesarios y útiles hechos en la cosa vendida desde la
perfección hasta la consumación del contrato, así como los gastos de transporte o traslación de la
cosa vendida, salvo existencia de pacto en contrario, y, finalmente, los gastos de expedición de la
primera copia de la escritura y los demás posteriores a la venta, salvo pacto en contra, entre los que
respecto de bienes inmuebles asumen particular importancia los gastos propios de inscripción del
Registro de la Propiedad.
En general, debe considerarse que los gastos arancelarios correspondientes al asiento de
presentación de la escritura de compraventa (arancel núm. 1) y la inscripción del derecho adquirido
mediante contrato de compraventa (arancel núm. 2) son posteriores a la perfección del contrato y,
por tanto y salvo pacto en contrario, deben ser de cuenta del comprador.

5. LA DOBLE VENTA
La doble venta o, como en ocasiones precisa el TS, la «pluralidad de ventas sobre una misma cosa»
es, por desgracia, muy frecuente en la práctica, según cabe deducir del buen número de sentencias
del TS dictadas sobre la materia.
En relación con los supuestos de doble venta, el CC se preocupa única y exclusivamente de
determinar cuál de los compradores devendrá propietario, según las reglas siguientes, establecidas
en el art. 1.473:
A) Si el objeto de la venta consistiere en una cosa mueble, la propiedad se transmite a quien
primero haya tomado posesión de ella con buena fe.
B) Si fuere inmueble, la propiedad pertenece a quien antes lo haya inscrito en el Registro. Si no
hay inscripción, a quien de buena fe sea primero en la posesión, y, faltando ésta, a quien
presente título de fecha más antigua.
El CC no dispone qué ocurre con el comprador que ha sido defraudado, el cual podrá solicitar la
correspondiente indemnización de conformidad con las reglas generales o, en su caso, acudir a la
vía penal (interponiendo la correspondiente querella por estafa). La preocupación manifestada por
el CC en el art. 1.473 se justifica porque aunque las dos ventas no han podido celebrarse al mismo
tiempo (lo que podría llevar a concluir que la prioridad en el tiempo, a primera vista, debía de ser el
elemento determinante), hay que tener en cuenta la admisión de formas simbólicas de tradición que
hacen posible una doble entrega:
 En cuanto a los bienes muebles, la atribución de la propiedad al primero de los compradores
que con buena fe haya tomado posesión viene facilitada de acuerdo con la aplicación
sistemática del propio CC.
 Por lo que concierne a inmuebles, la Ley Hipotecaria sustenta el criterio de atribución de la
propiedad a quien primero inscribió en el Registro de la Propiedad, y en el caso de que
ninguna de las ventas haya causado inscripción registral, la adquisición de la propiedad
viene determinada por la prioridad en la posesión, siempre que sea de buena fe. Faltando la
posesión, la preferencia viene determinada por la antigüedad de la fecha de los títulos
presentados, supuesta también la buena fe de quien los presente.
El art. 1.473 ha de entenderse sobre la base de existencia de buena fe por parte del adquirente que
finalmente es declarado propietario. La jurisprudencia ha tenido múltiples ocasiones para resaltar
que la buena fe del comprador es un «requisito indispensable», en cuanto «de ordinario la doble
venta presupone una actuación dolosa o fraudulenta del vendedor y no merece protección quien
colaboró en la maniobra o cuando menos la conoció» (STS).
Por buena fe debe entenderse ahora la ignorancia o el desconocimiento por parte del comprador
(mejor, de uno de los compradores, el que conforme a las reglas del art. 1.473 resulte propietario) de
que la cosa comprada había sido objeto de venta anteriormente.

6. LOS RIESGOS EN LA COMPRAVENTA: EL ART. 1.452


La perfección o celebración y la consumación del contrato de compraventa pueden no ser

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coincidentes en el tiempo, de tal manera que puede transcurrir un lapso temporal, a veces
prolongado, entre una y otra fase contractual durante el cual el bien objeto de compra siga estando
en poder del vendedor por no haberse realizado aún la correspondiente entrega. Durante dicho plazo
el bien vendido puede ser destruido, sufrir deterioros, daños o menoscabos, o, por el contrario,
experimentar beneficios, producir frutos o generar cualesquiera incrementos.
¿A quién habrá de imputarse la pérdida o deterioro o, en su caso, el beneficio que experimente la
cosa vendida, al comprador o al vendedor?
En relación con los beneficios o incrementos que pudiera experimentar la cosa, parece claro que han
de ser imputados al comprador: el comprador hasta la entrega o tradición no es dueño de la cosa,
pero tiene derecho a los frutos o incrementos de la misma.
Respecto de los daños, menoscabos o posible pérdida de la cosa, la cuestión planteada dista de ser
tan sencilla. El art. 1.452 dispone al efecto lo siguiente: «El daño o provecho de la cosa vendida,
después de perfeccionado el contrato, se regulará por lo dispuesto en los artículos 1.096 y 1.182.
Esta regla se aplicará a la venta de cosas fungibles hecha aisladamente y por un solo precio, o sin
consideración a su peso, número o medida. Si las cosas fungibles se vendieren por un precio fijado
con relación al peso, número o medida no se imputará el riesgo al comprador hasta que se hayan
pesado, contado o medido, a no ser que éste se haya constituido en mora».
La remisión al art. 1.096.3 («Si el obligado se constituye en mora o se halla comprometido a
entregar una misma cosa a dos o más personas diversas, serán de su cuenta los casos fortuitos
hasta que se realice la entrega»), determina que el vendedor asume los riesgos, incluso cuando la
pérdida obedezca a caso fortuito, en los dos casos siguientes:
 Cuando haya incurrido en mora.
 Cuando haya realizado una doble venta.
Por su parte, lo dispuesto en el art. 1.182 («Quedará extinguida la obligación que consista en
entregar una cosa determinada cuando ésta se perdiere o destruyere sin culpa del deudor y antes
de haberse éste constituido en mora») y la presunción de culpa en la pérdida arroja el resultado de
que, con carácter general, el vendedor queda exonerado de la entrega salvo que no pueda acreditar
que la pérdida de la cosa trae causa de una circunstancia en la que actuó con la diligencia debida
respecto de la conservación de la cosa objeto de venta.
En el caso de que el vendedor quede exonerado de la obligación de entrega, ¿supone dicha
liberación la correlativa exoneración del comprador respecto del pago del precio o, por el contrario,
sigue estando este último obligado a pagar el precio (o, en su caso, a no reclamar el precio ya
realizado)? La mayor parte de los autores considera que en nuestro Derecho debe propugnarse la
aplicación de la regla tradicional en la materia: es el comprador quien asume los riesgos (periculum
est emptoris). En el mismo sentido se ha pronunciado la escasa jurisprudencia existente sobre el
tema. Es decir, si el comprador tiene derecho a los frutos y rentas desde que surge la obligación de
entrega, es lógico que estas utilidades sean justamente compensadas con los riesgos.
Esto se vería además confirmado por el propio tenor literal del art. 1.452.3, pues en dicho párrafo se
establece la excepción al principio de que los riesgos recaen, como regla, sobre el comprador. En
efecto, en el caso de que la compraventa genere una obligación genérica de entrega para el
vendedor, los riesgos se imputarán a éste por principio, recayendo sobre el comprador sólo en el
caso de que se haya producido la correspondiente especificación de la obligación genérica.

7. LAS COMPRAVENTAS ESPECIALES

7.1. El retracto convencional

A) Concepto y función histórica


El art. 1.507 CC denomina retracto convencional a lo que más que un retracto propiamente dicho es
una venta con pacto de retro o una venta en garantía (o «venta con carta de gracia» o directamente
«retroventa»): «tendrá lugar el retracto convencional cuando el vendedor se reserve el derecho de

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recuperar la cosa vendida, con obligación de cumplir lo expresado en el art. 1.518 y lo demás que
se hubiese pactado».
Según este último precepto (art. 1.518), «el vendedor no podrá hacer uso del derecho de retracto
sin reembolsar al comprador el precio de la venta, y además:
1. Los gastos del contrato y cualquier otro pago legítimo hecho para la venta.
2. Los gastos necesarios y útiles hechos en la cosa vendida».
Así la figura del retracto convencional es una modalidad especial de compraventa, que conlleva un
pacto complementario en cuya virtud el vendedor puede recomprar, dentro de un plazo temporal
determinado en el propio contrato de compraventa y pagando todo lo dicho, la propia cosa vendida.
¿Qué sentido tiene vender algo para, seguidamente, recomprarlo abonando todos los conceptos
recogidos en el art. 1.518, que superan con mucho el propio precio de la venta inicial o primera? La
respuesta está clara: la operación tiene escaso sentido y, a lo peor, ninguno, para el actual tráfico
económico. Sin embargo, en épocas anteriores, el pacto de retroventa llegó a asumir un papel
relevante en las transacciones económicas, ya que la rocambolesca figura estudiada era
sencillamente el ropaje jurídico o la tapadera de una operación de préstamo, por lo general usurario.
Hoy día cabe afirmar que es una figura puramente residual, mirada con recelo por la generalidad de
los juristas y de los agentes económicos, así como repudiada por la jurisprudencia, pese a que en
algunos supuestos concretos siga siendo de utilidad y responda, de verdad, a una compraventa con
pacto de retro y no a un préstamo usurario.

B) Régimen jurídico básico


Los aspectos fundamentales son:
1. La imposibilidad de abonar por parte del vendedor inicial los distintos conceptos
contemplados en el art. 1.518 y cualesquiera otros pactados determinará que «el comprador
adquirirá irrevocablemente el dominio de la cosa vendida» (art. 1.509).
2. La propia regulación del CC impone el carácter temporal del pacto de retro. En efecto, como
regla general de carácter imperativo, el plazo máximo de duración del retracto convencional
es el de diez años (art. 1.508.2). Para el caso de que las partes no hayan establecido plazo
alguno de forma expresa, supletoriamente establece el CC como máximo el período de
cuatro años (art. 1.508.1). Ambos plazos han de computarse a partir de la fecha del contrato
y son de caducidad.
3. Por consiguiente, es fundamental para el vendedor inicial ejercitar el retracto
temporáneamente, pues en otro caso la posición del comprador deviene irrevocable.
4. El art. 1.510 pretende otorgar eficacia erga omnes al pacto de retroventa. Mas, en realidad,
semejante efecto sólo se alcanzará cuando el pacto de retro relativo a bienes inmuebles se
inscriba en el Registro de la Propiedad.

7.2. Compraventa a prueba y compraventa ad gustum


Según dispone el art. 1.453, «la venta hecha a calidad de ensayo o prueba de la cosa vendida y la
venta de cosas que es costumbre gustar o probar antes de recibirlas se presumirán siempre hechas
bajo condición suspensiva». La venta a prueba depende de la comprobación por el comprador de las
características propias de la cosa vendida; mientras que la venta ad gustum parece depender en
exclusiva del propio gusto o agrado encontrado por el comprador en relación con la cosa objeto de
venta.
Para ambas categorías, el precepto arroja una misma consecuencia normativa: la presunción de que
la compraventa se ha realizado bajo condición suspensiva, aunque dicha consecuencia no alcanza,
para Lasarte, el rango de norma imperativa, pudiendo ser sustituida por las partes.
En la venta hecha a calidad de ensayo o prueba, la compraventa está perfeccionada, aunque ha de
comprobarse (suele suceder en las ventas de maquinaria) si la cosa objeto de la compraventa reúne
las cualidades necesarias a fin de prestar el servicio para el que se compró. A juicio de la doctrina
mayoritaria, se trata de una comprobación objetiva, que no queda al libre arbitrio del comprador.
En las ventas ad gustum se deja al libre arbitrio del comprador la aceptación de la cosa comprada,
de forma tal que bastaría su mera manifestación de desagrado en relación con la cosa para que
hubiera de entenderse ineficaz el contrato, cuando no se propone directamente que la llamada venta
ad gustum es, en realidad, un supuesto de opción de compra («pruébelo y, si le satisface,
cómprelo»).

7.3. El denominado pacto in diem addictio


Desde los tiempos romanos, es frecuente considerar el pacto in diem addictio: el vendedor se
reserva la facultad de considerar ineficaz un contrato de compraventa, válido y perfecto, si dentro
de un determinado plazo (in diem) encontrara otro comprador que ofreciera mayor precio o
condiciones de pago más ventajosas. En tal caso, el vendedor podía llevar a cabo la adjudicación
(addictio) de la cosa en favor del segundo o posterior comprador, sin incurrir en responsabilidad
alguna, pues la adjudicación en favor del primero de los compradores se consideraba provisional y
dependiente de que no hubiese mejor postor.
Nuestros Códigos, como la generalidad de los cuerpos legales homólogos, no contienen referencia
alguna al pacto in diem addictio. Ello no es óbice para su posible incorporación al contenido del
contrato de compraventa (y a cualesquiera otros de parecido signo y función económica), si bien en
la actualidad su utilización parece ser sumamente escasa.
La existencia del pacto in diem addictio implica:
a) Su posible aplicación tanto a las compraventas seguidas de tradición y completamente
ejecutadas cuanto a aquellas en las que se haya producido sólo la celebración del contrato,
sin haber tenido lugar la entrega de la cosa.
b) El mantenimiento de la adjudicación en favor del primer comprador si, existiendo otro u
otros posteriores, aquél igualara las condiciones más ventajosas ofrecidas por éstos.
c) La explicación teórica de la figura se ha ofrecido tradicionalmente recurriendo a la venta
bajo condición suspensiva o la venta bajo condición resolutoria.

7.4. Compraventa de bienes muebles a plazos


La venta a plazos o mediante fraccionamiento del precio en distintos períodos de tiempo de bienes
muebles corporales, no consumibles (electrodomésticos, vehículos, etc.), ha dado lugar a una
legislación especial que debe ser considerada brevemente, pero por partida doble.

A) La Ley 50/1965, de 17 de julio


La formulación originaria de dicha legislación especial en nuestro país pretendía, en cierta medida,
proteger al comprador. A los efectos de esta legislación se entiende por venta a plazos el contrato
mediante el cual un empresario o comerciante entrega al público una cosa y recibe de éste, en el
mismo momento, una parte del precio, con la obligación de pagar el resto diferido en un período de
tiempo superior a tres meses y en una serie de plazos. El contrato ha de constar por escrito y debe
contener una serie de circunstancias, como lugar y fecha del contrato, identificación de las partes,
descripción del objeto vendido, el importe total de la venta a plazos, el precio de la venta al
contado, el importe del desembolso inicial, los plazos sucesivos, cuantía y fecha del vencimiento de
las letras de cambio (si se extendieran éstas como medio de pago), el interés exigible en caso de
mora, la cláusula de reserva de dominio si se pacta, la prohibición de enajenar en tanto no se haya
pagado totalmente, etc. El contrato queda perfeccionado cuando el comprador satisface, en el
momento de la entrega o puesta a disposición del objeto vendido, un desembolso inicial, cuyo pago,
por otra parte, no es esencial para la validez del contrato. Otras especialidades de este régimen
especial son:
a) La reserva de dominio, si así se pactó, ya que la ley no la impone.
b) La prohibición de enajenar en tanto no se haya pagado el precio, tratándose en este caso de
una garantía legal y siendo necesaria la inscripción del contrato en el Registro de ventas a
plazos que la ley crea para que las mencionadas garantías (reserva de dominio y prohibición
de enajenar) sean oponibles a terceros.
c) La facultad del comprador de anticipar el pago del precio, renunciando a los pagos

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pendientes.
d) El derecho del vendedor de optar por la resolución o el cobro de plazos pendientes cuando el
comprador demore el pago de dos plazos o el último de ellos, devolviéndose a los
contratantes, en el primer caso, las prestaciones, pudiendo el vendedor retener ciertas
cantidades a título de indemnización.

B) La Ley 28/1998, de 13 de julio


La reforma llevada a cabo en la materia por la Ley apenas citada se inserta en la general protección
de los consumidores, característica de las últimas décadas en la Unión Europea y, en particular,
desarrolla la Ley 7/1995, de 23 de marzo, de Crédito al Consumo. En general, se mantienen los
principios propios de la ley anterior, si bien dicha continuidad se rompe en algunos extremos de
importancia:
a) En primer lugar, se suprime el desembolso inicial como condición necesaria para la
perfección del contrato.
b) De otro lado, aunque la forma escrita y el contenido mínimo del contrato sigue teniendo
requerimientos similares a lo establecido en 1965, la nueva ley insiste de forma particular en
el «tipo de interés nominal» y en la inserción de la «tasa anual equivalente» (la conocida
TAE).
Por lo demás, se mantiene lo dispuesto por la ley. El art. 12 prevé la nulidad de cualquier pacto
relativo a sumisión expresa a la jurisdicción de cualesquiera tribunales que no sean los
correspondientes al «domicilio del demandado» (quien como regla será el adquirente; mas no de
forma necesaria, pues también puede resultar demandado el vendedor, en cuyo caso, la protección
del consumidor resulta minusvalorada).

7.5. Nuevas modalidades de venta al público


Bajo tal denominación, la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista,
establece una relativamente detallada regulación de una serie de compraventas, tradicionalmente
calificadas como especiales. La Ley regula las siguientes modalidades de ventas: en rebajas, de
promoción, de saldos, en liquidación, con obsequios, las ofertas de venta directa, las ventas a
distancia, la venta automática, la ambulante y la realizada en pública subasta.
La Ley 7/1996 ha sufrido modificaciones de importancia en relación con dos aspectos concretos que
conviene retener:
 Respecto de los pagos a proveedores por la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se
establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, modificada
a su vez por la Ley 15/2010, de 5 de julio, ya comentada en el primer parcial.
 En materia de contratos a distancia y para la adaptación de la Ley a diversas Directivas
comunitarias, por la Ley 47/2002, de 19 de diciembre, así como por la Ley 1/2010, de 1 de
marzo, para adaptarla a la Directiva 2006/123/CE, relativa a los servicios en el mercado
interior.

8. EL CONTRATO DE PERMUTA

8.1. Concepto y caracteres


La permuta es el intercambio de cosa por cosa: «es el contrato por el cual cada uno de los
contratantes se obliga a dar una cosa para recibir otra» (art. 1.538).
De lo dicho se infieren sus características básicas en cuanto tipo contractual:
a) Es un contrato consensual: se entiende celebrado desde el momento en que las partes se han
obligado a transmitirse las respectivas cosas objeto del contrato.
b) Es un contrato bilateral: genera obligaciones para ambas partes contratantes.
c) Es un contrato oneroso: la prestación de cada una de las partes es causa de la
correspondiente contraprestación.

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d) Es un contrato traslativo del dominio: su consumación (mediante la entrega de las cosas)
supone la transmisión de la propiedad de lo permutado.

8.2. La remisión a las reglas de la compraventa


La regulación de la permuta por nuestro CC es muy escasa. La permuta es un contrato propio de
sociedades primitivas, en las que la inexistencia del dinero como medio legal de pago imponía de
facto la necesidad del trueque.
Por ello, el Código, tras realizar la oportuna descripción del contrato (art. 1.538), se limita a regular
dos aspectos de la permuta (la permuta de cosa ajena, en el art. 1.539, y la pérdida de la cosa
permutada por evicción, en el art. 1.540), estableciendo para todos los demás extremos que «la
permuta se regirá por las disposiciones concernientes a la compraventa» (art. 1.541).

8.3. La permuta de cosa ajena


Al igual que en la compraventa, es posible que la permuta recaiga sobre una cosa ajena, dado el
carácter puramente consensual del contrato. El problema, en su caso, se presentará cuando dicha
cosa haya sido transmitida por el obligado al otro permutante con carácter traslativo, pese a
continuar siendo ajena, y el adquirente, por tanto, tema que, antes o después, le será reclamada por
su verdadero propietario y acabará viéndose privado de ella.
Para tal supuesto, establece el art. 1.539 que «si uno de los contratantes hubiese recibido la cosa
que se le prometió en permuta, y acreditase que no era propia del que la dio, no podrá ser obligado
a entregar la que él ofreció en cambio, y cumplirá con devolver la que recibió». Esto es, el contrato
de permuta queda resuelto si el permutante-adquirente se presta a devolver la cosa recibida, al
tiempo que se encuentra especialmente legitimado para no atender al cumplimiento de la obligación
que sobre él pesaba a consecuencia de la celebración de la permuta.

8.4. La evicción en la permuta


El supuesto de hecho previsto en el art. 1.539, que acabamos de ver, presupone que uno de los
contratantes (precisamente el que no ha entregado cosa ajena) no ha procedido todavía a la entrega
de la cosa permutada que a él le incumbía. En caso contrario, esto es, si la permuta se ha consumado
por parte de ambos contratantes, es obvio que el artículo no puede encontrar aplicación, sino que el
permutante que ha recibido una cosa ajena sólo podrá accionar contra la otra parte si es objeto de
evicción.
Para tal caso, dispone el art. 1.540 que «el que pierda por evicción la cosa recibida en permuta
podrá optar entre recuperar la que dio en cambio o reclamar la indemnización de daños y
perjuicios; pero sólo podrá usar el derecho a recuperar la cosa que él entregó mientras ésta
subsista en poder del otro permutante, y sin perjuicio de los derechos adquiridos entretanto sobre
ella con buena fe por un tercero».
En el caso de que el permutante defraudado opte por la restitución de la cosa que él entregó,
tampoco está excluida la correspondiente indemnización de daños y perjuicios si efectivamente se
han causado (como ocurrirá en la generalidad de los casos).

8.5. La permuta de solar por inmuebles a construir


No son extraños los contratos en los que el dueño de un solar se aviene a transmitir la propiedad del
mismo a un constructor, a cambio de que éste le entregue en el futuro (igualmente en propiedad)
una determinada superficie construida (sean pisos, garajes, locales comerciales).
En general, dicho acuerdo contractual puede ser calificado como permuta, aunque realmente la
jurisprudencia duda (o, mejor, oscila) entre dicha calificación y la caracterización como contrato
atípico, dado que junto a las notas típicas de la permuta asumen particular relevancia las
obligaciones complementarias de proceder a la construcción, que se consideran propias del contrato
de obra.
Tales supuestos de hecho han determinado que fueran objeto de especial atención por parte del Real
Decreto 1867/1998, de 4 de septiembre, que introdujo una amplia reforma en el Reglamento

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Hipotecario. Sin embargo, sucesivas sentencias contencioso-administrativas han ido anulando
diversos y muy distintos preceptos de dicha reforma, por lo que, al menos, debemos dejar apuntada
la cuestión.

CAPÍTULO 12: LOS ARRENDAMIENTO

1. NOCIÓN GENERAL DE ARRENDAMIENTO


El arrendamiento es un contrato que tiene por objeto el disfrute de una cosa, o el servicio prestado
por una persona, a título oneroso. El CC comprende bajo la genérica denominación de contrato de
arrendamiento (arts. 1.542 y ss.) tres figuras contractuales diversas: el arrendamiento de cosas, el
arrendamiento de obras y el arrendamiento de servicios. Así, se dice que el contrato de
arrendamiento es aquel por el que una de las partes se obliga a proporcionar a la otra, mediante el
pago de un precio, el uso y disfrute temporal de una cosa (arrendamiento de cosa), a prestarle
temporalmente sus servicios (arrendamiento de servicios) o hacer por cuenta de ella una obra
determinada (arrendamiento de obra).

2. LA REGULACIÓN DEL ARRENDAMIENTO DE COSAS POR EL CÓDIGO CIVIL

2.1. Observaciones generales


Dados los términos amplios con que el CC define el arrendamiento (o lo conceptúa) y teniendo en
cuenta que sólo se excluyen como materia de este contrato «los bienes fungibles que se consumen
con el uso» (art. 1.545), es claro que también podrán ser objeto de arrendamiento los bienes
muebles no fungibles y los semovientes [que es capaz de moverse por si solo, p. ej.: ganado]. A
éstos se les deben aplicar, con la debida adaptación y en cuanto lo consienta la especial naturaleza
del objeto, las normas que el CC dicta para los arrendamientos inmobiliarios (arts. 1.546 a 1.574).
El arrendamiento de cosas es definido por el CC como aquel por el que una de las partes,
arrendador, se obliga a dar a la otra, arrendatario, el goce o uso de una cosa por tiempo determinado
y precio cierto (art. 1.543). A la vista de ello, son elementos esenciales de este contrato:
 La cesión del uso o goce de una cosa.
 El precio cierto.
 Su duración temporal.
Para ser arrendador sólo se requiere la capacidad general para contratar, no exigiéndose ser dueño
de la cosa. Sin embargo, este principio sufre una excepción tratándose de arrendamientos
inscribibles en el Registro de la Propiedad, pues como éstos producen un cierto efecto real (son
oponibles a terceros) traspasan la simple facultad de administración, y por ello preceptúa el CC que
«los padres o tutores, respecto de los bienes de los menores o incapacitados, y los administradores
de bienes que no tengan poder especial no podrán dar en arrendamiento las cosas por término que
exceda de seis años» (arts. 1.548 y 323 CC con respecto de los menores emancipados), norma que,
en el pasado, había que aplicar analógicamente a los demás casos de arrendamientos inscribibles, o
sea, en el caso de anticipo de rentas de tres o más años y en el caso de existencia de pacto expreso
de las partes para que se inscriba el contrato de arrendamiento en el Registro de la Propiedad.

2.2. Características generales del arrendamiento


El arrendamiento de cosas presenta las siguientes características:
 Es un contrato que tiene por objeto exclusivo transmitir el temporal goce o disfrute de una
cosa: no se cede el dominio de la cosa, sino su utilidad, entregando el arrendador sólo la
posesión.
 Es un contrato consensual, que se perfecciona por el simple consentimiento, quedando
vinculadas las partes sin necesitar la entrega de la cosa o el otorgamiento de formalidad
específica.
 Es un contrato bilateral y oneroso, pues mientras que el arrendatario recibe el goce de la
cosa, el arrendador recibe a cambio el precio o renta (no mediando precio, el contrato se
convierte en préstamo de uso o comodato), con lo que la existencia de un precio cierto se
torna en elemento esencial del contrato.
 Es un contrato conmutativo, pues el valor de las prestaciones de las partes aparece fijado de
antemano.
 Se trata, por último, de un contrato temporal, de duración más o menos extensa, pero en todo
caso determinada (o, por supuesto, determinable, de conformidad con las reglas generales de
las obligaciones).

3. CONTENIDO DEL CONTRATO


Señalaremos las obligaciones más sobresalientes de ambas partes contratantes.

3.1. Obligaciones del arrendador


Todas las obligaciones impuestas al arrendador se derivan del principio básico de que éste está
obligado a procurar al arrendatario el goce de la cosa arrendada por todo el tiempo que dure el
arrendamiento, en cuanto deberes correlativos al derecho de uso y disfrute del arrendatario.
Así el arrendador estará obligado a:
1. Entregar al arrendatario la cosa u objeto del contrato.
2. Conservar la cosa en estado de servir para el uso a que se la destine y, en consecuencia, a
hacer en ella durante el arrendamiento las reparaciones necesarias (constituyendo no sólo un
deber sino un derecho del arrendador, que puede hacerlas efectivas aun contra la voluntad
del arrendatario en el caso de que sean urgentes e inaplazables -art. 1.558).
3. Mantener al arrendatario en el goce pacífico del arrendamiento, no pudiendo variar la forma
de la cosa arrendada (art. 1.557) y respondiendo ante el arrendatario de los vicios y defectos
que impidan el normal uso y disfrute, siéndoles aplicables las disposiciones sobre
saneamiento de la compraventa (art. 1.553).
4. Abonar al arrendatario los gastos necesarios que éste haya hecho en la cosa.

3.2. Obligaciones del arrendatario


Como contraposición del uso y disfrute de la cosa arrendada durante un tiempo cierto, y de la
obligación del arrendador de mantenerle en ese derecho, el arrendatario está obligado a:
1. Pagar el precio del arrendamiento en los términos convenidos.
2. Usar la cosa arrendada conforme al uso pactado, y, en defecto de pacto, del que se deduzca
de su naturaleza, tolerando las reparaciones urgentes que haga el arrendador.
3. Poner en conocimiento del arrendador (art. 1.559.1) toda usurpación o novedad dañosa y la
necesidad de reparaciones.
4. Responder del deterioro de la cosa (art. 1.563), a no ser que pruebe que fue ocasionado sin
su culpa.
5. Devolver la cosa, al concluir el arrendamiento, tal como la recibió, presumiéndose que la
recibió en buen estado.

4. EXTINCIÓN DEL ARRENDAMIENTO

4.1. Causas de extinción


Son causas de extinción del arrendamiento:
1. El cumplimiento del tiempo previsto para el contrato, sin necesidad de requerimiento. Ahora
bien, si al terminar el período temporal concertado el arrendatario continúa disfrutando de la

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cosa durante quince días, se entiende que hay tácita reconducción (es decir, nuevo contrato
de arrendamiento) por el tiempo expresado por el CC con respecto a las fincas rústicas o
respecto a las fincas urbanas, salvo que haya habido requerimiento previo.
2. La pérdida de la cosa arrendada, equiparándose a ella la imposibilidad de goce de la cosa.
3. El incumplimiento de una de las partes (art. 1.556).
4. Extinción del derecho del arrendador (así, por ejemplo, el arrendamiento otorgado por el
usufructuario se resuelve al extinguirse el usufructo).

4.2. El desahucio
Es la facultad que tiene el arrendador, como consecuencia de algunas causas de extinción del
contrato de arrendamiento de bienes inmuebles, para proceder judicialmente contra el arrendatario a
fin de expulsarlo de la finca. Estas causas son las siguientes:
1. Haber expirado el término de duración del arrendamiento.
2. Falta de pago del precio convenido.
3. Infracción de cualquiera de las condiciones estipuladas en el contrato.
4. Destinar la cosa arrendada a usos o servicios no pactados que la hagan desmerecer.

8. EL ARRENDAMIENTO O CONTRATO DE SERVICIOS

8.1. Concepto y caracteres


Conforme al art. 1.544, en el denominado arrendamiento de servicios una de las partes se obliga a
prestar un servicio de carácter material a otra por precio cierto.
El carácter material del servicio contratado permite distinguir esta figura contractual de la del
mandato. El objeto propio del contrato consiste en la prestación de una determinada actividad que
ha de ser desarrollada por el arrendador, sin que éste quede obligado a garantizar la obtención de
resultado alguno (como sí ocurre en el contrato de obra). La obligación del arrendador, pues, es
calificable técnicamente como obligación de hacer.
Son notas características propias del contrato de prestación de servicios:
 Es un contrato consensual: se perfecciona por la mera prestación del consentimiento de las
partes.
 Es un contrato bilateral y oneroso, dada la existencia de obligaciones recíprocas y la
existencia de remuneración o precio en favor del arrendador. La remuneración puede ser
proporcional al tiempo durante el que se pacta o se prestó el servicio; no obstante, puede
darse un precio en atención no al tiempo, sino a la labor realizada.
 Es un contrato esencialmente temporal, aunque su duración puede ser indefinida. Lo que
veta el CC es que el contrato pueda vincular al arrendador «de por vida», por considerar que
dicha vinculación vitalicia podría equipararse a situaciones de servidumbre personal o
esclavitud que se entienden contrarias al orden público en el Derecho contemporáneo (art.
1.583: «el arrendamiento hecho por toda la vida es nulo»).

8.2. La regulación legal


Excluido el artículo apenas citado, la regulación del CC sobre el contrato de prestación de servicios
es inexistente, pues el articulado correspondiente (arts. 1.583 a 1.587), inalterado desde 1889, sólo
se ocupa del «servicio de criados y trabajadores asalariados». Éste es el título o rúbrica de la
sección que comprende los artículos indicados, que levanta verdaderas ampollas para cualquier
lector contemporáneo. En fin, todo un conjunto de despropósitos.
Actualmente la prestación de servicios por los trabajadores asalariados se encuentra sometida a la
legislación laboral y, por consiguiente, sólo de forma absolutamente marginal pueden darse
supuestos de contratos de servicios de naturaleza civil.

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8.3. La prestación de servicios correspondientes a las profesiones liberales
Paradójicamente, frente a la regulación del CC, el campo propio de acción del contrato de
prestación de servicios corresponde en la actualidad al desempeño de las prestaciones propias de los
llamados «profesionales liberales» (p. ej., médicos, economistas, abogados, etc.).
Pueden contratarse tanto los servicios manuales cuanto los puramente intelectuales que
correspondan a tales profesiones. El contrato, además, se regirá por las normas de Derecho civil
cuando el servicio no se preste en las condiciones que harían de él un contrato de trabajo (médico o
abogado de empresa, p. ej.). Ante la inexistencia de concretas normas legales al respecto la
jurisprudencia ha estimado que los servicios característicos de las personas que ejercen profesiones
liberales no constituyen más que una modalidad contractual que es el contrato de arrendamiento de
servicios.
La característica onerosidad del contrato sigue estando presente, pero en cierto sentido el requisito
del precio cierto se encuentra en gran parte desvirtuado, en cuanto la necesidad de la previa
determinación de su cuantía está sustituida por la posibilidad de que, posteriormente, pueda quedar
establecida por los usos de la profesión de que se trate.
La acción para reclamar los honorarios profesionales prescribe a los tres años.
Los servicios de los profesionales liberales no son siempre y en todo caso objeto de un contrato de
arrendamiento de servicios. En ocasiones, estaremos en presencia de un contrato de obra propio,
supuesto que se da cuando el profesional, mediante una remuneración, se obliga a prestar no
propiamente su actividad, sino el resultado producido por la misma. En otras ocasiones, aun cuando
estemos en el amplio entorno de las denominadas profesiones o actividades liberales, cabe
igualmente estar ante una relación laboral.

CAPÍTULO 15: LA REGULACIÓN DE LOS ARRENDAMIENTOS URBANOS


CELEBRADOS A PARTIR DEL 1 DE ENERO DE 1995

1. INTRODUCCIÓN
La nueva Ley de Arrendamientos Urbanos, aprobada por el Pleno del Congreso de los Diputados el
jueves día 3 de noviembre de 1994, fue publicada en el BOE de 25 de noviembre de 1994 como Ley
29/1994, de 24 de noviembre, y para referirnos a ella utilizaremos la sigla tradicional de LAU.

2. RASGOS FUNDAMENTALES DE LA NUEVA LEY DE ARRENDAMIENTOS


URBANOS
La nueva LAU asombra por su brevedad y concisión. Se caracteriza por la extraordinaria sencillez
de sus planteamientos, como veremos.

2.1. Observaciones de carácter sistemático


Desde el punto de vista sistemático [método de ordenación,organización o clasificación de
elementos], dejando aparte las disposiciones complementarias en su conjunto (adicionales,
transitorias, derogatoria y finales), la LAU aparece estructurada en cinco títulos que,
respectivamente, se intitulan o rubrican de la forma siguiente:
I. Ámbito de la Ley (arts. 1 a 5).
II. De los arrendamientos de vivienda (arts. 6 a 28).
III. De los arrendamientos para uso distinto del de vivienda (arts. 29 a 35).
IV. Disposiciones comunes (arts. 36 y 37).
V. Procesos arrendaticios (arts. 38 a 40).
Suele ocurrir con frecuencia que tal sistematización no deja de ser engañosa, pues el contenido
normativo de tales títulos resulta bastante heterogéneo, siendo muy discutible que algunos de ellos

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merezcan tal calificación. A lo largo de la ley, pese a su brevedad, existen numerosas disposiciones
comunes a los arrendamientos de vivienda y para uso distinto del de vivienda, a consecuencia de las
correspondientes remisiones internas.

2.2. La diversidad de régimen jurídico: arrendamiento de vivienda y arrendamiento para uso


distinto del de vivienda
El cuerpo central de la regulación de futuro de la LAU viene constituido por el título II; lo que, a su
vez, es una consecuencia de una opción legislativa que conviene subrayar: el legislador procura un
régimen relativamente tuitivo y sometido a regulación imperativa del arrendamiento de vivienda,
mientras que cualesquiera otros arrendamientos quedan reservados al libre pacto de las partes.

2.3. La delimitación del arrendamiento de vivienda: exclusión de los inmuebles destinados a


actividades profesionales
La LAU considera arrendamiento de vivienda exclusivamente al alquiler «cuyo destino primordial
sea satisfacer la necesidad permanente de vivienda del arrendatario» (art. 1.2). Se define, pues, de
forma directa y positiva el arrendamiento de vivienda, mientras que el arrendamiento para uso
distinto del de vivienda se caracteriza por vía negativa: se considera tal «aquel arrendamiento que
recayendo sobre una edificación tenga como destino primordial uno distinto del establecido en el
artículo anterior» (art. 2.1).
La voluntas legis circunscribe los aspectos tuitivos de la nueva regulación exclusivamente a los
bienes inmuebles que sirvan para atender la necesidad permanente de vivienda:

A) Considera el legislador que sólo merece una especial protección el arrendamiento de vivienda
habitual y permanente. Por ello, «los arrendamientos de fincas urbanas celebrados por temporada,
sea ésta de verano o cualquier otra» (art. 2.2), quedan radicalmente excluidos del régimen legal
previsto en el título II.

B) Tampoco tienen por qué serlo los arrendamientos destinados a cualquier actividad (productiva o
no), cuando precisamente el «asiento inmobiliario» de dicha actividad constituye el punto de partida
fundamental de la actividad de que se trate y, por tanto, de los rendimientos, beneficios o utilidades
que produzca.
En tal sentido, la LAU es terminante: deben considerarse arrendamientos para uso distinto «los
celebrados para ejercerse en la finca una actividad industrial, comercial, artesanal, profesional,
recreativa, asistencial, cultural o docente, cualesquiera que sean las personas que los celebren»
(art. 3.2).
Salen, pues, del ámbito propio del arrendamiento de vivienda y se consideran «de uso distinto», a
partir del 1 de enero de 1995 todos los contratos de inquilinato (en definitiva, arrendamiento de
vivienda) regulados por el TR-LAU, particularmente los considerados en el derogado art. 4. Esto es,
«los locales ocupados por la Iglesia católica, Estado, Provincia, Municipio, Entidades benéficas,
Asociaciones piadosas, Sociedades o Entidades deportivas…, Corporaciones de Derecho público,
y, en general, cualquier otra que no persiga lucro». El mismo tratamiento merecerán «los
arrendamientos de locales para casinos o círculos dedicados al esparcimiento o recreo de sus
componentes o asociados» (art. 2.2 TR-LAU). Asimismo, quedan sometidos al régimen común de
los arrendamientos para uso distinto del de vivienda los recayentes sobre inmuebles destinados a
actividades profesionales.

C) Aun cuando constituyan inicialmente inmuebles aptos para satisfacer la necesidad permanente de
vivienda del arrendatario, el art. 4.2 excluye del régimen tuitivo del título II a las que podríamos
calificar como «viviendas suntuarias» (se usan baremos de superficie –en su momento 300 m 2- o
bien de renta –en su momento 5,5 veces el salario mínimo interprofesional-), cuyo alquiler puede
regirse por el libre pacto de las partes. Mas ha de tenerse en cuenta que si las partes no establecen
un clausulado que excluya la aplicación del título II de la LAU, será aplicable dicho título de forma
supletoria, con preferencia a las reglas propias del CC.

3. LOS ARRENDAMIENTOS DE VIVIENDA


El título II tiene carácter imperativo y, por consiguiente, cualesquiera condiciones o estipulaciones
contractuales que resulten perjudiciales para el arrendatario respecto de la regulación legalmente
establecida son sancionadas con la nulidad (art. 6). Sin embargo, las disposiciones de carácter
imperativo tampoco son excesivamente numerosas.

3.1. La duración del contrato


El art. 12 LAU dispone que «la duración del arrendamiento será libremente pactada por las
partes», aunque (a voluntad del arrendatario) verdaderamente el plazo de duración contractual es el
de cinco años, mediante el sistema de prórroga potestativa para el arrendatario.
La prórroga anual durante el quinquenio inicial sólo podrá ser excluida cuando, de forma expresa,
conste en el contrato que la duración tendencialmente quinquenal no puede entrar en juego en
atención a la necesidad del arrendador de ocupar por sí o para sí mismo (o para cualquiera de sus
hijos), como vivienda permanente, el inmueble objeto de arrendamiento. En caso de efectiva
extinción del contrato por tal causa, la propia norma establece sanciones para el arrendador
verdaderamente disuasorias de actuaciones fraudulentas o faltas de seriedad.
Concluido el período quinquenal sin que ninguna de las partes haya notificado a la otra su voluntad
de no renovarlo, el art. 10 permite la continuidad contractual, de año en año, por un nuevo período
trienal.
Como es sabido, el nuevo texto legal descarta la existencia de subrogaciones inter vivos en el
sentido del TR-LAU. La cesión del contrato o el subarriendo requieren el consentimiento,
expresado por escrito, del arrendador conforme a las reglas generales en materia de contratación.
El efecto de la subrogación mortis causa queda limitado al período contractual restante. Ha habido
también cambio de criterio respecto del uso de la vivienda familiar en casos de crisis matrimonial:
«el cónyuge no arrendatario podrá continuar en el uso de la vivienda arrendada…», con lo cual
debilita su posición y permite la continuidad de todos los problemas que actualmente se generan en
relación con tales casos.

3.2. La modificación introducida por la Ley 19/2009


La Ley 19/2009, de 23 de noviembre, de medidas de fomento y agilización procesal del alquiler y
de la eficiencia energética de los edificios, ha introducido recientemente una modificación de
importancia en relación con la prórroga obligatoria en los contratos de arrendamiento de vivienda,
potestativa para el arrendatario, pero obligatoria para la parte arrendadora, como ya hemos visto,
introduciendo un nuevo apartado 3 en el art. 9 de la LAU, del siguiente tenor:
«3. No procederá la prórroga obligatoria del contrato cuando, al tiempo de su celebración, se
haga constar en el mismo, de forma expresa, la necesidad para el arrendador de ocupar la
vivienda arrendada antes del transcurso de cinco años para destinarla a vivienda permanente para
sí o sus familiares en primer grado de consanguinidad o por adopción o para su cónyuge en los
supuestos de sentencia firme de divorcio o nulidad matrimonial.
Si transcurridos tres meses a contar de la extinción del contrato o, en su caso, del efectivo desalojo
de la vivienda, no hubieran procedido el arrendador o sus familiares en primer grado de
consanguinidad o por adopción o su cónyuge en los supuestos de sentencia firme de divorcio o
nulidad matrimonial a ocupar ésta por sí, según los casos, el arrendador deberá reponer al
arrendatario en el uso y disfrute de la vivienda arrendada por un nuevo período de hasta cinco
años, respetando, en lo demás, las condiciones contractuales existentes al tiempo de la extinción,
con indemnización de los gastos que el desalojo de la vivienda le hubiera supuesto hasta el
momento de la reocupación, o indemnizarle, a elección del arrendatario, con una cantidad igual al
importe de la renta por los años que quedaren hasta completar cinco, salvo que la ocupación no
pudiera tener lugar por causa de fuerza mayor».

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3.3. La renta
Salvo la radical prohibición de exigencia de pago anticipado de más de una mensualidad de renta
(art. 17.2), el Proyecto de ley consistía en una regulación de carácter dispositivo y, por tanto, de
aplicación supletoria en defecto de reglas convencionales establecidas por las partes. La posible
actualización de la renta mediante el índice general nacional del IPC consistía en una previsión
normativa de carácter supletorio que, en consecuencia, las partes habrían podido sustituir por
cualquier otro sistema de actualización.
En el texto definitivo de la ley, la cuestión resulta indiscutible: el índice nacional general del IPC
constituye el tope máximo de revalorización anual de la renta.

3.4. Contenido del contrato: derechos y obligaciones de las partes


La nueva LAU sigue los pasos de la regulación anterior (y, en general, de la jurisprudencia sobre
ella recaída), aunque introduciendo la novedad de que, sin necesidad de contar con el
consentimiento del arrendador, el arrendatario podrá realizar las obras requeridas por la condición
de minusválido de sí mismo o de cualesquiera otras personas que con él convivan: cónyuge, pareja
de hecho (aun en el caso de tratarse del mismo sexo) o familiares. Es indiferente que el arrendatario
(o cualquiera de los «convivientes» legalmente contemplados) devenga minusválido, por cualquier
causa, de forma sobrevenida. Vigente el contrato, en cualquier momento puede el arrendatario poner
en práctica la facultad legalmente atribuida. De forma cautelar, le exige la LAU la «previa
notificación escrita al arrendador» de las obras que pretenda llevar a cabo. Con ello se pretende
dejar preconstituida la prueba de la posible «reposición de la vivienda al estado anterior», que puede
exigir el arrendador al finalizar el arrendamiento.
El texto actual mantiene los derechos de tanteo y retracto en favor del arrendatario, estableciéndolos
como imperativos y obligatorios para el arrendador en los contratos de duración igual o inferior a
cinco años. En los casos de superior duración convencionalmente pactada, cabe excluir el derecho
de adquisición preferente.
La renuncia del arrendatario sólo será válida y eficaz respecto de los contratos de duración superior
a cinco años.

3.5. La terminación del contrato


Una vez superado el llamado «plazo mínimo» (que, tendencialmente, es el quinquenal, y, en su
caso, la prórroga trienal), la extinción del contrato se produce de forma automática por el mero
transcurso del plazo pactado.
El art. 26 establece la posible suspensión del contrato por obras, sean acordadas por una autoridad
competente, sean meras obras de conservación.
En relación con las causas de resolución, el art. 27 reclama ante todo la aplicación del art. 1.124 del
CC, como acción general de resolución a causa del incumplimiento por cualquiera de las partes de
cualquiera de las obligaciones que le competan.
El art. 28 establece como causas específicas de extinción la pérdida de la finca y la declaración de
ruina.

4. LOS RESTANTES ARRENDAMIENTOS URBANOS


Cualquier arrendamiento que no tenga por objeto la satisfacción de la necesidad permanente de
vivienda del arrendatario viene englobado por la ley bajo el concepto (negativo) de
«arrendamientos para uso distinto del de vivienda» (art. 3).
Según el art. 4.3, «sin perjuicio de lo dispuesto en el apartado 1, los arrendamientos para uso
distinto del de vivienda se rigen por la voluntad de las partes, en su defecto por lo dispuesto en el
título III de la presente ley y, supletoriamente, por lo dispuesto en el Código Civil».
La salvedad del primer inciso sólo significa que las normas procesales y los preceptos relativos a la
fianza y a la llamada «formalización del contrato» son de aplicación imperativa también a los

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arrendamientos ahora considerados. Mas, supuesto el carácter cogente [imperativo] de tales
preceptos, ¿constituye la voluntad de las partes verdaderamente la primera fuente normativa de los
restantes arrendamientos?
Prima facie, la lectura de los preceptos comprendidos en el título III sugiere que la remisión que
realizan a artículos que, para el arrendamiento de vivienda, son normas de ius cogens [derecho
imperativo], contradice lo establecido en el art. 4.3, apenas transcrito.
Ocurre así con la remisión que el art. 30 realiza en favor de la aplicación de las siguientes normas:
 Art. 21: imposición al arrendador de la realización de las obras necesarias o de
conservación.
 Art. 26: posibilidad de suspensión del contrato (o de desistimiento del arrendatario) en caso
de obras de conservación o acordadas por autoridad competente.
 Art. 22: obligación para el arrendatario de soportar las obras de mejora.
 Art. 19: facultad del arrendador de elevar la renta por mejoras.
 Art. 23: prohibición al arrendatario de realizar «obras modificativas del inmueble» sin
consentimiento escrito del arrendador y facultades de éste en caso de que el arrendatario
incumpla tal obligación.
Un planteamiento similar puede hacerse en relación con el art. 35, el cual (respecto de las causas de
resolución) remite a algunos de los supuestos del art. 27.2.
Respecto de otros extremos, aun sin haber remisión a las normas reguladoras del arrendamiento de
vivienda, ciertos preceptos del título III sugieren un innegable carácter imperativo:
 El art. 35, en relación con el 32, indica que «el arrendador podrá resolver de pleno derecho
el contrato» en los casos de cesión o subarriendo de carácter clandestino. Esto es, cuando el
arrendatario (quien no necesita ahora el consentimiento del arrendador) ni siquiera haya
notificado de forma fehaciente al arrendador el haber llevado a cabo la cesión o el
subarriendo.
 En la regulación de la llamada «indemnización por clientela», el precepto correspondiente
suscita la conclusión de que se trata de una norma imperativa, pues el supuesto de hecho «…
dará al arrendatario derecho a una indemnización a cargo del arrendador…» (art. 34).
 Igualmente sucede en el art. 31: «Lo dispuesto en el art. 25 de la presente ley (derechos de
tanteo y retracto) será de aplicación a los arrendamientos que regula este título».
 Lo mismo puede decirse respecto de la subrogación mortis causa regulada en el art. 33, en
cuya virtud: «en caso de fallecimiento del arrendatario, cuando en el local se ejerza una
actividad empresarial o profesional, el heredero o legatario que continúe el ejercicio de la
actividad podrá subrogarse en los derechos y obligaciones del arrendatario hasta la
extinción del contrato».
Finalmente, el mandato de que «el adquirente de la finca arrendada quedará subrogado en los
derechos y obligaciones del arrendador, salvo que concurran en el adquirente los requisitos del art.
34 de la Ley Hipotecaria», aparenta ser una norma de ius cogens.
Mas, pese a todo cuanto acaba de afirmarse, lo cierto es que el propio Preámbulo de la ley se
pronuncia abiertamente en favor del carácter meramente supletorio del título III en su conjunto o, al
menos, en parte. La coincidencia entre semejante planteamiento y lo establecido en el art. 4.3 arroja
finalmente la conclusión de que, para el legislador, el título III constituye en efecto un mero
conjunto normativo de aplicación supletoria, sin que ninguna de las normas que integran dicho
título pueda considerarse imperativa.

5. BREVE REFERENCIA A LAS DISPOSICIONES TRANSITORIAS


El enjuiciamiento de las reglas de carácter transitorio, en general, debe ser positivo, pues tanto el
Proyecto, cuanto las enmiendas y los acuerdos transaccionales de los distintos grupos
parlamentarios, han logrado superar satisfactoriamente, para la generalidad de los supuestos reales,
los gravísimos problemas que subyacen en la regulación de tales materias.
Por ahora, debe bastar con una serie de indicaciones generales.

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La disposición transitoria primera, relativa tanto a las viviendas cuanto a los locales de negocio
sometidos al imperio del RDL 2/1985, garantiza la pervivencia normativa de su regulación hasta
que, por extinción del plazo estipulado, se produzca o pueda producirse la tácita reconducción. A
partir de ésta, «el contrato renovado» comenzará a regirse por la nueva LAU.
A los actuales arrendatarios de vivienda con prórroga legal forzosa, la disposición transitoria
segunda les garantiza vitaliciamente tal condición, aunque al propietario se le permite proceder a la
actualización de la renta durante un plazo que, tendencialmente, llega a los diez años, dependiendo
de los ingresos familiares del arrendatario. El inquilino, no obstante, no está obligado a actualizar, si
bien en tal caso la duración del contrato no excederá de ocho años, a partir de la publicación de la
ley. Por otra parte, se priva al propietario (a quien se le bonificará fiscalmente, conforme a la
disposición final cuarta) de la posibilidad de actualizar la renta cuando los ingresos «familiares» del
arrendatario no superen entre 2,5 y 3,5 veces el salario mínimo interprofesional.
Un esquema muy parecido, aunque con períodos de continuidad contractual más cortos (jubilación
o fallecimiento del arrendatario que sea persona física; en cualquier otro caso existe un tope
máximo general de veinte años), sigue la transitoria tercera en relación con los locales de negocio.
También en ellos se faculta al arrendatario para permanecer en el local, por un período de cinco
años, aunque no se avenga a actualizar la renta. Como acaba de indicarse, reiterémoslo, los plazos
de continuidad contractual se hacen depender de que el arrendatario sea persona física o jurídica y,
para este segundo supuesto, de la cuota correspondiente a 1994 del Impuesto sobre Actividades
Económicas.
Los contratos asimilados al inquilinato y al arrendamiento de local de negocio (disposición
transitoria cuarta) se regirán, respectivamente, por lo dispuesto en las disposiciones transitorias
segunda y tercera, a las que se acaba de hacer referencia.

CAPÍTULO 16: EL CONTRATO DE OBRA

1. INTRODUCCIÓN: CONCEPTO Y CARACTERES

1.1. El contrato de obra en el Código Civil


El CC contempla una subespecie de contrato de arrendamiento a la que denomina «arrendamiento
de obra(s)» (la definición legal del mismo en el art. 1.544) y a cuya regulación destina la sección
segunda («De las obras por ajuste o precio alzado») del capítulo tercero del título dedicado a los
arrendamientos (arts. 1.588 a 1.600).
La doctrina trata de evitar la denominación de arrendamiento de obra, llamándolo contrato de obra,
contrato de empresa, contrato de ejecución de obra o incluso contrato de industria.
Con todo, conviene observar que la rúbrica de la sección y el articulado del CC que ahora nos
interesan no utilizan, ni siquiera una vez, los términos de arrendador, arrendatario o arrendamiento,
sino otros giros distintos y los vocablos «dueño» o «propietario» para referirse a quien encarga la
obra, y «contratista» o, raramente, «constructor», para identificar a quien queda obligado a realizar
la obra. Nosotros en adelante nos referiremos a tales personas, respectivamente, con los nombres de
comitente y contratista, por ser los más correctos, al tiempo que más generales.
Podemos definir el contrato de obra como aquel en cuya virtud una persona, contratista, se obliga a
ejecutar una obra en beneficio de otra, comitente, que habrá de pagar por ella un precio cierto.
La nota distintiva básica de este contrato radica en que lo prometido por el deudor de la actividad no
es el trabajo o el servicio en sí mismo considerado, sino el resultado del trabajo: la obra. Queda
sometido, pues, el contratista al desempeño de una obligación de resultado, lo que permite
distinguirlo del contrato de servicios, en el que la obligación de hacer se limita a ser una obligación
de medios.
Por lo demás, es un contrato puramente consensual, oneroso, sinalagmático, de carácter
conmutativo y de forma libre.

1.2. La Ley de Ordenación de la Edificación


El contrato de servicios sigue regulado por las anticuadas normas del Código, mientras que los
contratos de obra inmobiliaria que se acometan con posterioridad a la entrada en vigor de la Ley
38/1999, que tuvo lugar el 7 de mayo de 2000, con carácter general habrán de entenderse sometidos
a la disciplina propia de la LOE.
La promulgación de la LOE no puede suponer hacer tabla rasa del CC por dos razones:
1. En primer lugar, cualesquiera obras que, como obligación de resultado, hayan de
considerarse objeto del contrato y no sean susceptibles de ser calificadas como edificaciones
a los efectos de la LOE obviamente requieren la aplicación e interpretación del CC.
2. Lo establecido en la disposición transitoria primera de la LOE supone que, incluso en
relación con las edificaciones, durante años habrá de pervivir el régimen de responsabilidad
previsto en el art. 1.591 del CC y, en consecuencia, la amplia jurisprudencia dictada sobre el
particular.

2. EL OBJETO DEL CONTRATO

2.1. La obra
Las normas del CC, al regular el contrato de obra, parecen pensar exclusivamente en que el objeto
del contrato sólo fuese la construcción o, en su caso, reparación o rehabilitación de edificios. Por
otra parte, incluso dentro de dicho ámbito objetivo, tales normas son manifiestamente insuficientes
en la regulación de su contenido, pues aluden sólo a ciertas hipótesis especiales que no siempre
tienen una gran aplicación en la práctica; desconociendo, sin embargo, la figura del «promotor»
como persona que dirige toda la organización en la construcción inmobiliaria, o la subcontratación
por parte del contratista con terceras personas, tan frecuente en la actualidad.
Pueden (y siempre han podido) ser objeto del contrato de obra todas las cosas, todo resultado
material, industrial, científico o artístico (así, la confección de un traje, la construcción de un buque,
la realización de una investigación, la ejecución de un cuadro, una auditoría, etc.). También pueden
ser objeto del contrato de obra, por ejemplo, la edición de un libro, la realización de la publicidad de
un producto, la ejecución de un transporte, si bien en estos casos hay disposiciones propias que dan
lugar, bajo ciertos supuestos, a contratos típicos específicos.
En general, la obra objeto de contrato debe reunir los requisitos propios de cualquier prestación:
posible, lícita y determinada. En relación con este último requisito, la obra ha de determinarse de
algún modo, bien con relación a un plano o diseño, que es lo general en un gran número de ellas,
bien con indicación de las circunstancias que la especifiquen, aunque su concreta determinación
quede postergada a un momento posterior a la celebración del contrato.
La ejecución de una obra puede contratarse conviniendo que el que la ejecute ponga solamente su
trabajo o su industria, o que también suministre el material.
El distinto alcance del respectivo contrato en relación con la responsabilidad del contratista en caso
de pérdida o deterioro o imposibilidad de realización de la obra hace que se hable, en el primer
caso, de simple contrato de obra y de contrato de obra con suministro de materiales en el segundo.

2.2. El precio
Art. 1.544: el contratista «se obliga a ejecutar una obra… por precio cierto», expresión similar a la
utilizada en el art. 1.445 respecto de la compraventa, por lo que han de entenderse reiteradas las
observaciones hechas sobre este último precepto.
Para el contratista el objeto fundamental del contrato es la obtención de un precio que consiste en
un «ajuste o precio alzado», es decir, fijado de antemano y pagadero según una cifra determinada.
Sin embargo el art. 1.592 establece que «el que se obliga a hacer una obra por piezas o por medida
puede exigir del dueño que la reciba por partes y que la pague en proporción». Ergo, pese a la

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rúbrica de la sección, el precio puede consistir en:
A) Un precio o ajuste alzado por la ejecución completa de la obra.
B) Un precio por unidades o por «certificaciones de obra», que suele ser frecuentísimo en las
obras inmobiliarias, sin duda las de mayor importancia y cuantía económica, en las que
suelen pactarse pagos parciales por cimentación, estructuras, cubrimiento de aguas,
carpintería, pintura, etc.
Ninguna de tales modalidades de precio es regulada con detalle por el CC. Al precio por unidades se
refiere el ya transcrito art. 1.592. A la regulación del ajuste alzado se dedica el art. 1.593, en cuya
virtud «el arquitecto o contratista que se encarga por un ajuste alzado de la construcción de un
edificio u otra obra en vista de un plano convenido con el propietario del suelo no puede pedir
aumento de precio aunque se haya aumentado el de los jornales o materiales; pero podrá hacerlo
cuando se haya hecho algún cambio en el plano que produzca aumento de obra, siempre que
hubiese dado su autorización el propietario». Es decir, el cambio de las condiciones
originariamente pactadas conlleva la facultad del contratista de revisar el precio inicialmente
estipulado; por el contrario, el encarecimiento de los elementos necesarios para la realización de la
obra (salvo la hipotética y normalmente excepcional entrada en juego de la cláusula rebus sic
stantibus [estando así las cosas]) será a cuenta del contratista que inadvertidamente ha corrido
semejante riesgo.
Las normas comentadas tienen carácter meramente dispositivo y, por consiguiente, son sustituibles
por cualesquiera otras reglas que voluntariamente puedan establecer las partes del contrato. En la
práctica, lo general es que, incluso en las obras a precio alzado, el posible encarecimiento de los
materiales o las «subidas de precios» sean objeto de consideración detenida en el clausulado
contractual, determinando «revisiones» o «actualizaciones» del precio inicialmente fijado.

3. POSICIÓN DEL CONTRATISTA

3.1. La ejecución de la obra


La principal obligación del contratista consiste en realizar la obra de acuerdo con los usos de su
actividad o profesión (la llamada lex artis), en el tiempo y en las condiciones convenidas, según lo
pactado, ya sea entregando la totalidad de la obra al finalizar el plazo o fraccionándola en
ejecuciones parciales (por «piezas o medidas»).
El encargo de ciertas obras suele ir acompañado de un diseño o proyecto, habiéndolo suministrado
previamente el comitente o el propio contratista. En este caso, la obra debe realizarse conforme a él,
pudiéndose sólo variar por acuerdo de las partes, si bien el comitente (más raramente el contratista)
puede reservarse en el contrato la facultad de modificarlo dentro de ciertos límites. Es usual, sobre
todo en los contratos de obra referentes a construcciones propiamente dichas, la inserción de una
cláusula penal imponiendo al contratista una indemnización, alzada o proporcional al tiempo, por el
retraso en la terminación.

3.2. La acción directa de trabajadores y suministradores


Normalmente el contratista debe celebrar a su vez una serie de contratos con terceras personas, con
la finalidad puesta en la realización o ejecución de la obra. El art. 1.597 otorga a tales personas una
acción directa para reclamar al comitente cuanto se les adeude: «los que ponen su trabajo y
materiales en una obra ajustada alzadamente por el contratista no tienen acción contra el dueño
de ella sino hasta la cantidad que éste adeude a aquél cuando se hace la reclamación».
Queda limitada, pues, la acción directa a la cantidad que, en su caso, adeude el comitente al
contratista, pues si éste ha sido pagado (o su derecho de crédito ha quedado extinguido por
cualquiera de las causas generales de extinción de las obligaciones) no ha lugar la acción directa. Lo
mismo ha de decirse en caso de que la obra haya sido contratada por unidad de medida o por
administración, pues el precepto (a juicio de Lasarte, criticable) requiere que el contrato de obra sea
por precio o ajuste alzado.

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Están legitimados activamente para ejercitar la acción directa cualesquiera personas que, mediante
su trabajo o la entrega de materiales destinados a la realización de la obra, hayan contribuido a la
actividad propia del contratista. No se requiere, por supuesto, que quienes hayan aportado su propio
trabajo se encuentren relacionados con el contratista mediante contrato laboral, sino que basta
cualquier posible prestación de servicios. La aportación o suministro de materiales puede haber sido
realizada en virtud de cualquier título, aunque frecuentemente lo será a través del contrato de
compraventa o de suministro; sin que, al parecer, sea necesario que los materiales hayan sido
efectivamente utilizados e incorporados a la obra contratada entre comitente y contratista.

3.3. El derecho de retención


El art. 1.600 establece que «el que ha ejecutado una obra en cosa mueble tiene el derecho de
retenerla en prenda hasta que se le pague». Señalaremos un par de notas sobre la correcta
intelección del precepto:
A) El contrato de obra debe consistir en una reparación o reconstrucción de una cosa mueble
careciendo de derecho de retención alguno el contratista inmobiliario (STS).
B) Parece otorgarse derecho de retención únicamente al contratista que ha ejecutado
completamente la obra. Es correcto, sin embargo, entender que una vez que la obra ha
comenzado a ser realizada por el contratista éste cuenta ya con el derecho de retención por el
correspondiente crédito.

3.4. El carácter preferente del crédito del contratista


El contratista cuya prestación consista en la construcción, reparación o conservación de un bien
mueble goza de un crédito preferente para el cobro, conforme a lo dispuesto en el art. 1.922.1.
En el caso de que el contrato de obra recaiga sobre bienes inmuebles, son igualmente preferentes los
posibles créditos refaccionarios de que sea titular el contratista.

3.5. La responsabilidad del contratista


La obra se realiza a riesgo del contratista, de modo que si antes de entregarse aquélla se perdiese o
destruyese, es el contratista quien soporta la pérdida de la cosa, al tiempo que el comitente no tiene
que pagarle el precio convenido. No obstante conviene distinguir entre el simple contrato de obra y
el contrato de obra con suministro de materiales a cargo del propio contratista:
A) Para el contrato de obra con suministro de materiales, dispone el art. 1.589 que el contratista
«debe sufrir la pérdida en el caso de destruirse la obra» antes de ser entregada, «salvo si
hubiese habido morosidad en recibirla» por parte del comitente.
B) En el caso del simple contrato de obra establece el art. 1.590 que el contratista «no puede
reclamar ningún estipendio si se destruye la obra antes de haber sido entregada, a no ser
que haya habido morosidad para recibirla o que la destrucción haya provenido de la mala
calidad de los materiales, con tal que haya advertido oportunamente esta circunstancia al
dueño».
Por supuesto, si la pérdida o destrucción de la cosa objeto del contrato tiene lugar una vez que ha
sido recibida por el comitente, conforme a las reglas generales, debe entenderse que las cosas
perecen para su dueño y, en consecuencia, el contratista queda eximido de responsabilidad alguna,
salvo que sea de aplicación el art. 1.591 que veremos en el siguiente epígrafe.
El art. 1.596 establece que «el contratista es responsable del trabajo ejecutado por las personas
que ocupare en la obra»: el comitente puede reclamar al contratista, por cumplimiento defectuoso o
incumplimiento, sea cualquiera quien se haya ocupado materialmente de llevar a cabo la ejecución
de la obra contratada.

4. POSICIÓN DEL COMITENTE


La principal obligación del comitente consiste naturalmente en pagar el precio convenido. A tal
efecto, dispone el art. 1.599 que «si no hubiere pacto o costumbre en contrario, el precio de la obra

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deberá pagarse al hacerse la entrega». Ante el silencio del CC sobre el lugar del pago, habrá de
estarse a las reglas generales establecidas en el art. 1.171.
En el caso de modificación de la obra sobre plano, que produzca aumento de la misma, el
contratista podrá pedir aumento de precio, siempre que el dueño autorizara los cambios. De otro
lado si la obra se ejecuta por piezas o medidas, el contratista puede exigirle que las reciba por partes
y que la pague en proporción.
Pesa también sobre el comitente la obligación de recibir la obra una vez que ésta ha sido
completamente ejecutada y, en los términos convenidos, el contratista se apreste a realizar la
entrega. Mas la recepción de la obra (desde el punto de vista del comitente; desde el del contratista,
entrega) no significa por sí misma aprobación de la obra ejecutada, hasta que el comitente realice
las oportunas comprobaciones y averiguaciones de conformidad entre la obra entregada y las
instrucciones emanadas del comitente. Por ello, en la práctica, al menos en todas las obras de una
cierta trascendencia, suele pactarse convencionalmente la existencia de una recepción provisional
(sin acarrear por tanto la exclusión de responsabilidad del contratista ni la aprobación de lo hecho
por éste) que, en su caso, se verá seguida de la recepción definitiva.
En cuanto a la obra a satisfacción del propietario, dispone el art. 1.598 que «cuando se conviniere
que la obra se ha de hacer a satisfacción del propietario, se entiende reservada la aprobación, a
falta de conformidad, al juicio pericial correspondiente», añadiendo que «si la persona que ha de
aprobar la obra es un tercero, se estará a lo que éste decida».
La adecuación o no de la obra respecto de las circunstancias convenidas debe analizarse en términos
objetivos, y por ello el CC posibilita que la decisión de uno o varios peritos (no se trata, en realidad,
de proceso judicial alguno) o de un tercero arbitrador permita superar la falta de acuerdo entre
comitente y contratista.
La «obra a satisfacción del propietario» no constituye un elemento natural del contrato de obra, sino
que requiere una estipulación concreta sobre el particular.

5. LA RESPONSABILIDAD POR RUINA: EL ART. 1.591


El contratista de un edificio y el arquitecto responden de los daños y perjuicios causados por su
ruina, si ésta tuviese lugar en el plazo de diez años, por vicios debidos a su respectiva actividad o
profesión (responsabilidad decenal de arquitectos y constructores). El contratista alarga su
responsabilidad al plazo de quince años, si la ruina se debe a no haber cumplido las condiciones del
contrato.
La jurisprudencia atiende más a razones de justicia material que a apotegmas jurídicos que pudieran
deducirse del tenor del art. 1.591, como vamos a ver seguidamente.

[Apotegma: es una sentencia breve y graciosa en la que subyace un contenido moral aleccionador.]

5.1. El concepto de ruina: ruina propia y ruina funcional


Afirma el art. 1.591 que contratista y arquitecto responden cuando un edificio «se arruinase»,
respectivamente, por vicios de la construcción y vicio del suelo o de la dirección técnica.
Propiamente hablando, ruina significa la destrucción, desplome o desmoronamiento del edificio. Sin
embargo, el TS con buen criterio ha acabado por incorporar al concepto de ruina el de la llamada
«ruina funcional», para permitir la exigencia de responsabilidad en todos aquellos supuestos en que
los defectos de construcción (sin ser propiamente ruinosos o ruinógenos) supongan que la
edificación sea parcialmente inservible, inadecuada o inhabitable.

5.2. Las personas responsables


Además del contratista o constructor y el arquitecto superior, a los que se refiere textualmente el art.
1.591, la jurisprudencia ha tenido oportunidad de declarar de forma reiterada que pueden resultar
igualmente responsables:
A) Los aparejadores o arquitectos técnicos.
B) Por evidente extensión analógica, otros titulados superiores, como los ingenieros.
C) Los distintos tipos y subtipos de «promotores inmobiliarios».

5.3. El carácter solidario de la responsabilidad


La lectura del art. 1.591 sugiere que el ámbito propio de responsabilidad de constructor y arquitecto
es claro y meridiano: el constructor responde de los vicios de la construcción; el arquitecto, de los
vicios del suelo y de la dirección. En la realidad de la actual actividad inmobiliaria semejante
presupuesto raramente se corresponde con lo verdaderamente acontecido, pues (dada la posible
intervención de otras personas) semejante claridad de líneas queda en la mayor parte de los casos
oscurecida.
Cuando la responsabilidad puede determinarse con claridad (caso nada frecuente), el TS no recurre
al establecimiento de la responsabilidad solidaria de los distintos participantes en la actividad
constructiva. Sin embargo, en la mayoría de los supuestos, la sentencia que pone fin al proceso
suele acabar por concluir la imposibilidad de individualización de la responsabilidad y, por
consiguiente, estima la reclamación de los perjudicados de establecimiento de una responsabilidad
de carácter solidario.

5.4. Plazos de ejercicio


La conclusión más segura sobre el juego de los plazos temporales contemplados en el art. 1.591
(decenal en el primer párrafo y quindenial [15 años] en el segundo) es considerar que tales plazos
no son de prescripción, ni de caducidad, sino plazos de garantía, en el sentido de que para que nazca
la acción de responsabilidad ex lege (conocida como decenal) … ha de producirse la ruina o
exteriorizarse el vicio ruinógeno forzosamente dentro del plazo de diez años…, de tal manera que si
el expresado plazo transcurre sin haber ocurrido el referido evento, la acción ya no podrá nacer, por
haber precluido el mencionado plazo de garantía. De producirse vicios ruinógenos dentro del plazo
de diez años o apareciendo circunstancias que motiven la falta de cumplimiento exacto del contrato
dentro del plazo de quince años, los perjudicados podrán accionar contra los responsables, contando
para ello con un nuevo período (éste sí, de prescripción) quindenial.

6. LAS RESPONSABILIDADES EN LA CONSTRUCCIÓN EN LA LEY DE ORDENACIÓN


DE LA EDIFICACIÓN
La LOE replantea el tema de la responsabilidad por ruina de los edificios.
Los profesionales de la construcción se han considerado maltratados por la incorporación
jurisprudencial de la idea de ruina funcional y por la amplitud de los plazos de garantía y de
prescripción.
La LOE, pues, pese a que su Exposición de Motivos afirma incardinarse en el movimiento de
defensa y protección de los consumidores, lo cierto es que ha optado por replantear la tipología de
los vicios constructivos en contra de la «funcionalidad» de los posibles vicios ruinógenos y, en
paralelo, reducir los plazos de responsabilidad.

6.1. La diversificación de los vicios constructivos


El apartado 1 del art. 17 LOE diversifica los posibles vicios o defectos constructivos en tres
categorías:
A) Vicios estructurales: serían los más graves, por afectar a elementos estructurales del edificio
y, en consecuencia, comprometer su propia estabilidad.
B) Vicios constructivos: originados por deficiencias graves que, sin afectar a la seguridad y
estabilidad del edificio, atentan a elementos constructivos relativos a la propia habitabilidad
del edificio. En tal sentido, pues, los vicios constructivos serían determinantes de una
profunda insatisfacción por parte de los adquirentes de los inmuebles.
C) Vicios de acabado: defectos de construcción relacionadas con los elementos de terminación
o acabado, de fácil detección incluso por personas que no sean expertas en la construcción.

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6.2. Los plazos de garantía y prescripción
La LOE determina los siguientes plazos temporales dentro de los cuales han de manifestarse o
producirse los daños materiales en el edificio:
1. Si proceden de vicios estructurales: diez años.
2. Los daños derivados de los vicios constructivos: tres años.
3. Respecto de los defectos de acabado: un año.
Tales plazos, en principio, deben considerarse como plazos de garantía, en el sentido antes indicado
en relación con el art. 1.591 CC.
El art. 18.1 LOE establece que «las acciones para exigir la responsabilidad prevista en el artículo
anterior… prescribirán en el plazo de dos años…». El período bienal ha de computarse no desde
que los daños aparezcan o sean conocidos o identificables, sino «desde que se produzcan dichos
daños». El inciso final del art. 18.1 LOE preceptúa que su regulación o normativa se establece «sin
perjuicio… de las posibles responsabilidades contractuales». Así pues, para tales responsabilidades
habrá que entender que sigue rigiendo el plazo general de prescripción quindenial establecido en el
art. 1.964 CC.

6.3. Otros aspectos


Hemos de reseñar al menos que la LOE completa la regulación a la que acabamos de referirnos con
la instauración de un sistema de seguros, a celebrar por los constructores, que al menos han de
garantizar durante el correspondiente período los vicios estructurales (art. 19). El conjunto de los
sistemas de garantía establecidos por la LOE mejorarán la calidad de los edificios y viviendas, pero
al propio tiempo determinará un encarecimiento de la construcción.

7. EXTINCIÓN

7.1. El desistimiento unilateral del comitente


Art. 1.594: «el dueño puede desistir, por su sola voluntad, de la construcción de la obra aunque se
haya empezado, indemnizando al contratista de todos sus gastos, trabajo y utilidad que pudiera
obtener de ella». El comitente no necesita alegar «justa causa» alguna, ni esperar un momento
temporal determinado, para privar de efectos al contrato de obra: puede desistirse del contrato
cuando y como quiera, aunque, por supuesto, deberá resarcir al contratista en los términos
establecidos. Los «gastos» y el «trabajo» realizados por el contratista suelen ser interpretados por el
TS de forma generosa.
La «utilidad que pudiera obtener de ella» (de la obra) es un concepto indemnizatorio más y, por
consiguiente, está referido también al contratista. La práctica y, siguiéndola, la jurisprudencia suelen
concretar dicho componente indemnizatorio en el denominado beneficio industrial que le
correspondería al contratista sobre el total de la obra realizada (o si fuera realizada), el cual (salvo
pacto en contrario) se considera equivalente al 15 por 100 de la totalidad de la obra contratada
(STS).

7.2. La muerte del contratista


La muerte del contratista determina la extinción del contrato si la obligación de hacer que pesaba
sobre aquél tenía carácter personalísimo y, en consecuencia, no puede considerarse transmisible a
los herederos del contratista (fallecido el eximio cirujano plástico, p. ej., todos sus hijos y herederos
son ingenieros de caminos o cantantes de ópera). Establece el art. 1.595.1 que «cuando se ha
encargado cierta obra a una persona por razón de sus cualidades personales, el contrato se
rescinde por la muerte de esta persona».
La segunda parte del artículo referido tiene por misión regular la rendición de cuentas entre los
herederos del contratista y el comitente en los supuestos en que la obra contratada hubiera sido
parcialmente ejecutada (p. ej., el traductor había superado, antes de fallecer, la mitad de la novela).

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En tales casos, el comitente «debe abonar a los herederos del constructor (mejor, contratista), a
proporción del precio convenido, el valor de la parte de obra efectuada y de los materiales
preparados, siempre que de estos materiales reporte algún beneficio» (art. 1.595.2).

7.3. La imposibilidad sobrevenida de la ejecución


El art. 1.595.3 establece que se produce igualmente la extinción del contrato si el contratista no
puede concluir la obra «por alguna causa independiente de su voluntad». Debe tratarse de causas
fortuitas que, por consiguiente, resulten insuperables para el contratista, no obstante haber
observado éste la diligencia exigible en el cumplimiento de la obligación que sobre él pesaba. En
estos casos el contratista habrá de ser indemnizado de acuerdo con lo dispuesto en el art. 1.595.2.

CAPÍTULO 18: EL MANDATO

1. EL CONTRATO DE MANDATO

1.1 Concepto
Art. 1.709 CC: «por el contrato de mandato se obliga una persona a prestar algún servicio o a
hacer alguna cosa por cuenta o encargo de otra». Esta última es denominada mandante, mientras
que la persona obligada a la realización del servicio recibe el nombre de mandatario.
La descripción legal del contrato de mandato que acaba de ser reproducida es poco expresiva y no
permitiría deslindar el contrato de mandato de otras figuras contractuales. El tenor literal del art.
1.709 podría aplicarse sin violencia alguna a los contratos de arrendamiento de obras y de servicios,
pues también en éstos se obliga al arrendador ora a hacer alguna cosa, ora a prestar cualquier tipo de
servicios. Sin embargo, la secular práctica jurídica demuestra que mandato y arrendamiento son
figuras diversas y cada una de ellas con características propias que exigen su deslinde.
Bajo el sistema romano, el criterio decisivo para establecer la distinción entre mandato y
arrendamiento venía suministrado por la gratuidad de aquél. Hoy día, con el CC en la mano, aunque
el mandato sea tendencialmente gratuito, puede ser igualmente retribuido, como desarrollaremos a
continuación.
Actualmente, la barrera divisoria entre arrendamiento y mandato viene dada por la naturaleza de las
prestaciones a que, respectivamente, se obligan arrendatario y mandatario:
 Trátese de arrendamiento de obra o de servicios, el arrendatario se obliga a ejecutar por sí
mismo una determinada actividad de carácter material en beneficio del arrendador (pintar el
piso o redactar un informe).
 El mandatario, en cambio, se obliga a gestionar los intereses del mandante (actuando
ciertamente en su beneficio, al igual que en el arrendamiento) a través de la realización de
determinados actos jurídicos cuyo contenido acabará recayendo en la esfera jurídica del
mandante.

1.2. Caracteres del mandato


Sus caracteres fundamentales son los siguientes:
A) El mandato es un contrato consensual, como se deduce claramente de los propios términos
literales del art. 1.709 («… se obliga una persona»).
B) Conforme a las reglas generales, impera respecto del mandato el principio de libertad de
forma. El mandato puede ser expreso (puede darse por instrumento público o privado y aun
de palabra) o tácito, y la aceptación también puede ser expresa o tácita, deducida esta última
de los actos del mandatario.
C) El mandato es un contrato naturalmente gratuito. Así lo establece el art. 1.711.1: «a falta de
pacto en contrario, el mandato se supone gratuito». Se presume con carácter oneroso si el

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mandatario tiene por ocupación el desempeño de servicios de la especie a que se refiere el
mandato (art. 1.711.2).
D) El mandato es un contrato basado en la confianza que el mandante otorga al mandatario, es
un contrato intuitu personae.

2. CLASES DE MANDATO

2.1. Mandato simple y mandato representativo


El mandatario puede actuar en su propio nombre (sin revelar que gestiona intereses ajenos), si bien
por cuenta, interés y encargo de su mandante, en cuyo caso estaríamos ante un mandato simple, no
representativo. No se produciría vinculación entre mandante y terceros, los cuales tendrían acciones
exclusivamente contra el mandatario, sin perjuicio de las que puedan derivar de la relación de
mandato propiamente dicha entre mandante y mandatario.
Si el mandatario actúa «en nombre» del mandante, por el contrario, éste es parte en los contratos o
actos jurídicos que, gestionando sus intereses, celebra el mandatario con terceros: el mandante es
quien adquiere los derechos y asume las obligaciones que se derivan de esos actos o contratos
debiendo cumplir todas las obligaciones que el mandatario haya contraído dentro de los límites del
mandato. Hay que entender que las figuras de mandato y poder de representación no coinciden,
aunque tradicionalmente se les consideraba unidas.
Puede existir mandato sin que se haya otorgado poder de representación (mandato simple, no
representativo); mandato con representación (representativo), en cuyo caso vincula directamente el
mandatario al mandante; y, por otra parte, el poder de representación puede no implicar una relación
de mandato, sino de otra especie (p. ej., el de un órgano de un ente social en el contrato de
sociedad).

2.2. Tipos de mandato conforme a la extensión de las facultades conferidas


El mandante puede otorgar al mandato un alcance muy distinto según su situación personal o
patrimonial y la confianza que deposite en las cualidades personales o técnicas del mandatario.

A) Mandato general o especial


Considerando el número de asuntos o negocios del mandante que puede gestionar el mandatario, el
mandato puede ser general o especial.
Según el art. 1.712, el mandato general «comprende todos los negocios del mandante»; mientras
que el mandato especial, sólo «uno o más negocios determinados».

B) Mandato concebido en términos generales y mandato expreso


También habría que distinguir en cuanto a la naturaleza de las operaciones que está autorizado a
realizar el mandatario, pues la expresión utilizada por el art. 1.713 de «mandato concebido en
términos generales» no coincide con la significación propia del «mandato general» a que
anteriormente nos hemos referido. Según el art. 1.713, el mandato concebido en términos generales
no comprende más que los actos de administración; mientras que para transigir, enajenar, hipotecar
o ejecutar cualquier acto de riguroso dominio se necesita el denominado mandato expreso. Esto es,
para realizar los actos más importantes de gestión de los intereses del mandante, identificados por el
CC con los actos de disposición, no cabe admitir el mandato tácito, en cuanto tales actos son
atinentes a terceros y, por consiguiente, necesitan estar expresamente autorizados por el mandante,
siendo insuficiente el mandato concedido en términos generales.
Por lo dicho, tanto el mandato general (para todos los asuntos del mandante) como el mandato
especial (para uno o varios asuntos del mandante) pueden conferirse en términos generales, en cuyo
caso el mandatario solamente podrá llevar a cabo actos de administración, o también autorizar al
mandatario a realizar actos de enajenación o gravamen.
3. RÉGIMEN BÁSICO DEL CONTRATO DE MANDATO

3.1. Obligaciones del mandante


El mandante asume la iniciativa del contrato y, en consecuencia, establecerá las bases de desarrollo
del mandato y fijará al mandatario cuantas instrucciones y reglas considere oportunas en defensa de
la gestión fructuosa de sus asuntos. Sus obligaciones son, por tanto, notoriamente limitadas,
encontrándose reducidas a las siguientes:
A) Debe anticipar las cantidades necesarias para la ejecución del mandato, si el mandatario las
pidiere. Si éste las hubiere anticipado, las reembolsará, aunque el negocio no haya salido
bien, con tal que esté exento de culpa el mandatario.
B) Está obligado a indemnizar los daños y perjuicios ocasionados al mandatario por el
cumplimiento del mandato, siempre que el mandatario no haya incurrido en culpa o
imprudencia en su gestión.
C) Deberá pagar al mandatario la retribución procedente si así se pactó.
D) En el caso de pluralidad de mandantes, esto es, cuando dos o más personas hayan nombrado
mandatario para un negocio común, quedan obligadas solidariamente frente a él.
E) Cuando se trata de un mandato con poder de representación, el mandante debe cumplir todas
las obligaciones que el mandatario haya contraído dentro de los límites del mandato; en lo
que el mandatario se haya excedido, no queda obligado el mandante sino cuando lo ratifica
expresa o tácitamente.

3.2. Derechos y obligaciones del mandatario

A) Obligaciones
Las obligaciones fundamentales del mandatario son las siguientes:
1. Debe ejecutar el mandato de acuerdo con las instrucciones del mandante, teniéndole
informado de su gestión. En caso de ausencia o falta de instrucciones, el mandatario habrá
de actuar, según la naturaleza del asunto o negocio, como lo haría un buen padre de familia.
2. Está obligado el mandatario a rendir cuentas de sus operaciones al mandante y a abonarle
cuanto haya recibido en virtud del mandato. No señala el Código el momento temporal de
tales obligaciones del mandatario, por lo que, salvo acuerdo convencional o instrucciones
del mandante referentes a tal extremo, dependerá en definitiva en la mayor parte de los casos
del acto de interpelación del mandante. Tal interpretación se deduce del contenido del art.
1.724, conforme al cual el mandatario es deudor de los correspondientes intereses con
carácter general, «después de fenecido el mandato, desde que se haya constituido en mora»;
así como desde el día en que, en su caso, «aplicara a usos propios» las cantidades que
hubiere recibido en calidad de mandatario.
3. Pesa sobre el mandatario la obligación de resarcir los daños y perjuicios que, por su gestión
o por la falta de ella, haya causado al mandante, ya sean debidos a actuación dolosa o
culposa.
4. Si un mandante ha nombrado dos o más mandatarios, el art. 1.723 excluye la
responsabilidad solidaria si no se ha expresado.
5. Cuando el mandatario obra en su propio nombre, queda obligado directamente en favor de la
persona con quien contrató, como si el asunto fuere personal suyo, sin perjuicio de las
acciones entre mandante y mandatario.

B) Derechos y facultades
1. El mandatario podrá ejercitar el derecho de retención sobre las cosas que son objeto del
mandato, hasta que el mandante le reembolse lo anticipado y proceda a la indemnización de
daños y perjuicios, en caso de que se hubieren producido y hubiesen sido ocasionados por el
cumplimiento del mandato.

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2. El mandatario cuenta con la facultad de nombrar sustituto, desligándose de su relación con
el mandante, si éste autorizó la sustitución, ya sea designando esa persona (aquí más bien se
puede hablar de un nombramiento de sustituto por el mandante) o concediendo la
autorización de un modo genérico:
 El mandatario no quedará exento de responsabilidad cuando nombre sustituto si el
mandante ni lo autorizó ni lo prohibió.
 Responde el mandatario en el caso de que el mandante haya prohibido la sustitución.
 Cuando el mandante haya autorizado genéricamente la sustitución (esto es, sin
designación de persona), el mandatario sólo responderá de la actuación del sustituto por
él elegido cuando sea «notoriamente incapaz o insolvente».

3.3. Extinción del mandato


Además de las causas generales que determinan la extinción de las obligaciones (como transcurso
del tiempo por el que se constituyó, celebración del negocio propuesto, imposibilidad de realizarlo,
etc.), el art. 1.732 (tras la reforma introducida por la Ley 41/2003) establece que «El mandato se
acaba:
1. Por su revocación.
2. Por renuncia o incapacitación del mandatario.
3. Por muerte, declaración de prodigalidad o por concurso o insolvencia del mandante o del
mandatario.
El mandato se extinguirá, también, por la incapacitación sobrevenida del mandante a no ser que en
el mismo se hubiera dispuesto su continuación o el mandato se hubiera dado para el caso de
incapacidad del mandante apreciada conforme a lo dispuesto por éste. En estos casos, el mandato
podrá terminar por resolución judicial dictada al constituirse el organismo tutelar o
posteriormente a instancia del tutor».

A) La revocación del mandato


Al ser el mandato un contrato basado en la confianza que el mandante ha depositado en el
mandatario, se explica la posibilidad de la revocación unilateral por parte del mandante,
produciendo sus efectos desde que el mandatario la conozca.
Los problemas surgen cuando el mandatario tiene poder de representación para contratar con
terceros y éstos ignoran esta revocación, que, sin embargo, sí conoce el mandatario. Del Código
Civil puede deducirse que sólo se protege a los terceros con la validez de lo realizado por el
mandatario en el caso de que el poder se haya dado para contratar con determinadas personas y no
se les haya hecho saber la revocación; pero parece más justo, y así lo ha reiterado la jurisprudencia,
que esos actos tendrán plena eficacia entre mandante y terceros, sin perjuicio de la acción del
mandante contra el mandatario.

B) La renuncia e incapacitación del mandatario


La renuncia es una facultad del mandatario, si bien ha de ponerla en conocimiento del mandante y
ha de continuar la gestión hasta que el mandante haya podido tomar las medidas necesarias para
evitar la interrupción de los asuntos gestionados. Lo dicho ha de entenderse también referido a los
supuestos de incapacitación del mandatario.

C) La muerte del mandante o mandatario


La reiterada confianza como base del negocio supone que la muerte de uno de los contratantes dé
lugar a su extinción. Sin embargo, lo hecho por el mandatario, ignorando la muerte del mandante, es
válido y surtirá todos sus efectos, en base a la protección de la apariencia y siendo de aplicación lo
expuesto con respecto a terceros en la causa primera de extinción del mandato (la revocación).
A partir de la entrada en vigor de la Ley 41/2003 ha de tenerse en cuenta que «el mandato se
extinguirá, también, por la incapacitación sobrevenida del mandante a no ser que en el mismo se
hubiera dispuesto su continuación o el mandato se hubiera dado para el caso de incapacidad del

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mandante apreciada conforme a lo dispuesto por éste. En estos casos, el mandato podrá terminar
por resolución judicial dictada al constituirse el organismo tutelar o posteriormente a instancia del
tutor».

D) El concurso o insolvencia de las partes


Antes de su reforma por la Ley 41/2003, el art. 1.732.3 consideraba tradicionalmente la quiebra o
insolvencia de cualquiera de las partes como causa de extinción del mandato (a ellas habría de
añadirse la situación de ausencia legal -art. 183 CC-). Tras la Ley 41/2003 parece más correcto
hablar directamente del concurso o situación de insolvencia de las partes del contrato.

4. LA MEDIACIÓN O CORRETAJE
La actividad de intermediación o de mediación entre personas que desean llevar a cabo una
negociación determinada es conocida desde antiguo y sumamente frecuente. La figura del corredor,
sea de trigo o de ganado, ha sido una verdadera institución en la vida rural y, con matices diversos,
también en la actualidad es sumamente frecuente la práctica del corretaje, sobre todo en el ámbito
propio de los llamados «agentes de la propiedad inmobiliaria» (API).
Para nuestro Derecho positivo y, en particular, desde el momento de su publicación, para nuestros
Códigos de Derecho privado, el corretaje ha debido calificarse técnicamente como uno de los
supuestos contractuales atípicos.
El corretaje es un contrato que tiene por objeto vincular al mediador o corredor en la realización de
los actos necesarios para la conclusión o celebración de un determinado contrato (comprar una
vivienda o vender una partida de ganado, por ejemplo; alquilar un piso en una ciudad cualquiera)
querido y, en su caso, celebrado por quien con él contrata, a quien denominaremos principal o
cliente, o incluso celebrado por el propio mediador, en función de nuncio o intermediario.
La aproximación del corretaje al mandato (o, en su caso, a la comisión mercantil) resulta, por tanto,
evidente. Sin embargo, se acentúan los perfiles propios de la mediación o el corretaje frente a otros
tipos contractuales, aunque a veces los datos de hecho puedan resultar confusos, oscuros o difíciles
de calificar, resaltándose que:
 No hay coincidencia entre el mandato y el corretaje. Sea o no representativo, el mandato
supone que la celebración del contrato con el tercero es llevada a cabo por el mandatario,
actuando respectivamente en nombre del mandante o, en cambio, en nombre propio. Por el
contrario, en rigor, el corredor o mediador se limita a poner en contacto a su principal o
cliente con otra persona interesada en el acto o contrato de que se trate.
 Tampoco cabe asimilar el corretaje al contrato de servicios (o, con denominación arcaizante,
«arrendamiento de servicios»), pues el corredor asume una obligación de resultado y es
pacífico que, por muchas gestiones o actuaciones que lleve a cabo, el mediador carece de
derecho a retribución alguna si no se llega a celebrar efectivamente el contrato de referencia.
 La aseveración de que el corredor asume una obligación de resultado, característica, como
sabemos, del contrato de obra, aconseja subrayar que el corretaje se encuentra, sin embargo,
alejado de la función y estructura propia del contrato de obra. El corredor no se obliga a la
conclusión del contrato de interés para el principal, ni garantiza su eventual perfección, pues
difícilmente puede asumir como «obra propia» la existencia de un tercero que preste su
consentimiento al contrato buscado por el principal.
Dado que el corredor no se encuentra obligado en sentido estricto a garantizar la consecución del
interés práctico perseguido por su cliente o principal, la celebración del contrato en cuestión, ha
sido tradicional afirmar que el corretaje tiene naturaleza unilateral: sólo el cliente quedaría obligado
a pagar el premio, retribución u honorarios del mediador, mientras que el corredor propiamente
hablando no tendría obligación alguna que atender o conducta que desplegar, pues la eventual
realización del resultado para él sólo funciona como fundamento o estímulo de la consiguiente
reclamación de honorarios.
Pero una cosa es que el corredor no pueda reclamar su retribución más que cuando se lleve a cabo la

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celebración del contrato perseguido por el cliente y otra que el mediador no haya de desplegar al
menos una conducta medianamente diligente en relación con la celebración del contrato. En
realidad, atendiendo a la atipicidad legal del contrato y teniendo en cuenta los datos de hecho de la
mayor parte de los supuestos, probablemente lo más seguro es afirmar la bilateralidad del corretaje
(SSTS), pues verdaderamente carece de sentido hablar de contrato si el corredor no se entiende
vinculado respecto de su cliente.
Hasta ahora hemos venido hablando únicamente de principal o cliente y corredor. Es obvio, sin
embargo, que, generalmente, el corredor sirve de mediador entre dos clientes suyos o, en definitiva,
entre dos personas que, viendo cumplidos sus respectivos deseos a través de la actividad del
corredor, celebrarán el oportuno contrato y, en consecuencia, cada uno de ellos habrá de satisfacer
por separado la correspondiente comisión al corredor.

CAPÍTULO 19: EL PRÉSTAMO

1. LOS CONTRATOS DE PRÉSTAMO


Art. 1.740 CC: «por el contrato de préstamo, una de las partes entrega a la otra, o alguna cosa no
fungible para que use de ella por cierto tiempo y se la devuelva, en cuyo caso se llama comodato, o
dinero u otra cosa fungible, con condición de devolver otro tanto de la misma especie y calidad, en
cuyo caso conserva simplemente el nombre de préstamo». Esta segunda figura recibe también la
denominación de mutuo.
En cuanto categoría genérica, el préstamo es un contrato real, ya que se perfecciona por la entrega
de la cosa, y unilateral, al producir sólo obligaciones para una de las partes, el prestatario, que es
quien recibe de la otra parte (prestamista) la cosa objeto de préstamo.
De acuerdo con lo expresado, el contrato de préstamo, por razón de su objeto, puede ser: comodato
o préstamo de uso y mutuo o préstamo de consumo.
Ambas subespecies de préstamo tienen como característica común que la obligación primera y
principal del prestatario radica en devolver cuanto le ha sido prestado. Sin embargo, la necesidad de
distinguir entre una y otra figura contractual viene dada porque el comodato no transmite más que el
uso y, en consecuencia, ha de restituirse precisamente la misma cosa prestada. En cambio, en el
caso del mutuo, el prestamista transmite al mutuatario la propiedad del objeto del préstamo, el cual
pierde su individualidad al integrarse dentro del patrimonio del prestatario. Este, por ende, no
deberá restituir la cosa prestada, sino un equivalente económico, un tantundem.

2. EL COMODATO O PRÉSTAMO DE USO

2.1. Noción general


Es el contrato por el cual una persona (comodante) entrega gratuitamente a otra (comodatario) una
cosa no fungible (o entregada como no fungible) para que use de ella durante cierto tiempo, con la
obligación de devolver la misma cosa recibida (como ocurre, por ejemplo, cuando se presta al
vecino una cama plegable, o sillas para celebrar un cumpleaños de su hijo).
La nota de la gratuidad es de esencia en el comodato (es imperativo): si interviene alguna
remuneración que haya de pagar quien adquiere el uso, habría en tal caso un arrendamiento de cosa.

2.2. Derechos y obligaciones del comodatario


El comodante conserva la propiedad de la cosa y, en consecuencia, el comodatario adquiere única y
exclusivamente el simple uso de la cosa prestada durante un determinado período de tiempo.
En el caso de que la cosa prestada sea fructífera, entienden algunos autores que el comodatario no
está legitimado ni siquiera para usar los frutos de la misma. El art. 1.741 afirma que «el
comodatario adquiere el uso de ella (de la cosa), pero no los frutos». Posiblemente, la correcta
interpretación del precepto se refiera a que el comodatario no adquiere la propiedad de los frutos,
siendo permisible, sin embargo, que los utilice, al igual que la cosa matriz.

A) La obligación de restitución
El comodatario debe devolver la cosa al concluir el uso para el que se le prestó o una vez
transcurrido el plazo pactado, si bien en caso de urgente necesidad de ella, el comodante podrá
reclamarla antes y el comodatario está obligado a restituirla. Aunque el CC no hable de la
obligación de restitución, es obvio que ésta constituye precisamente el nervio central del contrato y
que, por tanto, todas las obligaciones expresamente contempladas se encuentran subordinadas a
dicha desembocadura natural del contrato analizado. Entre ellas han de destacarse las siguientes:
1. El comodatario está obligado a satisfacer los gastos ordinarios que sean de necesidad para el
uso y conservación de la cosa prestada.
2. El comodatario queda igualmente constreñido a utilizar la cosa, de conformidad con la
propia naturaleza de ésta, para el uso para que se le prestó.
3. En cuanto obligado a restituir, el comodatario queda sujeto a las prescripciones generales
relativas al deudor de dar o entregar alguna cosa. Conviene recordar que, según el art. 1.094,
«el obligado a dar alguna cosa lo está también a conservarla con la diligencia propia de un
buen padre de familia».
4. El comodatario debe restituir la cosa temporáneamente, sin que pueda argüir derecho de
retención alguno sobre ella «a pretexto de lo que el comodante le deba, aunque sea por
razón de expensas» (art. 1.747).

B) Deterioro y pérdida de la cosa


Art. 1.746: «el comodatario no responde de los deterioros que sobrevengan a la cosa prestada por
el solo efecto del uso y sin culpa suya». Esto es, los desperfectos o menoscabos generados, sin culpa
del comodatario, por el uso racional y adecuado de la cosa (que se hubieran producido también si la
cosa hubiera sido usada por el comodante) no son imputables al comodatario.
Con mayor razón, tampoco responderá el comodatario en los casos en que el deterioro o la pérdida
de la cosa tenga lugar a consecuencia del acaecimiento del algún caso fortuito, salvo que se esté
frente a alguno de los supuestos en que la responsabilidad del comodatario se ve agravada por
disponerlo así la ley de forma expresa. Tales supuestos son los siguientes:
1. Destinar la cosa a un «uso distinto de aquel para que se prestó» (art. 1.744) o, en el caso de
que dicha precisión del uso no se haya llevado a cabo, del que se deduzca de la propia
naturaleza de la cosa objeto del contrato.
2. Conservar la cosa «en su poder por más tiempo del convenido» (art. 1.744).
3. Que la cosa hubiere sido objeto de tasación en el momento de la entrega, salvo que
expresamente hubiera sido eximido el comodatario de responsabilidad.

2.3. La posición del comodante


Verdaderamente, el carácter unilateral del contrato imposibilita considerar de forma paralela las
obligaciones del comodatario y del comodante.
El comodante, como regla, una vez entregada la cosa para su uso gratuito por el comodatario, no
queda obligado a nada o, al menos, no pesa sobre él obligación alguna que pueda considerarse
correspectiva de sendas facultades del comodatario.
El art. 1.751 regula el abono de los «gastos extraordinarios de conservación», frente a la obligación
del comodatario de atender o sufragar los «gastos ordinarios». Los gastos extraordinarios serán a
cargo del comodante, «siempre que el comodatario lo ponga en su conocimiento antes de hacerlos,
salvo cuando fueren tan urgentes que no pueda esperarse el resultado del aviso sin peligro».
Por su parte, el art. 1.752 se limita a establecer que «el comodante que, conociendo los vicios de la
cosa prestada, no los hubiere hecho saber al comodatario, responderá a éste de los daños que por
aquella causa hubiese sufrido».

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2.4. La duración del contrato
La peculiar naturaleza del comodato hace que, en la práctica, con cierta frecuencia sea el propio
comodante quien señale, en el momento de entregar la cosa, el tiempo por el que la presta. Sin
embargo, tampoco son raros los supuestos en que el préstamo de uso, asentado en la confianza
depositada por el comodante en el comodatario o en razones de carácter altruista, se realice sin
fijación de plazo alguno de duración.
Ante ello, el Código establece algunas reglas de aplicación supletoria que, en general, encuentran
fundamento en la protección del interés del comodante en recuperar la cosa cuando le convenga o le
resulte necesaria.
El art. 1.750 establece que «si no se pactó la duración del comodato ni el uso a que había de
destinarse la cosa prestada, y éste no resulta determinado por la costumbre de la tierra, puede el
comodante reclamarla a su voluntad», al tiempo que dispone que, «en caso de duda, incumbe la
prueba (de tales extremos) al comodatario».
La expresión «uso a que había de destinarse la cosa» debe ser entendida en términos temporales;
por consiguiente, más que por referencia a la posible utilización de la cosa conforme a su naturaleza
o, por el contrario, a un uso de carácter secundario o alternativo. Por ejemplo, si el dueño de un
cuadro lo presta a quien lo pintó para una exposición monográfica, debe entenderse que la
reclamación por el comodante no debe realizarse hasta que dicha exposición sea clausurada. Así se
deduce, en efecto, del art. 1.749: «el comodante no puede reclamar la cosa prestada sino después
de concluido el uso para que la prestó. Sin embargo, si antes de estos plazos tuviere el comodante
urgente necesidad de ella, podrá reclamar la restitución».

2.5. Causas de extinción


El contrato de comodato puede extinguirse por cualquiera de las siguientes causas:
1. Por la pérdida de la cosa (con independencia de quién haya de soportar la responsabilidad
por dicha pérdida).
2. Por reclamar fundadamente el comodante la restitución de la cosa objeto de préstamo, ora
por tener necesidad urgente de ella, ora por haber quedado indeterminado el plazo de
duración de contrato (art. 1.750: «puede el comodante reclamarla a su voluntad»).
3. Por transcurso del plazo contractualmente determinado, sea directamente, sea a través del
uso para el que se presta.
El art. 1.742 establece que «las obligaciones y derechos que nacen del comodato pasan a los
herederos de ambos contrayentes» (mejor, contratantes). Es obvio, pues, que la muerte o
declaración de fallecimiento de cualquiera de las partes no extingue el contrato, salvo en el caso de
que «el préstamo se haya hecho en contemplación a la persona del comodatario, en cuyo caso los
herederos de éste no tienen derecho a continuar en el uso de la cosa prestada».

3. EL MUTUO O SIMPLE PRÉSTAMO

3.1. Concepto y características


Se denomina mutuo o, sencillamente, préstamo al contrato por virtud del cual una persona
(prestamista o mutuante) entrega a otra (prestatario o mutuatario) dinero u otra cosa fungible, para
que se sirva de ella y devuelva después otro tanto de la misma especie y calidad (art. 1.753).
El contrato de mutuo puede ser gratuito o retribuido, esto es, con pacto de pagar interés, que
normalmente será proporcional a su duración, y que encuentra en todo caso el límite establecido por
la Ley de Usura.
Para el CC el contrato de préstamo es naturalmente gratuito, pues, según el art. 1.755, «no se
deberán intereses sino cuando expresamente se hubiesen pactado». Esto responde a que el préstamo
suele ser entre amigos, familiares, donde no hay ánimo de lucro. Justo lo contrario que sucede en la
práctica comercial, en la que el carácter profesional de los prestamistas (entidades financieras en

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general) induciría a pensar que el préstamo es retribuido por naturaleza, salvo pacto en contrario.
Sin embargo, curiosamente y en línea con lo establecido por el art. 1.755 CC, dispone el art. 314
CCom que «los préstamos no devengarán interés si no se hubieren pactado por escrito».
Estos requisitos no son interpretados de forma rigurosa por la jurisprudencia, la cual admite la
acreditación y prueba de la existencia de pacto de intereses por otros medios.

3.2. Reglas particulares sobre capacidad


Con carácter general, basta que mutuante y prestatario tengan capacidad para contratar, pues no
podría requerirse (en términos lógicos y, sobre todo, prácticos) que el prestamista tenga una especial
facultad de disposición sobre las cosas que son objeto del préstamo.
Sin embargo, respecto de los préstamos de dinero debemos recordar que la general capacidad del
menor emancipado se encuentra restringida en relación con una serie de actos que son objeto de
expresa prohibición, entre los que se encuentra «tomar dinero a préstamo» (art. 323). Asimismo, el
tutor (en cuanto tal y respecto del patrimonio del pupilo) tiene prohibido «dar y tomar dinero a
préstamo» sin la pertinente autorización judicial (art. 272).

3.3. La obligación de restitución


En el mutuo, a diferencia del comodato, se transfiere la propiedad de la cosa prestada al mutuatario,
estando éste obligado únicamente a devolver el género (art. 1.753). Pero ¿qué es lo que se ha de
devolver? Aquí hay que distinguir entre el préstamo de dinero y el de las demás cosas fungibles.
En el primer caso, se tiene en cuenta el «valor» nominal, pues la devolución ha de hacerse en la
moneda de curso legal; en el segundo, se atiende a la identidad de «materia», pues el deudor debe
una cantidad igual a la recibida y de la misma especie y calidad, «aunque sufra alteración en el
precio».

3.4. El préstamo con interés: reglas especiales


Ya hemos visto que el CC considera que no se deberán intereses sino cuando expresamente se
hubiesen pactado (art. 1.755). Empero, el siguiente artículo dice que «el prestatario que ha pagado
intereses sin estar estipulados, no puede reclamarlos ni imputarlos al capital» (art. 1.756).
El antagonismo entre ambos preceptos resulta claro, pues, pese a no estar expresamente pactados
los intereses, el pago de los mismos no genera la posibilidad de reclamarlos al mutuante; es decir,
no sólo excluye la repetición de aquéllos, sino que ni siquiera se autoriza al prestatario para
imputarlos al capital.
Para la doctrina mayoritaria, el fundamento de dicha regla consiste en que el CC presume la
existencia de un convenio o pacto tácito de pago de intereses, cuya virtualidad de futuro, sin
embargo, resulta sumamente discutible. En efecto, parece que si el prestatario no satisficiera los
intereses en el futuro de forma voluntaria y continuada, el acreedor tampoco tendría cauce alguno
para reclamarlos, salvo que acreditara la existencia del referido convenio tácito a través de cualquier
medio de prueba.
El pacto de intereses, en función de la necesidad del deudor, puede llevar a frecuentes abusos por
parte del acreedor, y con el sentido de evitarlos (según conocemos por el estudio del primer parcial)
la Ley Azcárate decreta la nulidad de los préstamos en que se haya pactado un interés notablemente
superior al normal del dinero y manifiestamente desproporcionado con las condiciones del caso, o
que resulten leoninos, y cualesquiera contratos en que se suponga recibida una cantidad superior a
la entregada. Declarada la nulidad del contrato por usurario, el prestatario sólo estará obligado a
entregar la suma efectivamente recibida.

3.5. La duración del contrato


No contiene el CC regla alguna de carácter específico respecto de la duración del mutuo o
préstamo. En consecuencia, habrán de aplicarse las normas establecidas en los arts. 1.125 y ss. para
«las obligaciones a plazo».
En general, cabe concluir que, en el caso de que no se haya fijado plazo alguno para la restitución

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de lo prestado, habrá de estarse a lo dispuesto en el art. 1.128 en cuanto regulador del «plazo a
voluntad del deudor».
Existiendo plazo o término contractual (sea por existir convenio al respecto o por determinación
judicial), si el prestatario incurre en cualquiera de los supuestos del art. 1.129, perderá el derecho a
utilizar el plazo establecido. De otra parte, se considera generalmente que, en el caso del préstamo
con interés, el prestatario no puede obligar al prestamista a recibir la restitución antes del transcurso
del plazo.

[Art. 1.129 CC: «Perderá el deudor todo derecho a utilizar el plazo:


1. Cuando, después de contraída la obligación, resulte insolvente, salvo que garantice la deuda.
2. Cuando no otorgue al acreedor las garantías a que estuviese comprometido.
3. Cuando por actos propios hubiese disminuido aquellas garantías después de establecidas, y
cuando por caso fortuito desaparecieran, a menos que sean inmediatamente sustituidas por
otras nuevas e igualmente seguras».]

CAPÍTULO 20: EL DEPÓSITO

1. INTRODUCCIÓN: CLASES DE DEPÓSITO


El Código Civil regula la figura genérica del depósito, englobando en el título XI del libro IV (arts.
1.758 y ss.), distintas y muy diversas modalidades del mismo: resalta de entrada que el depósito
puede constituirse judicial o extrajudicialmente, por lo que inicialmente resulta necesario distinguir
entre el «depósito extrajudicial» o depósito propio y el «depósito judicial» o secuestro. A su vez,
deben tenerse en cuenta a las distintas variantes del depósito extrajudicial: el depósito voluntario, el
depósito necesario o miserable, y lo que el Proyecto de 1851 denominaba «secuestro
convencional», que actualmente se regula en sede del depósito voluntario.
La diversidad de variantes explica que el CC no establezca «definición legal» alguna del depósito,
siendo además lógico que, en las disposiciones generales dedicadas a la materia, no haga insistencia
particular en el carácter contractual del depósito, pues algunas de sus variantes carecen de tal
carácter.
El art 1.758 pone el acento en la finalidad básica de la figura del depósito, la obligación de guarda o
custodia y consiguiente restitución, una vez puesto de manifiesto el presupuesto de que previamente
se haya producido la entrega de la cosa objeto de depósito. Desarrollaremos estos datos de carácter
general, de inmediato, con ocasión del análisis del depósito voluntario, que sin duda alguna
constituye la modalidad principal y paradigmática del depósito.

2. EL DEPÓSITO VOLUNTARIO

2.1. Concepto y presupuestos


Tampoco ofrece definición el CC, sino que se limita a destacar el carácter voluntario del mismo:
«depósito voluntario es aquel en que se hace la entrega por la voluntad del depositante» (art.
1.763). Algunos de los preceptos anteriores señalan una serie de notas que permiten la
configuración del mismo:
1. La finalidad principal y autónoma del contrato es la obligación de guarda y custodia (art.
1.758), lo que permite distinguir el contrato de depósito de otros supuestos contractuales en
los que aparece una obligación de custodia por razón de la situación posesoria existente, si
bien con carácter instrumental o subordinada a la finalidad socioeconómica perseguida,
como, por ejemplo, ocurre con el arrendamiento, la prenda, el comodato, el contrato de
transporte, etc. La obligación de custodia que pesa sobre el depositario se caracteriza por su
provisionalidad, de tal manera que el bien depositado debe ser objeto de restitución cuando
le sea pedido o reclamado por el depositante. A su vez, como la función propia del depósito
es la mera guarda y custodia, el art. 1.767 dispone que el depositario no podrá usar la cosa
depositada sin permiso expreso del depositante (esto es, aprovechar los frutos, el
rendimiento o aprovechamiento que la cosa, conforme a su naturaleza, permita).
2. El objeto de la obligación de custodia debe ser una cosa ajena, en el sentido de no
perteneciente al depositario, sin que ello implique que sea exigible la titularidad dominical
[propietario] en el deponente o depositante. No obstante, algunos autores admiten la
posibilidad de depósito de cosa propia pero que no se encuentra a disposición del depositario
(ej.: el arrendatario deposita la cosa en manos del propietario; prenda sin desplazamiento);
incluso habría que admitir el supuesto de depósito judicial en el que el depositario es el
propietario cuya titularidad es objeto de litigio.
3. El objeto del depósito ha de recaer sobre un bien mueble, corporal, incluidos los títulos
valores que puedan ser objeto de aprehensión para su custodia.
No obstante, el llamado depósito judicial puede recaer también sobre los bienes inmuebles.
De cuanto llevamos visto podemos inferir que el depósito es un contrato en virtud del cual una
persona (depositante o deponente) entrega una cosa mueble a otra (depositario), para que ésta la
guarde y se la restituya cuando aquélla se la reclame. O también, podríamos decir que existe el
depósito cuando una persona se obliga a la guarda de una cosa cuya posesión no le corresponde,
durante la vigencia de esta situación, por ningún otro título.

2.2. Características del contrato


Entre las características del depósito debemos subrayar fundamentalmente las siguientes:

1ª. Gratuidad y unilateralidad del contrato


Salvo pacto contrario «el depósito es un contrato gratuito» (art. 1.760) y, por ende, unilateral, salvo
que se pacte una retribución, con lo cual la relación jurídica devendrá bilateral. Para considerar la
existencia de tal retribución, no es preciso un pacto expreso, sino que puede surgir atendiendo a las
circunstancias y los usos.
La existencia de «depósitos civiles» de carácter retribuido es sumamente rara en la práctica. En
opinión de la doctrina mayoritaria, la retribución supone una agravación de responsabilidad para el
depositario por aplicación analógica del art. 1.726: «El mandatario es responsable no solamente del
dolo, sino también de la culpa, que deberá estimarse con más o menos rigor por los tribunales
según que el mandato haya sido o no retribuido». No obstante cuanto acabamos de afirmar,
tradicionalmente la retribución en el depósito suponía la calificación del contrato como
arrendamiento de servicios, préstamo o contrato innominado do ut facias [te doy para que me
hagas].

2ª. El carácter real


El tenor literal de los arts. 1.758 («Se constituye el depósito desde que uno recibe la cosa…») y
1.763 («Depósito voluntario es aquel en que se hace la entrega…») parece exigir necesariamente la
entrega de la cosa para el nacimiento del contrato de depósito. Defendiendo el carácter real del
contrato de depósito se vino manifestando desde un principio la jurisprudencia. Empero, la doctrina
contemporánea suele poner de relieve el posible carácter consensual del contrato al destacar que, si
bien lo ordinario es la coincidencia temporal entre el nacimiento del contrato y la entrega del bien al
depositario, ello no debe suponer que se niegue validez a un contrato concluido obligatoriamente
por voluntad de las partes, antes e independientemente de la entrega. De esta forma, la entrega del
bien no sería indispensable para el nacimiento o perfección del contrato, pero sería un presupuesto
material imprescindible para la puesta en ejecución del mismo.

3. LOS SUJETOS DEL CONTRATO

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3.1. La capacidad de las partes contratantes
Se entiende suficiente para la constitución del contrato de depósito la capacidad general de
contratar, no siendo necesario que el depositante sea propietario del bien depositado.

A) Falta de capacidad del depositante

a) Si la incapacidad del depositante (incapaz) existía en el momento de celebración del contrato,


dispone el art. 1.764 que la otra parte «queda sujeta a todas las obligaciones del depositario, y
puede ser obligada a la devolución por el tutor, curador o administrador de la persona que hizo el
depósito, o por esta misma si llega a tener capacidad».
Se parte de la base de la validez de dicho contrato, cuya anulabilidad no puede ser instada por el
depositario capaz, sino sólo por los representantes legales del «incapaz».

b) Puede darse el caso, contemplado por el art. 1.773, que el depositante pierda, después de hacer el
depósito (sobrevenidamente), su capacidad para contratar. La validez y eficacia del contrato, en tal
caso, es indiscutible y el problema viene representado exclusivamente por la falta de capacidad del
depositante para recibir la devolución o exigir la restitución. La regla establecida para tal supuesto
es similar a la establecida en el art. 1.764: no puede restituirse la cosa objeto de depósito sino a los
que tengan la administración de los bienes y derechos del depositante que ha devenido incapaz.

B) Falta de capacidad en el depositario

a) El art. 1.765 contempla la falta de capacidad del depositario en el momento de constitución del
depósito. En tal caso, siendo válido el contrato (si bien susceptible de anulación), el depositante
tiene frente al depositario la facultad de ejercitar la «acción para reivindicar la cosa depositada
mientras exista en poder del depositario». No se trata propiamente de una «acción reivindicatoria»,
pues el dominio del bien depositado no es necesario para poder constituir un depósito; sino que, en
realidad, se trata de una mera acción de restitución (cuyo plazo de prescripción no debería ser el de
los seis años previstos para las acciones reales sobre bienes muebles, sino el general ex contractu de
quince años).
En caso de que tal restitución no fuera posible, por haber salido la cosa del patrimonio del
depositario, el depositante sólo puede solicitar el abono de la cantidad en que se hubiere enriquecido
el depositario con la cosa o con el precio (acción que prescribe a los quince años).
Si el depositante es realmente propietario, la susceptibilidad o no de reivindicación de los bienes
debe situarse en la esfera del art. 464 CC.

b) La incapacidad sobrevenida en el depositario no se encuentra regulada expresamente en el


Código Civil, lo que no impide la exigencia de la diligencia debida en la conservación de la cosa a
los representantes legales del depositario, así como la posible restitución anticipada solicitada por el
depositante en virtud del art. 1.766.

3.2. Pluralidad de los sujetos


El CC contempla expresamente el supuesto de pluralidad de deponentes, en tanto existe un silencio
absoluto respecto del caso en que sean varios los depositarios.

A) Constitución conjunta del depósito (pluralidad de depositantes)


Art. 1.772: «cuando sean dos o más los depositantes, si no fueren solidarios y la cosa admitiere
división, no podrá pedir cada uno de ellos más que su parte. Cuando haya solidaridad, o la cosa
no admita división, regirá lo dispuesto en los arts. 1.141 y 1.142 de este Código». Dos conclusiones
básicas:
1. La equiparación entre indivisibilidad y solidaridad, y aplicación de las normas de la

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solidaridad a los supuestos de indivisión, de tal manera que no son posibles los supuestos de
depósito indivisible mancomunado. En cualquier caso, habrá de tenerse en consideración lo
pactado expresamente y los usos negociales. Este régimen, denominado «depósito
indistinto», no presupone comunidad de dominio.
2. Equiparación entre mancomunidad (que se presume, art. 1.138 CC) y divisibilidad, de tal
manera que cada depositante no puede pedir más que su parte.

B) Pluralidad de depositarios
Al no decir nada el CC, habrá de entenderse que tiene lugar la aplicación de las reglas generales en
materia de obligaciones, debiendo tener en cuenta la posible existencia de usos negociales y la
voluntad de las partes.

4. CONTENIDO DEL CONTRATO DE DEPÓSITO


El carácter tendencialmente unilateral del depósito implica que las obligaciones del depositario
asumen, sin duda, una mayor trascendencia que las eventuales obligaciones del depositante.

4.1. Obligaciones del depositario

A) La obligación de guarda y custodia


La principal obligación que caracteriza a este contrato, frente a otros supuestos contractuales que
presentan una cierta semejanza con él, es la obligación de guarda y custodia, trascendente por sí
misma, pero al mismo tiempo premisa necesaria de cara a la posterior restitución del bien objeto de
depósito.
La responsabilidad exigida en el ejercicio de dicha obligación de guarda es la diligencia exigida con
carácter general en sede de obligaciones. No obstante, dicha responsabilidad experimenta una
agravación cuando la cosa depositada se entrega cerrada y sellada, de tal forma que se presume
(presunción iuris tantum [que admite prueba en contra]) la culpa del depositario cuando se restituye
con el sello o cerradura abiertos o forzados. En cuanto al valor de lo depositado, se estará a la
declaración del depositante, salvo que se pruebe la ausencia de culpa del depositario.
Igualmente se encontrará agravada (o disminuida) la responsabilidad si existe pacto expreso en tal
sentido y, a juicio de algunos autores, también en el caso de depósito remunerado, así como en los
supuestos en los que el depositario se haya ofrecido a recibir el depósito por redundar en su utilidad
e incurra en mora.
El depositario dispone de una gran libertad de actuación para la guarda de la cosa, debiendo llevar a
cabo todos los actos necesarios a tal efecto, si bien no existe un deber de administración a su cargo,
aunque sí debe recoger y custodiar los frutos, productos y accesiones, pues deberán ser objeto de
restitución con la cosa principal depositada.
Salvo permiso expreso que debe probarse, el depositario no puede servirse de la cosa depositada ni
de sus productos, frutos o accesiones, respondiendo en caso contrario de los daños y perjuicios. Art.
1.768.1: «cuando el depositario tiene permiso para servirse o usar de la cosa depositada, el
contrato pierde el concepto de depósito y se convierte en préstamo o comodato». Sin embargo,
algunos autores entienden fundadamente que no debe desatenderse la finalidad principal del
contrato, de tal forma que si es la custodia seguiremos estando ante un depósito; por otra parte, se
indica, la existencia de un permiso de uso no supone la realidad efectiva de dicho uso o empleo.
Si el depositante no se lo ha prohibido expresamente, el depositario podrá encomendar la custodia
de la cosa a persona sustituta (p. ej., entidad bancaria con la que aquél tiene un «contrato de caja
fuerte») si considera que, así, atiende mejor las obligaciones que le son propias.

B) La obligación de restitución
La cosa depositada debe ser restituida al depositante, o a sus causahabientes, o a la persona que
hubiere sido designada en el contrato (o adiectus solutionis causa [una persona indicada por el

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acreedor para recibir el pago]), con todos sus frutos, productos y accesiones (art. 1.770.1).
En el caso de que se trate de un depósito de dinero, el depositario será deudor de los intereses (en
principio legales, salvo pacto en contrario en el momento de celebración del contrato) de las
cantidades que haya aplicado a usos propios o de las que no haya restituido una vez extinguido el
depósito y tras haber sido constituido en mora.
Aunque el depositario no puede exigir al deponente que pruebe ser propietario de la cosa
depositada, «si llega a descubrir que la cosa ha sido hurtada y quién es su verdadero dueño, debe
hacer saber a éste el depósito. Si el dueño, a pesar de esto, no reclama en el término de un mes,
quedará libre de toda responsabilidad el depositario, devolviendo la cosa depositada a aquel de
quien la recibió». En cualquier caso, debe devolver en principio la cosa al deponente, quien se
encuentra asistido de la presunción posesoria del art. 448 CC.
La obligación de entrega o restitución se transmite a los herederos del depositario. No obstante,
dado el carácter mueble de las cosas objeto de depósito y ante la eventualidad de que, actuando de
buena fe e ignorando el carácter de cosa depositada, el heredero del depositario la enajene, el art.
1.778 dulcifica el régimen de responsabilidad inherente al depósito: «sólo está obligado (el
heredero enajenante) a restituir el precio que hubiese recibido o a ceder sus acciones contra el
comprador en el caso de que el precio no se le haya pagado».

C) Momento temporal de la restitución


La lógica haría concluir que la restitución dependerá del plazo contractualmente establecido. Sin
embargo, no es así en este caso: como señala el art. 1.775.1, la restitución debe producirse cuando el
deponente la reclame, sin necesidad de justa causa (esto es, libremente) y con independencia de
plazo contractual alguno, puesto que el depósito es un contrato establecido en favor del depositante
(dicha regla, no obstante, se excepciona, en el párrafo siguiente, cuando judicialmente haya sido
embargado el depósito en poder del depositario y cuando se haya notificado a éste la oposición de
un tercero a la restitución o traslación de la cosa depositada).
Sin embargo, el art. 1.776 otorga al depositario, que tenga justos motivos para hacerlo, la
posibilidad de proceder a la restitución antes del término convenido o designado, legitimándolo
incluso para proceder a la consignación judicial del objeto del depósito en el caso de que el
depositante se resista a aceptar la devolución.

D) El lugar de la restitución
Art. 1.774: «Cuando al hacerse el depósito se designó lugar para la devolución, el depositario
debe llevar a él la cosa depositada; pero los gastos que ocasione la traslación serán de cuenta del
depositante. No habiéndose asignado lugar para la devolución, deberá ésta hacerse en el que se
halle la cosa depositada, aunque no sea el mismo en que se hizo el depósito, con tal que no haya
intervenido malicia de parte del depositario». Los gastos de transporte corren a cargo del
depositante (salvo mala fe del depositario en la traslación de la cosa) en cuanto el depósito redunda
en su propio beneficio.

E) Pérdida de la cosa y subrogación real


Serán de aplicación los arts. 1.182 a 1.186 CC, siendo especialmente relevante la presunción de
culpa del art. 1.183, pues en el depósito la cosa se encuentra en poder del deudor (depositario). El
art. 1.777 contempla la pérdida por fuerza mayor de la cosa depositada, estableciendo que si el
depositario recibiere otra en su lugar, estará obligado a entregar ésta al depositante. En el caso de
que la reparación obtenida por el depositario no consista en la recepción de «otra cosa», sino de su
valor, debe concluirse que aquél está igualmente obligado a restituir al depositante el
correspondiente montante de la indemnización.

4.2. Obligaciones a cargo del depositante


Siendo el depósito naturalmente gratuito es natural que el CC no se preocupe de resaltar en precepto
alguno que la obligación primera y principal del depositante consiste en satisfacer al depositario la
retribución convenida, en el supuesto de que las partes hayan acordado que el depósito tenga
naturaleza retribuida. La retribución en todo caso será libremente acordada por las partes.
En el CC únicamente asume relevancia normativa la obligación del depositante de hacer frente al
pago o reembolso de los gastos realizados por el depositario y, en su caso, de indemnizarle de todos
los perjuicios sufridos: «el depositante está obligado a reembolsar al depositario los gastos que
haya hecho para la conservación de la cosa depositada y a indemnizarle de todos los perjuicios
que se le hayan seguido del depósito» (art. 1.779).
Según el sentir doctrinal más autorizado, los gastos reembolsables son simplemente los gastos de
conservación (al parecer, por el importe nominal de los mismos) y no los gastos útiles o mejoras
que pueda haber afrontado el depositario. Los gastos reembolsables se encuentran previstos
legalmente para el depósito gratuito; por consiguiente, no deben acumularse a la retribución en el
caso de que ésta haya sido pactada. La indemnización por perjuicios requiere tener en cuenta las
reglas generales sobre la materia; por ello, considera Lasarte, puede ser agregada a la retribución.
El art. 1.780 dispone que «el depositario puede retener en prenda la cosa depositada hasta el
completo pago de lo que se le deba por razón del depósito». Como ya sabemos, pese a los términos
literales del precepto («retener en prenda»), se trata propiamente de un supuesto más de derecho de
retención.

5. EXTINCIÓN DEL CONTRATO DE DEPÓSITO


El modo ordinario de extinción es la entrega o restitución de la cosa depositada, así como las
especialidades en caso de pérdida.
Conforme al art. 1.200.1 CC, no son susceptibles de extinción por compensación las deudas
provenientes del depósito o de las obligaciones del depositario.

6. EL DEPÓSITO IRREGULAR
El depósito irregular es el contrato cuyo objeto consiste en una determinada cantidad de cosas
fungibles (principalmente dinero) que pueden ser no sólo utilizadas, sino incluso consumidas por el
depositario.
Dado que la fungibilidad del objeto dado en depósito admite y posibilita la adquisición de la
propiedad de la cosa dada en depósito por el depositario, éste no podrá quedar vinculado a devolver
la misma cosa, sino que la obligación de restitución se ha de considerar convertida en la obligación
de entregar al depositante una misma cantidad de cosas fungibles, su equivalente exacto, llamado
también comúnmente un tantundem.
El supuesto prototípico del llamado depósito irregular viene representado por el depósito de dinero,
pero ello no supone que todo depósito dinerario deba ser calificado como depósito irregular, sino
sólo aquel cuyo objeto pierde su individualidad. Por tanto, no sería un supuesto de depósito
irregular el caso en el que una determinada cantidad de dinero se entrega en un sobre o cofre
cerrado y sellado, pues entonces debe ser restituida en la misma forma.
La admisibilidad del depósito irregular por el CC es sumamente discutible. Doctrinalmente se
propugna que, para proceder a la calificación de los supuestos contractuales referidos, debe
atenderse básicamente a la verdadera intención de las partes, pues en numerosos casos al realizar un
depósito de dinero el depositante persigue la disponibilidad del dinero en cualquier momento, sin
que pase por su imaginación en ningún caso conceder un préstamo. En contra, se puede argumentar
que la finalidad principal del contrato de depósito (custodia o guarda de la cosa, en este caso, del
dinero) desaparece, pues la cosa fungible ingresa en el patrimonio del depositario sin posibilidad de
distinguirla. No obstante, es igualmente defendible entender que lo que sucede es que tal obligación
del depositario se transforma en la de administrar diligentemente su propio patrimonio, o la de tener
siempre a disposición del depositante una cantidad de cosas igual a la recibida.
Mas, precisamente en función de la inexistencia de dicha disponibilidad en favor del depositante, la
jurisprudencia más reciente parece pronunciarse en favor de la calificación como préstamo de las

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imposiciones o «depósitos» a plazo fijo. Similares problemas plantea la posible calificación del
ingreso de dinero en cuenta corriente bancaria como contrato de depósito, pues hoy día es
considerado por doctrina y jurisprudencia como contrato autónomo e independiente.

7. EL DEPÓSITO NECESARIO
Es una modalidad de depósito caracterizada por la existencia de una obligación de custodia a causa
de una situación de hecho sobrevenida y, por consiguiente, nacida con independencia de la voluntad
de las partes.

7.1. Los supuestos clásicos de depósito necesario


Se distinguen, a tal efecto, tres tipos de depósito necesario:
1. Cuando el depósito se hace en cumplimiento de una obligación legal. Se regirá por las
disposiciones de la ley que lo establezca y, en su defecto, por las del depósito voluntario.
2. Con ocasión de alguna calamidad como incendio, ruina, saqueo, naufragio u otras
semejantes, rigiéndose igualmente por las normas del depósito voluntario. También es
denominado «depósito miserable».
3. El que tiene lugar respecto de «los efectos introducidos por los viajeros en las fondas y
mesones» (arts. 1.783 y 1.784). No deriva del contrato de hospedaje, ni de la posible
existencia de un contrato tácito de depósito, sino que es un supuesto de responsabilidad legal
a cargo del hotelero respecto de los efectos introducidos en el ámbito de control del mismo,
lo que incluye también la responsabilidad por los efectos que se encuentren en el garaje del
hotel y otras dependencias anexas al mismo y que presten servicio al cliente. Asimismo, han
de considerarse introducidas si se colocan en el coche o minipullman del hotel destinado a
transportarlas al mismo. Igualmente es esencial que el viajero hubiere observado las
prevenciones formuladas por el hotelero respecto del cuidado y vigilancia de los efectos.
La responsabilidad del hotelero cesa:
a) Cuando se trate de efectos introducidos por terceros, es decir, por quien no fuera un viajero
(una visita, un cliente del restaurante del hotel…).
b) Cuando no estemos ante un alojamiento de viajeros o de huéspedes estables (ej.: la casa de
un amigo).
c) Al mediar culpa o negligencia del viajero.
d) En los supuestos de robo a mano armada y fuerza mayor.
e) Cuando el daño sea consecuencia de la actuación de personas que escapan del control del
hotelero (visitas…).
f) Cuando medie pacto expreso de exclusión de responsabilidad.
Existe un verdadero contrato de depósito cuando se entregan objetos para ser guardados en la caja
del hotel.

7.2. El contrato de ingreso en centros asistenciales


Sería aconsejable tipificar el contrato de ingreso en un centro asistencial de mayores, así como
establecer legalmente un régimen mínimo de derechos y deberes dimanantes de dicho contrato,
común para todo el territorio español.
El sistema agravado de responsabilidad que consagra el Código Civil para los establecimientos
hoteleros, respecto a los efectos personales introducidos por los clientes, debe aplicarse también
tratándose de residencias asistenciales de personas mayores y de efectos introducidos en ellas por
los residentes tanto si los objetos han sido especialmente entregados para su custodia como si han
sido simplemente introducidos en la residencia con tal de que se haya comunicado al
establecimiento esta introducción, se hayan observado las prevenciones realizadas en materia de
seguridad y desde luego se pruebe la existencia del objeto, y su deterioro o desaparición dentro del
ámbito espacial del establecimiento, todo ello por razones de coherencia interna del Ordenamiento y
de promoción de la necesaria seguridad jurídica.

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8. SECUESTRO CONVENCIONAL Y JUDICIAL
El denominado secuestro no tiene por finalidad en sí misma considerada la custodia o guarda de la
cosa depositada, sino que dicha guarda es sencillamente un medio para evitar la sustracción o
distracción del objeto custodiado en tanto no se resuelva la litis [litigio, significando disputa o
controversia judicial] existente; por ello la restitución no se realiza al deponente sino al vencedor de
dicha litis.
De este modo, a diferencia del contrato de depósito verdadero y propio, el secuestro puede recaer
tanto sobre bienes muebles como inmuebles (art. 1.786 CC).
No obstante, en lo que atañe a los inmuebles no se cumple una verdadera función de custodia (al no
ser posible la sustracción material de una finca), ni siquiera de verdadera garantía frente a terceros,
pues ésta se posibilita mediante su inscripción en el Registro de la Propiedad (anotación preventiva
de embargo que evita la sustracción jurídica). En definitiva, el secuestro sobre inmuebles obedece a
una función de administración de la finca.

8.1. El secuestro convencional


Nuestro Código Civil, a diferencia del Proyecto de 1851 que regulaba en el mismo capítulo ambos
supuestos de secuestro, convencional y judicial, optó por regular independientemente ambas
modalidades. Así podemos contemplar el secuestro voluntario en sede de depósito voluntario (art.
1.763: «También puede realizarse el depósito por dos o más personas, que se crean con derecho a
la cosa depositada, en un tercero, que hará la entrega en su caso a la que corresponda»).

8.2. El depósito judicial


Si bien el art. 1.785 señala que «tiene lugar cuando se decreta el embargo o el aseguramiento de
bienes litigiosos», en realidad, como señala GULLÓN, la norma básica es la del art. 1.789.
En cualquier caso, se exige del depositario la responsabilidad propia de un buen padre de familia,
no pudiendo quedar libre de su encargo «hasta que se termine la controversia que lo motivó, a no
ser que el Juez lo ordenare por consentir en ello todos los interesados o por otra causa legítima»
(art. 1.787).
La restitución no ha de hacerse necesariamente al deponente: «El depositario judicial estará
obligado a conservar los bienes con la debida diligencia a disposición del Juzgado, a exhibirlos en
las condiciones que el Juzgado le indique y a entregarlos a la persona que el tribunal designe».

9. EL CONTRATO DE APARCAMIENTO DE VEHÍCULOS


Tradicionalmente, el contrato de garaje era uno de los supuestos antonomásicos de los contratos
atípicos, situación que se ha prorrogado hasta la promulgación de la Ley 40/2002, de 14 de
noviembre, reguladora del contrato de aparcamiento de vehículos.
Dicha Ley pretende regular los contratos de parking o aparcamiento propiamente dichos,
caracterizados por ser de breve duración, realizarse en aparcamientos abiertos al público y, en todo
caso, mediante precio «determinado en función del tiempo de estacionamiento» (por horas o
fracciones horarias).
Si ello es así, pese a la aprobación de la Ley 40/2002, habrá que concluir que seguirán existiendo
también contratos de garaje stricto sensu, en los que el precio no resulte determinado precisamente
por el tiempo de estacionamiento efectivo, aunque la duración (obsérvese: del contrato, no del
estacionamiento) sea fijada por fracciones temporales (años, meses, incluso días u horas
determinadas).
En consecuencia, a partir de ahora, habrá un nuevo contrato típico, el «contrato de aparcamiento» o
«de estacionamiento»; junto con el contrato atípico ya conocido: el «contrato de garaje», que sin
duda alguna en absoluto resulta contemplado de manera directa por la nueva Ley 40/2002.
Ahora bien, una vez aprobada dicha ley, sin duda por analogía, la mayor parte de sus normas serán

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de aplicación también al contrato de garaje, con lo que en breve el acercamiento entre ambas figuras
se incrementará a través de la aplicación jurisprudencial.
Como es sabido, el debate tradicional durante el largo período de atipicidad legislativa de tales
figuras contractuales consistió fundamentalmente en determinar si el aparcamiento de vehículos
debería acercarse a la figura del arrendamiento o, por el contrario, a la del depósito. Antes y ahora,
el contrato de garaje presenta un mayor acercamiento al depósito, sobre todo atendiendo a que el
estacionamiento del vehículo, de una manera u otra, genera una cierta e innegable obligación de
guarda y custodia que, paradigmáticamente, ha sido siempre identificada con el depósito y no con el
arrendamiento. En tal sentido, el propio art. 1 de la Ley 40/2002 subraya que el estacionamiento de
vehículos se entiende realizado «con los deberes de vigilancia y custodia durante el tiempo de
ocupación», otorgando así la razón a quienes han defendido que la obligación de guarda y custodia
debía considerarse inherente al contrato de garaje.
No parece necesario detenerse en desgranar el régimen jurídico propio del nuevo contrato de
aparcamiento, aunque nos referiremos a dos cuestiones:
1. Debemos detenernos en el período mínimo de aparcamiento. Todos los consumidores
reclamamos que el periodo o tiempo de aparcamiento no tenga un mínimo tan alto como el
generalmente impuesto de una hora y existen ya algunas resoluciones judiciales de Juzgados
de Primera Instancia que así lo han estimado. En la misma línea, el Instituto Nacional del
Consumo y organismos homólogos de alcance autonómico están llevando a cabo campañas
de concienciación colectiva acerca de la oportunidad de que el pago o cobro del
aparcamiento se lleve a cabo por minutos.
2. La Ley 40/2002 no es de aplicación a «los estacionamientos en las denominadas zonas de
estacionamiento regulado o en la vía pública, tanto si exigen el pago de tasas como si éstas
no se devengaren» (art. 2 Ley 40/2002). ¿Significa ello que debemos seguir tolerando los
ciudadanos que algunos Ayuntamientos sigan imponiendo períodos mínimos de
aparcamiento a su comodidad y conveniencia e incluso las monedas fragmentarias que
pueden utilizarse y aquellas que no? La respuesta negativa se impone por aplicación de las
reglas generales, al menos aquellas relativas a las monedas que se encuentran en circulación
y que, por tanto, a todos nos incumben.

CAPÍTULO 21: LOS CONTRATOS ALEATORIOS

3. EL CONTRATO DE RENTA VITALICIA

3.1. Introducción
Art. 1.802 CC: «El contrato aleatorio de renta vitalicia obliga al deudor a pagar una pensión o
rédito anual durante la vida de una o más personas determinadas por un capital en bienes muebles
o inmuebles, cuyo dominio se le transfiere desde luego con la carga de la pensión».
La finalidad económica de esta figura reside, entre otras de menor importancia, en proporcionar al
perceptor un ingreso fijo periódico a los efectos de subsistencia, aunque también puede perseguir
favorecer (en vida del constituyente) a una determinada persona.

3.2. El alea en la renta vitalicia


El elemento aleatorio, esencial en la categoría que contemplamos, reside en la incertidumbre de la
duración de la vida que se contempla, y por lo tanto la imposibilidad de conocer apriorísticamente
[previo, anterior, a priori] si existirá o no una equivalencia entre el capital que se entrega y la renta
que se percibe periódicamente, concurriendo de este modo el riesgo ganancia-pérdida.
Dicha «vida contemplada» puede ser la del contratante que entrega el capital, o la de un tercero, o la
de varias personas; excluyéndose, sin embargo, la posibilidad de referirla a una persona jurídica,
pues la permanencia de las mismas daría lugar a rentas perpetuas. Se discute doctrinalmente la
posibilidad de que la vida contemplada sea la de un nasciturus: semejantes supuestos carecen
realmente de interés práctico y, por tanto, no van a ser objeto de consideración en esta exposición
elemental.
En cualquier caso, lo que sí debe existir en el momento de constitución del contrato es la
denominada «equivalencia del riesgo», es decir, que ambas partes tengan igual posibilidad de
pérdida o ganancia. A tal efecto se dirige el art. 1.804: «Es nula la renta constituida sobre la vida de
una persona muerta a la fecha del otorgamiento, o que en el mismo tiempo se halle padeciendo una
enfermedad que llegue a causar su muerte dentro de los veinte días siguientes a aquella fecha».
El precepto transcrito contempla dos supuestos distintos:
A) Muerte ya producida, en el momento de constitución del contrato, de la persona cuya vida se
contempla. La nulidad se justifica por la ausencia del alea. Se exceptúa, lógicamente, el
supuesto en que se contempla la vida no de una persona, sino de varias, salvo que las vidas
de todas ellas fueran consideradas con carácter esencial.
B) Enfermedad que llegue a causar la muerte de la persona cuya vida se contempla dentro de
los veinte días posteriores a la fecha de celebración del contrato. No se considera
enfermedad el parto, ni el accidente, ni el suicidio (salvo que sea consecuencia de una
enfermedad mental), ni la vejez. No se computa el día de constitución de la renta vitalicia.

3.3. Sujetos
Es fácil deducir que deben concurrir al menos dos sujetos en cuanto partes del contrato de renta
vitalicia. No obstante, el art. 1.803 admite la concurrencia de hasta cuatro sujetos: además de los
constituyentes, un tercero cuya vida es considerada como alea, y el perceptor de la renta o
beneficiario, que puede ser uno de los constituyentes, el tercero cuya vida se estima o un cuarto
sujeto independiente de los anteriores (art. 1.803.2: «También puede constituirse a favor de aquella
o aquellas personas sobre cuya vida se otorga o a favor de otra u otras personas distintas»). Si el
beneficiario no es parte contractual, es necesaria su aceptación de conformidad.
Puede ocurrir que se atienda a la vida de varios sujetos, e igualmente puede constituirse la renta en
beneficio de una pluralidad de personas, simultánea (conjunta) o sucesivamente.
Cuando la renta se establece conjuntamente en favor de varias personas y una de ellas fallece, surge
el problema de la procedencia del acrecimiento [aumento de la parate que se recibe], que no será
posible, en ausencia de pacto expreso, más que cuando además de designación conjunta de los
beneficiarios, exista atribución de renta conjunta, y ello en aplicación del principio concursu partes
fiunt [reparto proporcional e igualitario entre todos]; si la designación de beneficiarios es conjunta y
existe atribución cuantitativa individualizada de rentas para cada uno de ellos, a falta de pacto
expreso, no procederá el acrecimiento, atribuyéndose la renta correspondiente al premuerto a los
herederos (STS). La posible extinción parcial por la muerte de uno de los acreedores sólo tendrá
lugar si se dispuso expresamente.
Cuando la renta se establece sucesivamente no se plantea tal problema y cada acreedor percibirá la
renta en el orden establecido.

3.4. Contenido del contrato de renta vitalicia


A) La entrega del capital
Consistente en bienes muebles o inmuebles, materiales o inmateriales, cuyo dominio se transmite al
deudor de la pensión sin que esta última suponga derecho real, carga o afección sobre aquéllos en
favor del rentista, sino simplemente el nacimiento de una relación obligatoria en cuya virtud el
deudor queda vinculado a satisfacer dicha renta o pensión. El constituyente/acreedor de la renta
vitalicia que efectúa la entrega de los bienes en concepto de capital está obligado no solamente a
efectuar dicha entrega, sino a responder de evicción y saneamiento al deudor de la renta.

[Evicción: privación de la cosa fundada en un derecho anterior.


Saneamiento: indemnizar daños y perjuicios.]

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B) El derecho a la pensión o renta

a) La pensión
No tiene que consistir necesariamente en una suma dineraria, pudiendo estribar también en la
entrega de cualquier otro tipo de bienes muebles (por ejemplo, los frutos que produzcan los bienes
entregados en concepto de capital: pero no debemos olvidar que la renta vitalicia entraña un riesgo
o alea que en ningún caso puede consistir en la posibilidad de improductividad del fundo) o bien
parte en dinero y parte en cosa mueble o inmueble. En cualquier caso es imprescindible que sea fija
y, admitiéndose el juego de las cláusulas de estabilización.

b) La periodicidad de la renta
No es necesario que el pago se efectúe anualmente, pudiendo las partes estipular períodos distintos
para la satisfacción de la renta; incluso cabe la posibilidad de satisfacer la renta por plazos
anticipados. En cualquier caso, deben distinguirse cada uno de los vencimientos (que prescriben a
los cinco años) del derecho a la percepción de la renta del que proceden (que prescribe a los quince
años).

c) Satisfacción de la renta
Art. 1.806: «la renta correspondiente al año en que muere el que la disfruta, se pagará en
proporción a los días en que hubiese vivido; si debía satisfacerse por plazos anticipados, se pagará
el importe total del plazo que durante su vida hubiese empezado a correr». La referencia a la
anualidad se establece por coherencia con el art. 1.802, siendo aplicable, en todo caso, el período
que se hubiere estipulado (trimestre, mensualidad, semana).
El art. 1.808 dispone que «no puede reclamarse la renta sin justificar la existencia de la persona
sobre cuya vida esté constituida». Se trata de evitar un pago indebido de las pensiones en caso de
que el deudor pagase ignorando la muerte del beneficiario.

d) Incumplimiento y aseguramiento del pago de la renta


Art. 1.805: «la falta de pago de las pensiones vencidas no autoriza al perceptor de la renta vitalicia
a exigir el reembolso del capital ni a volver a entrar en la posesión del predio enajenado; sólo
tendrá derecho a reclamar judicialmente el pago de las rentas atrasadas y el aseguramiento de las
futuras».

3.5. Nulidad del contrato de renta vitalicia


Además de las causas generales de nulidad, el art. 1.804 contempla (como radical o de pleno
derecho) la muerte o enfermedad causante de muerte.
Existe un sector doctrinal que defiende otra ineficacia distinta a la nulidad de pleno derecho para el
supuesto de enfermedad causante de muerte al considerar que no se funda en razones de orden
público, siendo, por tanto, una disposición normativa derogable por las partes, sustituyéndola por
otra previsión convencional cualquiera.

3.6. La renta vitalicia a título gratuito


Art. 1.807: «el que constituye a título gratuito una renta sobre sus bienes puede disponer, al tiempo
del otorgamiento, que no estará sujeta dicha renta a embargo por obligaciones del pensionista».
Se trata de una auténtica donación en la que el donante pasa a ser deudor del donatario por el
importe de la renta.
El principal efecto de esta modalidad de donación radica en la posibilidad de que el constituyente de
la renta establezca una prohibición de embargo. No obstante, para que se produzca tal efecto es
preciso, además, constar expresamente en el momento de otorgamiento la ausencia de
contraprestación, de tal forma que no gozan de tal efecto las donaciones modales ni el llamado
negotium mixtum cum donatione [negocio jurídico que contiene una liberalidad o donación].

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4. EL CONTRATO DE ALIMENTOS O VITALICIO
El contrato de alimentos o vitalicio hace referencia a una nueva modalidad contractual que ha
venido imponiéndose en la práctica de las últimas décadas, tanto en nuestro país como en otros
países europeos, en los que la era del bienestar ha venido acompañada por un continuo
envejecimiento de la población y una cierta disgregación familiar que ha implicado el relativo
abandono de nuestros mayores, muchos de los cuales se ven condenados a la soledad en sus
domicilios o al ingreso en centros especializados.

4.1. El nacimiento del vitalicio


Algunas personas ancianas han reaccionado frente a su inminente soledad procurándose la debida
asistencia mediante la entrega de los bienes inmuebles que constituían su morada, a cambio de
afecto y compañía. La idea prendió pronto en algunas instituciones financieras.
Según SSTS: «el vitalicio no es una modalidad de la renta vitalicia de los arts. 1.802 a 1.808 CC,
sino un contrato autónomo, innominado y atípico», cuyo contenido consiste en la prestación de
alimentos («domicilio, alimentos y asistencia médica») a cambio de la entrega de unos bienes,
durante la vida del acreedor de dichos alimentos, o de tercera o terceras personas.
No debe ser confundido el «vitalicio» con la obligación legal de prestar alimentos entre parientes
del art. 142 CC y ss.
No se trata de obligación de dar, sino mixta de dar y hacer («proporcionar cosas y atenciones»).
STS: es válida la cláusula que establece la posibilidad de rescatar los bienes entregados, así como
cualquier otro pacto, cláusula o estipulación que no contraríe el interés de terceros ni el orden
público.

4.2. La Ley 41/2003: caracterización legal del contrato de alimentos


Con la aprobación de la Ley 41/2003 el legislador ha considerado oportuno ofrecer una regulación
propia del contrato de vitalicio o de alimentos. La Exposición de Motivos, en tres párrafos
sucesivos, destaca los siguientes aspectos:
1. Se introduce en el CC una regulación sucinta pero suficiente de los alimentos
convencionales, es decir, de la obligación alimenticia surgida del pacto y no de la ley, a
diferencia de los alimentos entre parientes regulados por los arts. 142 CC y ss.
2. El carácter autónomo del nuevo contrato y su continuidad respecto del vitalicio: este
contrato amplía las posibilidades que actualmente ofrece el contrato de renta vitalicia para
atender a las necesidades económicas de las personas con discapacidad o los ancianos, y
permite a las partes que celebren el contrato cuantificar la obligación del alimentante en
función de las necesidades vitales del alimentista.
3. La oportunidad de su regulación respecto de las personas con discapacidad, dado que sus
progenitores pueden atender a sus necesidades de manera directa y concreta.
Así pues, el alimentista o beneficiario no tiene por qué ser parte necesariamente en el momento de
celebración del contrato, aunque obviamente puede también serlo, como ocurre en todos aquellos
supuestos en que actúe en propio interés, transmitiendo o entregando los correspondientes bienes al
alimentante u obligado a dar alimentos.

4.3. Contenido básico del contrato de alimentos


La obligación del alimentante radica en una prestación asistencial compleja (vivienda, manutención
y asistencia, dice la norma; el art. 1.792, por su parte, habla de «la pacífica convivencia de las
partes») que conviene mantener distante de los alimentos entre parientes u obligación legal de
alimentos como se deduce claramente de lo siguiente:
A) El alcance de la prestación contractual depende fundamentalmente del acuerdo de las partes.
Además, obviamente, entre el obligado y el alimentista no tiene que mediar relación familiar
alguna, sino, sencillamente, el correspondiente vínculo contractual.

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B) Conforme a lo establecido en el art. 1.794, «la obligación de dar alimentos no cesará por
las causas a que se refiere el artículo 152…», que regula los alimentos entre parientes, «…
salvo la prevista en su apartado primero» (que es la muerte del alimentista), aspecto que es
absolutamente conforme con el carácter tendencialmente vitalicio del contrato objeto de
estudio.
De otra parte, el cumplimiento de las obligaciones que pesan sobre el alimentante pueden
garantizarse mediante el recurso de la condición resolutoria expresa o el derecho de hipoteca en el
caso de que los bienes sean registrables. El incumplimiento de la obligación convencional de
alimentos permite al alimentista optar entre exigir el cumplimiento o, por el contrario, la resolución
del contrato, con inmediata restitución de los bienes o capital recibidos.
Finalmente, el art. 1.792 considera el supuesto de que se produzca la muerte del obligado a prestar
los alimentos (que, obviamente, no es causa de extinción del contrato) o de que concurra cualquier
circunstancia grave que impida la pacífica convivencia de las partes. En tales casos, «cualquiera de
ellas podrá pedir que la prestación de alimentos convenida se pague mediante la pensión
actualizable a satisfacer por plazos anticipados que para esos eventos hubiere sido prevista en el
contrato o, de no haber sido prevista, mediante la que se fije judicialmente».

CAPÍTULO 22: LA TRANSACCIÓN

1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS

1.1. Introducción
Art. 1.809: mediante el contrato de «las partes, dando, prometiendo o reteniendo cada una alguna
cosa, evitan la provocación de un pleito o ponen término al que había comenzado».
Estamos ante una modalidad contractual que desempeña una clara función contemporizadora entre
las partes en litigio, evitando precisamente que las disputas o discusiones existentes respecto de
cualquier situación jurídica (sea en su origen contractual o extracontractual) provoquen el
nacimiento o la continuación de un proceso judicial propiamente dicho.
La transacción consiste básicamente en un arreglo o un acuerdo que pretende erradicar la
intervención jurisdiccional y el seguimiento de procesos judiciales que, muchas veces, se prolongan
excesivamente en el tiempo, o la búsqueda de una solución arbitral. La «actividad transaccional» es
frecuentísimamente desempeñada por los Abogados (sobre todo por los buenos Abogados, que no
tienen necesidad alguna de incrementar los deseos de litigiosidad que muchas veces rezuma el
orgullo herido de sus clientes), hasta el extremo de que los honorarios por transacción tienen propia
carta de naturaleza en las normas colegiales.
La intervención profesional de los Abogados no debe ocultar, sin embargo, que, en definitiva, son
las propias partes interesadas quienes llegan a un pacto, convenio o acuerdo que dirime sus
controversias. Dicho pacto, sin duda alguna, tiene carácter contractual.

1.2. Presupuestos de la transacción


Según la jurisprudencia del TS, los presupuestos propios (o requisitos) del contrato de transacción
vendrían representados por los siguientes:

1º Existencia de controversia entre las partes


Esto es, preexistencia de relaciones jurídicas entre las partes sobre las que aparecen incertidumbres,
dudas o desacuerdos que podrían provocar o han provocado ya el correspondiente procedimiento
judicial. Tales relaciones jurídicas preexistentes pueden ser de carácter contractual o de cualquier
otra índole.
2º Voluntad de las partes de poner fin a la situación de incertidumbre
La naturaleza contractual de la transacción se manifiesta en la «intención de los contratantes de
poner término a semejante inseguridad, dando fijeza a sus respectivos derechos, mediante la
terminación del litigio a que se hallen sometidos, o deseo de evitar la provocación de un pleito…,
aun cuando la amenaza de su iniciación no sea inminente» (STS).

3º Reciprocidad de las concesiones acordadas


El carácter recíproco de la renuncia, limitación o sacrificio de las pretensiones de las partes es
patente en el propio tenor literal del art. 1.809 CC. La reciprocidad de las concesiones, o, mejor, la
concurrencia de un sacrificio para ambas partes (animus transigendi, susceptible de comprender la
renuncia), puede recaer sobre el objeto mismo de la relación jurídica controvertida (transacción pura
o simple; p. ej.: si las partes discuten si se deben 20.000 o 30.000 ptas., y se avienen entregando
25.000 ptas.) o bien dando o prometiendo alguna cosa ajena a la relación jurídica discutida
(transacción mixta o compleja; p. ej.: la discusión sobre la exacta extensión de la finca transmitida
queda dirimida con la entrega complementaria de una calesa por parte del vendedor).

No se exige la paridad en los sacrificios o concesiones de las partes, porque el móvil de la solución
del conflicto puede determinar desigualdad en las concesiones realizadas por las partes.

1.3. Características propias del contrato


De lo expuesto hasta ahora se puede afirmar que la transacción es:
 Un contrato consensual, pues la mera promesa de alguna cosa es susceptible de poner fin a
la controversia.
 Un contrato bilateral o sinalagmático y, simultáneamente, recíproco, en cuanto las cesiones
o concesiones de cualquiera de las partes encuentran correspondencia en la propia
contemporización de la otra parte.
Por otra parte, el contrato de transacción no exige forma solemne alguna (son frecuentísimos los
supuestos en que las partes contratantes transigen verbalmente -al menos, en los contratos
instantáneos y de escasa cuantía).

2. LA CAPACIDAD EN LA TRANSACCIÓN
Art. 1.810: establece que «para transigir sobre los bienes y derechos de los hijos bajo la patria
potestad se aplicarán las mismas reglas que para enajenarlos». Por su parte, el art. 1.811 establece
que «el tutor no puede transigir sobre los derechos de la persona que tiene en guarda, sino en la
forma prescrita en el presente Código».
Ambos preceptos deben ser leídos, respectivamente, a la luz de los arts. 166 y 271 (y, por supuesto,
teniendo presente el ámbito de la incapacitación expresamente determinada en la resolución judicial
que la declara, ex art. 210 CC), en los que se contempla la exigencia de autorización judicial para
renunciar derechos o enajenar bienes inmuebles o bienes muebles valiosos pertenecientes a los
menores sometidos a patria potestad o tutela, pues, como venimos considerando, la transacción
puede suponer la renuncia (siquiera parcial) de derechos.
La ausencia de la autorización judicial exigida en los arts. 166 y 271 darán lugar a la nulidad radical
de la transacción.
El art. 1.812, referido a las personas jurídicas, establece que «las corporaciones que tengan
personalidad jurídica sólo podrán transigir en la forma y con los requisitos que necesiten para
enajenar sus bienes».
Por lo que respecta a la transacción efectuada por mandatario, el art. 1.713.2 exige mandato
expreso, si bien la ausencia del mismo puede subsanarse posteriormente mediante la ratificación.

3. OBJETO DE LA TRANSACCIÓN

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Se excluye de la transacción las materias que afectan al orden público y al interés general, y que,
por lo tanto, se encuentran fuera del ámbito de disposición de los particulares.
Además se requiere, como en cualquier otro contrato, que el objeto sea posible, lícito y
determinado.
La transacción no comprende sino los objetos expresados determinadamente en ella.
La renuncia general de derechos se entiende sólo de los que tienen relación con la disputa sobre que
ha recaído la transacción, renuncia que no debe contrariar el interés o el orden público ni perjudicar
a terceros.
No se puede transigir sobre el estado civil de las personas, ni sobre las cuestiones matrimoniales, ni
sobre alimentos futuros.
A) El estado civil de las personas: La prohibición no se extiende a las consecuencias meramente
patrimoniales derivadas del concreto estado civil, salvo que exista un nexo tan íntimo entre
el contenido puramente patrimonial y el estado civil que la transacción afecte a este último,
siquiera tangencialmente, debiéndose predicar en tal caso la nulidad de aquélla.
B) Las cuestiones matrimoniales: A pesar del carácter absoluto de la prohibición, y en
coherencia con la anterior, será posible la transacción sobre los aspectos puramente
patrimoniales derivados del matrimonio, como también sobre algunos aspectos puramente
personales.
C) Los alimentos futuros: se refiere tanto a los alimentos futuros como a las pensiones no
vencidas, pero la doctrina y jurisprudencia limitan la aplicación del art. 1.814 a los
alimentos futuros de naturaleza legal, esto es, los del art. 142.
En la misma línea de excluir de la transacción las cuestiones de interés general y de orden público,
dispone el art. 1.813 que «se puede transigir sobre la acción civil proveniente de un delito; pero no
por eso se extinguirá la acción pública para la imposición de la pena legal».

4. NATURALEZA JURÍDICA DE LA TRANSACCIÓN


El debate doctrinal se centra en determinar si la transacción se limita a declarar (tesis declarativa)
una situación jurídica preexistente, antes controvertida y ahora cierta e indiscutible, o bien si
presupone una transmisión de derechos y, por tanto, altera, varía o modifica la relación jurídica que
antes fuera incierta (tesis traslativa):

A) La tesis traslativa
Entronca con la tradición romanista y nuestro Derecho histórico, el cual contemplaba la transacción
como una auténtica subespecie de enajenación (recuérdese el aforismo transigere est alienare
-transigir es enajenar). Esta postura toma como punto de partida la afirmación de que las recíprocas
concesiones realizadas por las partes a través del contrato de transacción tienen un claro alcance
modificativo sobre la relación jurídica preexistente, determinando el nacimiento de derechos y
obligaciones «nuevos» para las partes. De tal modo, habría de concluirse que la transacción sería la
nueva fuente de la relación jurídica definitiva establecida por las partes, pudiendo servir como
«justo título» para usucapir la propiedad y demás derechos reales.

B) La tesis declarativa
Más moderna, se apoya en la relativa asimilación que el art. 1.816 CC establece entre la transacción
y la sentencia, al preceptuar que «la transacción tiene para las partes la autoridad de la cosa
juzgada…». De esta forma, la transacción se limitaría a esclarecer la inicial incertidumbre y fijar los
términos de la situación jurídica en cuestión, sin llegar a crear una nueva y distinta respecto de la
preexistente. Con ello, la transacción no constituiría una nueva fuente de la relación jurídica, sino
que el resultado del acuerdo transaccional cumpliría una función meramente aclaratoria.

No obstante lo apuntado, en la práctica es admisible tanto un efecto declarativo como traslativo de


la transacción, variando según el caso contemplado.

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5. EFECTOS DE LA TRANSACCIÓN
La naturaleza contractual de la transacción implica la necesidad de distinguir un doble orden de
efectos: efectos inter partes, y posibles efectos de la transacción para con los terceros. Juegan aquí
las reglas generales, de forma tal que en principio la transacción genera consecuencias entre las
partes, por aplicación del art. 1.257. En cambio, cualquier acuerdo transaccional es res inter alios
acta para los terceros, salvo que éstos sean causahabientes de una de las partes del contrato o se
encuentren unidos con el transigente por lazos de solidaridad o a consecuencia de la naturaleza
indivisible de la prestación.

[Res inter alios acta es una expresión latina utilizada en Derecho y, en particular, en el Derecho
contractual, que puede traducirse como «cosa realizada entre otros».
La frase se utiliza para expresar la doctrina según la cual un contrato o un acuerdo entre varias
personas (inter partes) no puede afectar a un tercero que no ha sido parte en el mismo. Los efectos
jurídicos del mismo se limitarían, por tanto, a los derechos y obligaciones de las partes que lo
realizaron.]

5.1. La excepción de cosa juzgada


Art. 1.816 CC: «la transacción tiene para las partes la autoridad de la cosa juzgada; pero no
procederá la vía de apremio sino tratándose del cumplimiento de la transacción judicial».
Ello quiere decir que las partes dan por resuelta definitivamente la cuestión, quedando obligados,
consiguientemente, a no volver a plantear de nuevo la cuestión controvertida, de forma que si
alguno de los transigentes acude a los tribunales buscando un pronunciamiento más favorable, le
podrá ser opuesta la denominada exceptio rei per transactionem finitae, siempre y cuando, de una
parte, concurran en la litis los presupuestos tradicionalmente consagrados en el art. 1.252 CC y, de
otra, no proceda la impugnación de la transacción (art. 1.817 CC).
Obviamente, lo dicho no significa, en modo alguno, que no se pueda acudir a los tribunales para
instar el cumplimiento de lo pactado transaccionalmente, o para solicitar la ineficacia de la
transacción por las causas establecidas en los arts. 1.877 a 1.819, que seguidamente veremos.

5.2. Retroactividad de la transacción


Entre las partes, por lo general, la transacción, dada su función de eliminación de incertidumbres,
tiene efectos retroactivos respecto de los derechos y obligaciones de los transigentes. Sin embargo,
no existe precepto alguno en el CC ni norma imperativa que imponga tal resultado. Lo normal (y
prudente) será que los propios transigentes se pronuncien sobre este particular en el contrato de
transacción. Es indiscutible que la eventual retroactividad del acuerdo transaccional no afecta a
terceros.

5.3. La aplicabilidad del artículo 1.124


Se ha discutido sobre la posibilidad de instar judicialmente la resolución del contrato de transacción
en caso de que una de las partes del mismo no lleve a cabo el cumplimiento de las obligaciones que
sobre ella recaen.
Parece que el carácter general del precepto contenido en el art. 1.124 y el carácter sinalagmático de
la transacción deben abocar a la respuesta afirmativa: una vez establecidos los derechos y
obligaciones de las partes a través del contrato de transacción seguirá siendo posible accionar
judicialmente ante el incumplimiento de la contraparte.

6. LA TRANSACCIÓN JUDICIAL
El art. 1.816 es el único precepto que se refiere a la llamada «transacción judicial», a los solos
efectos de señalar que «no procederá la vía de apremio sino tratándose del cumplimiento de la

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transacción judicial».

6.1. La transacción judicial bajo el imperio de la LEC de 1881


La doctrina y la jurisprudencia mayoritarias han entendido que la transacción es siempre
extrajudicial en cuanto a su origen, pero se denomina «judicial» cuando se incorpora o aporta al
proceso judicial al que se pone fin, o cuando se celebra ante el órgano jurisdiccional para prevenir
un proceso. Ahora bien, la necesaria aprobación judicial no supone que el Juez entre a valorar el
contenido de la transacción, el fondo del asunto, pues dejaríamos de estar ante una transacción (es
decir, ante un supuesto de autocomposición de intereses enfrentados resuelto por las mismas partes),
sino que debe limitarse al examen de la concurrencia o no de los requisitos legales (capacidad y
prohibiciones legales) para llevar a cabo la transacción.
Por otro lado, la «vía de apremio» era una fase del procedimiento ejecutivo, o una fase de la
ejecución de una sentencia que condena al pago de cantidad líquida. Puesto que de la transacción
(judicial) no tenía por qué derivar necesariamente una obligación de pago de cantidad líquida, la
referencia de la parte final del art. 1.816 a la vía de apremio debía entenderse como una remisión al
procedimiento de ejecución de sentencias firmes.

6.2. La transacción judicial en la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil


La LEC 1/2000, en este punto, ha seguido fielmente las pautas establecidas con anterioridad por
doctrina y jurisprudencia.
El art. 19.1 LEC-2000 permite llevar a efecto la transacción en todo caso, salvo que «la ley lo
prohíba o establezca limitaciones por razones de interés general o en beneficio de tercero». La
transacción, pues, sigue siendo una cuestión inter partes, un acuerdo o convenio que el tribunal
deberá homologar sin entrar a analizar su contenido material en el sentido antes explicado, pues,
una vez determinado el objeto (posible) de la transacción, el tribunal deberá limitar su actuación a
examinar «la concurrencia de los requisitos de capacidad jurídica y poder de disposición de las
partes o de sus representantes debidamente acreditados que asistan al acto» (art. 415.1.3).
La utilización del giro capacidad jurídica en el inciso apenas transcrito es, al menos, sumamente
llamativa. ¿No hubiera sido preferible que la ley hablase de capacidad, a secas, o en todo caso de
personalidad?
Por lo demás, no cabe duda acerca de que el acuerdo transaccional tiene eficacia ejecutiva, dado que
no sólo para el CC (art. 1.816), sino también para la LEC-2000 (art. 517.2.3), es un título de
ejecución siempre que haya sido aprobado u homologado judicialmente.

7. CAUSAS DE INEFICACIA DEL CONTRATO DE TRANSACCIÓN


La transacción, en cuanto contrato que es, queda sometida a las reglas generales en materia de
ineficacia contractual. No obstante, el tipo de ineficacia al que la regulación positiva de la
transacción dedica mayor detenimiento es a la anulabilidad, destinando a tal efecto los arts. 1.817 a
1.819, cuyo contenido requiere algunas aclaraciones complementarias.

7.1. El error en la transacción


Art. 1.817 CC: «la transacción en que intervenga error, dolo, violencia o falsedad de documentos
está sujeta a lo dispuesto en el art. 1.265 de este Código. Sin embargo, no podrá una de las partes
oponer el error de hecho a la otra siempre que ésta se haya apartado por la transacción de un
pleito comenzado». Precisiones:
1. La irrelevancia general del error que recae sobre la circunstancia controvertida (error in
caput controversum), pues la transacción persigue eliminar la incertidumbre.
2. La posible relevancia del error que recae sobre alguna circunstancia que afecta directamente
a la situación litigiosa (error in caput non controversum), pues afecta a una circunstancia
que las partes consideran como base firme, indiscutible, y en cambio es objeto de error.
Utilicemos un ejemplo clásico: la controversia entre las partes recae sobre la propiedad de un
cuadro atribuido a Velázquez; habiendo llegado finalmente a un acuerdo, descubren, sin embargo,
que pertenece realmente al Museo del Prado: estaríamos ante un error in caput controversum, es
decir, ante un error sobre la cuestión incierta y controvertida: la propiedad del cuadro. Si el error
recayera sobre el autor del cuadro, no siendo realmente un Velázquez sino una copia, o la obra de un
autor de segunda fila, estaríamos ante un error in caput non controversum, es decir, ante un error
que afecta directamente a una circunstancia de la cuestión controvertida y que las partes tenían
como segura y firme, pero no a dicha controversia. De tal modo que no habrían estipulado la
transacción de conocer el error (la incertidumbre recae sobre la titularidad del cuadro, y no sobre el
autor del mismo), y es que, siguiendo el ejemplo propuesto, no es lo mismo transigir sobre la
propiedad de un Velázquez, que sobre una copia o la obra de un pintor de segunda fila.
La irrelevancia del error (no maliciosamente provocado) sobre la situación controvertida (error in
caput controversum) reside en la necesaria incertidumbre que rodea al objeto de discusión (la
propiedad, la «incierta» propiedad) que busca solución a través de la transacción, y lo realmente
importante en la transacción es la existencia de tal incertidumbre, y no la razón que dio lugar a la
misma.
De admitirse la relevancia del error in caput controversum, parece que difícilmente podría ser
aceptado el error de Derecho, por ir en contra de la finalidad y la naturaleza de las convenciones,
contrariamente a lo que ocurre con el error in caput non controversum, donde, a pesar del tenor
literal del art. 1.817 CC («error de hecho»), la doctrina y jurisprudencia contemplan tanto el error de
hecho como de Derecho, no pudiendo ser invocados por quien lo padece frente a la otra parte que se
haya apartado por la transacción de un pleito comenzado (art. 1.817.2).
Además de lo dicho, el CC contempla dos especialidades en materia de error de hecho:

1) Art. 1.817.1: La falsedad de documentos


Se exige necesariamente una relación esencial con la controversia transigida, la ignorancia en quien
alega la falsedad documental o la sentencia que la declara. No se admite la impugnación de la
transacción por falsedad de documentos, cuando el objeto de la transacción fuera la falsedad o no de
los mismos (supuesto de error in caput controversum).

2) Art. 1.819: Ignorancia de la inexistencia de incertidumbre por haber recaído sentencia firme
«Si estando decidido un pleito por sentencia firme, se celebrare transacción sobre él por ignorar la
existencia de la sentencia firme alguna de las partes interesadas, podrá ésta pedir que se rescinda
la transacción. La ignorancia de una sentencia que pueda revocarse no es causa para atacar la
transacción».

7.2. El dolo en la transacción


Son diversas las cuestiones que se plantean al respecto:
1. Art. 1.818: «El descubrimiento de nuevos documentos no es causa para anular o rescindir
la transacción si no ha habido mala fe». Es esencial la concurrencia de la mala fe en una de
las partes, así como el carácter decisivo de los documentos ocultados para que proceda la
anulabilidad. El problema se plantea respecto de la ocultación maliciosa por un tercero que
no es parte en el contrato de transacción, y si bien siempre será posible el ejercicio de una
acción de daños y perjuicios, estima Lasarte que bastará poner en relación la mala fe del
tercero con alguno de los transigentes para que fuera factible el ejercicio de la acción de
impugnación.
2. El dolo en el art. 1.819 CC se refiere a la reticencia dolosa: la ocultación o falta de
información al otro transigente respecto de la existencia de una sentencia firme resolviendo
la cuestión objeto de transacción.
3. La denominada «litis temeraria», esto es, cuando una de las partes mantiene
conscientemente en la controversia pretensiones infundadas legalmente para obtener
ventajas en una futura transacción, con la esperanza de que la otra parte llegara a aceptar el
mecanismo transaccional por temor al litigio. Algunos autores contemplan este caso como

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de violencia moral. Otros de nulidad por ilicitud. Y para otros es, por lo general, irrelevante.
En cualquier caso, sea admitida o no, todo quedaría reconducido al difícil ámbito probatorio
de la concurrencia del dolo, con lo cual la trascendencia práctica de la cuestión queda
enormemente reducida.

CAPÍTULO 23: EL CONVENIO ARBITRAL

2. EL CONVENIO ARBITRAL

2.1. Concepto
La Ley evita hablar en su articulado de «contrato de arbitraje», utilizando en exclusiva la expresión
«convenio arbitral». El convenio arbitral constituye un acuerdo de voluntades de naturaleza
contractual cuyo objeto radica en someter cuestiones litigiosas a la decisión de uno o varios árbitros.
Dicho acuerdo de voluntades «podrá adoptar la forma de cláusula incorporada a un contrato o de
acuerdo independiente» (es decir, a través de un contrato o convenio que tenga precisamente por
objeto acordar el arbitraje) y «deberá expresar la voluntad de las partes de someter a arbitraje
todas o algunas de las controversias que hayan surgido o puedan surgir respecto de una
determinada relación jurídica, contractual o no contractual» (art. 9.1).

2.2. Tipos de arbitraje


El arbitraje puede ser, a elección de las partes, de Derecho o en equidad.
Se entiende por arbitraje de Derecho el que ha de ser resuelto y fundamentado atendiendo al
conjunto de normas jurídicas aplicables al caso debatido. Es natural, entonces, que los árbitros
hayan de ser especialistas en Derecho, pues la decisión arbitral en tal caso ha de ser motivada. Sin
embargo, la vigente Ley restringe notoriamente la cualificación técnica de los posibles árbitros y
establece que «en los arbitrajes internos que no deban decidirse en equidad (…) se requerirá la
condición de abogado en ejercicio, salvo acuerdo expreso en contrario».
La derogación de semejante dislate ha tardado en ver la luz, pero al fin lo hace con la Ley 11/2011,
que ha dado nueva redacción al apartado 1 del art. 15 de la Ley 60/2003, reclamando que el árbitro
único o principal tenga condición de jurista, sin necesidad de colegiación alguna en el censo de
abogados en ejercicio.
Para el arbitraje en equidad, hemos de acudir a la Ley 36/1988 donde se afirmaba que en él los
árbitros actuarán «según su saber y entender» (art. 4.1 de dicha Ley), resolviendo pues la cuestión
litigiosa atendiendo a la justicia material del caso concreto planteado sin necesidad de fundamentar
su decisión en norma jurídica alguna. De otra parte, consideraba el art. 4.2 que «en el caso de que
las partes no hayan optado expresamente por el arbitraje de Derecho, los árbitros resolverán en
equidad».
La Ley 60/2003 no explicita en su articulado qué deba entenderse por arbitraje de derecho o
arbitraje de equidad, sobreentendiendo tales expresiones. Pero, en cambio, ha invertido la regla:
ahora, por principio, todo arbitraje debe considerarse arbitraje de derecho: «los árbitros sólo
decidirán en equidad si las partes les han autorizado expresamente para ello» (art. 34.1).

2.3. Forma de celebración


Desde la derogada Ley 1953, que exigía escritura pública, hasta la actual ley, se ha dulcificado
mucho la forma de celebración. Pasando por la libertad de forma, inclusión como cláusula en un
contrato, mediante fax, etc. No implica problemas para su validez (aunque sí a efectos probatorios,
como sabemos), que el pacto arbitral se haya instrumentado en documento privado o en escritura
pública.

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2.4. Contenido
¿Cuál debe ser el contenido mínimo del convenio arbitral para considerarlo válido y vinculante para
las partes? De la Ley 36/1988 cabe extraer que se requieren:
1. Voluntad de las partes de someterse al arbitraje.
2. Determinación de la «relación jurídica» (sea contractual o extracontractual) de la que, en su
caso, resulten las controversias o cuestiones litigiosas a resolver.
Existiendo tales elementos, las partes han de entenderse sujetas al arbitraje, aunque no existan en el
convenio normas ad hoc para la designación de los árbitros o reglas relativas al procedimiento
arbitral, pues si las partes no hubieren pactado nada sobre estos extremos podrán completarse, en
cualquier momento, mediante la aplicación de las reglas dispositivas establecidas al respecto en la
propia Ley 60/2003:
 El art. 15 en relación con el nombramiento de los árbitros (y los siguientes para la
aceptación, recusación, sustitución y responsabilidad).
 Los arts. 24 y ss. respecto de la sustanciación del procedimiento arbitral.

3. OBJETO DEL ARBITRAJE

3.1. La resolución de controversias o cuestiones litigiosas


El objeto propio del arbitraje consiste en el sometimiento a la decisión de los árbitros de las
controversias o cuestiones litigiosas, surgidas o que puedan surgir, sobre materias de libre
disposición conforme a Derecho. Resulta, por tanto, indiferente que la controversia existente sea
presente o futura, pues el convenio arbitral desarrolla la misma eficacia si se previó antes o después
de haber nacido la controversia entre las partes.
Naturalmente, la existencia de una verdadera controversia y el carácter propiamente jurídico de ésta
excluye la existencia de una sentencia firme y definitiva sobre el tema.

3.2. Ámbito material del arbitraje


Tradicionalmente, se ha considerado que el arbitraje quedaba circunscrito a la resolución de litigios
encuadrables en el Derecho privado, por entender que sólo en las cuestiones susceptibles de ser
reguladas por la autonomía privada podía hacerse dejación del principio (ahora constitucional) de
tutela judicial efectiva.
La Ley 36/1988 y la vigente Ley 60/2003 identifican como materias susceptibles de arbitraje
aquellas sobre las que las partes tengan «libre disposición conforme a Derecho».
La conclusión, pues, es que las personas interesadas (ora naturales, ora jurídicas) pueden someter
las cuestiones litigiosas al procedimiento arbitral siempre y cuando tengan reconocida capacidad
suficiente y los litigios versen sobre materias disponibles para la autonomía privada. Por
consiguiente, en general, el ámbito material del arbitraje puede seguir siendo identificado con el
Derecho privado, si bien cabe igualmente en ciertos aspectos regulados por disposiciones de
Derecho público. No es aplicable, en cambio, la Ley de arbitraje a los arbitrajes laborales, que
habrán de someterse a su regulación propia.

4. LOS ÁRBITROS
Han de ser «personas naturales que se hallen en el pleno ejercicio de sus derechos civiles, siempre
que no se lo impida la legislación a la que puedan estar sometidos en el ejercicio de su profesión»
(art. 13 Ley 2003). Como hemos visto antes, en caso de tratarse de arbitraje de Derecho es requisito
complementario que los árbitros sean abogados en ejercicio o, a partir de la vigente Ley 11/2011,
juristas en general, dada la reforma introducida en el art. 15.1.
El colegio arbitral se encuentra compuesto por tres personas, designadas o propuestas una por cada
una de las partes y la tercera por consenso o acuerdo de ambas. Sin embargo, la exigencia legal al
respecto es únicamente que el número de árbitros debe ser impar; por tanto, cabe designar un árbitro

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único o un colegio arbitral más amplio que el anteriormente considerado. La Ley 60/2003 establece
que «a falta de acuerdo, se designará un solo árbitro» (art. 12).
Junto a la designación directa por las partes del árbitro o de los árbitros, caben otros procedimientos
de designación, contemplados igualmente por la Ley. El art. 14 establece en efecto que «las partes
podrán encomendar la administración del arbitraje y la designación de árbitros a:
a) Corporaciones de derecho público que puedan desempeñar funciones arbitrales, según sus
normas reguladoras, y en particular el Tribunal de Defensa de la Competencia.
b) Asociaciones y entidades sin ánimo de lucro en cuyos estatutos se prevean funciones
arbitrales».
En términos generales, los árbitros (una vez aceptado el cargo, dentro del plazo de quince días)
gozan de amplias facultades en relación con el procedimiento arbitral y quedan únicamente
obligados «a cumplir fielmente su encargo (dictar el correspondiente laudo), incurriendo, si no lo
hicieren, en responsabilidad por los daños y perjuicios que causen por mala fe, temeridad o dolo»,
pudiendo el perjudicado entablar acción directa contra la institución a la que se haya encomendado
el arbitraje, razón por la cual «se exigirá a los árbitros o a las instituciones arbitrales (…) la
contratación de un seguro de responsabilidad civil» (novedad en la Ley 11/2011).
Salvo determinados arbitrajes, contemplados en «leyes especiales» (como, p. ej., en materia de
consumidores), el arbitraje es por naturaleza retribuido. Por eso, tanto los árbitros cuanto la
institución arbitral «podrán exigir a las partes las provisiones de fondos que estimen necesarias
para atender a los honorarios y gastos de los árbitros y a los que puedan producirse en la
administración del arbitraje».

5. EFECTOS DEL ARBITRAJE: EL LAUDO


Una vez concluido el procedimiento arbitral, los árbitros ponen fin a la controversia sometida a su
conocimiento mediante una decisión que, desde antiguo, recibe el nombre de laudo, término que es
absolutamente unívoco en el lenguaje castellano: resolución acordada por los árbitros que, una vez
firme, tiene el mismo valor y eficacia que una sentencia, produciendo por tanto «efectos de cosa
juzgada» (art. 43), de manera tal que «frente a él sólo cabrá solicitar la revisión conforme a lo
establecido en la Ley de Enjuiciamiento Civil para las sentencias firmes».
El laudo, al igual que las sentencias, debe dictarse por escrito, expresando las circunstancias
personales de los árbitros y de las partes, la fecha y el lugar en que se dicta, la cuestión sometida a
arbitraje, una sucinta relación de las pruebas practicadas, las alegaciones de las partes y, finalmente,
la decisión arbitral, determinando la Ley que, como regla, el laudo deberá ser motivado, salvo que
se trate de un laudo pronunciado en los términos convenidos por las partes (novedad en la Ley
11/2011). Además, el laudo debe pronunciarse sobre las costas del arbitraje (que incluirán los
honorarios y gastos de los árbitros y, en su caso, los honorarios y gastos de los defensores o
representantes de las partes, el coste del servicio prestado por la institución administradora del
arbitraje) y los demás gastos originados en el procedimiento arbitral.
El laudo debe ser notificado a las partes mediante entrega a cada una de ellas de un ejemplar
firmado por los árbitros, pudiendo también ser protocolizado notarialmente si así lo solicita y a su
costa cualquiera de las partes.
El plazo para adoptar el fallo arbitral, en principio, será fijado por las propias partes que se someten
a arbitraje y no son extraños en la práctica los supuestos en los que el plazo considerado es
extraordinariamente breve, aunque cabe también (en litigios de extraordinaria complejidad) señalar
plazos de una relativa extensión. Para el caso de que las partes no hayan señalado plazo alguno, la
Ley fija con carácter supletorio el de seis meses, contados desde el día en que hubiera debido
realizarse la contestación a la demanda, pudiendo prorrogarlo los árbitros por un plazo no superior a
dos meses mediante decisión motivada.
En cualquier caso el plazo tiene carácter preclusivo [plazo específico o propio], salvo que antes de
haber expirado las partes concedieran a los árbitros una prórroga, y por tanto su transcurso sin
haberse dictado el laudo determina «la terminación de las actuaciones arbitrales y el cese de los
árbitros», si bien no afectará a la eficacia del convenio arbitral, que podrá regenerar los efectos que
le son propios con independencia de la responsabilidad en que hubieran podido incurrir los árbitros
por incumplimiento de sus obligaciones dentro de plazo.

5.1. La impugnación del laudo


Una vez dictado, el laudo arbitral vincula y sujeta a las partes. Ello determina que la Ley procure
restringir al máximo las posibilidades de impugnación del laudo, otorgando a las partes únicamente
dos vías de impugnación de la resolución arbitral:

A) La acción de anulación del laudo


El procedimiento para el ejercicio de la acción de anulación trata de conjugar las exigencias de
rapidez y de mejor defensa de las partes. Así, tras una demanda y una contestación escritas, se
siguen los trámites del juicio verbal.
La acción de anulación del laudo habrá de ser interpuesta ante la Audiencia Provincial o, a partir de
la vigencia de la Ley 11/2011, la Sala de lo Civil y de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de
la Comunidad Autónoma, del lugar donde se hubiera dictado, dentro del plazo de los dos meses
siguientes a la notificación de aquél, sustanciándose por el cauce del juicio verbal, aunque la
demanda debe presentarse conforme a lo establecido en el art. 399 LEC-2000, acompañada de los
documentos justificativos del convenio arbitral y del laudo, y, en su caso, conteniendo la
proposición de los medios de prueba que interesen al actor o demandante exponiéndose en el escrito
correspondiente los fundamentos que sirvan para apoyar el motivo o motivos de anulación
invocados y proponiéndose la prueba que sea necesaria y pertinente.
Se establece que para evitar la continua litigiosidad sobre la validez o posible anulación del laudo,
que contra la sentencia finalmente dictada por el órgano judicial competente «no cabrá recurso
alguno».
Las causas de anulación se encuentran establecidas en el art. 41 y deben considerarse taxativas,
pues el encabezamiento del precepto establece que «el laudo sólo podrá ser anulado cuando la
parte que solicita la anulación alegue y pruebe:
a) Que el convenio arbitral no existe o no es válido.
b) Que no ha sido debidamente notificada de la designación de un árbitro o de las actuaciones
arbitrales o no ha podido, por cualquier otra razón, hacer valer sus derechos.
c) Que los árbitros han resuelto sobre cuestiones no sometidas a su decisión.
d) Que la designación de los árbitros o el procedimiento arbitral no se han ajustado al
acuerdo entre las partes, salvo que dicho acuerdo fuera contrario a una norma imperativa
de esta Ley, o, a falta de dicho acuerdo, que no se han ajustado a esta ley.
e) Que los árbitros han resuelto sobre cuestiones no susceptibles de arbitraje.
f) Que el laudo es contrario al orden público».

B) La revisión del laudo


Dada la identidad del laudo con la cosa juzgada, se otorga igualmente a las partes la posibilidad de
entablar el recurso de revisión conforme a lo establecido en la legislación procesal para las
sentencias judiciales firmes.

5.2. La ejecución del laudo


Una vez dictado el fallo contenido en el laudo puede ser ejecutado por las partes de forma
voluntaria y sin intervención de autoridad jurisdiccional alguna.
En caso de discrepancia o de resistencia al cumplimiento de lo ordenado en el laudo, si fuere
necesario acudir a la ejecución forzosa, las partes podrán obtenerla del Juez de Primera Instancia del
lugar en que aquél hubiere sido dictado.
Regula igualmente la vigente Ley la posibilidad de la ejecución en España de los laudos arbitrales
extranjeros, a través de exequátur, estableciendo al respecto el art. 46 que:
1. «Se entiende por laudo extranjero el pronunciado fuera del territorio español.

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2. El exequátur de laudos extranjeros se regirá por el Convenio sobre reconocimiento y
ejecución de sentencias arbitrales extranjeras, hecho en Nueva York, el 10 de junio de 1958,
sin prejuicio de lo dispuesto en otros convenios internacionales más favorables a su
concesión, y se sustanciará según el procedimiento establecido en el ordenamiento procesal
civil para el de sentencias dictadas por tribunales extranjeros».

6. LA GENERALIZACIÓN DEL ARBITRAJE EN LA LEGISLACIÓN


CONTEMPORÁNEA
El nuevo clima político y cultural (y, sobre todo, el colapso de los tribunales de justicia) ha
determinado la proliferación de la institución arbitral en numerosas disposiciones legislativas.
Conviene hacer referencia a algunas de ellas, estas indicaciones no pretenden ser más que un «aviso
para navegantes», pues resulta imposible desarrollar en profundidad en esta obra:
 Particular importancia ha desplegado el arbitraje en la regulación legal de los derechos de
consumidores y usuarios, ya sea en la propia LCU ya en las Leyes autonómicas sobre la
materia, así como en disposiciones de carácter especial. Desde la aprobación de la LCU
hasta hoy el arbitraje de consumo ha sido regulado en lo fundamental, y de manera sucesiva,
por los RD 636/1993 y 321/2008.
 El art. 38.2 de la Ley 16/1987, de ordenación de los transportes terrestres (declarado
inconstitucional, como sabemos) estableció que «siempre que la cuantía de la controversia
no exceda de 500.000 pesetas, las partes someterán al arbitraje de la Juntas cualquier
conflicto que surja en relación con el cumplimiento del contrato, salvo pacto expreso en
contrario».
 La Ley 19/1982, sobre la contratación y productos agrarios prevé también, sin pacto entre
los interesados, el arbitraje del Ministerio de Agricultura respecto de los acuerdos
interprofesionales y los acuerdos colectivos.
 El Real Decreto 1417/2006, de 1 de diciembre, por el que se establece el sistema arbitral
para la resolución de quejas y reclamaciones en materia de igualdad de oportunidades, no
discriminación y accesibilidad por razón de discapacidad.
En relación con su contenido normativo básico, debemos subrayar un par de ideas:
a) La norma reglamentaria parte de la base de la voluntariedad del sistema y por ello prevé que
las personas, físicas o jurídicas, de carácter privado que importen, produzcan, suministren o
faciliten entornos, productos, bienes y servicios a las personas con discapacidad podrán
efectuar oferta pública de sometimiento al sistema arbitral de igualdad de oportunidades, no
discriminación y accesibilidad universal.
b) El ámbito objetivo de aplicación del Real Decreto se circunscribe fundamentalmente a las
quejas y reclamaciones que surjan en materia de igualdad de oportunidades, no
discriminación y accesibilidad universal de las personas con discapacidad y, en particular, a
las controversias relacionadas con alguna de las siguientes materias: telecomunicaciones y
sociedad de la información; espacios públicos urbanizados, infraestructuras y edificación;
transportes; bienes muebles e inmuebles, productos, servicios, actividades o funciones,
comercializados directamente a los consumidores como destinatarios finales, que las
personas físicas o jurídicas, individuales o colectivas, profesionales o titulares de
establecimientos públicos o privados, fijos o ambulantes, produzcan, faciliten, suministren o
expidan, en régimen de Derecho privado; y relaciones con las Administraciones públicas en
el ámbito del Derecho privado.

CAPÍTULO 24: LA FIANZA

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1. EL CONTRATO DE FIANZA

1.1. Ideas generales: fianza subsidiaria y fianza solidaria


La fianza consiste en una garantía de carácter personal, tendente a asegurar la satisfacción del
acreedor de un derecho de crédito, previniendo el riesgo de insolvencia, total o parcial, del deudor,
es decir, de que éste no pueda cumplir la obligación que le incumbe. Tal aseguramiento tiene lugar
mediante la posibilidad de acudir a otro patrimonio para la efectividad de la obligación: el
patrimonio del fiador.
La fianza es la garantía personal que se constituye al asumir un tercero el compromiso de responder
del cumplimiento de una obligación si no la cumple el deudor principal, extendiendo la
responsabilidad a su propio patrimonio. En tal sentido, expresa el art. 1.822.1 CC que «por la
fianza se obliga uno a pagar o cumplir por un tercero, en el caso de no hacerlo éste».
Se deduce fácilmente que, en principio, la fianza tiene carácter subsidiario: el fiador sólo habrá de
afrontar el pago de la obligación afianzada en caso de que el deudor no haya hecho frente a ella. El
fiador, se dice, goza del beneficio de excusión, en cuanto el acreedor deberá perseguir los bienes
propios del deudor principal antes de proceder contra el fiador.
Sin embargo, no desconoce el propio Código la posibilidad de que deudor principal y fiador queden
obligados al pago de la obligación asegurada en un mismo plano, de forma solidaria. En tal caso, el
acreedor, llegado el momento de cobro de la deuda, puede reclamarla a cualquiera de ellos (deudor
y fiador) o al fiador directamente (p. ej., por saber que la solvencia de éste supera con mucho la del
propio deudor). En este caso se habla de fianza solidaria.
En la práctica, es más abundante la fianza solidaria que la subsidiaria, en cuanto la primera de
ambas modalidades garantiza de forma más completa y precisa los derechos del acreedor.

[El beneficio de excusión es el derecho que tiene el fiador de oponerse a hacer efectiva la fianza en
tanto el acreedor no haya ejecutado todos los bienes del deudor. Mediante el uso de este derecho el
fiador le dice al acreedor que se dirija en primer término contra los bienes del deudor principal antes
de dirigirse contra él.]

1.2. Relación de fianza y contrato de fianza


El contrato de fianza, en sí mismo considerado, es el acuerdo contractual celebrado entre fiador y
acreedor, en cuya virtud aquél asume la obligación de asegurar el cumplimiento de la obligación del
llamado deudor principal, cuyo conocimiento (y, mucho menos, consentimiento) en absoluto es
necesario para la validez del acuerdo entre fiador y acreedor.
Tampoco existe dificultad alguna para que el deudor principal concurra y forme parte del contrato
de fianza o para que el fiador asuma su posición específica de tal en cualquier otro contrato (p. ej.,
la realidad cotidiana acredita innumerables supuestos de préstamos bancarios, los llamados
personales de relativa cuantía, en los que los fiadores comparecen y firman en el propio contrato de
préstamo).
Así pues, el contrato de fianza no está sometido a regla especial alguna en relación con la forma, ni
tampoco respecto de la capacidad de las partes, pues basta la capacidad general para obligarse.
La obligación garantizada puede consistir lo mismo en una obligación presente que en una deuda
futura, cuyo importe no sea aún conocido («no se podrá reclamar contra el fiador hasta que la
deuda sea líquida»).
Las obligaciones anulables, mientras no hayan sido objeto de impugnación, pueden servir
igualmente de base para la constitución de la fianza.
El contrato de fianza, propiamente considerado, en cuanto vincula sólo a fiador y acreedor, no es
particularmente significativo en relación con las consecuencias de la relación triangular existente
entre deudor principal, fiador y acreedor. Por ello, para referirse en su conjunto al entramado de
posibles relaciones entre los sujetos apenas indicados, doctrinalmente suele hablarse más de
relación de fianza o, a secas, de la fianza, que de contrato de fianza.

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1.3. Características del contrato de fianza
La relación contractual de fianza, en cuya virtud una tercera persona (fiador), distinta del deudor, se
obliga al cumplimiento de una obligación ajena, tiene los siguientes caracteres:
A) Es un contrato de carácter accesorio, en cuanto se celebra en función de una obligación
principal válida cuyo cumplimiento garantiza, afectándole todas sus vicisitudes.
Consecuencia de ello es que el límite máximo de la responsabilidad del fiador viene
marcado por la obligación afianzada: «el fiador puede obligarse a menos, pero no a más que
el deudor principal, tanto en la cantidad como en lo oneroso de las condiciones. Si se
hubiera obligado a más, se reducirá su obligación a los límites de la del deudor» (art.
1.826).
B) Es consensual, ya que se perfecciona por el mero consentimiento. «La fianza no se presume:
debe ser expresa y no puede extenderse a más de lo convenido en ella»: ha de constar
claramente la voluntad de afianzar.
C) Puede ser gratuita u onerosa, aunque en las relaciones jurídico-civiles lo normal es que se
constituya con el primer carácter. Es onerosa en el caso de que el fiador reciba una
contraprestación a cambio de afianzar la obligación ajena.
D) En el caso de que la fianza sea de carácter gratuito, estaremos ante un contrato unilateral, ya
que sólo nacen obligaciones a cargo del fiador y a favor del acreedor, por lo que en este caso
basta con que intervengan en el contrato de fianza estos dos últimos. Es bilateral en el caso
de que el fiador reciba una retribución, ya sea del deudor o del acreedor, pues ambos son
beneficiarios de la prestación de la fianza. El anterior carácter hay que considerarlo sin
perjuicio de la acción de reembolso y de la subrogación en el crédito que el fiador tiene
cuando haya pagado por el deudor.
E) Se suele considerar un contrato abstracto y no causal, al ser la causa o relación por la que
alguien se obliga a pagar por otro independiente de la relación que surge entre acreedor y
fiador, de una parte, y, de otra, de la relación existente entre el deudor y el acreedor.

2. CLASES DE FIANZA

2.1. Fianza convencional, legal y judicial


Atendiendo a su origen, la fianza puede ser convencional, legal o judicial.
Es convencional cuando surge de un contrato de fianza convenido espontáneamente entre fiador y
acreedor o exigido (en términos reales) al deudor por el acreedor, quien celebrará finalmente el
oportuno contrato con el fiador designado.
Es legal o judicial cuando, por disposición de la ley o del Juez, una persona ha de garantizar el
cumplimiento de una determinada obligación mediante la intervención de un fiador. La disposición
legal o la providencia judicial que establezca la necesidad de afianzar o garantizar el cumplimiento
de una determinada obligación no genera por sí misma relación de fianza alguna, que sólo nacerá
cuando otra persona (distinta a la obligada legal o judicialmente) asuma la posición de fiador.
En muchos casos, aunque en el lenguaje legislativo o en el forense se utilice el término «fianza»,
realmente no se trata del aseguramiento de una obligación por persona distinta al obligado, sino de
entrega de ciertas cantidades de dinero en función de garantía que, en general, desempeñan el papel
de garantía pignoraticia (así, la llamada «fianza arrendaticia»; la fianza depositada para conseguir la
libertad provisional en procesos penales; etc.).

2.2. Fianza simple y subfianza


Atendiendo el carácter y naturaleza de la obligación garantizada, se distingue entre la fianza simple
o doble, en cuyo caso se habla de subfianza. La primera garantiza la obligación principal; la
segunda garantiza una fianza anterior, es decir, la obligación del fiador.
La existencia de subfianza supone, pues, que existe un fiador principal y un fiador secundario o
complementario, es decir, «un fiador del fiador». En la práctica es raro acudir a semejante
mecanismo, pues normalmente el acreedor preferirá imponer el esquema de la fianza solidaria antes
que el procedimiento de «fianza sucesiva» en que, en el fondo, consiste la subfianza. En efecto, así
resulta del hecho de que el art. 1.836 establezca dispositivamente que «el fiador de un fiador goza
del beneficio de excusión, tanto respecto del fiador como del deudor principal».

2.3. Fianza indefinida o ilimitada y fianza definida o limitada


Por la extensión con que el fiador garantiza la obligación principal, la fianza será indefinida o
ilimitada si comprende la obligación principal, las responsabilidades accesorias de ésta e incluso los
gastos del juicio; mientras que si la fianza se circunscribe a la obligación principal o a parte de la
misma, concretamente señalada en el pacto o contrato, estaremos ante una fianza definida o
limitada.
La caracterización de una u otra forma de la fianza que se analice depende naturalmente del
resultado que arroje la interpretación del contrato. En términos generales, excluye el Código que la
existencia de fianza pueda deducirse a través de presunciones, estableciendo que «la fianza… debe
ser expresa y no puede extenderse a más de lo contenido en ella» (art. 1.827.1). El carácter expreso
implica, obviamente, que el fiador asuma el pago o cumplimiento de la obligación ajena a través de
una declaración de voluntad que no deje lugar a dudas sobre su alcance. Unido ello a la exclusión
de las presunciones, es natural que se propugne de forma unánime, por doctrina y jurisprudencia,
que el contrato de fianza debe ser objeto de interpretación estricta.
Dicho ello, hemos de señalar que son más frecuentes en la práctica los supuestos de fianza
indefinida que los de fianza definida o limitada, constatación sociológica que permitió a nuestros
codificadores identificar a la fianza indefinida con la fianza simple.

3. CONTENIDO DEL CONTRATO DE FIANZA


Al asegurar el fiador personalmente una obligación de otro, surgirá una relación jurídica entre el
propio fiador con el acreedor, además de la que une a aquél con el deudor cuya obligación
garantiza. Si, además, son dos o más los fiadores de un mismo deudor y por una misma deuda, se
producirá una relación entre estos cofiadores.

4. LAS RELACIONES ENTRE ACREEDOR Y FIADOR


Es la que propiamente se deriva del contrato de fianza.
La obligación principal del fiador consiste en pagar la deuda, en el caso de no hacerlo el deudor, y
con la extensión que, en su caso, se haya pactado. Sin embargo, como sabemos, la regla general en
la materia viene representada por la fianza simple o indefinida, cuyo contenido y alcance viene
delimitado porque la fianza «comprenderá no sólo la obligación principal, sino todos sus
accesorios, incluso los gastos del juicio, entendiéndose, respecto de éstos, que no responderá sino
de los que se hayan devengado después que haya sido requerido el fiador para el pago». Resulta
claramente de dicho artículo que el fiador debe afrontar todas las consecuencias atinentes al
cumplimiento de la obligación y, por tanto, también el resultado derivado del eventual
incumplimiento de la obligación. El fiador, pues, debe responder del principal de la obligación
garantizada, de cualesquiera otras determinaciones convencionalmente establecidas (cláusulas
penales, intereses moratorios, etc.) y de la indemnización de daños y perjuicios dimanante del
incumplimiento de la obligación que pesa sobre el propio fiador.

4.1. El beneficio de excusión en la fianza subsidiaria


En el esquema de la simple fianza la obligación de pago a cargo del fiador no nace, sin embargo, de
forma automática, sino que es meramente subsidiaria. En tal sentido, dispone el art. 1.830 que «el
fiador no puede ser compelido a pagar al acreedor sin hacerse antes excusión de todos los bienes
del deudor», y el art. 1.832 habla textualmente del «beneficio de la excusión» con que cuenta el
fiador.

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En la fianza subsidiaria el fiador cuenta con el beneficio de excusión, expresión con la que se
remarca que el acreedor, antes de dirigirse contra el fiador, debe procurar encontrar y perseguir los
bienes de que eventualmente disponga el deudor principal. Es decir, visto desde la perspectiva
contraria, el fiador tiene derecho a eludir el pago mientras no se demuestre la insolvencia del
deudor.
Art. 1.832: «para que el fiador pueda aprovecharse del beneficio de la excusión debe oponerlo al
acreedor luego que éste le requiera para el pago, y señalarle bienes del deudor realizables dentro
del territorio español que sean suficientes para cubrir el importe de la deuda».

4.2. La exclusión del beneficio de excusión.


La excusión no procede en los siguientes casos:
1. Cuando el fiador haya renunciado a ella expresamente.
2. Cuando se haya obligado solidariamente con el deudor (fianza solidaria).
3. En caso de quiebra o concurso del deudor.
4. Cuando el deudor no pueda ser demandado judicialmente dentro de España.
La razón de ser de semejante eliminación del beneficio de excusión es fácil de explicar:
 La renuncia del fiador a la misma o el hecho de haberse constituido la fianza con carácter
solidario arroja la misma consecuencia, en cuanto no cabe duda alguna respecto al
conocimiento por el fiador del alcance de su obligación, que en tal caso es exigible
simultánea, previa y sucesivamente respecto de la obligación del deudor principal.
 Encontrándose el deudor declarado en concurso por imposibilidad de atender el
cumplimiento de sus obligaciones, es natural que el beneficio de excusión decaiga, pues el
fiador no podrá señalar bienes suficientes de aquél para garantizar la satisfacción del
acreedor.
 Razones de orden procesal avalan el mandato número 4, (STS, en cuyo caso el prestatario
había dejado España para residir en Cuba).
Por su parte, el art. 1.856 establece que «el fiador judicial no puede pedir la excusión de bienes del
deudor principal».

4.3. El beneficio de división en el caso de cofianza


El beneficio de división consiste en el hecho de que, «siendo varios los fiadores de un mismo
deudor y por una misma deuda, la obligación a responder de ella se divide entre todos» (art.
1.837.1), constituyéndose, pues, la obligación de los fiadores con el carácter de mancomunada. Por
consiguiente, «el acreedor no puede reclamar a cada fiador sino la parte que le corresponda
satisfacer, a menos que se haya estipulado expresamente la solidaridad».
El beneficio de división contra los fiadores cesa en los mismos casos y por las mismas causas que el
de excusión contra el deudor principal.

5. LAS RELACIONES ENTRE DEUDOR Y FIADOR

5.1. La llamada relevación de la fianza


Aun antes de haber pagado, en determinados supuestos, el fiador puede proceder contra el deudor
principal a fin de que éste le releve de la fianza o le garantice el reembolso del pago a realizar por el
fiador. Los supuestos son los siguientes (art. 1.843):
1. Cuando el fiador se ve demandado judicialmente para el pago.
2. En caso de quiebra, concurso o insolvencia del deudor.
3. Cuando el deudor se ha obligado a relevarle de la fianza en un plazo determinado y éste ha
vencido.
4. Cuando la deuda es exigible.
5. Cuando hubieran transcurrido diez años desde la constitución de la fianza y la obligación
principal no tiene término fijo para su vencimiento, a menos que sea de tal naturaleza que no

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pueda extinguirse sino en un plazo mayor del citado.
Lo dispuesto en el art. 1.843 se encuentra referido exclusivamente a las relaciones internas entre
fiador y deudor y, por tanto, no afecta en modo alguno al acreedor. Éste podrá reclamar el
cumplimiento de la obligación afianzada al fiador, según el tipo de fianza de que se trate, bien
directamente o bien tras hacer excusión de los bienes del deudor principal. Por tanto, el deudor no
podrá relevar de la fianza por sí mismo al fiador, sin contar con la voluntad concorde del acreedor.

5.2. La posición del fiador solvens


Si efectivamente llega a pagar por el deudor principal, el fiador tiene derecho a reclamar al deudor
el reintegro de lo efectivamente pagado. El CC concede al fiador solvens dos vías diversas:

A) La denominada acción de reintegro o reembolso


Se encuentra contemplada normativamente en el art. 1.838, el cual establece que «el fiador que
paga por el deudor debe ser indemnizado por éste», comprendiendo dicha indemnización los
siguientes conceptos:
1. La cantidad total de la deuda.
2. Los intereses legales desde que se haya hecho saber el pago al deudor, aunque no los
produjese para el acreedor.
3. Los gastos ocasionados al fiador después de poner éste en conocimiento del deudor que ha
sido requerido para el pago.
4. Los daños y perjuicios, cuando procedan.
El fiador solvens tiene derecho a reclamar del deudor los intereses legales del montante de la deuda
aunque ésta no generase intereses en favor del acreedor.

B) La subrogación legal
El fiador se convierte en acreedor del deudor, facultad que le concede el art. 1.839.1 con respecto a
los derechos que tuviera el acreedor satisfecho para el cobro del crédito afianzado, y que le permite
utilizar al fiador solvens, como subrogado, todas las garantías o derechos accesorios que
correspondían al acreedor, para lograr lo que realmente satisfizo o pagó por el deudor.
En este caso, en efecto, la subrogación del fiador solvens no alcanza al importe nominal del crédito,
por disponer expresamente el art 1.839.2 que «si (el fiador) ha transigido con el acreedor, no puede
pedir al deudor más de lo que realmente haya pagado».

5.3. El resarcimiento del fiador solvens


La coexistencia normativa de las dos acciones apenas consideradas ha planteado tradicionalmente la
incógnita de saber cuál de ellas ha de ser considerada preferente, a efectos del correspondiente
ejercicio por el fiador solvens.
Ni el CC lo establece ni el TS se ha pronunciado. Ante ello, parece innegable concluir que el fiador
solvens cuenta a su favor con ambos tipos de posibles reclamaciones y que él mismo podrá decidir
cuál de ellas ejercita, atendiendo a sus propios intereses.
Sea cual sea la vía elegida por el fiador para reclamar el debido resarcimiento del pago realizado,
conviene tener en cuenta una serie de reglas complementarias establecidas por el legislador con la
pretensión de fortalecer los legítimos derechos del deudor:
A) La primera de ellas consiste en que si el fiador paga sin ponerlo en conocimiento del deudor,
podrá éste oponerle las excepciones «que hubiera podido oponer al acreedor al tiempo de
hacerse el pago» (p. ej., la prescripción de la deuda), como establece el art. 1.840. Es decir,
pesa sobre el fiador un deber de comunicación al deudor principal de su intención de realizar
el pago, que técnicamente puede configurarse como una carga.
B) Dicha carga del fiador se mantiene incluso con posterioridad al hecho del pago y asume
igualmente relevancia en el caso hipotético del «doble pago»: se considera en tal caso que el
pago del fiador ha sido un pago indebido y que el fiador ha de repetir [reclamar]
exclusivamente contra el acreedor.

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C) Finalmente, conviene observar que «si la deuda era a plazo y el fiador la pagó antes de su
vencimiento, no podrá exigir reembolso del deudor hasta que el plazo venza» (art. 1.841). El
devengo de los intereses legales no comienza hasta el momento de vencimiento del plazo.

6. LAS RELACIONES DE LOS COFIADORES ENTRE SÍ


Cuando son dos o más los fiadores de un mismo deudor y de una misma deuda, juega respecto de
ellos el llamado beneficio de división. Por tanto, cada uno de ellos responderá de «la parte que le
corresponda satisfacer» (art. 1.837.1).
Sin embargo, cabe excluir el juego de dicho beneficio y, de otra parte, cabe que, incluso existiendo
una obligación puramente mancomunada de los plurales fiadores, aunque sea raro en la práctica,
uno de ellos satisfaga la deuda por su íntegro importe. Para tales casos, «el que de ellos la haya
pagado podrá reclamar a cada uno de los otros la parte que proporcionalmente le corresponda
satisfacer» (art. 1.844.1), al tratarse de una obligación mancomunada (sea originariamente, sea por
haberse producido el cumplimiento de la obligación solidaria que recaía sobre todos y cada uno de
los fiadores).
Si alguno de los fiadores que no ha realizado el pago fuera insolvente, dispone el art. 1.844.2 que
«la parte de éste recaerá sobre todos en la misma proporción», es decir, en lo «que
proporcionalmente le corresponda satisfacer».
Los demás cofiadores, a los que se reclama su parte en la satisfacción del crédito, se encuentran
respecto al cofiador que pagó en la misma posición que el deudor principal frente al fiador que
reclama el pago que realizó y, por tanto, podrán oponerle al cofiador que pagó las mismas
excepciones que hubieran podido oponer al acreedor.

7. LA FIANZA SOLIDARIA
Hay un precepto en el Código, relativo a la fianza solidaria, que cuestiona (o pudiera cuestionar) la
propia autonomía de la figura y, por tanto, requiere dejar sentadas conclusiones al respecto que
eviten equívocos de perniciosas consecuencias.
Establece el art. 1.822.2 que «si el fiador se obligare solidariamente con el deudor principal, se
observará lo dispuesto en la sección cuarta, capítulo 3, título 1, de este libro». Dicha sección
comprende los arts. 1.137 a 1.148, ambos inclusive, y lleva por rúbrica «De las obligaciones
mancomunadas y de las solidarias», con lo que se plantea el problema interpretativo de determinar
si realmente el legislador del CC consideró que la fianza solidaria es, sencillamente, una subespecie
de las obligaciones solidarias (cuya normativa debería ser de directa aplicación); o si, en cambio, la
fianza solidaria es ante y sobre todo una subespecie o tipo de fianza que presupone la aplicación
primera y principal de las reglas sobre la fianza, complementada iuxta modum con la reglas propias
de las obligaciones solidarias.
Obviamente la aplicación preferente de uno u otro conjunto normativo arroja consecuencias
prácticas de importancia.
Doctrinalmente, suele afirmarse que hasta el momento del pago son aplicables las reglas sobre las
obligaciones solidarias para fundamentar la posible reclamación del acreedor al fiador en el art.
1.144, mientras que una vez que el fiador ha atendido el pago deberían aplicarse las reglas propias
de la fianza.
Empero, la facultad de elección que tiene el acreedor para dirigirse indistintamente contra el deudor
principal o contra (cualquiera de los) el fiador(es) solidario(s) puede fundamentarse directamente en
el art. 1.831.2, que reclama únicamente el entorno conceptual de la solidaridad y no la normativa
concreta sobre ella que, en todo caso, sería de aplicación subsidiaria o complementaria. Por ello,
debe primar la aplicación con carácter general de las reglas propias de la fianza

8. EXTINCIÓN DEL CONTRATO DE FIANZA


Al ser un contrato o una relación jurídica de carácter accesorio la obligación del fiador se extingue
al mismo tiempo que la del deudor, que es la obligación principal, y por las mismas causas que las
demás obligaciones. Así, además de considerar el pago hecho por el propio deudor, conviene hacer
referencia a la dación en pago hecha por el deudor, a la confusión que se verifica en la persona del
deudor y en la del fiador cuando uno de ellos hereda al otro, etc.
De otra parte, considera el Código Civil otros supuestos particulares de extinción de la fianza que se
basan en una agravación de la situación del fiador, el cual no puede resultar perjudicado ni gravado
más que a aquello a que se comprometió, y así:
1. La prórroga concedida al deudor por el acreedor sin consentimiento del fiador extingue la
fianza, pues se podría producir insolvencia del deudor en ese tiempo prorrogado.
2. Los fiadores, aunque sean solidarios, quedan libres de su obligación siempre que, por algún
hecho del acreedor, no queden subrogados en los derechos, hipotecas y privilegios del
mismo.

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