La vida humana es limitada. Lo sabemos de sobra y lo experimentamos a cada
paso. Somos criaturas y esta es una de nuestras características esenciales: ser limitados. Muchas y muy diversas son las limitaciones de nuestra vida humana, pero ahora nos interesan dos muy concretas, porque son las que nos tocan más directamente, en este momento particular: la enfermedad y la vejez. Nadie puede escapar a ellas, a no ser que su vida en este mundo sea tan corta, que ni siquiera tenga tiempo de padecerlas. Como límites de la vida, la enfermedad y la vejez nos causan sufrimiento. Un sufrimiento que puede ser mayor o menor, según sus circunstancias, y también según la actitud que tomemos frente a ellas: una actitud de rechazo total, o una actitud de paciencia y aceptación de la realidad que no podemos cambiar, pero sí podemos manejar con optimismo y buena disposición. La vejez es el resultado natural de la vida. Nacemos, crecemos, maduramos y envejecemos. Si no llegamos a la vejez es, simplemente, porque morimos antes de alcanzarla. Y lo mismo ocurre con la enfermedad. Nuestro cuerpo se desgasta y sus capacidades se disminuyen en uno u otro sentido. Algunas veces se puede recuperar y otras no; algunas veces esta recuperación es total y otras sólo parcial; unas veces es una recuperación lenta y otras rápida; en fin. Frente a lo que no podemos evitar, la actitud adecuada es la aceptación. “Aceptar” significa, según el diccionario: recibir, aprobar, dar por bueno, admitir, conformarse. Y en el plano espiritual, también: consentir, acoger, asumir. “Aceptar” es un verbo activo, no pasivo, y como tal implica la voluntad. Aceptar la enfermedad y la vejez es: Acogerlas y asumirlas con naturalidad, sin darle más importancia de la que en realidad tienen. Acogerlas, asumirlas y disponernos a vivir con ellas, sin que su presencia nos mortifique más allá de lo normal, sin que disminuya nuestro gozo de vivir. Esforzarnos por darles un significado especial, más allá del que tienen en sí mismas. Enfrentarlas como una posibilidad de bien, una oportunidad para crecer espiritualmente. Aceptar la enfermedad y la vejez abre para nosotros la posibilidad que nos dice el apóstol
Pedro en su Primera Carta:
“Vivan alegres, aunque quizá sea necesario que durante un poco de tiempo pasen por muchas pruebas. Porque su fe es como el oro: su calidad debe ser probada por medio del fuego. La fe que resiste la prueba vale mucho más que el oro, el cual se puede destruir. De manera que la fe de ustedes, al ser así probada, merecerá aprobación, gloria y honor, cuando Jesucristo se manifieste de nuevo.” (1 Pedro, 1, 6-7) EL VALOR DE LA ANCIANIDAD Mirada desde la fe cristiana, la ancianidad, aparte de ser un hecho natural, una circunstancia propia de nuestra vida en el mundo, es también un momento privilegiado, porque permite que afloren en nosotros diversas capacidades espirituales, diversas cualidades, que representan un aporte significativo a nuestra condición humana, y a la sociedad de la cual formamos parte. Muchas veces unimos la vejez a lo que en lenguaje coloquial llamamos “chocheras”, y nos olvidamos de lo verdaderamente importante. La ancianidad no son enfermedades, achaques y desaciertos; la ancianidad es un cúmulo de experiencias vividas que representan un tesoro de sabiduría, y que nos constituye como verdaderos “maestros y testigos” de quienes están a nuestro alrededor. Además, la ancianidad nos permite, en cierto sentido, dejar a un lado las preocupaciones materiales de la vida, y dedicarnos a enriquecer nuestro espíritu, nuestra relación de intimidad con Dios, en quien se fundamenta nuestro ser, y es razón de nuestra esperanza. Dice un autor cristiano: “La vejez, que debilita el cuerpo, rejuvenece el alma. La felicidad y la alegría del anciano no pueden apoyarse en las fuerzas físicas, sino, principalmente, en los gozos del espíritu, tanto en el plano afectivo como en el intelectual, y en nuestro caso, en el espiritual. Lo más importante para nosotros es la concepción cristiana de la ancianidad como antesala del Reino de Dios, como preparación y noviciado para aquella convivencia, aquella residencia no de ancianos, sino de enteramente jóvenes, donde residiremos para siempre...” Nuestra vida, aquí en el mundo, tiene un límite, y es como un capital que vamos gastando día tras día, pero nuestro ser espiritual crece continuamente y se prolongará en la eternidad sin fin. La ancianidad es un tiempo de crecimiento espiritual, en busca de la plenitud, que alcanzaremos en nuestro encuentro con Dios. Un tiempo para cultivar el alma, con buenas lecturas. Un tiempo para hablar con Dios, sin prisas, sin palabras, sin muchas razones, pero sí con mucho amor. Llegar a viejos es un regalo de Dios, una oportunidad inmensa que su amor nos ofrece: para serenar nuestro espíritu y orientar nuestro ser entero a él; para dejar atrás todo lo que nos ha llevado por caminos equivocados y rectificar nuestro comportamiento; para renovar nuestra vida entera; para comunicar nuestras experiencias vitales, y enseñar a otros a vivir, a crecer, a ser lo quetienen que ser. Llegar a viejos es una oportunidad que Dios nos da para poner nuestros ojos y nuestro corazón donde deben estar, mirando hacia donde deben mirar, y ocupándose en lo que deben ocuparse, porque definitivamente es lo más importante.