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Luis Hernandez Camarero

Luis Hernández nació en Lima el 18 de diciembre de 1941 y moriría en las afueras de Buenos
Aires el 3 de octubre de 1977. El hogar de la familia quedaba en Jesús María, en la calle 6 de
Agosto; típica casa de barrio y punto de reunión obligado de amigos de todas las edades. De esa
vida en familia y amistades quedan muchos testimonios entrañables.

Era un niño dotado, de gran inteligencia. Tuvo una educación especial y era muy talentoso.
Tocaba la flauta, el violín, y se sabía el ABC de la música clásica. Lector precoz y voraz,
omnívoro en todo el sentido de la palabra; a los 8 años sufre una enfermedad que lo obliga a
permanecer en cama por dos meses y medio. Lucho leyó muchísimo entonces, sobre todo
mitología griega. Sus estudios escolares los hizo en La Salle. A fines de los cincuenta, entra en
La Católica a estudiar Psicología; luego viajaría a Alemania por un año. A su vuelta, decide
entrar en la Facultad de Medicina de San Marcos (como sus hermanos Max y Carlos) y allí
estudiará entre el 1966 y el 1971. En el Boletín del Centro de Estudiantes de Medicina de San
Fernando publicó algunos poemas, que los entregaba escritos a mano en pedazos de papel.

A principios del 70 vuelve a sufrir una enfermedad que lo mantendrá recluido varios meses. De
esta reclusión nacerá el proyecto de los Cuadernos, con plumones Faber Castell (estuche de 20)
escribía, en cuadernos Minerva de espiral, poemas simples y perfectos. Para no publicar. Para
dejar regados por cualquier parte.
Pondría su consultorio privado en Breña (en casa de su amigo, el actor Reynaldo Arenas) y
atendería, como médico de barrio, en Jesús María. El poeta Luis La Hoz recuerda: "Su llantas, el
estetoscopio colgado de un clavo. Amaba la Medicina, a veces no recetaba nada a sus pacientes,
sólo conversaba con ellos..."

En 1971 ya no se sentía bien, tenía una dolencia física y psíquica. Tomaba constantemente
analgésicos por una lesión en la espalda, asimismo al parecer sufría de una úlcera duodenal no
bien diagnosticada ni tratada.
Ese dolor brutal en la espalda lo estaba matando. Y para calmarlo se automedicaba: 25
ampolletas de Sosegón, un poderoso sedante. 25 al día por vía intravenosa. Dosis desmesurada,
como su dolor. Nadie hubiera sido capaz de resistirla. Pero él lo hacía. Y para tratar de pensar en
otra cosa se ponía a hacer 60 planchas con palmada. Excelentes para los bíceps y los pectorales.
60 planchas voladoras sobre las heladas losetas.

Y, mientras tanto, no muy lejos de allí, en la sobria elegancia de su consultorio, el destacado


psicoanalista Max Hernández atendía a una de sus habituales pacientes: Betty Adler, 32 años,
una mujer guapísima y divorciada que, de repente, lo estaba sorprendiendo con la siguiente
pregunta:

- Dime, Max, ¿Luis Hernández es algo tuyo?

Claro que lo era. Era su hermano menor, el dolor de cabeza de sus padres, la oveja negra de la
familia. Se quedó atónito. ¿Dónde había oído Betty hablar de él? Había encontrado unos poemas
suyos publicados en el periódico: Habiendo robado lluvia de tu jardín/ y tocado tu cuerpo/ me
duermo/ No se culpe a nadie de mi sueño.
La paciente Adler estaba completamente deslumbrada. Tenía que conocerlo.

La puerta blanca de la habitación número tal del piso tal de la afamada clínica San Borja se abrió
y Lucho Hernández, 35 años, apareció con sus enormes patillas de Lord Byron, sudoroso, con el
blanco saco del pijama abierto mostrando, con inocultable vanidad, el orgulloso producto de las
planchas voladoras. Era el verano de 1976 y, una vez más, la paciente Adler, completamente
deslumbrada estaba.

- Hola... -dijo él, preparando su sonrisa.

- Hola -dijo ella. Soy Betty. Tu hermano Max me pidió que te trajera este libro.

Cuatro meses después de haber conocido a Betty, Luis se curó. Los dolores de espalda
desaparecieron como por encanto. Ella lo había estado inyectando puntualmente, todas las veces
que él, como médico, así lo indicaba. Pero le había jugado una trampita. En lugar del Sosegón, le
inyectaba un placebo, es decir, un engaña-muchachos: agua destilada. Cantidades industriales de
agua destilada. «¡Ahhh...!, ¡qué bien me siento!» -exclamaba él, vuelto a la vida. Ella siempre lo
supo. Lo supo desde la primera vez que lo vio. Luis no estaba enfermo. Sin embargo, su dolor
perduraría.

Fue así que a fines del verano de 1977 viajará a Buenos Aires para ser internado en la Clínica
García Badaraco. El psicoanálisis estaba a punto de experimentar el más atroz de sus fracasos. A
los tres meses de haberse marchado, Betty organizó un remate con parrillada bailable y lo vendió
todo para embarcarse hacia el sur el mes de julio.En Buenos Aires, resucita la alegría. Largos
paseos por el bosque de Palermo, cafés con crema en los cafetines del barrio de San Telmo,
caminatas por la calle Florida confundidos en medio de aquel exceso de belleza. Pero, a fines de
agosto, agotada la plata, Betty no tuvo más remedio que volver.

"Pero contigo vi los árboles, casas, bodegas y la pista, como tras una lluviecita. Yo te amo. Chau,
pues"

El 4 de octubre de 1977, entre las pertenencias de Luis Hernández halladas por la policía
argentina en la habitación que ocupara en la Clínica García Badaraco, se encontró una carta que,
con letra inconfundible, dice:

Adiós, Betty. Me hubiera gustado tanto que fueras feliz. Pero mi felicidad está fuera de toda
esperanza. Hoy me voy a matar. Perdóname. Luis.

Antes de lanzarse a las vías del tren en la estación de Santos Lugares a los 36 años, Lucho
Hernández, el mismo médico que persuadía a sus pacientes terminales de que valía la pena
seguir, el mismo músico ensoñado que podía navegar noches íntegras a bordo de un gran piano,
el mismo niño irrepetiblemente tierno, lúcido, sencillo y solitario le pedía al amor, al único amor,
mil disculpas por lo abrupto de su ausencia.

Dicen que soy un soñador que sueña/ y otros dicen de mí/ Adiós/ me voy a otro lugar/ Y si la
tristeza me alcanza/ Y si la tristeza me alcanza/ me cubriré con el agua de la mar/ Y no he más de
morir/ Y no he más.

La dispersión con que condenó a sus poemas y a su propio cuerpo sugiere una reflexión. Escribió
alguna vez Octavio Paz que la vida de un escritor hay que buscarla en su obra. Nada define
mejor la existencia y la poesía -inseparables- de Luis Hernández.
CHANSON D'AMOUR

Y a esta hora
Tu amor es lo única
Que me es atento
No sé pero semejante
Es la canción
De los ramajes graves
Y densos. Algo así
Quisiera escribir
Por relatarte mi amor
Mi amor
Que sí
Pudo ser
Mi amor
Que no fue
Ciego
Ni tonto
Mi amor
Que nada
Lo puede
Sino el amar
En algún lugar
De tu manera
Tú lo sabes
Soy Billy the Kid
Y como voy herido
Por la espalda
Voy hacia tu cercano
Corazón
Delta down
Delta down
What's that flower
you have on
Y te hablará de mí
Quién soy entonces
Si no tu amor
Quién soy
solamente quien conoces.

CHANSON D'AMOUR

Mientras existas
No podré dejar
De escribir: lirios,
Colinas, una calle
Extraña y el Universo
Desplegándose para dar
A tu cuerpo
Cabida. En alta mar
Y sonrientes observando
La hora tranquila. Hacia
Ti está cerca el rumor
Del follaje tranquilo,

No sé de otra forma
Decirlo y el jardín:
No hay duda
El cielo son dos.

Así de bello es Amarte,

YO conozco
De ti
Lo mejor

Tú conoces
De mí

He aquí que te he amado


A través
Del bello tiempo.

Y a través
Del peor.

Y jamás
Con el sueño
Sino con el amor.

CHANSON D'AMOUR

Habiendo robado
Lluvia de tu jardín
Y tocado tu cuerpo
Me duermo
No se culpe a nadie
De mi sueño

SALUT D'AMOUR

Extraño es tu corazón
Más extraño aún
Quien lo ama

CHOPIN

Se sintió primero
Con la tristeza
De un niño solitario
Y luego
Con la grandeza
De un niño solitario

Y escribió
Aquella Música
De su alma
Que es lo único
Que pudo
Bajo un sol
Que no era el suyo
Dar su Amor,

MI CORAZON
se enredó
Y desde entonces
En tu alma
Dormían los paisajes
Y la flor perpetua
De los jardines
Jamás recorridos. Tú
Y una tarde
Que acontece tú
Me hablabas
De algo me hablas
Pero el brillo de tu corazón
Te oculta
Algo me dices
Pero el estruendo
De tu alma
Me impide
Sobre el mar
Veíamos el transcurso
Del verano las flores
Del Estío las joyas
La armonía que
No debe ser quebrada.

CHANSON D'AMOUR

Y a esta hora
Tu amor es lo única
Que me es atento
No sé pero semejante
Es la canción
De los ramajes graves
Y densos. Algo así
Quisiera escribir
Por relatarte mi amor
Mi amor
Que sí
Pudo ser
Mi amor
Que no fue
Ciego
Ni tonto
Mi amor
Que nada
Lo puede
Sino el amar
En algún lugar
De tu manera
Tú lo sabes

Soy Billy the Kid


Y como voy herido
Por la espalda
Voy hacia tu cercano
Corazón
Delta down
Delta down
What's that flower
you have on
Y te hablará de mí
Quién soy entonces
Si no tu amor
Quién soy
solamente quien conoces.

THE SUDVIETNAMITCS GEISHAS

Caerás en un lugar
Donde el roche no existe,
Donde cada objeto
Es aquello
Que siempre Deseaste.

2
Saltaste muy alto, pata,
Caerás, como Diciembre
En un año aún ignoto.

Te he perdido, oh Verano:
Mayo adviene,
Y no creo ni en antípodas
Ni en sueños.

HISTORIA DE LA MUSICA

Hay compositores sin pelo:


Prokofieff, Schimberg, Hindemirh
Hay compositores con pelo: Grieg, Liszt, Lennon.
De otros no se sabe
Pues usaban su peluca
Bach, Häendel, Lully
Pero lo terrible
Es el enigma nórdico:
Sibelius ,
Que en algunos discos
Tiene el cabello largo
Y en otros
Tan sólo una sonrisa.

ANTES

Espero que tu generación


Silbe alguna vez
Preludio al atardecer de un fauno
Al salir de un cinema;
Cuando, luego de creer en el mundo
Crean en el artista,
Libre y confuso
Como todo quien canta

Barranca avenida Eguren

DESPUES
Cántame una canción
El mundo se ha transformado.
Y uno ve que afuera llueve
Qué extraño es el terráqueo
Que amaba Nietzsche en esta tierra
O será que vio de la lluvia
Su supremo encanto;
Borrar la huella
De quienes pasaron.

Lima

MIENTRAS llamas por teléfono


Y otros te contemplan.

Mientras tocas con la mano derecha


El Concierto en Sol para la mano izquierda

Mientras observas el film


Con indiferencia no estudiada.

Mientras paseas la playa


Con las joyas de este Invierno.

Mientras la mitad de tu nombre


Basta para alejar el mal.

Mientras vives sin preguntarte,


Mientras oyes tus canciones,
Yo escribo, extrañado

STABAT MATER

Stabat Mater
Esperando en la comisaría
Ante la sorna del alférez

Stabat Mater
Aguardando que concluya
La voraz semiología
De los médicos
Sabat Mater
Descuajeringada, entregada
A obstetrices somnolientas

Stabat Mater
Sola en la noche

Stabat Mater
En las vitrinas de las tiendas
En el día de la madre

Stabat Mater once veces Dolorosa


Y una grande voz le dijo
No llores más, mujer, desde hoy
Hay otro ángel en los cielos

VIER LETZTE GESANGE

1
Nada tengo
Que decirte

Nada que no habite


En ti

Nada tengo
Que decirte

2
Dios firma
Sus obras
Con letra
De primarioso

Estos son algunos poemas de Luchito (como solían decirle sus allegados). Pertenece a Vox
horrisona, cuya carátula el autor alcanzó todavía a dibujar, fue concebido como un primer
volumen de la obra reunida.
A todos los prófugos del mundo, a quienes
quisieron contemplar el mundo,
a los prófugos y a los físicos puros, a
las teorías restringidas y a la generalizada.
A todas las cervezas junto al mar.
A todos los que, en el fondo, tiemblan al ver un guardia.
A los que aman a pesar de su dolor y el dolor que el tiempo
hace florecer en el alma

Luis Hernández Camarero

Luis Hernández, por Beto Ortiz

No se culpe a nadie de mi sueño


Luis Hernández se convirtió, años después de morir, en un fenómeno de la poesía peruana.
A continuación, una crónica acerca de su vida y de su muerte.

Hoy se cumplen treinta años del suicidio del poeta peruano Luis Hernández Camarero (1941-
1977), un escritor del que nunca nos enseñaron nada en el colegio, pero del que ahora, de
repente, todos hablan. Se lo disputan cual si se tratase de un trofeo. Todos lo conocieron, todos
fueron sus amigos, todos juran tener en casa un cuaderno suyo, todos poseen la historia verídica
de lo que pasó con su vida y con su muerte. Pero Lucho, como siempre, les pertenece -hoy más
que nunca- a los jóvenes, a ese creciente ejército de nuevos lectores que -con toda justicia- lo
veneran. A esa esperanza de la patria en una patria sin esperanzas. A los jóvenes y a nadie más.

Nervio del Serrato. Nervio del Deltoides. Nervio del Angular. Yo soy quien sospecha, solitario
en las noches, que alguien lo ama. Serrato. Deltoides. Angular. Son los nervios de la espalda. A
Lucho Hernández le dolía muchísimo la espalda. Y, como era médico, no había necesitado de
nadie para acertar con el diagnóstico preciso: cáncer. Un feroz, invencible cangrejo prendido de
su columna vertebral. Soy Billy The Kid, ladrón de bancos -decía- y, como voy herido por la
espalda, sé dónde voy. Luis era médico porque había jurado no tolerar jamás ante sí el
sufrimiento. Y poeta exactamente por el mismo motivo. Con plumones Faber Castell (estuche de
20) escribía, en cuadernos Minerva de espiral, poemas simples y perfectos. Para no publicar.
Para dejar regados por cualquier parte. Para hacer hora. Para no sufrir.

Pero sufría. Ese dolor brutal en la espalda lo estaba matando. Y para calmarlo se automedicaba:
25 ampolletas de Sosegón, un poderoso sedante. 25 al día por vía intravenosa. Dosis
desmesurada, como su dolor. Nadie hubiera sido capaz de resistirla. Pero él lo hacía. Y para
tratar de pensar en otra cosa se ponía a hacer 60 planchas con palmada. Excelentes para los
bíceps y los pectorales. 60 planchas voladoras sobre las heladas losetas. Y, mientras tanto, no
muy lejos de allí, en la sobria elegancia de su consultorio, el destacado psicoanalista Max
Hernández atendía a una de sus habituales pacientes: Betty Adler, 32 años, una mujer guapísima
y divorciada que, de repente, lo estaba sorprendiendo con la siguiente pregunta:

- Dime, Max, ¿Luis Hernández es algo tuyo?

Claro que lo era. Era su hermano menor, el dolor de cabeza de sus padres, la oveja negra de la
familia. Se quedó atónito. ¿Dónde había oído Betty hablar de él? Había encontrado unos poemas
suyos publicados en el periódico: Habiendo robado lluvia de tu jardín/ y tocado tu cuerpo/ me
duermo/ No se culpe a nadie de mi sueño. La paciente Adler estaba completamente deslumbrada.
Tenía que conocerlo.

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La puerta blanca de la habitación número tal del piso tal de la afamada clínica San Borja se abrió
y Lucho Hernández, 35 años, apareció con sus enormes patillas de Lord Byron, sudoroso, con el
blanco saco del pijama abierto mostrando, con inocultable vanidad, el orgulloso producto de las
planchas voladoras. Era el verano de 1976 y, una vez más, la paciente Adler, completamente
deslumbrada estaba.

- Hola... -dijo él, preparando su sonrisa.

- Hola -dijo ella. Soy Betty. Tu hermano Max me pidió que te trajera este libro.

Se computaron en el acto. Ahora ella no logra acordarse del título de aquel libro de poesía
portuguesa que tan bien le sirviera como pretexto aquella vez. De lo que sí se acuerda, como si
fuera ayer, es de que Lucho había sido llevado allí para un tratamiento de cura de sueño. Porque
todo el mundo quería curarlo, pero nadie sabía muy bien de qué. Esa tarde se quedaron
muriéndose de la risa sin parar hasta que terminó la hora de visita. Era como si ambos hubieran
encontrado, en otro rostro, en otro cuerpo, al mismo ser al que habían venido amando desde
hacía muchas vidas atrás. No soñaban, las cosas soñaban a su paso. Lo mejor que me sucedió fue
haberte conocido -escribiría Lucho en ese entonces-, conocerte fue lo único que me sucedió.

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Malagua de fresa. Malagua de cherri. Malagua de limón. Una vez en la playa, Gran Jefe Un Lado
del Cielo, es decir, Mowgli, es decir, Shelley Álvarez, es decir, el Inspector, es decir, el Capitán
Dexter, es decir, Luis Hernández se aplicaba una andanada de helados Glacial, gaseosas
multicolores, pan con pollo, hartos mixtos y no pocos bates. Luego de lo cual ingresaba
bandereándose con su caminada de macetita de barrio al mar furibundo a correr 'estonazo'
centenares de olas sin tabla, estilo pechito. Y a nadar estilo kroll hasta lontananza, ida y vuelta,
sin parar. Acto seguido, cubierto por la blanca suavidad de una toalla blanca, escarchado de
arena brillante, dedicábase a la contemplación, a los acordes de Balakireff o de Rimsky
Korsakoff o de cualquier otro ruso que hubiere a la mano.

Azul y blanco, colores primarios. Agua y cielo. Como una exhalación, un muchacho vestido de
agua y cielo viene corriendo por entre los amarillos heladeros del malecón. Es Apolo. En una
palabra, eres Apolo y eso nadie te lo quita. Gran Jefe Un Lado del Cielo computa a una
velocidad de 700 verstas por segundo. Se pinta las guerreras líneas con helado Buen Humor. Allí
viene. "Es lo bueno de hacer 60 planchas al día" -dice para sus adentros. Betty regresa de
comprar cigarros y él le relata, entusiasta, lo acontecido:

"Betty, Betty, acabo de ver un marinerito... ¿qué dices?, ¿me voy con él?". Betty se ríe: "No,
Lucho, quédate conmigo". "Ya, bueno, me quedo contigo". Soy un hombre herido por la espalda.
Y voy hacia tu cercano corazón. Delta down, delta down. What's that flower you have on?

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Cuatro meses después de haber conocido a Betty, Luis se curó. Los dolores de espalda
desaparecieron como por encanto. Ella lo había estado inyectando puntualmente, todas las veces
que él, como médico, así lo indicaba. Pero le había jugado una trampita. En lugar del Sosegón, le
inyectaba un placebo, es decir, un engaña-muchachos: agua destilada. Cantidades industriales de
agua destilada. «¡Ahhh...!, ¡qué bien me siento!» -exclamaba él, vuelto a la vida. Ella siempre lo
supo. Lo supo desde la primera vez que lo vio. Luis no estaba enfermo. No tenía ningún cáncer.
Lo que sentía en la espalda no era un dolor físico. Era un dolor de espíritu que ningún analgésico
le iba a aliviar. Lo insufrible era el egoísmo. Y su hijito, el dolor. Porque todos querían que
Lucho fuera igual que todos. Porque todo el mundo quería curarlo y nadie sabía muy bien de
qué. Cuando se enteró de que lo habían hecho cholito, montó en cólera. "Fue la única vez que
nos peleamos" -recuerda Betty. Pero pronto comprendió que todo había sido en nombre de un
sueño: la coherencia. La soñada coherencia. Solo la emoción perdura. Solo la armonía quiebra.
Fueron días suaves y dulces como algodón de feria. Fueron los días en que el tiempo fue más
fácil.

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No he conocido jamás un adicto a la marihuana. Porque no existe la adicción a la marihuana.


Pero sí clínicas donde se trata la adicción a la marihuana. Ante notorio desconcierto de
enfermeras, una densa columna de humo apache se elevaba hacia el cielo desde cualquier cuarto
de cualquier clínica donde Lucho recibía la visita puntual de sus patitas de la calle 6 de agosto,
Jesús María. No hay nada qué hacer, estimado coleguita -le dijo un connotado médico a otro
médico connotado. Y otro médico connotado contestó que había una excelente clínica en
Argentina que estaba en toda moda entre los analistas. Que habían impuesto la técnica del
psicoanálisis con internamiento y que era una buena idea experimentar. Experimentar. Luis
Hernández se había paseado por los consultorios de media docena de psiquiatras y psicoanalistas.
Pero era demasiado brillante y todas las terapias se estrellaban con su endemoniada inteligencia.
Decidieron entonces enviarlo a la clínica García Badaraco, en Buenos Aires. El psicoanálisis
estaba a punto de experimentar el más atroz de sus fracasos.

Hoy el agüita salada no es de la mar/es de tanto sufrir/es de tanto llorar -escribió Betty, el 9 de
marzo de 1977, el día en que, contra todas sus lágrimas, Lucho partió a Buenos Aires a internarse
en la condenada clínica. La nostalgia pronto empezó a hacer estragos en sus corazones. Y Betty,
con los labios ámbar de la pena, organizó un remate con parrillada bailable y lo vendió todo para
embarcarse hacia el sur el mes de julio, apenas tres meses después de haberse despedido. En
Buenos Aires, resucita la alegría. Largos paseos por el bosque de Palermo, cafés con crema en
los cafetines del barrio de San Telmo, caminatas por la calle Florida, confundidos en medio de
aquel exceso de belleza. Pero, a fines de agosto, agotada la plata, Betty no tuvo más remedio que
volver.

Pero contigo vi los árboles, casas, bodegas y la pista, como tras una lluviecita. Yo te amo. Chau,
pues.

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El 4 de octubre de 1977, entre las pertenencias de Luis Hernández halladas por la policía
argentina en la habitación que ocupara en la Clínica García Badaraco, se encontró una carta que,
con letra inconfundible, dice:

Adiós, Betty. Me hubiera gustado tanto que fueras feliz. Pero mi felicidad está fuera de toda
esperanza. Hoy me voy a matar. Perdóname. Luis.

Antes de lanzarse a las vías del tren en la estación de Santos Lugares a los 36 años, Lucho
Hernández, el mismo médico que persuadía a sus pacientes terminales de que valía la pena
seguir, el mismo músico ensoñado que podía navegar noches íntegras a bordo de un gran piano,
el mismo niño irrepetiblemente tierno, lúcido, sencillo y solitario le pedía al amor, al único amor,
mil disculpas por lo abrupto de su ausencia. Dicen que soy un soñador que sueña/ y otros dicen
de mí/ Adiós/ me voy a otro lugar/ Y si la tristeza me alcanza/ Y si la tristeza me alcanza/ me
cubriré con el agua de la mar/ Y no he más de morir/ Y no he más.
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Solo para entendidos
De visión obligatoria.
Algunos filmes extraídos del ranking de obras de arte del poeta. El manuscrito -hoy en poder de
la Católica- incluye clásicos como La Naranja Mecánica, Me llaman Trinity y. la Biblia.
Tod in Venedig
Es el título en alemán de Muerte en Venecia (1970), película de Luchino Visconti basada en la
novela de Thomas Mann. Para el papel de Tadzio, el enigmático niño que obsesiona al personaje
de Gustav Von Aschenbach, (interpretado por Dirk Bogarde), Visconti eligió primero a Miguel
Bosé, que entonces tenía 13 años, pero su padre, el torero Dominguín, le prohibió participar.
Curiosamente, la banda sonora del filme incluye la tercera sinfonía de Gustav Mahler,
mencionada con el puesto 45 en este ranking personal.

Flowers for Algernon


Novela de ciencia ficción (1959) del norteamericano Daniel Keyes. Cuenta la historia de Charly
Gordon, un retrasado mental que se somete a un experimento científico que primero lo vuelve
'normal' y, luego, lo eleva hasta el nivel de genio para devolverlo después, trágicamente, a su
condición inicial. En el libro, Charly logra adquirir una inmensa erudición, escribe conciertos de
piano, lee vorazmente y domina cerca de veinte idiomas. Algernon es el nombre del ratón de
laboratorio al que Charly voluntariamente 'reemplazó', y el título alude al último deseo del
personaje: que lleven flores al lugar del jardín donde había enterrado al roedor. Basada en este
libro, la película Charly (1968) le valió el Oscar a Cliff Robertson como mejor actor. Bautizando
uno de sus poemarios aurorales como Charlie Melnick, Hernández podría haber honrado, al
mismo tiempo, al inadaptado personaje y a Maurice Maeterlinck, poeta simbolista y dramaturgo
belga, autor de El pájaro azul y Premio Nobel de Literatura en 1911. Melnick es, evidentemente,
un anagrama de Maeterlinck quien, además, es citado en el epígrafe de la obra.

Satyricón de Fellini
En 1969, el cineasta fetiche estrenó esta libérrima y barroca versión del Satiricón de Petronio en
la que Encolpio y Ascilto se disputan el amor de Gitón, un esclavo adolescente en la antigua
Roma. Tachada de repulsiva y depravada, la película desató una enorme controversia en su
tiempo. Muchos abandonaron las salas, escandalizados por sus imágenes. Hernández, en cambio,
la vio muchas veces.

El año pasado en Marienbad


Mítica cinta del director francés Alain Resnais (1961) cuya revolucionaria y desconcertante
estructura emplea fantásticas digresiones de tiempo y espacio para narrar -mediante sucesivos
flashbacks- la historia de un extraño, X, que intenta convencer a una mujer casada, A, de que
deje a su esposo, M, y se fugue con él. X le reclama que cumpla la promesa que le hizo el año
anterior, pero ella asegura no recordarla. Es el puesto número uno en el erudito ranking
hernandiano.

01/09/07: La poesía de Luis Hernández: Treinta años


después
Categoría: Ensayo
Publicado por: granadospj
Visto: 6079 veces

"Io sono nato a Lima, Perú, el 18 de diciembre de 1941. A los cinco años ingresé a un colegio
que no me acuerdo cómo se llamaba... después me voy a acordar porque siempre estuve en él.
Terminé a los quince años y estudié sicología, sí, estudié simultáneamente sicología y medicina,
pero en un tiempo que hubo una huelga me fui a Europa y estuve seis meses en el Instituto
Goethe y seis meses en la calle. En la calle pero con zapatos, o sea en la calle con plata. Terminé
medicina y trabajé un año en el consultorio 12 de siquiatría del Dos de Mayo... y me di cuenta
que la psique humana no es tan profunda, sino que es más o menos así... De ahí me dediqué a
médico de barrio”.

Estas declaraciones que Luis Hernández Camarero hiciera a Nicolás Yerovi y que figuran a
manera de colofón en su Obra poética completa (Lima: Punto y trama, 1983) creo nos brindan
una semblanza sucinta pero muy reveladora del poeta que voluntariamente se nos fuera en
Buenos Aires, el año 1977.

Tras darse a conocer con Orilla (1961), Charlie Melnick(1962) y Las Constelaciones (1965),
poemarios bien recibidos por todos e incluso galardonados, deja de publicar este último años
para, a partir de 1970, proponemos una práctica un tanto heterodoxa: regalar a los amigos
cuadernos con textos en bella caligrafía y muchas veces con dibujos en vivos colores, ajenos a
cualquier intento de edición. De este modo, su producción de los setenta -Voces íntimas, El
curvado universo, El sol lila, La playa inexistente, entre otros sugestivos títulos- no hubiera sido
posible conocerla sin la paciente y apasionada labor de algunos incondicionales como Ernesto
Mora, Nicolás Yerovi o Luis La Hoz. Asimismo, Vox horrísona (‘la voz cuyo sonido causa
horror’) fue el nombre de una colección de poemas que el mismo Luis Hernández planeara
publicar antes de su muerte. En realidad, diseñó incluso él mismo la carátula: sobre fondo blanco
a pie de página dicho título en letra cursiva negra, y al centro el dibujo -con círculos y palotes en
verde, rojo y amarillo- de un niño haciendo equilibrio sobre su patinete. Estas paradojas en la
cubierta revelan desde ya algunos ejes fundamentales en la poética de nuestro autor: el sentido
lúdico y la ternura.

Poesía cuyo coloquialismo está hermanado con una sapiencia retórica sutilísima que no da
cuenta sino del régimen solar -apolíneo- que gobierna a nuestro poeta. En opinión de Javier
Sologuren, la obra de Luis Hernández, en cuanto atenta a la forma, sería análoga a la de Jorge
Guillén: “En la tenaz búsqueda del sentido [...] Hernández, poeta, respondió desde esta condición
al reto de la forma. En medio de ese mar que borra y desagrega (la vida simplemente), ¿no existe
acaso, como Jorge Guillén lo vio y dijo, el salvavidas de la forma?” (“Luis Hernández: la
canción del arco iris”, en Obra poética completa, prólogo). Textos que tienen, además, de Borges
la contención, de Huidobro la inteligencia gozosa, y que siendo Luis Hernández poeta peruano
no tienen de Vallejo, sino más bien del refinamiento de Eguren, de la delicadeza de Oquendo de
Amat, algo de la factura -en esas páginas de Una impecable soledad- de La casa de cartón de
Martín Adán (prosa barroca, espejeante y sarcástica, pero sobre todo juvenil), mucho de la
economía de Eielson, y no poco de Emilio Adolfo Westphalen, otro riguroso soñador. Aunque
alguna vez admite que “al único que le permito hacerme llorar es a Vallejo en ‘di, mamá’”.

Luis Hernández se diferencia de su generación, sobre la que Julio Ortega afirma: “La poesía, por
vez primera, podía ser no sólo la emotividad sino también la forma inteligente de nuestra
desidencia”. (“Biografía de los sesentas: La poesía en el Perú”, el Iberomanía, Nº 34, 1991);
porque es en el locus amoenus donde se despliega lo más luminoso de su verbo y donde parecen
hallar contexto sus registros más intensos (Yerovi, op. cit., pag. 579). Es decir, no es la
autoconciencia de la tradición literaria típica de esta generación tan culta, ni el coloquialismo tan
homogéneamente extendido, ni el sentido crítico tan azuzado por la revolución cubana. Más allá
de todo eso, e integrándolo, Luis Hernández va mucho más lejos en su convicción y en su
confianza; abandonando aparentemente toda sensatez en conceptos de escándalo o por lo menos
de ingenuidad para cualquier época, el narrador de Una impecable soledad nos dice: “Que la
gente no es mueble/ Que la gente es inmortal/ Que la gente es igual// Y que la mendacidad, la
envidia, la terquedad, la traición, tienen tanta fuerza como nada, y no logran rozar la piel de una
persona”. Esta mezcla inusual de lucidez y candor no tiene paralelo entre sus coetáneos ya que,
como bien señala Julio Ortega en el mismo artículo, “su obra correspondía a una instancia de
marginalidad gozosa en un período mayoritariamente dominado por la racionalidad política”. Es
más, Luis Hernández resulta inimitable; en este sentido su poesía sería en el Perú como la de
Vallejo, valga la comparación, pero como un Vallejo de signo contrario: acorde con la tradición
egureneana apuntada más arriba (Carlos Oquendo de Amat, el Martín Adán juvenil, Emilio
Adolfo Wesphalen, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, etcétera); y esto porque renueva y
otorga contemporaneidad ilimitada -vía el humor- a una estética signada por el refinamiento, la
paradoja y el misterio de raigambre simbolista o existencial.

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