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Esludios
Antoine Roullet
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partir de 1520, las cofradías penitenciales se difunden en la península hasta 1570 (Chris
tian, 1981: 186). Las tensiones escatológicas que sostienen estas procesiones penitencia
les se hacen más extremas en los años 1560 y 1580, dos momentos claves para la refor
ma carmelitana, de cuya historia proceden los ejemplos para este trabajo. Estas
tensiones alimentan las angustias de las religiosas e invitan a transferir los dolores del
pecado a la carne. Las penitencias violentas no son propias de las religiosas, pero tienen
más importancia en su búsqueda de santidad, en comparación con los hombres, ya que
las carreras sacerdotales y universitarias les están prohibidas. Por eso la piedad somática
de las mujeres, donde el dolor es el eje de la relación con Dios según un lugar común de
la antropología cristiana, bien conocida por la época tardomedieval (Camporesi, 1983;
Bynum, 1987; Albert, 1990), sigue siendo un modelo que justifica que insistamos sobre
los conventos femeninos.
Pero a diferencia de este dominio espiritual, en el cual no es preciso insistir, tratare
mos de estudiar un dominio social del cuerpo que remite a la facultad de algunas religiosas
no de controlar sus cuerpos, sino la imagen de sus cuerpos a ojos de sus congéneres. La
vida monástica implica una incesante hermenéutica de las otras, en la cual se destacan los
gestos y los cuerpos de cada una. Este control social del cuerpo no se alcanza simplemente
con el dominio del espíritu sobre la carne, respetando la regla y las constituciones y cum
pliendo sus anhelos de santidad. No se trata sencillamente de comportarse como una santa
para ser tenida por tal. El camino hasta el reconocimiento de una reputación de santidad
no es tan claro. Hay que mostrar el cuerpo y sus prácticas penitenciales acatando algunas
normas sociales de presentación del mismo que tendremos que subrayar. Entre cada tipo
de dominio corporal, el dominio espiritual y el dominio social, hay un desajuste en que
consta nuestro objeto de estudio.
No se puede entender este deslizamiento sin una reflexión mínima sobre las fuentes
históricas que describen las prácticas penitenciales en el ámbito conventual. En nuestro
caso, las más locuaces son las vidas manuscritas dejadas por las religiosas. La Biblioteca
Nacional de España y el archivo Silveriano de Burgos conservan muchas vidas de interés,
crónicas conventuales y relatos de fundación escritos por las carmelitas descalzas para
contribuir a la historia oficial de la Orden. Fueron escritas desde 1580 y con más frecuen
cia a partir del siglo xvn (Poutrin, 1995: 227-228). Algunas de ellas, cuyos manuscritos se
han perdido, fueron transcritas en el siglo xvn por los grandes historiadores y hagiógrafos
de la orden, entre los cuales se encuentran José de Jesús María, Francisco de Santa María
y Miguel Bautista de Lanuza. La descripción del cuerpo y de las penitencias es un paso
obligado de estas fuentes hagiográficas, sobre el cual los manuscritos femeninos insisten
más que las vidas publicadas por los superiores masculinos de la orden, en las cuales la
brutalidad de la penitencia, aunque muy presente, está como diluida, atenuada o mitigada
dentro de una red densa de metáforas, de referencias textuales o de precauciones retóricas.
A pesar de esto, todos estos textos dan prueba de una violencia tan increíble y heroica que
uno podría dudar, con mucha razón, de su existencia. Pero si la retórica hagiográfica se
respalda en figuras de una violencia hiperbólica y extraordinaria, para dar muestras de la
dimensión santa y divina de las penitencias conventuales, no hay que llevar la sospecha
demasiado lejos. Quedan pruebas materiales (disciplinas, cilicios, suelas de raya) de los
excesos de las religiosas y una abundancia de referencias en la literatura espiritual de la
época. Además, la hagiografía es un género de texto destinado no a demostrar sino a des
cubrir una santidad que es el punto de partida de la escritura, y esto significa que insistir
demasiado sobre las penitencias no es una necesidad tan absoluta. Cada tipo de comporta
miento puede estar presentado como una señal del favor divino hasta el más extraño, pero
también el más templado. Por poner un solo ejemplo, la crónica del convento de Arenas de
San Pedro recuerda de una de sus monjas, Ana de la Cruz, un intento de suicidio como una
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prueba de una tentación vencida.1 Lejos de falsificar realmente los hechos del pasado, los
textos hagiográficos, que siguen un método riguroso para establecer la verdad (Guillausse
au, 2006: 238-242), manipulan sus sentidos gracias a un trabajo hermenéutico. En cuanto
a la penitencia, la moderación o la violencia son ambas tenidas por santas, aunque son
contradictorias. En algunas vidas la moderación es una prueba de una piedad fría o hipó
crita, y en otras está glorificada como una señal de observancia y temperancia. Al revés,
las penitencias más extremas están condenadas por su desorden y sus peligros para la sa
lud y el alma, mientras en otras fuentes constituyen la marca de un celo ardiente. Esta re
versibilidad de la argumentación tiene mucha consecuencia en la vida conventual. Explica
el desfase entre el comportamiento dado de una religiosa -darse disciplinas de sangre por
ejemplo- y la opinión que las otras tienen de ella, que puede variar mucho. El dominio so
cial del cuerpo implica reducir y controlar esta distancia y esta variabilidad del sentido de
los gestos en la opinión de los otros. En este artículo, no pensamos estudiar este proceso
en todas sus complejas implicaciones, sino dibujar unas grandes líneas de análisis.
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más radicales, a pesar del discurso moderado oficial. Una carmelita ejemplar se inspira en
los eremitas del desierto (Poutrin, 1989; Lanuza, 1638: 31), es fértil en "invenciones"4
para castigar su cuerpo, encendida de una fe hirviente y llena de un celo atizado por el
odio a sí mismo. Las vidas elogian las que componían sus disciplinas con rosetas, ortigas,
puntas, alfileres5 y hasta pedazos de vidrio, abrojos de plata o ramales de alambre (Lanu
za, 1657: 13 y 105), que usaban cadenas de hierro (María de la Cruz, 1634: 26; Lanuza,
1638: 354), que llevaban contra sus cuerpos cilicios de cerdas6 o que se enfermaban por
sus excesos. Una monja de Valladolid, Teresa de Jesús, ofrece un ejemplo extremo de este
fervor penitencial:
era su celda una perfecta armería, en que no tenia instrumentos ociosos. Hallavanse en ella sogas,
cadenillas, rallos, cuerdas de cerdas con grandes nudos, argollas para la garganta, y cruz de hierro
para las espaldas; cordeles a manera de ramales, para disciplinarse, y barras de hierro para afligir la
cabera. Disciplinava la lengua con hortigas, y tenia pendientes de un hilo una sortija de hierro, que
llamava ella prisión de su lengua. Mascava agenzos, y traia de ordinario una piedra en la boca. No
se acostava en la tarima, ni apenas se pudo saber el tiempo que dormía (Lanuza, 1657: 165).
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das después de la muerte de esta ilustre monja, explican que "erra tanta la sangre que de
rramava que era menester limpiarla con caldevos de agua".10 Paradójicamente, la exigen
cia de limpieza y la obligación de ocultar las señales de la mortificación acabaron revelán
dola al resto de la comunidad. Además, cabe notar que el hecho de mostrar su penitencia
podía considerarse tanto positivamente como una búsqueda de humillación, ya que supo
nía que las monjas se desnudaran y se castigaran por sus faltas frente a las otras, o negati
vamente como una voluntad de distinción orgullosa. Elegir el buen comportamiento no era
tan fácil y el pecado de escrúpulo era una consecuencia lógica de esta situación inextrica
ble.
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de la priora y a la costumbre del convento. Estas licencias no tenían otros límites que la
discreción de la prelada y dejaban un largo espacio para dar rienda suelta a los caprichos
de las religiosas más entregadas a la penitencia.
Este sistema enfatizaba el cuerpo de la priora, ejemplo vivo que encarna el delicado
balance entre violencia y moderación permitido dentro de la comunidad. Sus proezas peni
tenciales eran una guía para las prácticas de todas y una solución dolorosa pero contun
dente para asentar su reputación. Convirtiéndose en un modelo para las demás, la priora
podía también negarles toda licencia y frustrarlas -por su juventud, su falta de experien
cia- en sus deseos de purificación, manteniendo entre ella y las otras la distancia necesaria
para establecer su propia superioridad en este dominio. El grado aceptable de penitencia se
podía negociar así, cotidianamente, en la vida comunitaria, halagando las prácticas de una
y refrenando a la otra, pidiendo más mortificaciones o castigando las más violentas, ajus
fando su propia fama dentro del convento con penas edificantes, licencias o suavizando el
rigor si era necesario. Toda posición de poder en el convento ayudaba a escenificar su pro
pia penitencia para dar ejemplo a las otras. A parte de las prioras, las maestras de novicias
entendían el provecho que podían sacar de esta situación.
Toda la literatura, desde la Instrucción de novicias de María de San José Salazar (Ma
ría de San José, 1978), como la de Ana de San Bartolomé (Ana de San Bartolomé, 1998),
dos figuras conocidas de la reforma carmelitana, igual que las normas editadas para las
monjas, insistían sobre la dulzura y la discreción de la buena maestra. No debía estar "in
clinada a caminos extraordinarios" (Ordinario, 1622: f. 78r). Las vidas y las crónicas
siempre aluden a esta prudencia necesaria, pero ponen énfasis en su mortificación corpo
ral. Brianda de San José Temiño (t 1586) pedía a sus novicias que reprodujeran sus peni
tencias "extraordinarias".13 En Toledo, la ya citada María de Jesús "so color del ejemplo
que auia de dar a las nuevas plantas iso excesos muy notables".14 En Malagón, se relata
que la maestra de novicias Isabel de Jesús (t 1597) pedía que "la llebasemos como jumen
to al refectorio".15 Juzgando las prácticas de cada una, la jerarquía interna del convento de
finía, poco a poco, una costumbre penitencial propia de la comunidad que daba el tono de
las penitencias lícitas en el convento. Cuando una iba demasiado lejos en la violencia o la
humillación, era reprehendida. En Cuerva, hacía final de los años 1620, la maestra de no
vicias Leonor María del Santísimo Sacramento (t 1626) cuyas disciplinas eran numerosas
y sangrientas (Francisco de Santa María, 1655: 163) siempre exhortaba sus novicias a
"todo lo que era mas rigor y mortificación" pero cuando pidió a una novicia que le pisase
la boca para que entendiese que no era una madre -un título reservado a la priora-, fue
castigada por la prelada.16
Si el tono penitencial indicado por las reprehensiones y el ejemplo de la priora podía
llevar a condenar los comportamientos demasiado excesivos, parece que la mayoría de las
veces contribuía a consolidar el poder de las superiores. También daban oportunidades
para presentar a todas un indicio de sus penitencias personales y secretas, ya que la míni
ma señal de mortificación permitía especular sobre lo que quedaba escondido. La violen
cia de las penitencias en los textos hagiográficos era un reflejo de las fantasías de cada
una, imaginando los excesos de sus vecinas a partir del poco que había visto. Esta amplifi
cación del dolor halaga la comunidad entera, discreta pero mortificada, y alegre de pensar
que cada una esconde penitencias mucho más rigurosas que lo que se puede ver. Cierta
mente, todas no llegaban a ser tenidas por santas y penitentes en esta construcción progre
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siva de la reputación. Todas no eran iguales en esta devota emulación. Para convencer, la
experiencia y la reputación anterior, a veces hechas antes de entrar en el convento, cuentan
mucho. Detrás de estas formas de publicitación del cuerpo lastimado, encontramos a fuer
zas sociales de mayor calibre: la edad de las religiosas y su antigüedad dentro del conven
to, su extracción social y su estatus en la comunidad alteran lo que se espera de cada una.
Apartando el caso de las conversas, si comparamos los dos extremos, es decir una joven
novicia que descubre la vida regular y una antigua madre, que ya ha sido priora varias ve
ces en su larga carrera, hay que reconocer que dichas conminaciones contradictorias no
tienen el mismo peso en la vida de cada una.
El tópico muy clásico de la melancolía de la novicia tiene mucho que ver con el rigor
implacable de estas reglas muy precisas, cuyas contradicciones son difíciles de entender y
frente a la cuales la novicia que carece de experiencia se queda tanto más desamparada
cuanto que las otras religiosas dudan de su vocación. Ya que se supone que su joven cuer
po podría soportar azotes muy rigurosos, sus mortificaciones siempre son consideradas in
suficientes o demasiado violentas y desatinadas si intenta realmente seguir el ritmo de sus
superioras. Elegir el buen momento, saber dosificar lo que se puede hacer y lo que se pue
de mostrar supone un hábito y una experiencia de la vida comunitaria y de las prácticas
penitenciales que todas las monjas no podían tener desde el principio. Al contrario, el cré
dito del que disfrutaba una madre más anciana, cuya reputación estaba reconocida, le per
mitía aliviar sus penas y recoger tantos más elogios cuanto que se presumía que su cuerpo
había envejecido.
Igualmente, la condición social de la religiosa podía jugar en su favor. La supuesta
superioridad de la nobleza, un tópico de la época, ayudaba a las aristócratas a ganar el res
peto de las monjas más humildes. Si Leonor María de Sacramento tuvo que reprehender a
una de sus novicias que la había llamado impropiamente Madre, como explicábamos an
tes, es porque era la hija del primer conde de los Arcos, don Pedro Laso de la Vega
(f 1637) y porque el convento de Cuerva había sido fundado por su abuela, Aldonza Niño
de Guevara. Por eso este signo de respecto enfatizaba el origen mundano inevitable de su
fama. En principio, estas señales de respeto hacia la jerarquía social no siempre fueron
bienvenidas en el Carmen descalzo (Bilinkoff 1993: 130-132). Pero a partir de los años
1580, el recelo conocido de Teresa de Jesús y de sus primeras compañeras contra la aristo
cracia y la visibilidad del honor mundano dentro del convento, empezó a templarse a me
dida que la orden tenía que respaldar sus fundaciones sobre la nobleza, porque las limos
nas cayeron a partir de 1575 y había que fundar conventos con rentas, a causa de la crisis
económica (Álvarez Vázquez, 2000: 177-206).
En el siglo xvn el poder natural de la aristocracia se convirtió en una presunción de
santidad, a poco que se repetía un estándar mínimo de la vida conventual y devota. Bajo la
pluma de los hagiógrafos, la delicadeza natural del cuerpo de la aristócrata, que comparte
con Cristo -el cuerpo más delicado que jamás existió en la historia- cambiaba la más lige
ra pena en prueba de santidad. Para las religiosas nobles cada penitencia era más difícil y
le valía más alabanzas. De la misma manera, la humildad no era realmente un estado sino
una trayectoria, y la reputación que podía asegurarse una noble monja por la mínima prue
ba de humillación estaba hecha a medida del honor que tenía al principio. La fama de Lui
sa de San José Rengifo (f 1638) en el convento de Granada se asentó notablemente sobre
sus brazos lastimados por sus cilicios, ofrecidos por incidencia a la vista de algunas com
pañeras cuando arregazaba sus mangas para fregar el suelo.17 Para esta monja, prima del
Marqués de Compostelar, el simple hecho de participar en esta tarea de criada, probable
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mente con la ayuda de las conversas del convento, ya era una manera de destacarse y de
maltratar su delicado cuerpo. Ciertamente, el desvelo de sus escondidos cilicios alimentó
su leyenda, pero cada religiosa debía también convencer al resto de la comunidad que sus
visibles excesos, aunque bien escondidos, no eran una señal de desorden. El cuerpo era un
instrumento de poder de doble filo, ya que la violencia penitencial era una prueba de santi
dad y un signo de humillación que podía pasar por una práctica excesiva, vana y desorde
nada o abrir el camino para establecer y consolidar su reputación dentro del convento, si
se mostraba correctamente. Pero los desafíos penitenciales no eran los mismos para todas.
Este sistema condujo lógicamente a notables excesos por parte de las preladas y de
las que intentaban seguirlas, cuya moderación se hacía por el juego de consejos y amones
taciones que las religiosas más carismáticas de la reforma podían intercambiar por cartas,
desde los otros conventos. Un solo ejemplo es suficiente para dar el tono de estas exube
rancias penitenciales que exigieron que una interviniera desde fuera de la comunidad. Se
trata de Isabel de Santo Domingo, una de las primeras profesas de la aventura teresiana
quien fue priora del convento de Pastrana en los años 1570. Esta ilustre priora, una de las
primeras compañeras de Teresa de Jesús, solía ordenar a sus monjas que la atasen a una
columna para disciplinarla en memoria de la Pasión. Se quedaba bañada de sangre, el ros
tro lastimado por los azotes. Teresa de Jesús hubo de refrenarla porque asustaba a las otras
monjas (Lanuza, 1638: 354). El caso es muy revelador del dominio que Isabel pudo ejerci
tar sobre las otras gracias a sus penitencias. No es el único ejemplo, ya que en Valladolid,
Catalina Evangelista, había pedido a las monjas que la atasen a una columna para castigar
la (Lanzua, 1657: 178r). En Medina del Campo, la priora Alberta Bautista era también tan
indiscreta en sus excesos que fue necesario moderarla (Francisco de Santa María, 1655:
61). A pesar de esta regulación mínima del fervor de las religiosas, está claro que las cos
tumbres penitenciales, en estos primeros tiempos, varían mucho de un convento a otro
porque dependían de la práctica de las prioras. En Medina del Campo, las religiosas toma
ban disciplinas dos veces al día y en Malagón componían sus instrumentos de penitencia
con puntas y ortigas (Francisco de Santa María, 1655: 227, 245). En 1576 una carta de Te
resa de Jesús se quejaba de que las monjas de este mismo convento tenían el hábito de pin
charse e intercambiar bofetadas (Cta. 148, 11). Hasta los años 1580 por lo menos, parece
claro que las prácticas de las religiosas superan el discurso moderado de la reformadora,
gracias al poder de las prioras.
El disciplinamiento de la disciplina
A principios de los años 1590, bajo la dirección del primer provincial de los carmeli
tas descalzos, Nicolás Doria, los superiores masculinos empezaron a contener este violen
to entusiasmo, un aspecto poco conocido del conflicto entre las monjas y los primeros car
melitas descalzos (Weber, 2000) que pesó tanto en la hagiografía de algunas figuras de la
reforma carmelitana (Morujáo, 2003). El provincial y después primer general de la orden
del Carmen descalzo impuso a unas prioras recalcitrantes unos cambios en las constitucio
nes teresianas (Smet, 1990; Sierra, 1990 y 1993). El foco del litigio fue la reducción del
poder de las prioras. Antes de los años 1590, podían ser reelectas y sugerir con las monjas
el confesor del convento, dos prerrogativas descartadas por Doria. Después de 1592, los
conventos ya no fueron regidos por la sola figura de la priora puesto que estaba bajo el
control de los provinciales. Esta sumisión de la rama femenina de la orden es muy lógica
si consideramos las tendencias dibujadas por el concilio tridentino (Soriano Triguero,
2006) y tiene muchas consecuencias en el campo de la penitencia, ya que las preladas con
trolaban el juego social que permitía establecer un exceso penitencial tolerable 11para toda la
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comunidad. La austeridad doriana supone un regreso hacia una penitencia más arreglada
que las proezas de las primeras carmelitas. Doria quería reglamentar la violencia pero nun
ca fue un defensor de una vida regular más dulce. Al contrario, bajo su generalato se ini
ciaron las fundaciones de desiertos para los hombres. Representa en esta época la tenden
cia más eremítica y ascética de la orden frente a Jerónimo Gracián de la Madre de Dios,
último confesor de la madre Teresa y abogado de una penitencia realmente moderada e in
teriorizada. Para Doria, en las penitencias de las monjas faltaba disciplina. Eran demasiado
violentas para mujeres flacas y sobre todo demasiado extravagantes. Por eso, la austeridad
pedía que alguien disciplinara estas prácticas. Aunque las preladas conservaron el derecho
de dar licencia para hacer penitencias extraordinarias, las más mortificantes fueron reduci
das a la obediencia y las disciplinas de sangre o las suelas de raya fueron prohibidas por
Alonso de Jesús María,18 partidario de la línea doriana, que fue general o provincial del
Carmen en los primeros veinticinco años del siglo xvn. Estas reformas redujeron el mar
gen de interpretación de las religiosas para ir más allá de las disciplinas previstas por las
constituciones, aunque las crónicas no dan la fecha exacta de estas restricciones.
Es fácil imaginar que esta nueva política penitencial no fue siempre del gusto de las
religiosas y que la regulación de la disciplina acabó con el modelo penitencial tan alabado
en las vidas de las monjas. Como ya hemos señalado, las vidas de carmelitas fueron prin
cipalmente escritas en la época de Doria, a partir de los años 1590. Escenifican la superio
ridad de la observancia sobre cualquier otra virtud monástica, incluso el celo penitencial.
La buena religiosa es obediente,19 observante,20 y puntual,21 templada,22 sigue las constitu
ciones "muy a la letra",23 lo que podía suponer una cierta restricción de la penitencia, dado
el nuevo discurso oficial. Pero en la memoria conventual está claro que el modelo de san
tidad valorado sigue siendo el más sangriento. No hay que extrañarse de esta situación
puesto que no contradice realmente la reforma de Doria. Llevada en nombre de la austeri
dad, esta reforma podía ensalzar la violencia penitencial si era sometida a la obediencia.
Retóricamente, la hagiografía puede defender a la vez una obediencia ciega y observantísi
ma y las invenciones penitenciales más improbables, y los ejemplos que hemos estudiado
hasta ahora están sacados de las vidas escritas en el siglo xvn. La prosa de las monjas pre
senta la obligación de moderarse como una frustración penitencial y alega la ignorancia
para explicar los comportamientos más extremos, reasumiendo un tópico de la bien cono
cida retórica de la feminidad (Weber, 1990; Mújica, 2004). En la vida de Juliana de la Ma
dre de Dios, quien fue priora del convento de Sevilla a principios del siglo xvn leemos lo
siguiente:
xamas hallaban en ella que rreprehender antes la moderaban en aquellos primeros herbores que te
nia de hacer penitencia quitándoles los instrumentos que tenia para castigar su carne como si ya lo
hubiera merezido con desorden y conocidos mas ella cudiciosa destas espirituales grangerias busca
ba sogas de esparto con que ceñirse y hacia diziplinas de orillos con muchos alfileres rretorcidos no
creiendo que faltaba en esto a la obediencia.24
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Felipe Gil de Mena
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sas, "horas enteras de disciplinas muy sangrientas" y "corría la sangre por el suelo en
abundancia" (Lanuza, 1659: 30) pero afirma, en una carta de 1622 a su provincial, que
pensaba que sus penitencias eran lícitas a causa de la enormidad de sus pecados. La priora
interrogada por Lanuza en su investigación confirmó que los superiores de la orden nunca
hubieran podido aceptar sus mortificaciones si las hubieran descubierto. Este ejemplo nos
recuerda que las violencias más edificantes pudieron perdurar dentro de los conventos con
el consentimiento de la comunidad y contra las normas de los provinciales. Glorificadas
porque eran excesivas y porque eran más excepcionales que durante los años 1570-1590,
estas religiosas son la señal ambigua del éxito y del fracaso de la reforma de Doria. Pero
resulta claro que era mejor ser reprendida por su falta de obediencia que dar muestras de
una piedad demasiado fría. Además el castigo público impuesto a las monjas rebeldes a la
obediencia era una buena oportunidad para penitenciarse frente a la comunidad, lo que
significa que las conductas más violentas, aunque condenadas por la orden, continuaron
siendo un buen recurso para suscitar y mantener la admiración de las otras. El efecto es
pantoso de las penitencias más extremas, sobre todo sobre las más jóvenes, es uno de los
fundamentos de la reputación de las ancianas, sobre todo a partir del siglo xvii, cuando las
penitencias más extremas están prohibidas. Esto significa que la memoria de la comunidad
y la escritura del cuerpo, después de los años 1590, es progresivamente una garantía para
la reputación de las más antiguas, porque defiende las penitencias de la época de las fun
daciones mientras los superiores impiden ahora que las nuevas monjas hagan lo mismo, ya
que la mortificación era más controlada. Ciertas crónicas describen esta época de libertad
penitencial como un paraíso perdido pero espantoso. Una crónica toledana expresa su ad
miración por el celo de los primeros conventos:
De la penitencia que a sido en sus principios [...] dice que tomavan disciplinas de sangre cada dia
vestidas de cardas y de cerdas y llenas de cilicios [...] porque el amor que aser lo las movia no se sa
tisfacía sin ynvenciones solo se trataba de cuidar como maltratar su cuerpo.25
Del mismo modo, la crónica de los manuscritos catalanes observa que las penitencias
eran "muy frecuentes" en los primeros tiempos y que tuvieron que vaciar la caja que conser
vaba las disciplinas con rosetas.26 En el siglo xvii, las penitencias heroicas siguen siendo una
buena solución para edificar la comunidad, pero el juego se ha vuelto más complicado.
El cuerpo bien presentado a las otras, sea en la vida cotidiana o dentro del texto ha
giográfico, llega a ser un instrumento de poder. No obstante, esta argumentación no signi
fica que hay que imaginar a todas las monjas como cínicas estrategas que conscientemente
aprovechan las ambigüedades de las normas en vigor para engañar al resto de la comuni
dad por su propia gloria. Lo que puede pasar por una maniobra orgullosa y sin escrúpulo
siempre se puede justificar por motivos religiosos y sinceros. En este terreno, hay que ha
cer hincapié en los límites del trabajo de investigación, que puede describir diferentes con
ductas pero que no puede aclarar sus motivos profundos.
Bibliografía y fuentes
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