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Sabor a Maktub

(OBRA REGISTRADA Y SUJETA A LA LEY DE


DERECHOS DE AUTOR)

ANA WULF OZORES


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ÍNDICE

PRIMERA PARTE
ENTRAR A VOCES EN LOS CUARTOS CIEGOS

I. TURÍN............................................................................
II. FRAGMENTO PRIMERO..……………………………..................
III. MADRID.....................................................................
IV. LA CAJA DE PANDORA...............................................
V. FRAGMANETO SEGUNDO....…………………............
VI. LA CARTA.................................................................

SEGUNDA PARTE
NUNCA ENCADENES A NADIE AL PIE DE NUNCA

VII. LA RESPUESTA DE SIRA............................................


VIII. SAN LORENZO DE EL ESCORIAL...............................
IX. FRAGMENTO TERCERO………………………..........
X. LA PIEL DEL CARAMELO.............................................
XI. EL VUELCO................................................................
XII. FRAGMENTO CUARTO………………………….......

EL TELÓN
Y YA NUNCA PODRÍAMOS MIRARNOS
SIN RETUMBARNOS DE PASADO

XIII. LOS SENDEROS DEL RECHAZO..................................


XIV. LA FOTOGRAFÍA.......................................................
XV. EL ÚLTIMO FRAGMENTO………..………………….
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Los versos que figuran como epígrafe de cada


parte son de José Ángel Valente.

PRIMERA PARTE

ENTRAR A VOCES EN LOS CUARTOS CIEGOS


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TURÍN

Mi primera sorpresa al llegar a Turín fue el aspecto de la estación de tren; he visto pocas

estaciones tan descuidadas, grises y poco sugerentes como la de aquella insigne ciudad

que a punto estuvo de ser la definitiva capital de Italia. Después de haber cruzado la

fértil vega lombarda, estudiando y admirando cada una de sus estaciones y apeaderos,

llegar a los pies de una construcción tan pobre y destartalada me decepcionó un tanto.

Tampoco hizo mucho por mi percepción el agotamiento que sentía, ni la burda e

insistente cháchara de la compañera de trabajo con quien llevaba semanas recorriendo el

país (nunca emprendas un viaje largo con una mujer de estabilidad corta). La pandilla

de indigentes y probables toxicómanos que nos asediaban no estimulaban tampoco mi

escaso ánimo. Así que allí estábamos, esperando a Sira, una antigua amiga de mi

compañera de trabajo, en cuya casa pasaríamos los últimos ocho días de nuestra estancia

italiana.

De Sira sabía que era hija de una andaluza que se afincó en Marrakesh desde

joven al casarse con un apuesto árabe musulmán, quien sería el padre de Sira. Sabía que

era una ajedrecista de renombre en algunos reputados clubes europeos, que se había

licenciado en Ciencias Puras, que estaba casada con un judío italiano, que era

inteligente, y una amiga “de las que les dan puntos raros”, según mi compañera. Sabía

sólo detalles pero muy heterogéneos. Toda esa información la había ido recibiendo en el
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tren, a lo largo del día. Tras escuchar tanto pormenor acerca de su carácter y su vida, le

pregunté a mi compañera por su aspecto general, pues no deja de ser un aspecto

definitorio y revelador, incluso de la personalidad, tanto en hombres como en mujeres.

Es extraordinaria la cantidad de información que nuestros cuerpos y rostros dan

de nosotros mismos, también el corte de pelo, si te lo acaricias o si tienes otros gestos

reflejo, si miras directamente a los ojos o si esquivas las miradas, si escuchas bien, si

hablas rápido o pausadamente, los movimientos de las manos, si te cruzas de brazos,

etc. Los viejos hábitos de observación permiten obtener mucha información de las

personas simplemente reparando en esos pequeños detalles que a todos nos traicionan.

La gente se sentiría muy intimidada si fuera consciente de que está vertiendo tanta

información personal.

-Pero..., quieres saber, ¿qué aspecto tiene Sira físicamente o cómo viste...? ¿A

qué te refieres exactamente?- Me interrogó mi compañera.

-Un poco todo ello y... cuanto consideres relevante o significativo- Alegué.

-Ah, bueno,... Sira es, ¿cómo la describiría? Bastante hortera vistiendo, bastante

cantosa, sin gusto, alta, algo regordeta... Es de estas chicas con el trasero grueso pero la

cintura muy cuadrada, como sin forma, con el tronco más bien corto; aunque tiene una

cara muy graciosa- Me dijo poco más, aunque ya había dicho bastante.

Sentada sobre mi propia maleta apoyada sobre una acera vieja y resquebrajada,

esperaba a aquella desconocida. Eran las tres de la tarde aproximadamente y hacía un

calor sofocante. Ya lo dijo el Presidente Charles de Brosses en su libro de viaje a Italia,

no hay que fiarse de aquellos que dicen que al norte de Italia nunca llega el verano. Me
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sentía agotada y con ganas de ducharme, traía la melena lisa y rubia completamente

polvorienta y áspera; mi piel, tan sensible y poco resistente a los contratiempos, estaba

casi lacerada por el irritante roce de las deterioradas tapicerías del tren.

Simplemente seguíamos esperando en la puerta trasera de una estación de tren a

que nos recogieran, un instante de lo más vulgar, algo que cualquiera vive o puede vivir.

Un instante vital más, sin nada especial. Pero es curioso, pues mis impresiones

inmediatamente posteriores, mi primer encuentro con Sira, convierten en peculiares

todos aquellos instantes precedentes. Lo cierto es que se han fijado con fuerza en mi

memoria, ahora son importantes por ser los instantes previos a aquel encuentro. Nunca

olvidaré aquella espera en la estación de Turín. Es curioso cómo los momentos

importantes pueden darle a su vez tanto valor a otros momentos intrascendentes, sólo

porque fueron los inmediatamente anteriores.

Sira acercó su pequeño coche a la puerta de la estación, donde nos hallábamos, y

tras frenar un tanto bruscamente, salió del vehículo y se acercó rápidamente a nosotras.

En aquel momento pensé que algo raro fluía desde mi compañera hacia aquella chica

de, según supe, treinta y dos años, pues la descripción que me había ofrecido de Sira no

podía ser más deforme e imprecisa. Es cierto que era una mujer alta, pero los feroces

tacones que llevaba le reportaban cuanto excedía a su probable metro setenta y cinco de

estatura, y no resultaba regordeta sino esbelta.

Tampoco era delgada, pero lejos de ser definible desde los parámetros de la

gordura, Sira debía ser definida según los moldes de la sensualidad más absoluta. Sus

líneas eran suaves y armónicas, sus curvas redondeadas, ni un hueso descubierto, ni una
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arista afilada, sus formas eran suaves por todas partes, no había en su tenue rotundidad

disonancia alguna. Su cuerpo era bello en su conjunto. Además de su rostro, no había

parte por separado que pudiera ser tenida por excepcional, ni sus piernas ni sus brazos ni

su cintura ni su torso..., pero la totalidad de sus líneas, sumadas a sus andares

desenvueltos y sus ademanes más resueltos todavía, le otorgaban un atractivo

deslumbrante. Era una de esas mujeres que en cuanto entraba en una estancia,

automáticamente el aire parecía más brillante, el tiempo se ralentizaba y todo parecía

flotar.

-¿Qué tal el viaje?... Quita, quita, ya cargo yo con eso, Lucía- Me dijo tras

propinarme dos besos y sin que hubiéramos sido oficialmente presentadas. Tomó las

maletas y las cargó en el coche como si llevara toda una vida descargando toneles en un

puerto comercial. Su desenvoltura y su delicadeza no estaban reñidas. La feminidad de

todos sus gestos se enlazaba con una resolución típicamente masculina.

Rápidamente había metido las cuatro maletas en el coche y nos había conducido

a su interior mientras nos advertía acerca de la rapidez del tráfico italiano, algo que ella

misma ejemplificó. Era una de esas mujeres que bandean las situaciones de novedad o

tensión hablando sin parar, desarrollando un discurso inteligente, pero excesivamente

rápido

Se dirigió a mí otras veces llamándome por mi nombre, lo que agradecí, aun

sabiendo que eso es una habilidad social estudiada, pero no dejaba ser un síntoma del

esfuerzo que realizaba para que yo me sintiera cómoda en su mundo. Yo me sentía

agotada y me cobijé en la parte trasera mientras cruzábamos la bellísima Turín a una


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velocidad desmesurada; escuchaba la acelerada conversación de ellas dos y las

esporádicas exclamaciones que dentro del coche vertía Sira a propósito del

imperdonable atrevimiento de otro conductor. Más tarde sabría que conducía, se quejaba

e indignaba dentro del coche con la furia de un hombre, esto es, ella siempre tenía

razón, sus maniobras siempre eran las correctas.

-Bueno, Lucía, tengo entendido que conoces bien la sociedad, la historia y un

montón de aspectos relacionados con Italia, ¿no?- Me preguntó.

-Sí, estuve preparando un artículo que me obligó a leer infinidad de obras de viaje,

y de otra naturaleza, acerca de este magnífico país.

-¿Te gusta entonces?-Prosiguió.

-Lo adoro, me siento medio italiana- Le contesté.

-Bueno, pues si hay algo que a poca gente le gusta es el tráfico infame de las

grandes ciudades, ¿has visto cómo se conduce aquí?....¡¡Eh, tío!! ¿Habéis visto a ése?

¿De qué va? Puaf, yo alucino...- Dio un volantazo para librarse de un conductor

temerario, aunque empleó la misma intrépida velocidad que dicho conductor -Es que,

aquí, o te ajustas a la velocidad del tráfico o te arrollan, ya veis- Se justificó.

-Claro- Dijimos mi compañera y yo al unísono, aunque ambas nos arrebujamos en

los asientos nerviosamente.

Recuerdo mi primera impresión del tráfico italiano cuando, al llegar por primera

vez al país, un año antes, casi sentí pánico deslizándome por las calles de Florencia a

una velocidad imposible dentro de un autobús de línea, en plena noche. ¿Cómo un

autobús podía alcanzar esas velocidades por aquellas calles estrechas, bandeando en las
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curvas y frenando así en los semáforos? Comprendí entonces el gran sentido que tenía el

título que Alberti había dado al que quizá es el único de sus poemarios que me ha

emocionado: Roma, peligro para caminantes. No obstante, él escogió este título como

homenaje al soneto de similar título que Jorge Guillén había escrito para él. Este soneto

advertía de esos peligros. Peligroso era el tráfico en Roma, en Florencia y, desde luego,

en Turín.

Turín es una ciudad italiana de la cual se ha dicho en abundantes libros de viaje

europeos que no hay mucho que ver en ella, lo cual resulta harto insólito si se tiene en

cuenta las excelencias de su arquitectura urbana general, de su puerta romana, de sus

iglesias, etc. De forma excepcional, Lady Morgan subrayó el gusto arquitectónico con el

que había sido construida la ciudad, sus pórticos, la disposición de sus calles, sus

balcones, y consideró que Turín poseía el aspecto inconfundible de una ciudad. En

cualquier caso, su visión no ha sido la más extendida. Ocurre con Turín que,

precisamente por hallarse en una situación geográfica italiana tan septentrional y tan

cercana a la frontera del país, su naturaleza y clima no resultaban tan ajenas al viajero

francés o alemán como podían resultarle otras ciudades italianas más meridionales. La

ciudad fue durante siglos una de las entradas más habituales al país, el viajero solía

atravesar el Mont Cenis y el Valle de Susa, a través de los Alpes del Piamonte.

Sin embargo, en los libros de viaje europeos, una vez traspasada esta frontera,

apenas se presta atención a los principales componentes y lugares de la ciudad. Resulta

muy llamativa y poco descrita la Piazza Castello, con el Palazzo Madama, el Teatro

Regio y la Armería Real. Resultan solemnes las residencias saboyanas, el Palacio real y
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algunos museos. Hoy día, Turín posee el mejor museo egipcio del mundo, sólo superado

por el del Cairo, y un espectacular museo cinematográfico dentro de la Mole de

Antonelli, la torre emblema de la ciudad construida por uno de los herederos de la

célebre familia de arquitectos italianos, los Antonelli.

Esta ciudad, atravesada por el Po, ha sido muy referida porque en ella la Iglesia

viene exhibiendo desde hace siglos la Sábana Santa. La ciudad es igualmente objeto de

interés por sus supuestos objetos sobrenaturales de carácter profano. Especialmente a

partir del período moderno, hay que decir que ha tenido Turín una importancia

fundamental en el desarrollo económico, cultural y social tanto de Italia como de

Europa. Allí surgieron las industrias automovilística, eléctrica y aeronáutica, las

telecomunicaciones, el cine, la radio y la televisión. La ciudad aúna hoy en día

tecnología, arte, cultura y ocio, pero sus habitantes conservan cuidadosamente todo

aquello que les recuerda sus nobles orígenes. Por otra parte, Turín se ha convertido en

uno de los enclaves fundamentales del arte contemporáneo en Italia.

Es ésta una de las ciudades italianas que más merece ser visitada y que, de forma

poco comprensible, ha sido ignorada por los viajeros europeos. Es sabido que la

unificación de Italia tuvo su origen en el esfuerzo impulsado por el Piamonte, algo de lo

que dieron fiel cuenta los españoles en los libros de viaje a Italia escritos durante los

siglos XIX y XX. Lo cierto es que, en Europa, sólo los viajeros y escritores españoles

atestiguaron en sus obras la privilegiada situación geográfica e histórica de Turín. Yo

había devorado aquellos libros antes de visitar la ciudad. El importante componente de


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descripción arquitectónica que había en estas obras me había llevado a realizar un breve

artículo en donde pude aunar dos de mis pasiones más notorias: literatura y arquitectura.

Para ello hube de leer abundantes libros de viaje a Italia, lo que acentuó mi

interés por el país e hizo que se me ocurriera la idea de las estaciones de trenes italianas,

numerosísimas y de gran peculiaridad algunas. También estas lecturas suscitaron mi

extrema apetencia de conocer Turín: la formidable visión que de los Alpes se tiene en

tan bella ciudad, el curso ondulado y poderoso del Po atravesándola, su barrio medieval,

sus bosques colindantes, sus calles tiradas a cordel, sus pórticos, su distribución

urbanística tan uniforme, su arquitectura toda y sus cien posibilidades culturales.

Mientras atravesábamos Turín, iba embelesada dentro del coche, con ese letargo

apacible que la fatiga reporta al viajero. Después, a través del espejo retrovisor observé

el rostro de Sira con detenimiento por vez primera, mientras hablaba o sonreía, y

comprendí que la deformada descripción de mi compañera de trabajo no podía obedecer

sino a un recalcitrante sentimiento negativo, y oculto, tal vez incluso para su propia

conciencia. Sira proseguía hablando e indicándonos qué parte de Turín atravesábamos

en aquel momento:

-Bueno, por aquí vendremos mañana. Mi hermana vive aquí desde hace más

tiempo que yo, conoce rincones más recónditos, así que quizá nos acompañe algún día.

Espero que os parezca bien.

-Por supuesto- Dijimos, y ella prosiguió con sus incesantes y bien urdidas

explicaciones acerca de la ciudad.


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Poseía uno de los rostros femeninos mejor formados que yo haya tenido nunca

frente a mí, algo verdaderamente simétrico y bien construido. Pensé que debía de ser

una gozada ver eso en el espejo una, cada mañana, nada más levantarse, pues para estar

guapa seguro que Sira sólo tenía que abrir los ojos tras despertar. Sus rasgos bien podían

ser tenidos por árabes o por españoles meridionales. Tenía la boca amplia de labios

carnosos y sonrisa perfecta de muchas mujeres árabes, pero poseía el tono marrón de

ojos de la andaluza más canónica, un peculiar tono cobrizo inmarcesible que irradiaban

sus grandes ojos. Su nariz era pequeña y levemente respingona, armónica y dulce, como

el óvalo de su cara, en donde confluía un mentón perfectamente enmarcado con unas

líneas muy suaves.

Su rostro era dulce y a la vez muy expresivo, rotundo, la elevación de sus

pómulos era típicamente árabe. Tenía unos legendarios hoyuelos en las mejillas que se

marcaban al sonreír, y cuando sonreía, como podría haber dicho Ficcino, era como si

Dios nos recordara que seguía ahí detrás, en alguna parte, cuidando de la humanidad.

Era exquisitamente bella, desenvuelta, brillante, llamó mi atención en aquellos diez

primeros minutos de forma absoluta y percibí algo más, pero en aquel instante era una

impresión todavía demasiado confusa.

Los días siguientes fueron comunicativamente intensos, las tres pasamos muchas

horas juntas y, mientras el marido de Sira trabajaba y mi compañera disfrutaba de sus

interminables siestas diarias, Sira y yo conversábamos a solas durante horas.

Comenzamos a profundizar la una en la otra con una rapidez sorprendente.

Descubrimos una mutua comodidad que se cimentaba en una gran cantidad de


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afinidades personales, como la pasión por la fotografía, por el cine, por los discos de

copla, por los restaurantes exquisitos, la literatura, etc.; pero, muy especialmente,

nuestra conexión se alimentaba de una visión de la vida muy análoga.

En aquellos años de mi vida -yo tenía veintinueve aquel verano- estaba

particularmente acusada en mí la sed por vivir, probar, experimentar, saborear y estrujar

todas las posibilidades de mi existencia. Sira era exactamente igual en eso, una curiosa

impenitente que no se rendía por nada ni por nadie. Éramos dos valientes, o dos

ingenuas, quizá, pero compartíamos una fe ciega en la existencia y en el conocimiento

espiritual que la experiencia sensata reporta. Ambas navegábamos bajo el sol de los

valientes, sintiendo que en la vida hay que llevarse la luz a la boca, y quemarse, y morir

con cicatrices. Compartimos aquella sed y encontramos una afinidad espiritual muy

profunda, cada una dentro de la otra.

En alguna de las excursiones urbanas, nos acompañó finalmente Chiara, la

hermana de Sira, que llevaba cinco años viviendo en Italia y a través de la cual ella

había conocido a su marido. Chiara tenía dos años menos que yo y estaba tan integrada

en el país que se había italianizado hasta el nombre; para su agrado, aunque para

irritación de Sira. Todo el mundo la llamaba Chiara, si bien Sira detestaba esa elección.

Las dos hermanas se parecían mucho físicamente, aunque la pequeña tenía un pelo

igualmente rizado, si bien menos espeso. Sus ojos eran más pequeños y oscuros.

Cuando sonreía -con la misma luz que Sira- se le achicaban y circundaban de diminutas

arrugas que le daban un aspecto aniñado y burlón.


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También era menos alta y, aunque era igualmente sugerente vistiendo, había más

comedimiento en sus indumentarias. Del mismo modo, había más generosidad en

Chiara, más sosiego, aunque casi un año y medio después comprobé que poseía la

misma intensidad de carácter que su hermana. Tenía un diminuto pendiente en la nariz,

casi igual que la de Sira, pero ligeramente desviada, de forma casi imperceptible, lo

justo para recordarnos que también la belleza es imperfecta. Lo más atractivo de su

rostro era que poseía en la mirada ese fondo provocativo y trasgresor que sólo aventan

algunas escasas personas.

Ella se ofreció a acompañarnos a la Torre de Antonelli, en cuyo interior se

alberga el espectacular museo cinematográfico, y también nos condujo al museo

egipcio, en donde tuve oportunidad de fotografiar una de las momias durante un

despiste del vigilante. Ambos museos me impresionaron. También nos llevó a pasear

por la Piazza Castello, su Palazzo Madama, el Teatro Regio y la Armería Real. El resto

de las visitas las realizamos con Sira, pero el día que pasamos con Chiara y su

encantador novio turinés, Enzo, fue igualmente memorable.

Enzo, que hablaba un perfecto español, nos anduvo explicando curiosidades de

Turín:

-Chicas, aquí realizó su conversión Rousseau, aquí Erasmo escribió algunos de

sus más importantes textos, Nostradamus realizó sus predicciones, aquí se suicidó

Emilio Salgari, y Nietzsche escribió que sentía una “sublime pureza” en la ciudad. Lo

del filósofo sí que fue increíble, terminó volviéndose loco por la sífilis y protagonizó un

tumultuoso incidente en la Piazza San Carlo, il salotto di Torino, donde se subió o se


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abrazó al caballo de la estatua… o algo similar…no me acuerdo. Lo cierto es que se lo

llevaron de vuelta a su tierra, y ya en Waumburg, en casa de su madre, creía seguir

viviendo en Turín y exigía que le permitiesen salir a pasear por su adorada Piazza

Castello.

-¡Qué curioso no sabía que el filósofo alemán hubiera terminado así! Ni que la

ciudad suscitase tantas pasiones a lo largo de la historia-Añadí

-Vaya que sí-prosiguió-es también ésta la ciudad que sedujo a Tolstoi por su

juventud fuerte y libre, por sus cafés y teatros, la ciudad de la que Gogol diría que no

tenía nada que envidiar en magnificencia y belleza a Roma. También sedujo esta ciudad

a Casanova, Paracelso, y muchos otros.

Ciertamente, encontré a Turín como una ciudad poderosa, privilegiada en arte,

cultura y riqueza, enmarcada por una naturaleza sublime, pero Turín es también la vieja

Turín de los túneles y pasadizos subterráneos, una ciudad de secretos sombríos, de

mujeres exorcistas, intrigas políticas, maldiciones y crímenes fatales, misterios

religiosos y profanos que, en suma, encuadran el singular encanto de la que es sin duda

una de las ciudades más elegantes, vehementes y bellas de toda Europa.

Siempre recordaré el delicioso y casi alquitranado chocolate de Turín, desde

donde tradicionalmente se importa el grano de chocolate y en donde se tuesta desde

hace siglos. Allí se dispensa el mejor chocolate a la taza que he probado jamás, un

chocolate negrísimo que casi me arranca lágrimas de emoción. Recuerdo el típico

biccerin, una exquisita mezcla de chocolate, café y nata que te activa hasta la médula,

una verdadera bomba calórica, energética. Recuerdo los helados de chocolate con
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avellana, una mezcla típica de la ciudad, añoro los quesos y vinos del Piamonte, y en

suma la magia que la ciudad desprende. Supongo que Sira, a quien ya siempre asociaré

a aquella ciudad, ejerció una gran influencia en mi mirada y en el entusiasmo que Turín

suscitó en mí. El hallazgo fue doble.

Al despedirnos en el aeropuerto intercambiamos las direcciones y los teléfonos,

con esa ligera emoción infantil que sentimos las mujeres cuando creemos encontrar una

posible y nueva colega verdaderamente especial:

-Mira, Lucía, yo soy una persona muy directa y la verdad es que me has caído

muy bien. Me parece que ha sido obvio para ambas que conectamos y me gustaría

seguir en contacto contigo- Cuando quería, Sira era directa y asertiva como ella sola.

Y así fue: la correspondencia epistolar fue adquiriendo una consistencia cada

vez más fluida, la confianza mutua fue creciendo e hicimos de nuestras cartas un

reducto personal y secreto en el que mutuamente nos confesábamos aquello que otros

no entenderían, nuestras experiencias y emociones más recónditas e íntimas, nuestra

secreta visión del mundo y de nuestras respectivas relaciones. Coincidimos varios fines

de semana en Cannes, adonde íbamos con nuestras parejas a propósito del festival de

cine. Yo ya estaba con Richard, y Sira congenió con él bastante bien. Los dos eran

fervientes devotos del cine de Michelangelo Antonioni, y todos fuimos a una

retrospectiva acerca de su obra en la que se visionaron “La Aventura”, “El Eclipse” y

“La Noche”, su trilogía acerca de la incomunicación, y también “El Desierto rojo” y “El

Grito”. Para mí todas resultaban soporíferas. Una leyenda urbana dice que una vez

alguien terminó de ver una película de Antonioni. No obstante, Richard y Sira estaban
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embobados comentando las excelencias de la revolucionaria técnica que Antonioni

introdujo en el cine. Ambas parejas coincidimos en otras ocasiones.

Algo fue creciendo al margen de todo aquello, se trataba de un lazo soterrado e

inefable que nos acercaba más y más. También hablábamos regularmente por teléfono,

lo que estrechaba la sensación de cercanía, hasta que un día nublado de 1991, a través

del mismo, Sira pronunció una frase que me alegró infinitamente y que abrió una puerta

nueva e incierta en nuestra amistad:

-Lucía, mi marido y yo nos vamos a vivir de nuevo a España. ¿Adivinas adónde?

¡A Madrid!- Dijo con entusiasmo.

II

FRAGMENTO PRIMERO

Madrid, 17 de marzo de 2008

Lucía,

han pasado muchos años. A veces siento que todos los recuerdos de mi vida amarillean,

son polvorientos, vetustos y destilan un sabor a vino añejo, más bien picado. Sin

embargo, entre todos los recuerdos de mi vida, tú fulguras siempre, rutilante entre los
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demás fantasmas borrosos que un día fueron amigos, amores, para luego convertirse en

imágenes hueras y difusas que de tanto en tanto agitan mi memoria. Curioso camino el

de las imágenes del pasado, al principio tales evocaciones duelen hondo, se clavan

fuerte en la memoria removiendo aristas de filos ácidos, se nos antojan intolerables

fantasmas que estrangulan nuestra cotidianidad: se nos aparecen, nos persiguen, se

nos representan a cada paso. Luego esas imágenes se alteran lentamente y sólo el amor

o el resentimiento, según el caso, modela sus perfiles. A los odiados los recordamos

oscuros, con la mirada enfoscada, sombríos, penetrantes, grotescos; a los aún amados

los recordamos con una pátina especial, puede ser un cierto candor en la mirada, un

doblez dulce en la sonrisa, o recordamos el tacto de su piel si era un amante o la

ternura de su forma de abrazar, siempre envueltos en una luminosidad acogedora...,

aunque ya no nos acojan.

Finalmente todos se emborronan para convertirse en extraños entes que flotan

en la memoria, sus imágenes se agolpan y se confunden, pues vas descubriendo que

yerras siempre en la vida, con las personas, según un mismo patrón. Al final los añoras

a todos como a uno solo, cada pérdida es la misma pérdida, pues en todos caes en lo

mismo, la huella de tu pasado antecede a tus pies, que se amoldan mansos a esa forma

previa. Y mi forma, mi patrón, mi huella constante era la desconfianza, no terminar de

creerme el amor ni el cariño de nadie. Entre todos mis errores y torpezas, las más

dolientes las he cometido contigo. Algunos errores, Lucía, se pagan toda la vida, y

perderte a ti fue uno de ellos.


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Por todo ello quise verte desde que llegué a Madrid en éste, mi segundo

reencuentro con la ciudad tras casi dos décadas. Tu recuerdo se me aparece en cada

soportal de la Plaza Mayor, en cada esquina fotografiada por ambas tanto tiempo

atrás, poco después de volver de Italia. Te he recordado mucho, Lucía, mucho, no sabes

cuánto. De algún modo tú también lo habrás hecho, lo sé, pero no con el mismo fuego

que yo. El que recuerda con culpa recuerda con mayor intensidad, y estos carbones

abrasadores llevan quemándome demasiado tiempo.

Espero que esta carta te llegue en el momento adecuado, y que yo dispongo, para

que recibas una importante noticia que me incumbe, y que quizá ya habrás leído en la

prensa, pero quiero que te enteres antes, o mejor, por mí. No obstante, empecemos

dando un rodeo que nos lleve hacia atrás, atrás en el tiempo, volvamos a Italia, déjame

retomar el lado más brillante del fino cordón que nos une: el lado del comienzo.

Convendrás conmigo en que aquella conexión inicial entre ambas fue deslumbrante. Al

menos yo así lo viví, recuerdo mi impresión primera aquellos días. Me sentía

absolutamente fascinada por tu personalidad, por tu cultura, por tu sensibilidad, por

esa vulnerabilidad oculta que entreví desde el principio. Por otra parte, siempre has

poseído una fuerza interior que he admirado, ya sé que nunca se me dio bien

comunicarte de una forma sincera y limpia mi admiración, pero no es fácil, Lucía, no

es fácil vivir toda una vida bandeando con una autoestima demolida en la primera

infancia. Aunque no voy a adentrarme aún en esa etapa destructiva de mi vida.

Primero quiero abandonarme deleitosa a aquella primera impresión de ti que

tanto impacto me produjo. Lucía eres encantadora, brillante, rápida, ingeniosa y


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especial, ello se ve desde el primer rato de conversación. Sólo tienes que mirar a

alguien con esas pupilas que clavas tan fijamente para que se sienta pequeño,

observado hasta la médula del alma. Tú, con el tiempo, confesabas cierta timidez de

fondo, pero, créeme, eres –a estas alturas de tu vida ya debes saber que eres- una mujer

que impresiona mucho.

Desde joven poseías una capacidad de resolución que sobrecogía. Siempre con

ideas originales, la solución perfecta para cualquier conflicto, tu increíble energía al

servicio de lo que hiciera falta. Y, sobre todo, esa forma de imbuirle fe a la gente, fe en

la vida, fe en ellos mismos, en la capacidad de esfuerzo, reforzándolos, reforzándonos...

Y pronto, esa luz genuina que destilas terminaba convirtiéndose en una droga para

quien se acostumbraba a ti. Y tú das, tú dabas, pero también exigías.

De los días de Turín recuerdo el impacto de tu personalidad, sí, aunque también

del maravilloso sabor que deja una buena conversación contigo. Nos pisábamos la

palabra la una a la otra porque a ambas nos acuciaban las ganas de expresarnos, de

contarnos cosas, de compartir nuestras opiniones acerca de cine, literatura, arte, de la

vida misma, y acerca de fotografía, por supuesto. Aunque también este tema lo dejo

para más adelante....

III

MADRID
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Hacía cuatro años que había regresado a vivir a Madrid. A pesar de haber nacido y de

haberme educado en esta ciudad, había vivido largos períodos en Cádiz, la ciudad de mi

madre. En aquella época, mi tiempo vital se repartía entre las clases de historia del arte

que impartía en la universidad, como profesora ayudante, la realización de ciertas

colaboraciones fotográficas esporádicas y una vida social muy consistente. También

acababa de terminar mi leve aventura con Pablo: un amante que quiso ser novio, un

potencial novio al que resolví proponerle que sólo fuera amigo, un imposible amigo a

quien el despecho convirtió en un tormento.

El que Sira se instalara en Madrid, a sólo media hora de donde yo vivía, supuso

una corriente de nuevas posibilidades que me sirvieron para sortear mi despedida de

Pablo, con quien había compartido casi tres meses muy intensos y dulces, pero que se

vieron malogrados por sus excesivas pretensiones con relación a mí.

Sira llegó con su piel acaramelada como la miel de romero, con su sonrisa

cinematográfica y su mirada ambigua, que oscilaba entre la bravura más contagiosa y un

trocito de infierno recóndito que escondía su susceptibilidad ante el mundo. Las

dualidades de su carácter me tuvieron desconcertada durante mucho tiempo. Así era

ella, Sira era muchas Siras imprevisibles que pugnaban entre sí por prevalecer. Era una

mujer fuerte y autosuficiente que no permitía que los miedos existenciales la frenaran;

pero también era un cervatillo confuso y perdido en la madeja de la vida, a quien sólo el

enganche emocional amoroso parecía otorgarle la verdadera seguridad.

Sira era la Sira deslumbrante y segura porque se alimentaba de la adoración de

los demás, y siempre de alguien en particular. En su vida sentimental se había


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concatenado un novio con otro, un amante con otro, cuando había estado sola, había

estado buscando. Así era, o tenía un hombre o lo estaba buscando, era absorbente y

posesiva, jugaba a la autosuficiencia pero necesitaba de manera casi patológica la

admiración y la entrega de los demás. Alternaba el frío y el calor en su trato

donjuanesco, seductor. Si bien, merecía la admiración que siempre suscitaba, pues

resultaba encantadora y sorprendente la mayoría de las veces.

Del mismo modo, era nerviosa e inquieta, pero ordenada y coherente en sus gestos

y discursos; era dulce, pero podía ser muy hosca; era generosa, pero también muy

egoísta. Aunque por encima de todo ello, era vital, intensa, divertida, locuaz y

seductora. Siempre disfruté de algo furtivo y extraño en su compañía, era algo

acomodaticio y agradable, una energía que me removía cierto bienestar y que sentía que

era compartida.

Juntas podíamos activarnos y conversar durante horas, emocionadas, hasta

terminar agotadas; pero también podíamos compartir esos silencios de segundos que

duran horas, que reportan sosiego y dan cuenta de la confianza mutua. Supongo que

tenía que ver con aquello, aquello tan incierto que parecía tomar cuerpo bajo nuestro

suelo, y que suscitaba tantas preguntas en mí, había algo extraño en la relación, algo que

se me escapaba y que le arrojaba ascuas a mi exacerbado sentido de la curiosidad.

A lo primero que achaqué mi turbación era a su egoísmo. Sira era egoísta, su

condición natural más arraigada era ésa. Detrás de cada propuesta, de cada argumento,

de cada asentimiento o de cada negativa, cualquier persona perspicaz podía entrever su

deliciosa manera de manipular las cosas para que siempre le reportaran a ella el interés
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que buscaba. Siempre barría para el lado de sus deseos y te hacía creer que eras tú quien

había elegido aquel restaurante (el preferido de ella), aquella hora para quedar (la que le

venía bien a ella), aquel día de la semana (el que le favorecía a ella), aquella película en

el cine (la que le apetecía)... Jamás imponía sus deseos, pero tenía una habilidad social

innata con la que te envolvía (y yo me dejaba envolver); era además cariñosa y no

dudaba en traficar con sus muestras de afecto para convencerte de algo:

-Venga, porfi! ¿Sabes que te quiero un montón?- Te decía informalmente,

mientras te derretía con la mirada más dulce de sus grandes ojos y con un estrujón

afectuoso. Luego descubrí que podía decirles cosas similares a sus colegas con los

mismos propósitos persuasivos.

Durante un tiempo percibí algo oscuro en su egoísmo, supongo que era lo

inconscientemente que lo ejercía. Ella era así y no iba a cambiar. Pero no era su egoísmo

lo que me turbaba, aunque aún no estaba segura de ello. En aquella primera época, en la

que ya tantas excursiones fotográficas realizamos con nuestras cámaras al hombro, yo

observé su carácter, pues observo todo cuanto me cuesta diseccionar, cuanto me turba o

intriga. Traté de esforzarme por ser muy consciente de su egoísmo, para frenar mi afecto

hacia ella, pero era inútil, había algo en la personalidad de Sira que me atraía

sorprendentemente, y podía ver, en el brillo de algunas de sus miradas y risas, que

aquello era mutuo. No obstante, mi certeza respecto de su egoísmo innato siempre fue

inquietante.

Durante los primeros seis meses, desde su llegada a Madrid, Sira había

conseguido varios trabajos como fotógrafa (ahora su profesión y su arte) porque yo le


24

había proporcionado los contactos; había casi resuelto un problema de indecisión en

relación con su carrera como ajedrecista -o al menos lo había aclarado un tanto- gracias

a las interminables horas de conversación sobre el tema a las que yo accedí; le había

encontrado un piso mejor a través de la inmobiliaria de Rebeca, mi hermana gemela...

En definitiva, había diversos aspectos de su vida, importantes, que había mejorado a

través de mis contactos, a través de mi compañía, a través de mí. ¿Qué había aportado

Sira a mi vida? Mi vida era igual, ella me ofrecía horas de placentera compañía e

intensas discusiones literarias, fotográficas, musicales, cinematográficas, existenciales,

etc., pero mi vida y mi estabilidad eran las mismas.

Ella conjugaba más habitualmente el verbo tomar que el verbo dar. Y,

lamentablemente, a mí siempre me ha removido un profundo rechazo el egoísmo ajeno,

siempre he identificado el egoísmo con la pobreza del alma. Sí, en ocasiones la veía

pobre, veía que, en realidad, a parte de su chispeante compañía, su belleza, su diversión

y su humor, no tenía nada más que ofrecer (o no quería) y sí mucho que tomar. Yo

percibía su necesidad de mí, tantas veces disimulada. Y, supongo que, de alguna forma,

yo también la necesité en aquella etapa de mi vida. Necesitábamos tenernos la una

delante de la otra para compartir lo que pasaba por nuestras cabezas: deseos, sueños,

miedos, derrotas, triunfos, opiniones... Todo lo que compartíamos era como una droga

sugestiva y magnética.

La relación adquirió más intensidad y podíamos discutir con la confianza con la

que discuten las parejas, para mi azoramiento. Me desasosegaba la forma en que se

enfadaba conmigo, podía ser psicológicamente muy agresiva en su trato. No hay nada
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que pueda hacerse con alguien que pasa de la sonrisa al bramido en un segundo y por

una insólita y retorcida razón que sólo ha presupuesto. Daba igual lo que yo dijera para

que tratara de comprender que yo no había menospreciado su opinión, ella se ofendía

como una niña rabiosa, más, se enfadaba como un camionero en un pub de carretera.

Sólo la vi de esa guisa en tres o cuatro ocasiones, pero entendí y traté de asimilar que no

seríamos buenas amigas siempre. Alguien así terminaría agotándome, lo sabía.

Su inseguridad podía ser a veces abrumadora: tenía que medir cada palabra y

cada gesto porque ella necesitaba ser continuamente reforzada, mimada, adorada y reída

como una niña. En aquel momento de mi juventud, me vencía la fascinación fácilmente.

Sus virtudes paliaban y excedían sus defectos con gran diferencia. Era inteligente y sus

discursos me embelesaban, coincidíamos asombrosamente en la mayoría de las

ocasiones. A veces, hablar con ella era como hablar conmigo misma, con una parte de

mí que se iba desflorando poco a poco. Descubrirla a ella era descubrirme a mí, pues

ambas sentíamos de forma muy parecida. Yo me limitaba a ocultar mis inseguridades,

vulnerabilidades y parte de mis emociones, primero, porque formaba parte de mi

carácter y, segundo, porque en el fondo de mi alma sentía que no se podía confiar en

Sira.

Siempre tuve esa intuición. Quizá porque sabía que no tenía amigas de verdad,

de las que llevan diez o quince años en la vida de una. Esas amigas que han estado ahí,

mes tras mes, durante innumerables épocas de tu vida, viéndote en lo mejor y en lo peor,

y que, tras esos lustros, te siguen siendo fieles y te siguen transmitiendo que eres algo

bueno para ellas, que se alegran de tenerte en sus vidas. Sira tenía esas amigas
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eventuales con las que esporádicamente se estrechan lazos, en el trabajo, por ser parejas

de amigos del marido, etc. Ésas eran las amistades que frecuentaba. También sabía que

me daría en la medida en que yo le reportara algo, era así y así decidí disfrutar de la

relación.

Tras una discusión nos apartamos, pasaron casi tres meses y yo ya había

asimilado la ruptura, pues era algo que esperaba, pero me llamó y en diez minutos

empleó toda su dulzura, su amabilidad, su encanto, su humildad y su conjuro, para

decirme que me añoraba, que esperaba verme, que me estimaba infinitamente, etc. En

aquel momento decidí no sucumbir a sus intentos de recuperarme, pues intuí que era su

caprichoso carácter el que no podía soportar que alguien se resistiera a sus encantos. Me

quería recuperar por aliviar su ego, pensé con claridad.

No obstante, a la semana la llamé diciéndole yo lo mismo, aunque tamizando

mis expresiones con el filtro de mi carácter, más reservado. Había entendido que me

importaba bien poco que tuviera cien defectos. Echaba de menos sus opiniones, era su

inteligencia lo que más añoraba, quería conversar con ella de nuevo y terminar de

descubrir qué era aquello que latía en el fondo de la relación y nos hacía sentir tan

intensas cuando estábamos juntas. Decidimos quedar para ir a fotografiar unas antiguas

ruinas en la sierra y dejarnos llevar sin darle más vueltas a lo sucedido. Tuve que

tomarme una tila mientras la esperaba en mi apartamento, pues sentía una incómoda

zozobra.

Sin embargo, la mañana de campo resultó deliciosa. Después, abrimos la tarde

revelando juntas unos carretes míos en el cuarto que tenía preparado en casa con dicho
27

fin. Para divertirme, había decidido fotografiar a la gente en el Retiro, escondiéndome

entre la maleza, y el resultado había sido hilarante a veces. A los diez minutos ya

estábamos bajo la luz roja riéndonos, intercambiando provocadoras bromas,

entusiasmándonos con las fotos... Habían pasado tres meses sin que nos viéramos ni

habláramos, había decidido que en esta segunda parte de la relación trataría de mantener

ciertas distancias, pero a los diez minutos, Sira ya se me había recolado dentro de

nuevo, a impulsos y ejerciendo su derecho de amistosa posesión sobre mí.

También había traído unos carretes para revelarlos conmigo. Cuando vi aquellos

desnudos masculinos, aparte de bromear juntas acerca de lo guapísimos que eran

aquellos modelos y del dinero de su suegra que habría empleado para contratarlos,

pensé en Robert Mapplethorpe. Las fotos de Sira tenían ese vigor y esa elegancia. Yo

adoraba a este fotógrafo en aquella época.

-Sira, no sabes cómo me recuerdan tus fotos a las de Mapplethorpe, son una

maravilla-Le expliqué.

-No sé qué influencias puedo tener, ya sabes que mi cultura fotográfica no es

muy amplia que digamos, aunque de Mapplethorpe he visto poca cosa-Replicó.

-A mí me apasiona-proseguí-al principio realizaba collages con material

fotográfico que localizaba en revistas pornográficas, pero a principios de los setenta

comenzó a realizar fotografías con una cámara Polaroid, si bien sólo pretendía usar estas

fotos como inspiración para su pintura.

-¿Y cuándo empezó con sus famosos retratos?-inquirió Sira, curiosa como

siempre.
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-Sus primeras fotos fueron autorretratos y retratos de su compañera sentimental

Patti Smith, con la cual se había instalado en el hoy legendario hotel Chelsea de

Manhattan. Después comenzó a fotografiar a personas de su círculo más cercano,

artistas, estrellas del cine porno, músicos compositores, personajes del ámbito más

underground de Brooklyn y personajes de la cultura homosexual más escabrosa. Entre

los retratados, sobresalían los nombres de Warhol, William Burroughs, el poeta Jim

Carroll, a quien retrató durante una relación homosexual, o el mismo Mick Jagger.

-Ah, sí, ésas las recuerdo, me impactaron.

-Sí, admiro la trasgresión de Mapplethorpe e intuyo que puedes desarrollar una

forma de expresión fotográfica igualmente contundente. Desde luego que la temática de

los trabajos de este fotógrafo estaba muy alejada de lo convencional, sobre todo en sus

primeros tiempos: relaciones sadomasoquistas, desnudos, genitales erectos y parejas

homosexuales.

-¿Otro más queriendo escandalizar?-Preguntó Sira.

-Su intención no era crear el escándalo, simplemente declaró querer encontrar lo

inesperado, quería obtener imágenes completamente innovadoras, que no se hubieran

visto antes. Abordó con arrogancia y con naturalidad el sexo masculino y evidenció

claramente su inclinación hacia la homosexualidad. Pero su trabajo no termina aquí.

-¿Qué hizo más tarde?

-A principios de los años ochenta se produjo un cambio en su obra, que entró en

un período de refinamiento excepcional, acentuó una cierta belleza clásica. Ahora sus

desnudos masculinos y femeninos parecían esculturas, realizó bellísimas series sobre


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flores parecidas a genitales humanos. Afirmó que quería demostrar que los humanos

somos tan suaves y delicados como las flores.

-¡Vaya!-Los ojos de Sira se abrían expectantes y ávidos de más información.

-Esa mezcla hallo en tus fotografías, Sira, pues también presentan la misma

predilección por el blanco y negro que Mapplethorpe. En tus fotografías hay rotundidad

y dureza, vigor y resolución, pero hay una belleza exquisita y armónica, hay suavidad y

delicadeza.

Sira siempre era suave y femenina, su feminidad era de un rigor casi de los años

setenta: tacón de aguja, melena muy espesa y larga, uñas largas y pintadas con colores

densos, faldas cortas, medias adornadas, pendientes largos, siempre adoptaba un look

sexual y usualmente descarado; pero era cuando lucía su sensualidad de forma menos

evidente cuando su atractivo resultaba más efectivo.

Apreciaba su resolución “masculina” en la forma en que fotografiaba igual que

en la manera con que me estrujaba cuando yo estaba triste, tan protectora que hacía que

me sintiera pequeña pero muy amparada. Apreciaba aquel rasgo en su forma de

conducir, en su forma de enfadarse, aunque también en su forma de atraerme hacia ella

cuando cruzábamos la calle y se acercaba un coche por mi lado. En cambio, nada era

masculino en su feminidad, ni en su cara ni en su cuerpo ni en sus gestos... era en su

espíritu en donde confluía un matiz puro de ese algo bravío que sólo un hombre alberga

dentro de sí y que en ella se apreciaba tenuemente alguna vez. Y a mí me encantaba ese

reverso.
30

Así que, después de revelar, conversar y reírnos durante varias horas, salimos del

cuarto de revelado dándonos cuenta de que aquello que nos unía poseía una consistencia

más importante que la sospechada por ambas antes del distanciamiento. El hecho de que

recuperáramos la intimidad de forma instantánea, después del par de besos de rigor y las

preguntas de cortesía convencionales, suscitó un extraño vértigo en mí. Un vértigo que

siempre había estado en la relación y que se intensificó durante las semanas siguientes.

Parecía que teníamos que recuperar el tiempo perdido. Yo me había impuesto que la

esquivaría un poco, no la vería más de una vez cada diez días, por el bien de la relación;

pero cada tres o cuatro ya estábamos quedando para ir al cine, tomar cervezas, pasear, ir

a alguna exposición, cenar en nuestros adorados restaurantes caros, comprar ropa, hacer

fotos, ir al gimnasio, etc.

Las preguntas me acechaban: ¿Qué clase de algo interno en la relación hacía que

aquella chica y yo conectáramos de aquella manera? ¿Qué era aquello? ¿Por qué

coincidíamos emocionalmente tanto, por qué habíamos vivido relaciones en el pasado

tan parecidas? ¿Por qué ella me recordaba tanto a un antiguo amor mío y por qué yo le

recordaba tanto a un antiguo amor suyo? ¿Por qué éramos ambas tan conscientes de los

mismos pesados lastres de la sociedad? ¿Por qué nos emocionaban las mismas cosas?

¿Por qué la había conocido tan de casualidad en otro país y había casualmente venido a

mi ciudad? ¿Por qué éramos las dos tan emocionales, apasionadas, temerarias, curiosas,

perseverantes, sensuales...?¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?...

Igualmente, tenía en común con Sira la necesidad de tener todo bajo control, es

decir, saber que sé lo que pasa, por qué pasa y cómo pasa, pero aquello... Aquello que
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nos vinculaba no ofrecía respuestas, y cuando no hay respuestas lo mejor es relajarse y

dejar que la vida nos descubra las cosas a su debido momento, y así lo hice... Por fin me

dejé arrastrar sin nadar a contracorriente, sin frenar algo que no sabía qué era, sin

miedo, con firmeza pero sin tampoco forzar ni un ápice el curso de nuestra fluida

relación, y supongo que Sira, al percibir que dejaba de ponerle barreras, también se dejó

llevar. Dejarse estar, dejarse vivir.

IV

LA CAJA DE PANDORA

La complicidad que puede establecerse entre dos mujeres alberga matices muy

distintos a la que se desarrolla entre los hombres. Cualquier mujer que haya vivido una

adolescencia corriente puede dar constancia de la clase de mágicos matices que

envuelven a las relaciones femeninas a esa edad: intercambiarse ropa (risas), quedar

para arreglarse antes de salir (risas), compartir los secretos más dramáticos (lágrimas),

relatarse los primeros acercamientos sexuales (es mentira eso de que sólo los hombres

hablan de sexo), los chismorreos acerca de las otras amigas (risas), los teatrales enfados

(lágrimas), las reconciliaciones... Se trata de un conjunto de naderías estupendas,

mágicas y entrañables que sólo quien ha sido una chica de quince años puede entender.

Puede haber algo intenso y poderosamente indestructible en la amistad entre dos

mujeres. También entre los hombres, eso es una obviedad, pero los hombres no se

llaman por teléfono con voz débil para pedirse consejo, no manifiestan esos lazos de

intensa afectividad que sí podemos desarrollar las mujeres, no se protegen

emocionalmente como lo hacemos nosotras.


32

Sólo se habla de la rivalidad femenina porque al envés más patriarcal de la

sociedad le interesa que las mujeres estemos enfrentadas, que esperemos lo peor de las

otras, que desconfiemos, que creamos que todas son unas envidiosas, que nos

separemos... Curiosamente, se habla de las discusiones entre mujeres y de las envidias

femeninas, pero no se habla de las ridículas conversaciones masculinas alardeando

sobre las prestaciones del coche o el móvil de cada uno, no se cuestiona cómo se

enfrentan en el trabajo, cómo rivalizan por las mujeres, por el éxito económico, por el

prestigio social y otras muchas cosas. Parece que sólo las mujeres somos envidiosas y

rivalizamos. La rivalidad masculina está ahí, igual que la femenina, las envidias mutuas

también, pero eso va con la condición espiritual de la persona, con su personalidad, no

con su género.

En cambio, sí podemos decir que en tiempos difíciles, la solidaridad femenina, el

afecto que se dan las amigas es inigualable. Es sabido que las mujeres estamos más

atentas a las pequeñas cosas, somos más detallistas y poseemos una suerte de

perspicacia emocional de la que carecen los hombres. Esto es así, ellos leen mejor los

mapas, poseen una mejor capacidad de representación espacial, etc., pero nosotras

somos capaces de desplegar más matices emocionales, desarrollamos más empatía hacia

los sentimientos ajenos de forma más directa y efectiva, lo que cualquier mujer agradece

a sus amigas en los momentos duros. Y yo había comenzado a pasar entonces una de las

épocas más duras de mi vida. Llevaba casi un año saliendo con Richard, cuando fue

atropellado por un camión mientras paseaba con su bicicleta de montaña. Había

sucedido meses atrás, falleció en la cuneta, se desangró.


33

Él era inglés y su familia hizo que expatriaran el cuerpo rápidamente, quizás

demasiado rápidamente, aunque en aquellos días no todo el mundo tenía teléfono móvil

y no pudieron localizarme; cuando volví de pasar varios días en Cádiz, en la casa de

campo de mis padres, me enteré de la noticia y su cuerpo ya estaba en Bath, su lugar de

origen en Inglaterra. Escuchar a Lou-Lou, su madre, explicándomelo todo por teléfono,

fue demoledor. Había tratado a su madre en varios viajes de fin de semana que hicimos

con el fin de que yo conociera bien Inglaterra, siempre pasábamos con ella una tarde y

ambas nos llevábamos bien.

Una vez, cuando estuvimos con Sira y su marido en Cannes, ella también vino

(acababa de quedarse viuda). Al día siguiente de recibir su llamada, tomé un vuelo y fui

a ver la tumba de mi novio. Pasé varios días con Lou, quien se encontraba tan deshecha

como yo. Me llamó mucho para alentarme, durante los primeros meses, y me prometió

que iría a verme si venía a Madrid.

No sé si Richard era el amor de mi vida, pero algo importante parecía estar

tomando consistencia entre nosotros. Me encantaban él y su voz, tan deliciosamente

sensual como sólo pueden serlo las voces graves, me encantaban su personalidad y su

salvaje manera de vivir la vida, era un bohemio convencido y me estaba empezando a

atrapar en serio. El accidente truncó lo que nunca sabré qué habría podido ser. Supongo

que con mis escasas últimas citas con Pablo, que se enamoró como un crío adolescente,

traté de sepultar un dolor que no parecía poder aplacarse dentro de mí. Estaba

desarmada..., y Sira estuvo allí.


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La lealtad de su ofrecimiento y su apoyo me desmintieron gran parte del

egoísmo que yo le había atribuido. Su implicación conmigo para ayudarme a superar la

muerte de Richard fue inestimable, me demostraba atenciones constantemente. Sira iba

a la suya, pero ¿acaso yo misma no iba a la mía cuando lo estimaba oportuno? Ella iba a

la suya, pero, en aquellos tiempos, me entendió mejor que nadie e ilustró lo positiva y

verdadera que era su amistad por mí. Eso importa de la amistad, dure más o dure menos,

que el tiempo compartido sea de verdad.

Yo no sabía cuánto tiempo iba a querer estar en la vida de Sira, pero sabía que el

tiempo compartido era de una pureza absoluta, era un tiempo vivo, no un tiempo

muerto. Cada minuto tenía un valor, cada palabra un saber, cada gesto mutuo era

valioso, y cada cita un encuentro especial.

Comencé a sentirme muy cómoda con ella. Asumí con naturalidad sus defectos,

comprendí que sus enfados eran un reverso igualmente intenso de su afecto por mí,

aprendí a distanciarme cíclicamente de ella, pues su naturaleza vampírica podía llevarla

a ser muy absorbente. No podía dejarla acercarse tan extremadamente a mi espíritu,

pues los enfados y susceptibilidades se acentuaban.

Schopenahuer decía que los seres humanos debemos relacionarnos como los

erizos, estando lo suficientemente cerca como para que nos llegue la tibieza del otro,

pero no tanto como para llegar a clavarnos mutuamente las púas. Nosotras estábamos

muy cerca, quizá demasiado, pero ya no había barreras, incluso viviendo a media hora

de distancia, solíamos intercambiar alguna esporádica misiva de intenso contenido

espiritual.
35

Durante aquel tiempo, cada una sentía que podía abandonarse a la otra, cobijarse

en ella. Podíamos abandonarnos con la más fiel imagen de nosotras mismas, de nuestro

yo más puro, y eso es en definitiva el objeto último de toda relación humana que se

precie: queremos poder ser ante el otro, y con toda comodidad, nosotros mismos en

nuestra más pura y amplia extensión, en lo bueno y aun en lo malo. Queremos

abandonarnos al otro, poder liberarnos de la tensión de nuestras máscaras sociales. En

La búsqueda del interlocutor, Carmen Martín Gaite incluyó un ensayo excelente al

respecto.

Aprendí a acoger sus arrebatos de susceptibilidad como prueba de lo cómoda

que se sentía a mi lado. Ella era así conmigo porque sabía que yo entendía el porqué de

su carácter. No sólo lo entendía, sino que lo sentía. A veces sus pulsiones emocionales

eran tan iguales a las mías que era como verme a mí misma en otra persona. Aquello me

sobrecogía a veces, pero son los sentimientos más vertiginosos y complicados los que

dejan una huella más intensa en nuestra memoria, por eso hoy, al ver el nombre de Sira

Zarour en el periódico, han acudido a mi memoria tantos recuerdos acerca de aquello

que ocurrió hace tantos años.

Aquello empezó a revelarse en una intrépida sesión de fotos en la playa. Yo era

una fotógrafa de cierto éxito en algunos círculos madrileños, había hecho algo de

publicidad, algunas colaboraciones para directores de cine, estudios de exteriores,

alguna exposición esporádica, etc. Nada fulgurante, pero que me aseguraba un dinero

extraordinario de vez en cuando. A ella le apasionaba la fotografía tanto como a mí,

pero sólo había hecho escasos reportajes para divertirse, sobre todo siendo más joven.
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Sin embargo, el día que en Turín sacó sus carpetas y me enseñó alguno de esos iniciales

trabajos de sus poco más de veinte años, ya había quedado impactada.

Nuestra común colega me había dicho que Sira era rematadamente infantil y

mala fotografiando, sólo eso. Cierto es que había mucha torpeza técnica, lógicamente le

vinieron bien algunos consejos:

-Lo primero es que te olvides del flash de momento, Sira, pues al fotógrafo

novel no le permite apreciar la versatilidad de efectos que la luz natural proporciona.

Debes usarla sólo cuando hagas fotos exteriores y el sol cree sombras entre los rasgos,

en los rostros del modelo.

-Sí, es lógico, nunca hubiera caído.

-Por otro lado hay que revisar tus enfoques y la coherencia de algunas de tus

composiciones; sin embargo, en otras muestras has recreado composiciones magníficas,

me recuerdas a las de Francesca Woodman.

-No la conozco, ¿de dónde es?

-Es una magnífica y turbia fotógrafa americana que se suicidó con sólo 22 años

dejando un legado brillante. En sus fotos, siempre en blanco y negro, en formato

cuadrado, centradas en una figura principal y con unos sutiles juegos de claroscuro,

sobresalía la iluminación, determinante al crear el ambiente.

-Me encantaría ver fotos suyas.

-Pues en tus fotos- me alargué -veo que tu instinto te dictó el segundo exacto

para accionar el disparador, siendo capaz de incorporar todos los elementos de una

composición perfecta en el encuadre preciso. Lo mejor es que, por el momento,


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fotografíes en gran formato, con un grano muy fino, lo que te permitiría obtener una

definición y una calidad muy detallada incluso en las sombras.

-Vale-Asintió. Sira era intelectualmente, y en todo, como una esponja.

De forma sorprendente, sus fotos poseían ya el vigor de Helmut Newton,

algunos retratos femeninos que les había realizado a sus primas en la playa se asemejan

a la dura serie de Cyberwomen de Newton. En sus últimos trabajos se apreciaba más la

referida sensualidad de Robert Mapplethorpe. En ocasiones pintaba con su cámara,

redondeaba la realidad con su mirada, con la selección y la perspectiva de sus

encuadres. La incité vivamente a que siguiera fotografiando y, cuando nuestra amistad

se consolidó, en Madrid, aproveché un dinero inesperado para regalarle una cámara

adecuada, su primera cámara de calidad.

Pero en la sesión de fotos que realizamos en las playas de Cádiz, era yo la

fotógrafa. Me presenté a un concurso fotográfico, cuyo tema era “El mar”. Decidí, pues,

aprovechar el exquisito rostro de Sira para presentar una fotografía llamada “La Mujer y

el Mar” que habríamos de realizar en la costa, claro está. Como yo seguía reponiéndome

de la pérdida de Richard, Sira accedió con su amabilidad de siempre a acompañarme un

único día a Cádiz para servirme de modelo. Salimos muy de madrugada, para

aprovechar al máximo las horas de luz, y regresamos bien entrada la noche, agotadas

pero felices, como la mayoría de las ocasiones en que nos veíamos.

Me levanté incluso antes de la hora, saber que iba a pasar un tiempo con ella

siempre le otorgaba un punto de inquieta alegría a mis mañanas. Conversamos

animadamente todo el viaje y le expliqué a Sira lo que buscaba. Lo cierto es que era la
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modelo ideal para mi fotografía, por eso no había contratado a nadie, pues lo que yo

buscaba era contrastar la feminidad y la delicadeza que puede haber en la belleza de una

mujer, con la dureza a veces amarga, pero atractiva, del mar. Su rostro era perfecto para

esta composición. Me interesaba su contraste con la estampa del mar de fondo. Fue un

trabajo difícil, pues la luz no nos lo puso fácil, pero entre foto y foto empecé a observar

a Sira como nunca antes lo había hecho.

El fotógrafo violenta su mirada detrás de la cámara y debe fusionarse con el

objeto que pretende fotografiar, no piensa lo que quiere hacer, lo siente y lo hace, lo

mira y lo capta, lo toma. Se trata de una extraña forma de posesión hipnótica que ni el

modelo ni el espectador deben entrever, pues el fotógrafo debe estar luego ausente de la

fotografía. Tras mi cámara, yo observé el rostro de Sira con una complacencia que

nunca había sentido.

Observé y toqué sus labios con mi mirada, aprecié la voluptuosa y armónica

sensualidad de su consistencia, lo prominente y marcado que era el perfil de los mismos,

pensé que nunca había visto unos labios tan perfectos y atractivos. Observé su nariz

algo respingona y pequeña, tan delicada como las clásicas narices de las mujeres

anglosajonas más hermosas. Su cara no era perfecta, pero había perfección en su belleza

imperfecta. Los filos de su rostro debieron de ser un lujo para el roce de aquella brisa,

su piel sutilmente morena contrastaba con el resplandor níveo de la luz meridional. La

curva de sus pómulos era un sueño árabe y sus hoyuelos una tentación de azúcar.

Quedé impactada por su belleza aquel día, muy impresionada. Comentando el

posible resultado que ya sospechaba, Sira sonrió ruborizada. A pesar de su desenvoltura


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y arrojo, a pesar de ser una mujer tan enérgica, Sira se ruborizaba muy de tanto en tanto,

casi no se le notaba, pero yo lo apreciaba con regocijo, pues me ponía en contacto con

ese lado vulnerable e infantil de su carácter, ese lado que me enternecía o me

exasperaba, según el momento y día.

-¿Qué son esas dos pequeñas manchitas blanquecinas que tienes sobre la

muñeca?-Observé de repente.

Ella bajó los ojos, pues se había ruborizado instantáneamente, parecía violenta:

-En fin, es una vieja historia, tal vez te la cuente algún día-Contestó a media voz.

Así era ella, siempre sembraba un cierto y envolvente misterio a su alrededor.

Ese misterio de su persona parecía de alguna forma proyectarse sobre su imagen física.

La imagen de su extraordinario rostro, levemente inclinado, con su espesa melena al

viento, y con un audaz mar de fondo que impresionaba, dio vueltas por algunas galerías

de Madrid. También fui invitada a la Universidad de Bolonia, aunque sólo fue por

mediación de una amiga, y a la de Turín, por mediación de un amigo de Enzo. Estuve

otras tres semanas en Italia y, cuando regresé, quedamos en pasar juntas un día cerca del

pantano al que alguna vez habíamos ido, en otra provincia. La noche anterior me sentía

agotada por el viaje y deprimida nuevamente por la ausencia de Richard, que seis meses

después aún no había ni empezado a encajar.

Continuaba sintiendo aquellos eventuales bajones anímicos que tanto me

asustaban, pues nunca antes los había sentido. Como habíamos quedado muy temprano

para el día siguiente, la llamé para advertirle que quizá no estaría muy animada. Ella me

prodigó la misma generosidad emocional que me brindaba siempre que yo me sentía


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vulnerable y me dijo que no hacía falta suspender la cita esa noche, que podía hacerlo

en el último momento si no estaba bien:

-O si sigues deprimida mañana, pues te escucho o hablamos de lo que tú quieras,

tal vez pueda ayudarte en algo... ¿no?-, me interrogó animada.

Finalmente, fuimos a comer a un restaurante bastante agradable que había cerca

del pantano. Yo estaba muy sensible, no era exactamente la tristeza lo que me abrumaba,

sino cierta sensación de hipersensibilidad, alguna punzada de desasosiego y

vulnerabilidad. Sira estuvo tan suave y dulce como sólo ella era cuando quería, en esas

raras veces en que se daba por completo, sin fisuras. Me fui relajando y sintiendo

cómoda y le advertí que no siempre me sentía tan cómoda ante alguien cuando estaba

así de vulnerable.

-¡Pero conmigo sí!-, dijo con desparpajo y sonriéndose.

Era tan arrogante conmigo a veces como lo era yo con ella otras, era un juego de

provocación mutua en el que nunca buscábamos límites ásperos, sino fronteras de

humor afín, o eso creí yo durante mucho tiempo.

Ella me activaba y me relajaba a un tiempo, me activaba física e

intelectualmente, pero me relajaba espiritualmente. Podía desnudarle mi vulnerabilidad

sin que ello me avergonzara demasiado. Entonces me miró como nunca antes lo había

hecho. Me miró al centro del corazón. Penetró a través de mis ojos y me habló

directamente adentro:

-Mira, Lucía, hablemos claro. A mí no me gusta dejar de hablar de esas cosas

que están ahí y parece que no se entienden y que pueden incomodar, y que por eso la
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gente evita comentarlas, yo prefiero sacarlas a la luz. Estamos dándole vueltas y vueltas

a algo, pero creo que podemos nombrarlo directamente.

En ese momento no tenía idea de lo que hablaba, estaba verdaderamente intrigada,

pues yo no había estado dándole vueltas a nada, aunque ella lo supuso. Lo que dijo a

continuación me dejó estupefacta. Me impresionó su honestidad y su valor al decir lo

siguiente, pues ella sabía que se lo estaba jugando todo conmigo, y más en un día así, o

tal vez por eso escogió ese día, por mi estado emocional:

-Permíteme decirte que me atraes físicamente mucho desde hace algún tiempo,

me gustas e intuyo que te gusto; me gusta tu personalidad y a ti la mía, estamos cerca,

nuestras almas también y yo... Me gustaría que supieras que he pensado en ti de “esa”

manera, me gustaría que estuviéramos juntas de “esa” manera, quiero estar así contigo.

Piénsalo y tómate el tiempo que quieras, no corre prisa, ya me dirás... ¿Qué te parece?

Y bebió un sorbo de su copa de vino como si acabara de comentar que el día se

estaba nublando. Sólo una mujer de los pies a la cabeza puede hablar así, pensé, con esa

rotundidad, sin titubear y con tanta honestidad y franqueza. Me admiró su resolución al

proponerme que me acostara con ella. Fue valiente, muy arriesgada, casi temeraria.

Lo primero que hice, timorata de mí, fue encogerme en la silla: los brazos y las

piernas cruzadas, síntoma de cerrazón absoluta, la mirada perdida sobre los riscos que

bordeaban el pantano, y millones de mariposas irrumpieron en mi estómago, aderezado

por el delicioso steak tártaro que habíamos degustado. Recordé la forma en que me

magnetizó su belleza el día de la sesión de fotos en Cádiz. ¿De qué forma la había

mirado?
42

Con muchas amigas he comentado que nos complace observar y admirar la

belleza de una mujer, que podemos incluso deleitarnos unos instantes como si

observaras un cuadro... ¿Como a un cuadro? Así pensaba yo que era mi miraba, pero

ella no era una obra de arte, era un ser humano, vivo, palpitante y sexual. ¿De qué forma

nos miramos las mujeres en esas ocasiones? ¿Dónde está la frontera entre la

complacencia estética y la complacencia sensual? ¿Y dónde está la frontera entre la

complacencia sensual y la complacencia sexual? Entonces supe que la había deseado

mientras la miraba, alguna vez y sin casi darme cuenta, con el deseo delicado y sutil que

a veces sentimos las mujeres, sin arrebato.

Me había sorprendido muchísimo y yo me sentía muy emocional y sensible

aquel día. Ella se incomodó un tanto por mi turbación:

-Puedes olvidarte de lo que te he dicho, perdóname, tal vez me he precipitado,

pero yo...

La interrumpí sin dudarlo:

-No, Sira, es que estoy hoy muy..., no sé. Mi estado emocional me hace estar

lenta de reflejos. La verdad es que, simplemente..., no lo esperaba, pero creo que

podemos hablar de ello.

Decidimos pagar y salimos de allí silenciosamente, después de aquella

sobremesa larga y sorprendente. Me sentía aturdida, desconcertada y bloqueada.

Comenzamos a pasear por los alrededores del restaurante, había refrescado un poco y yo

no llevaba más que un jersey fino cubriendo mi frágil torso. Yo misma me abracé el

torso por la cintura y ella me preguntó si tenía frío, pero mientras le contestaba que sí,
43

ya se había adelantado para enlazarme por la cintura y estrecharme contra ella al tiempo

que continuábamos caminando, despacio. Nos sentamos en un banco, ambas muy

pegadas. Sira me enlazó nuevamente por la cintura y me cubrió con la extensión de su

chaqueta que le sobraba.

Jamás hubiera pensado que una mujer pudiera hacerme sentir tan protegida y

amparada, me sentía más cobijada y plácida que entre los brazos de muchos hombres

que habían querido ser protectores conmigo sin tener la firmeza espiritual que aquella

mujer hermosa y delicada desplegaba en ocasiones. Nos quedamos muy calladas, bajo la

senda de los pinos que enmarcaba aquel banco. Mientras me apoyaba contra ella, le

expliqué:

-Sira, sí me atraes, sí, siento ahora que has abierto una caja de Pandora que yo no

quería ver, que tal vez me negaba a mí misma, pero me atraes también, aunque no sé en

qué medida, estoy confundida. Lo que sí sé es que no dudaría en acostarme contigo,

aunque sólo fuera por probar, si sólo fuera una burda atracción física lo que despertaras

en mí. Ocurre que me importas, me importas de manera especial, de esa manera en la

que sólo te llegan un puñadito de personas en la vida, y no estoy segura de que sólo

fuera sexo, si es que nos decidiéramos a probar.

-Lo comprendo, me ocurre igual -Me dijo- Por ello te he dicho que te tomes tu

tiempo- No titubeaba ni se echaba atrás, lo que acrecentaba el intenso hormigueo que

empezaba a sentir en toda la piel sólo por el hecho de que ella me estrechara con un

brazo. No era excitación, era el despertar más apacible y dulce de la sensualidad.


44

-No seríamos dos crías adolescentes ni universitarias que juegan a conocer sus

cuerpos- Musité- Somos dos mujeres, jóvenes, pero ya mujeres... Y cuando dos seres

humanos adultos se acuestan juntos, se sabe cómo se empieza, pero no puede asegurarse

cómo va a terminar la cosa, y más aún considerando las profundas implicaciones que

existen entre nuestras personalidades- Yo no sabía cómo frenar aquello, aquello que ya

no quería frenar.

-Venga, demos un paseo en coche alrededor del pantano- Dije por cambiar de

tercio, pues acababa de sentir el hondo deseo de besarla en la boca, lo que me turbó

terriblemente. Me sentía como una niña.

Cogimos su Golf TDI, ella lo condujo suavemente, al principio ambas íbamos en

silencio, pero algo comenzó a inundar el interior de aquel coche que jamás olvidaría, se

trataba de una sensación espesa e intensa, era algo insospechado, pegajoso, ambas nos

mirábamos y en nuestros ojos un brillo casi animal se intensificaba vivamente.

Sonreímos, no había que decir nada más, sabíamos que estaba pasándonos a ambas.

Miré disimuladamente sus piernas ajustadas por el pantalón, su cintura y sus senos, tan

perfectos y tan ceñidos bajo el suéter azul.

-Pero, ¿a ti qué te apetece?- Volvió a tomar ella la iniciativa.

-No sé, me apetece besarte y abrazarte, sentirte cerca de mí, sólo eso-Contesté

despacio y avergonzada.

-Mejor aparcamos en un lugar tranquilo y conversamos con calma- Sugirió sin

asomo de turbación.
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Cada metro que el Volkswagen recorría, aquella embriaguez densa se

acrecentaba dentro de nosotras, cada metro que avanzaba, algo tenso y poderoso crecía

dentro de mí. Me sentía inquieta, feliz, a la vez tranquila, me sentía segura a su lado y su

resolución me seducía un poco más, un poco más, me dejaba arrastrar por su

determinación. Finalmente aparcamos, en mitad de un atardecer ya por siempre

instalado en mi alma. Nos quedamos un minuto en silencio, la tensión era insoportable y

la miré, acababa de decidir que iba a besarla, mi boca acababa de decidirlo y cuando iba

a moverme hacia ella, entendí que ella había escogido el mismo instante para besarme.

Hasta en ese detalle hubo perfecto magnetismo.

Con una intrepidez casi varonil, tendió sus manos hacia mí, tomó mi cara entre

ellas y me acercó hacia su rostro al tiempo que indicó:

-Ven aquí, cariño- Entonces nuestros labios entraron en contacto por vez

primera, entonces sentí aquella boca intensa y encendida dándole fuego a la mía,

entonces sentí unos de los labios más suaves, más dulces y más sensuales que me han

besado en mi vida. Sentí que nuestros besos eran apresurados y algo torpes, pero que

encajaban: ambas nos besábamos con suavidad, mesura y dulzura, aunque con pasión,

con mucho juego y complicidad, como si lleváramos toda la vida besándonos.

Nos besamos durante unos minutos, pero rápidamente sentí el impulso de tocar

su piel, introduje mi mano por el orificio de su jersey, ya arrugado, acaricié su piel y

dejé que aquella textura suave me llegara al corazón. Deposité besos en su cuello,

extremadamente suave, en especial escondí uno pequeñito, a hurtadillas, en el hueco

dulce que dejaba su clavícula, un beso secreto y de buena suerte para que la acompañara
46

siempre (aunque no lo supiera). Estábamos muy excitadas, lo recuerdo todo como

turbio, como si hubiéramos estado ambas borrachas, aunque nada había de eso. Sólo

bebimos dos copas de vino cada una.

El apresuramiento era casi salvaje, ella me bajó el pantalón a empellones, y su

brusquedad y pasión todavía me excitaron más. Permanecimos con la ropa puesta,

apenas nos subimos los suéteres hasta el cuello y nos bajamos mutuamente los

pantalones hasta las rodillas, la excitación nos impedía tomarnos más tiempo.

Estábamos enardecidas, frenéticas por la excitación; hubiera hecho cualquier cosa que

me hubiera pedido, nos devorábamos, nos mordisqueábamos, nos olfateamos y nos

penetramos con nuestros dedos y nuestras bocas. Mis muslos ardían, las puntas de sus

dedos eran como llamas que me enloquecían de placer, que revelaban centímetros

ocultos de mi piel.

Todo fue una locura de besos húmedos, caricias íntimas, abrazos, estrujones,

gemidos obscenos y suspiros de placer entrecortado. Sus suspiros eran suaves y dulces,

los míos ya no los puedo recordar, pero recuerdo la dulce entrega de sus suspiros contra

mi cuello, sus gemidos leves y abandonados me provocaban un placer sexual que me

transportaba. Sentí una tentativa de clímax, enajenada y torpe, y continuamos

acariciándonos. Le pedí que aflojásemos el ritmo, pues no podría culminar mi placer de

forma completa con aquella loca forma en que nos estábamos poseyendo.

Sira se detuvo un segundo, me miró y dijo: -Sí, claro- Pero un instante después

estaba besándome y poseyéndome de la misma forma, esparciendo su fuerza por mi

piel. Continuamos así más rato. Sentí que me poseía con furia, sentí que yo la poseía
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igualmente y llegó mi clímax final, intenso, desbocado, aturdido, pero rotundo; y en

aquel instante, mientras la cúspide de mi placer inflamaba los vestigios más sagrados de

mi alma, durante aquellos escasos segundos, sentí el roce de su alma contra la mía. Sentí

toda aquella luz. Sentí que era suya, extrañamente suya, en ese instante, de nadie más

que de ella. Durante aquellos instantes, le pertenecí para siempre. Y sólo era mi amiga,

sólo eso.

Al igual que cuando hago el amor con un hombre, después de mi placer me

centré en el suyo, y no dejé que me frenara la inhibición, quería devolverle el mismo

placer generoso que ella me había brindado. Ambas fuimos desprendidas y desinhibidas,

aunque algo torpes, yo particularmente, pues en aquel día sentía la fatiga de la vida y en

mi corazón el desasosiego de la infortuna. Nos comportamos casi como adolescentes,

descontroladas y felices, con la torpeza del inexperto, pero una forma de conexión

perfecta y especial se desarrolló entre nosotras. Supongo que fue la imbricación de

nuestras personalidades, nuestra amistad apasionada y viva, lo que determinó aquella

insólita cercanía.

Yo no sé si fue una experimentación salvaje o si hicimos el amor, o si “hicimos

la amistad”, quizás. Sé que lo que sentí fue mucho más allá de lo físico. Sé que sentí

cómo ella se filtraba dentro de mi espíritu y me sentí avanzar dentro del suyo, fue fugaz,

apresurado, apenas un roce de almas que entrechocan, pero fue espiritual. Las demás

etiquetas, más específicas, me importaron bien poco.

Nos recostamos exhaustas, cada una en su reclinado sillón, nos subimos el

pantalón, nos bajamos los jerséis y nos miramos sonrientes:


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-Estás dentro de mí para siempre- Le dije.

-Y tú estás dentro de mí para siempre- Contestó ella, mientras me anudaba en

una muñeca su largo fular de seda, de color blanco. Decía que un pañuelo de seda

blanco iba con cualquier cosa, tenía varios- Ahora eres un poquito mía- Me dijo

apretándome el nudo y sonriendo.

Nos abrazamos ya más como amigas que como amantes, y sellamos un pacto de

silencio dulce y sagrado para ambas. No sé cuánto tiempo duró todo, creo recordar que

no mucho, no sé si quince minutos, treinta o cuarenta. Sé que cuando empezamos, el

atardecer encendía el pelo de Sira, los últimos rayos del sol se tamizaban entre sus

densos rizos, la miraba y detrás veía el cielo anaranjado a punto de quebrarse, como si

me anunciara que aquel recuerdo se instalaría dentro de mí por siempre, como una

revelación. También sé que cuando terminamos, ya era de noche, pero no sé cuánto

tiempo duró todo.

Seguramente, si la vida me permite convertirme en una anciana muy vieja, entre

las escasas docenas de recuerdos más intensos y bellos de mi vida que me lleve a la

tumba, aquel recuerdo será uno de ellos. Aquel encuentro fue así, discurrió sin que lo

preparásemos ni lo esperásemos. Sé que nadie forzó nada ni preparó nada. Yo no quería

ser su pareja ni ella la mía ni estuvimos verdaderamente enamoradas nunca, a pesar de

la ambigüedad sentimental de nuestra relación, pero el sexo fue de verdad, fue

armonioso, puro y extraordinario.

La naturalidad y la espontaneidad de aquello fue lo que otorgó al encuentro esa

belleza rara de flor exquisita. Supongo que hubiéramos podido sacrificarlo todo y tratar
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de cultivar aquella remota posibilidad de pasión, pero aquella pasión había nacido sin

casa, atravesada en la vía, sin madera ni motor, ni nadie que la alimentase. Se hubiera

muerto en la calle como un niño cojo abandonado, pues eso era, una pasión coja que no

queríamos. La lógica venció a la llama, la cordura doblegó a la piel.

Era una pasión sexual diminuta, accidentada y maltrecha; también era puro sol

que prometía recompensas si alcanzábamos la cumbre de la ola, pero exigía un valor

que ninguna tenía. Sacrificamos la sed de soles y cultivamos el hielo en nuestras manos.

Decidimos que olvidaríamos aquello.

Pero, cuando hoy, tantos años después, he leído en la prensa que a la hispano-

árabe Sira Zarour le han dado uno de los más prestigiosos premios nacionales de

fotografía, como culminación a su ya afamada e impecable carrera como fotógrafa, yo

he pensado en aquella tarde hipnotizada de nuestra juventud en donde el sol nunca se

pondrá del todo, he recordado su ambiguo beso de fruta; y cuando he leído que su

encumbrada fotografía tiene como marco el pantano aquel, he sabido que desde su ahora

distante ciudad, desde su lejana vida (y a pesar de aquel abrupto y posterior

distanciamiento), me envía un guiño recordándome que, también para ella, aquello es un

recuerdo sagrado, un hechizo mágico y compartido del que ninguna de las dos ha

podido desasirse. A pesar de todo.

FRAGMENTO SEGUNDO
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...Ahora quisiera hablarte de algo que jamás te conté debidamente, Lucía, quiero que

sepas de mí, de lo que soy, y todos somos hijos de nuestro pasado. El pasado siempre

bate en las venas, corrompe en agonía lenta la escasa pureza que nos otorga el destino,

solidifica la inocencia y vuelve nuestros pies de sucia arcilla; impide siempre que

lleguemos a convertirnos en aquello que soñábamos ser de niños. El pasado siempre

vence, a mí me ha vencido, y ni las horas de terapia ni todas las buenas personas que

he encontrado en el camino me han redimido de mi pasado. Siempre he visto enemigos

en todas partes, amenazas acechando, intenciones falsas.

Tengo mucho lastre sobre los hombros desde niña, sobre todo de joven el peso

se me hacía insoportable, me sofocaba el alma, y tampoco ahora se aligera. Al pasado

angustioso que aún me despierta de madrugada se añaden los destrozos que yo misma

he hecho con mi vida, mis relaciones, mis amores, mis amigos, con todo. A los estragos

de mi padre se le suman mis propios estropicios. Lamentablemente, a estas alturas ya

no puedo culpar a mi padre ni a su odiosa condición, pero sí fue él quien me moldeó

así. Ni fuerzas me dejó para enmendarme. Ojalá hubiera sabido dejar atrás del todo su

legado enfermizo.

Ya no recordarás aquel viaje a Cádiz, para hacerme aquellas maravillosas fotos,

pero fue allí donde me preguntaste cómo me había hecho aquellas extrañas marcas

sobre mi muñeca izquierda. Me sorprendió que fueras tan observadora, sólo tienen el

tamaño de una lenteja cada una, pero sí es cierto que su color blanquecino contrasta

con el resto de mi piel, siempre morena. Yo rehuí la pregunta, siempre esquivando todo
51

aquello que me llevara al recuerdo de mi padre. Siempre esquivaba tus preguntas

acerca de mi niñez o mi familia, sólo mi hermana era mi familia pasados los 16 años.

Las marcas son salpicaduras de estaño ardiendo. En la época más integrista de

mi padre, enviábamos dinero para la yihad, para cualquier conflicto mundial que

afectara a la cultura musulmana; todos en la familia habíamos de colaborar. Mi padre

era un ingeniero industrial que figuraba entre los colaboradores de Hassan II, vivíamos

bien al principio, pero todo era insuficiente si se trataba de la lucha contra los infieles.

Nos compró a mi hermana y a mí un soldador eléctrico y estaño, obtuvo de una fábrica

un importante encargo que podíamos realizar en casa, teníamos que soldar cientos y

cientos de circuitos, fijar algunos componentes electrónicos que venían aparte. Nunca

supe para qué eran, mi padre nos explicó que cada circuito soldado se pagaba bien, y

que nos descontarían el dinero de los mal soldados.

Era tal el terror que me inspiraba mi padre que soldé varios miles de circuitos

aquel verano sin equivocarme nunca..., salvo en dos ocasiones. Mi padre presionó el

hilo de estaño sobre el quemante soldador y dejó caer una gota sobre mi piel cada vez.

Las hizo sobre mi muñeca “para que pudiera verlas todos los días, porque los errores

no deben ser olvidados ni negados ante Alá”. Mi hermana estropeó cinco circuitos, se

limitó a mirarla con ira y abofetearla. Bien, Lucía, ya sabes cómo me hice esas marcas,

tenía doce años. Esto es sólo una anécdota siniestra en mitad de un páramo en donde

sólo el miedo más desgarrador dominaba nuestras existencias.

Mi padre se llamaba Hamza Zarour, creo que eso ya te lo dije, a mí me llamó

Sira, que es el nombre del texto sobre la vida de Mahoma más antiguo, escrito por Ibn
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Isaac en el siglo VIII. Curiosamente también existe en la santoral cristiana, lo que nos

vino muy bien cuando nos asentamos en España. También es el nombre de un texto

musulmán. A mi hermana la llamó Fatma, en España Fátima, pero ella se hace llamar

de otra forma, Chiara desde hace muchos años, ya lo sabes, una ridícula negación de

su pasado.

El yihadismo en el Magreb comenzó en 1.969 en Marruecos de la mano de

hombres como mi padre, quien por ser un ingeniero de impecable reputación, tanto

profesional como religiosa, fue escogido para desarrollar una fracción espiritual

inicial en Granada. Mi padre tenía una belleza insólita, como un Dorian Gray de

bajísimos instintos y estampa real bien oculta, mi padre maduró reflejando un encanto

personal y un atractivo en su rostro, ademanes y maneras, que le llevó a recabar el

respeto y la admiración de hombres y mujeres. Mi madre era una cría de diecisiete

años cuando lo conoció en aquel viaje con sus padres a Tetuán, para ver unos

familiares. Mi padre, correctamente vestido y refulgiendo talento, belleza y dinero, se

presentó y pidió permiso a mi abuelo para dar un paseo con mi madre. Mi tía los

acompañó, ella quedó prendada. Él se encaprichó, fue varias veces a Andalucía a

visitarla. Al final se casaron y la trajo a Marrakesh, pero los viajes de vacaciones a

Andalucía eran habituales.

Mi padre desarrolló muchos contactos entre los árabes asentados en el sur de

España. Cuando un español lo miraba mal en la calle, él siempre farfullaba entre

dientes: “Nos veremos en Al-Ándalus”. Era un hombre extraordinariamente culto,

hablaba varios idiomas a la perfección y conocía en profundidad la España árabe del


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pasado, las distintas incorporaciones culturales que los árabes habían realizado en la

península durante siglos. Inventos y aportaciones que no dejaba de explicarnos a mi

madre, a mí y a mi hermana. “Si hubiera tenido dos varones en vez de a vosotras…-

solía decir-, no os libraríais de cumplir vuestro papel en la yihad”. Cada vez que decía

eso, me imaginaba a mí misma en medio de un autobús con una bomba escondida en

las bragas.

Pero ése era un cometido demasiado elevado como para ser desempeñado por

una mujer, por eso nos limitábamos a soldar circuitos y realizar otras pequeñas

labores. Entonces no era como hoy en día, cuando un sector femenino de la comunidad

musulmana ya se ha incorporado a la yihad, también las mujeres se autoinmolan con

bombas al tiempo que matan a otros infieles. Ésa es la única triste forma con que una

mujer musulmana de Oriente Medio puede ganarse el absoluto respeto de sus

congéneres; pero le cuesta la vida y ha de llevarse otras por delante.

Tal conocimiento de España y de Granada le llevaron a ser escogido para

desarrollar ese núcleo más organizado que aglutinara los centenares de acérrimos

musulmanes que habitan Granada y Andalucía rememorando los más de ocho siglos

que en total habitaron España.

A principios de los años setenta el control en el país aún se acusaba mucho, y la

verdad es que mi padre a duras penas logró organizar unas reuniones clandestinas y no

creo que lo que pudiera hacer tenga conexión alguna con las posibles células

musulmanas que existan hoy en Andalucía, tierra que amaba. Él siempre decía que

Occidente había corrompido España con sus sucias costumbres, supongo que soñaba
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con ser el precursor “de su limpieza”. Ni qué decir tiene que desde que me sobrevino la

menarquía hasta los 15 años fui velada. Si nunca nos impuso el burka es porque

defendía férreamente el Corán, y allí solo se indica la necesidad de llevar velo.

Claro, que mi padre también adoptaba las demás medidas que debían aplicarse

a la mujer que no es lo suficientemente sumisa, como los encierros o aislamientos. El

Corán otorga a las mujeres y hombres, a grandes rasgos, los mismo derechos y

obligaciones, pero es sabido que la realidad social es bien distinta. La cultura

patriarcal arábigo-musulmana ha impuesto una gran cantidad de medidas represoras

contra la mujer que no aparece en ningún lugar del Corán.

Yo ya no consulto el texto, no respeto las posturas más extremas de la cultura en

la que fui criada, soy una mujer de mis días…, de mis días en Occidente, pero siempre

llevo a Alá en mi corazón. Una brisa dulce y suave sopla recónditamente en mi interior

cuando me siento perdida y pienso en Alá, en Dios, qué más da el nombre.

Mi madre era sumisa, débil, más bien pusilánime, moldeada por mi padre desde

sus diecisiete, depresiva y silenciosa desde siempre. Mi hermana también aprendió a

callar y a obedecer. A mí me costó más, me costó más golpes, más palizas, más

encierros en un cuarto a oscuras durante tres días seguidos. Aprendí a no confiar en

mis instintos, en mi fuerza, mi fuerza sólo me metía en problemas, en nuevos castigos.

Aprendí, pues, a renegar y desterrar lo mejor de mí misma. La desconfianza era mi

blindaje, mi escudo firmemente urdido desde niña. Lo aprendí en mi casa, y en mi casa

no se podía vivir…
55

VI

LA CARTA

Madrid, un día inhóspito de julio de 1993.

Sira, sin adjetivos,

esta carta, que es para mí y es para ti, será finalmente un tesoro cifrado en mi cajón,

pues la escribo como necesaria higiene emocional que me urge hoy. Tú serás mi

interlocutora, como tantas veces, pero no voy a hablarte hoy, pues tú eres el objeto de

mi turbación. Más hoy que nunca, y nunca leerás estas líneas.

Ayer viniste a verme, estuvimos disfrutando de una tarde de amistad y te fuiste a

las 22:20 aproximadamente. Estabas muy cansada y cuando te fuiste pensé: “Qué poco

tiempo hoy: ha sido un rato de piscina, un rato de conversación (¡y qué conversación!)

y la cena...”. Entonces empecé a echar cuentas y recordé que habías llegado a las

17:35 a mi casa, con lo cual, eran casi cinco horas de conversación incesante lo que

habíamos compartido. Casi no podía creerlo en ese momento, que fluya el tiempo de

esa manera cuando estamos juntas es algo sorprendente. En verdad hechizas mi

tiempo, nuestro tiempo compartido.

Voy a escribir acerca de eso, de lo innombrable, de lo que no debe decirse porque

no es prudente ni sensato ni se entiende en el seno de una amistad femenina que

pretenda tenerse únicamente por tal, voy a hablar de la mutua atracción física (antes
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que sexual) que existe y late bajo los cimientos de nuestra relación. Sí, sí. Tengo que

enfrentarme a ello y pensar en ello sobre el blanco iluminado del papel. Siento una

maraña confusa dentro de mí y espero destejerla con el telar húmedo de mi boca, que

irá desmigajando las palabras una a una, emoción a emoción, y cada instante de mi

memoria.

Remontémonos al inicio de esta certeza: Aquella tarde en el pantano, hace

nueve meses. Aquel intercambio hondo de tacto y deseos, aquel sueño remoto que se me

pierde en el alma, más y más adentro. Hicimos el amor o hicimos la amistad o

simplemente usamos nuestras sexualidades como salvoconducto que nos llevara, a

cada una, frente al alma desnuda de la otra. No importa, pero dejemos lo espiritual a

un lado y centrémonos en lo que me perturba, el sexo. Fue mi deseo y el tuyo lo que me

sobrecogió, lo que me impactó; tuve la sensación de que apenas estábamos

desclavando un único y tibio pétalo de todo el inmenso vergel que, cada una, había ido

cultivando y esparciendo tras cada arista de su cuerpo. Solo desenterramos un

puñadito de deseos, apenas unos granos de arena húmeda del millón de posibilidades

que albergaban nuestras playas más saladas.

Entonces, de repente y de tan abrupta (y suave) forma, comprendí que te

deseaba, pero comprendí que mi deseo podía crecer y transformarse, adquirir matices.

Nos encantó estar juntas pero, como bien sabes, nos costó un mundo remontar el vuelo,

rescatar el equilibrio, serenarnos y dejar que la relación fluyera nuevamente. Incluso

necesitamos una nueva interrupción de varios meses. Yo me despedí para siempre, pues

me turbó tanto tu turbación, que me hiciste ver como malo lo que únicamente podía ser
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tenido por pasajero y bueno. En contra de lo que hubiera cabido esperar de ti después

de aquel encuentro, las semanas siguientes te mostraste timorata y torpe y confundida...

De forma más o menos tácita quedó claro, al reencontrarnos, que de aquello

mejor no hablar, que a aquello no habríamos de volver, aunque a ambas nos apeteciera

o volviera a removérsenos el corazón y las alas y las ganas de sentirnos cerca. Te

prometí que por mi parte nunca ocurriría nada, nunca intentaría nada, <<nunca,

nunca>>, te prometí. Pero durante estos últimos meses en que de nuevo hemos ido

adentrándonos la una en la otra, tú, en el fondo, nunca has cerrado completamente esa

puerta, tampoco yo he podido, supongo.

En el saco de mis certezas más veraces yo he creído entrever que, algún día,

tarde o temprano, volverá a ocurrir. Da igual mi resolución y la tuya, da igual nuestro

leve miedo a perdernos mutuamente, da igual que ambas sepamos que si vuelve a

ocurrir, ponemos en serio peligro nuestra amistad (pues tal vez de nuevo comprobemos

que no estamos preparadas), da igual todo. Eso sigue ahí, para mi regocijo y mi

exasperación, a partes iguales. Me complace intuir tu deseo, pero me aterra, ya que me

impide desligarme del mío. Llevo meses realizando el sensato esfuerzo de llevar esta

relación por los raíles del convencionalismo (el más especial y hondo, sin embargo),

pero no hay forma de que mi inteligencia emocional, y nuestra noble intención de no

perdernos, logren enderezar el rumbo. Un rumbo que ya siento irremediable hacia unos

territorios que transitamos una tarde quebradiza y anaranjada, y que parecen ser el

norte de nuestros verdaderos deseos.


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Manda el corazón, manda la piel, manda la sangre y la vida, Sira, y... Juntas

somos puro fuego vital enredado, pura ala de golondrina blanca, somos lumbre del

mismo cielo y carbón del mismo infierno. Yo no sé si nuestra profunda complicidad

intelectual y espiritual ha provocado nuestra mutua atracción física o si es esta

conexión física la que nos empuja a querernos más, explorar más hondamente nuestras

almas y acercarnos más intelectualmente (puesto que hemos decidido no poseernos en

lo físico).

Hay algo físico que excede a lo sexual, decía. Cuando estoy un par de semanas

sin verte (a veces te he esquivado, sí) vuelvo a ti renovada en mi seguridad por no estar

dejándome atrapar por tu envolvente personalidad que todo lo impugna y desarbola,

que todo lo divierte e ilumina, pero en cuanto te tengo delante de mí, me siento tan

impactada por tu presencia física, que me aterro. Tu sonrisa, tu pelo, tus labios tan

perfectos, tus ojos inmensos, tu nariz delicada, tus manos, tu piel, todo es como dos

grandes bofetadas en la cara que me recuerdan cuánto me agradas físicamente. Dos

bofetadas que hacen que me sienta pequeñita y débil.

Aunque quizá es peor cuando siento que me miras de esa forma con la que me

miras tantas veces. Siento que no te das cuenta, no, Sira, pero tus ojos juegan a

buscarme, a detenerse un instante en algún punto de mi figura. Sí, amiga. Entonces me

percato de que estamos perdidas, pues sé que un día volverás a besarme con aquella

determinación y suavidad, y yo sentiré prenderse la sangre de mi cuerpo, me sentiré

arder por dentro y me dejaré ir, me dejaré ir, hacia tus aguas más quietas. Quiero

sentirme besar y abrazar por ti. Pero insisto en que lo físico excede a lo sexual porque
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percibo que nos agradamos físicamente antes que atraernos sexualmente, nos miramos

con agrado y ternura antes que con deseo.

Pasamos horas y horas casi desnudas junto a la piscina y no hay nada sexual en

nuestros gestos, somos como dos niñas cómplices que chapotean felices en el agua de

la bañera esperando a que su madre venga a secarlas. Intercambiamos algún roce

tímido con ternura y respeto, con delicadeza mansa, no son caricias sexuales robadas,

son mimos afectuosos. Quizá también me aterra esa ternura aliada a lo físico, pues,

¿acaso no es también así el verdadero amor? Y bien claro tengo que esto no es amor.

Durante todos estos meses, todo estaba soterrado, controlado, casi olvidado e

ignorado, pero nuestras almas han jugado a perseguirse y rozarse y protegerse. Tengo

el corazón lleno de espinas por una pérdida y tú has sido el bálsamo más tibio para mis

heridas, has acunado mi alma encogida dentro de la tuya, más firme y abierta. Yo te he

ofrecido mi pobre arrimo a causa de algún contratiempo espiritual menor. Estamos en

primera línea, llama a llama, rescoldo contra rescoldo, nos estamos entibiando el

corazón y el alma y... la piel, Sira, la piel. Yo quiero tocarte, acariciarte con suavidad,

sentir los matices afrutados de tu sabor selvático; quiero que aprendas cómo es mi

placer, quiero sentirme poseída por ti, sentirme de nuevo tuya, quiero hacerte mía,

estudiar los destellos insólitos de tu piel de caramelo, saborearte y lamerte y morderte y

apretarte y abrazarte desnuda, contra mí.

Pero éste era un deseo que nunca deseaba, que nunca evocaba, que no sentía;

pues lo aislé, lo dejé pasar (no lo reprimí, pero sí lo ignoré). Lo creí superado. Nunca

he pensado en ello estando contigo durante estos meses, nunca. Pero ayer, ayer cambió
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algo que me ha hecho despertar muy temprano, casi con el alba, y estar pensado y

pensado: yo no puedo hacer nada, ni tengo ya fuerzas para disuadirte ni para

manipularte para que te apartes de mí, no puedo esquivarte ni seguir forzando un

tempo más lento para nuestra relación.

Ya no puedo seguir cuidando de nuestra amistad porque ya no entiendo lo que

nos pasa. Nuestras pieles se intuyen, se recuerdan ellas solas con su memoria

epidérmica, sin que podamos impedirlo. En la mente se emborronan nuestros recuerdos

de aquella tarde, pero en nuestra piel se detuvieron. La esencia de esta relación parece

ligada a lo físico de una forma más valiente e incontrolable de lo que imaginé. Y ayer

sentí un punto de tensión que no sé exactamente a qué se debe.

Siento ternura física y te transmití esa ternura con naturalidad, apenas apoyé

unos minutos mi cabeza en tu hombro, ambas en silencio compartido, apenas te pasé

castamente la mano por tu blusa, sobre tu brazo acogedor... Otras veces has sido tú

quien se ha arrimado a mi cuerpo en el sofá de tu casa, quien con descaro se ha

levantado y me ha dicho: <<Espera, voy a sentarme a tu lado y así te estrujo un

poco>>. Yo nunca antes. No tiene importancia, pues, pero, si no nos frenamos, ambas

sabemos lo que puede desarrollarse detrás de la ternura. Ayer sentí en ti una respuesta

que iba más allá de la ternura y eso me turbó.

En verdad podríamos abrazarnos con ternura alguna vez, pero, si nos

abrazamos y nos acariciamos el rostro y los brazos y el pelo y nos apretamos la una

contra la otra, ¿se detendría eso ahí? ¿Me aseguras que si tiernamente te abrazo y te
61

acaricio el pelo y la nariz y los pies y las piernas y las curvas de tu cintura..., no vas a

desear olerme, lamerme, besarme y poseerme?

No hemos pasado del intercambio de gestos tiernos y rápidos, todavía no, pero

sé que si nos excedemos en el intercambio físico de ternura voy a desearte intensamente

de nuevo, voy a desear perderme en tu cuerpo, entre las yemas de tus dedos de miel,

entre tus alas de libélula y entre tu sexo aniñado, sí. (Qué vergüenza verme escribir esto

aunque sea sólo para mí).

Hay una llama sagrada y oculta dentro de nuestros cuerpos, una llama candente

que nos ocultamos y nos escamoteamos, la llama de nuestras sexualidades (tan

viscerales y representativas en ambas, tan afines, de algún modo), y estas llamas se

tocan en sus extremos, se buscan. No hay nieve que las diluya, ¿es que esto no va a

desaparecer nunca? ¿Por qué nos ocurre esto si no estamos enamoradas, si lo que

queremos es ser únicamente amigas? Yo quiero que en mi vida haya gente como tú, me

cuesta encontrar gente con la que comparta tantas afinidades intelectuales,

emocionales, espirituales, de proyectos vitales, laborales, fotográficas, literarias,

cinematográficas, gastronómicas... Todo bien hasta aquí, perfecto, pero, ¡joder...

¿También afinidad en cuanto a atracción mutua?! Pues sabemos que el sexo lo

complica todo, puede llevarlo todo al terreno amoroso y desbaratar las amistades más

sólidas. Y no quiero que estropeemos ésta.

Yo creía que la relación se torcía al irse hacia lo físico y enderezarla era

necesariamente internarla en la amistad convencional; pero, viendo que a pesar de

nuestros esfuerzos se sigue resbalando hacia el mismo lado, me pregunto ¿y si fuera lo


62

contrario? ¿Y si me estoy obstinando en forzar la relación hacia un convencionalismo

que no es su naturaleza y así estropeo antes las cosas? ¿Y si el hecho de que podamos

volver a desear hacer el amor es en realidad algo que está en la naturaleza más

indiscutible de esta relación de amistad tan peculiar? No adelantemos conclusiones, ¿y

si nuestra amistad no puede recibir ninguna etiqueta convencional, y tenemos que

dejarla en-plena-libertad-evolutiva para saber realmente qué sentido tiene?

Esto sería lo más sensato, pero... Me asusta, no dejo de coartarnos a ambas,

dejo de llamarte a la mínima, no dejo de poner barreras de un tipo u otro, lo que tú

dócilmente me reprochas a veces, con todo respeto, o acaso porque lo que más te

seduce de mí es mi resistencia a dejarme enmarañar por tus encantamientos. Ocurre

que no sé hacia dónde vamos, no sé si nos odiaremos dentro de un año o si estaremos

aún más unidas, no lo sé, Sira, no lo sé, y no soporto las cosas que me desconciertan,

me giran el alma, el corazón y la piel como lo hace esta relación.

Anaïs Nin y Henry Miller fueron amantes, además de amigos, durante toda la

vida. Se corregían manuscritos, se hacían confidencias, Anaïs le hablaba de Hugo (su

marido) y de sus otros amantes, y Miller le hablaba de June (su mujer) y de sus otras

amantes. Se hacían el amor intelectual y afectivamente, pero también físicamente, y

también tuvieron sus distanciamientos. No obstante, se escribieron y se vieron durante

toda la vida (hasta que Henry murió). Pasaron alguna vez años sin que se encontraran,

pero las cartas proseguían, y siempre volvían a recorrer los miles de kilómetros que les

separaban para reencontrarse, para disfrutar de su amistad, su pasión literaria y, sí,

también para hacer el amor salvajemente. Pero eran, por encima de todo, amigos. Esto
63

no es imposible, pues, pero hay que ser muy libre, muy maduro y muy fuerte (y desde

luego quererse mucho) para perpetuar una amistad así de singular toda la vida.

Nuestro caso no sé si es tan talentoso y hondo como el de los dos brillantes escritores

que son sólo un ejemplo entre cientos de amistades inciertas, con dobleces.

(Ay, juro que nunca enviaré esta carta a Sira, me lo juro a mí misma)

No sé si dejar pasar otro par de meses y aprovechar cualquier alejamiento

laboral para enfriar forzadamente la relación, viéndonos escasamente. No sé, durante

las últimas semanas esta idea se ha ido apoderando de mí como la única solución

factible. También en estos momentos de mi vida tengo la necesidad de soledad

autoimpuesta, pues siempre me he sentido muy arropada y eso a veces impide que nos

veamos a nosotros mismos.

No sé que hacer, Sira, y en esto no puedo contar contigo, te echo de menos, añoro

ahora mismo tu amistad y me duele no poder llamarte y contarte esto como si me

estuviera pasado con otra amiga, pues sólo tu opinión objetiva es la que me vale para

estas ocasiones extrañas y sólo la tuya es la única que no puedo tener con objetividad

ahora.

Ayer sentí algo vigoroso y extraño, algo mágico y envolvente, también suave,

sentí que ya no soy yo, que ya no eres tú quien agita los hilos de esta relación, sentí que

no somos nosotras, sino ese algo incontrolado y latente y esquivo y difuso que palpita

bajo la piel de nuestro vínculo, y no creo que se trate únicamente de burda atracción

sexual aunque me consta que no es amor, pero tampoco casta amistad. ¿Entonces? No

sé, ya no sé nada, Sira, pero cuando pienso en ti hoy, a ratos siento reverdecer mil
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flores de perfume exótico que me enredan el alma con mil mentiras imposibles, que me

aturden y me endulzan con una peculiar mezcla de fascinación y deseo. Pero la mayor

parte del tiempo, querida amiga, siento vértigo, vértigo, vértigo, una espiral de peligro

corroyéndome las tripas, advirtiéndome del fracaso estrepitoso de nuestra relación si

proseguimos enredándonos en posibilidades de mal agüero.

Anoche soñé que te fotografiaba a la manera de Helmut Newton. Quería llenar tu

cuerpo de manjares exquisitos, de refrescante verdura que realzara tu piel de azúcar.

Quería esparcirte nata y nueces, fruta fresca y caramelo. En la bandeja de tu vientre,

esparcía mi alimento. Con mi cámara enfocaba tu belleza tan lejana, te atrapé en un

instante con teselas oscuras. Te envolví con fino plástico de cocina, desnuda, amordacé

tu belleza para hacerla un poco mía. Era como el juguetón fotógrafo Newton robando

hermosura brutal. Era ladrona de ti y comía de tu vientre. Te rodeaba de espinas y de

alambre la cabeza, con cuidado, y te ataba con soga afilada que atenazaba tu piel.

Desnudaba tus senos queriéndolos erguidos, dispuestos, los cubría con el jugo y el

rescoldo de las fresas. Perdida en tu propia belleza, tu alma quedó en la foto. Mía sobre

el papel como una promesa de agua. Pero he despertado.

Tengo miedo, me siento angustiada, no quiero verte ni que me llames ni que te

acerques a mí, no quiero que me tientes con la suavidad de tu voz ni con tu afectuoso

roce ni con tus bromas ambiguas, no quiero, no quiero. Esta relación está condenada al

fracaso. Si nos dejamos llevar, acontecerá algo dulce, intenso y muy especial para

ambas, tal vez incluso se repita una o más veces, pero intuyo que ese paso fraguará el

principio del final de esta relación (no somos Miller ni Nïn).


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Si no ocurre, estaremos las dos fingiendo una castidad de deseos que no nos

prodigamos mutuamente de forma completa, estaremos cerrándole la salida a una

energía mutua que, de no ser liberada de alguna forma, nos terminará generando

conflictos -como cercioraba Freud-. Estaremos fingiendo una amistad convencional

que no es la nuestra. Y, lo de dejarse llevar como si nada, que tú sugeriste, como si no

supiéramos lo que ya ocurrió una vez, como si esperáramos que las circunstancias

decidan por nosotras, contra nuestro miedo, eso me parece más patético e inmaduro

aún.

Estoy perdida. No sé cuál es la actitud más sensata en este momento. No sé si

debo dejar de lado la sensatez y cultivar el flamígero impulso de mis vísceras. No sé si

me juego así esta relación, o si acaso, hagamos lo que hagamos, serán los vientos de

Pandora los que nos arrastren hacia un lugar u otro, a su antojo. Sólo sé lo que

siento por ti: admiración, amistad, ternura, deseo y un levísimo vestigio amoroso,

recóndito y débil.

Me estoy rompiendo hoy, me estoy desmoronando al comprender que nunca he

deseado a ninguna mujer como te deseé a ti (aunque sin propósito amoroso último).

Ninguna mujer se me asemeja tanto. Y hay algo en ti que me arrebata. Siento la leve

conmoción que flota en el ambiente cuando nos encontramos, siento la ligera turbación

mutua y siento algo indescriptible al contemplar tu rostro.

Hay tantas cosas de ti que me sorprenden que no sabría enumerarlas. Eres

extremadamente sagaz, tu astucia es sorprendente, tu inteligencia abismal. Me cuesta

mucho encontrar seres tan lúcidos y abiertos al mundo del conocimiento y sé que, si al
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final me voy de tu lado, no sé con quién podría compartir algunas de mis reflexiones

más necesarias (que morirían en mi interior o sobre el papel).

Recuerdo aquella madrugada en que, como dos jovencitas díscolas, salimos a

tomar copas e incluso a bailar un poco. Íbamos caminado por oscuras calles

madrileñas que mediaban entre los locales que transitamos, cuando una algarabía de

vagabundos y alcohólicos, locos de la calle y enfermos de la noche, se dedicó a

vocearte piropos extremos y a seguir tu estela por la acera. Llegamos a asustarnos y te

hice jurarme que colgarías tus vestidos más provocativos cuando salieras conmigo de

madrugada. Pero había puro fuego en aquella calle sucia, había raudales de atracción

sexual desprendiéndose de la tensión de aquellos hombres, a quienes la desesperación

vuelve sinceros.

Me escribo esta carta a mí misma con la única intención de hilar mis emociones

con mis ideas, mis deseos con mi cordura, pero termino y observo que Sira lo separa y

lo aturde todo dentro de mí. Tal vez yo sí clarifique cosas dentro de ella y ella sólo lo

ofusque todo en mí, aunque tan agradablemente que me despista. Ni siquiera utilizarla

como destinatario epistolar me clarifica nada, pues su recuerdo lo agita todo. Mi mente

razona un propósito, pero mi corazón niega su resolución, mientras que mi piel reclama

brasas de su belleza. Debo alejarme de ella, debo volver a marchitar este sentimiento

en mi corazón, tengo que aletargarlo, adormecerlo con el láudano del miedo porque

esto no me lleva más que hacia el dolor final de su pérdida, que me abrasará las

entrañas. Mejor adelantarlo ahora. Aunque no sé qué hacer, esto no es una resolución,

pues no tengo fuerzas. Aunque tal vez podría


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No recuerdo cómo finalicé esta carta, aquí inconclusa, que escribí en un día de

gran confusión y desasosiego, muchos meses después de aquella tarde en el pantano.

Releerla -tras encontrar el borrador inicial en la misma vieja cómoda-, me ha permitido

recordar lo desorientada que me sentía aquel día. Mi discurso escrito era afectivamente

farragoso, desasosegado, sin un orden preciso. Supongo que en mitad del aparente

estallido de sublimación que vivía por Sira no había una lógica interna certera. Así son

las emociones afectivas a esas edades, a veces una idealización extrema. Si bien, me ha

conmovido rememorar la siempre buena fe que yo depositaba en Sira.

Es curioso que, con sólo veintinueve años, yo pensara que a duras penas iba a

poder evolucionar mucho más, pero ahora comprendo (y recuerdo), por lo insegura y

aturdida que me sentía, que la verdadera mujer que hoy soy, mis valores más poderosos

y rotundos, estaban entonces anidándose, cobrando su lugar definitivo en mi persona.

La Lucía más abusivamente idealista, la más dramática, la más ingenua y juvenil, daba

por aquel tiempo sus últimas boqueadas de pez quijotesco.

Así es la vida, así es el crecimiento, de repente un año te das cuenta de que

infinidad de rasgos y mecanismos de tu persona ya no tienen razón de ser, no te

identificas con ellos, ya no son tú, aunque habían sido tú; y en el trasiego por

desembarazarte de esos rasgos agónicos y alumbrar los que te son más propios (los que

rescatas de entre tus verdades más soterradas), en ese trajín, te pasas meses dejándote la

piel en los páramos de la duda, la ansiedad y la angustia.


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La angustia no puede empañar la belleza de la vida, sólo nuestra percepción de

ella, lo que no deja de resultarnos insufrible. Y eso si eres una persona lúcida y fuerte,

peor les va a quienes se autoengañan y se enmascaran a sí mismos esas facetas que ni

les satisfacen ni evolucionan, pero de las que no se atreven a desligarse (o tal vez no

pueden), y en cambio las arrastran como fardos encadenados que rezagan su luz y su

avance.

Con relación a Sira, intenté aclararme las ideas durante los días subsiguientes,

mientras evitaba su compañía. No tenía edad para andar jugando, pensaba, pero no

podía darle esta carta, a pesar de que ella había sido tan franca y valiente conmigo aquel

día en el restaurante frente al pantano. Ya entonces percibía lo desmesurado de la misma

y el desbarajuste emocional que manifestaba.

No podía desgajarme de mi miedo y compartirlo con ella, quien ya me había

insinuado que lo mejor era seguir así y dejarse llevar (ella siempre fue por delante de

mí). En aquel momento de mi vida todo se veía confuso. Como decía, atravesaba uno de

esos años de fatigosa renovación espiritual, y ella, para iluminarlo y también para

ensombrecerlo a ratos, había estado allí conmigo, siempre dispuesta a entibiar mis fríos.

No sabía qué efecto tendría esta carta en nuestra -para mí- valiosa relación, así que

decidí olvidarla en una vieja cómoda. Me juré que no iba a remitírsela de ningún

modo...

A la semana siguiente, se la envié.


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SEGUNDA PARTE

NUNCA ENCADENES A NADIE AL PIE DE NUNCA


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VII

LA RESPUESTA DE SIRA

Indudablemente, entraña un mayor grado de emoción escribir una carta y enviarla antes

que esperarla. Si bien, supongo que también esta preferencia se rige por los gustos

personales de cada uno. En mi caso, una vaga red de mecanismos mentales que me

ilusionan se activaba siempre de la misma manera en cuanto depositaba la epístola en el

buzón de Correos. Tiempos pretecnológicos, sí, pero unos tiempos que permitían

acariciar el papel y las letras que más tarde habrían de tocar las manos de nuestro

destinatario.

Primero pensaba en el día exacto en que echaba la carta, luego calculaba la

media de días en los que nuestro “eficacísimo” correo estatal tardaría en llevar esta carta

a su destino, esto es, calculaba unos días más. Después, si el destinatario o la misiva me

llevaban a pensar en que ineludiblemente habría otra respuesta epistolar, entonces

calculaba el proceso por su parte. A veces el cercano acierto me sorprendía, pero otras

veces era desalentador. En cualquier caso, no podía evitar realizar el infantil e

improbable cálculo.

En Madrid, para ir a casa de mi hermana Rebeca pasaba necesariamente por las

rugientes bocas de león de las oficinas centrales de Correos; así que siempre que tenía
71

que enviar una carta especial y para mí urgente, aprovechaba para ir a ver a Rebeca y de

paso encomendar la preciada carta a una de estas provocativas bocas. Al echar allí una

carta, ¿quién no habrá sentido una pequeña punzada de vértigo al introducir las puntas

de los dedos? ¿Y si se cierra la boca y me tritura la mano? -Es el pensamiento pueril con

el que todos jugamos-.

La ineludible sensación de peligro con la que jugaba en mi corazón más tenía

que ver con la carta que había escrito que con mi personal fetichismo hacia los leones de

Correos. Ello a pesar de que estos leones siempre me recordaron igualmente a la

inquietante boca de león de piedra del Palacio Ducal de Venecia, en donde durante

siglos, se introducían las notas anónimas con acusaciones de robo, traición, asesinato, de

intrigas, etc. Moratín y otros viajeros execraron este uso con toda razón, pues daba lugar

a venganzas personales perpetradas mediante falsas acusaciones anónimamente

depositadas en esta temible boca.

Las acusaciones no necesariamente eran contrastadas y los castigos de la

terriblemente húmeda cárcel de Venecia fueron conocidos en toda Europa. Aún se

conservan sus celdas, y allí pasaron parte de su tiempo personajes como Casanova,

Giordano Bruno o Girolamo Savonarola. La prisión fue llamada por Lord Byron “Los

Plomos”, pues estaba revestida de placas de este material, lo que elevaba las

temperaturas en verano a más de 50ºC. En invierno la humedad y el frío corroían los

huesos y las tristezas de los presos. “¿Qué castigo emocional me depararía a mí la

esquiva y caprichosa Sira?”-Me preguntaba insegura. Las cartas importantes me dejan

siempre un regusto de inseguridad en cuanto las envío, y es claro que esa carta, tan
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confusa y excesivamente emotiva, me había dejado un raro sabor a espiral y a miedo en

los labios.

Desde mi casa, debía pasar antes por la zona del enorme ático de mi hermana

gemela, quien siempre estaba encantada de recibirme para almorzar juntas. Es creencia

popular que de entre los hermanos mellizos y gemelos, siempre hay uno que sobresale

por su extraversión, dinamismo o desparpajo, mientras que siempre hay uno más

inseguro, apocado y silencioso. Bien, Rebeca era, de entre nuestra estrecha fraternidad,

la extrovertida, y había desarrollado con los años un papel de protectora con relación a

mí que le hubiera sido más propio si hubiera tenido diez años más que yo, en vez de

sólo diez minutos más de vida. Rebeca era muy distinta a mí, había empezado a trabajar

a los dieciséis años, mientras que yo nunca había salido del ámbito académico. Ella

había pasado los últimos catorce años trabajando en agencias inmobiliarias, hasta que,

gracias a su tesón y una racha de suerte, pudo tener la suya propia. Estaba ganando

muchísimo dinero.

Ella no sabía quién era Le Corbusier, no conocía a D. H. Lawrence ni a

Modigliani ni leía más de tres libros al año, pero nunca conoceré a nadie más centrado y

hábil que ella. Rebeca es feliz y coherente con su vida, es templada y luchadora, alegre,

amante de la marihuana y tiene un ático amplísimo, destartalado pero encantador.

Recientemente, he leído que el noventa por ciento de los hermanos gemelos viven

en la misma ciudad durante toda su vida, lo que no me extraña. No creo que terminen de

ser ciertas las creencias respecto de los sueños simultáneos en gemelos o mellizos,

adivinaciones acerca del estado en el que el otro se encuentra y cosas similares; pero no
73

me sorprende lo de vivir cerca del hermano gemelo, pues cuando observo en su rostro,

idéntico al mío, angustia o tristeza, siento un malestar paralizante. Ya no puedo pensar

en otra cosa más, ya no me preocupa ninguna otra cosa, simplemente tengo que

conseguir que Rebeca se sienta mejor, sea como sea.

Ella es mi espejo. La miro y veo su piel blanca, su boca pequeña, su pelo lacio,

espeso y rubio, sus ojos grandes, oscuros y expresivos. La miro y me estoy mirando a

mí misma. Soy capaz de interpretar cada fruncir de su boca, cada arqueamiento de una

ceja, cada tic que denote un estado de ánimo. La mayor parte de estos gestos son

idénticos a los míos. Incluso después de muchos años, podemos seguir gastando bromas

a nuestros amigos. Somos sorprendentemente parecidas, en fotos antiguas muchas veces

no puedo distinguirme de ella; si bien, aprecio en ella una suerte de encanto personal

que dudo mucho que yo dispense.

Rebeca cae bien, siempre cae bien a todo el mundo desde el primer intercambio

de palabras. Agrada con naturalidad, con la limpieza de su carácter y sin atisbo de

ostentación. Es humilde y sencilla, divertida y díscola. Siempre sonríe, sonríe en los

malos tiempos y se desternilla en los buenos. Lo cierto es que, quizás porque el sentido

del humor se desarrolla fundamentalmente en el ámbito familiar primero, no hay otra

persona con quien me ría más. Con los hermanos nos reímos más que casi con nadie.

Las conexiones y complicidades maceradas durante años son insuperables.

Curiosamente, la empatía emocional se ve más acusada por su parte. Rebeca

puede soportar mejor el verme sufrir, pues en ella la empatía se torna vigilancia.

Siempre está pendiente de mi vida, de si necesito algo, de invitarme a unas fabulosas


74

vacaciones en China, de regalarme dinero, de escucharme y de sonsacarme. Y tampoco

es que seamos exactamente amigas, yo no le cuento cada pormenor espiritual de mi

evolución (ni a ella ni a casi nadie), pero me basta pasar unas horas de conversación con

mi hermana para que sienta que mi termostato se ajusta.

Quizá es como otro yo que vive una vida paralela a la mía, la mía depende un

poquito de ella y la de ella de mí. Supongo que todas las hermanas bien allegadas

sienten esa seguridad recóndita que proporciona el saber que, ocurra lo que ocurra, tu

hermana estará ahí, pero entre gemelos y, supongo, igualmente mellizos, esta sensación

se acentúa. Me hace sentirme muy segura el saber que ella está cerca de mí, aunque a

veces pase más de un mes sin que hablemos, pues tampoco lo necesitamos. Somos

completamente independientes, no se trata éste de uno de esos enfermizos vínculos que

se da entre algunos hermanos gemelos; lo que también he vivido de cerca, a través de

mis primos gemelos, Raúl y Roberto.

Aquella mañana encontré a mi hermana bastante sonriente y con los ojos algo

enrojecidos. Como en la mayoría de sus días libres, se dedicaba a holgazanear por casa,

comer y fumar hierba durante todo el día. Sólo eso le permitía cargar sus baterías para

soportar el estrés de toda la semana. El estrés es agotador en todas partes, pero en

Madrid es enloquecedor y destructivo. No sé qué sería de los madrileños si cíclicamente

no saliéramos despavoridos y en bandada hacia la sierra o la playa en cuanto podemos

permitírnoslo.
75

Rebeca había innovado su aspecto con un nuevo corte de pelo, lo que siempre

me complacía, pues me permitía ver cómo podría quedarme a mí ese mismo peinado.

Aunque ya eran las doce, seguía en batín y zapatillas, su atuendo invernal de asueto:

-¡Qué! ¿peluquería otra vez?- Le pregunté retóricamente.

-¿Te gusta?

-Sí, te favorece bastante. ¿Es otro de esos cortes tuyos que te haces cuando

quieres renovarte en algo?- Interrogué sarcástica, pero amablemente.

-Nooooooo, Luciílla “la listilla”....- Me contestó mientras me pellizcaba con

rabia el trasero.

-¡Auu!- Espeté. El intercambio de bromas siempre era inmediato nada más

vernos, luego hablábamos de nuestros padres, de cómo estaban y lo engorrosos que se

ponían a veces con el exceso de protección. Como entre las hermanas de cualquier

familia, primero realizábamos un sucinto repaso sobre temas familiares, los temas

compartidos de siempre, cómo iban los trabajos, etc. Después, tras el almuerzo y unas

cervezas frías, entrábamos en detalles más personales (si es que entrábamos en ellos, lo

que no era obligado).

-¿Para quién es hoy la carta?- Inquirió.

-Vaya, ni que sólo viniera a verte cuando tengo que echar una carta.

-Pues casi siempre, Lucía- Y fruncía los labios igual que yo, cuando algo la

contrariaba. Entonces, yo sentía adoración por mi hermana, quien en esos instantes de

enfurruñamiento me recordaba a su niñez, a lo dócil que era, recordaba su pelusilla


76

rubia e infantil, los columpios y todas esas zarandajas infantiles que viajan con cada uno

de nosotros.

-Pues es para Sira, la chica a la cual le conseguiste el piso.

-¿Ves como es por una carta...? Bien, ¿cómo está? ¿No está aquí?.

-Sí- Aclaré.

-Qué chica tan increíblemente guapa, me dejó pasmada la primera vez que entró

en la oficina. Eso de la mezcla árabe y española resulta exótico. No está tan delgada

como dictan los modistos pero es despampanante la cachorra, cada vez que la veía me

impresionaba de la misma forma, vaya tela- A mí hermana le encantaba emplear

lenguaje chocarrero y de jerga a veces. Su énfasis al subrayar la belleza de Sira removió

en mí el típico orgullo que normalmente sienten los hombres cuando alaban a sus

hembras. Me complació que resultara tan poderoso y evidente el atractivo de Sira,

aquella mujer que un día se había abrazado a mi cuerpo como si quisiera colarse dentro

de mí.

-Y, ¿por qué le escribes una carta si vives a poco más de media hora de su casa...,

de su preciosa casa que yo le conseguí?- Añadió.

-Bueno, ha llegado a ser una amiga bastante especial. Es de esas personas con

las que se desarrollan vínculos que sabes que, de alguna forma, durarán siempre. Existe

una complicidad muy especial entre nosotras, una vinculación espiritual que...

-¡Buf!- Me cortó- ya empiezas con lo de las vinculaciones espirituales. ¡Qué

poca calle tienes, hija! Lucía, como se te nota. Vives en el maravilloso mundo

académico. Aaaaah, la universidad.... ese lugar donde se aparta y aglomera gente elegida
77

en un universo paralelo y como de juguete, que creéis que podéis controlar, en donde os

sentís seguros y mágicos y especiales e ideales...

-Ya empiezas con lo mismo- Esta vez le corté yo, aunque sonriendo, ya que en

esa simplista explicación de la universidad había un inquebrantable fondo de verdad al

que Rebeca llegaba desde su perspectiva de trabajadora impenitente y con escasa

formación académica, pero con un sentido común y una sabiduría vital inigualables.

-No, Lucía, es que es así. No existen los vínculos perfectos ni esos hallazgos

alucinantes. En el fondo la amistad es otra forma de egoísmo encubierta, vamos, creo

yo- Rebeca siempre fue más realista y práctica que yo- La idealizas y ya está. Ahora te

ha dado el apretón con la tipa ésta. Bueno, lista es como ella sola, ya la calé yo bien

calada y además le pillé un par de detalles guarros que no me gustaron nada. Le fue a

dar un par de besos Manolo -su marido - y como tenía la cara algo húmeda, ella se la

giró, toda estirada y sin disimular demasiado. El pobre Manolo se sintió fatal: “Claro,

como estoy tan gordo y sudo tanto...”, me dijo luego. Joder, tía, no me digas que sólo

por no hacerle el feo, no le podría haber dado un par de besos.

-Pues sí, tienes razón, pero ella es de las que rehuye siempre lo de los obligados

besos en la cara, prefiere dar la mano- La justifiqué, aunque mi hermana tenía razón, no

puedes girarle la cara a quien te la tiende amablemente por ser cortés contigo. Sira tenía

esos detalles a veces. No le apetecía darle dos besos a Manolo, que estaría bastante

sofocado, el pobre, y le resultaba completamente indiferente si él se iba a sentir o no

mal por ello. Le debió de girar la cara con la dureza que también podía demostrar a

veces.
78

Por la tarde eché la carta y calculé que Sira me llamaría por teléfono dos o tres

días después, o recibiría otra epístola suya -emotiva y profunda, como siempre- la

semana siguiente. No fue así. No obstante, yo decidí no obsesionarme con el tema. Pasó

una semana, y otra y otra, pero yo estaba muy ocupada porque María, una de mis

mejores y más antiguas amigas, atravesaba una dura crisis de ansiedad después de una

ruptura de pareja. Me mantuve ocupada prestándole mi apoyo, estando pendiente de ella

y acudiendo a su lado siempre que me requería. No incurrí en mi tendencia analítica y

no pensé demasiado en por qué Sira no escribía o llamaba, pensé que habría estado

ocupada, pero, lógicamente, al pasar tres semanas la llamé.

Su sequedad al atenderme telefónicamente ya me advirtió que algo no andaba

bien. Comprendí que había estado dejándose llevar por el vértigo de nuestra relación y

que había sacado sus típicas conclusiones precipitadas y erróneas cuando me reprochó

que ya llevara tres semanas sin llamarla, según ella “porque no había contestado

inmediatamente a mi carta”.

-Vamos, Sira, la carta era confusa porque me sentía confusa, pero era

extremadamente franca. Deduje que necesitabas tomarte tu tiempo, he estado liada y

tampoco he estado dándole muchas vueltas al hecho de que no me llamaras- Le

expliqué.

-Ah, claro, has estado muy ocupada con tus innumerables amigas...-Dijo

sardónicamente, manifestando unos injustificados celos que a veces disimulaba, pero

que sentía siempre que yo no le prodigaba mi ininterrumpida admiración.


79

-Venga...-le pedí en tono tranquilizador-, no seas así. Sabes que era lógico que

esperase tu carta....

-No, no me has llamado porque querías castigarme emocionalmente- Eso me

irritó, aunque fuera una chiquillada.

-Sira, llevamos tres semanas sin hablar telefónicamente, ni vernos, es decir, ni yo

te he llamado ¡ni tú tampoco me has llamado!-Me puse firme- ¿Por qué va a ser

responsabilidad mía el que no hayamos hablado, pregúntate tú por qué no lo has hecho,

ya te he dicho que yo esperaba tu carta mientras tenía mil cosas que atender.

Sus enfados, a mitad de camino entre el enfurruñamiento pueril y la ira de un

estibador de puerto, me dejaban desconcertada y me decepcionaban y me molestaban

hondamente. No tenía razón- A ver, -proseguí- ¿por qué no me has comunicado nada en

este tiempo? ¿Acaso no te pareció importante mi carta?- Ahora yo requería la atención

que sentía merecida.

Sus explicaciones me dejaron perpleja:

-Pues no te he dicho nada aún porque me pareció que me intentabas llevar al

huerto- Dijo con una aparente convicción que sólo ella era capaz de demostrar a veces-,

me pareció que querías adentrarme en un terreno que ambas decidimos que habríamos

de eludir, -añadió fríamente- me pareció que me inducías astutamente y no tienes que

presionarme para ir en ninguna dirección, yo no quiero que vuelva a pasar aquello...,

pues no estaba preparada para hacerlo entonces y no estoy preparada ahora- Expresó

con la aparente inocencia de una niña de seis años.


80

Mi irritación fue instantánea, su actitud era desconcertante, contradictoria con

muchos de sus gestos. Además de innecesariamente esquiva, me pareció injusta:

-¡¿Qué?!- Espeté sin esperar respuesta.

Mil recuerdos y detalles se agolparon en mi mente. Recordé mi carta, en donde

incluso le proponía, como una de las posibilidades, que dejáramos de vernos para

siempre, que nos olvidáramos de todo y nos quedáramos en ese punto. Recordé cómo le

había advertido que no era aconsejable que volviéramos a estar juntas de esa manera, y,

sí, le hablaba de mi puntual deseo y la turbación que ello me producía. Ella sólo se

había agarrado a la parte en la cual le explicitaba mi momentáneo deseo y se había

angustiado injustificadamente. Bien que había sido ella la que había estado buscando mi

atracción. Recordé la manera en que, durante esos meses, se había esforzado por

gustarme, recordé algunas de sus directas bromas de contenido sexual.

Un día, la fotografié sentada en un banco de la calle, frente a mí, yo estaba en

cuclillas, a sólo un metro de su cuerpo y ella tenía las piernas juntas. Entonces las

entreabrió completamente y, mirándome sugerente y con voz meliflua, me preguntó:-

¿Las mantengo cerradas o mejor las pongo así?- Ambas reímos, pero había abierto las

piernas con descaro, dejando su sexo desprotegido a un metro de mi cara. Ambas reímos

más que por lo gracioso, que no lo era, por la tensión sexual que su cometario provocó

en el ambiente.

Recordé cuántas veces se había desnudado frente a mí, parsimoniosamente, para

cambiarse en mi presencia, algo que bien puede evitarse si de verdad uno no quiere

remover deseos ajenos. Recordé algún atuendo marcadamente sexual que se había
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puesto, en días en los que únicamente las dos íbamos a cenar en su casa. La recuerdo

sentada frente a mí, con una minifalda minúscula y mostrándome (¿sin querer?) sus

también minúsculas braguitas negras. Recordé el par de apasionados textos que me

había escrito. Recordé el día en que, tras hablarme de una contractura en la pierna que la

atormentaba, yo le pasé inocentemente la mano con mimo por la misma, y ella

estremeciéndose me dijo:

-No sigas, que...- Ronroneando como un gatito. Recordé el día en que me dijo

que, antes de que terminase el año, irremediablemente algo iba a ocurrir entre nosotras...

Recordé, recordé y recordé sus incitaciones más evidentes. ¿Cómo se atrevía a intentar

convencerme de que era yo quien “quería llevarla al huerto”? Pero no le dije nada de

todo aquello, como siempre, callé los argumentos más irrefutables.

Me sentí profundamente enfadada y decepcionada con relación a ella. Sira había

estado diciéndome semanas antes que lo mejor era dejarse llevar, dejarse ir para que

pasara lo que pasara y, cuando le hablé con preocupación, desasosiego y prevención del

deseo que sentía, y del que percibía entre ambas, ella fingía una impostada inocencia y

forzaba un comportamiento esquivo que me repugnaron. Ella había provocado la

situación, ella había empezado a tener actitudes físicamente muy afectuosas conmigo,

ella era la que me cogía la mano a la mínima, ella había estado provocando una

situación que evidentemente tenía que sacarse a la luz tarde o temprano...

¿A qué venía ahora esa actitud engañosa? ¿A quién creía que iba a engañar? Me

sentí estafada, manipulada y atisbé que su único placer estribaba en vencer mis

resistencias, mis aguantes, mis conductas evasivas respecto de sus insinuaciones. Yo


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siempre fingí no darme cuenta de lo que estaba pasando entre nosotras, de lo que seguía

pasando entre nosotras. Por ello Sira insistía, proseguía, pero... ¿Para qué? ¿Para hacerse

la desentendida en cuanto yo picara su cebo?

Se desmoronó todo. La pasión afectiva teje una construcción en falso que se

termina viniendo abajo con la primera racha de viento más fuerte de lo habitual. Se me

abrieron los ojos y decidí poner tierra de por medio, ocuparme de otras relaciones más

fructíferas, fáciles y gratificantes, y que además llevaba desatendiendo desde hacía

algún tiempo. Porque Sira lo impregnaba todo, lo quería todo y me absorbía

celosamente. Aunque se esforzaba algunas veces por aparentar un falso desapego con el

que sólo buscaba que yo me esforzase más, que yo me prodigase más.

Siempre requería más manifestaciones de entrega por mi parte, sólo así se sentía

segura. Pero me exasperó su reacción tan inmadura e injusta. Era como un saco roto que

no tiene fin, que siempre quiere más, pero que encima oscila a su antojo, como si nunca

estuviera satisfecha con lo que le ofrecías. Su insatisfacción crónica me abrumaba y me

agarré a su reacción para cimentar mi necesario alejamiento. Hube de ser coherente

conmigo misma y fui consecuente con su improcedente actitud. Al principio siempre me

era fácil alejarme de ella:

-Déjame en paz, Sira, ni a ti ni a nadie le aguanto que me trate así. No me haces

falta. Eres tú quien está verdaderamente sola y quien agota todas sus relaciones más

estrechas. Me voy de viaje. Adiós.

Colgué con un malestar agudo atenazándome el estómago. No soportaba discutir

con ella ni enfrentarme a ella, lo que me atemorizaba un tanto, aún me cuesta entender
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por qué. La temía. El vértigo me atenazó el alma, se me saltaron las lágrimas como si

acabara de discutir con un novio castigador, lo que hizo que me sintiera patética. Sin

embargo, una sensación súbita de libertad y serenidad fue inundándome durante los días

subsiguientes. Decidí irme unos días -que ya tenía convenidos como de holganza-,

cerca, no lejos de Madrid, pero quería desconectar de la pesada urbe. Más plomiza y

cargada que nunca durante aquel extraño agosto. Dos semanas después, me marché a la

sierra.

VIII

SAN LORENZO DE EL ESCORIAL

En uno de los diálogos de Vidas rebeldes (1961), de John Huston, Clark Gable le

hace saber al personaje encarnado por Marilyn Monroe que “cuando una persona no

sabe qué hacer, lo mejor es que se quede donde está”. El personaje femenino atraviesa

un momento vital de gran confusión y vulnerabilidad, como si la diva se interpretara a sí

misma, y el galán le aconseja que se quede en la región, que pase una temporada, que no

se vaya a otra parte hasta que no clarifique sus ideas.

Es ésta una de las escasas películas de Huston que más bien me deja indiferente,

con un Montgomery Clift de rasgos algo abotargados tras el accidente en coche que

había sufrido en la vida real y que requirió que le reconstruyeran parte de la cara

quirúrgicamente, interpretaba a un personaje bastante plano. Ésa fue la última película

de Gable y Monroe, ésta última atravesaba uno de sus ciclos depresivos y tras rodar con
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Monty Clift, definió al actor como: “la única persona que conozco que está aún peor que

yo”. Lo único que ganó reposo en su vida tras el accidente fue su agitada sexualidad, se

volvió menos promiscuo en sus aventuras bisexuales, pero bebía y se drogaba cada vez

más, fue un largo suicidio que terminó a sus 45 años.

Mientras Gable, aquí en torno a los sesenta, resulta más interesante; aunque debo

decir que no me cautiva desde que supe que Vivian Leigh se quejó del infame hedor a

cebolla que despedía su aliento. Algo similar ocurrió con Kim Basinguer durante la

grabación de Nueve semanas y media, al parecer, el entonces atractivo Rourke,

desprendía un fuerte olor a sudor rancio y amoniacal. La bellísima Basinguer se negó a

rodar con el actor a menos que fuera impecable con su higiene.

Aquella mañana, mientras ascendía en el traqueteante autobús que me conducía

a San Lorenzo, recordé la película de Huston, en particular la frase de Gable, y concluí

que tal afirmación es la más sensata y adecuada en la mayoría de las ocasiones en las

que la vida nos aturde. ¿Para qué irse a otro lado si ni siquiera tienes la certeza de si el

lugar en el que estabas es el que verdaderamente te corresponde y ha de hacerte feliz?

Eso es obvio, pero hay otras veces que, en mitad de la náusea existencial, en mitad de la

duda, lo mejor es largarse.

No hace falta irse muy lejos, no necesariamente, basta un lugar cercano pero de

ambiente inverso o diferente, un ambiente cómodo que nos acoja sin muchas preguntas.

¿Por qué esa súbita necesidad de viaje nos sobrecoge y sacude? Para Freud las personas

que continuamente proyectan y sueñan con viajar desarrollan esa apetencia por cierta

necesidad de huida que incubaron en la infancia, en el hogar familiar. Según era


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esperable de él, explicó que es del padre o de la madre de quien quiere huir ese sujeto, el

cual, a lo largo de su vida, transmutará esa necesidad de huir del hogar en una pasión

más o menos acusada por viajar.

Lo cierto es que la mayoría de los viajeros obsesivos que conozco han tenido

una relación complicada con alguno de sus progenitores, lo que también puede ser

casual, desde luego. Pienso, con Horacio, que caelum, non anima mutant qui trans

mare currunt, lo que viene a recordarnos que puedes cambiar de escenario, pero no de

alma. El viaje es interior.

En un antiquísimo texto chino se recoge cómo Hu Ch’eng Tse explicó a Lao Zi

que la mayoría de las personas viajan porque quieren observar cosas diferentes,

cambios; si bien, casi siempre que contemplamos algo que está transformándose, no nos

damos cuenta de nuestra propia evolución y modificaciones. Muchos de los que

sistemáticamente viajan ni siquiera piensan que el arte de ver los cambios es también el

arte de quedarse inmóvil, explicó el sabio. El viajero cuya mirada se dirige hacia su

propio ser, puede encontrar en él mismo todo lo que busca. Ésta es la forma más

perfecta del viaje; la otra es, en verdad, una manera muy limitada de cambiar y

contemplar los cambios. En el siglo VI a.C., el mismo Lao Zi ratificó en su

imprescindible Tao Te Ching que sin salir de la puerta se conoce el mundo, sin mirar por

la ventana se ven los caminos del cielo, y que cuanto más lejos se sale, menos se

aprende.

Innegablemente, ésta es la forma de viaje que encuentro más necesaria, la

errática y perpetua búsqueda interior que nos lleva por reveladores senderos toda
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nuestra existencia. Nos sorprendemos a nosotros mismos año tras año. Cuando ya

teníamos afianzados algunos valores fundamentales de nuestra personalidad,

súbitamente comprendes que requieren ser matizados. La experiencia nos cambia, las

relaciones nos cambian. Las personas nos enriquecen, aunque también nos puedan

destruir en una ínfima parte, eso es innegable, y si no hay autorreflexión, no hay avance.

Sin embargo, las elevadas expectativas de la sabiduría oriental me quedaban

muy lejanas en aquella época de mi vida. La otra forma de viajar, cambiando de lugar

geográfico, nos reporta otra suerte de conocimiento sensorial que también nos

enriquece, aunque no necesariamente nos haga más grandes. Y nos reporta la tentadora

posibilidad de la huida, que era una espumosa apetencia que me atraía de forma

irresistible por aquel entonces. También anduve planteándome la posibilidad de vivir en

Italia, y lo cierto es que llegué a vivir cinco años en el país del arte, aunque eso sería

mucho después.

Mi mejor amiga de la infancia, Helena, me decía en aquel tiempo:

-Tú nunca has huido de nada Lucía, y ahora parece que vayas a hacerlo, no

puedes huir de tu propia vida...

-A decir verdad, sabes que nunca me apeo de ningún tren en marcha-le dije-,

pero jamás antes he sentido este deseo extremo de escapar de mis circunstancias: el

trabajo ya no me apasiona tanto, no en este momento; las relaciones de amistad no me

procuran tanta diversión ni bienestar, aunque todas mis relaciones marchen

perfectamente; no termino de liberarme de Richard, enterrado ya muchos meses atrás,


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aunque yo aún no logro enterrarlo dentro de mí, Helena, me siento como…

comprometida aún con él, todavía lo amo.

Richard había sacudido mi mundo vertiginosamente, me había inyectado una

vitalidad inmensa y había renovado mi pasión por el arte. Me había ayudado a renovar

mi fe en las personas, mi confianza en el mundo y en que todo, finalmente, “iba a salir

bien”. “¿Qué es la felicidad sino cultivar la esperanza, ciertamente ingenua, de que las

cosas saldrán bien?”-Solía decir él. Su filosofía vital me influyó poderosamente, muchas

de sus consideraciones y creencias viajarán por siempre conmigo. Entonces no estaba

preparada para desasirme de su presencia, y tenía aún la casa llena de fotos y recuerdos

de él.

Y de otro lado estaba yo, independientemente de mis relaciones y circunstancias,

yo era la más perdida dentro de aquel maremágnum de acontecimientos dudosos. No

sabía hacia dónde ir. Es curioso que los sentimientos puedan elevarnos a la felicidad

más alta para, del mismo modo, revolcarnos en la inseguridad más desasosegante. En

estas épocas los sentimientos son complejos, terribles, difusos, nos confunden. Yo

necesitaba escapar de mi vida, tenía que salir de mi pequeña y asfixiante caja de

zapatos. Tampoco estaba para grandes trayectos, me hubiera sentido demasiado

vulnerable en el otro lado del mundo, yo sola, en aquellos días, y lo que tenía claro es

que deseaba irme sola.

Desde niña, San Lorenzo de El Escorial ha tenido unos efectos muy beneficiosos

en mi ánimo, tiene efectos pacificadores en mi espíritu. No sé por qué, pero sólo tengo

que caminar media hora por el Patio de los Reyes, para sentir cómo la serenidad se me
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filtra por la piel del alma. Decidí matricularme en uno de los cursos de literatura

impartidos en los seminarios de verano que cada año organiza en el pueblo la

universidad, algo que ya había hecho un par de años atrás. Mientras cursaba mi

licenciatura, me matriculé en un curso acerca del estilo arquitectónico barroco, pero

unos años después decidí matricularme en otro de literatura, pues sólo los veranos me

permitían abandonarme e indagar a mi antojo en mi otra gran pasión.

Aquel año repetí en un curso de literatura dedicado a la crítica literaria y la

poesía. Un compañero de la carrera, aficionado a las letras, me había dicho que también

iba a matricularse y quedamos en vernos allí. No iba con intención de pasar la semana

con Eduardo, este amigo, pero era una de las pocas personas con quien compartía esa

doble pasión por la historia del arte y la literatura, pensé que sería agradable compartir

unas comidas y unos cuantos ratos con él. Aunque el objeto primero era pasear, hacer

footing matinal, estar sola, escuchar algunas ponencias, ver alguna obra de teatro o

espectáculo y también conocer otras personas.

Encontré el pueblo tan bello como siempre, con el mismo resabio histórico

incrustado en sus piedras, con la misma sugerencia en el aire. Ya el primer día me

levanté al alba para disfrutar de mi carrera matinal alrededor del monasterio y del

Colegio Universitario M.ª Cristina, donde me tocó alojarme a causa de un problema de

ocupación en el magnífico hotel Los Infantes y en el encantador hotel situado en la parte

alta, un hotel con sabor a aristocracia de principios del siglo XX, el Felipe II. La sede de

nuestro curso se ubicaba en este último Euroforum -como actualmente son denominadas

estas dependencias-.
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Este parador posee una amplia recepción con el mismo ambiente decadente y

aristocrático de todo el edificio. Imaginé entonces que allí debería de haberse

establecido, verano tras verano, un importante número de familias de la alta sociedad

madrileña de hacía muchas décadas. La sala habilitada para nuestro curso poseía una

enorme chimenea y suntuosas lámparas, tuve la impresión de que debía de haber sido,

en tiempos remotos, un salón de baile.

Al estar el parador situado en el extremo más elevado del pueblo, en la ladera de

la montaña, las vistas desde su amplísima terraza son magníficas, e incluso se vislumbra

a lo lejos, como un enorme plato acristalado -brillante y brumoso-, Madrid. Se apreciaba

su falsa niebla como un envoltorio viscoso y que no es más que el humo espeso de la

contaminación, pero mi temperamento romántico me llevaba a pintar en mi imaginación

una bruma misteriosa y envolvente que quizá impedía que los sueños imposibles de los

madrileños se desvanecieran sobre las aceras más rotas.

Qué sobrecogedora emoción el contemplar el monasterio una vez más. Se trata

de una construcción impresionante, un monumento austero y sobrio, de belleza dura y

desafiante. Es una pena que el ser humano ya no ponga su empeño en construir

edificaciones así, ya no interesa realizar una inversión de estas características. Claro,

ahora no sería una inversión según lo entiende nuestra sociedad. Siempre que he

visitado el interior del monasterio, siempre, se me ha removido la misma fascinación al

imaginar la intensa vida que albergó, los extraños vestidos, las decoraciones antiguas,

las discusiones acerca de estrategias políticas, las intrigas, los amores, el dolor y la

dicha de la vida.
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El pueblo posee un encanto especial otorgado por su ubicación entre montañas

que arropan su contorno, por su magnífico monasterio con cisnes blancos y negros, en

su estanque, que, por supuesto, fotografié ávidamente. Me cautiva esa atmósfera llena

de vida y frescor, la tierra oscura y generosa, la vegetación sorprendente y las

edificaciones herrerianas que inundan el pueblo, los tejados de pizarra, los arrogantes

chapiteles. El curso y las ponencias casi eran un componente secundario con relación al

placer del viaje. El lugar tenía algo que me hechizaba y constantemente tenía visiones

de un San Lorenzo recorrido y visitado cuatrocientos años atrás, con nobles y

aristócratas de ampulosos ropajes, de ademanes y comportamientos solemnes.

Sentía el sabor a pasado del pueblo, el sabor a idioma antiguo, lo imaginaba con

la piedra recién edificada, con un granito más blanco, más puro. No me extraña que esta

paz cautivara tanto a Felipe II como para ubicar un palacio sobre ella. Los sentidos se le

sensibilizarían de la misma forma que a mí, percibiría con la misma intensidad el

frescor de las mañanas primaverales del verano de la sierra, la pureza del aire, sus

colores, ese conjuro que envuelve el corazón con una gasa plácida que te impide

marchar. Ciertamente, no deja de ser ésta una interpretación literaturizada, pues además

del sosiego campestre y el amor a la caza, Felipe II escogió este lugar porque lo creía

-se creía entonces- el centro absoluto del país. También yo he deseado tener una casa

allí para acudir cada verano, pero los precios eran ya entonces prohibitivos.

Acudí a la primera ponencia con la misma ilusión con que me adentro en cada

curso de verano. El paso de los días permite constatar que siempre suele ocurrir lo

mismo. Particularmente, la Universidad Complutense parece querer ocuparse más de la


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difusión que ciertos escritores de renombre otorgan a los cursos de El Escorial, antes

que de la formación o de las posibilidades pedagógicas y comunicativas de estos

escritores, los cuales, muchas veces están más pendientes de las entrevistas que les

realizan entre ponencia y ponencia, antes que de su participación. En diversas

ocasiones, he escuchado a escritores presentar su “discurso”, advirtiendo que sólo eran

unas notas que habían garabateado la noche anterior en la habitación del hotel.

Es sabido que estos escritores viajan con una remuneración de trayecto, estancia

y ponencia, que no resulta desdeñable. Hay que ser un muy grande escritor, un hombre

o una mujer de letras con verdadero brillo y con una formación o instinto muy elevados,

para poder permitirse presentar unas notas garabateadas la noche anterior. No es el caso

de los escritores que con estos modos he escuchado. Omitiré el nombre de algún escritor

y escritora que aún hoy siguen vendiendo sus libros excepcionalmente, y cuya

reputación como escritores no debe ser soliviantada por el hecho de haber sido pésimos

oradores. Lo más decepcionante es que, en El Escorial, a diferencia de otras docenas de

cursos de verano de menor reputación y acopio de matrículas, los ponentes rara vez se

mezclan con el público.

He llegado a estar en cursos conquenses en donde, en un pequeño hostal de

pueblo serrano, cuatro o cinco de los más reputados poetas españoles de la segunda

mitad del siglo XX alternaban las palmas con el cante, la guitarra con la risotada, y las

copas con la conversación mantenida con los jóvenes matriculados en el curso. Las

mezclas resultan tan divertidas como naturales. En uno de estos cursos, en Priego,

confluyeron poetas como Félix Grande, Francisco Brines, José Hierro, Carlos Sahagún,
92

Antonio Gamoneda y otros. Éste era el pueblo natal del magnífico Diego Jesús Jiménez,

por ello se celebraron excelentes cursos dedicados a la poesía.

Aquel año concurrió igualmente un grupo de jóvenes poetas que en la actualidad

parecen haberse ya establecido como una generación poética bien consolidada, me

refiero, claro está, al actualmente llamado “Grupo poético de Priego”: Miguel Ángel

Curiel, Ángel Luis Luján, Irene Quintero y dos poetas más cuyos nombres ahora no

acuden a mi mente, una era la poetisa menor Paula Blasco, si no recuerdo mal ya muy

avejentada entonces. Esta escritora, que nunca triunfó, desarrolló no sé qué suerte de

fijación obsesiva por otra joven escritora, a la que asaeteó con mensajes llenos de

insultos y acusaciones desequilibradas durante más de diez años. La joven jamás le

contestó, siempre sintió lástima por aquella poco agraciada mujer, ya anciana, y que no

encajaba el relevo generacional que la vida impone. Las risotadas y los carcajeos de

otros escritores en torno a estos mensajes fueron sonados.

Aquel año en el cual los poetas se conocieron, Hierro estaba en Priego, era el

verano anterior a su fallecimiento y puedo decir que lo vi disfrutar de las suculentas

viandas con que nos prodigaban, y aunque moderadamente, también del orujo y del

conquense resoli. Eso sí, tenía en su habitación una enorme botella de oxígeno de la que

se servía mientras dormía y reposaba.

Cuando Hierro se fue, los jóvenes poetas, que apenas hacía cuatro días que se

conocían, decidieron colarse en la ya vacía habitación antes ocupada por Hierro, para

hacer una improvisada lectura poética para ellos mismos y unos pocos amigos. Se

llevaron una simpática sorpresa al encontrarse la gran “bombona” de Pepe Hierro, que
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allí quedó, en aquella habitación pintada de rosa como un burdel de barrio gris. Como

broma íntima, se bautizaron a sí mismos como el “Grupo de la Bombona”, pues frente a

la botella se fotografiaron todos.

Esto quedó como un chiste, pero ha trascendido a ciertos círculos literarios

mediante el natural donaire de Juan Carlos Mestre, otro conocido poeta que respaldó a

este grupo apadrinándolo de alguna manera. En estos cursos menos reputados y

solemnes, como explicaba, puede ocurrir cualquier cosa. Lo más relevante, al margen de

la anécdota de esta generación de poetas, es la manera en que la gente se mezcla, se

conoce, lo rápidamente que se intima, y la enorme cercanía entre todos los asistentes,

ponentes y matriculados.

En cambio, en San Lorenzo te tropiezas por el hotel con jugadores de baloncesto

entronizados, políticos importantes, presentadores de televisión, los periodistas

radiofónicos de más audiencia, novelistas de ventas apabullantes, economistas de

prestigio, actores, etc. Y la mayor parte de esa prole exquisita se comporta como si

formara parte de una privilegiada elite elevada por encima de la especie humana,

parecen sentirse situados en un umbral genético que los separa del resto, de los

insignificantes matriculados que únicamente deben ir a admirarlos, a observarlos desde

la distancia, a auscultar sus gestos solemnes sin atreverse a acercarse.

En aquella, todavía, juventud mía, me llevé alguna decepción al ver lo

ridículamente estirados que eran quienes yo tenía por mis escritores contemporáneos

preferidos. Recuerdo particularmente a aquella gran escritora, grande por su volumen


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físico y por su talento, cuyas novelas rezumaban una sensibilidad exquisita, mas cuyo

trato rebuznaba un desagrado espantoso.

A decir verdad, de la mayoría de los cursos de verano en los que participé en mi

juventud, puedo decir que el cincuenta por ciento de las ponencias me parecieron

triviales, críticamente superficiales, pobres de contenido conceptual y discursivamente

muy endebles. El orador participante parecía por sí mismo pretender justificar sus

palabras y hacerlas meritorias, como si - independientemente de lo que dijera- sólo por

verle frente a nosotros y escuchar su voz, ya tuviéramos que encontrar justificadas las

sumas pagadas con nuestras matrículas.

Por supuesto que debo decir igualmente que he escuchado discursos brillantes

que han reforzado o matizado en mucho ideas mías. A veces, tras el escritor novel cuyas

publicaciones a duras penas terminaban de estabilizarse, a veces tras el escritor menos

conocido, se escondía un individuo brillante con una sensibilidad que traspasaba su

escritura, que podía materializarse en el discurso oral. Y es que, el escribir bien no

presupone necesariamente expresarse bien en público. El discurso oral, bien lo expuso

la Retórica, requiere de unos mecanismos y habilidades que no todo escritor posee.

La primera ponencia había sido nefasta. Pero reencontrar a Eduardo me había

animado mucho. Hacía unos seis meses que no lo veía, pero nuestro intercambio de

misivas había sido intenso y muy especial en aquel período. Eduardo no llamaba nunca

por teléfono, pues su timidez natural le impedía expresarse por este medio con la misma

naturalidad que en persona, pero escribía unas cartas bellísimas, emocionales,

espirituales, intelectuales, verdaderamente ricas y serenas. Nuestro intercambio epistolar


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último había entretejido un cordón umbilical todavía muy incierto entre nosotros, pero

había reforzado nuestro vínculo y lo había enriquecido. Eduardo siempre había sabido

estar ahí de una forma no demasiado perceptible, pero regular, constante:

-¡Lucía!- Me susurró desde tres filas más atrás, pues había llegado tarde, como

siempre. La ponencia estaba comenzando y no podía cambiarme de sitio.

Nos miramos y nos sonreímos. Me complació observar nuevamente su sonrisa

amplia, sus ojillos pequeños, ambarinos, su pelo liso y oscuro por encima de los

hombros, como un indio. Su barba era cerrada y su fisonomía encajaba con la del

español más típico. No era un hombre alto pero tampoco se le podía tildar de bajito, por

encima de los botones de su impecable camisa se adelantaba un vello oscuro y espeso,

tenía un peso medio, no era enclenque pero tampoco particularmente musculoso.

Eduardo no era un hombre guapo, tampoco feo, no era particularmente atractivo, pero

de su rostro y su sonrisa, de su presencia, emanaba una suavidad y un sosiego que me

agradaron siempre. Era pudoroso y dulce, era generoso y muy inteligente.

Mientras comíamos, nos pusimos al día respecto de nuestros últimos

acontecimientos vitales. Eduardo sabía que yo estaba viviendo un año muy duro,

complicado por muchos motivos, pero sobre todo por mí y mis incertidumbres. No pude

evitar referirle pormenorizadamente todo lo relacionado con la pérdida de Richard, lo

que escuchó con paciencia y respeto. Me hizo reír desde el primer rato, lo cual agradecí.

En aquella primera comida no nos relacionamos con nadie, no así en la cena.

Hay tres cosas que no varían en los cursos de verano de este país: el

desmesurado apetito por comer y beber de los participantes, el desmesurado afán de


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ligue de todos los asistentes -matriculados y ponentes-, y las ganas de divertirse noche

tras noche.

La gente come más que en su casa, más platos, más cantidad. El que sólo toma

un plato es sus comidas caseras, durante el curso tomará dos, el que no toma postre allí

lo toma, quien sólo bebe una copa de vino comiendo, allí beberá tres. Vino y cerveza

durante las comidas, los almuerzos, las cenas, sobremesas con licores de todo tipo. Los

matriculados intercambian los cigarrillos de marihuana por los de hachís. He visto

poetas sexagenarios de renombre pasarse el canuto en varios cursos. He visto gente muy

bebida. He visto el desenfrenado instinto de ligar que se desarrolla en muchos hombres

en estos eventos. El tráfico arrecia de madrugada en los pasillos de los hoteles, como ya

apuntó Jorge Drexler en una de sus brillantes composiciones. La gente va a los cursos

como a las vacaciones, a divertirse, a salir de juerga, a ligar, a beber, a comer mucho, a

pasearse y, sí…, a escuchar algunas ponencias.

Con casi treinta años, mi melena rubia era larga, de brillo impecable, mi cuerpo

bastante armonioso y mi rostro con el atractivo que cualquier mujer joven,

mínimamente proporcionada, puede tener. El resultado, por chocante que me resultara

siempre, era que me veía obligada a sortear infinidad de proposiciones que oscilaban

desde el requiebro más encantador y lírico (aunque ocultando el mismo propósito) a la

insinuación directa más grosera y lanzada a bocajarro. No era yo ni mi pobre belleza,

que no era especial, era el verano removiendo la testosterona, que parece desbocársele a

los hombres en estos cursos.


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También es cierto que las edades de los ponentes y los participantes se allegan

más a los cuarenta años de media, lo que hace que una vulgar joven se metamorfosee en

una pieza jugosa y apetecible para muchos buitres mostrencos. Ay, los más reputados

ponentes... qué libidinosamente chapuceros pueden volverse después de las dos de la

madrugada, cuando la caza sexual es ya una necesidad de reforzar el maltrecho ego y

hay que destapar todas las cartas para enganchar algún pedazo de carne suculenta con el

que entibiar las sábanas, o el alma.

Yo era una chica que no destacaba de entre la media más que por mi melena

rubia. Eran ellos y sus instintos descontrolados lo que divinizaban a las jovencitas más

corrientes. Yo era más bien tímida en grupos amplios y ponía mis barreras sociales,

aunque con los años he comprendido que eso es, para muchas personas, un acicate que

espolea más sus deseos de conquistarte.

Las ponencias de la tarde nos agradaron más, la mesa redonda estuvo bien.

Durante la cena, según es habitual, nos empezamos a acercar a un grupo diverso en el

que terminamos encajando con naturalidad. Salimos a los escasos bares del pueblo en

donde te podías tomar una copa con un mínimo de agrado y comodidad. La primera

noche siempre es la más desbordante, la gente llega con la adrenalina revuelta, con

ganas de pasárselo bien y, desde la primera velada, se empieza a amortizar cuanto sabes

que te costará esa semana. La primera noche, sí, es cuando las borracheras son peores.

Ello sirve para reforzar los tenues lazos que con estos ocasionales grupos se

hacen en estos cursos. Lo pasé verdaderamente bien. Me olvidé de mis problemas, me

sentía lejos, muy lejos de todo. Mi vida había sido momentáneamente abandonada,
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estaba aparcada, y esa ilusión me reportó descanso. Reencontrarme con Eduardo

también había sido muy grato.

Al día siguiente, tras las ponencias de la tarde y con nuestros recientes colegas,

fuimos a ver la exposición dedicada a Felipe II, en donde contemplamos cartas, escritos

variados, cuadros, armaduras, etc. Había una interesantísima colección de joyas

históricas que nos encandiló a Eduardo y a mí. También visitamos la exposición sobre

Juana de Portugal y Juana de Austria. Me reencontré con la primera Juana, un personaje

histórico de triste vida acerca del cual ambos habíamos realizado un estudio durante la

carrera.

-¡Vaya! ¿Recuerdas?-Interrogó Eduardo-La pobre Juana de Portugal, que se casó

con Enrique IV, un esquizoide sexualmente extraño y decían que homosexual, pero de

corrompidas costumbres y depravada vida…, según los comentaristas del rey. Se

divorció de…, sí, de Blanca de Navarra… tras convivir trece años con ella. El cronista

Diego de Valera escribió que tras la noche de bodas de Blanca se dijo que había

quedado “tan entera como venía”, y todos se enojaron. Por ello, en la noche de bodas

con Doña Juana, Enrique IV impidió la presencia de un testigo notarial en el tálamo

real. ¡Menudo listo! Doña Juana de Portugal siempre me conmovió- Apostilló.

-Ya, Eduardo, y a mí, la pobre había pasado su infancia en Toledo, con su madre,

la allí desterrada Reina de Portugal, en donde murió envenenada. Su rostro moreno se

veía, en palabras de Marañón, "agobiado por la melancolía que en la niñez producen las

tragedias del hogar, en cuya maravillosa hermosura estaba ya escrito el sino

contradictorio de su fortuna y de su infelicidad".


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-¡Qué memoria!-Subrayó Eduardo.

-Sí, memoria no me falta. Marañón advirtió que debía de ser realmente

espléndida su belleza, porque, aun contando con la lisonja de los cortesanos, fue

unánime el elogio que sobre ella hicieron cronistas y viajeros.... El rey “Impotente”

hubo de aceptar que tuviera una hija con Beltrán de la Cueva, su privado, jua.

-Pues sí, pero Juana de Portugal encontraría el amor verdadero en la persona de

Pedro de Castilla, el Mozo, bisnieto de Pedro I el Justiciero. De esta unión nacieron dos

niños mellizos, eran Don Apóstol y Don Pedro.

-Pues mira, tu memoria también es buena, ¡uauh!-Otro visitante de la exposición

acababa de tropezarse con nosotros y había esparcido su rollizo cuerpo en mitad de la

sala y me había pisado con fuerza. Ambos reímos.

-Ella nunca abandonó a Don Pedro-proseguí-, su único amante. Al parecer, su

amor por él sobrepasó todas las consideraciones sociales. El rey llegó a encarcelar a

Juana en la fortificación de la villa de Alaejos, por dos años, pero un tiempo después

enviaría a que la excarcelasen. Ella envió de vuelta a la corte a los hombres del rey, con

un pretexto, pues ya estaba embarazada de siete meses. ¡Imagínate!

-Sí, historias de la historia... Y poco después se escapó descolgándose en un

cesto por el muro del torreón, llamado del “tocado”. Don Pedro la esperaba abajo y la

hicieron desplazarse en mulas durante días, hasta Buitrago, donde la esperaba su hija y

donde alumbró sus mellizos.

-La verdad es que tuvo una primera etapa vital intensa, y luego se retiró al

convento de San Francisco, en Madrid, en 1475, cuando contaba sólo treinta y seis años
100

de edad, pocos meses después de fallecer el Rey Don Enrique. Su muerte, según

algunos cronistas, fue producto de un envenenamiento ordenado por su hermano el Rey

de Portugal. Antes de morir, pidió en su testamento la coqueta Juana que la echaran en

el suelo y no en ataúd, y pide además: "que sea enterrada en algún lugar hueco que no

llegue luego la tierra sobre mí". ¡Qué literario y gótico! Brrrrr...

-Ya... Cambiando de reina..., aunque menos conmovedora y triste..., pero

igualmente interesante me resultó la vida de Juana de Austria, la hermana de Felipe II,

hija de Carlos V e Isabel de Portugal. Me encannnnnnta la expresión inteligente y

arrogante del rostro de esta mujer..., me cautiva desde siempre. La verdad es que en la

exposición se exhiben bellas reproducciones de su rostro. ¡Mira aquella, es formidable!

-Sí, muy atractiva, y reunió al círculo intelectual y cultural más importante de su

época. También fue la primera mujer española jesuita y fundó la orden de las Clarisas

descalzas. Su trayectoria vital fue muy fructífera e intensa si se tiene en cuenta que se

trataba de una mujer del siglo XVI.

-Desde luego.

Aquella noche volvimos a salir con el grupo, más afianzado cada vez, pero al día

siguiente Eduardo y yo decidimos prescindir de la velada etílica en la pobre discoteca

del pueblo y resolvimos ir a dar un paseo largo bajo la inquietante luna llena, que teñía

los trigales que circundaban el pueblo de un azul plata que nos envolvió

instantáneamente. Fuimos por el camino que lleva a la silla de Felipe II, un butacón
101

esculpido con gran hosquedad en la piedra, en una colina no muy lejana pero

relativamente elevada, y donde el rey se sentaba para observar la marcha de las obras.

Después, estuvimos más de una hora apostados frente al estanque que linda con

el monasterio, hacia el jardín de los frailes, un jardín de setos bajos, laberínticos, con

fuentecillas espesas en donde se acunan los nenúfares. Allí, bajo la luna y observando

los cándidos cisnes, bromeamos acerca de provocar en uno de ellos uno de los

bellísimos cantos de estertor que se supone que sólo emiten esa única vez en su vida,

antes de morir; aunque ninguno de los dos se decidía a bajar a estrangular a uno de esos

dulces animales, tan modernistas.

Nos pusimos más trascendentales y conversamos sobre la vida, sobre ese extraño

hueco de leve insatisfacción que todos llevamos dentro, aún cuando somos felices, y

que, barajábamos, se corresponde con la certeza de la muerte; una convicción que nos

pesa en la conciencia durante toda la vida y que acuna nuestra angustia aun

recónditamente. Dudoso privilegio humano el conocer que vamos a morir. Durante

nuestra charla, indagamos y auscultamos las paredes de ese hueco oscuro que unos

tratan de llenar con triunfos sociales, otros con lujos materiales, otros con ambición,

otros con sexo, y, los muchos, con meros sueños que, en el fondo, saben inalcanzables.

En aquel momento de mi vida, yo sólo sentía la vorágine opresiva de ese hueco, de la

angustia de estar vivo, pero ya no podía rellenar la oquedad con las mismas cosas que

había empleado hasta el momento. Yo era otra, aunque no me reconocía aún. Yo era

entonces la duda.
102

Conversamos también sobre la experiencia intensa y dura que proporciona vivir

una pasión amorosa descarnada, sin límites, esa pasión que rasga y hunde, que te hace

descender a los infiernos para dejarte un poso denso y fructífero al final. Hablamos

acerca de lo necesario que resulta vivir una experiencia así, sobre lo necesario de que

todo ser humano vivo tenga la oportunidad de experimentar algo semejante. La pasión

constituye una pequeña vida dentro de la vida, crea un universo de emociones de las que

no te terminas de desprender del todo nunca. La pasión puede ser ingrata, desagradable,

pero su intensidad es brutal y siempre reporta momentos en los que el placer del alma es

un océano de vertiginosas sensaciones que nos recuerdan lo viva que siempre es la vida,

lo necesario de la emoción de compartirlo todo y la rotundidad que encarna toda

existencia.

Esas experiencias agotan, asustan, destruyen alguna porción de ti siempre, pero

te enseñan cómo vivir, te mantienen vivo espiritualmente, te empujan hacia delante, te

hacen más grande. Seguramente, ése fue el instante compartido con Eduardo más

gratificante y plácido, en realidad fue en esas dos o tres horas de paseo y conversación,

cuando más cerca me sentí de él. Incluso más que al día siguiente.

Decidí prescindir de los discursos matinales, pues me había costado dormirme,

como me ocurre siempre que realizo cualquier desplazamiento por mínimo que sea.

También me apetecía comer yo sola en algún restaurante agradable, pequeño, quería

realizar un pequeño reportaje fotográfico en el pueblo y pasear sola, caminar sin rumbo.

Quedé con Eduardo en que nos veríamos a las cinco menos cuarto, para ir juntos a
103

escuchar la ponencia de la tarde. Decidí pasar dos horas leyendo tranquilamente en mi

cuarto, después de comer.

La habitación era típica de un colegio mayor, incluso compartía el cuarto de

baño con las chicas de la habitación de al lado, mediante un sistema de pasadores que se

cerraban y se abrían por dentro y por fuera, y que sólo conseguían que te pusieras

nerviosa cada vez que el pomo giraba nervioso en la puerta del baño que daba a la

habitación de las otras chicas: -¡Estoy yo!- Espetabas inquieta.

Detuve la lectura, pues ya debía de estar a punto de llegar Eduardo, y me senté

frente a la ventana del cuarto, apoyada sobre el alféizar y con un enorme patio

ajardinado a mis pies; al fondo, tras los tejados a dos aguas, me embelesaba observar el

perfil de una montaña cercana, un recorte de cartón oscuro que franqueaba mi visión.

Había estado observando ese perfil el día anterior, al alba, cuando aún no había

amanecido, pero ya burbujeaba el azul tras la montaña. Era una visión lenitiva. Me

sentía bien allí, pensé en las sensaciones que Eduardo había removido en mí en aquellos

tres días y recordé que, en la Facultad de Geografía e Historia, habíamos llegado a

desarrollar unas conexiones verdaderamente especiales. Eduardo me gustaba, había algo

en él que me atraía, algo inefable y especial, seguramente esa mezcla de inteligencia

extrema, generosidad y dulzura.

Cuando llegó, comenzamos a charlar con avidez y decidimos seguir

conversando, saltarnos la primera ponencia. Él se tumbó en la cama de enfrente, que

estaba libre, y nos enzarzamos en una de aquellas sugestivas conversaciones que tantas

veces habíamos compartido en la facultad. Hablamos durante más de una hora, hasta
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que ambos permanecimos en silencio durante unos instantes, intelectualmente agotados.

Entonces Eduardo se incorporó y me miró con extraña fijeza. Bruscamente sus pupilas

se dilataron, en sólo un instante:

-¡Vaya, se te han dilatado las pupilas completamente!- Le dije sorprendida, pues

nunca había percibido que las pupilas de nadie se dilataran tan repentinamente mientras

me estuviese observando. Y él se incorporó y se sentó a mi lado con naturalidad. En

verdad sabía que aquello podía ocurrir, no sé si sabía que lo deseaba, pero sí que había

fantaseado con ello en algunas ocasiones.

Algunas fantasías sabes que las realizarías, otras sabes con total seguridad que

jamás las llevarías a la práctica, pero otras están en un camino intermedio y, a no ser que

la vida te lo demuestre, no sabes si realmente te apetece consumarlas. Aquella tarde

descubrí que realmente había deseado a Eduardo con un fundamento de realidad que

palpitaba al fondo de mis fantasías eróticas.

Yo me sentía sobrecogida, rara vez antes había hecho el amor con un chico sin

estar enamorada. No era una persona promiscua, nunca lo he sido. Le advertí que ya

sabía cómo me sentía en esa etapa de mi vida y que, de momento, abría de ser suave y

dejar la cosa en el terreno de las caricias. Me desnudó y se desnudó, me besó y acarició

todo mi cuerpo con una suavidad y una delicadeza que me conmovieron, me hizo sentir

infinitamente cómoda, segura. Observó mis senos con detenimiento, los acarició y los

besó, acarició mi vientre y mi cintura, mis glúteos y mi pelo. Enredó sus dedos entre

mis cabellos mientras musitaba palabras suaves y dulces contra mi oído, palabras de una

gran carga erótica, me excitó que me hablara y me sugiriese aquellas cosas.


105

Desnudé su sexo enhiesto, firme, y lo acaricié hasta que eyaculó sobre mi

vientre. Su excitación desinhibida me excitó intensamente y le pedí que él me hiciera lo

mismo. Se cercioró de que hacía las cosas como a mí me agradaban, me preguntó qué

me apetecía, cómo, si iba bien, me excitó hablándome al oído de nuevo. Su generosidad,

atención y mesura fueron extremos, aunque también me permitió disfrutar de esa cierta

intensidad hosca del deseo masculino. Después de hacerme alcanzar el orgasmo con sus

caricias, reposamos en silencio durante minutos:

-Aunque no hubiéramos hecho nada, sólo estando así, ya me llena-. Dijo

después.

Yo me sentía azorada por no haberle permitido consumar la relación de la forma

más convencional entre personas de distinto sexo, pero no quería arriesgarme a hacer

algo que luego me dejase un recuerdo incómodo. El detallismo de sus caricias, su

suavidad y atención, además de la infinidad de cosas delicadas que dijo acerca de mi

cuerpo, me sedujeron en extremo. Por las cosas que me había dicho, supe que había

observado bien mi cuerpo, no lo había poseído sin más, verdaderamente me había hecho

el amor sin penetrarme.

Por la noche, después de las últimas ponencias y la cena, fuimos a disfrutar de

un concierto de vihuela interpretado por el director del curso de Musicología que se

impartía junto al nuestro. Con esta guitarra española del siglo XVI, el intérprete, que

también amenizó la noche con una estridente camisa de parches fluorescentes, nos

deleitó durante más de una hora con piezas compuestas en la época de Felipe II. Las

composiciones de vihuela me transportaron de nuevo al Renacimiento escurialense,


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imaginé los interiores del monasterio, al rey Felipe II reclinado con embeleso y

escuchando esta misma música que acariciaba mi espíritu.

La tarde siguiente, antes de irnos, Eduardo y yo volvimos a hacer el amor, esta

vez sin trabas e impedimentos. Necesitaba sentir esa suerte de placer ancestral que la

penetración masculina posee para toda mujer heterosexual. Sentí mi feminidad

retorciéndose en mi alma, sacudiéndose de placer. Me agradó sentirme poseída por él,

verlo disfrutar con mi cuerpo. No estaba enamorada y no se me humedecieron los ojos

después del acto, lo que habitualmente me había ocurrido con Richard. Espiritualmente

no hubo conmoción, pero sentirlo dentro de mí me proporcionó un placer revelador y

blanco, me recordó que ninguna mujer podría jamás hacerme sentir aquello.

Cada penetración de su miembro, acompañada de las caricias que yo misma me

practicaba, provocaba una sacudida de placer feroz en mi interior. No era una

heterosexual radical, mi experiencia íntima lo desmentía, pero tampoco era bisexual. El

placer que Eduardo me estaba brindando en la cama no era más especial, pero sí

superior al que me había brindado Sira, quien me había proporcionado intensos clímax,

pero no verdaderos orgasmos, sólo cumbres de placer. Curiosamente, ella sí alcanzó un

orgasmo bien definido, lo que en su caso era inusual en un primer encuentro sexual,

según me dijo. Yo le oculté el hecho de que ella había sido incapaz de procurarme un

verdadero orgasmo, no quería herirla.

Siempre tuve claro, también, que jamás hubiera deseado tenerla de compañera,

no me veía viviendo con ella ni con ninguna mujer nunca. Hay algo melindroso,

dramático, excesivamente vulnerable y cargante en las mujeres. También en mí,


107

supongo. No podría sentirme verdaderamente amparada emocionalmente por ninguna

mujer, en el fondo todas me parecen desvalidas, necesitadas de continuo refuerzo, lo

que me exaspera y aburre.

En cuanto al sexo, pensando en aquello al regresar a Madrid, comprendí que

habíamos sido dos mujeres experimentando, divirtiéndonos con nuestros cuerpos, pero

el envoltorio de la ternura intensa que había entre ambas quizás nos había confundido.

No sentí por ella otra cosa que amistad, exaltada y visceral como sólo ella y yo

podíamos ser cuando estábamos juntas, pero en ningún caso amor. No obstante, había

algo recóndito que se me escapaba, el porqué de mi obsesión por ella. Ese deseo era un

trasunto de algo, la había deseado más que por su cuerpo o porque la quisiera a ella, por

otra cosa que no era entonces capaz de dilucidar.

Detrás del ámbar del deseo, ese remolino de hojas que se filtraba por las rendijas

de nuestra amistad, latía algo, latía algún vigoroso aspecto que me había aproximado a

ella con mucha fuerza. ¿Por qué me atrajo tanto aquella única mujer? Daba igual, las

cosas habían terminado apaciguándose. Ahora todo aquello se había aletargado, me

sentía tranquila.

Aquel verano, El Escorial me ayudó a clarificarme, me ayudó a conocerme un

poquito más y a comprenderme. Lo cierto es que, en ocasiones, los cambios del viaje sí

te pueden hacer reparar en tus propios cambios o, lo que es más peliagudo, en tu propia

necesidad de cambios. Estaba preparada para volver a la ciudad, a su dureza arenosa y

asfáltica, a la aspereza oscura de sus edificios, su sequedad caliente, a la agresividad de

sus noches hirviendo en mi piel. Como tantos otros madrileños, siempre esperaba poder
108

realizar una escapada que me alejase del ajetreo de Madrid, pero cuando por motivos de

trabajo había estado fuera demasiado tiempo, siempre sentía el espinoso anhelo de

volver a pisar sus calles.

Añoraba la primera hora del amanecer, el alba. Siempre se incide en la belleza

de los amaneceres bucólicos, pero hay una suerte de extraña paz inefable, una serenidad

oscura y melancólica que siempre me atrapa en el amanecer madrileño. Lo añoraba, mas

no quería, no, vivir otro amanecer intentado aclarar mis ideas con relación a Sira; no

quería volver a pensar en ella, quien tan lejos de mis pensamientos se había mantenido

durante aquella semana. La sentía lejos de mis deseos, de mi atracción, e incluso de mis

afectos. Es curioso lo intensa y poderosa que pueden parecer nuestras pasiones, y el

andamiaje tan débil que en verdad las sustenta.

Una semana sin verla y apegada a un hombre habían adormecido mis

turbaciones más ambiguas con relación a ella. No quería estar con ella. Sabía que si no

la llamaba, no iba a verla, pues, casi siempre, Sira se dejaba arrastrar por ese orgullo que

sólo solapa inseguridad y debilidad: prefería estar retorciéndose de ganas de verme

antes que llamarme. Sólo en aquella última ocasión, tras aquel período sin que yo la

llamase, había cedido a su deseo de volver a verme. Pero ahora, no la quería de nuevo

en mi vida, decidí no dejarla volver a entrar. Así que decidí no llamarla.


109

IX

FRAGMENTO TERCERO

…Mi casa era el infierno, el manantial del cieno más espeso, de la angustia constante.

Si mi padre estaba en casa la tensión era insostenible y si no lo estaba la tensión era

doblemente intensa porque teníamos que elaborar las tareas que nos había impuesto

para cuando él regresara y diera el visto bueno; pero nunca decía a qué hora iba a

llegar, parecía disfrutar teniéndonos nerviosas y a su merced. Aparte de las labores

destinadas a recaudar dinero para la yihad, las tareas en las que mi padre me exigía

más eficiencia eran mis ejercicios de ajedrez. Así adquirí los conocimientos y la

destreza que me llevaron a convertirme en una joven promesa en los circuitos

europeos, primero, y después en la profesional que vivía medianamente bien del dinero

obtenido en concursos, exhibiciones, etc.

Mi padre me enseñó el ajedrez original que los árabes introdujeron en la

Península Ibérica. El juego se cree originario del chaturanga de India, aunque no se le

atribuye ningún enclave seguro. Sin embargo, mientras que todavía era un juego

desconocido en toda Europa, los árabes lo practicaban profusamente y lo introdujeron

en la Península. Ocurría que por aquel entonces, genuinamente, no existía el trebejo de

la dama o reina, en su lugar existía una pieza llamada alferza, que veine del árabe

hispano antiguo alfarza, que a su vez es una derivación del árabe clásico firzān.
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En El libro de los juegos de Alfonso X el Sabio (s.XIII) ya aparece el ajedrez

perfeccionado como lo entendemos hoy y así se introdujo a partir de entonces en

Francia, Italia y otros países. Claro, eso era una corrupción del ajedrez perpetrada por

los infieles occidentales, según mi padre, y antes de enseñarme a dominar el juego

contemporáneo hube de ser una diestra ajedrecista según las normas antiguas. La

alferza era más débil, la dama otorgó más velocidad y fuerza a cada bando. Yo,

naturalmente, odiaba el ajedrez antiguo. Cada vez que mi padre me sorprendía con una

dama escondida entre mis juguetes sabía que había estado practicando el ajedrez

moderno antes de tiempo; aún él no lo había dispuesto, así que me zarandeaba con

violencia, me abofeteaba fuerte y repetidamente, me daba un fuerte golpe en el

estómago y me dejaba a punto de perder el conocimiento por falta de aire.

El ajedrez es tenido por un arte igual que una ciencia, un deporte excelente para

el desarrollo de la mente, un juego de guerra, de estrategia militar y vital; por eso le

fascinaba a mi padre, uno de los mejores jugadores que he conocido, quien aprendió de

mi abuelo, que era de Afganistán, y éste de su padre, y así hasta quién sabe cuántos

siglos. Pero el Señor Zarour “estaba destinado a hacer más grandes cosas por Alá”,

como aseguraba, y se quitó la espina enseñándome a mí como si la enseñanza del

ajedrez fuera un castigo más que un regalo. Su propósito fue que yo (él a través de mí)

obtuviera éxito, su vanidad era incomparable, y pronto vio que yo tenía aptitudes.

El ajedrez fue mi tabla de salvación, pues es un juego absorbente y metódico que

te aporta paciencia y templanza, terminé apasionándome, no tenía otra cosa. Continué

practicando en Granada, al poco de llegar mi padre me adscribió a un club de ajedrez


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y mi madre era la responsable de acompañarme y vigilarme. Ella jamás se saltó ni una

sola de las normas de mi padre, jamás le perdonaré su sumisión extrema, pues ella era

la mano cobarde que ejecutaba todas las órdenes de mi padre aun cuando él no

estuviera delante e incluso con la certeza de que jamás se enterase.

Allí no tenía que ir velada, a mi padre se le exigió que nos hiciéramos pasar por

católicos para integrarnos en aquella España todavía franquista en donde él

organizaba reuniones musulmanas clandestinas. Documentos falsos lo acreditaban,

éramos católicos para todos, habíamos de pasar desapercibidos para no turbar los

propósitos de mi padre, su labor como buen musulmán.

Yo estudiaba y practicaba desaforadamente el ajedrez, era la única vez que se

entreveía un atisbo de orgullo en los ojos de mi padre, quien jamás me quiso hiciera yo

lo que hiciera. La carrera de Ciencias Políticas hube de cursarla ya mayor, como

sabes, pues el ajedrez era a lo único a lo que podía dedicarme. Pronto empezaron los

torneos, los concursos, los logros, los premios en Andalucía, en toda España, y esos

pequeños triunfos me catapultaron a la esfera ajedrecista europea…

LA PIEL DEL CARAMELO

A mi regreso de El Escorial, una semana después, llamé a Sira. ¿Por qué esa

incapacidad de mantenerme firme en mis decisiones de distanciamiento con relación a

ella? ¿Por qué siendo yo tan sensata y racional casi siempre, con ella me dejaba llevar
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por mis impulsos sin poder evitarlo? ¿Por qué tenía yo esa debilidad por Sira? Aquel

poder que ella tenía sobre mí me atormentaba. La sentí tan lejos y me había importado

tan poco en las últimas tres semanas, que ahora no podía entender que ese deseo por

verla y estar bien con ella me estuviera poseyendo con tanta firmeza. No entendía nada.

En la cama, en El Escorial, barruntando ideas que alejasen mi entonces constante

insomnio, había discurrido que podía alejarme indefinidamente de ella. La vez en que

nos habíamos distanciado con anterioridad, yo había comprendido que nuestra amistad

se retroalimentaba fuertemente al vernos, al estar juntas, pero que al mínimo

distanciamiento yo era capaz de recuperar la objetividad para comprender que Sira era

una mujer especial, verdaderamente excepcional, desde luego, pero con unos defectos

que la impedían amar debidamente a las personas. Sira no sabía querer. No sabía querer

debidamente a su marido, un buen hombre, quizá algo débil, pero que se esforzaba por

complacerla; no sabía querer adecuadamente a su hermana Chiara, quien ya lo tenía

asumido; tampoco supo quererme a mí de una forma constante y equilibrada, aunque me

necesitaba. Yo siempre percibí su necesidad de mí. Y yo cedía ante esa necesidad de

ella, ante ese inmenso apego que me manifestaba tantas veces.

Varios días después de llegar a la ciudad me llamó Rebeca y, tras charlar un rato,

mi hermana me preguntó:

-Bueno, qué, ¿te pasa algo con Sira “la despampanante”?- Hablaba con retranca,

lo propio entre hermanas.

-¿Por qué?- No quise aventurarme a darle explicaciones innecesarias


113

-Porque pasó por aquí, según ella iba de paso y había pensado parar a saludarme

y contarme lo perfecto que ha quedado el piso con los últimos arreglos y lo contenta que

está con la compra.

Yo sabía que ella no iba de paso a ningún sitio en aquel barrio, lo cierto es que

sólo fue a la agencia de mi hermana a comprarse allí el piso porque sabía que le harían

un recorte en la comisión. Se ahorró mucho dinero. ¿Por qué iba a la agencia ahora? A

ella le venía fatal pasar por allí, yo lo sabía.

- ¿Y qué se contaba?- Añadí distraídamente.

-Nada, me trajo no sé qué papel para que se lo revisara pero estaba

perfectamente revisado por la notaría..., me pareció un pretexto, vaya. Estaba un poco

cortada..., no sé, como si ella misma encontrara forzado el haber pasado por allí y..., al

final, más cortada todavía, me preguntó por ti. Me extrañó que no supiera que estabas en

la sierra en los cursos ésos que te gustan a ti tanto. Así que..., si no se lo habías dicho

tú..., pues preferí hacerme la loca. Me felicitó de antemano por nuestro cumpleaños y

me dijo que te enviase su felicitación y te diera besos de parte de ella. Tía, lo siento, ya

sabes que soy una bocazas, así que le dije que haríamos una fiesta el sábado y que

viniera... Se quedó callada y me dijo que le apetecía muchísimo, pero que no iba a

poder.

-¿Qué...?-Fingí un poco de molestia -¡¿Por qué la invitaste?! En fin, estoy algo

molesta con ella y no hablamos desde hace más o menos un mes.


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-Pues está claro, hija, esta vino a romper el hielo, a que yo te dijera que había

venido a la agencia..., y a transmitirte su felicitación y todo eso- Mi hermana no tenía un

pelo de tonta.

-¿Por qué no la llamas? Venga, seguro que es una tontería...- Había sugerido.

Mi distanciamiento de Sira no había sido una tontería y, además, me resultaba

irritante aquella actitud tan infantil y torpe de ir a la oficina de Rebeca a provocar esa

situación para poder volver a acercarse a mí. ¿Por qué narices no llamaba? ¿Tan

insegura era? Ella sabía que yo jamás había rechazado las explicaciones de alguien que

se hubiera acercado a mí después de un distanciamiento, pues nunca he tratado mal a la

gente si se arrepiente sinceramente de algo o da muestras de apacibilidad, aunque antes

se hayan portado muy mal.

Me irritó que no fuera capaz de llamarme, pero me conmovió su pueril manera

de intentar acercarse. Ella siempre me conmovía en estos trances. Me removió aquella

dulzura interior que me suscitaba, acaso sentimientos de protección también, pues yo

deseaba que ella fuera feliz. Siempre la alenté a que sacara a flote su mejor yo, siempre

la animé a esforzarse por sacarle partido a sus habilidades. Yo no soportaba sentirla

frustrada o triste o estancada. Me esforzaba por su felicidad, siempre lo hice.

Me tumbé a leer un rato, para sosegar mi ánimo y escogí el que para mí era el

mejor poeta español vivo en aquel momento, José Ángel Valente. Y ocurrió algo. A

veces la literatura nos ayuda a reinterpretar la vida, a digerirla. A veces el pensamiento

escrito de otro nos ayuda a reinterpretar nuestros propios pensamientos y vivencias, a

veces las casualidades son asombrosas y nos sacuden. A veces somos nosotros quienes
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nos agarramos a lo que queremos o necesitamos en el texto, no cabe duda. La literatura

nos ayuda a reinterpretar la vida, a reinterpretarnos a nosotros mismos.

Pronto llegué a aquellos versos de La memoria y los signos, donde, la estrofa

final del poema “Un canto”, dice:

Dura la noche,

la pasión amarilla del cobarde,

la postura fetal de la avaricia,

la putrefacta risa de la hiena,

el fingido reposo de aquel que bien quisiera

ahuyentar lo vivido, la lámina acerada

del puñal y el amor inocente.

¿Por este sueño he combatido?

Aquellos versos me sacudieron, me hicieron pensar en mi relación con Sira y en

el vértigo que me había suscitado. Pensé en cómo había exagerado sus defectos para

poder apartarme de ella, cómo la había demonizado durante semanas. Los versos

parecían acusarme, me acusaban de “ahuyentar lo vivido”, de “ahuyentar el amor

inocente”, me acusaban de ser “una hiena que finge reposo” porque quiere huir en vez

de afrontar las cosas, me sentí “cobarde” y me hirió el sarcástico verso final, pues
116

volverme cobarde no era el sueño que yo tenía deparado para mí misma. Así que

garabateé junto al poema con energía: “Yo no soy así”.

Pensé que debía llamarla y ser siempre impecable con ella. Pensé que iba a

exprimir mi mejor Yo en mi relación con ella, pues en la vida no más de dos o tres veces

te topas con alguien que te remueva el alma como ella me la removía a mí. Pensé que

debía ser coherente con mi hallazgo y respetuosa con sus defectos. Decidí estar por

encima de sus arrebatos inoportunos, de sus actitudes más egoístas, decidí aprender a

obviar sus defectos. Eso decidí.

Además, me convencí a mí misma de que si la llamaba era porque la había

sentido débil y vulnerable, intuía que lo había pasado mal por nuestro distanciamiento.

Lo cierto es, comprendo hoy, que las razones que me argüí a mí misma eran ésas y

podían haber sido mil, lo cierto es que había un impulso emocional soterrado que me

acuciaba y del que yo no era consciente: había acumulado unas ganas de verla que me

aguijaban con fuerza, y eso era el principal móvil generador de mi nuevo discurso

interior y de mis repentinas ganas de llamarla. Cinco minutos después, ya estaba

marcando su número.

Se mostró sorprendida, pues debía de ser consciente de que su proceder en

aquella conversación telefónica, un mes atrás, no tenía justificación posible.

-Qué alegría escuchar tu voz, Lucía, te he añorado tanto...-Adoptó aquella voz

suave y dócil de los malos tiempos-. Sí, fui a ver a tu hermana porque necesitaba un

documento, bueno, que ella me lo revisara y... una vez allí, recordé vuestro cumple y...

pues quise enviarte una sincera felicitación- Así era Sira, todo menos disculparse. Pero
117

entonces yo no necesitaba poco más que una muestra de amabilidad por parte suya, para

que la perdonase de corazón.

Ésa era otra de las diferencias emocionales entre ella y yo, Sira no perdonaba a

nadie, jamás. Era de esas mujeres que eventualmente hablan de cierta amiga que les

hizo algo espantoso en sus años juveniles, de instituto, y cuando te lo cuenta suena

como si se lo hubiesen hecho ayer. Otro rencor lo tenía asociado a algunas amigas

universitarias, otro motivo de resentimiento asociado a un primer novio y a un segundo

novio y a su marido y a su padre y a su madre y a su hermana, así era ella.

Resentimiento de resentir, re-sentir, esto es, volver a sentir. La etimología del

sustantivo explica por sí misma el mecanismo psicológico que activa el malestar del

rencor, volver a sentir, pasarse uno la vida recordando y revolcándose en los malos

recuerdos, en los errores que los demás han cometido con nosotros, en las “terribles

injusticias” perpetradas contra nosotros. Resentimiento, resentir, volver a sentir, una y

otra vez, no desligarse nunca de los lastres.

Mientras que la Lucía de entonces siempre estaba deseando perdonar; sin saber

frenar una excesiva indulgencia interior muchas veces, pues verdaderamente hay cosas

que no deben ser perdonadas o corremos el riesgo de menoscabar nuestra propia

dignidad. Cuando en verdad quieres perdonar, te agarras a cualquier cosa, así era yo

entonces.

Ella no se disculpó, pero fue dulce conmigo y a mí me bastó. A las personas hay

que juzgarlas según sus circunstancias y había aspectos en el pasado de Sira, en su

infancia y en la educación que había recibido, que eran constantes eximentes a los que
118

yo me agarraba para seguir queriéndola, para seguir sublimándola, pues eso era lo que

yo quería. Quedamos en vernos a la salida del trabajo, de mi trabajo, en el aparcamiento

de la universidad.

Al día siguiente tuve que llamarla para retrasar nuestra cita, pues me había

surgido un imprevisto en el Departamento, en la Universidad, y saldría varias horas más

tarde. Le dije que llegaría a las nueve. Cuando llegaba al aparcamiento, observé a Sira

repasándose el carmín de labios dentro de un flamante Volkswagen Golf, nuevo, que me

llevó a rememorar aquel otro más antiguo en donde compartimos tan importante

momento de intimidad; estaba allí dentro mirándose en el espejo justo un par de minutos

antes de las nueve. Ella sabía que yo era puntual y quiso que su imagen fuese impecable

para recibirme, lo que me enterneció nuevamente.

Como era tarde y septiembre avanza rápido en Madrid, decidimos sentarnos en

un banco que quedaba muy guarecido. Al principio, la tensión era muy tangible. Decidí

tomar la iniciativa en la conversación, pues sabía que Sira eludiría el conflicto, siempre

lo hacía. Sira sacaba a flote sólo las cosas que le interesaban, pero las que no, las

esquivaba con extrema habilidad. Yo también obvié el conflicto, pues sabía que ella no

admitiría nunca de forma abierta que había actuado de forma difusa o improcedente

conmigo. Tampoco había sido sensato por mi parte enviarle aquella embarullada carta.

Estábamos las dos sentadas en el banco, muy quietas, en silencio, mirando hacia

delante. Casi no había gente en aquella zona, apenas un par de coches aparcados. Ambas

estábamos algo tensas, pero de ambas fluía la alegría del reencuentro. Le dije que mejor

olvidáramos lo ocurrido:
119

-Perdona la carta con mi desasosiego desmedido y momentáneo, y... aquella

conversación telefónica- Consideré que lo importante era que ambas estábamos allí con

intención de suavizar las cosas de alguna manera. Encima, en uno de mis suicidas

arranques de generosidad, yo me disculpé:

-No he sido demasiado comprensiva contigo, Sira- Como no sabía de qué me

tenía que disculpar, porque ciertamente yo había sido honesta con ella, pues me disculpé

de aquello para reforzarla. Yo siempre la reforzaba, continuamente, sin saber por qué.

De alguna forma, interpretaba que, como amiga, aquella era mi obligación: ella tenía

que sentirse segura y bien, no soportaba verla zozobrar, era como si me hundiera yo

misma.

-Verás...-Hablaba con voz contrita-, me escribiste esa carta después de aquella

cena juntas y... estuvimos tan bien..., sentí de nuevo algo tan especial... También volví a

ser consciente de “eso” que... parece haber entre nosotras..., al fondo, muy al fondo, y

me di cuenta de que no desaparece.

Una vez más comprendí que estaba muy angustiada cuando había recibido mi

carta y pensó que yo, al hablarle de cómo me turbaba aquello, le estaba advirtiendo de

mi inminente alejamiento de ella. Le atribulaba lo que yo le hacía sentir y proyectó

aquel malestar sobre mí. Sira no me lo explicó así, pero vi que eso era lo que le había

ocurrido. Casi siempre que se enfadaba era por un mecanismo similar: se sentía relegada

o desatendida cuando en ningún caso era así, o bien sentía que yo le generaba algún

vértigo cuando eran sus propios sentimientos por mí los que le generaban ese vértigo.
120

Comprendía sus mecanismos, por eso me resultaba fácil terminar disculpándola

siempre. Por eso y porque la quería a rabiar.

Ella tuvo la habilidad de rápidamente hablarme de sus problemas recientes, de su

insatisfacción en el trabajo, de sus miedos... Así era Sira, hay gente que necesita amar y

encontrar objetos dignos de su amor, mientras que otras personas necesitan ser amadas

aunque sea sólo por sus penas, y ésta era Sira. Ella necesitaba encumbramiento,

admiración y si no la amaban sobremanera, necesitaba que al menos la quisieran con

conmiseración.

Cuando yo podía oler esta vulnerabilidad suya, oculta bajo la capa de su

arrollador encanto y su simpatía, la ternura me desmembraba el raciocinio, toda mi

lógica. El afecto y la compasión que me removía no tenían fin. La vi, a mi lado, como

una mujer en el fondo muy triste, una mujer muy indefensa, y la quise, la quise como no

volveré a querer a nadie. Pensé que un cometario ligero terminaría por vencer las

barreras últimas:

-¿Qué te parece si, como los dos mamúts semicongelados que parecemos, nos

acercamos la una hacia la otra y nos damos un abrazo aunque sea muy torpemente?

Ella clavó en mí sus ojos tan cobrizos, me miró casi como si fuera a besarme, y

me dijo con voz delicada:

-Pues claro..., y sin tanta torpeza- Me dio seguramente el abrazo de más pura

amistad y sincero afecto que me dio nunca. Sentí que me quería y la abracé con la

misma devoción. Yo hube de ponerle fin al abrazo. Todo estaba claro, volvíamos a ser
121

amigas, aunque, había algo, un sentimiento de fondo que me chirriaba, y no me fui a

casa contenta del todo.

No obstante, la había recuperado, ésa era la sensación que prevalecía. Quedamos

en que vendría a la fiesta que por nuestro cumpleaños íbamos a celebrar Rebeca y yo el

sábado siguiente. Su hermana estaba en su casa pasando unos días, así que le dije que,

además de a su marido, la trajera a ella, quien me había caído tan bien en Turín.

El día de la fiesta no tardó en llegar. A las nueve y media empezó a llenarse de

gente el piso de mi hermana, en total ofrecimos una cena fría, a modo de tapas y

pinchos, a no más de veinte o veinticinco amigos muy íntimos. Nos esparcimos

rápidamente por las habitaciones de la casa, en donde no dejó de sonar el jazz en toda la

noche. En una de sus imprevisibles mezclas ambientales, Rebeca decidió alternar esta

música con unos ligeros retoques en la decoración que hacía que el piso recordara un

hammam o un restaurante árabe, o tal vez una tetería granadina o un delicado riad

marroquí. El incienso, las velas, las cachimbas y las gasas de colores salpicaban toda la

casa. Reconozco que con dicha ambientación estética, la música de Miles Davis, Oscar

Peterson, Bill Evans, Duke Ellington, Jaco Pastorius y John Coltrane, los popes de

Rebeca, creaba un efecto inesperado pero muy envolvente. Más me agradaron las voces

de las grandes damas del jazz acariciando las gasas y las estelas de fino humo

entretejidas por la marihuana y el incienso. Sarah Vaugahm, Dinah Washington, Ella

Fitzgerald y Billie Holiday pusieron la nota exquisita cuando la primera euforia del

alcohol ya se había desvanecido.


122

Sira entró algo tensa, se adivinaba que había discutido con su marido, pues antes

de abrir la puerta, escuché como éste le decía con voz tímida:

-Bueno, Sira, como tú quieras, yo no quiero discutir.

No era la primera vez que observaba en él esa actitud obediente y casi miedosa,

hacía cuanto le parecía bien a Sira y era evidente que esa casa y su estabilidad giraban

en torno a las necesidades de mi amiga. También él la controlaba con el compulsivo

control que ejercen los inseguros. Era como si para estar los dos bien seguros

necesitasen tenerse agarrados por el cuello el uno al otro. No obstante, Sira era la que se

imponía con sus imprevisibles arrebatos, quien verdaderamente mandaba y hacía lo que

le daba la gana.

Curiosamente, él era un hombre muy inteligente, pero con ella era como un

chiquillo atolondrado. Prácticamente, en aquella época vivían de los ingresos de él y del

dinero que la tiránica suegra les procuraba, que no era poco. Él era un hombre resignado

y, según supe más tarde, apocado por su esterilidad. No sé qué amaba Sira en él,

supongo que su templanza e inteligencia, su bondad; pues era un calvito, de menor

estatura que ella, más bien rollizo, y aunque tenía unos bonitos ojos azules, no era en

conjunto nada atractivo.

Detrás de Sira entró la autodenominada Chiara, con aquel diminuto diamante

centelleando sobre su preciosa nariz, y con un traje pantalón blanco que le sentaba

extraordinariamente bien. Era algo más morena que su hermana, la procedencia árabe

parecía quizá más acentuada en ella. Enzo no la había acompañado en este viaje.

Tuvimos ocasión de charlar un largo rato, estaba entusiasmada con la retocada


123

decoración, le recordaba la mitad árabe de sus orígenes, e insistió en poner un disco

compacto de música turca. Las dos hermanas hablaban árabe perfectamente, pero como

su lengua materna era la española, era ésta la lengua que empleaban para comunicarse.

Sin embargo, curiosamente, cuando discutían se hablaban en la lengua paterna.

Sira venía excepcionalmente vestida. Seguramente, aquella noche me ofreció el

recuerdo de máxima belleza que de ella tengo en mi memoria. Se había puesto una blusa

roja que acentuaba la luminosidad de su rostro, por entre su escote asomaba

tímidamente un breve filo de encaje del mismo color, que no supe si pertenecía a una

parte interior de la blusa o a su sostén, pues se entreveía delicada y escasamente. Los

zapatos con tacones afiladísimos eran negros, como su bolso, y llevaba una falda de

seda del mismo color, de ligero vuelo, que le cubría hasta poco más abajo de la

pantorrilla. Los labios con carmín rojo, por primera vez.

Nunca la había visto tan bella, tan adecuadamente conjuntada, con tal habilidad

y jugando con los dos baluartes de su atractivo físico, lo sexy y lo elegante. Ella era

ambas cosas. Sira hizo sobresalir la elegancia, lo que le favorecía más. Las veraniegas

medias de rejilla, la blusa con el encaje y los labios rojos le otorgaban una impresión

muy sensual, casi sexual. Pero las medias se veían lo justo, sólo hasta la rodilla, lo

suficiente como para acentuar la sensualidad de sus piernas, pero no tanto como para

recordar a las típicas medias que visten las damas del amor apostadas en las cunetas con

sus minifaldas diminutas.

Su impecable aspecto hizo que muchas caras se girasen para observarla durante

la fiesta, ella jugó al coqueteo social con algunos de mis amigos, buscando ese refuerzo
124

inocente que tan bien le sabía. Su marido se aburría y tenía que trabajar al día siguiente,

así que después de la cena y de tomarse alguna copa, se marchó. Sira tenía ganas de

divertirse, se le veía sobreexcitada, lo que era habitual en ella en público. Se activaba

mucho, enlazaba las frases con una rapidez insólita, concatenaba una conversación con

otra y un discurso con otro. Todo ello con total coherencia y con insólito ingenio. Me

cautivaba su inteligencia, siempre lo hizo, y poseía una sagacidad humorística que

alcanzaba a cualquiera. Nos dimos dos rápidos besos delante de su marido y de Chiara,

aunque quedamos en un amistoso “luego charlamos”, pues yo tenía que atender a todo

el mundo, al menos a mis amigos directos.

También vinieron a la fiesta Laura y Antonio, los que finalmente resultaron ser

mis mejores amigos de la facultad, aparte de Eduardo, quien apenas pudo acompañarnos

poco más de una hora, pues tenía a su padre gravemente enfermo en el hospital. Aun así,

vino a verme un rato, para felicitarme y charlar un poco conmigo y con el resto de la

pandilla universitaria. Ésa era la clase de consideraciones de Eduardo que encandilaban

a todo el mundo. No hubo tensión entre nosotros por lo ocurrido en El Escorial; muy

contrariamente, aquello reforzó nuestro vínculo y abrió una nueva senda entre nosotros,

una senda diminuta pero luminosa.

Conversé mucho con ellos, pues hacía un año que no coincidíamos los cuatro a

la vez. Como siempre, realizamos un jugoso intercambio de noticias acerca de nuestros

compañeros de la carrera. Cada uno se había enterado de un nuevo chisme sobre dónde

trabajaba ahora fulanito o cómo le iba a menganito. También cotilleamos sobre nuestros

antiguos amigos más directos, también de la facultad, que por diversos motivos habían
125

salido escopeteados del grupo. A pesar de ello, siempre los recordábamos con cariño,

salvo algún excepcional caso.

El ritual siempre era el mismo, a continuación hablábamos sobre cómo iban

nuestras parejas (si las había), nuestras familias, nuestros amigos y por último,

terminábamos intercambiando confidencias sexuales. Nos conocíamos desde los

dieciocho años, nuestras sexualidades se habían ido desarrollando durante todos

aquellos años y Antonio, en cuanto a confidencias, era como una chica para Laura y

para mí. También ellos me dieron una sorpresa aquella noche, cuando, en mitad de la

madrugada, escuché al gato de mi hermana arañar una puerta, como si lo hubieran

dejado encerrado, y cuando abrí el cuarto, allí estaban los dos, haciendo el amor

arrebatadamente sobre la cama de matrimonio de Rebeca. Casi los echo a escobazos.

Ésa era una deuda que Antonio y Laura tenían pendiente desde los dieciocho, y

casualmente decidieron saldarla en mi fiesta y en casa de mi hermana, tantos años

después. Lo más insólito es que, por aquellas fechas, ambos ya estaban casados con sus

respectivas parejas. De hecho, ambos habían estado hablando de lo felices que se

sentían con sus cónyuges durante largo rato, parecía como si compitieran para

demostrarse mutuamente lo absolutamente plenos que se sentían en sus matrimonios. En

ese momento supe el porqué.

Después me enteré de que, al día siguiente, cada uno volvió dulcemente a su

hogar y acordaron que aquello no se repetiría. Sólo querían liberarse del recóndito

morbo mutuo que se suscitaban, y, al parecer, lo consiguieron de aquella manera.

Ciertamente, ambos continúan felices con sus matrimonios y seguimos con nuestras
126

reuniones cada seis meses (siempre que puede ser). Aquella noche pensé que mi

cumpleaños, forzosamente, será siempre una fecha especial para la relación entre

ambos.

No sé si fue el jazz o la marihuana o la escasa cocaína que circuló en la fiesta

aquella noche, pero los ánimos parecían sobreexcitados aquella madrugada. Es bastante

habitual que la gente se pase de rosca en estos ambientes cargados de aditivos diversos:

el alcohol es lo más común, pero la forma en que determinadas substancias estaban ya

siendo usadas de forma generalizada por personas de todo estrato social y toda edad era

impactante.

La gente comienza a hablar y no quiere parar, no quiere escuchar, se limitan a

levantar la voz creyendo que así captan hábilmente la atención ajena, pero lo único que

hacen es sobreexcitarse más. Así es la cocaína. Se trata de intercambios de monólogos

absurdos en donde se expresa con injustificada emoción ideas insignificantes, todos se

sienten proféticos expresando sus ideas y en el fondo sólo quieren escucharse ellos

mismos. De ahí deriva el intercambio de monólogos, la gente no escucha después de la

una de la madrugada, se limita a dejar un espacio en blanco para que el otro hable, hasta

poder insertar su siguiente monólogo. También tienen interesantísimas conversaciones,

pero los estados emocionales están alterados, la gente se avergüenza al día siguiente de

haber relatado ciertas cosas íntimas, se sienten humillados por haber intimado tanto,

cuando no tienen que soportar deprimentes resacas anímicas.

Sira no necesitaba tomar cocaína para pasarse de vueltas. Estaba disparada y yo

conocía aquellas actitudes suyas. Se esforzaba por captar la atención conjunta, por llevar
127

el timón de todas las conversaciones, particularmente a mí me dejaba hablar menos que

a nadie. Siempre me irritó aquella costumbre suya de utilizarme de comodín social

dedicándome certeras pullas en público, a modo de broma, pero muy alejadas de los

límites tolerables. Yo jamás me hubiera podido permitir aquella conducta con ella.

Sira no parecía ser consciente de su cambio. Era una Sira conmigo y otra Sira

delante de todos. Cuando estaba conmigo era suave y tranquila, sabía escuchar, era

directa y fluida, reposada y respetuosa la mayoría de las veces. En público actuaba

como si no fuéramos tan amigas, como si existiera menos confianza de la que realmente

había entre nosotras. Era algo extraño que me resultaba enojoso, pues aquella actitud la

reforzaba terminando cada frase que yo empezaba, empleando fórmulas como “claro,

todos sabéis como es Lucía...”, para hacer un chiste para todos, un chiste que hacía a

todos gracia, a todos menos a mí. Yo me callaba y la dejaba escucharse a sí misma,

nunca intenté competir en aquellas pruebas en las que ella era la única jugadora, me

parecía ridículo, aunque no por ello me sentía menos mal.

Acaso Sira tenía esa extraña forma de comportarse con todo el mundo, tan

neurótica, porque necesitaba tener a los demás continuamente frente a sí, para que le

sirvieran de espejo, para definirse a sí misma. Acaso yo la secundaba, con mi amistad,

porque yo también necesitaba a los otros para verme a mí misma, para sentir quién era

la persona que yo realmente quería ser. No sé por qué la escogí a ella como espejo en

aquella confusa época de mi vida, quizás porque sentía que había algo

extraordinariamente afín en nuestras almas, en nuestras sensibilidades, en nuestra forma

de sentir la vida. Aunque un abismo nos separaba.


128

Ella era como una Lucía educada en un ambiente más duro e intolerante, con

menos amor y sin el necesario refuerzo. Yo me veía reflejada en ella y sentía que yo

misma podría haber desarrollado esos cambios de humor e inestabilidades de no ser por

la familia que había tenido. Su familia había sido muy disfuncional y no la trataron

siempre bien. Entre ella y su hermana, Sira se llevó la peor parte. De alguna forma

remota y perdida dentro de mí misma, me sentía culpable con relación a ella, me sentía

culpable porque a mí sí me habían dado refuerzo y amor, porque me habían tratado

siempre bien, porque la gente, a pesar de mi timidez u ostracismo eventual, mi

inseguridad y mi evidente vulnerabilidad, me quería y permanecía en mi vida, mientras

que a ella todo el mundo la terminaba abandonando. Me sentía culpable si sufría o si se

sentía sola, o si no le iban bien las cosas. Era como si mi felicidad familiar y social me

obligaran a paliar sus carencias en esos ámbitos.

Yo la admiraba y ella me admiraba a mí, por razones distintas, algunas inversas.

Era un extraño juego especular el que articulaba los cimientos de la relación. Esa

admiración-fascinación mutua tal vez podía generar algunos resortes de rivalidad entre

nosotras. La misma Sira me lo sugirió en una ocasión. Yo la admiraba, no la envidiaba,

no sentía que pudiera ni que quisiera superarla en las cosas que de ella admiraba, así se

lo expresé. Ella calló.

Si señaló la rivalidad mutua o la envidia soterrada como causa de nuestros

conflictos, cuando en ningún caso yo sentía aquello, tal vez es porque ella sí sentía esa

rivalidad y esa envidia soterrada. No sé, hay cosas que no terminan de saberse nunca.

Jamás hablé abiertamente con ella de eso, pues bien sabía que jamás admitiría lo que me
129

habían señalado. Tal vez, en el fondo, me resultaba desoladora y burda la hipótesis de

que la envidia estuviese detrás de sus peores reacciones contra mí.

Lo que sí logré dilucidar más tarde es que la fascinación mutua era una forma de

amarnos a nosotras mismas en realidad. Cuanto más sublimas la personalidad de

alguien, cuanto más la idealizas en tu interior, más placentera es la conquista de sus

afectos. Yo me amaba a mí misma viéndome divinizada en los ojos de ella, ella se amó a

sí misma viéndose sublimada en mis ojos. Quizá de ahí surgió también la mutua

atracción sexual que había existido. La admiración y la rivalidad pulsionaban deseos en

Sira, si no podía ser como yo (en aquello que me admiraba), tal vez podía al menos

vencerme, si no podía vencerme, al menos podía poseerme físicamente.

Recuerdo la absoluta plenitud psíquica que percibí en ella el día en que yo había

accedido a sus requerimientos sexuales. Se marchó a su casa pletórica como un gallito

que regresa triunfante a su corral después de una buena faena. Yo me sentía más

aturdida. Tal vez Sira se había encaprichado de mí como otro de sus narcisistas retos

para demostrarse que era alguien digno de ser adorado.

No sé, realmente nunca alcanzaré a saber el verdadero porqué de todo aquello,

tal vez todo es una reconstrucción deforme de mi memoria. En el fondo ella era tanto mi

vampiro como mi víctima; yo fui tanto su vampiro como su víctima. No obstante,

siempre me esforcé por transmitirle todo el afecto posible, siempre. Es costoso

reconstruir el pasado. A pesar de lo intrincado que hoy me resulte recordar aquello, lo

más claro, lo único verdaderamente nítido e inmutable es el amor que le tenía. La


130

verdadera amistad que sentía por ella. La quería noblemente, siempre quise ser justa y

protectora con ella, a pesar de mis torpezas.

Aunque es imposible juzgar nada, todo está muy enredado después de tantos

años. Eso son los recuerdos que amasamos en soledad, una noria confusa que nos

arrastra al mismo tiempo que nosotros le damos cuerda. Alimentamos y construimos

recuerdos nuevos, mezclamos y distorsionamos los que nos hieren, magnificamos los

que nos refuerzan. Nos mentimos para poder mantener la cordura, para poder seguir

preservando nuestro sentido de la dignidad, de nuestra propia dignidad: “yo hice bien, tú

no..., yo no me merecía aquello, tú sí...”. Al final todos pensamos lo mismo

independientemente del papel desempeñado en la historia. Egos que se oponen, que se

miden, que se prueban, el poder está al fondo de toda relación. Sin embargo, los afectos

no engañan, y están o no están, se sabe si han existido o si fueron espejismos.

Pero a Sira le gustaba el poder, la admiración y la entrega ajenas por encima de

todo. La pasión es meliflua, pasajera, y la admiración tiene mucho de apasionamiento.

Alguien meramente apasionado es alguien capaz de entretejer ideas sobre la nada, crea

emociones huecas, ciegas, que terminan disolviéndose como las nubes: quedando en

nada o dejando una engorrosa tormenta tras de sí.

A Chiara también empezaba a notársele el cansancio y las copas en la cara. Ya

había observado en Italia que era de esas personas que, cuando les sobreviene el sueño

de verdad, ya no pueden esquivarlo, se les pone ojitos y morro de crío enfurruñado.


131

Reconocí su cansancio en ese súbito aniñamiento de su expresión facial y, desde luego,

en la falta de paciencia. Empezó a dirigirse a Sira con ánimo de importunarla, siquiera

superficialmente, pues ésta le había hecho algunos comentarios algo fuera de lugar.

Incluso yo lo aprecié.

Cuando Sira era encantadora, no había nadie más irresistible y meloso, cuando

se ponía fastidiosa, no había nadie más insufrible. Chiara tenía las mismas habilidades

sociales superficiales que su hermana, pero no alcanzaba ese extraño punto de

manipulación con el que tan astutamente Sira conseguía llevar a la gente a su terreno

conversacional. O, si es que también poseía esa habilidad, a Chiara no le gustaba

ejercerla, con lo que le irritaba sobremanera la actitud de su hermana en estos lances. A

mí, pasado un rato, Sira ya no me parecía molesta, sino una mujer entrañable, brillante,

una Marilyn vulnerable que patinaba un poco.

Chiara era menos embaucadora que Sira, quizá tenía un mirar más directo y

limpio, pero se dejó llevar por un familiar arranque que me recordó a su hermana:

-¡¿Por qué no cierras la boca o te vas a mirar en el espejo una vez más?!- Le

espetó con rabia contenida, sin alzar la voz pero acompañando su frase con una mirada

furibunda que también me recordó a Sira, en sus peores enojos.

Sira le respondió en árabe, con lo que se enzarzaron en una discusión moderada

que sólo entendieron ellas. De vez en cuando intercalaban alguna frase suelta en español

del tipo de: “Sí, claro, tú como siempre” o “ya estás otra vez con lo mismo” o “¡de niña

mimada, nada!”, y seguían en árabe con lo que se adivinaba como un agrio intercambio:

-Al ga'yt an-nafsu marra uhra!


132

-¡Imta enti tukajilin?

-Lazim an takjili, ana sa'ima min gairatihi mushyati.

Chiara, poco después, se disculpó con extrema cortesía ante Rebeca y ante mí,

nos dio las gracias. Se iba de vacaciones al día siguiente a Vietnam, con unas amigas.

Sira, según le era propio cuando los conflictos se escapaban a su control,

desapareció por alguna habitación. Yo preferí esperar, no fuera a ser que me salpicara a

mí una acritud que en realidad tenía otro objeto, u otro sujeto, más bien. Rebeca, tan

comprensiva y guasona como siempre, una vez hubo despedido a los escasos invitados,

que casi dormitaban en el sofá, dijo:

-¡Tía! Ésta no está para coger el coche ni para ir a ninguna parte. ¡Vaya tela con

la Sirita! ¿No? Menudo pollo me han montado, joder, con las hermanitas árabes... No

me extraña que estén las cosas así en Oriente Medio... Mira, Luci, como tú te ibas a

quedar en el sofá cama del salón pequeño, dile que se quede también, cabéis las dos de

sobra.

-Venga, Rebeca, no exageres, quedaban cuatro gatos y no se ha enterado nadie

más que nosotros, además, no ha sido para tanto, un poco de tensión se les veía, pero

nada más- Suavicé.

- Pero, sí, le digo que se quede-Añadí.

Pensé que la propuesta de mi hermana era lo más oportuno y le dije a ella y a mi

cuñado, un tipo encantador, que se acostaran, que yo recogería un poco aquello e iría a

hablar con Sira. A la media hora, una vez hube despejado lo más grueso del salón

grande, llamé a la puerta de la habitación:


133

-Soy yo, Sira- Le adelanté antes de entrar en el cuarto. La encontré de pie en el

pequeño salón que se utilizaba de cuarto de invitados. Sira estaba de espaldas a la

puerta, mirando por la ventana, parecía observar absorta los vestigios últimos de aquella

madrugada de septiembre, en un Madrid cansino, ya tan viejo que rezumaba sólo

tristeza. Recordé que Sira me había explicado en Turín cuánto parecido hallaba entre las

dos ciudades, no ya por estar cerca de las montañas, ni por ser importantes y enormes

urbes industriales, con poder comunicativo, político, cultural e histórico, sino por el

glamour de sus calles, por la melancolía de sus tejados y sus sombras, por algunos

soportales y escondrijos de enorme sugerencia.

Sobre todo se respira en ambas ciudades un innegable peso histórico, recuerdos

de siglos anteriores, tiempos de gloria que salpicaron la ciudad de rincones luminosos.

Pensé que tal vez Sira se deleitaba buscando ese espíritu burlón, y fiero a ratos, que ella

creía encontrar tanto en Madrid como en Turín. Pero su figura de espaldas, esbelta y

silenciosa, me anunciaron su tristeza.

Se giró, con su atractivo conjunto rojo y negro, todavía impecable, al igual que

su maquillaje. Rompió a llorar y me echó los brazos como si fuera una niña:

-Te quiero mucho, Lucía, menos mal que estás aquí, siempre estás aquí cuando

te necesito, maktub, estás aquí...- No conocía aquel vocablo árabe, desde luego- ¿Has

visto cómo me ha hablado mi hermana? Siempre igual. Siempre ha sido la niña mimada

de mi padre- Siguió abrazándome. Yo ya sabía algo de aquel remoto sentimiento que

Sira tenía de leve rencor hacia su hermana pequeña.


134

-Venga...-Le dije con la voz más suave- Quédate a dormir. Llama a casa y te

quedas aquí. Charlamos un ratito y verás cómo duermes más tranquila. No puedes

conducir así-. La sentía abrazarse a mí, sentía lo vulnerable que era en realidad, la

ternura con la que se me aferraba, y se me desmigajaba el corazón. Esa recóndita

fragilidad suya me enternecía sobremanera, me conmovía profundamente. Tenía

debilidad por ella.

Salió a llamar, fue al baño y regresó con unas toallitas húmedas. Desplegamos el

sofá y nos endosamos dos camisetas enormes de mi cuñado a modo de improvisados

camisones. En cuanto nos recostamos, ella se arrebujó contra mí y yo me sentí como

una madre protectora. Más bien como un padre protector, o como un hombre que

ampara a una mujer, no sé, ya no sé. La abracé con tibieza y sentí la dicha del afecto,

que no tiene sexo, el fluir del intenso sentimiento que nos unía, un sentimiento incierto

pero poderoso. Me sentí feliz por tenerla a mi lado, por sentir su cuerpo apretado contra

el mío, pero no sentí deseo. Era obvio que ella tampoco.

Éramos como dos adolescentes que se protegen del mundo, inocencia contra

inocencia. Le acaricié la cara y el pelo, le limpié el maquillaje con las toallitas, ella

también me retiró el maquillaje. Me abrazó y me besó en la mejilla, me dijo de nuevo al

oído: -Maktub- Y se durmió.

Se había dormido pegada a mí, apoyando su cara sobre mi pecho, como yo

misma había hecho tantas veces sobre el níveo y poderoso torso de Richard, y me sentí

extraña en aquella tesitura. Comprendí que aquel episodio sexual, acontecido casi un
135

año atrás, no era definitorio de nuestra relación ni de la naturaleza de nuestro afecto,

tampoco era relevante el hecho de que esa atracción hubiera perdurado soterrada.

No debí haber echado aquella carta en la boca del león de correos; si bien, no

podía haberse evitado la confusión mutua, eso había sido ineludible, pues el deseo

siempre nos pone en contacto con la parte más oculta de nuestra alma, con el doblez

más escondido e íntimo. Tanto más turbador era aquello en una atracción mutua que

sentían dos mujeres que se sentían heterosexuales.

El deseo sexual nos enajena y nos ofusca, se enlaza con un aliado cercano, el

miedo. El vértigo gobierna al deseo, pero éste se arrastra bajo los pies de nuestro

espíritu, se esconde muy abajo, como si no estuviera, aunque le influye igualmente.

Nunca he sabido dilucidar qué parámetros gobiernan nuestras atracciones sexuales,

cualquier teoría me resulta especulativa, una pobre conjetura. La atracción mutua había

sido turbadora para ambas. Es inútil, no pueden desbrozarse todos los porqués de las

relaciones, e intentar hacerlo sólo consigue enloquecernos, neurotizarnos dentro de

espirales agotadoras. Freud vino a decir que el deseo sexual en la mujer es como un

gran continente oscuro, una vez que te adentras en él no sabes cómo vas a terminar.

Yo me alzaba por encima de los defectos de Sira, quien sin ellos ya no habría

sido la misma; con esos mismos defectos la quería. Y no la quería para mí, mi afecto

estaba desligado de todo sentimiento de posesión, ése no era mi caso. La alentaba a

relacionarse, a que le ofreciese a otras personas la misma dulzura que a veces me

brindaba a mí, sin sus desajustadas máscaras. Me juré a mí misma en ese instante que la

querría siempre, que nunca me desligaría completamente de ella.


136

Me prometí no abandonarla nunca, ni aunque me hiriese. Me juré nunca partir,

nunca irme de su vida ni de su alma, nunca. Y la palabra “nunca” se me deslizó,

garganta abajo, como un escorpión escurriéndose hacia mi alma. La besé en la frente,

ella ya dormía profundamente, y acaricié con ternura la piel de su hombro, su piel, la

piel del caramelo.

Me prometí que, aunque la vida nos separase, sólo por el respeto que me

suscitaba el insólito y profundo vínculo que nos había enlazado, yo nunca haría nada

que ensuciase la memoria de nuestra relación. Sabía que sería incapaz de hacerle daño

premeditadamente, siempre lo supe, y más allá de alguna mordacidad en alguna

discusión, nunca se lo hice. Me comprometí firmemente a no echarle en cara sus

defectos si las cosas se ponían mal, pues ella misma me había explicado las nefastas

consecuencias que, para su seguridad y su carácter, habían tenido todos los crueles

reproches sobre sus defectos que le habían hecho quienes se habían ido de su vida,

hartos de sus furias y sus giros imprevistos.

Me juré no acusarla de los errores de su personalidad, aunque los cometiera muy

graves y aunque ello fuera contra mí. Me lo juré justo antes de dormirme, en ese umbral

previo al descanso, ese duermevela en donde todo son pájaros que se entrecruzan con

palabras, brisas y sombras inefables, allí donde se cultivan los poemas y se riegan los

sueños imposibles. Allí, en aquel terreno fértil, eché aquellas semillas. Me lo juré, al

tiempo que una palabra relumbraba en su cielo ensoñador: maktub, maktub, maktub...,

mientras me dormía.
137

XI

EL VUELCO

Cuando comencé a despertarme, tendí mi mano hacia su lado, ya eran las tres de la tarde

y no había descansado del todo bien. Después de tantear recorriendo el pésimo colchón,

terminé de despertarme al comprobar que no estaba. Se había ido sin decirme nada, sin

despertarme, sigilosamente, sin una nota. Así era Sira, pasaba del afecto más abierto y

efusivo a la frialdad más indiferente, en cuestión de horas. Ello generaba en mí un

desconcierto muy molesto, me producía inseguridad, y bastantes matices de esa

tendencia doblegaba mi personalidad, a esa edad, como para que encima alguien me los

reforzara. Sira, seguramente sin saberlo, reforzaba mi inseguridad con sus imprevistos

desplantes. Desapareció sin más. Pensé que al menos podía haberme dejado una nota, o

haberme llamado el día después, pero no lo hizo. Tampoco me llamó el día subsiguiente,

ni al otro, ni al otro. Pero una semana después yo sí que la llamé. Ya estaba angustiada.

-Hola, ¿qué pasa contigo?- Le dije en tono de broma.-¿Cómo es que no me

llamas?

-Hola, fea -me dijo por el auricular, con esa voz acariciadora que empleaba con

tanta elegancia-, estaba empezando a echarte de menos y, como no me llamabas ni has

hecho caso de mi nota, como parece que ya no quieres verme por portarme un poco mal

en la fiesta de tu hermana, tu preciosa hermana, tu bellísima hermana..., gemela-.


138

Siempre me gastaba aquella broma sobre la “increíble belleza” de mi hermana, idéntica

a mí.

-¡¿Qué nota?!- Yo no he recibido ninguna nota.

-Es que no te la he enviado, me refiero a la que te dejé sobre el sofá cama, en casa

de tu hermana.

-¡¿Sí?!-Aquello lo cambiaba todo- Pues no la he visto, no la vi, no sé qué

pasaría...

-Entonces, qué bien, yo sufriendo pensando que no te habían gustado mis

palabritas y resulta que ni siquiera las has leído...

-Es que no la vi, aunque me hubiera encantado encontrármela, porque yo también

empezaba a estar mosca... Pero, ¿cómo no me has llamado, bandida?-Le interrogué.

-¿Cómo no me has llamado tú antes?-Contestó.

-Porque me tenías que haber llamado tú a mí- Le dije.

-No, TÚ me tenías que haber llamado a mí-Añadió impostando un falso enojo.

-No, tú...-Seguí yo.

-No, tú...-Apostilló ella.

-No, tú...

Y así hasta que nos carcajeábamos las dos, cumpliendo con aquel ritual infantil

ñoño de de fingir una rabieta competitiva. Lo cierto es que éramos las dos iguales en

eso, aunque yo siempre cedía. Al final, siempre cedía yo:

-Anda, venga, déjate de tonterías, ¿nos vemos?.


139

-¡Sí!-Contestó con aquel entusiasmo que también le era propio- ¡Además, tienes

que ver el montón de fotografías que he hecho! Seguí tus consejos sobre la composición

y los efectos lumínicos de los que me hablaste después de que vieras las fotos que hice

para aquellos dos trabajos que me conseguiste, y creo que ahora he hecho algo más

interesante. Por favor, venga, dime que me las revisarás y me darás tu opinión sincera.

Prometo cocinarte un suculento manjar árabe cuya receta sólo se hereda de abuelas a

nietas... ¿Mañana a las dos en mi casa? Estoy sola.

-De acuerdo. Pero a las cinco como muy tarde tendré que irme- Y nos

despedimos.

Rápidamente llamé a Rebeca:

-Qué, ¿tienes que echar otra carta importante, hermanita?-Me preguntó.

-No, es que Sira me dejó una nota el sábado de la fiesta y no la encontré, ¿tú la

has encontrado?.

-Ay, sí, tía, se me había olvidado- Se disculpó mientras bostezaba.

-Anda que...

-Pero no era una nota, era un sobre blanco lo que me encontré bajo el sofá, sin

nada escrito encima, aunque estaba cerrado. Pensé que sería tuyo, de alguna carta que

ibas a echar al día siguiente. Y como no me llamaste, pues se me olvidó-Aclaró.

-Bueno, luego paso a recogerlo. ¿Vas a estar a partir de las nueve?- Pregunté.

-Sí, hoy sí- Confirmó.

Así era también la fortuna de nuestra relación, salpicada de malentendidos,

desencuentros y nefastas casualidades que, después de todo, tal vez no eran


140

casualidades, sino señales. Ella fue atenta conmigo dejándome una carta. No eran sólo

unas “palabritas”, como me había adelantado, era una carta de varias páginas; pero yo

no encontré más que su silenciosa ausencia cuando me desperté. En cambio, sí que me

había dejado algo, pero la carta se había caído y se había quedado debajo del sofá.

Sira rara vez era verdaderamente franca conmigo, siempre me privaba de mucha

información acerca de sus sentimientos, pero muy de tanto en tanto me ofrecía una

porción importante acerca de todo cuanto venía escamoteándome desde hacía meses.

Recogí su carta y regresé a mi casa, me tumbé tranquilamente y me dispuse a saborear

una de aquellas inesperadas e insólitas porciones de la verdadera Sira:

Querida Lucía,

escribo tu nombre y automáticamente se me llena el corazón de sensaciones mágicas y

dulces. Antes que nada tengo que disculparme por mi estilo, menos cuidado que el tuyo.

Sabes que la literatura me apasiona como lectora, pero que no reconozco en mí la

asimilación de ninguna destreza para su elaboración. Lo mío son las Ciencias Puras,

ya sabes, y el ajedrez... Pero gracias a ti he descubierto que la fotografía sí que me

permite expresar esas cosas oscuras o luminosas que llevo dentro. Bien, no me pondré

humilde tan pronto, que te emocionas.

No me disculpo por haber sido dura con mi hermana porque se lo merecía. Ahora

estará enfadada un mes conmigo y luego se le pasará. Pasado mañana vuelve a Turín,
141

con su Enzo (ya sabes que no me cae muy bien). Estoy cansada de sus actitudes, en fin,

dejaré esto. Sólo quería decirte que, en la medida en que fuera violento para ti y para

tu bellísima hermana, lo lamento; pero volvería a decirle las cosas que le dije si ella

volviera a hablarme como lo hizo (tú no entendiste muchas cosas). Mi hermana no ha

tenido que soportar ciertas cosas que yo sí tragué, y se cree la reina del mambo, de vez

en cuando hay que pararle los pies.

Pero yo no quería hablarte de mi hermana, sino de ti y de mí. Lucía, Lucía,

Lucía... Me ha encantado dormir contigo. Yo estaba muy triste, ya sabes que a veces, y

sin que sepa muy bien por qué, y aun yéndome las cosas bien, me sobreviene una

tristeza torrencial que me inunda por dentro y lo enmaraña todo. No me extraña que

mucha gente se haya hartado de mí, pues mi tristeza está oculta, pero tarde o temprano

emerge y se ve lo amargada que en el fondo estoy, por debajo de mi vitalidad

entusiasta. A la gente le gusta las personas siempre alegres, como tú. Ya sé que no estás

pasando una época fácil, pero incluso en este período de transformación que te aturde,

se te ve lo fuerte que eres, y tu amabilidad de siempre, que no la pierdes.

Eso es lo que más me gusta de ti, que eres fuerte en el fondo, aunque también

tengas ese punto de inseguridad y vulnerabilidad que tanto me enternecen. Me encanta

tu timidez ocasional. Yo te quiero siempre y, cuando no puedo hacerlo en persona,

porque ya sabes que no siempre me expreso emocionalmente bien, entonces te quiero en

mi corazón. Aunque sea dentro de mi corazón, ahora te quiero mucho, pues te veo y me

recuerdas a mí misma hace unos pocos años, en plena crisis de los treinta y llena de

dudas. Lo tuyo tiene más que ver con la crisis de los treinta que con lo de Richard,
142

aunque ya sé que eso te ha dolido mucho. Tienes que olvidarte de él, yo creo que nunca

hubierais cuajado como pareja duradera. Yo ahora veo que empiezas a sobrellevarlo

muy bien, pronto lo superarás, ya verás, bonita.

Yo no sé querer, no sé querer bien y eso ni tú ni nadie puede modificarlo. No he

sido nunca una buena hermana para Chiara, parece que nada de lo que pruebo con

ella sale bien; no soy una buena mujer para mi marido, con el que soy egoísta y

manipuladora, y al que no ayudo a superar su problema de fertilidad. Alejo de mí a

todo el mundo porque no sé relacionarme bien, cuando me siento mal, lo confundo

todo, tú lo sabes. Parece que destruyo todo lo que toco, parece que impregno de un

hedor pantanoso toda las relaciones que más me importan, parece que llevo la bruma

más pegajosa a todos los corazones. A veces me siento como si fuera basura. No soy

una gran amiga para ti y sé que te terminarás alejando como todos, cuando te canses

de mí. Entonces, al igual que todos, me restregarás por la cara lo decepcionada que te

sientes, los defectos que tengo, lo terrible qué soy.

Pero soy débil y, aunque debería irme de tu lado para no terminar tratándote tan

mal como al final trato a todo el mundo, no tengo fuerzas. Tú me has apoyado en un

momento de mi vida en que no sabía como expresar ciertas cosas. Ha sido fantástico

que me consiguieras esos trabajos como fotógrafa, que me regalaras la cámara y que

me des tantos buenos consejos. Ahora estoy fotografiando mucho. Sin ti me hubiera

rendido, pero tú me das fuerzas.

No me importa el desprecio de los que me abandonaron mientras pueda contar

con el amor de almas mitológicas como la tuya. Riegas mi vida con tu esperanza y tu fe
143

en el futuro, en mi futuro. Tu aliento me es necesario como el aire que respiro cada

mañana al abrir los ojos a un nuevo día de mágicas existencias e imprevisibles

ilusiones. Eres la mejor para elevar mi moral y hacer que roce las nubes, más aún, el

sol. Me das alas, y yo me elevo, me elevo desde mi paupérrimo suelo... Eso me hace

necesitarte cada día más, por eso me asusto a veces, pues si la vida me corta las alas

que tú me has cosido y atusado con tanto mimo, me perderé en un abismo del que ni tú

ni nadie podrá sacarme.

De alguna otra forma, también te necesito. Lo sabes. Ayer me gustó que

nos abrazáramos como crías. Me gustó dormirme así contigo, eres muy dulce, Lucía. Te

he besado en la frente antes de irme, sólo un besito muy suave para que no te

despertaras. Te he pasado la mano por esa melena rubia que tienes, tan lisa y tan, tan

suave. Yo estoy harta de mis ásperos rizos de niña que no quiere crecer. Me encanta

mirarte el cabello mientras me hablas, tú no te das cuenta, pero yo te lo miro, te lo miro

y te lo admiro.

Quiero que nos llevemos bien y que hagamos muchas cosas juntas. Es

normal que discutamos, yo creo que en el fondo a las dos nos gusta llevar la voz

cantante en la fiesta y por eso discutimos, a lo mejor nos tenemos un poco de envidia en

el fondo y hay rivalidad. No sé. Sólo deseo que la semilla que fue el comienzo de esta

amistad haya arraigado en la tierra con el mismo poder que nuestro cariño le brinda,

espero que vaya creciendo más y más y se convierta en un viejo olmo a cuya sombra

podamos abandonarnos las dos. Gracias por ser la voz que sacude mi conciencia

cuando ésta se adormece, merced a ello me devuelves el sentido del presente exacto y la
144

precisa dimensión de las cosas coherentes e importantes. Mientras estés a mi lado,

Lucía, no temeré arriesgarme y seguiré rumbo al norte con la sed de eternidad impresa

en los ojos. Nunca sabrás cuánto bien haces a mi vida, eres el albor que subyuga las

sombras de mi alma.

Nos vemos.

Sira.

Siempre me hacía gracia ese cierto estilo suyo juvenil, tan libresco a

veces, algo barroco cuando se arrancaba a expresar algún sentimiento personal. Como si

le fallaran las palabras por no contar con fórmulas de expresión afectiva, como si no

supiera decir con sus propios términos lo que sentía. Debía recurrir a estilos algo añejos.

Pero aquellas escasas cartas, verdaderamente sinceras, que me envió en aquellos años,

resumen lo mejor de Sira. Sira me advirtió contra sí misma. Ella siempre me dijo que yo

la idealizaba, que ella no era tan especial. Pero, a decir verdad, a pesar de mi

idealización, ella no dejaba de ser alguien muy especial, todos lo veían, y también ella

me idealizaba a mí. También se esforzaba por mantenerme en jaque, para que yo

continuase dándole más y más.

La carta me encantó. Cuando una persona que se prodiga poco

emocionalmente, te lanza un suculento fragmento de su afecto de forma directa y

aparentemente desinteresada..., el refuerzo es inmenso. Es increíble, pienso hoy, que yo

valorase tanto aquellas escasas muestras de afecto sólo enviadas de tanto en tanto. La

vida enseña que los afectos duraderos no se nutren de eclosiones irregulares de pasión,
145

sino de porciones de afecto constantes, aunque sean más moderadas, de cariño

limpiamente manifestado. Sira me enviaba aquellas cartas cada muchos meses, cuando

quería atraerme hacia sí con fuerza, cuando intuía que yo podría distanciarme.

Le encantaba ejercer cierto poder emocional sobre mí. A todos nos atrae

la capacidad de dominio, de poder, todos somos cazadores en las sendas del amor. A

pesar de que ella me advirtiera acerca de sí misma, la verdad es que no me dejaba

marchar. Cuando, víctima del vértigo, le sugería que tal vez sería mejor dejar de vernos,

ella se negaba y me inundaba de expresiones de afecto. Me advertía contra ella, pero me

tenía bien agarrada. Y a mí me encantaba entonces. Me encantaba que ejerciera ese

cierto sentimiento de posesión sobre mí.

La carta me removió todo ese desaforado y ciego afecto que había en mi

interior sólo para ella. Al día siguiente me levanté entusiasmada porque iba a verla,

porque pasaría tres horas con ella. Al pensar en aquellos arranques de euforia, no sé si

interpretar que mi forma de aferrarme a la ilusión que me procuraba nuestra relación era

sólo una manera de aliviar mi ánimo por el período que estaba atravesando. Tal vez sólo

quería marear mi tristeza, la perdiz amarga de la náusea existencial, el pájaro gris del

miedo, y por eso nutría mi afecto hacia ella, nutría la ilusión dentro de mí, me aferraba a

esa quimera porque todo lo demás me angustiaba. Tal vez, no sé, ya no sé. En ese caso,

era inútil: sumergirse en el otro no es escapatoria. Recordar todo aquello, releer esta

carta de Sira, guardada en la misma vieja cómoda, y tratar de darme respuestas a mí

misma, sólo parece estar consiguiendo que se enciendan de nuevo los porqués. El

pasado nos escuece a todos.


146

Sin embargo durante muchos meses, después de aquella carta, me sentí muy feliz

estando cerca de Sira. Yo me fui alejando del dolor que me proporcionaba el recuerdo

de Richard y, gradualmente, las malas sensaciones que me apresaban cuando pensaba en

él, se fueron viendo sustituidas por recuerdos dulces. Yo estaba empezando a amar

seriamente a Richard justo cuando se fue, o acaso ya le amaba seriamente desde meses

atrás, no lo sé, porque: ¿Qué es el amor?

Durante una de nuestras interminables sesiones de revelado, tras haber pateado

todo el Madrid de los Austrias, buscando viejos edificios, chaflanes peculiares,

chapiteles de inspiración herreriana, tabernas decimonónicas clausuradas bajo el polvo y

cualquier motivo de inspiración fotográfica; tras haber descargado diez carretes con

nuestras cámaras, nos enzarzamos en una de nuestras vivas conversaciones en donde

pasábamos desde la fotografía al arte en general, del arte a la vida, de la vida a los

sentimientos, hablábamos acerca de nuestras relaciones y todo lo tratábamos con

profundidad e intensidad. Sira era una conversadora brillante, siempre podía darle una

vuelta de tuerca más a cualquier tema, siempre ofrecía un punto de vista peculiar e

interesante. Me sorprendía siempre.

Aquel día quedamos especialmente cautivadas por la Plaza Santa Cruz, por la

zona donde vivían antiguamente los sastres, las modistillas, donde se ubicaban las

tiendas de paños, de telas... Allí tenía la tienda el padre de Juanito Santa Cruz, uno de

los personajes literarios de la gran novela de Galdós, quien no sé si tomaría el apellido

de aquella plaza por una asociación de ideas o por cualquier otra razón. Sira prefería

literariamente al linfático y raquítico Maximiliano Rubín, pues consideraba que en el


147

pequeño Maximiliano ideado por Galdós había algo grande, algo más poderoso que en

el Fermín de Pas de Clarín. Así comenzábamos a establecer criterios comparatistas que

nos permitían diseccionar a Fortunata, a Jacinta, a Ana Ozores, a Doña Paula y al resto

de los personajes de dos de las más grandes novelas españolas de todos los tiempos, sin

duda solamente superadas por la gran creación cervantina.

Después nos enredamos con la mística española, conversamos acerca de Santa

Teresa, San Juan de la Cruz, y en mitad de un mórbido arrebato místico decidimos irnos

a fotografiar algunas de mis fachadas sacras preferidas. La arquitectura religiosa

madrileña siempre me ha cautivado. Las iglesias parecen perderse en las grandes urbes,

pero no en Madrid. Mientras conversábamos acerca de mil temas distintos,

fotografiamos y visitamos la Encarnación, una obra de Fray Alberto de la Madre de

Dios, arquitecto real muy vinculado a los jesuitas; fotografiamos la Catedral de San

Isidro, por supuesto, obra de otros dos jesuitas; también la capilla de San Isidro, adosada

a la iglesia de San Andrés; San Antonio de la Florida y muchas otras.

Donde más disfrutamos conversando y fotografiando fue en la Plaza Mayor, lo

que Sira imaginaba un modesto recuerdo de la descomunal y bellísima Piazza Castello

de Turín. Es ésta una de las plazas más modélicas de España, varias veces reconstruida

tras los incendios y que debe a Gómez de la Mora la regularidad de sus galerías bajas y

su estructura cerrada. Si no has paseado por esta plaza un sábado por la mañana, no has

estado en Madrid.

Aquel día le pregunté mientras revelábamos acerca de uno de los temas que

también me había estado cuestionando durante ese período de renovación espiritual en


148

el que llevaba meses inmersa. Ambas estábamos enfrascadas con los líquidos de

revelado, con las cubetas esparcidas por todas partes, fotografías rotas, otras secándose

cuidadosamente, la escasa luz roja alumbrándonos, justo entonces apurando un minuto

de silencio compartido, y le espeté:

-¿Qué es para ti el amor, Sira, el amor sentimental, el de pareja, el que vincula a

dos personas durante años sin que deseen dejar de vivir juntos ni de compartir su vida?

Ella alargó su silencio tres segundos, no necesitaba más tiempo para argüir un

discurso coherente y expresivo acerca de sus ideas:

-El amor no existe, Lucía.

-¿Cómo...? No entiendo.

-Pues eso, que el amor no existe. Fíjate en que si preguntas a la gente qué es la

envidia, todos coincidirán aun sin conocerla, con la definición de Aristóteles, quien

escribió en la Psicagogía incluida en su Retórica, que la envidia consiste en “un cierto

pesar relativo a nuestros iguales por su manifiesto éxito”. La gente lo dirá con sus

términos, pero todos coinciden en esto, la envidia es sentirse mal ante el bien ajeno -Sira

era una mujer culta y curiosa, igual te citaba de memoria a Aristóteles que disertaba

sobre las maravillas del Prerrafaelismo pictórico.

-Lo que te quiero decir, Lucía, es que la gente coincide en la definición de

envidia, en la de odio, coinciden en las definiciones de muchos sentimientos básicos e

importantes, pero no en la de amor. Todo el mundo tiene la suya propia, para cada uno

el amor es algo distinto, es más, ni se aclaran al intentar definirlo. Fíjate que hasta la del

gran Aristóteles me parece que hace aguas, es imprecisa, bastante mala, vaya -dijo con
149

arrogancia-. Para el estagirita es “amor la voluntad de querer para alguien lo que se

piensa que es bueno”. Vale, muchos coincidirán en esto, pero además de muy vago no

me parece del todo cierto. Yo creo que si ni Aristóteles dio en el clavo intentando

generalizar es porque no hay un sentimiento de amor discernible objetivamente. Para

cada persona del mundo el amor es algo distinto, nunca nadie tendrá un concepto de

amor idéntico al de nadie. Así que, si para cada persona el amor es algo distinto, eso es

porque no existe, no hay un sentimiento del que objetivamente se pueda hablar.

-Tal vez ésa sea la única esencia del amor, su subjetividad, que es algo distinto

para cada uno...- Apostillé yo, y añadí:

-Aunque todos coinciden en lo del leve nerviosismo ante la llegada de la persona

amada, pérdida del apetito o aumento desorbitado, felicidad intensa...

-No- Me interrumpió- Yo no hablo del enamoramiento, de eso que dicen que dura

unos dos o tres años, yo digo lo que se supone que hay debajo y que perdura (en las

parejas en que perdura, claro). Me refiero al amor sólido, estable y a largo plazo, el que

puede durar décadas o toda una vida, mira tus padres...

-Ya.

Ésa era la clase de opiniones de Sira que me dejaban desconcertada. Así que el

amor no existía objetivamente y era indefinible, pues para cada uno es una cosa. Me

descolocaba y me agradaba a un tiempo que fuera tan dispar en tantas cosas:

-Pero, ¿qué sientes por tu marido?-Le interrogué.

-Bueno, yo no sé lo que es el amor, pero siento amor, ya sé que resulto

contradictoria. Y para ti, si parece que lo tienes tan claro, para ti: ¿Qué es el amor?
150

-Pfff... No sé, ahora ando dándole vueltas a eso. Más bien me debato entre dos

posturas y ni siquiera las tengo bien claras o definidas...

-Venga, anímate, postura a), ¿Cuál es la postura a)?- Me animó.

-Bueno, la a) es la parte de mí que me dice que todos necesitamos amparo

emocional, un cobijo sagrado que nos guarezca, alguien con quien compartir la vida,

aficiones, proyectos, la sexualidad, hijos. Tiene que haber intercambio en muchos

planos de la relación, ése hombre tiene que conseguir que yo sea más feliz por estar con

él. No sé, más cosas, el amor no es una cosa muy grande, sino muchas pequeñitas, es

también reírse y es ternura y es el miedo, la angustia que siempre comporta el amor, es

muchas cosas.

-¿Y la postura b)?- Me preguntó de nuevo.

-Bueno, la b) es la que refuta en gran medida a la postura a), es la que me planteo

ahora, es la que pienso que debería barajar más, pues me haría más fuerte, creo que tal

vez éste debería ser a partir de ahora mi concepto del amor. Esta visión presupone que

nadie puede ni debe cobijarse en nadie, pues eso te debilita. Todos somos libres y

estamos solos y creerte que el otro va a salvarte de tus fantasmas es una ingenuidad. Lo

que sí puede ocurrir es que, al estar colgado del otro, dejes de pensar en tus problemas

íntimos, pero no los solucionas. Esta postura se pregunta: ¿por qué el otro va a tener la

obligación de hacerte feliz? Bastante tendrá con hacerse feliz a sí mismo en esta

complicada vida. Desde luego que esta postura también integra la ternura y los

proyectos comunes y la sexualidad, pero no creo que todo tenga que entrar

necesariamente en el paquete. La sexualidad puede compartirse con la pareja, pero


151

eventualmente o por temporadas, también puede compartirse con otra persona. Las

aficiones no tienen por qué ser compartidas, siempre me aburren y me parecen ridículas

esas parejas que sólo juegan al tenis entre ellos y se apuntan al club y están allí metidos,

y se van siempre de viaje solos y no viajan con otras personas por separado, y escuchan

la misma música y cada uno asimila lo que el otro hace. Parece que todo lo tienen que

hacer de la manita. Qué angustia, no podría. Necesito sentirme muy independiente del

otro, necesito amar a otras personas, compartir ricos universos emocionales con otros

seres, no sólo con mi hombre. Dos personas pueden vivir juntas, hablarse de sus vidas y

de sus proyectos y de sus miedos, compartir mediante el diálogo. También pueden hacer

cosas juntas, claro, pero no casi todas. El hecho de vivir con alguien no necesariamente

entraña que las vidas sean yuxtapuestas, más bien deben ser paralelas. ¿O sólo podemos

amar a alguien que mire el mundo con los mismos ojos que nosotros? Este concepto del

amor es más proclive a la soledad, pero sería como una soledad compartida... más

calentita.

-Vaya, con esta postura te extiendes más, ¿es por qué te convence más?.

-No, Sira, es que es más difícil de explicar, es un amor difícil de explicar y definir

y tampoco lo tengo claro. ¿Acaso no necesitamos todos a ratos colgarnos

emocionalmente de alguien? ¿Acaso no nos da seguridad la sensación de posesión

respecto del otro? ¿Acaso no me arderían las tripas si supiese que mi hombre copula con

otras? Todo suena muy bonito, pero hay que ser muy fuerte para vivir esta forma de

amor, me parece mutuamente egoísta y me parece que siempre habrá alguien más libre

que el otro, más desapegado e independiente, mientras que la aparte débil sufrirá más
152

desgaste emocional. Si hay equidad, este amor es perfecto, pero nunca la hay. Lo cierto

es que en todas las parejas que conozco bien, puedo identificar quien es el amante y

quien es el amado. Estos papeles existen en todas las relaciones. Pero eso ha cambiado y

estos papeles se han invertido en muchas relaciones. De todas formas, el amante suele

ser el más fuerte, creo yo. Es el que da más porque es el más fuerte. El amado requiere

constantes atenciones porque es débil y requiere continuos refuerzos; aunque finja

indiferencia o que no necesita esas atenciones constantes, y aunque en público resulte

muchas veces como el más frío o el fuerte de la relación. En el fondo su estabilidad o su

ego se nutren de la entrega de su pareja. Perdona, estoy yéndome por las ramas.

Volviendo a este amor, el b). Esta concepción del amor parece ir más con mi

personalidad con el paso del tiempo, pero también me da miedo, pues comporta más

angustia, o así lo veo por el momento. Yo no soy así de fuerte ni lo seré nunca. Yo no

puedo hacerle daño a alguien que amo, ni aunque piense que lo merece. Para mí amar es

dar y ser feliz porque el otro lo es, sólo por eso. Pero en este amor, no hay un concepto

de unidad tan cerrado, se es un 1+1, no un nosotros, y eso entraña más soledad espiritual

dentro de la relación, creo yo. Lo bueno es que precisamente eso te permite crecer más

espiritualmente, pues eres más autónomo.

-Vaya, sí que me estás dando que pensar...-Me dijo.

-Qué va, sólo son ideas que te lanzo según me vienen a la cabeza, pues ni las

tengo ordenadas ni las siento con coherencia dentro de mí, aún no sé hacia dónde voy-

Le contesté.

-Pues a mí no me da esa impresión.


153

-No, Sira, tú sí que le das nuevo pasto intelectual a mi cerebro, me encanta rumiar

esas ideas tuyas tan ocurrentes. Eso de que el amor no existe (puesto que no hay una

definición objetiva, universal, del mismo) me da nueva ocasión para revisar este esbozo

de teoría acerca del amor, que puede ser válido para mi vida, y de donde sigo sin extraer

conclusiones claras.

Esta clase de conversaciones me ayudaban a poner en orden mis ideas. Todos

buscamos al interlocutor ideal, ya lo escribió Martín Gaite, el que sólo por tenerlo

delante hace que te apetezca contar, explicarte, relatar, compartir... Como le cuentas las

cosas a esa persona, no se las puedes contar a nadie ni aunque lo intentes. Hay personas

que te remueven tu Yo más auténtico, y Sira era así para mí. Ella era sorprendente por

muchas cosas, tenía una habilidad innata para ofrecerte siempre una cara nueva sin dejar

de ser ella misma. Rara vez podía prever sus reacciones o sus ideas: me había

sorprendido aquel día en el pantano, con su confesión tan sincera; me había sorprendido

su traslado a Madrid, adonde arrastró a su marido; me había sorprendido su extrema

habilidad e inspiración con la cámara; qué sorpresa igualmente saber que había sido

premiada en la actualidad con una fotografía con el paisaje del pantano como fondo; y

desde luego, qué sorpresa haber vuelto a recibir recientemente noticias suyas...

Aquellos meses de aquel año, hoy lejanos y borrosos, transcurrieron veloces. Sira

se había ido introduciendo más y más en la fotografía, aunque aún se sentía insegura por

su técnica, todavía no demasiado depurada. Me impliqué completamente con su

evolución como fotógrafa y realizamos innumerables excursiones para que ella

practicase, juntas pasamos cientos de horas en mi casa, encerradas en mi cuarto oscuro,


154

le ayudé a seleccionar cuanto necesitaba para montarse el suyo propio, los químicos

tradicionales, las cubetas, la ampliadora, etc. Incluso le enseñé a revelar con materiales

caseros, hasta con una botella que hacía de objetivo pudimos revelar.

Ella aprendía, yo me divertía. Le enseñé a desenvolverse con los filtros, para

alterar el contraste tonal, y llegó a realizar excelentes retratos con el filtro amarillo, el

naranja y el rojo, que suavizan el tono de la piel y producen el efecto de un cosmético.

Recuerdo un hermosísimo retrato que le había hecho a Chiara, bastante formal, de

formato medio iluminado con luz de tungsteno, que daba lugar a una fotografía de tonos

suaves y sin grano, realmente buena. Ella estaba magnífica. En aquella foto vi cuánto

quería Sira a su hermana pequeña, aunque rara vez se lo demostrase abiertamente.

Para conseguir una gradación tonal más perfecta le transmití la opinión de Ansel

Adams, de quien aprendí que lo mejor es darle a la película una sensibilidad algo menor

de la recomendada por el fabricante. A algunas de las fotografías que había realizado de

cien Iso, yo claramente las hubiera expuesto a sesenta y cuatro Iso. Revisé cada carrete

que tiraba, le aconsejaba, le volvía a revisar, le conseguí trabajos esporádicos y la

introduje en aquel mundo. Nos divertíamos infinitamente. A pesar del esfuerzo que

empleé, a pesar del agotamiento en ocasiones, no borraría ni un solo minuto de aquellos

tiempos.

Recuerdo en particular un fin de semana en Mojácar, Almería, un pueblecillo de

reminiscencias árabes exquisitas que Sira llevaba tiempo queriendo visitar. Está justo

frente a la costa, en lo alto de un cerro frente al mar, con miradores magníficos hacia el

árido interior y hacia el Mediterráneo. Visitamos la zona de la playa con chiringuitos,


155

pubs de madera en la arena, tomamos mojitos, conversamos, nos bañamos... También

vinieron mis amigas Mari y Ana, aunque ya allí sospeché que Sira hubiera preferido que

no vinieran. Cada vez que le hablaba de alguna amiga mía, ella solía cambiar de tema,

era ciertamente posesiva, aunque tenía una habilidad emocional inigualable para

disimular sus leves celos. Hubiera preferido tenerme allí para ella sola, para que mi

atención sólo le perteneciera a ella. En general, disfrutamos mucho todas. Mis amigas

eran las dos fotógrafas profesionales también, y pensé que tirar unos carretes todas

juntas podría ayudarle a Sira, pues Ana y Mari habían derrochado gran paciencia

asesorándome a mí años atrás. Se ofrecieron encantadas.

El fin de semana fue intenso y muy agradable, aunque en ocasiones me irritaba

esa forma de metamorfosis que Sira experimentaba en grupo. Con ellas delante era a

veces otra, era como si yo no fuera su amiga, sino una colega del trabajo. De nuevo me

pisaba cada frase que empezaba, me discutía sistemáticamente todo, como si no

estuviera de acuerdo con casi nada de lo que yo expresara, y defendía sus posturas

contrarias con ardor. Era extraño, pues era encantadora y suave cuando estábamos a

solas, y coincidíamos en casi todos los temas que con placer analizábamos. A ratos sí

era mi cómplice, naturalmente, pero había aquellos otros breves ratos en que me dejaba

desconcertada. No obstante, el fin de semana fue todo un éxito. Nos divertimos mucho y

prometimos volver las cuatro. Era uno de esos planes que se hacen de madrugada,

aderezados por sensaciones de exaltación de la amistad propias de los destellos etílicos.

Y allí surgió la idea de la exposición:


156

-Venga, Lucía, ¿no está lista Sira para una exposición? ¿Por qué no llamas a

David Furness? Es muy amigo tuyo y sabes que confía en ti, llévale unas fotos de Sira,

la última serie sobre las ruinas es buenísima, por ejemplo- Dijo Mari

-Pues, sí, tienes razón, no es precipitado. ¿Me echaríais una mano?.

-¡Pues claro!- Exclamaron ambas al unísono.

-¡Estupendo!- Sira estaba encantada.

La organización nos llevó un par de meses, fue fatigosa, recordé a quienes me

habían organizado las mías. Me sentía exhausta, pero todo era poco para mí. Me sentía

muy responsable y quería que la primera exposición de Sira fuera perfecta, que tuviera

la debida difusión y que se hablara de ella después. En verdad había muestras excelentes

entre sus trabajos. Sólo por coherencia y por respeto artístico, no sólo por amistad, ella

merecía mi esfuerzo.

Estuvimos viéndonos casi a diario durante aquellos dos meses, la relación era

absorbente e intensa, pero me dejé arrastrar por sus continuos tirones. Yo seguía muy

vulnerable y confundida ante la vida, y en esas épocas existenciales, es fácil dejarte

llevar por quien tira de ti, pues tú ni tienes fuerzas ni resolución ni clarividencia para

buscar el sendero que más te conviene. Anduve por su sendero porque ella me empujaba

a través del mismo.

Por fin llegó el día de la exposición. A pesar de que no era una fotógrafa popular

para la prensa más divulgativa, sí que tenía cierto renombre en algunos círculos.

Conseguí que mucha gente fuese a ver la obra de Sira Zarour. Después de la difusión

que había obtenido mi fotografía “La Mujer y el Mar”, alguna revista de fotografía se
157

había interesado por mi trabajo y habían publicado algunas críticas positivas en sus

páginas. Alguien debió comentar que organizaba una exposición y quisieron aprovechar

la inauguración para hacerme una propuesta y algunas preguntas, querían entrevistarme

antes de hablar con Sira y observar su trabajo.

Casualmente, se presentaron pronto y le preguntaron a ella por mí. Sira les

indicó dónde estaba. No le comentaron en aquel momento nada acerca de sus

fotografías y se dirigieron a mí rápidamente. Alabaron mi trabajo, me propusieron un

reportaje para su revista, me preguntaron acerca de mis fotografías, de lo que yo

buscaba a través de este medio, qué quería expresar, y otras muchas cosas. Me sentía

apabullada, pues mi timidez en estos casos es extrema, me vence la inseguridad y me

cuesta contestar con fluidez.

La gente de este mundo me conoce y se acercaron hacia donde nos

encontrábamos. Muchos de los asistentes que habían llegado se acercaron para ver a

quién estaban entrevistando y -en mitad de aquel galimatías de preguntas, observadores

curiosos, luces, alguna grabadora y muchos nervios por mi parte-, Sira me miró desde lo

alto, desde la escalera que conducía al despacho de David Furness.

Estaba allí, de pie, magníficamente esbelta, coronaba los últimos escalones con

su figura y una extraña furia contenida. Me recordó a Bette Davis en “La loba”, uf,

nadie bajaba las escaleras como ella. Entonces me clavó desde la distancia una mirada

tejida con alambres y espinas, nunca olvidaré aquellos ojos. Me miró como se mira a

quien nunca podrás perdonar, como se mira a aquello que más daño te ha hecho. Me

incrustó su mirada de cobre, me la clavó acerada, con fuerza, en lo más hondo.


158

Antes de que yo reaccionara, cruzó la galería azotando el parqué con sus tacones

asesinos, sin liberarme de la fijación de su mirada. El corazón me latía con fuerza

porque sabía que algo virulento iba a suceder. Un instante después, ya estaba allí. Se

acercó sonriente, ella rara vez perdía la compostura si podía evitarlo, dijo “perdonen”, y

me llevó del brazo hacia el despacho del galerista (que lo había dejado a nuestra

disposición). Fue discreta, la gente pensaría que había recibido una llamada urgente o

algo similar, y se dispersaron de nuevo. Cuando entré no me dio tiempo a preguntar a

qué se debía aquello, se plantó delante de mí y me espetó con furia:

-¡Sabía que al final harías esto! ¡Es que lo sabía!.

-¿Que sabías el qué, Sira? ¿Qué narices te pasa?- Le dije sorprendida, jamás la

había visto tan desencajada, tan desencajada y sin careta.

-¡Pues que te tengo calada, que has estado ayudándome sólo para tener un

pretexto más para lucirte, que has llamado a la revista de mis sueños para concederles

TÚ una entrevista y no has sido capaz de integrarme, que al final tenías que sabotear mi

noche, mi exposición...!

-¿Quééééé´? -Me sentía perpleja- ¿Pero qué dices? Si yo no los he llamado, han

venido ellos...

-¡JA!- Vociferó para demostrar su incredulidad-

-Te digo que no los he llamado, Sira, tú sabes que soy algo conocida y lo cierto

es que por eso he podido ayudarte. Me quieren proponer un reportaje en su rev...


159

-¡Cállate!- Aquello la enfureció más- ¡Estoy harta de que rezagues mi avance, de

que no me aconsejes debidamente! ¡Pero lo que no esperaba era esto, que te las hayas

ingeniado para pisarme la exposición, para sobresalir por encima de mí!

-Sira, tranquilízate- mantuve la calma, pues alguien tenía que mantenerla-,

lamento que consideres que mis consejos te han hecho rezagarte, pero yo te juro que te

he aconsejado lo mejor que he podido, te he ayudado cuanto he podido... Yo no quiero

sobresalir por encima de ti ni de nadie. Lo de la revista ha sido una casualidad, habrá

sido David, somos amigos y habrá querido aprovechar la ocasión para echarme un

cable...

-¡Mentira! ¡No me vas a liar, lo has hecho todo a propósito para denigrarme, me

siento mancillada, ultrajada! ¡Te complace humillarme!- Siempre imprimía un sesgo

dramático a sus enfados, pero aquello ya estaba fuera de la órbita de una discusión

cuerda, sus argumentos eran pueriles, los agravios que supuestamente me reprochaba

sólo estaban en su imaginación, era un delirio impresionante. Me sentía descolocada y

muy triste. Lo más lamentable era que Sira estaba convencida de que lo que ella sentía,

lo que ella creía, era cierto.

-Yo sólo he intentado ayudarte siempre, Sira. ¿Qué sentido tendría que te haya

dedicado tanto tiempo en estos últimos meses y sólo para que practicases conmigo,

revelases en mi casa, te perfeccionases...? ¿Por qué iba a ayudarte sino porque deseaba

más tu triunfo que el mío? ¿Sabes por qué? Pues porque tú lo necesitas más, tú has

asociado tu autoestima al valor de tus fotografías, yo no. Por eso me empeñaba en que

mejorases, por eso me he esforzado tanto, para que seas más feliz y llegues lejos, no
160

para ahora “arruinarte tu exposición”. ¡No seas cría! Además, ¿es que acaso he

arruinado tu exposición por atender a tres periodistas? ¡Venga, Sira, por favor,

recapacita! Cómo no iba a ayudarte si te dejaste la piel con lo de Richard...

Su cara cambió de expresión, sus ojos manifestaban una furia tal que parecía que

iba a pegarme. Estalló y bramó. Seguramente, el hilo musical de la inauguración no

estaba amortiguando del todo sus dramáticas exclamaciones:

-¡¡¡¡Hija de puta, encima eso, lo de Richard, cómo lo fuiste enredando!!!! ¡¡¡¡A

ti, Lucía, Richard no te empezó a gustar hasta que no viste que a mí también me atraía.

En Cannes percibí que no estabas enamorada, pero yo sí quería tener algo con él, y ya

entonces vi que también yo le gustaba!!!!! ¡¡¡¡Los dos adorábamos a Antonioni, un

director que eres incapaz de entender!!!!

-¡¡¿Pero qué dices, estás loca...? Tú estabas casada ya con tu marido, tú eres una

mujer casada!!- Yo también comencé a alterarme.

-¡¡¡Cállate!!!-Me gritó- Cállate porque no voy a callar más la verdad, porque no

puedo callarla más, porque me está matando. ¡¡¡A Richard le gustaba más yo, para que

te enteres!!! ¡¡¡Le gustaba yo!!! ¡¡¡Yo lo sé!!! ¡¡¡El día en que murió me acosté con él!!!

¡¡¡¡Sí, yo fui la última en acostarme con él!!! ¡¡¡¡Me encantó, te jodes, ahora tendrás que

tragar tú la misma hiel que me has inoculado a mí esta tarde!!! ¡¡¡Te jodes, hija de

puta!!!

Se abrió la tierra, se abrió la tierra bajo mis pies o eso era lo que yo sentía, y de

debajo de los pies de Sira salían cuervos, cuervos negros y azulados, que se me

clavaban en la cara. Me empujó violentamente, casi me desplomé en el suelo, medio


161

resbalé en un sillón. El aturdimiento no se disipaba. Ella salió medio descompuesta del

despacho para atender su exposición, la cual, gracias a los contactos a los que yo había

recurrido semanas antes, sí tuvo éxito.

Permanecí allí sentada casi una hora, las maquiavélicas piezas de un puzzle

macabro comenzaron a articularse en mi cabeza, entonces la sombra encajó con la

bruma y la niebla con el cieno, entonces recordé el desmesurado esfuerzo que Sira había

hecho para animarme cuando falleció Richard, recordé su empeño, su implicación,

como si le fuera la vida en ello o... ¿Cómo si la culpa no la dejara vivir? Comprendí en

ese instante que Sira debió de sentirse muy mal. Los remordimientos pueden ser como

un óxido encendido que nos abrasa por dentro, como alfileres ocultos bajo la piel del

corazón, como abrasadores carbones en nuestra almohada. Hay pocos sentimientos que

duelan tan tortuosamente, pues incluso nos niegan el momentáneo refugio de la

autocompasión.

Entonces recordé cuántas veces me había preguntado la madre de Richard,

después del fallecimiento, qué tal estaba Sira y si me seguía viendo con ella. Recordé

que Sira me había insistido muchas veces en que tal vez mi relación con él no hubiera

prosperado, que pensara en ello. Recordé lo afectuosa que Sira siempre se había

mostrado con Richard, cuánto me preguntaba acerca de si nos iba realmente bien, si de

verdad yo estaba enamorada. Pero ella lo sabía de sobra, Richard y yo ya estábamos

pensando en irnos a vivir juntos, él me insistía, y a Sira no parecía alegrarle demasiado:

-Bueno, mujer, no te vayas a precipitar tan pronto- Decía.


162

Evité encontrármela de frente cuando salí, esperé a que todos se marcharan a

casa y sólo entonces cerré el local y me fui a casa. Caminé casi cuatro kilómetros en un

estado emocional de total turbación, me tomé una ginebra con tónica y uno de aquellos

livianos ansiolíticos que tenía por casa. Me dormí pensando en que al día siguiente

llamaría a mi suegra. ¿Por qué Lou-Lou me había preguntado tanto por Sira si sólo la

había tratado superficialmente dos días?

A pesar del disgusto, la copa y el ansiolítico me permitieron descansar seis horas

de tirón, luego di vueltas durante dos horas, angustiada, esperando una hora que fuese

prudente para llamar a mi antigua suegra:

-Good morning, Lou. How are you?

-“Lusía”, honey? Oh, my God!. I didn’t expect you! I’m very nice to hear you.

How are you, sweetness?

-Well, I’m not that good, and… I want you to answer some questions. Please,

Lou, it’s very important for me and it has to do with your son, Richard, and with Sira,

my friend…- Yo había llegado a intimar con aquella mujer, pensé que los rodeos la

ofenderían y decidí ser directa. Además, se trataba de su hijo.

Ella se quedó callada unos instantes, unos eternos instantes, y me recordó que

había llamado a su hijo la mañana del día en que murió, lo que yo ya sabía. Me relató

algo sorprendente. Me refirió lo que le había contado Richard, con quien tenía una

excelente relación. Éste le había dicho que Sira iba a ir a verlo esa tarde, que como sabía

que yo estaba en Cádiz, se había ofrecido a hacerle una visita, por hacerle compañía un

rato y conversar.
163

Lou le advirtió que tal vez aquello no era muy ortodoxo y Richard le dijo a su

madre que a él no le apetecía mucho, pero que Sira se había puesto un poco insistente y

que, como era mi amiga, no quería desairarla. Lou-Lou no me lo había contado antes

porque no le había querido dar importancia, porque pensó que tal vez Richard me lo

habría contado ese día o que yo misma había alentado a Sira a ir a visitarlo. No obstante

me confesó que había algo extraño en el tono de voz de su hijo, cuando le habló de Sira.

Las madres no es que sean intuitivas, es que son como brujas blancas al acecho de

posibles peligros de los que librarnos a los hijos. Lo sé ahora, que tengo los míos.

Tal vez ni era de su incumbencia ni era adecuado decirlo, pero le conté lo que

me había dicho Sira de aquella última tarde de Richard, antes de que saliera con su

bicicleta.

Lou-Lou me habló de su impresión acerca de ella, en Cannes, y observó algo

que a mí no se me había escapado, pero que yo exculpaba por entonces, o simplemente

me hacía gracia. Lou me dijo que había una gran cantidad de mujeres que le exasperan

por cierto proceder. Se trata de esas mujeres que cuando están solas contigo se

manifiestan con una inteligencia perspicaz, que son agradables contigo, grandes

conversadoras, atentas, simpáticas, sagaces..., pero que, en cuanto se les pone un

hombre delante, es como si no existieras y, de ser person pasan rápidamente a ser sexual

object. Entonces se ponen tontitas, su inteligencia parece esfumarse, se les llena la boca

de risitas lelas y les carcajean las gracias más absurdas al hombre o a los hombres que

tienen delante. A estas mujeres se les ríen patéticamente todos los huesos del cuerpo
164

como si no hubiera reconocimiento ni refuerzo más preciado en la vida de una mujer

como el que un hombre te mire y manifieste su atracción sexual por ti. Me dijo:

-Sira is this kind of girl.

También, añadió alguna explicación que me tranquilizó y aplacó mis dudas. Me

dijo que si Richard la había invitado o había aceptado la visita por la posibilidad de un

intercambio sexual con Sira, él nunca le hubiera referido el encuentro con tal

naturalidad, lo que sonaba razonable. Le contó lo de Sira porque acababa de llamarlo y

a él le extrañaba mucho esa autoinvitación por parte de ella. Me explicó que a Richard

le habían sido infiel en una relación anterior (yo ya lo sabía) y que él no le haría algo tan

doloroso a alguien. Él le había dicho que quería irse a vivir conmigo cuanto antes. Me

dijo que Sira sólo habría dicho aquello para herirme en el lado más vulnerable de mi

corazón, que seguramente sólo le atraía Richard porque era Lusía’s boyfriend. Nunca

sabré la verdad, aunque todo aquello sonaba sensato.

Muy probablemente Sira sólo había ido a visitarlo para que, al yo enterarme, me

pusiera celosa o me sintiera un poco amenazada. Ella tenía ese reverso retorcido,

recóndito, pero allí estaba; si bien la encontraba incapaz de intentar nada con mi pareja.

Había querido medirse conmigo de muchas maneras, socialmente sobretodo, pero tal

vez también habría querido espolearme de aquella forma. Mis recuerdos de Richard y

nuestra relación, hasta los últimos tiempos, me desmienten que él hubiera podido

hacerme aquello. No sé, ya no sé, nunca he sabido qué pensar al respecto, prefiero

recordar la última frase que me llegó a través del auricular:


165

-My son loved you so much, Lusía, that’s the real thing…- Escuché aquello y

lloré agarrada al teléfono durante varios minutos.

XII

FRAGMENTO CUARTO

…Lo peor eran los malos tratos psicológicos, Lucía, una brecha que se fue incrustando

en mi carácter como un veneno corrosivo que todo lo vence, todo lo carcome, todo lo

enferma y lo pudre. Siempre reparaste en las mil molestias que me tomo al elegir mi

atuendo, me gusta vestir bien, que se me vea bien, gustarle a los demás. Tú decías que

a veces pecaba de indiscreta, Lucía, con tu cuerpo estilizado y perfecto, tu melena

rubia, esa templanza natural que avientas. Qué fácil, sí, qué fácil criticar mis escotes o

si llevaba una falda un centímetro más corta que tú.

Mi oscilante autoestima me obligaba a vestirme un tanto llamativamente a veces,

y ello provocaba las miradas masculinas. Una parte de mí se sentía bien, reforzada,

pero otra parte de mí se sentía incomodada, como si me hubiera regalado baratamente

a cambio de la mirada de cualquiera. Te irritaba que me quejara de que me mirasen, lo

sé, te parecía que me quejaba injustamente de algo que yo misma provocaba.


166

Pero qué poco conectabas a veces conmigo, hija, qué poco, tú sabías que yo me

sentía mal conmigo misma, hiciera lo que hiciese. Que yo no confesara mis

inseguridades por completo no significa que tú no fueras consciente de ellas. Fuiste

una gran ayuda para unas cosas, pero hubo muchos otros agujeros míos en los que no

reparaste.

Años ha, le pregunté a mi terapeuta por qué me ponía ropa para llamar la

atención si luego yo misma no me identificaba con el resultado y me terminaba

sintiendo mal, como sucia. Me preguntó si alguien me había hecho daño

premeditadamente en ese sentido, en relación con mi imagen o mi identidad sexual.

Entonces rompí a llorar como pocas veces en mi vida he hecho, de forma automática

un aluvión de frases vino a mi mente, frases de mi padre diciéndome: “Puta”, “eres

una puta”, “no vales para nada”, “estás gorda”, “no debiste nacer así”, “debiste ser

un hombre fuerte”, “inútil, no haces nada bien”, “bola de manteca de cerdo

occidental”, “perra gorda judía”... Y gritándome y con zarandeos, manotazos,

golpes…

Tú no tienes ni idea de lo que es eso, nunca te lo conté porque no quería tu

condescendencia lastimera. No sabes cómo esas palabras y frases se te filtran dentro y

se agarran a tus tripas y moldean tu carácter. Él me despreciaba hiciera lo que hiciese,

daba igual, siempre el mismo asco de fondo al mirarme. Nunca me quiso, le

avergonzaba no tener un primogénito varón. Yo me esforzaba en el ajedrez intentando

ganarme su amor, pero jamás me sentí amada, de él sólo sentí desprecio, de mi madre

sólo alcancé a sentir su miedo.


167

El miedo es como una película pegajosa que puede envolver una casa entera:

paredes, ventanas que han de estar cerradas, para que nadie vea lo que no se debe

mirar, pasillos de la casa como pasillos del alma que se vuelven oscuros y tortuosos,

cánulas del alma como sarmientos húmedos, putrefactos, el miedo circula por ellos. Y

estás acostada y escuchas la puerta de la calle y cuando tu padre entra en el cuarto

para supervisar que todo está en orden y el tablero con la resolución de ajedrez

magistral que él esperaba hallar, tú te haces la dormida, mientras el pánico te

estrangula el aliento. Casi no puedes respirar.

Las posibilidades son varias, si está bien, cierra sin más, sólo alguna vez el

levísimo resoplido de una sonrisa apenas esbozada. Si no he resuelto el ejercicio…las

posibilidades se oscurecen, una vez lanzó los trebejos por el aire y rompió un tablero de

madera contra la pared, una madera me golpeó la sien, sufrí intensas jaquecas durante

meses; otra vez me retorció la muñeca derecha y me la ató al somier toda la noche,

quién sabe por qué oscura razón, otra vez me sacó al patio en invierno y me desnudó y

bañó con agua helada. Y no voy a seguir relatando. Cualquier pretexto era bueno para

maltratarme, cualquier mínimo detalle erróneo, como que se me cayese el tajini con

comida que llevaba a la mesa, en esa ocasión me descargó un puñetazo en la espalda

que me hizo caer de rodillas, tenía ya quince años.

¿Y dónde estaba, mientras, mi madre? Eso cualquiera podría preguntárselo, yo

me lo gritaba por dentro a mí misma con dolor, todos los días. Mi madre era un ser

débil y aún aguantando el terror y su ración de golpes, incluso así la muy desgraciada
168

amaba a mi padre y lo veneraba como a un Dios. Siempre lo amó más que a nosotras,

lo defendía si osábamos quejarnos.

Su tristeza era innegable, pero a ella una vez al mes la atendía

maravillosamente bien en el tálamo, a través de la pared se escuchaban los gemidos de

ambos. El resto del tiempo mi madre suspiraba por la casa con la mirada perdida,

miraba el televisor a todas horas, depresiva, muchas veces se olvidaba de darnos de

comer o cenar, y los peores días, siendo muy niñas, nos acostaba sin lavarnos y

vestidas. Era una madre autómata que a veces parecía quedar desprogramada. Yo

siempre me ocupé de mi hermana, siempre estuvo protegida…


169

EL TELÓN

Y YA NUNCA PODRÍAMOS MIRARNOS

SIN RETUMBARNOS DE PASADO.


170

XIII

LOS SENDEROS DEL RECHAZO

Las primeras semanas, durante un buen rato cada día, no podía evitar llorar.

Lloraba por el tiempo que había perdido, lloraba por mi inocencia, por esa forma limpia

y honda de quererla que yo había tenido: por aquel empeño que tuve por hacerla sentirse

bien. Con la marcha de Sira, la perdí a ella, pero también me perdí a mí misma, perdí

esa desaforada y ciega forma de amar a las personas que, por pura supervivencia, ya no

volví a recuperar nunca. Se quedó en mis primeros treinta, enterrada bajo el tapiz de mi

alma, junto al recuerdo de Sira.

Cuando alguien se va de nuestra vida, parece dejarnos entre las manos un

rompecabezas amargo y difuso que hemos de articular. Cuesta mucho determinar cuáles

son las piezas más importantes de ese puzzle negro, no sabes qué partes son las que

definen más el conjunto y debes pasar un tiempo girando los fragmentos, intentando

encajarlos, tratando de dilucidar qué fue lo que realmente pasó, qué lo desencadenó

todo, el principio y el final. Tienes que averiguar cuál fue verdaderamente tu historia
171

con esa persona. Sólo cuando comprendes el sentido de la historia, sólo cuándo das con

él, te liberas del todo de ella.

Yo nunca pude, yo nunca alcancé a comprender las razones de Sira. Yo no le había

hecho nada que justificase sus acusaciones, nada que me hiciera merecer aquello,

aquella despedida con aquel “hija de puta” y aquel “te jodes” que anduvieron

retumbando en mi cabeza durante un tiempo.

Dicen que el duelo es siempre proporcional al tiempo compartido con la persona

ya ausente, pero lo cierto es que a mí me dolió aquella ruptura como si hubiéramos sido

amigas veinte años en vez de unos pocos. La vieja angustia, que creía superada, volvió

en aquellos tiempos a oprimirme. Un mal siempre trae otro mal, y a mí aquello me

indujo a confundirlo todo de nuevo. Durante varios meses volví a chapotear en un caldo

agrio en donde se me enredaban las peores dudas con los miedos más espinosos, las

incertidumbres más desasosegantes con las inseguridades de todo tipo, y como

envoltorio de todo aquello, el dolor. El martillo de la pena estaba allí, acompañándome

cada día.

Yo podría haber llamado a Sira, haberle hecho entrar en razón, pues es bien

cierto que ella era una persona razonable cuando se tranquilizaba, y, aunque no supiera

pedir disculpas, sí sabía admitir lo injustificado de algunas de sus cóleras. Pero no lo

hice. No lo hice porque el lanzazo de sus insultos y acusaciones no me dejaba ni

respirar, porque me obligué a ser consecuente con lo que había visto, que Sira era una

mujer extremadamente voluble, con un importante ingrediente de inestabilidad afectiva.

Mis amigas más allegadas me lo recordaron entonces.


172

¿Qué iba a decirle? Me hubiera sentido ridícula explicándole lo evidente: que yo

la había querido con toda mi alma, que jamás hubiera hecho nada que pudiera

perjudicarla, que siempre la había tratado con respeto y afecto, que la había protegido,

que la había alentado, que la había reforzado en todos sus proyectos y sueños. Muchas

veces sus sueños estuvieron por delante de los míos. ¿Acaso no lo recordaba ella? Si no

era así, de nada hubiera valido que yo se lo recordase. Además, estaba la promesa, yo

me había prometido que nunca le reprocharía sus dobleces más amargos si me iba.

Cómo iba a poder reprenderla, demasiado dolorosamente consciente era ella de las

tristes perdidas que había sufrido a causa de su carácter. Así que me fui en silencio. Me

agarré a su brutal y cruel pataleta, y me fui silenciosamente.

Consideré que el silencio era el mensaje más rotundo, expresivo y eficaz que

podía enviarle, y el más elegante. No salía de mi perplejidad. Ella tampoco me llamó.

No lo hizo, de lo cual deduje que debía estar convencida de que aquellas barbaridades

eran ciertas. Aún dudaba acerca de ese supuesto encuentro sexual con Richard, pero

tendía a pensar que no era cierto, que había sido otra desesperada estrategia para

hacerme el máximo daño.

Me sentía tan mal que lo mezclaba todo. Ya no sabía si sufría por Sira o si me

seguía doliendo de la muerte de Richard, si me agobiaba mi trabajo, el no tener pareja o

la angustia existencial. Me sentía tan mal que sólo estaba así, mal, levantándome y

haciéndolo todo con un gran esfuerzo. Me costaba vivir mi vida, mi vida que yo misma

había elegido. A veces la vida se vive y otras veces la vida se soporta. Yo me limitaba a
173

soportar cada día, a empujar mi cordura un día más, un día más haciendo camino hacia

el renovado equilibrio.

Y le daba vueltas al rompecabezas, intentaba comprender qué había pasado.

Siempre me esforzaba en no comprobar mi contestador por si me había llamado, pero lo

hacía a diario. Yo no podía creer que no me hubiera llamado al día siguiente o al otro o

al otro, para ofrecerme alguna torpe explicación. Pensé que si no me llamaba en unas

semanas, la olvidaría para siempre. No me llamó, no lo hizo. Sira era muy inteligente y

sabía que me había perdido, que había ido demasiado lejos esta vez. Ella lo sabía, y era

cobarde, en estos lances era cobarde. Le regalé mi silencio, años de silencio. Ella

sufriría, pero no menos que yo.

En cambio, es curioso lo literariamente exprimidos, lo encumbrados y

sobreprotegidos que están aquellos que, en mitad de una relación de cualquier

naturaleza, son abandonados. Parece que por haberse visto a merced de la decisión del

otro, invariablemente, eso los convierte en la víctima. Parece que los que ponen el

tajante punto final a las relaciones son siempre los malos, los crueles, los ingratos.

Como si todo el que rompe una relación, lo hiciese sin ninguna dificultad, sin ninguna

duda, a la ligera y sin importarle los sentimientos del otro. En el cine, la literatura, en la

vida toda, los que se ven obligados a atajar la decisión de distanciamiento del otro

suelen ser automáticamente eximidos de culpa. Ésta es la tendencia.

-“¡Pobrecito, lo está pasando fatal!”- Señalan. Como si el propio sufrimiento no

hubiera sido igualmente la causa de que el otro se aparte o se rinda. A veces, los que

aparentemente se rindieron, no se rindieron, sino que los extenuaron. Y a mí Sira me


174

extenuó con su tanto exigir y tan escasamente dar, con sus conclusiones precipitadas y

absurdas en cada discusión, con su tendencia al conflicto, con su crueldad y sus secretos

inciertos, con sus inestabilidades.

Era un saco sin fondo, nunca tenía suficiente. Cuanto más le daba, cuanto más

me volcaba en ella, más me exigía, más parecía necesitar de mi refuerzo. Me ahogaba, y

sin embargo aquella fue una de las decisiones más duras que he tomado en mi vida. A

veces, tener que asimilar el papel de fuerte, ser la parte templada, la más lúcida y la

única capaz de ser consecuente con la certeza de que existe un reverso muy destructivo

en la relación, no sólo es la más dolorosa, sino también la más criticada.

-Pero, ¿qué te ha pasado con Sira? Mujer, si tú ya sabes cómo es, ella en el fondo

estará deseando que la llames- Tuve que escuchar afirmaciones y preguntas similares

por boca de una docena de personas y más de una docena de meses después.

Recuerdo a aquel viejo colega de Sira:

-A ti te ha pasado algo con Sira.

-Sí, ¿por qué lo sabes?

-Porque es evidente. Sira está muy mal, muy deprimida, nunca la había visto así,

como un zombi. Se le nota incluso físicamente, en su rostro se acusa un bajón tremendo,

parece hasta mayor, está estropeada. Todos lo comentamos. Yo ya sé que ella tenía un

algo contigo un poco retorcido, Lucía, pero Sira te quería con locura...

-“Con locura”, nunca mejor dicho, repetí yo.


175

-Sí, tú ya sabías cómo era ella. Te adoraba por tus virtudes, pero, no sé, de alguna

manera se enfadaba un poquitín contigo por esas virtudes. Ya sé que suena raro, Lucía,

pero estoy seguro de que si te acercas a ella con cuidado, podréis arreglarlo...

-Se le ha ido la cabeza de una forma desmedida, además de un poco patética. Yo

no puedo hacer nada, me he limitado a seguir la dirección a la que me han llevado sus

patadas, que es bien lejos de ella- Aparenté firmeza, pero el dolor de Sira me dolía, me

seguía doliendo saberla en un berenjenal de absurdos desprecios inventados por ella, me

dolía que se sintiera abandonada, me dolía profundamente. Y ella no lo sabía, no lo

podía imaginar, que yo también penaba por ella.

Lloré por ella y por su dolor y lloré por el mío. Pero estaba enojada, muy

enojada y llena de orgullo. Parecía que todo hubiera sido un capricho fortuito mío, como

si no me importase el dolor de Sira ni las negativas consecuencias que ello pudiese

depararle a su personalidad. Y yo callada, yo aguantando la verdad que llevaba dentro,

que Sira, por adorable que pudiera llegar a ser, se me había revelado demasiadas veces

como un ser cruel, perdido, irremediablemente ofuscado y cada vez más intratable. Su

bien urdida máscara de salud mental podía engañar a todos, pero no a mí. Sus cíclicos

desajustes anímicos escapaban a lo normal.

Ya no podía engañarme más. Ya no tenía elementos. Querer a alguien es decidir

que quieres quererlo, posar los ojos fundamentalmente en las cosas buenas y obviar las

malas, pasarlas por alto. Querer a alguien es quererlo contra las evidencias más crudas,

mirando entonces hacia otro lado. Pero Sira me había ofrecido la verdad más despiadada

y oscura de su persona. Ahora entendía por qué no conservaba verdaderos amigos de


176

ninguna etapa de su vida, ahora comprendía la posterior indiferencia que le prodigaban

los que habían estado en su vida en primera fila. Opté por lo mismo, por el silencio,

persistí en mi mutismo. Ni remotamente pensaba buscarla para defenderme de sus

ridículas acusaciones ni para refutar lo que había dicho acerca de Richard. Pensé que ya

se daría cuenta ella sola y, si no, si su delirio autoprotector se perpetuaba, era peor para

sí misma.

Siempre le quedarían cabos sueltos a la hora de prolongar su exacerbada

necesidad de convencerse de que yo era mala, la mala. Otra mala en su vida. A mí debió

de concatenarme a aquel rosario de perlas oscuras, de “amigos y amores traidores”, que

recordaba y rememoraba con rencor en algunas épocas. Qué malos habían sido todos.

Tenía una colección de ofensas ajenas en un estuche, eran como migas de pan oscuro

sazonadas con rencor y de vez en cuando las sacaba, las acariciaba como a erizos

muertos y se complacía mórbidamente por el sentimiento agridulce y autocompasivo

que le proporcionaba volver a resentirse por el pasado. Yo no podía hacer nada, el

problema lo tenía ella. Todos mis esfuerzos por ayudarla parecían haber sido en vano.

Eso era lo peor, la certeza de que no parecía haber hecho nada bueno para

ayudarla en su esfera más íntima, en su persona. Eso me hería, me aplastaba el corazón.

Eso y las andanadas de acusaciones que me llegaron durante tanto tiempo. Ella no calló.

No paró de hablar obsesivamente sobre mí, de preguntar por mí. Cada acusación falsa

que iba esparciendo y me llegaba, durante los primeros tiempos, era como un aguijón

que me perforaba el hígado. Yo callaba, me esforzaba por ser consciente de todo lo

bueno que habíamos compartido, para no ser como ella, no queriendo olvidar. Pues para
177

cruzar desde el amor a la indiferencia, no todos tenemos que echarnos a andar por los

senderos del odio. Pero era penoso.

Yo decidí seguir siendo comprensiva dentro de mi corazón, no demonizarla, no

obcecarme odiando a quien estaba aún más perdida que yo. El odio es doloroso, quienes

odian piensan que proyectan alguna energía negativa contra la persona odiada, pero ese

terco sentimiento se queda en ellos y sólo les afecta a ellos. El odio sólo envenena a

quien odia. Ella decidió odiarme, tirarlo todo por tierra, en su memoria, convencerse

acerca de mi supuestamente infinita maldad. Así se defienden los débiles, o tal vez los

que tienen el corazón más estrecho, no lo sé. Yo pensé que odiarla hubiera sido como si

nunca hubiera habido nada bueno entre nosotras. No podía negar lo vivido, lo sentido,

lo compartido.

Ella sí lo negó, lo negó odiándome agudamente. Sí, lo echó todo por tierra, en su

memoria y en la mía. Me costó ser fiel a la forma de superación emprendida por mí, me

costaba cada vez que me llegaban sus mentiras, sus retorcidas interpretaciones que

esparcía a los cuatro vientos. Encima ella pensaría que yo callaba porque asumía esas

acusaciones, porque las pensaba ciertas. Pero el que calla no siempre otorga. Ella

decidió odiarme, yo decidí seguir queriéndola, de algún modo. Aunque sentía un

profundo rechazo hacia ella; es inevitable, después de la atracción, viene el rechazo, y

después de una amistad en la que ambas personalidades se sienten tan mutuamente

atraídas entre sí, el rechazo llega a convertirse -siquiera temporalmente- en verdadera

repulsión.
178

Por su parte, Sira nunca pudo asimilar lo que sentía por mí y, lamentablemente,

toda la coherencia y firmeza, que no supo emplear para manifestar su afecto por mí, sí la

utilizó para expresarme su odio, su despecho. Y es claro que alguien que tan afanosa y

frenéticamente se esfuerza por herirte, por destruir tu imagen, necesariamente ha debido

de sentir un fortísimo apego por ti; no pude constatar el inmenso afecto que debió de ser

el reverso originario de aquel posterior odio, aunque me alegro de haber tenido la

honestidad conmigo misma, y con ella, de haberle demostrado mi afecto en tantas

ocasiones.

Esto es lo único que me procuró la paz finalmente, saber que la quise

abiertamente, sin guardarme nada. Eso me salvó, eso me hizo recuperar el equilibrio y

me fortaleció, la certeza absoluta de que, siempre que miraba nuestro pasado, me

recordaba queriéndola con absoluta entrega, con nobleza. Daba igual que ella no lo

reconociera o no quisiera verlo.

Yo no podía ni quería quitarle cuanto le había dado, ella tampoco podía quitarme

mis buenos recuerdos. Muy a su pesar, dejó un rescoldo encendido en mi mano, así que

lo atrincheré en mi corazón. La parte de mi corazón que ella había despertado quedó

clausurada con todos aquellos recuerdos dentro, blindados, protegidos de miradas

curiosas. Nunca permití que nadie ocupara esa parcela, el lugar de Sira había sido

demasiado notable en mi corazón. Ella despertó en mí algo inefable, único, que no

sabría describir.

Yo no sentía amor por ella, pero es claro que la palabra amistad resulta ajada y

hueca si quiero emplearla. No sé qué fue. El rompecabezas que juntas construimos en


179

aquellos escasos años de relación debió de quedar incompleto. Nunca hablamos con

detalle acerca de lo que sentíamos, nunca analizamos con valentía y serenidad lo que

nos pasaba a cada una respecto de la otra. Particularmente Sira era muy hermética en

eso. Aunque no pueda definirlo, puedo recordar lo que sentí por ella, pero no sé lo que

ella verdaderamente sintió por mí. Aquella volcánica reacción del final me hizo pensar

en muchas cosas, en muchas posibilidades; Rebeca y algunas buenas amigas me

sugirieron otras. Acaso no vale ninguna, ninguna es la buena, o acaso lo sean un poco

todas. No sé.

Pero ya da igual, todo da igual. En menos tiempo del que imaginaba, las culebras

de la melancolía mudaron viejas pieles, el viento dispersó los perfumes marchitos. En la

fuente de Lete, todo se diluye, y de la rueda dentada del olvido, yo masticaba un diente

cada día. Pero no todo se desvanece, siempre queda un rastro. Las historias mal

resueltas son las que más pesan y siempre hay un nuevo túnel que te atrapa.

Cíclicamente la recordaba, cada muchos años pasaba un par de semanas

recordándola un poco, hasta que quedó enterrada en mi pasado. La llegada de su breve

escrito a mi despacho de la facultad me lo ha advertido. También me ha dejado perpleja:

Hola Lucía,

te escribo a la Facultad de Geografía e Historia porque he conseguido tu dirección por

Internet, no sabía si vives en el mismo piso de entonces. Estarás asombrada por esta

breve carta y supongo que, como buena lectora de prensa que debes de seguir siendo,
180

también sabrás lo del premio y la fotografía (aunque es improbable que hayas podido

verla aún). Tal vez eso pueda arreglarse.

Me gustaría verte y hablar contigo, por saber de ti, aunque respetaré tu decisión si

no quieres. Han pasado muchos años, ¿diecisiete?, ¿dieciocho? No importa. Algunas

cosas no se olvidan completamente. Al menos para mí.

Por favor, llámame a casa (aún tengo el fabuloso piso que me consiguió tu

hermana y sé que tu infalible memoria numérica no habrá borrado mi número de

teléfono, ni aun tantos años después). Voy a pasar una temporada larga en Madrid,

aunque vuelvo a Italia en otoño. No quiero irme sin verte un rato.

Sira Zarour

PD: MAKTUB.

Hacía años que no recordaba aquella palabra que alguna vez le había oído decir

a Sira, pero acerca de cuyo significado nunca le llegué a preguntar. Siempre quedan

pequeñas preguntas que nunca se hicieron en todas las relaciones que se quiebran,

pequeños planes que nunca se llevaron a término, invitaciones pendientes y palabras,

siempre quedan palabras. Las palabras de esta Sira cercana a los cincuenta me

despertaron curiosidad. ¿Hacia dónde le habría llevado la vida? ¿Seguiría con su

marido? ¿De qué forma habría evolucionado o... involucionado? Los interrogantes se
181

me han removido dentro, como alfileres luminosos, desde que he leído en la prensa lo

del premio, pero ahora amenazan con incendiar mi estómago.

Después de muchísimos años, he soñado varias veces con Sira, esta semana. Lo

cierto es que, en cuanto leí lo del premio en el periódico, la dudosa hormiguita de mi

intuición me advirtió que no era descabellado que Sira tratase de ponerse en contacto

conmigo. El pasado regresa, el pasado siempre vuelve. Tengo que sopesar qué me

conviene más a mí. De la Sira que conocí no había mucho que sacar en cuanto a

sinceridad plena. ¿A qué viene ahora este acercamiento? ¿Viene a reforzar su retorcido y

siempre famélico ego, contándome lo maravillosamente bien que le va? ¿Tiene

intención de ponerle un nuevo cierre, más limpio, a aquella relación que compartimos

en aquellos especiales años?

Debo sopesar la posibilidad de ignorar la poco precisa nota, e intentaré hacerlo,

pero en el fondo, yo sé que voy a llamarla, yo sé que quedaron demasiadas cosas en el

tintero. Y aunque aquel tintero estaba ya reseco en mi memoria, sabía que, tarde o

temprano, algo lo removería.

Seguramente, antes de un par de semanas ya habré acordado una cita con ella.

Sira, otra vez, Sira, tantos años después. No puedo creerlo. Yo ya no esperaba

respuestas, si bien, ¿acaso me traerá respuestas?


182

XIV

LA FOTOGRAFÍA

Lucía Robles regresaba algo acalorada a casa. Las primeras semanas de septiembre

todavía encendían el asfalto madrileño, y aunque había decidido recoger su melena lisa

y rojiza con un pasador para evitar que el pelo le cayese sobre el rostro, sólo consiguió

regresar despeinada además de sofocada. Subió en el ascensor, sacrificando su

voluntario esfuerzo diario de subir tres pisos por las escaleras, pues además del calor

que sentía, la perra Paula parecía agotada. Paula era una perrita chihuahua color canela

muy claro, casi rubia. Era una perra muy pequeña, pero no era del tipo enano, poseía un

poco más de envergadura que los chihuahuas más diminutos. A Lucía le relajaba

pasearla a diario, cada mañana. También le gustaba que la perrita yaciese junto a su

mesa cada noche, mientras ella trabajaba frente al ordenador, ya la casa adormecida. De

vez en cuando contemplaba al pequeño animal, que, o bien descansaba, o bien le

devolvía una mirada fervorosa envuelta en la humedad de sus iris de miel.

-¡Paulita, ven sube!- Y ella se cobijaba en su regazo de un brinco. En verdad era

una perra faldera, pero a ésta le valía cualquier falda.

Paula odiaba a todos los perros, ni siquiera habían logrado cruzarla una sola vez.

Los odiaba a todos, se desgañitaba ladrando por el balcón cada vez que un lebrel
183

asomaba su hocico tras la esquina. En la calle se enfrentaba a todos, y una vez la

recosieron a mordiscos hasta casi matarla. Le quedó una levísima cojera, tras más de un

mes con una escápula echa añicos, mucha sutura, drenajes, pinchazos, pastillas y

muchos cuidados. Era temeraria. Pero Paulita adoraba a las personas, a todas las

personas.

En cuanto entraba un invitado, aunque fuese la primera vez que subía a casa de

Lucía, la perrilla Paula se retorcía de mimos ante los pies del extraño. Le hacía

cabriolas, se le tumbaba delante con la panza para arriba, contorsionándose hasta que se

le rascaba, y, por supuesto, en cuanto el invitado se sentaba en el sofá, Paulita se le

anidaba en las piernas como un gorrioncillo. Un instante después se dormía con el

mismo abandono que si la acogiera su propia dueña. Todo el mundo quedaba

enternecido y decía: “Vaya, tu perra tiene algo especial conmigo, ¿verdad? Siempre que

vengo no se me despega”, o “Lucía, esta perra está loca por mí, mira como se me

apalanca en cuanto me ve”, o “Esta perra te la voy a robar un día de éstos, ésta es para

mí, ¡mírala cómo me quiere!”. A Lucía le apenaba desengañar a sus amigos y a todos y

a todas les contestaba afirmativamente: -Sí, contigo tiene algo especial.

Lucía detestaba herir la sensibilidad de nadie. Muchas veces, prefería herirse ella

misma reprimiendo algún comentario duro, antes que turbar a un amigo con una verdad

certera y desagradable. En eso no había cambiado, como tampoco en esos ligeros

titubeos que le sobrevenían cuando ya había decidido hacer algo que sabía importante

para ella. Aquel día tenía tiempo libre, habría podido darle el paseo largo a la perra

después del atardecer, con una temperatura más agradable, pero se sentía inquieta. Esa
184

semana había vuelto a soñar con Sira Zarour dos veces. Varios meses atrás había

recibido su pequeña carta en el despacho y tras sopesarlo durante un par de semanas

decidió dejarla correr, no tomar en cuenta la invitación, casi autoconvencerse de que no

había existido. ¿Para qué iba a hablar con Sira tantos años después? ¿Qué le importaba a

ella que hubiera utilizado una fotografía de aquel especial pantano para un concurso?

¿Qué le importaba a ella el verla ahora?

Así dejó pasar semanas y semanas. De esa forma funcionaban los mecanismos

defensivos de la mente de Lucía Robles. Cuando algo escapaba a su control, se hacía

una composición de conceptos y resoluciones en la mente, y después trataba de

asumirlos tal cual ella los había organizado. Pero en el terreno emocional, no hay

sistematización que valga y los cabos sueltos siempre terminan por azotarnos en la cara

si no los atendemos en su debido momento. A Lucía Robles sí le despertaba curiosidad

la nota de Sira, sí se interrogaba acerca de la elección del pantano como enmarque de la

foto del concurso, sí se preguntaba acerca de lo que Sira Zarour buscaba ahora. Se

preguntaba todas estas cosas y sobre muchas más, aunque apenas lo hacía

conscientemente.

El recuerdo de Sira se había despertado vigorosamente aquel verano, después de

cerca de dos décadas, y, en la última semana, había llegado a acaparar sus sueños, pues

Lucía no estaba enfrentando sus verdaderos deseos. Nada más despertarse, comprendió

que ella también quería verla, quería verla para pensar con clarividencia en lo que pasó

y tal vez así poder comprender lo que le había ocurrido con aquella mujer. Quería

descubrir si había sido inútil todo, si nada había merecido la pena, si es que era cierto
185

que había perdido su tiempo. Aquella idea la había atormentado, a ratos, durante los

primeros meses después de la ruptura. No soportaba pensar que todo había sido un

espejismo producto de la apasionada exaltación de la juventud, producto de la

idealización de ambas.

Aunque nada más despertarse había recordado que la carta de Sira le advertía

que en otoño se marchaba a Italia, y aunque quiso llamarla en aquel instante, de nuevo

adoptó una actitud esquiva y se había marchado a pasear la perra. En cuanto llegó a casa

se dio una ducha para pensar con serenidad y resolución. Ésas eran las propiedades

terapéuticas que la ducha tenía para la Lucía Robles más agobiada. Salió de la ducha.

Todavía con la espesa melena -ahora por los hombros-, empapada, llamó al viejo

número de Sira Zarour, que recordaba perfectamente. Una vez superada la leve zozobra

que los viejos fantasmas siempre nos remueven, marcó su número sintiendo una

resolución y una serenidad especiales. Pensó que ya no era joven, que ella ya no era la

misma Lucía ni tampoco Sira sería la misma.

-¿¡Edda!?- La respuesta femenina con acento italiano sorprendió a Lucía Robles.

-Perdón, ¿estoy llamando a casa de Sira Zarour, por favor?.

-¡Vaya, si es Lucía! Mira lo que nos ha traído el gato... Sí, soy yo, es que por la

terminación del número que veía en la pantalla, parecía el de mi suegra, que está

afincada definitivamente en Madrid. Pero..., bueno..., me alegra oírte, ya había pensado

que no te animarías...

-Pues ya ves, aquí me tienes, sigo tan solícita y atenta a tus ruegos...- Dijo Lucía

en tono de chanza.
186

Sira Zarour sonrió y comprendió que el tono ligero era el más adecuado para

reanudar ese diálogo interrumpido tantos años atrás:

-Bueno, lo de solícita, solícita... ¡Has tardado más de dos meses en llamarme!

-En fin, tu carta me sorprendió mucho después de tantos años, me dejó

desorientada y tenía que pensar- Lucía especuló que podría haberle dicho que había

estado liadísima y tratar de revestir de intrascendencia el acercamiento de Sira, pero

decidió que si hablaba con ella era para hacerlo desde los parámetros de la sinceridad,

para ofrecerse a sí misma y a Sira un oportunidad última de juego limpio, si ello era

remotamente posible, lo cual dudaba por parte de la hispanoárabe.

-Claro, Lucía..., lo comprendo, Lucía. Han pasado muchos años, pero llevo un

tiempo viviendo a caballo entre Turín y Madrid, pues aunque regresé a Italia a

establecerme de nuevo y definitivamente, lo cierto es que añoraba Madrid. Por motivos

de trabajo he pasado largas temporadas en Barcelona, pero ciertos círculos madrileños

relacionados con la fotografía me atraen más y hace unos años decidí que pasaría meses

aquí siempre que pudiese. El caso es que tanto venir a Madrid y pisar sus calles me hizo

pensar que quizá podría toparme de bruces contigo algún día, en alguna exposición o

evento y, preferí provocar yo misma el encuentro, si es que accedías, claro.

-Bueno, en una exposición no creo que nos viésemos, pues hace unos diez años

que abandoné los trabajos fotográficos y, más allá de un cumpleaños familiar, rara vez

cojo la cámara...- A Lucía, de algún modo, le volvió a apesadumbrar ese abandono.

-Vaya, nunca lo hubiera dicho. Tu pasión era tan intensa..., nunca he visto a

nadie fotografiar tan incansablemente ni con tanto ensimismamiento...


187

-Pues sí, Sira, a mí me dolió admitirlo, pero ya no me llenaba tanto, es como si

hubiera agotado todo cuanto me apetecía hacer con mi cámara. Además, ese espacio se

ha visto sustituido por otras muchas cosas...-Lucía Robles dejó en suspenso la

aclaración, acaso porque era tan “secretosa” como su hermana Rebeca solía indicarle.

En realidad lo que no quería era dejarse llevar precipitadamente por la amabilidad de

Sira, un rasgo con el que tantas veces la había visto encubrir egoístas intenciones en el

pasado.

-¿Sí? ¿Por qué cosas se ha visto sustituida la fotografía?- A la sagaz Zarour no se

le escapó aquel esquivo giro de su antigua amiga.

-Bueno, esto nos llevaría mucho tiempo ahora y yo te llamaba para ver si aún te

apetecía que nos viéramos y nos tomáramos un café- ¿Por qué la gente en España dice

siempre lo de tomar un café cuando a veces ni siquiera beben café nunca? Se preguntó

instantáneamente Lucía Robles, quien se respondió que era la forma más cómoda y

liviana de proponerle a alguien un encuentro del todo informal. Eso quería ella, ir al

encuentro de Sira sin presiones ni incomodidades previas de ningún tipo.

-Estupendo- respondió Sira-, entonces continuamos la conversación en persona.

Quedamos el día en que te venga a ti bien y donde tú quieras, yo me ajusto sin

problema. Tal vez tenga otra carta para ti, y ésta es más extensa…

-Bien…- A Lucía le sorprendió gratamente que Sira le permitiera a ella fijar la

cita para su plena comodidad. Sira siempre retranqueaba con las citas hasta ajustarlas al

día que ella prefería. Decidió que su despacho de la universidad era el lugar idóneo, lo
188

suficientemente cómodo como para conversar sin problemas, pero no tan íntimo como

en su casa o en la de Sira, lo que la hubiera incomodado:

-Bueno, pues pásate por mi despacho de la facultad mañana a las cinco de la

tarde, si te viene bien. Ahora está aquello casi vacío por las tardes, sólo yo y otro

compañero estamos apurando las tardes para adelantar trabajo. Ahora mi despacho se

encuentra en...

-No- la interrumpió Sira-, si cuando imprimí tu teléfono desde la página web de

tu departamento, también imprimí la ubicación del despacho. Debo de tener la hoja por

ahí, no te preocupes, a las cinco en punto allí.

-De acuerdo- Repuso Lucía.-¿Y esa otra carta? ¿Ya andamos con los antiguos

juegos…?

-No, ésta te sorprenderá-Aclaró Sira-Lucía...-Añadió.

-Dime.

-Nada…, que me alegro mucho de escucharte.

-Bien. Hasta mañana, Sira- Atajó la otra.

Una mezcla de alegría e inquietud invadió a Sira Zarour durante toda la tarde. Al

menos alejó la insoportable angustia de los últimos tiempos. Sólo al atardecer consiguió

apaciguar esa zozobra que ahora le había transmitido Lucía a ella. Encontró a Lucía

receptiva y amable, pero un tanto reticente en algún momento. Al final de la

conversación ella había tratado de transmitirle su sincera alegría, pero la otra no había

respondido. Finalmente, decidió no adelantar acontecimientos y llegar puntual a la cita,

una cita que llevaba diecisiete años retrasada, una cita que ya no podía demorarse más.
189

Lucía también se sintió presa de la inseguridad durante la tarde. Recordó que

Sira le había dicho que prefería provocar el encuentro ella misma antes que

encontrársela en una exposición. Se obstinó en pensar que Sira sólo la había llamado

para evitarse un posible encontronazo desagradable. Finalmente, desistió de desarrollar

tozudamente esa negativa idea. Supuso que Sira quería algo más, dedujo que si no

hubieran querido saludarse, no lo hubieran hecho y ya está, esa explicación sólo había

sido un ligero pretexto para acercarse a ella.

Cada una se introdujo en su cama esa noche con la conciencia agitada, sin saber

muy bien qué podían esperar de la otra al día siguiente. Y como tantas y tantas noches

de su vida pasada, cada una se durmió recordando a la otra, intentando desentrañar el

esquivo misterio de la relación.

A la mañana siguiente, Sira Zarour se despertó temprano. Decidió mantenerse

ocupada durante toda la jornada. Aún se sorprendía por ir a pasar unas horas esa misma

tarde con Lucía Robles, le producía gran extrañeza y a la vez lo sentía natural: “Maktub

-se decía-, esto es maktub”-se repitió en su lengua paterna. Ella había pensado en hacer

esa llamada, ese reclamo, muchos años atrás; justo al día siguiente de la turbia discusión

en el despacho de David Furness. Ya aquel día había deseado intensamente llamar a

Lucía. Siempre lo deseó, aun odiándola, la añoraba. Cuanto más la odiaba, más la

estimaba; cuanto más consciente era de su estima por Lucía, más la odiaba.

Aquella contradicción interna casi la vuelve loca. Sira Zarour era una mujer de

contradicciones, de dualidades extremas que sólo las décadas y la experiencia habían

podido equilibrar. La añoraba pero no la llamó, la necesitaba pero no se lo hizo saber, la


190

quiso con intensidad pero no se lo manifestó nunca con coherencia. No la llamó por

cobardía, por miedo extremo y porque, en su fuero más íntimo, sabía que había perdido

una parte de Lucía que no recuperaría nunca, su fe. Ella necesitaba la fe de Lucía, ella se

había amparado demasiadas veces en esa fe y no soportaba perderla.

No recuperaría nunca la fe de Lucía, pero las cosas no quedaban ahí. Todavía no

se había terminado la historia. Tenía una cuenta que saldar con ella y conseguiría que

Lucía Robles la escuchase, la tenía que escuchar. No sabía cómo iba a exponérselo todo,

no sabía cómo lo diría todo, qué palabras emplearía, pero todo estaba dentro de ella, una

verdad enjaulada desde hacía años. Lo que no le saliera en ese encuentro la otra lo leería

en la carta en la que le hablaba fragmentariamente de su vida. De una forma u otra, le

saldrían las palabras, estaba segura. Mientras mascullaba esta determinación, se dirigió

al Departamento de Historia del Arte II (Moderno) de la Universidad Complutense, en

cuya secretaría le tuvieron que informar sobre la ubicación del despacho de Lucía

Robles, pues ella no acertaba a aclararse.

Mientras Sira Zarour daba unas últimas vueltas localizando el despacho, uno de

los administrativos de la secretaría del departamento, con quien tenía bastante

confianza, llamó a Lucía. Eran las cinco y cuarto:

-¿Doctora Robles?-Dijo con el sarcasmo de siempre- Soy Alberto, de secretaría.

Oye, que va para allá una mujer de unos cuarenta y siete o por ahí, sin pinta de

profesora, pero tampoco de maruja, muy elegante, y guapísima por cierto.

-Ya... Creo que es la persona que espero- respondió Lucía.


191

-Sí, oye, ¿viste la última versión del “Drácula de Bram Stoker”, o “La Pasión”,

de Mel Gibson? ¿Y la durísima “Irreversible”, sí, y “Malena” o “Dobermann”?.

La avalancha del cuestionario cinematográfico dejó perpleja a Lucía, cuya

pasión por el cine era casi tan exaltada como la del administrativo, y cuya rápida

capacidad de relacionar cuanto guarde relación la indujo a preguntarle:

-¿No me digas que mi visitante te ha recordado a Monica Bellucci?.

-Sí, es idéntica, aunque con algún añito más, claro, y con el pelo rizado más

corto... Te juro que este parecido es el mejor que he sacado en este Departamento... Dice

que es amiga tuya, pero la he visto un poco despistada, por eso te llamo.

-Bien, Alberto, no hay problema, ¿le has indicado dónde está mi despacho?

-Sí, sí, estará al llegar.

De entre especimenes burocráticos universitarios, sin duda los administrativos y

los conserjes son los que albergan un poder más desmedido y soterrado. Ambos

colectivos controlan el correo, las salidas y las llegadas. Todos estos envíos pasan por

sus manos, los reparten, los recogen. La información que pasa por ellos y a la que tienen

acceso en cualquier momento es inmensa. También acceden y manejan las cuentas, las

contabilidades, lo que gasta cada profesor, cada área y el departamento. Cuando alguien,

alumno o profesor, tiene una duda singular, siempre acude a una secretaría. Allí

despachan visitas, reciben las quejas de los alumnos contra algunos profesores, recogen

trabajos de los estudiantes, etc. Realizan una labor de tanto alcance que ello los

convierte en individuos muy poderosos en la universidad. Aquel año había habido

protestas porque Alberto y María Luisa cerraban la secretaría a la hora del almuerzo. En
192

una reunión del departamento, alguien se atrevió a sugerir que almorzaran por separado,

para que siempre hubiera uno de ellos en la secretaría, pero todos los profesores del

departamento se revolvieron furiosos contra el profesor que había realizado la

sugerencia:

-¡¡¡Venga, hombre, no van a almorzar solos, por separado, la gracia está en

almorzar con alguien!!!- A todos les pareció infame la sugerencia. La secretaría siguió

tres cuartos de hora cerrada cada mañana. A veces cerraban a las diez, otras veces a las

once, según les apetecía a ellos. La gente aporreaba la puerta durante ese tiempo.

Algunas veces, Lucía se desplazaba hasta allí a coger folios, a preguntarles algo, pero

nunca sabía si los encontraría. Era fundamental llamar antes.

Alberto intercambiaba películas en DVD con muchos profesores. Se llegó a

rumorear que incluso las vendía furtivamente en la secretaría, pero nadie se atrevió a

acusarlo. Alberto era sagrado, podía fastidiar a quien quisiera en cualquier momento.

Además, sus fornidos hombros, su nada desdeñable estatura y su irresistible sonrisa

habían hecho las delicias de algunas profesoras solteras y, según se rumoreó, también de

algunas casadas. Su posibilidad de soborno abarcaba terrenos insospechados. Sin

embargo, Alberto siempre sintió una predilección amistosa y solemne por Lucía, una de

las pocas mujeres a quien siempre respetaba. Aunque Lucía siempre sospechó que sólo

la respetaba por sus densos conocimientos acerca de la historia del cine. Ambos

conversaban siempre sobre lo que había en cartelera, sobre las sesiones más raras de los

cines más alternativos.


193

Cuando Sira entró en el despacho, Lucía Robles comprendió que los años

incluso habían depurado su belleza. Ahora unas muy tenues arrugas circundaban sus

ojos, pero su atractivo permanecía casi intacto y, no, no se parecía mucho a Monica

Bellucci. Ciertamente, ambas eran morenas, voluptuosas y altas, con la nariz pequeña y

coqueta, los ojos grandes y expresivos, el óvalo del rostro casi perfecto; pero Sira era

incluso más simétrica y armoniosa.

La Bellucci no tenía tanto exotismo, tampoco esa penetración en la mirada, que

en Sira Zarour era rasgada, vital y melancólica a un tiempo. Aquel día se puso un

vestido blanco pegado al cuerpo hasta las caderas, con algo de vuelo hasta los tobillos.

Parecía una ensoñación onírica, o eso pensó Lucía Robles. Ambas se miraron de arriba a

bajo en un rápido segundo de reconocimiento mutuo, sonrieron y se saludaron algo

torpemente. La profesora había escogido un traje pantalón, ceñido pero elegante, en

color azul muy claro, y llevaba unos tacones altos que le hubieran dado vértigo a la

misma Sira. Se había teñido el pelo de caoba intenso y llevaba los labios pintados del

mismo color. Su piel seguía siendo blanca y tersa, tenía tres años menos que Sira, y en

el tramo femenino entre los cuarenta y los cincuenta, tres años marcan cierta diferencia.

No aparentaba más de cuarenta y tres años, aunque tenía cuarenta y nueve.

Sira sintió instantánea y poderosamente el hechizo que siempre había envuelto a

aquella mujer. Sira recordó haber sentido algo así, e incluso prolongadamente, casi

veinte años atrás, cuando la conoció, cuando no podía parar de observarla, de medir sus

comportamientos y palabras en aquellos lejanos días compartidos en Turín; volvió a

sentir el especial encanto de Lucía Robles, tan ferozmente atractiva y tan poco
194

consciente de ello. Volvió a recordar esa mezcla de timidez y vulnerabilidad que se

volvían un estallido de locuacidad cuando se ponía a explicar apasionadamente

cualquier tema de su interés. Recordó aquel recóndito punto de arrogancia con el que

Lucía Robles había llegado a herirla, tantas veces, sin ser consciente de ello.

Aquel punto de vanidad y seguridad que a veces esparcía, como una niña bien a

quien se lo han dado todo hecho y, por eso mismo, le cuesta reparar en la clase de

retorcido dolor que sí pueden albergar algunas personas menos equilibradas. Sira sentía

que Lucía siempre había juzgado su dolor como excesivo, como mal llevado, como

evitable, y esto no había podido perdonárselo nunca.

La belleza serena de Lucía le recordó a Sira muchas cosas, pero todas

atravesaban su mente en un instante, casi sin dejar rastro. Tras observar su piel tan clara,

su pelo caoba, rojizo, y sus labios del mismo color, recordó la acertada comparación del

agradable administrativo que le había indicado dónde estaba el despacho:

-¡Vaya, pues sí que te pareces a Jualianne Moore!- Dijo sonriendo.

-Este Alberto... Alberto y sus parecidos. A todos nos compara con un actor o una

actriz- Repuso Lucía con un punto de pudor rondándole una mejilla.

-Sí, me recordó que Julianne Moore había salido en “Magnolia”, en una de las

secuelas de “Aníbal”, en “Cookie’s fortune”, qué buena ésta última, igual que “El Gran

Lebowski”, divertidísima, y “Boggie Nights”...

-Sí, las he visto todas. Lo mejor de “Boggie Nights” es el revelador final- Ambas

rieron.

-Veo que sigues siendo tan cinéfila, Lucía. Yo también.


195

-Quien es un recalcitrante cinéfilo es nuestro administrativo. A mí me ha dicho

que te pareces a Monica Bellucci, aunque yo no te saco tanto parecido, la verdad.

-¡¿Qué?! Ni yo tampoco, desde luego. Pero no me digas que a ti no te han dicho

últimamente que te pareces a Juliane Moore.

-Sí, desde que me tiño de este color, sí. Me harté del rubio, que además se puso

algo plomizo... Pero bueno, siéntate- Ambas se acomodaron en el amplio sofá del que

Lucía disfrutaba en su despacho.

Es curioso cuánto puede cambiar una cara en dieciséis, diecisiete o dieciocho

años, y lo poco que varía en realidad. El aire de los gestos, la expresión, la mirada...,

suelen ser los mismos, con pocos matices, pero el fruncir de los labios, algunas leves

marcas y nuevas sombras dan un nuevo contorno al rostro de una mujer. Cada una de

ellas ofrecía su mejor imagen, ambas eran mujeres hermosas, de bellezas ya afloradas, y

casi podría decirse que complementarias: una morena y de piel broncínea, otra de pelo

claro y piel blanca, una más alta, otra menos, una más voluptuosa y exuberante

físicamente, la otra más delicada y fina. Cada una de ellas se había vestido pensando en

la imagen que le quería ofrecer a la otra, algo muy habitual entre mujeres. Las mujeres

se arreglan casi más por las otras mujeres, por obtener su reconocimiento, antes que por

impresionar a los hombres.

Anduvieron saltando de tema en tema y poniéndose al día. Sira había regresado

a vivir a Turín y había estado compitiendo duramente como ajedrecista, pero se hastió y

decidió sacarle partido a su licenciatura de Ciencias, pero tampoco se sintió cómoda.

Los estoicos explicaron que para poder ser quienes realmente somos, antes hemos de
196

haber sido muchas veces quienes no éramos realmente. En el largo camino por

encontrarse a sí misma, Sira sorteó encrucijadas diversas, algunas opciones fueron

económicamente muy fructíferas, pues su inteligencia y capacidad emprendedora

acompañaron a todas sus resoluciones, pero en el transcurso de aquellos intentos seguía

sintiendo que perdía el tiempo.

Finalmente, por mediación de Enzo -quien tenía excelentes contactos dentro del

ámbito más artístico e intelectual de Turín-, consiguió introducirse en el círculo de

fotógrafos menores de la ciudad y poco a poco fue alcanzando un prestigio modesto que

llegaría a Francia y a algunos países de Europa. El breve currículum que había

cosechado en España había sido fundamental para abrirse camino, pero los años y su

esfuerzo le habían otorgado una formidable reputación entre sus colegas, además de una

situación económica más que acomodada.

-Así son las cosas, Sira, yo con mi sueldo impertérrito de funcionaria hasta que

me muera. Yo, quien de entre las dos tuvo claro siempre lo que quería hacer, mi pasión

por la investigación, por mi carrera, por la historia del arte... ¡Y ya ves qué fortuna he

hecho!. A los cuarenta años conseguí la plaza de contrato indefinido, y eso después de

dar mil vueltas antes por las universidades de La Rioja, Albacete... Puaf! No quiero ni

acordarme... Me fui a Italia, ya sabes que siempre lo sentí como una cuestión pendiente,

y viví varios años en Roma. Conocí allí a mi marido, Mihai, en un congreso. Finalmente

volví y obtuve la plaza. Toda la vida luchando y ahora no me acuerdo ni de para qué

luchaba...

-Mujer, no exageres.
197

-¡Ya! Tienes razón. Tú sabes que esto es como una droga para mí. El ensayo de

investigación me apasiona, en este género concentro mis dos pasiones, la arquitectura y

la literatura. Por esto es por lo que luchaba, por poder escribir, vivir de ello, de enseñar

y que encima me paguen. Pero hasta llegar aquí...

-¿Dejaste la fotografía por algo que tuviera que ver conmigo? ¿Por aquel final

tan desagradable? A veces he pensado que nuestra intensa relación con el arte de la

fotografía consumió una parte de nuestra amistad demasiado aceleradamente. No sé, es

difícil de explicar...- Sira cambió el tercio de la conversación momentáneamente, para

ver si Lucía se allegaba a hablar del pasado.

-No- contestó con naturalidad-, no creo que fuese la fotografía, aunque sí, acaso el

arte y el amor se destruyen mutuamente. Es porque tuvo que ser. Mihai dice que todos

somos pobres almas, buenas o malas, que eso sólo Dios lo sabe, pero pobres almas con

escasa capacidad resolutiva. Ocurre que cada relación tiene su propia andadura, no

podemos cambiar el camino inherente a cada relación y si cambia es porque ella sola lo

ha hecho. Nuestra relación no era yo, ni eras tú, nuestra relación era la vorágine

emocional e intensa que se desprendía de la mezcla de nuestras personalidades. Pasó

como tenía que pasar según éramos nosotras en aquella época.

-Sí, era maktub- repuso Sira.

-Por cierto, ¿qué significa esa palabra árabe?- Preguntó la otra con avidez.

-Maktub significa que estaba escrito desde el origen de los tiempos, Lucía.

-Vaya, así que era eso...- A Lucía Robles se le perdió la mirada durante un instante a

través del amplio ventanal de su despacho, los recuerdos la inundaron. Su acusada


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capacidad de ensimismamiento le permitía, en ocasiones, abstraerse pensando sin

atender a nadie, sin escuchar nada, como si fuera sorda y muda y ciega, pero feliz

-Mihai es mi marido desde hace seis años- Volvió a encarrilar la conversación dentro de

los cauces del ponerse al día. Sira respetó su aparente reticencia:

-Y finalmente, ¿sigues tu primer concepto del amor, aquella “postura a” o la “b”?

¿Te acuerdas?.

Lucía rompió a reír:

-No puedo creerme que me recuerdes eso ahora, precisamente hace poco tiempo me

acordé de aquella conversación que tuvimos mientras revelábamos en mi casa, en una

de aquellas interminables sesiones. ¿Cómo puedes acordarte...? Pues sí, supongo que al

final me lancé a la postura “b”, más libre, independiente y salvaje, con un italiano, pero

la vida me fue llevando hacia la postura “a”. Las relaciones abiertas desgastan

emocionalmente, las muy cerradas hastían por la monotonía, pero se puede crear una

postura intermedia, algo que mi maniqueísmo juvenil me impedía vislumbrar y que

Mihai me ha enseñado

-¿Mihai? ¿De dónde es ese nombre?-Interrogó Sira.

-Mihai Alexandru Tudescu, rumano. Consiguió el traslado desde su universidad

hace ya unos años, ha costado un mundo que obtuviese una plaza aquí, ya sabes cómo

funciona esto. Él está en el departamento de Historia antigua.

-Así que él debe de ser el padre de esos dos niños que asoman por el portarretratos

de la estantería.

-Sí- Lucía se levantó y le acercó el portarretratos a Sira.


199

-¡Son gemelos!- Exclamó ésta.

-Sí, hija, sí, ya sabes lo de los gemelos y la genética. En mi familia hay gemelos y

mellizos por los dos lados. Tienen cinco años, y éstos, éstos son los que han llenado el

espacio vacío que dejó mi súbita apatía por fotografiarlo todo.

-Son muy guapos, aunque no se parecen a ti.

-Sí, se parecen a Mihai, que es más moreno y de complexión más recia que yo.

-Vaya, así que este rumano, lo tuyo van a ser las nacionalidades foráneas, un

rumano, un italiano, Richard era inglés...- En cuanto dijo aquello, sin pensar, Sira se dio

cuenta de que inevitablemente acababa de sacar el cadáver de Richard del armario, y

que de ese mismo armario acaba de sacar el cadáver de su antigua amistad con Lucía. El

tema estaba ahí, entre las dos, sobre el sofá azul a juego con el traje de Lucía. En unos

segundos una ráfaga de tensión nerviosa las recorrió a ambas.

-En fin, estaba claro que no nos íbamos a pasar la tarde hablando de tu trabajo y el

mío o de nuestros maridos- Dijo Lucía para quitarle tirantez al ambiente.

-Sí, Lucía, esto no es fácil para ninguna de las dos, pero por razones obvias, es más

ingrato para mí, pues soy yo quien te debe una explicación acerca de Richard desde

hace mucho tiempo.

-... No sé si quiero oírla, no sé qué vas a decirme- La lejana inseguridad juvenil de

Lucía volvía a atenazarla en presencia de Sira. Pero también había percibido, a través de

la respetuosa carta, a través de la conversación telefónica y en esas casi dos horas que

llevaban conversando, que Sira parecía una mujer más serena y segura, más calmada.

Sira ya no enmascaraba su sensibilidad con aquella arrogancia impostada, con aquel


200

obstinado fluir de palabras con el que ahogaba su inseguridad social. Sira había

madurado y lo había hecho adecuadamente, decantándose por los polos más positivos

de aquellas dualidades con las que antaño la había vuelto loca; ahora parecía más

generosa, más dulce y suave, más coherente, no tan frenéticamente vital, pero sí tan

positiva. También seductora, seguía empleando esos simpáticos requiebros con los que

engatusaba a todo el mundo, ahora era menos obvio, pero seguía siendo igual de

encantadora.

-...- Lucía volvió a ladear la mirada, en silencio, y a fruncir los labios en un gesto

que sólo Rebeca hubiera podido interpretar.

-Lucía, no he venido a disculparme porque una disculpa con casi varias décadas de

retraso es absurda. Ya no tendría sentido; pero sobre todo no me disculpo porque bien

me conocías tú y sabrás lo mal que lo pasé desde el día siguiente de la discusión. Ya al

día siguiente me levanté sintiéndome como si no valiera nada, me sentí como una

mierda durante muchos meses. Ni te lo imaginas...

-Sí me lo imagino, sí, Sira, me lo puedo imaginar perfectamente... ¿A qué vienes

entonces?

-Pues tampoco lo tengo tan claro, pero sé que hay cosas que debes saber por mí, que

debes escucharlas salir de mí, y leerlas... Para empezar dices que te lo imaginas, con tu

tonillo de “Doña Perfecta” de siempre, como si tú lo supieras todo... Ya imaginé yo

también cómo estarías pasándolo tú, estábamos muy enganchadas la una a la otra. No sé

por qué, y me harté de intentar comprenderlo. Para eso no hay respuestas, para eso no

las hay. No sé lo qué realmente hubo entre nosotras. Eso no puedo decírtelo. No era
201

amor ni era amistad, quizá un insólito híbrido entre ambas cosas. Era angustioso para las

dos porque nos asustaba, y a mí más que a ti. Yo era entonces más vulnerable y lo sabes.

-Yo era también mucho más vulnerable entonces- Repuso Lucía.

-Desde luego, pero tú, tan sensible, delicada y vulnerable en la superficie, luego eras

coherente, íntegra y tenaz, eras fuerte. Mientras que yo, tan arrogante y esplendorosa en

la superficie, luego era una pusilánime que no sabía ni quien era ni lo que quería. Sólo

sabía que sufría por todo, que me sentía absolutamente desvalida, incapaz de

enfrentarme al mundo, a las relaciones, sentía que no valía nada y te admiraba de una

forma enfermiza... Tú creías que lo mío era una postura existencial bohemia, como si

me creyera una pintora atormentada y me gustara ejercer de ello, y no era así. Tuve que

cumplir los cuarenta para lograr aposentar mi carácter en sus vertientes más lúcidas y

serenas, y no con poco esfuerzo. Aún hoy…

-Lo sé, lo he comprendido con los años. Incluso en aquella época de crisis

treintañera estuve siempre más lúcida que tú, y se suponía que tú tenías la vida que

habías elegido, el hombre que querías, eras una ajedrecista reputada, empezabas a

abrirte paso con la fotografía y, aún así, estabas amargada por dentro, perdida... Me

costaba entenderlo, lo sé. A veces, más que animarte, casi te exigía que estuvieras bien.

Pero yo no era responsable de tu sufrimiento, más bien me dejé la piel para intentar

remediarlo. Yo sufría cuando tú sufrías, y era feliz sólo contemplando tu felicidad.

-Ya, Lucía, y yo no lo veía... Nunca supe agradecértelo debidamente…-Lucía pensó

con enojo que tampoco en esa conversación le agradecía nada de cuanto ella había

hecho por la carrera de Sira como fotógrafa. La esquiva árabe seguía evitando el tema.
202

-No sabes lo que removías en mí…-Dijo sugerente Sira intentando decir algo

agradable que borrase la súbita expresión de reproche de Lucía.

-Pues supongo que más o menos lo mismo que tú en mí, Sira, estaba subyugada. Era

vertiginoso, placentero, como una droga, pero también era angustioso. Cuando te fuiste

sufrí muchísimo, lo pasé fatal, pero de la mano del dolor fue llegando una serenidad y

una lucidez que me permitieron comprender que aquello había sido un alivio.

-Para mí no. Yo estaba más sola, y encima tuve que enfrentarme con el error de mi

proceder… Lo de Richard de verdad quiero que sepas...

-No digas nada, por favor, no hablemos de Richard. Ya imaginé por qué lo dijiste…

Y, ciertamente…, fuiste una capulla- Lucía espetó aquello en tono ligero para quitarle

hierro a una conversación que arrastraba óxido de veinte años atrás. Ella había llegado a

la verdad mucho tiempo atrás. Sira no se había acostado con Richard, hubiera sido

incapaz, tal vez anduvo tonteando un poco con él para medirse con ella, únicamente- A

mí me dolieron más otras cosas- Añadió- Yo me había esforzado mucho por consolidar

la amistad. ¿Cómo pudo desintegrarse de aquella manera a pesar de mi ingente esfuerzo

por consolidarla? Me ajusté a todos tus meandros, estaba pendiente de cada una de tus

necesidades emocionales; durante los últimos meses, me convertí en tu sombra

protectora. Es como si nada hubiera servido de nada, como si no hubiera habido nada

sólido entre las dos.

-Ya, Lucía. Pero es que yo misma no era nada sólido. Y, no sé... tal vez nuestra

amistad ya estaba agotada, hay afectos que se queman rápido, son de rápida combustión

y ése es su sentido. El tiempo nunca ha dado la medida de la calidad en la historia de los


203

afectos. Los amores más largos no son los mejores. Nuestro vínculo era así, muy, muy

intenso, y sentimos cosas que muchas personas no llegan a sentir a lo largo de su vida,

pero eso no significa que pudiéramos prolongarlo durante años, años y años. Bastante

nos duró.

-Sí, si hubiera durado más, nos hubiera matado a las dos- Dijo Lucía, y ambas

rieron de nuevo- Yo también debo decirte algo -prosiguió-. Durante muchos meses

estuve segura de que el mutismo por mi parte era la mejor forma de comunicarte mi

desaprobación y mi indignación. Pero tenía dudas, fue una situación espiritual turbia y

perniciosa que arrastré mucho tiempo. La incertidumbre me hacía sentir muy mal. Cada

cierto tiempo, podían pasar años, volvía a tropezarme con un pensamiento amargo en mi

corazón: “Debí hablar con ella, debí intentar que entrara en razón, hablarle con

naturalidad de mi respeto y mi afecto por ella, dos cosas de gran calado en mi alma y

que hubieran impedido que yo la perjudicara premeditadamente en nada”. Eso pensaba.

Debí hacerlo porque nunca te había visto tan enajenada y perdida, necesitabas

que te sacudieran los hombros y te regañaran un poco también, pero nunca te había visto

así. Lo cierto es que me acojoné, Sira, me dejaste helada, te creí capaz de cualquier

cosa, parecías... tan... perturbada, no sé. Y venga a darle al pico, es que no parabas de

rajar de mí. Pero debí haberte dicho todo aquello que sentía, no debí permanecer en

silencio, no contigo, porque tú no eras cualquiera, tú carácter era especial y yo lo sabía.

Me pudo el orgullo, supongo que sabía que el silencio era la forma más dura de

castigarte. Yo te quería mucho, te adoraba como una niña adora a su hermana mayor, y

tú me trataste así. Irme de tu vida sin una explicación fue mi forma de hacerte pagar por
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ello, dejándote sin mí. Y aún así sufrí como una cabrona, no te creas... Pero debí luchar

por poner un cierre adecuado a nuestra amistad, por despedirnos con un abrazo en vez

de así.

-La culpa de eso no fue tuya, el cierre podrido lo puse yo y sólo yo podía

cambiarlo. Tú no tenías la culpa de mi amargura y encima te hice pagar por ello. Lucía.

Supongo que ninguna de las dos se lo montó demasiado bien. Aunque tú debiste

llamarme porque yo era más débil....

-Pues yo creo que debiste hacerlo tú.

-De eso nada.

Ambas volvieron a reírse, esta vez en un estallido de luz roja. Se carcajearon

durante sólo unos segundos, pero durante ese instante ya no se acercaban a la

cincuentena. En esos instantes eran dos jovencitas que acababan de inaugurar su

treintena, que llevaban horas revelando en un cuarto oscuro, conversando, y

apasionándose con sus proyectos vitales, con sus sueños. Durante esos instantes

volvieron al viejo cuarto de revelado de Lucía Robles, como si el tiempo no hubiera

transcurrido. La misma intimidad, la misma cercanía, nada había cambiado. Y se

abrazaron, se dieron el abrazo que llevaban lustros negándose, se dieron el abrazo que

deberían haberse dado aquel día, en el despacho de David Furness. El abrazo aplacó los

últimos residuos de oscuridad, los últimos fantasmas, les recordó lo que habían vivido,

lo que habían compartido y que sí, que sí había merecido la pena, que todo había

merecido la pena.
205

Se despidieron e intercambiaron el resto de sus teléfonos y direcciones actuales.

Como Sira vendría unos meses cada año, quedaron en llamarse, quedaron en seguir en

contacto, en verse. A Lucía le apetecía mucho que eso sucediera, sopesaba la posibilidad

de que tal vez, solo tal vez, la relación se reanudase de alguna manera, siquiera distante.

Si bien tenía miedo de la reacción de Sira tras el encuentro, y tenía miedo de la vida.

La vida nos moldea con su bastón de mando, que corrige nuestros pasos

azuzando nuestros tobillos, nos sacude y nos ajusta a su verdad inmutable. La vida te

abre sus grutas ásperas y empaña tus retinas con verdades inmóviles: algunas personas

no pueden permanecer vinculadas durante mucho tiempo. Es preferible pensar que no

les hace falta más para llenarse mutuamente hasta los bordes. El joven Rimbaud le dijo

a Verlaine que pasarían un tiempo juntos, un tiempo muy intenso que les serviría para

llenarse el uno al otro, para aprender el uno del otro y así dejar sus vidas más

enriquecidas que antes de conocerse, también sus respectivas obras poéticas. Pero

después habrían de separarse para no volver a verse jamás. Así fue.

Una semana después de que Sira Zarour hubiera visto a Lucía Robles por última

vez en su vida, en aquel despacho, le envió una extensa carta en la que le relataba

episodios de su vida y de su infancia, también la fotografía en blanco y negro con la que

había ganado el célebre concurso. Tituló la fotografía “Miel quebrada”. En ella se veía

representado aquel pantano y, junto a una orilla, como elemento secundario, poco

visible pero sugerente, se veía un viejo automóvil Golf TDI aparcado. Lucía observó

que Sira había utilizado una película de infrarrojos, que proporciona un contraste muy

acusado, por lo que el efecto del filtro rojo que también intuyó que había empleado
206

otorgaba una gran oscuridad al cielo del atardecer, casi negro en algunas zonas, y una

gran claridad al follaje, casi blanco en otros extremos.

Esta clase de película había igualmente permitido ver a través de la niebla y

captar con exquisito detalle montañas más lejanas que apenas serían visibles a simple

vista. Algunas nubes eran simples formas tonales, resultaban inquietantes y rotundas. El

ángulo de cámara bajo y lo ajustado del encuadre le parecieron magníficas elecciones a

Lucía, que no lograba imaginar desde dónde había realizado la fotografía. Disfrutó

comprobando que en verdad Sira había aprendido a leer la luz, a atisbar sus

posibilidades infinitas, sabía cómo se filtraba en la superficie de los objetos. Sira

conocía los entresijos del revelado y había desarrollado sus propias ideas de forma

astuta e inspirada, sabiendo dotar a las imágenes de un equilibrio tonal que su antigua

amiga creyó insuperable. El viejo gusano de la pasión fotográfica le sacudió el

estómago a Lucía, quien por primera vez en años sintió en el alma un hormigueo

placentero, especial y reconocible: unas penetrantes ganas de fotografiar.

Sira Zarour tampoco tenía respuestas que le permitieran comprender qué extraño

y recóndito sentido había tenido la relación, quizás sólo el poder vivirla y sentirla. Sira

no le había traído respuestas imposibles, pero había vuelto a despertar en ella la

necesidad de expresarse fotografiando. En el pasado, Lucía había enseñado a Sira cómo

fotografiar profesionalmente, después Sira había aprendido ella sola cómo fotografiar

artísticamente y, casi dos décadas después, regresaba para hacerle casi el mismo regalo

a Lucía. Así se cerraba el círculo.


207

Pasó mucho rato observando la fotografía, que tenía un poderoso embrujo, era

algo inquietante y atractivo, algo que te atrapaba. El pantano y sus bosques colindantes,

la vegetación, la luz, el cielo, la oscuridad y las sombras se veían representadas con un

extraño poder hipnótico. La fotografía era intensa y luminosa, también oscura e

inquietante, diferente y casi incomprensible. Lucía Robles comprendió que la fotografía

era como ellas, como la relación que tuvieron. Sira Zarour logró capturar lo inefable

mediante el arte fotográfico, y lo hizo de forma insuperable, pues como Goethe, pensaba

que: en el arte sólo lo mejor es suficiente.

Era una fotografía hermosa, hermosa pero algo triste, como una “miel

quebrada”. Mas un rato después, a través de una de las ventanillas del Golf, Lucía pudo

ver una bien definida banda nívea, parecía un fino fular, un pañuelo blanco, como si

Sira hubiera querido dejar allí un último rastro de algo, una señal, una lucecita

encendida para que Lucía no olvidase nunca lo cerca que llegaron a estar un día.

Después abrió la carta y comenzó a leerla.

XV
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EL ÚLTIMO FRAGMENTO

…Para finalizar esta carta, que ya empieza a alargarse demasiado, debo decirte

(ya te escucho con tu tono de profesora listilla: “No puedes dejar de ser tú”) que no

voy a decir que lamenté hacer las cosas como las hice, porque sería estúpido y nada

sincero. Hice lo que hice consciente y sé que no era la mejor forma, pero no voy a

disculparme por ello. Lamento no haber obrado de otra manera, eso sí, pues intuyo el

daño que te hizo mi desplante, mi actitud. Sé que te resultaré contradictoria, sé que

siempre te he resultado contradictoria, pero no todos tenemos tu templanza ni tu

coherencia ni tu melena rubia, ahora caoba. Me disculpo y no me disculpo, dirás.

No todos tenemos tus maravillosos padres ni tu hermanita gemela que en todo te

apoya. A veces te cuesta imaginar que tú, dentro de tu perfección, también albergas

imperfección. No podría volver a soportar tus medio reproches ni tus constantes

opiniones ni consejos sobre lo que me conviene o no, y durante nuestra conversación

vi, tras el gracioso mohín enojado de tus labios a veces, que te cuesta entenderme,

normal, pero a resultas de ello te cuesta aceptarme, aceptar cómo fue todo. Y “todo”

no fui yo sola, fuimos las dos, tú y yo. Todo ocurrió, sin más, fue como tenía que ser,

maktub.

De nada sirven tus análisis, de nada mi actitud siempre evasiva respecto al

conflicto. Es inútil pensar, ahondar…, cuanto más avances hacia el fondo, más

oscuridad encontrarás. Seguramente eso es lo que hay al fondo de mí, sólo eso
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envolviéndolo todo, oscuridad; y aún así te quise, aunque no me enseñaran a hacerlo

bien, como pude, yo te quise. Eso debiera bastarte.

En realidad sabes que no necesitamos vernos, ya todo está adormecido,

arreglado –al menos para mí- y sepultado; sabes que no hace falta porque de alguna

forma hemos estado siempre juntas, cada una dentro de la otra. Tampoco espero tu

llamada ni esperes la mía, seguramente si estableciéramos contacto nunca podríamos

desasirnos de todo cuanto ocurrió, ya nunca podríamos mirarnos sin retumbarnos de

pasado.

Me ha costado mucho madurar y sí debo admitir que me ayudaste. Lucía, he

cruzado ríos y montañas dentro de mis miedos, he vencido gigantes y fantasmas

durante años, he luchado con tesón y también con desconsuelo a veces, he crecido y he

podido hacerlo, llegar hasta este punto, madurar hasta comprender, hasta ser

consciente de lo que hiciste por mí, aunque yo no lo viese entonces. Lo de la fotografía

te lo debo a ti, eso y tu templanza de aquellos años, tu esfuerzo y tu ternura.

Y aquellas acusaciones fueron tonterías, estaba ofuscadísima, atascada en mi

propia amargura, y proyecté todo mi malestar sobre tu persona. Me daba pánico lo que

sentía por ti, verme tan enganchada a una mujer, a la personalidad de alguien, y ni

siquiera quería compartir mi vida contigo, sabía que aquello no era amor, pero lo que

sentía era demasiado intenso. Supongo que la trifulca que te monté y las mentiras que

urdí para herirte fueron otra forma de poder separarme de ti. Me sentía

emocionalmente como una autómata, siempre pendiente de tus reacciones. No sabes lo

que removías en mí, Lucía, el otro día no mentía, pero en persona no puedo decirte
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todo lo que te he expuesto en mi carta. Tu presencia me cohíbe y me apabulla, hay algo

en ti intenso, poderoso y a mí eso me sofoca. Yo soy demasiado caótica para ti, tú eres

demasiado perfecta para mí; tú intransigente, yo egoísta, así somos, ¿quién es más

culpable, quién más inocente?

No soy tú, soy yo. No soy cómo tú me ves, siempre empeñada en imaginar que mi

personalidad tenía unas posibilidades que en realidad no tuvo nunca. Me esforzaba por

encajar con la imagen que tenías de mí, pero siempre terminaba decepcionándote. No

sabes cómo me dolía hacerlo, pero no podía evitarlo. Nunca pude evitarlo, nunca pude

dejar de ser yo. La gente, en esencia, no cambia, no puede hacerlo.

Así son las cosas, Lucía, confusas, desordenadas, obtusas, incomprensibles,

inefables, y que nos abandonemos al dudosamente efectivo hábito de verbalizar no

solucionará nada ni nos retrotraerá al pasado. Ya solo podemos recordar, sentir el eco

tibio de aquello que fuimos, pero nada nos devolverá aquella intensidad, aquella fe.

Por eso no quiero volver a verte, sería demasiado doloroso, sé que respetarás mi

decisión.

Y no temas por mí, yo estaré bien, bueno, como siempre, como una flor que soporta

la tormenta nocturna, como esas flores enclenques, de tallo muy liviano y pétalos

endebles, que parecen estar a punto de quebrarse bajo la lluvia, pero nunca lo hacen; y

nunca están bien, pero nunca terminan de quebrarse. Dejémonos marchar de nuevo la

una a la otra y no vayas a quebrarte ahora tú.

Te deseo lo mejor, es lo que vales:

Sira
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