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Impedimentos y recusaciones a la luz del principio de imparcialidad

Por: Juan Diego Agudelo Molina

El Código de procedimiento penal (Ley 906 de 2004), en el Título I, Capítulo VII,

consagra los impedimentos y recusaciones que operan, según el artículo 63 del CPP, frente

a “los fiscales, agentes del Ministerio Público, miembros de los organismos que cumplan

funciones permanentes o transitorias de policía judicial, y empleados de los despachos

judiciales”. Estos impedimentos y recusaciones son un desarrollo del principio consagrado

en el artículo 5 del CPP de imparcialidad. Para comprender qué papel juega la

imparcialidad en el proceso jurisdiccional y por qué es necesario consagrar instrumentos

que la garanticen analizaremos una concepción clásica de Estado y la función del derecho

penal como instrumento de control estatal.

Una de las formas clásicas de concebir el Estado en la tradición contractualista,

siguiendo a Locke, es caracterizarlo como un tercero imparcial que dirime controversias de

sus miembros, es decir, concebirlo como un árbitro que no sólo establece pautas generales

de conducta, sino que resuelve los conflictos originados bien sea por la trasgresión de las

pautas o por la interpretación de las mismas. Los individuos en el estado de naturaleza solo

están gobernados por la ley natural, lo que implica que su libertad natural llega hasta donde

la fuerza del otro le permita ejercerla o hasta donde su razón le imponga límites. Al no

haber un poder común, las personas interpretan la ley natural de acuerdo a sus propias

concepciones, concepciones que naturalmente estarán parcializadas tratándose de un

conflicto donde él mismo es parte. Ante esta ausencia de poder común y ante la

circunstancia de que cada quien es juez de su propia causa surgen una infinidad de
conflictos que nunca van a tener solución a menos de que una parte imponga su razón por

la fuerza. Luego, para salir de este estado de naturaleza y evitar un eventual estado de

guerra de todos contra todos, es necesario erigir un poder común imparcial al que apelar

cuando surjan controversias. En el caso concreto colombiano, esta función propia del

Estado es desarrollada por los jueces, quienes encarnan la soberanía del Estado al momento

de solucionar controversias entre los ciudadanos. Para esto el Estado los dota de

jurisdicción y, en el caso concreto de un proceso determinado, le atribuye ciertos poderes

para llevar a cabo su función.

Luego de esta caracterización del Estado como árbitro, surge un problema

específicamente frente al derecho penal. El derecho penal puede concebirse como un

instrumento del Estado para castigar ciertas conductas que se consideran indeseables. Este

castigo tiene varias funciones, de las cuales podemos resaltar la rehabilitación del

delincuente para reinsertarlo a la vida civil como una persona de bien, la restauración a la

víctima, la persuasión que genera un castigo frente a potenciales delincuentes, la retribución

frente a un hecho dañoso, etc. Aunque se discute mucho cuál es el fin de la pena, las

descritas presentan un panorama general. Por lo anterior, el derecho penal como

instrumento punitivo es una herramienta necesaria del Estado para ejercer control social. La

dificultad de plantear una analogía entre el Estado y un árbitro surge cuando vemos que en

esta área del derecho, el Estado se erige como juez y parte, puesto que no sólo crea derecho

penal, sino que lo investiga, juzga y ejecuta. Esto podría hacer de la imparcialidad solo un

argumento retórico para legitimar lo que carece de contenido moral. Por esto, con las

nuevas legislaciones de tendencia acusatoria, el Estado divide funciones y separa la


actividad legislativa, la administrativa (que podríamos asociar con la Fiscalía para efectos

penales) y la judicial.

Resuelto el problema de la imparcialidad en el nivel institucional, pues una

institución crea leyes, otra juzga y otra diferente acusa, surge el problema de la calidad

moral de las personas naturales que cumplen las funciones para cada institución. Es aquí

donde toman relevancia los impedimentos y las recusaciones. Los impedimentos son los

obstáculos que el mismo funcionario plantea cuando siente que no le es posible decidir un

caso con argumentos jurídicos y atendiendo únicamente a la naturaleza del asunto, porque

sentimientos personales podrían hacer que valorase más la condición de una de las partes en

el proceso, dado el grado de vinculación pasional que podría tener hacia él. Por su parte, la

recusación es el obstáculo que plantean las mismas partes cuando hay alguna circunstancia

que pone en peligro el libre raciocinio del funcionario. En ambos casos peligra la condición

de imparcialidad del funcionario, tanto por que él mismo lo considera así como porque una

de las partes se lo reprocha, por lo que no podría conocer del caso concreto.

Un conflicto, y más aún un conflicto jurídico, se debe resolver imparcialmente,

acudiendo en su resolución a argumentos jurídicos y valorando únicamente el caso concreto

y no la afinidad con alguna de las partes. Esto es claro y goza de cierto nivel de aceptación

o de legitimidad moral. Sin embargo, en el ámbito de la eficacia material no resulta

aplicado. Ante esta divergencia entre el deber ser y el ser es necesario crear ciertas

instituciones jurídicas concretas, como los impedimentos y recusaciones, cuya vulneración

acarree sanciones, para garantizar así o al menos presionar mediante el temor al castigo,

que los funcionarios hagan del criterio moral de la imparcialidad un valor con entidad

ontológica.

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