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DE NUESTRA ÉPOCA
ALDOU S HUXLEY
V I E J O M U E R E EL C I S N E
LAS GRANDES NOVELAS DE NUESTRA ÉPOCA
JULES ROMAINS
L o s HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
I. EL 6 DE OCTUBRE
II. EL CRIMEN DE QUINETTE
ni. LOS AMORES INFANTILES
IV. EROS DE PARÍS
V. LOS SOBERBIOS
Tomos VI a XX (en preparación)
GEORGES D U H A M E L
DIARIO DE U N ASPIRANTE A SANTO
PEARL BUCK
EL P A T R I O T A
FRANZ KAFKA
EL PROCESO
D. H. LAWRENCB
LA SERPIENTE EMPLUMADA
ALDOUS HUXLEY
VIEJO MUERE EL CISNE
THOMAS MANN (Premio Nobel)
CARLOTA EN WEIMAR
ROSAMOND LEHMANN
L A C A S A D E A L L A D O
JOHN HERSEY
U N A CAMPANA PARA A D A N O
W A L D O FRANK
YA VIENE EL AMADO
ALDOUS HUXLEY
VIEJO MUERE
EL CISNE
(Segunda edición)
B U E N O S AIRES
Título del original inglés
After many a Summer
PRINTED IN ARGENTINE
TENNYSON
CAPÍTULO I
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CAPÍTULO II
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CAPÍTULO III
R Stoyte elparasilencio
EINABA en la Sala Diez y Seis de la Residencia.
Niños Enfermos; el silencio y la luminosa
penumbra formada por las bajadas persianas. Era el período
de descanso a media mañana. Tres de los cinco pequeños
convalecientes se hallaban dormidos. El cuarto de ellos ya-
cía con la mirada fija én el techo, mientras se hurgaba me-
ditabundo la nariz. El quinto, una niña, cuchicheaba a una
muñeca de cabellos tan rizados y arios como los suyos pro-
pios. Sentada junto a una de las ventanas, una joven enfer-
mera se hallaba absorta eii la última edición de Verdaderas
Confesiones.
"El corazón le latió con violencia", leía. "Con un ahogado
grito me oprimió más estrechamente contra sí. Hacía meses
que habíamos luchado precisamente contra lo que ahora su-
cedía; pero el magnetismo de nuestra pasión era más fuerte
que nosotros. La tumultuosa presión de sus labios había en-
cendido una chispa de correspondencia en mi enternecido
cuerpo."
"—Germana — murmuró —. ¡ No me hagas esperar! ¿ No
querrás ser buena conmigo ahora, querida?"
"Era tan dulce, y al mismo tiempo tan despiadado; des-
piadado como una enamorada quiere que lo sea el hombre a
quien ama. Me sentí arrebatada por el flujo d e . . . "
Se escuchó un ruido en el corredor. La puerta de la sala
se abrió de par en par, como impulsada por un huracán, y
alguien penetró apresuradamente en la habitación.
La enfermera levantó la vista sobresaltada por la sorpresa,
sorpresa que su completa absorción en "El Precio de la Emo-
ción" hacía positivamente angustiosa. Su reacción casi inme-
diata fué de ira.
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CAPÍTULO IV
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niños sin fuerza' alguna. Y Minnie, que estaba enferma la
mitad del tiempo, de modo que había que hacer su trabajo
además del propio.
El perro se había detenido para olfatear un poste. Con
súbita y sorprendente agilidad, el hombre de Kansas dió dos
pasos rápidos hacia adelante y dió al animal dos puntapiés
en plenas costillas.
—i Condenado perro! — exclamó —. ¡ Fuera de aquí!
El perro se alejó dando gruñidos. El hombre de Kansas
volvió la cabeza con la esperanza de sorprender en los ros-
tros de sus hijos una expresión de desaprobación o de con-
miseración. Pero los chicos habían aprendido a no darle
excusa alguna para que dejase de lado al perro y pusiese
su atención en ellos. Bajo las cabelleras despeinadas, los tres
rostros pálidos y diminutos se mostraban completamente
indiferentes e inexpresivos, Decepcionado, eí hombre se dió
vuelta, refunfuñando indistintamente que les hubiera man-
dado al mismo infierno si se hubieran descuidado. La madre
ni siquiera volvió la cabeza. Se sentía demasiado enferma
y cansada para no hacer otra cosa que seguir en línea recta
su camino. El silencio volvió a caer sobre el grupo.
De pronto, el más joven de los tres niños lanzó un grito.
—¡Mirad allí!
Señaló un punto con la mano. Ante ellos se hallaba el
castillo. Desde la punta de su torre más alta se elevaba una
estructura metálica parecida a una tela de araña, en una su-
cesión de plataformas hasta una altura de veinte o treinta
pies sobre el parapeto. En la más alta de esas plataformas,
negra contra el cielo brillante, se veía una pequeña figura
humana. Mientras ellos miraban, la figura extendió sus bra-
zos y ocultó su cabeza detrás de las almenas. El griterío
penetrante de los niños al manifestar su sorpresa dió al hom-
bre de Kansas el pretexto que aquéllos le habían negado un
momento antes. Se volvió furiosamente hacia ellos:
—¡Dejad de gritar! —les gritó.
Luego corrió hacia ellos y repartió un sopapo a cada uno.
Haciendo un enorme esfuerzo, la mujer salió del abismo de
fatiga en que había caído; se detuvo, volvió la cara, dió un
grito de protesta y cogió el brazo de su marido. Él la sepa-
ró con tanta violencia que la mujer estuvo a punto de caerse.
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había prometido diez años más de vida aun cuando sus in-
vestigaciones no fueran tan afortunadas como esperaba; y
si lo eran, entonces más, mucho más. Veinte años, treinta,
cuarenta. O tal vez fuera posible que el asqueroso judío en-
contrara el medio de probar aue la señora Eddy * tenía
razón después de todo. Quizá fuera que verdadera y real-
mente la muerte no existía; no para el tío Jo, por lo menos.
IGloriosa perspectiva! Entre tanto... el señor Stoyte sus-
piró refinadamente, profundamente.
—Todos tenemos nuestra cruz que arrastrar — se dijo a
sí m'sT'o, repitiendo como un eco que resonara a través de
los pasados años, las palabras que su abuela solía repetir
cuando le obligaban a tomar aceite de ricino.
En el ínterin el doctor Obispo, había esterilizado la aguia,
limado la parte superior de una ampolla de vidrio y llenado
la ieringuilla. Sus movimientos, conforme traba i aba, se ca-
racterizaban por una cierta estudiada primorosidad, por una
precesión florida y consciente de sí. Fra como si el hombre
fuera a un mismo tiempo su propio ballet y su propio audito-
rio : auditorio adulterado y criticón en alto grado, era verdad;
pero al mismo tiempo, ¡ qué ballet! Nijinski, Karsavina, Paw-
lova, Massine; todos en una sola y misma escena. Por aterra-
dor que fuera el aplauso, era siempre merecido.
—Listo — dijo al fin.
Obediente y callado como elefante amaestrado, el señor
Stoyte se revolcó hasta quedar echado sobre la barriga.
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CAPÍTULO V
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* En español en el original.
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CAPÍTULO VII
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CAPÍTULO VIII
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Pero ¿ cómo iba a ser su deber tratar a los niños peor que
si fueran esclavos e inocularles el anquilostoma ?
Era su deber para con la finca. Nada de cuanto hacía lo
hacía por su propia cuenta.
Pero ¿por qué era diferente obrar mal por cuenta de otro
que obrar mal por cuenta propia? El resultado en cualquier
caso era el mismo. Las víctimas no sufren menos cuando se
les inflige un mal en nombre de un deber, que en nombre
de lo que uno considera sus propios intereses.
Esta vez la ira hizo explosión en violentas injurias. El
señor Propter se daba cuenta de que era aquélla la ira propia
de un hombre bien intencionado, pero estúpido, que se ve
forzado contra su propia voluntad a hacerse a sí mismo
indiscretas preguntas acerca de lo que ha venido haciendo
como cosa de cajón. Él no quiere en modo alguno hacerse
estas preguntas, ya que sabe que de hacerlas, se verá o bien
forzado a continuar obrando de la misma manera, pero con
la cínica conciencia de que obra mal, o bien, si no desea ser
cínico, a cambiar por completo su norma de vida, a fin
de poner en armonía su deseo de obrar bien con la verdad de
los hechos tal y como se manifiestan en el proceso de auto-
interrogación. Para la mayor parte de las personas, un
cambio radical de conducta es aún más odioso que el cinismo.
La única conyuntura de eludir el dilema estriba en persistir
a toda costa en la ignorancia que le permite a uno proseguir
obrando mal, con la consoladora creencia de que, al hacerlo
así, cumple uno con su deber; su deber para con la compañía,
para con los accionistas, para con la familia, para con la
ciudad, para con el estado, para con la patria, pai;a con la
iglesia. Pues, por supuesto, que el caso de Hansen no era en
modo alguno único; en menor escala, y por ende con menos
posibilidades de hacer mal, obraba como los funcionarios
y estadistas y prelados que pasan por la vida sembrando la
miseria y la destrucción en nombre de sus ideales y bajo
el mandato de sus imperativos categóricos.
Bueno, no había logrado gran cosa que dijéramos de
Hansen, era lo que concluía el señor Propter tristemente.
Tendría que probar de nuevo con Jo Stoyte. Anteriormente
Jo se había negado a escucharle, fundándose en que sus fincas
eran cosa de la incumbencia de Hansen. La sustitución era
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—Pero la multitud está ahí. Algo hay que hacer con ella.
—Algo hay que hacer con ella; pero al mismo tiempo, hay
circunstancias en las que nada puede hacerse. Nada efectivo
puede lograrse con nadie si él no se determina o es capaz
de colaborar con uno en lo que es justo hacer. Por ejemplo,
uno tiene que prestar auxilio a personas a quienes mata la
malaria. Pero en la práctica no se les puede prestar auxilio
alguno si se niegan a colocar gasa en las ventanas y se em-
peñan en pasear cerca de aguas estancadas al oscurecer.
Exactamente sucede con las enfermedades del cuerpo polí-
tico. Hay que auxiliar a las gentes cuando han de hacer
frente a la guerra, a la ruina o a la esclavitud, cuando se
encuentran bajo la amenaza de una revolución repentina o
de la lenta degeneración. Hay que ayudarles. Pero el caso
es, sin embargo, que no es posible hacerlo si persisten en la
conducta que diera lugar originalmente a la perturbación.
Por ejemplo, no se puede proteger a la gente de los horrores
de la guerra si no quieren renunciar a los placeres del na-
cionalismo. No se les puede salvar del alza y baja de valores
mientras continúen pensando exclusivamente en el dinero y
considerándolo como el supremo bien. No se puede evitar
la revolución y el esclavizamiento mientras se empeñen en
confundir el progreso con el incremento de centralización
y la prosperidad con la intensificación de la producción en
masa. No se les puede preservar de la locura colectiva y del
suicidio mientras persistan en rendir honores divinos a ideales
que no son sino meras proyecciones de la propia personalidad;
es decir, si se empeñan en adorarse a sí mismos en vez de a
Dios. Consideremos ahora los hechos verdaderos de la pre-
sente situación. Para nuestro fin los hechos más significativos
son éstos: los habitantes de todos los países civilizados se
encuentran amenazados; todos desean apasionadamente sal-
varse del desastre que les amaga; la enorme mayoría se niega
a cambiar de manera de pensar, de sentir y de obrar que es
causa y origen de su presente apuro. O, lo que es lo mismo,
no se les puede prestar ayuda porque no se encuentran dis-
puestos a colaborar con quien, queriendo ayudarles, les pro-
ponga un procedimiento de acción racional y positivo. En
tales circunstancias, ¿ qué habrá de hacer el presunto
auxiliador ?
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SEGUNDA PARTE
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CAPÍTULO III
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CAPÍTULO V
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ducida por el cuento del deshollinador era tan sólo uno en-
fre otros muchos dolorosos incidentes. Virginia había dejado
pasar los dos primeros platos del almuerzo sin prestarles la
menor atención. Pero ¿por qué, por qué? Su pena se agra-
vaba con su amargo desconcierto. ¿Por qué? A juzgar por
lo que había venido sucediendo durante las últimas tres
semanas era inexplicable. Desde aquel día que se volvió
desde la gruta, Virginia se había portado con él maravillo-
samente, habiéndole como nunca lo hiciera, invitándole a
contarle cosas de España e incluso de biología. ¡ Bueno!, ha-
bía llegado incluso a pedirle que la dejara ver algo al mi-
croscopio. Trémulo de felicidad, tanto que apenas si podía
ajustar el portaobjetos, había enfocado el instrumento sobre
una preparación de flora intestinal de la carpa. Entonces
ella se'había sentado donde él acostumbrara, y al inclinarse
sobre el ocular, los rizos trigueños le habían caído balan-
ceándose a ambos lados del microscopio y, por sobre el
borde del rosado jersey, la nuca le había quedado al descu-
bierto, tan blanca y tangiblemente tentadora, que el enorme
esfuerzo que hubo de hacer para no besarla estuvo a punto
de desvanecerle.
Hubo momentos durante los días que se sucedieron en
que deseó no haber hecho el esfuerzo. Pero luego la mejor
parte de su ser restablecía su dominio y volvía a alegrarse
de haberlo hecho. Porque, desde luego, no hubiera estado
bien. Pues, aunque hacía largo tiempo que había prescindido
de la creencia familiar eif lo de la Sangre del Cordero, re-
cordaba todavía lo que su piadosa y convencional madre
dijera acerca del besar a una persona con la que no se esta-
ba comprometido. Su corazón era todavía el del fervoroso
adolescente en quien la elocuencia del reverendo Schlitz ha-
bía inflamado durante las perplejidades de la pubertad, una
apasionada determinación de continencia, la convicción en
la santidad del amor, el entusiasmo por ese algo maravilloso
que se llama matrimonio cristiano. Pero por el momento,
desgraciadamente, no ganaba lo bastante para sentirse jus-
tificado en pedir a Virginia que áceptara la santidad de su
amor y se uniera a él en cristiano matrimonio. Y se añadía
a ello, además, la complicación de que, por su parte, el ma-
trimonio cristiano no sería cristiano más que en lo sustan-
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22)
A l d o u s H u x l e •* y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
v225
A i d o n s H u x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
v227
CAPÍTULO VII
228
V i e j o m u e r e e l „ c i s n e
229
A l d o u s H u x l e•*y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
v231
A l d o u s H u x l e y
se
V i e j o m u e r e e l c i s n e
v233
A l d o u s H u x 1 e y
* Alude a una rima satírica del siglo xvn cuyos protagonistas son
Juan Spratt y su mujer.
2)4
V i e j o m u e r e e l c i s n e
v235
CAPÍTULO VIII
2)6
V i e j o n i u e r e e l c i s n e
2)7
A l d o u s H u x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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A l d o u s H u x l e •* y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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A i d o n s H u x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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A l d o u s H u x l e •* y
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CAPÍTULO IX
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A l d o u s H u x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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A l d o u s H u x l e •* y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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CAPÍTULO X
256
V i e j o m u e r e e l c i s n e
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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A l d o u s H u x l e •* y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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TERCERA PARTE
CAPÍTULO I
265
A i d o n s H u x l e y
266
V i e j o m u e r e e l c i s n e
v267
A l d o u s H u x l e y
26S
V i e j o m u e r e e l c i s n e
v269
A l d o u s H u x l e •* y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
v271
A l d o u s H u x l e y
272
V i e j o ' m u e r e e l c i s n e
273.
A l d o u s H u x l e y
274
CAPÍTULO II
275
A l d o u s H u x l e •* y
276
V i e j o m u e r e e l c i s n e
277
A l d o u s H u x l e •* y
278
V i e j o m u e r e e l c i s n e
279
A l d o ú s H u x l e y
280
V i e j o m u e r e e l c i s n e
281
A l d o u s H u x l e y
282
V i e j o m u e r e e l c i s n e
283
A l d o u s H u x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
28f
A i d o n s H u x l e y
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A l d o u s H u x l e y
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A l d o u ¿ H ti x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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A l d o u s H u x l e y
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V i e j o m u e r e e l c i s n e
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