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Nombre y Apellido: Juan Pablo Torres

Eje Nº 2: Política, Espacialidad y Comunidad: Configuraciones Identitarias y Subjetivas.

La Teoría de la Hegemonía y el lugar de lo periférico

El siguiente ejercicio tiene que ver con la inquietud general de observar la capacidad
que tiene la Teoría de la Hegemonía para dar cuenta en el análisis de casos empíricos de
aquellas demandas que en un contexto de significación hegemonizado por un discurso
dominante y uno claramente contrahegemónico, quedan por momentos articuladas de
manera periférica o directamente excluidas tanto de una como de la otra cadena equivalencial
que monopolizan en ese período todo el espacio político.
Para ello propongo dos apartados. En el primero, presento brevemente el argumento
teórico de un artículo de Sebastián Barros titulado “Dislocación y política. Un estudio de caso”.
En él, el autor nos ofrece una lectura interesante sobre ciertas herramientas conceptuales para
comprender situaciones como las que indicamos más arriba. Y en el segundo apartado, a modo
de ejemplo, intentaré presentar el caso del Movimiento Campesino durante el conflicto en
nuestro país entre el sector agropecuario y el gobierno nacional. Allí, intentare analizar el
modo como pueden ser utilizados los recursos que Barros nos propone en su sugerente
trabajo.

I.
Si una relación hegemónica puede ser definida como aquella práctica articulatoria por
medio de la cual una demanda particular se convierte en superficie de inscripción de otras
demandas sociales y pasa a representar ese “algo más”, ese “plus” de significación que fija
parcialmente el sentido de lo social, la definición misma de hegemonía presupone la
aceptación de una doble característica de la demanda y muestra al menos dos cosas.
Tal como señala Barros, toda demanda emerge de una dislocación, es decir, de una
falla de las estructuras de sentido que hasta ese momento venían dándole forma a lo social.
Frente a esa falla estructural, surgirá una multiplicidad de demandas que intentarán reordenar
eso que ahora se presenta como caótico y sin sentido. “Cada una de estas demandas tendrá un
contenido particular en la forma de una solución posible para la dislocación. Al mismo tiempo,
este contenido particular, dada su potencialidad como solución a la crisis, llevará consigo una
promesa de plenitud. Plenitud que aparece como universal. De aquí la doble caracterización de
una demanda. Por un lado, se presenta como un contenido particular frente a la dislocación
específica. Por el otro, y al mismo tiempo, se presenta como la opción de superación de todo
obstáculo” (Barros: p. 3). Por lo tanto, podríamos decir que esta tensión entre universal y
particular, constitutiva de toda demanda, es la que posibilita en último término una relación
hegemónica.
Pero también muestra dos cosas más: “una, que la relación de articulación no es una
relación de simetría ya que habrá elementos que estarán subordinados a la relación
hegemónica, y otra, que la transformación de una demanda en el elemento articulatorio
implica una lucha política” (Barros: p. 2).
Este punto es importante porque posa la mirada sobre la relación entre “articulador” y
“articulado”, dedicando su atención al lugar de lo articulado o periférico. En esa inversión de la
mirada reside la novedad del trabajo de Barros. Desde ella nos muestra cómo dentro de esa
jerarquía que supone una cadena de equivalencias, las demandas que no logran hegemonizar
la dislocación y quedan relegadas a un espacio periférico o secundario, siguen otra lógica que
aquellas demandas que sí llegan a organizar y dirigir el sentido de la cadena. Y ello, por tres
motivos:

• “Primero, porque la emergencia de una determinada demanda que sea articulada por
otra puede que ya no venga asociada a la irrupción de una dislocación ‘original’”
(Barros: p. 3). De acuerdo al planteo de Barros, la emergencia de una demanda puede
estar asociada y argumentada en referencia a una dislocación orgánica. Si sucede esto,
podríamos deducir que esa demanda tiene mayor capacidad hegemónica, aún cuando
ello dependiera finalmente de un proceso contingente. Pero también podría ocurrir
que una demanda surgiera asociada a dislocaciones “parciales” o no orgánicas, lo que
reduciría ampliamente su vocación hegemónica exponiéndola a una contaminación del
discurso dominante.
• “Segundo, esto daría lugar a la posibilidad de pensar una demanda en la que su
contenido particular sea mucho más fuerte que su potencial universalidad” (Barros: p.
3). El peligro de que la contaminación por parte del discurso articulador sobre la
demanda que se encuentra subordinada en la cadena equivalencial llegue a ser tal que
esa demanda sea completamente absorbida y desaparezca, refuerza esta tendencia a
la particularidad y rezaga cada vez más su capacidad de representación y
universalización.
• “Tercero, el cambio que sufre una demanda al entrar en una relación hegemónica no
será el mismo en el caso de los elementos articulador y articulado. El elemento
subordinado de la relación “irá detrás” de, y funcionará de manera reactiva en relación
a, las posiciones de la demanda articuladora” (Barros: p. 4).
Dentro del esquema que propone Barros, parecieran ser central dos cosas: primero, la
distinción que realiza entre dislocación “original u orgánica” y dislocación “parcial o
coyuntural”; y segundo, la relación que establece entre estos tipos de dislocaciones, la
emergencia y argumentación de la demanda y su consecuente capacidad hegemónica. En
relación al primer punto, Barros no discute en el artículo esta distinción. Sin embargo, en una
nota al pie de página nos indica que la misma estaría relacionada con las nociones gramscianas
de crisis orgánica y crisis coyuntural. Por lo tanto, podríamos deducir que una dislocación
“originaria” se diferencia de una dislocación “parcial” en cuanto aquella permite el cambio de
una hegemonía por otra. En este sentido, invocaría un momento de ruptura y cambio
cualitativo, mientras una dislocación “parcial” sólo habilitaría una situación de reordenamiento
de una hegemonía amenazada o debilitada. Ahora bien, desconociendo si Barros ha trabajado
en mayor profundidad esta distinción, en qué dirección lo ha hecho si ha emprendido ese
camino y a qué conclusiones llegó, podríamos hacernos algunas preguntas al respecto.
¿Podemos distinguir en el plano conceptual algunas características propias de una y
otra situación que nos ayude a identificarlas en el análisis empírico? ¿En base a qué criterio
podríamos caracterizar a una y a otra? ¿Sería adecuado establecer entre una y otra una
diferencia de grado? Y de hacerlo, ¿en base a qué medida? ¿O deberíamos pensar en una
diferencia radical e insalvable entre ambas? ¿Podría, entonces, una demanda que emergiera
de una dislocación “parcial” convertirse en algún momento en una demanda que provocara
una dislocación completa de sentido? Si la respuesta fuera negativa, ¿no estaríamos arribando
a una nueva forma de determinismo de lo social, o al menos, reduciendo el margen de
contingencia de lo político?
Careciendo de sus respuestas, dejo abierto estos interrogantes a este espacio de
discusión y debate. Y paso entonces al segundo y último apartado del trabajo, donde intentaré
por medio de un ejemplo aplicar algunas de estas herramientas propuestas por Barros.

II.
Entre marzo y julio de 2008 el país se vio conmocionado por lo que se conoció
popularmente como el conflicto entre el “campo” y el gobierno nacional. Esta forma de
nominar el conflicto no es arbitraria pero tampoco ingenua. Por un lado, identifica los dos
polos que se enfrentaron y que durante esos meses hegemonizaron todo el espacio político
nacional. Pero por el otro, dicho de esta forma, pareciera ser que uno de esos dos polos, el del
“campo”, representara una unidad homogénea de intereses y actores. Y sin embargo, la
realidad del campo argentino nos desmiente categóricamente esta imagen.
Tal como señalan Giarracca, Teubal y Plamisano (2008), nuestro campo está
compuesto de una heterogénea variedad de intereses y actores que, al menos, deberíamos
distinguir en dos campos: por un lado, el que ella denomina el campo del “agronegocio o la
agroindustria”, compuesto por las multinacionales (cerealeras, semilleras y aceiteras), los
“pools” de siembra y los grandes productores sojeros. Y por el otro, aquel campo compuesto
por pequeños y medianos productores, por las unidades de producción familiar y por los
campesinos (dentro de los cuales también quedarían representados las comunidades
originarias, aunque puntualizando algunas pequeñas diferencias). Y si algo debiéramos advertir
al respecto, es que durante el conflicto, parte de este campo, de este “otro” campo, no se
hallaba representado ni articulado bajo la nueva configuración de sentido que adquirió este
significante. Es el caso del Movimiento Campesino.
Las preguntas que me gustaría hacerme entonces acá son: ¿Por qué el Movimiento
Campesino no logró disputarle hegemónicamente a las corporaciones agropecuarias el sentido
del significante “campo”? ¿Por qué cuando el Movimiento Campesino logró articularse a la
cadena de equivalencia del gobierno o de las corporaciones agropecuarias lo hizo de manera
periférica, es decir, ocupando el lugar del articulado y no del articulador? Y la respuesta que
me gustaría defender es que ello sucedió así dado que el Movimiento Campesino no supo o no
pudo reorientar el sentido de sus demandas (tenencia de la tierra, cuidado de los recursos
naturales del campo y soberanía alimentaria) en relación a la forma como el Kirchnerismo
resignificó la dislocación “original” de fines del 2001, mientras las corporaciones agropecuarias
si pudieron hacerlo.
El argumento parte de atribuirle el carácter de una dislocación “original” a los
acontecimientos de diciembre de 2001, en el sentido de que habilitaron la posibilidad para que
el kirchnerismo construyera un nuevo discurso hegemónico sobre la base de un estilo propio
de actuación política que combina los principios de orden y conflicto, o si se quiere, de
institucionalización y ruptura (Cremonte, 2007). De acuerdo a Juan Pablo Cremonte, por un
lado, Néstor Kirchner escogió una estrategia “conflictivista” en su relación con los demás. Y por
otro, apostó fuertemente a una dimensión de institucionalización representada por el rol
protagónico que le dio al Estado en la construcción del “nuevo orden”. De esta manera, ambos
caminos produjeron un efecto de ruptura con el pasado delegativo del menemismo y la
dubitación de De La Rúa.
Y nosotros podríamos agregar una dimensión más sobre la cual se construyó la nueva
hegemonía kirchnerista: la noción de un modelo económico fundado en la idea de
productividad (agropecuaria e industrial), en la defensa del mercado interno, del consumo y
del trabajo. En posición a un modelo económico de tipo especulativo y financiero, desregulado
y orientado al mercado internacional, defendido tanto por el menemismo como por la alianza.
Resumiendo, podríamos afirmar que apelando a estos tres recursos (una estrategia
conflictivista en su relación con los otros; un Estado activo, decisionista e interventor; y un
modelo económico fundado en la idea de productividad) el kirchnerismo logró darle un nuevo
sentido a la sociedad argentina luego de la dislocación “original” del 2001.
Luego de que el gobierno nacional anunciara el 12 de marzo de 2008 un nuevo
esquema de retenciones móviles para la soja, el trigo, el girasol y el maíz, las cuatro
corporaciones agropecuarias más importantes del sector emitirían un comunicado conjunto
rechazando enérgicamente la medida. Su posición era justificada en términos de la
inconstitucionalidad de la medida y el carácter confiscatorio de la misma. Se apelaba entonces
a un discurso de corte económico por un lado, y a uno de sentido legal por el otro. Sin
embargo, rápidamente la demanda de “no retenciones” comenzó a ser significada por parte de
las corporaciones agropecuarias en relación a dos de los tres pilares con que el Kirchnerismo
había logrado darle forma a la sutura de la dislocación “original”. De esta manera, comenzó a
asociarse a la idea de un Estado que era excesivamente interventor, arbitrario, abusivo e
ineficaz. Y paralelamente a la construcción de esa metáfora que atacaba directamente el rol
protagónico que había tenido el Estado en la formación del “nuevo orden”, comenzó a
cuestionarse la defensa de las retenciones móviles como una acción caprichosa, irracional y
enfermiza de unos pocos personajes macabros, malvados, atravesados por el mal y el
conflicto, que lo único que deseaban era dividir la sociedad y exterminar al “campo”. Así, la
estrategia de las corporaciones agrarias pudo redireccionar exitosamente la demanda de “no
retenciones” a la forma en que aquella dislocación “original” había sido parcialmente suturada.
Entendemos que esto es lo que, por un lado, permitió que el sentido del significante “campo”
pudiera ser resignificado y hegemonizado por las corporaciones agropecuarias, y por el otro, se
convirtiera en el punto nodal que articuló una gama de demandas que iban desde el respeto a
las instituciones públicas hasta el reproche de una forma individual de ser, de hablar y de
gesticular.
El caso opuesto a ello lo constituye el Movimiento Campesino. En ningún momento del
conflicto este movimiento pudo resignificar sus demandas en torno al modo como se había
reconstituido hegemónicamente el sentido de lo social luego del 2001. Las demandas por la
tenencia de la tierra, la defensa de los recursos naturales del campo y la soberanía alimentaria,
que lo identifican al movimiento casi desde su origen mismo, contienen un fuerte residuo
ecologista o medio ambientalista cuyo punto nodal lo constituye el significante “vida”. Las tres
demandas que puntualizamos en este caso guardan una estrecha relación con este
significante. La tenencia de la tierra no sólo se refiere exclusivamente a un discurso legal y a un
derecho de posesión o propiedad. Se refiere a un derecho que establece una relación
particular con el uso de esa tierra, entendida esta no sólo en su carácter económico,
especulativo o productivo, sino relacionada con un fuerte componente cultural, identitario.
Podríamos decir con la defensa, la generación y reproducción de un “estilo de vida” particular.
Un estilo de vida que guarda una conexión especial con los recursos que esa tierra provee. Que
implica una visión diferente sobre los montes, los árboles y los animales. Que se opone a la
contaminación química (herbicidas, pesticidas, plaguicidas, etc.) de los suelos y sus bondades,
previendo no solamente su supervivencia en esas parcelas sino también los recursos que la
humanidad le hereda a las futuras generaciones para que puedan satisfacer sus necesidades
más elementales (alimentación, agua, etc.).
Este contenido ecológico que atraviesa todas sus demandas es lo que ha a nuestro
entender opone y ha excluido a este Movimiento de la cadena de equivalencia
contrahegemónica construida por las corporaciones agropecuarias en torno del significante
“campo”. Y al mismo tiempo, es lo que ha hecho que este Movimiento se articulara en el
discurso gubernamental de forma periférica.
Creemos que una de las posibles razones que explican esto es que el discurso
hegemónico del gobierno durante todo el conflicto nunca puso en dudas la idea de
productividad del modelo económico. Más allá de la retórica ocasional y oportunista sobre la
soja y sus consecuencias, el esquema de retenciones móviles nunca busco modificar su
expansión ni criticar la evolución y características del modelo agropecuario imperante.
Claramente la nueva medida buscaba un efecto fiscalista. En este sentido, podría interpretarse
los momentos de mayor participación y visibilidad del Movimiento en la arena pública como
resultado de ese “coqueteo” por parte del gobierno sobre los efectos negativos de la sojización
y el daño infringido al medio ambiente. Pero al no ser éste un tema central dentro de la
cadena equivalencial del gobierno, la participación del Movimiento se vio rezagada al lugar de
lo articulado y debió ir “detrás de” y al ritmo que los vaivenes retóricos del kirchnerismo fue
proponiendo.

BIBLIOGRAFIA
Barros, S.: “Dislocación y Política. Un estudio de caso” (…..).
Cremonte, J.P.: “El estilo de actuación pública de Néstor Kirchner”, en Rinesi, E., Nardacchione,
G. y Vommaro, G. (Edit.), Los lentes de Víctor Hugo. Transformaciones políticas y desafíos
teóricos en la Argentina reciente, Buenos Aires, Prometeo, 2007.
Giarracca, N., Teubal, M. y Palmisano, T.: “Paro agrario: crónica de un conflicto alargado”, en
Realidad Económica Nº 237, 1º de julio/15 de agosto de 2008, p. 33-54.

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