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Rodolfo Modern.

HISTORIA DE LA LITERATURA ALEMANA (1961)


XII. “STURM UND DRANG”

Entre 1770 y 1778 parte de la más joven generación literaria volcó, en movimiento de
repulsa contra la razonadora Ilustración y su mundo del buen sentido, la fuerza
creadora de lo que se ha dado en llamar “Sturm und Drang”, que significa algo así
como “ímpetu y ataque” que concretaba una rebelión contra todo lo
institucionalmente establecido, también abría cauce al sentimiento que la Ilustración
había refrenado, bajo el lema de la libertad absoluta, la abolición de toda traba. Sus
jóvenes iniciadores son precursores del romanticismo por más que la escuela
romántica aparezca como tan treinta años más tarde.

Idolatraron a Shakespeare como prototipo del genio que había sabido expresar la
naturaleza auténtica y desnuda del hombre mediante un arte que huía de toda regla,
ello cuando el mundo ilustrado juzgaba a Shakespeare como una fuerza bárbara e
ininteligible para el arte.

Con envidiable buena fe creían ser genios auténticos, titanes, seres originales guiados
exclusivamente por el instinto de su propia naturaleza. Su otro antecedente necesario
fue Rousseau, el primero que había sabido disolver y exaltar el sentimiento por el
sentimiento mismo y el primero que había valorado la virtud de una naturaleza pura,
incontaminada todavía por el contacto con la civilización del hombre. Precisamente, el
hombre y lo humano, vueltos naturaleza era artículo de fe dentro del credo del “Sturm
und Drang”. Esta generación de rebeldes sentía en realidad una atracción ilimitada
por lo vital y en la obra, bastante menguada en lo que a calidad se refiere, intentó
mostrar, por sobre todas las cosas, la vida, sin detenerse en sus aspectos más crudos.

Entre los propios compatriotas consideraron como los maestros más cercanos a
aquellos que habían sabido traducir teóricamente sus ansias, es decir a Georg Hamann
y a Johann Gottfried Herder. A la razón opuso las fuerzas del alma, la aptitud
totalizadora, la unidad fundamental de las cosas, las potencias escondidas de la vida y
la comprensión del hombre como un ente absoluto. Para ello se basaba en una honda
experiencia religiosa, en una valoración de la Biblia, Homero y Shakespeare, y en una
nueva concepción del lenguaje y la poesía. Herder fue discípulo y continuador de
Hamann.

Herder fue un fecundo incitador, un agitador en el mejor de los sentidos y el guía de


una generación a cuya cabeza se encontraba el joven Goethe. Götz von Berlichingen
hizo de Goethe el primero de los dramaturgos del “Sturm und Drang”, pero de Herder
su indiscutido conductor.
Idea favorita de Herder fue la de concebir la naturaleza como un devenir constante y
al hombre como la culminación de una naturaleza históricamente dada, pero
explicable no mediante una razón analítica, sino como una unidad en el seno de un
pueblo y una raza.

La compresión de lo histórico, como forma única de valor y justificaión autónomos, se


debe también al genio de Herder. Con ella suprimió, dentro del arte, la actitud de
imitación a todo modelo y a toda ley que no emanara de la intimidad de la obra de
arte, y prescribió una crítica basada desde el sentimiento, y no desde la razón.

Meteoros espectaculares en el firmamento literario trazado por Herder fueron los


miembros de la joven generación que el Sturm und Drang agrupa. Estos “genios”
según la expresión que años antes había acuñado Hamann, que a su vez había tomado
del inglés Young, hicieron del teatro, ya se ha dicho su medio de expresión natural. Lo
teatral se había dado en ellos, no solo para asombrar al mundo con sus tremendas
aspiraciones y argumentos, sino para mostrar hasta qué punto violaban normas
respetadas, como la de las unidades dramáticas.

De los demás, sobresalen Friedrich Maximilian Klinger (1752-1831) y Jakob Michael


Reinhold Lenz (1751-92). El primero presenta un destino singular: Klinger, oriundo
de Francfort. Una de sus obras más características es la pieza Sturm und Drang (1777)
que justamente dio nombre a toda esta corriente. En Rusia escribió Klinger novelas de
corte filosófico – político, pero la más conocida es su versión de Fausto en Fausts
Leben. Taten und Höllenfahrt (1791) (Vida, obras y viaje al infierno de Fausto).

Más valiosa es la obra de Lenz, un báltico alemán, cuya carrera fue una continua
sucesión de fracasos originados por el desequilibrio de su temperamento. Lenz había
sido el más dotado de todos estos autores. Tenía, a diferencia del resto, una estimable
aptitud lírica, poseía talento para la farsa, como lo demuestra Pandämonium
Germanicum (1775) y la novela Der Waldbruder (1774) (El hermano del bosque) no es
totalmente desdeñable.

Christian Daniel Schubart (1739-91). En escritos y canciones denunció con


indignación el despotismo y la falta de humanidad de príncipes como su soberano
Carlos Eugenio de Würtemberg, al punto que su lucha contra la venta de soldados que
algunos príncipes alemanes propiciaban, le valió una reclusión de diez años.

El otro lugar lo ocupa Johann Martín Miller (1750-1814) con su novela Siegwart
(1776), que cuenta floja y lacrimosamente una historia de amores frustados.

Dos nombres son indispensables en este moviiento: Goethe y Schiller. Ellos marcan el
comienzo y el final, respectivamente del Sturm und Drang. El primero con su drama
histórico Götz von Berlichingen (1771) y la novela Werther (1774), se convirtió en el
jefe indudable de los “Stürmer” y le dio su tonalidad más típica. En cuanto a Schiller, lo
epilogó brillantemente con Intriga y amor, en 1784. La magnitud de estos autores, sin
embargo, obliga a dedicarles capítulos separados.

XII. CLASICISMO (GOETHE)


Aunque el término clasicismo ofrece diversas acepciones, la época clásica de la
literatura alemana contiene los nombres de Goethe y Schiller, y algo más atrás, a
Hölderlin, Kleist y Jean Paul. Clasicismo significa aquí más que una escuela literaria
con ideales bien recortados, o una ubicación en una época pretérita. Y el más grande
de sus clásicos es, sin ninguna duda, Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

En Goethe encontramos al intérprete de su época, al clásico anheloso de la medida


helénica y al romántico pletórico de sentimiento y ansias de infinito, la impaciencia
juvenil y la experiencia fecunda de los años, el amor al mundo de las cosas y el cultivo
de toda la gama emocional, la compenetración con la naturaleza y el ejercicio de la
cortesanía más exquisita, la afirmación de una cultura superior y el reconocimiento de
un mundo demoniaco, la capacidad de ser uno mismo y la adaptación a la
circunstancia, el goce de los sentidos y del intelecto puro, la mirada comprensiva hacia
el pasado y la predicción de un futuro hecho presente, la meditación gustosa y su
trasmutación en obra, la aptitud del hombre de ciencia y la actitud más desnudamente
lírica, la presencia de lo particular y la vivencia de lo universal.

En el otoño de 1786 Goethe huía ocultamente de Weimar. Pasó por Suiza y


permaneció en ese sur luminoso y atrayente que era Italia hasta mediados de 1788, en
que regresó a Weimar. Su estada en Nápoles, Sicilia y Roma significa algo más que la
terminación de Tasso, Egmont e Ifigenia. Determina un vuelco estético y ético que,
ahora sí, puede denominarse, con toda propiedad, “clasicismo”. No se trata solamente
de desechar y repudiar elementos anteriores, sobre todo los que la fórmula “Sturm
und Drang” caracteriza – y que jamás desaparecieron del todo – sino la de construir la
nueva visión sobre otras bases. En Italia aprende Goethe a gozar abiertamente de las
manifestaciones de la vida. Naturaleza y arte se le revelan a través de los grandes
monumentos, de las ruinas seculares, de pintores y escultores, y su curiosidad se
extiende en un plano de totalidad y serenidad que ante no había conocido, aunque el
sentimiento de plenitud que Roma le infunde rara vez volverá a encontrarse.

Ya en 1789 había expuesto que la misión del artista consiste en descubrir, más allá de
la particularidad del objeto, lo típico en el, lo necesario y eterno al mismo tiempo, y
por ello, verdadero. El ideario clásico está ya formulado, y muy pronto concretado
Goethe sentía que el mundo y la naturaleza eran su auténtica patria. No es de extrañar,
entonces, que este ciudadano del mundo postulara una literatura universal, más allá
de toda frontera, y que ansiara constantemente la ampliación de su perspectiva, que
incluía, por supuesto, la del propio país, como se demuestra en el remozamiento y
renovado interés por el Medievo alemán.

La primera parte apareció en 1808 y la atraviesa la desmesura titánica del “Sturm und
Drang” a través del ropaje gótico y los versos a lo Hans Sachs, o del rejuvenecido
doctor a quien Mefistófeles ofrece románticamente juventud, poderío y riqueza. Esa
extensión de todas sus potencias, aún pasando sobre la tragedia de Margarita, esa
perscución de sus sentidos y aspiraciones terrenales, son el germen de su
culpabilidad. El colorido y la presentación de esta parte hicieron necesaria una
continuación que la misma vida de Goethe iba exigiendo.
Margarita Estevez Saa . LA LITERATURA GOTICA EN LENGUA INGLESA:
AVATARES DE UN GE NERO POPULAR.

La literatura gótica hace referencia a un tipo de textos que han sufrido diferentes
avatares y una muy distinta consideración.

La literatura gótica establece un puente entre el presente y el pasado, entre lo culto y


lo popular, entre el romance y la novela, entre lo racional y lo irracional, entre la
realidad y la imaginación, entre el miedo y la risa, entre el terror y el deseo, entre la
norma y la subversión de la misma.

En esta historia de la literatura gótica en lengua inglesa la mujer ha tenido un papel


primordial en tanto que, supuestamente, consumidora mayoritaria y productora
destacada de la misma y en la historia que, como decíamos, los textos góticos
contribuyen a crear sobre sí mismos también se hace alusión expresa a esta
circunstancia.

Williams en su recorrido por las acepciones del término popular, hace referencia a
distintos momentos en los que la consideración de popular es vista bien desde la
perspectiva de la gente que considera popular aquello que entiende y le agrada, bien
desde el punto de vista de quienes ostentan el poder y desean ganarse el favor del
pueblo a base de concederle algo que esté al alcance de su entendimiento para su
deleite.

Los escritores que contribuyeron con sus narraciones al género gótico fueron
especialmente conscientes del carácter popular de las mismas y hacen alusión tanto al
hecho de que los temas, las actitudes, creencias, supersticiones, comportamientos, etc.,
que reflejaban en su ficción provienen precisamente de tradiciones popular que se
transmitían de padres a hijos; como a la gran aceptación que este tipo de narraciones
tiene entre el público lector.

Estas obras gustan enormemente al público, incluso a aquellos que aparentemente las
condenan.

La entrada del término “gótico” en la Encyclopedia of Feminist Literary Theory,editada


por Elizabeth Kowaleski- Wallace, reconoce esta tendencia generalizada a asociar
literatura gótica y mujer, así como las connotaciones peyorativas relacionadas con
esta asociación.

Son muchos, si no la mayoría de los relatos tradicionalmente considerados góticos, los


que comienzan con una alusión a la transmisión colectiva de los mismos, o presentan
a una comunidad o a un grupo de personas reunidos en el momento en que se cuenta
el relato. En ocasiones también se menciona explícitamente la figura del contador de
cuentos. Mary Shelley aludía en su prefacio de 1817 a Frankenstein a que la gestación
de su texto había tenido lugar precisamente con motivo de una reunión de amigos que
dio pie a la narración de relatos sobrenaturales.

También el clásico de Henry James, The turn of the Screw comienza con una reunión de
un grupo de personas en torno al fuego en Navidad.

Horace Walpole, considerado el padre de la literatura gótica en lengua inglesa,


precisaba en el prefacio a la primera edición de The Castle of Otranto que los
acontecimientos que se contaban en su obra se remontaban a lo que él denomina “the
darkest ages of Christianity”.

La crítica ha mencionado que ya desde el Renacimiento Italiano, cuando el término se


aplicaba en arquitectura, “lo gótico” hacía alusión a las tribus germánicas que se
habían rebelado contra el poder de Roma.

También Mary Shelley, en el mencionado prefacio a Frankenstein de 1817 y publicado


en 1818, justifica su relato aludiendo a que éste fue compuesto en Ginebra, una
sociedad que califica como lamentable en muchos aspectos, y durante su estancia en la
cual, como hemos visto, acostumbraban a divertirse en compañía de unos amigos con
relatos alemanes de fantasmas.

Como se puede comprobar, los escritores góticos mencionados aluden a algo más que
a las comunidades germánicas que se rebelaron contra el cristianismo. Por ello me
parece que resulta mucho más útil relacionar esta preferencia de los escritores por
sociedades y lugares remotos en el tiempo y en el espacio con su deseo de justificar su
libre tratamiento de unos temas y unas actitudes que no por ser popularmente
aceptados y disfrutados eran considerados “serios” y acordes al buen gusto.

En cuanto a Edgar Allan Poe fue más allá en su ficción y concretamente en “The Oval
Portrait” – 1845 – desmontó esta tradicional oposición entre fantasía y realidad, entre
la libertad del arte y la cotidianeidad de la vida, entre el romance y la novela cuando
en un texto que claramente reflexiona sobre el propio proceso de representación,
como es “The Oval Portrai”, nos presenta un relato en el que en el momento en que el
pintor protagonista termina su retrato, su obra de arte cobra vida y paradójicamente
tiene lugar la muerte de la modelo que lo inspiró.

Los autores de narraciones góticas parecen especialmente preocupados, por tanto,


por justificar el elemento o la dimensión imaginaria, sobrenatural o maravillosa de sus
obras bien acudiendo a parajes remotos en el tiempo y en el espacio, bien
parapetándose en la libertad creadora que les proporcionaba tener como referente la
tradición del Romance. Muchos han aludido en sus mismos textos, además, a la
evolución del género gótico que, según las distintas opiniones vertidas por ellos
mismos, responde a diferentes circunstancias como puede ser el deseo de educar al
pueblo de una forma entretenida, como en el caso del texto de Jane Austen -, o a un
desencanto o reacción ante cuestiones políticas como puede ser el fracaso de los
ideales promulgados por la Revolución Francesa.

Para Mary Shelley el tema que presenta en su Frankenstein bien podría defenderse
teniendo en cuenta los avances y teorías científicas que presentan nuevas
posibilidades a la realidad. Además de justificar en torno a la creencia o el
escepticismo del público lector con respecto a este tipo de narraciones populares, y
las posibles consecuencias de las diferentes actitudes, los escritores han comentado
en sus propios textos ciertas las características de los mismos como pueden ser el
tono empleado. Así, el género gótico en la literatura norteamericana, según algunos de
sus autores, ha desarrollado un tono claramente burlesco.

Desde sus comienzos, por tanto, la literatura gótica en lengua inglesa ha estado
claramente y conscientemente preocupada y ocupada por su auto-definirse, por
explicarse y describirse a sí misma, por crear su propia historia. Los propios
escritores elaboraron estudios críticos en torno al género, como es el caso de los
trabajos de Anna Laetitia y John Aitkin.

El propio Edgar Allan Poe, maestro del género gótico en la literatura norteamericana,
comienza el Retrato Oval con una alusión a Anne Radcliffe.
Lucí a Solaz. Literatura Go tica

El término gótico enmarca un estilo popular surgido en la Inglaterra de finales del


siglo XVIII. El renacimiento del gótico fue la expresión emocional, estética y filosófica
de la reacción contra el pensamiento dominante de la Ilustración, según el cual, la
humanidad podía alcanzar, mediante el razonamiento adecuado, el conocimiento
verdadero y la síntesis armoniosa, obteniendo así felicidad y virtud perfectas.

A pesar de las ideas dominantes de orden y sobriedad, la afición por el exceso gótico
pronto captaría el interés de los intelectuales británicos. Desde esta afición creció una
escuela de literatura gótica frecuentemente derivada de modelos alemanes. La
sucesión de narrativas góticas que proliferaron entre 1765 y 1820, con un nuevo
brote a través de la era victoriana estableció una iconografía que todavía nos es
familiar a través del cine: húmedas criptas, paisajes escarpados y castillos prohibidos
habitados por heroínas perseguidas, villanos satánicos, hombres locos, mujeres
fatales, vampiros, doppelgangers y hombres lobos.

El período literario gótico temprano dio comienzo con la prublicación en 1764 de El


castillo de Otranto. Una historia Gótica de Horace Walpolle. Denunciada por los críticos
y devorada por los lectores, la narrativa gótica emergió como una fuerza dominante
desde su inicio con Walpole hasta su cenit en 1820 con Melmoth, el errabundo de
Charles Robert Maturin.

La novela gótica (también denominada negra) es sensacionalista, melodramática,


exagera los personajes y paisajes melancólicos, los lugares solitarios y espantosos que
subrayan así los aspectos más grotescos y macabros, reflejo de un subconsciente
convulso y desasosegado. Los precursores del espíritu gótico los encontramos en los
poetas de la “escuela del cementerio” (Graveyard School), quienes expresaron su
desagrado hacia la razón, el orden y el sentido común en una mórbida efusión de
oscuros versos.

Desde sus comienzos, el gótico se impuso como una literatura de estructuras que se
derrumban, de recintos horribles, de sentimientos prohibidos y caos sobrenatural.
Deleitándose en lo maligno sobrenatural, el gótico trataba de subvertir las normas del
racionalismo y del autocontrol apelando a la eterna necesidad humana de elementos
inhumanos, una necesidad no satisfecha por el sensato y decoroso arte de la Edad de
la Razón. Walpole abrió la puerta a un universo alternativo de terror, de confusión
psíquica y social cuya mera existencia había sido negada por el sistema de valores
neoclásico. Esplendor en ruinas, hermoso caos, atractiva decadencia, espectáculo
espantoso y extravagancia sobrenatural se convirtieron en los rasgos definitorios de
una nueva estética gótica. El recinto fatal, metáfora central de toda ficción gótica,
sirvió al objetivo implícito del gótico como una respuesta a la inseguridad política y
religiosa de una época agitada.

En 1764 todas las connotaciones del término “gótico” eran negativas, dado que había
sido usado para denigrar objetos, personas y actitudes consideradas bárbaras,
grotescas, ordinarias o primitivas. Describiendo su obra como una “historia gótica”,
Walpole no sólo elevó el estatus del adjetivo, sino que también proporcionó una
etiqueta para la narrativa que le seguiría.

El principal mecanismo de la trama gótica era un decorado sistema de artefactos


arquitectónicos, efectos acústicos y accesorios sobrenaturales instalados por todo el
castillo gótico, donde retratos itinerantes, armaduras peregrinas y otros objetos
inorgánicos o inanimados se comportaban de modo humano. Fue vital para el éxito
del gótico alguna forma de entrampamiento por una arquitectura orgánica o animada,
cámaras que se contraían, paredes tumefactas o amenazas por parte de otros objetos.
El espacio gótico fue modificado más tarde para adaptarse a las especiales
preocupaciones de los lectores victorianos, convirtiendo el secuestro en mental y
social, además de la detención física, con personajes atrapados por mentes, ciudades,
familias y estructuras sociales obsesionadas.

La caracterización gótica, especialmente la polarización del bien y el mal en una


doncella y en un villano, tiene su origen en la novela de Samuel Richardson Clarissa;
the History of a Young lady (1748-49)

El gótico fue madurando y en las décadas de 1778 y 1780 siguió dos líneas de
desarrollo, una que continuaba el espíritu subversivo de Walpole y otra línea más
conservadora, doméstica y didáctica. Estas tendencias se pueden apreciar en las
novelas de las dos figuras más importantes de la escuela gótica: Matthew Leis y Ann
Radcliffe. En contraste con la escasa validez de las populares novelas por entrega, la
narrativa gótica psicológica de calidad intelectual seria mantuvo la buena salud del
gótico durante la década de 1820. Frankenstein de Mary Shelley, Melmoth el errabundo
de Maturin y Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg
demostraron el trágico potencial del gótico y dieron una pista sobre la clase de
sofisticación psicológica y metafísica que marcaría las obras de Hawthorne y Le Fanu.
La riqueza simbólica y filosófica de estas novelas góticas indica el papel principal que
desempeñaría el goticismo durante el siglo XIX, activando los oscuros sueños de
muchos grandes escritores que se volvieron hacia el gótico para realzar el carácter
trágico de su arte.

Durante el periodo comprendido entre 1820 y 1896 encontramos distintos tipos de


gótico:
1- La alta (o pura) novela gótica  como El monje de Lewis. Trataba de
aterrorizar, horrorizar, impresionar y asustar al lector más allá de su memoria
racional. Lo sobrenatural es siempre maligno e incontrolable. Los exteriores
estaban caracterizados por sublimes paisajes, frecuentemente nocturnos o
subterráneos.
2- Las novelas por entrega  numerosísimos fascículos de horror, muy baratos,
con una extensión de 36 a 72 páginas y variaban en calidad artística
3- Gótico polémico  varios escritores con conciencia social transformaron la
novela gótica popular en un instrumento de protesta social, empleando los
decorados y situaciones góticas para llamar la atención sobre horrores sociales
o políticos. La confinación en un castillo encantado se convierte en detención
dentro de una sociedad que niega la libertad y la identidad individuales. Este es
el caso de Dickens y las hermanas Brontë
4- El drama gótico  obras de teatro que eran adaptaciones de condensadas
novelas. Un decorado sensacionalista, tormentas falsificadas, dramaturgia
espectacular, efectos melodramáticos reproducidos mecánicamente y diálogos
operísticos concedieron a las obras un periodo de popularidad y de atractivo
audiovisual.
5- La parodia o sátira gótica  el absurdo exceso del gótico estimuló dos clases
de parodia. La parodia crítica o correctiva aceptaba el gótico, pero deseaba
elevar su nivel artístico. La destructiva intentaba erradicar el gótico y
reemplazarlo con una narrativa realista y plausible.
6- Novela gótica francesa  reflejó los horrores políticos y religiosos
precipitados por la Revolución Francesa. Ej: Justine del marqués de Sade.
7- Novela gótica alemana  o “novela escalofrío” influenció la narrativa de
terror inglesa con lo inmoderado de sus elementos sobrenaturales y sus
decorados horrores. Fantasmas sangrientos, cuerpos ambulatorios y relaciones
sexuales con demonios eran sucesos frecuentes en este tipo de novela.

El gótico florecería de nuevo en la segunda mitad del siglo XIX. En lugar de escapar
del gótico temprano, los cuentos de terror de la época victoriana demostrarían la
elasticidad del gótico adaptando muchos de sus temas y rasgos formales.

Edgar Allan Poe, que añadió al lenguaje e imaginería gótica sus propias obsesiones,
limitó casi toda su producción gótica a la narrativa breve al tiempo que insistía en la
necesidad artística de la brevedad en sus escritos críticos.

El gótico en forma serializada se ajustaba a los gustos de varias clases sociales,


incluyendo un proletariado cada vez más numeroso.
El gótico de este periodo tomó una dirección introspectiva en cuentos de
enterramientos prematuros o del miedo a ellos, historias relacionadas con el temor a
la locura, obras obsesionadas con transformaciones bestiales o la pérdida de la
racionalidad y narraciones fantasmales que introducían temas sobre dudas teológicas
y confusión erótica. El tema del doble o doppelgänger se convirtió en la fórmula más
popular del período y el encuentro con la bestia interior se puede apreciar
brillantemente en relatos como Memorias privadas y confesionres de un pecador
justificado de James Hogg, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson y el
Retrato de Dorian Gray de Wilde. La confluencia de la bondad y la maldad en el mismo
personaje sugiere un cambio en la naturaleza del villano gótico. A excepción del
vampiro, el malvado del relato gótico de la época victoriana conserva la naturaleza de
ángel caído heredada de la figura del atormentador atormentado de la novela gótica
del siglo XVIII.

Las escritoras góticas se sintieron atraídas por el gótico no sólo porque deseaban
satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también
porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la
mujer en un mundo de hombres.

Todas las variedades de gótico americano, tanto masculinas como femeninas,


comparten un rasgo en común: la inclinación a explorar y exponer el lado oscuro de la
experiencia americana y sus terribles ironías morales, especialmente la desolación
acarreada por el progreso, la división racial y el temor a fracasar en una cultura que
tanto enfatiza el éxito.
Elvio E. Gandolfo. El libro de los ge neros

Ciencia ficción: precursores y fundadores

La ciencia ficción es una forma literaria popular y entra dentro del fenómeno los
géneros que se desarrolla desde mediados del siglo XIX hacia la actualidad.

Precursores:

Puede citarse el hecho de que por lo general tienen que ver con mentes inquisitivas,
especuladoras, satíricas, humorísticas, apartadas de las corrientes comúnmente
aceptadas de la literatura de la época, y en más de una ocasión, pertenecientes a
filósofos, predicadores de nuevas sociedades o disconformes radicales con las
condiciones vigentes. Dentro del siglo XIX la mayor parte de los escritores cuenta con
algún relato encuadrable dentro de la ciencia ficción o la narración fantástica, muy
cercana al género.

Con cierto exagerado propósito de dotar de cartas de nobleza a un género popular se


tiende a veces a incluir dentro de él o como antepasado de él, casi la totalidad no sólo
de la literatura sino de los textos escritos por el hombre. Así hay quienes citan
fragmentos de la Biblia, del Popol Vuh o de otros libros de orden religioso. Menos
erróneo es reconocer la influencia de todo el material mitológico, reencarnado bajo
distintos ropajes en la ciencia ficción moderna. En ese sentido pueden citarse obras
básicas como la epopeya de Gilgamesh, La Ilíada, La Odisea,

A partir de 1764, fecha de publicación de El castillo de Otranto de Horace Walpole,


aparece la novela gótica, relacionada con lo sobrenatural y el terror y que inaugurará
más de un elemento típico de la ciencia ficción.

Enraizada con vigor en la novela gótica inglesa, y participando de la extraña mexcla


de ciencias exactas y ocultismo de fines del siglo XVIII, la novela de Frankenstein o el
Prometeo moderno (1817) de la novelista Mary Shelley, bien puede tomarse como el
primer indicio concreto de la aparición de un género nuevo. Resultado de una apuesta
con su esposo (el poeta Shelley), John Polidori y Byron, y escrita a los dieciocho años
de edad, en ella aparecen elementos básicos: el sabio que roza la locura, los peligros
de la experimentación, el ser creado que escapa al control de su creador, la
parafernalia seudocientífica (el laboratorio con maquinas impresionantes, el poder
omnipotente de la electricidad celestial).

Fundadores

Con Julio Verne, H. G. Wells y J. H. Rosny Ainé llegamos a los verdaderos padres
fundadores. El primero constituyó un adecuado puente de transición con la novela de
aventuras. Sus narraciones se basaban hasta donde era posible en la ciencia conocida,
y participaban del positivismo filosófico de la época, creyente del progreso, elemento
que se fue atenuando en los últimos años de vida, tiñendo de amargura algunso de sus
relatos finales.

Para precisar lo que lo diferenciaba de H. G. Wells, Verne declaró: “Yo aplico la ciencia,
él inventa”. La frase, en su concisión, es útil para distinguir también dos grnades
ramas de la ciencia ficción en general: la corriente soviética y una reducida porción de
la norteamericana seguirían a Verne en su respeto por los hechos conocidos y en los
propósitos didácticos aunque con menor empuje y frescura en el maestro. El resto,
que constituye la porción más importante del género, inventaría como Wells,
renovando la narración fantástica y brindándole a la ciencia ficción esa extraña mezcla
de lo maravilloso explicado con lo filosófico o lo metafísico que la ha caracterizaddo
hasta hoy.

Las novelas y cuentos de Wells (1888- 1940) asentaron los temas clásicos y hasta el
modo de tratarlos, en una producción no muy extensa que abarca pocos años, y
conocida en esa época como sus “novelas científicas”. Los temas y títulos más
importantes fueron: el viaje por el tiempo en La maquina del tiempo (1896), la locura
de la ambición científica desmedida y la revitalización del tema del gólem en La isla
del Dr. Moreau, la invisibilidad en El hombre invisible (1897) y sobre todo la invasión
extraterrestre, de tan fecunda continuidad, en La guerra de los mundos (1898), que
marcaba además el derrumbe del positivismo y el antropocentrismo de la era
victoriana.
Humberto Maturana Romesí n. El sentido de lo humano

Reflexiones: utopía y ciencia ficción

La esperanza es un artificio absolutamente enajenante cuando se vive en ella, ya que


lo lleva a uno a cegarse ante el presente y esto, porque la esperanza tiene que ver con
aquello que de hecho no depende de uno. Lo humano no es consustancial con la
esperanza, vivir en la esperanza niega lo humano. Las utopías tienen que ver con la
experiencia, con lo que uno ha vivido y en ese sentido son reveladoras de la historia
personal o de la historia cultural.

UTOPIA Y CIENCIA FICCIÓN

Llamaré utopías a obras literarias tales como novelas, ensayos, poemas…que expresan
añoranza por un modo de convivir humano en dimensiones de honradez, cooperación,
justicia, equidad, respeto por el otro, integración armónica con el mundo natural, y en
el que no exista la miseria ni se produzca el abuso sistemático como modo de vivir. Un
modo de vivir humano sin discriminaciones sexuales, raciales, de inteligencia o de
clase, y sin sometimiento a una autoridad que subordine sistemáticamente unos seres
humanos a otros. Al mismo tiempo llamaré ciencia ficción a obras literarias tales como
novelas, ensayos, poemas… que plantean un mundo humano que surgen te la
extrapolación de un presente tecnológico como si se tratase sólo de las consecuencias
del devenir histórico.

UTOPÍA

En la utopía, el poeta nos invita desde el emocionar y deja el razonar a la zaga como un
hilo secundario que sigue el fluir de las emociones. Las utopías inspiran en el lector un
ánimo nostálgico, una añoranza por una convivencia humana donde prevalezcan el
espeto, la equidad, la armonía estética con el mundo natural y la dignidad humana.

Sólo puede añorarse lo que se tuvo y se perdió, y sólo se puede estar en la esperanza
de que suceda algo cuyo suceder no depende lo que uno haga.

Las utopías literarias revelan aspectos y dimensiones de lo humano que habiendo sido
fundamento de su modo básico de vivir cotidiano, han quedado sumidas, o escondidas
bajo otras, en la transformación cultural de la humanidad, pero que no han
desaparecido porque son fundamentales de su constitución.

CIENCIA FICCIÓN

Así como en la utopía el poeta se revela desde su emocionar, en la ciencia ficción se


revela desde su razonar. En la ciencia ficción el poeta nos muestra más de lo mismo, y
lleva nuestro razonar al límite de lo posible desde un punto de partida en el presente
que él o ella escoge, dejando el mocionar a la zaga como un complemento básico pero
de hecho secundario. La ciencia ficción no nos lleva a la añoranza sino a la intención, al
deseo de exagerar lo que se vislumbra en lo que ya se tiene, magnificándolo casi en un
delirio de grandeza a cualquier precio. Y si la ciencia ficción apunta a la extrapolación
del presente a cualquier precio, es, de hecho, una empresa productiva en la que no
importa lo que se pierda en el proceso, sea esto la equidad, el respeto, la colaboración
o la justicia, siempre que se obtenga el producto que se desea. Por eso no extraña si
muestran el “desarrollo tecnológico” de una empresa moderna diciendo que es algo de
ciencia ficción en un destello deslumbrador que oculta la miseria, el sufrimiento, el
daño ecológico o el abuso sobre el que se sustenta. El poeta de ciencia ficción muestra
en su mirar poético la ambición como la enajenación que nos ciega ante el otro, y que,
finalmente, nos desquicia porque rompe el amor que funda lo humano y lo social.

LOS POETAS

El poeta de la ciencia ficción, igualmente inmerso en la red de conversaciones de


nuestra cultura patriarcal europea, muestra exageraciones dislocadas de otras
dimensiones de lo humano en la enajenación cultural de la guerra y el abuso, de las
jerarquías y la obediencia, del control y la discriminación.
DAVID ROAS. TEORÍAS DE LO FANTÁSTICO. Introducción

Lo fantástico frente a lo maravilloso

La condición indispensable, según la mayoría de los críticos, para que se produzca el


efecto fantástico es la presencia de un fenómeno sobrenatural. Pero eso no quiere
decir que toda la literatura en la que intervenga lo sobrenatural deba ser considerada
fantástica. No es una condición sine qua non para la existencia de tales subgéneros.
Frente a ellos, la literatura fantástica es el único género literario que no puede
funcionar sin la presencia de lo sobrenatural. Y lo sobrenatural es aquello que
transgrede las leyes que organizan el mundo real, aquello que no es explicable, que no
existe, según dichas leyes.

Uno de los recursos básicos del relato fantástico es el fantasma. La aparición de un


muerto no sólo es terrorífica como tan, sino que, además, supone la transgresión de
las leyes físicas que ordenan nuestro mundo: primero, porque el fantasma es un ser
que ha regresado de la muerte al mundo de los vivos en una forma de existencia
radicalmente distinta de la de estos y, como tal, inexplicable; y segundo, porque para
el fantasma no existe el tiempo, ni el espacio. Esa característica transgresora es la que
determina su valor en el cuento fantástico.

Basado, por tanto, en la confrontación de lo sobrenatural y lo real dentro de un mundo


ordenado y estable como pretende ser el nuestro, el relato fantástico provoca- y, por
tanto refleja – la incertidumbre en la percepción de la realidad y del propio yo: la
existencia de lo imposible, de una realidad diferente a la nuestra, conduce, por un
lado, a dudar acerca de esta última y, por otro, y en directa relación con ello, a la duda
acerca de nuestra propia existencia: lo irreal pasa por ser concebido como real, y lo
real, como posible irrealidad. En definitiva, la literatura fantástica pone de manifiesto
la relativa validez del conocimiento racional al iluminar una zona de lo humano donde
la razón está condenada a fracasar.

A diferencia de la literatura fantástica, en la literatura maravillosa lo sobrenatural es


mostrado como natural, en un espacio muy diferente del lugar en el que vive el lector.
El mundo maravilloso es un lugar totalmente inventado en el que las confrontaciones
básicas que generan lo fantástico no se plantean, puesto que en él todo es posible sin
que los personajes de la historia se cuestionen su existencia, lo que hace suponer que
es algo normal, natural. Cuando lo sobrenatural se convierte en natural, lo fantástico
deja paso a lo maravilloso,

La importancia del contexto sociocultural


Hay críticos que han tratado de buscar una cualidad inmanente a los textos que
induzca a leerlos como fantásticos, más allá de su relación con el contexto
sociocultural y con la siempre problemática intencionalidad autorial.

Todorov en su Introducción a la Literatura Fantástica, obra fundacional en los


estudios sobre el género fantástico, propone una aproximación estructuralista que,
frente a otros estudios precedentes, como los de Caillois y Vax, centrados
fundamentalmente en el aspecto temático, trata de explicar lo fantástico desde el
interior de la obra, desde su funcionamiento. Su intención, en definitiva, es elaborar
una caracterización formal del género fantástico.

El efecto fantástico, según Todorov, nace de la vacilación, de la duda entre una


explicación natural y una explicación sobrenatural de los hechos narrados.
Enfrentados ante el fenómeno sobrenatural, el narrador, los personajes y el lector
implícito son incapaces de discernir si éste representa una ruptura de las leyes del
mundo objetivo o si dicho fenómeno puede explicarse mediante la razón. Cuando se
opta por una u otra posibilidad, se abandona, advierte Todorov, el terreno de lo
fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso.

Según Todorov, sólo la vacilación nos permite definir lo fantástico. Pero el problema
de esta definición es que lo fantástico queda reducido a ser el simple límite entre dos
géneros, lo extraño y lo maravilloso, que, a su vez se dividen en dos subgéneros más:
“extraño puro”, “fantástico extraño”, “fantástico maravilloso” y “maravilloso puro”

En conclusión, lo fantástico es para Todorov esa categoría evanescente que se


definiría por la percepción ambigua que el lector implícito tiene de los
acontecimientos relatados y que éste comparte con el narrador o con alguno de los
personajes. Pero, ante definiciones como ésta, narraciones como Otra vuelta de tuerca
(1896) de Henry James, quedarían fuera de tal definición muchos relatos en los que,
lejos de plantearse un desenlace ambiguo, lo sobrenatural tiene una existencia
efectiva: es decir, relatos en los que no hay vacilación posible, puesto que sólo se
puede aceptar una explicación sobrenatural de los hechos.

La participación activa del lector es fundamental para la existencia de lo fantástico:


necesitamos poner en contacto la historia narrada con el ámbito de lo real
extratextual para determinar si un relato pertenece a dicho género. Lo fantástico, por
tanto, va a depender siempre de lo que consideremos como real, y lo real depende
directamente de aquello que conocemos.

Desde una perspectiva atenta a la dimensión pragmática de la obra, es decir, a su


proyección hacia el mundo del lector, el discurso fantástico es, como advierte Reis, un
discurso en relación intertextual constante con ese otro discurso que es la realidad
(entendida como construcción cultural). Así Barrenechea reclama la necesaria
relación de la literatura fantástica con los contextos socioculturales.

La literatura fantástica resulta fuera de lo aceptado socioculturalmente: se basa en “el


hecho de que su ocurrencia, posible o efectiva, aparezca cuestionada explícita o
implícitamente, presentada como transgresiva de una noción de realidad enmarcada
dentro de ciertas coordenadas histórico-culturales muy precisas” (Reisz).

Durante la época de la Ilustración se produjo un cambio radical en la relación con lo


sobrenatural: dominado por la razón, el hombre deja de creer en la existencia objetiva
de tales fenómenos. Reducido su ámbito a lo científico, la razón excluyó todo lo
desconocido, provocando el descrédito de la religión y el rechazo de la superstición
como medios para explicar e interpretar la realidad. Por tanto, podemos afirmar que
hasta el siglo XVIII lo verosímil incluía tanto la naturaleza como el mundo
sobrenatural, unidos de forma coherente por la religión. Sin embargo con el
racionalismo del Siglo de las Luces, estos dos planos se hicieron antinómicos, y,
suprimida la fe en lo sobrenatural, el hombre quedó amparado sólo por la ciencia
frente a un mundo hostil y desconocido.

Pero a la vez, ese mismo culto a la razón puso en libertad a lo irracional, a lo ominoso:
negando su existencia, lo convirtió en algo inofensivo. La primera manifestación
literaria del género fantástico fue la novela gótica inglesa, que inicia su andadura con
El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole.

Aunque si bien el género fantástico nace con la novela gótica, será en el


romanticismo cuando alcance su madurez. A partir de ese nuevo tratamiento de lo
sobrenatural que se dio en la novela gótica, los escritores románticos indagaron sobre
aquellos aspectos de la realidad y del yo que la razón no podía explicar, esa cara osura
de la realidad (y de la mente humana) que se había puesto de manifiesto en el Siglo de
las Luces. Los románticos, sin rechazar las conquistas de laciencia, postularon que la
razón, por sus limitaciones, no era el único instrumendo de que disponía el hombre
para captar la realidad. La intuición, la imaginación eran otros medios válidos para
hacerlo. Esto explicaría la reacción del Romanticismo contra las ideas mecanicistas
que consideraban el universo como una máquina que obedecía leyes lógicas y que era
susceptible de explicación racional. Esa concepción d un orden mecánico fijo era
sentida como una limitación: excluía una excesiva parte de la vida, pues la descripción
que proponía no se correspondía con la experiencia real. Los románticos habían
adquirido una aguda conciencia de los aspectos de su experiencia que era imposible
analizar o explicar según aquella concepción mecanicista del hombre y del mundo.

Fuera de la luz de la razón empezaba un mundo de tinieblas, lo desconocido, que


Goethe bautizó como lo demoníaco. “Lo demoníaco es lo que no puede explicarse ni
por la inteligencia, ni por la razón”. Así los románticos abolieron las fronteras entre lo
interior y lo exterior, entre lo irreal y lo real, entre la vigilia y el sueño, entre la ciencia
y la magia. Esa constatación de que existía un elemento demoníaco tanto en el mundo
como en el ser humano, supuso la afirmación de un orden que escapaba a los límites
de la razón y que sólo podía ser comprensible mediante la intuición idealista.

La literatura fantástica pone de manifiesto las problemáticas relaciones que se


establecen entre el lenguaje y la realidad, puesto que trata de representar lo
imposible, es decir, de ir más allá del lenguaje para trascender la realidad admitida.
Pero el lenguaje no puede prescindir de la realidad: el lector necesita de lo real para
comprender lo expresado; en otras palabras necesita un referente pragmático. Y eso
nos lleva, de nuevo, a plantear la necesaria lectura referencial de todo texto fantástico
a ponerlo siempre en contacto con la realidad para determinar que pertenece a dicho
género.

El miedo como efecto fundamental de lo fantástico

La transgresión que provoca lo fantástico, la amenaza que supone para la estabilidad


de nuestro mundo, genera ineludiblemente una impresión terrorífica tanto en los
personajes como en el lector. Se trata más bien de esa reacción experimentada por los
personajes como por el lector ante la posibilidad efectiva de lo sobrenatural, ante la
idea de que lo irreal pueda irrumpir en lo real. Y este es un efecto común a todo relato
fantástico.

La presencia del miedo, además, nos permite distinguir perfectamente la literatura


fantástica de la maravillosa: el relato maravilloso tiene siempre un final feliz (el bien
se impone sobre el mal); sin embargo, el relato fantástico se desarrolla en medio de un
clima de miedo y su desenlace (además de poner en duda nuestra concepción de lo
real) suele provocar la muerte, la locura o la condenación del protagonista.
H.G. SCHENK. El espí ritu de los roma nticos europeos

El Romanticismo, aquél complejo fenómeno que floreció en la primera parte del siglo
XIX, sigue siendo el movimiento espiritual e intelectual más reciente de los que han
recorrido toda Europa.

En su extensión territorial, el romanticismo no sólo afectó a todas las partes de


Europa, con la excepción de Turquía, sino también, en menor grado las propias
Américas. Lejos de quedar limitado a la literatura en general, o a la poesía en
particular, también se manifestó, en diversos grados, en la música y en las artes
visuales, en la historiografía y el pensamiento social, así como en la cosmovisión
general del hombre sobre la vida en este mundo y en el siguiente.

La reacción contra el racionalismo

El comienzo de la Revolución Francesa y el advenimiento del romanticismo, que


ocurrieron en los últimos años del siglo XVIII, fueron casi contemporáneos. Antes de
aventurarnos a estableces una conexión causal, puede ser pertinente indicar que estos
dos acontecimientos compartieron una característica esencial: a saber, la irrupción de
lo irracional. En cierto sentido puede decirse que la explosión de los impulsos
irracionales subconscientes que caracterizó tantos aspectos de la revolución fue la
señal de batalla de los románticos contra la razón. Así la revolución ayudó a lanzar el
movimiento romántico. Pero sólo hasta allí podemos suponer una conexión causal. Y
esto no es más que una suposición, pues también podría argüirse que la gran reacción
contra el racionalismo había ocurrido asimismo sin la revolución.

Durante el periodo romántico, la excesiva valuación del lado racional del hombre fue
atacada de muchas maneras distintas y en varios terrenos. La batalla contra la razón
como “Primera Maga” se entabló por toda Europa, o al menos, en todas las partes de
Europa que antes habían caído bajo la influencia de la racionalista Ilustración. En
Inglaterra, Coleridge sostuvo que sólo el hombre de profundos sentimiento podía
alcanzar los pensamientos profundos. Debe notarse que cuando los románticos se
valían del término “sentimiento” estaban hablando de lo que los psicólogos hoy
llamarían “sensación” o “sensibilidad”, pues por entonces era desconocida la
distinción entre “sentimiento” y “sensación” o “sensibilidad”-

La tendencia irracionalista de los románticos también los capacitó a adivinar y a


explorar las regiones inconscientes del espíritu. Schopenhauer en particular se contó
entre los primero en percatarse de que la conciencia del hombre no era más que una
delgada costra, y que bajo ella yacía todo un mundo de afanes inconscientes y no
racionales: a todas luces una anticipación de la teoría freudiana del “Ello”. Esta
concepción sería elaborada por un amigo de Goethe, Carl Gustav Carus, médico, pintor
y filósofo, especialmente en su libro Psique, donde buscó la clave de la vida consciente
del alma en el inconsciente.
Charles Tylor. Fuentes del yo
Kant ofrece una forma de encontrar el bien en la motivación interna. Otra llega con el
haz de nociones que en el siglo XVIII representan la naturaleza como fuente interior.
Es decir las nociones que surgen con el Sturm und Drang alemán. Naturalmente
Rousseau es el punto de partida y quizá la primera articulación importante se deba a
la obra de Herder; en adelante será adoptada no sólo por los escritores románticos,
sino también por Goethe y, de otro modo, por Hegel, y se convierte en una de las
vertientes constitutivas de la cultura moderna.

La filosofía de la naturaleza como fuente fue central en la gran conmoción que se


produce en el pensamiento y la sensibilidad, y que denominamos “Romanticismo”.

Existe una imagen popular del Romanticismo. Imagen ésta que percibe dicho
movimiento como una revuelta contra la construcción de las normas neoclásicas en el
arte, y particularmente en la literatura. Los románticos afirmaban los derechos del
individuo, de la imaginación y del sentimiento. Hay mucho de verdad en esta
descripción, especialmente si se aplica a la ola del Romanticismo francés en los
albores del siglo XIX.

La voz o la pulsión se percibe como algo particular a la propia persona; es la voz del yo
propio; y eso quizá fuera más común entre ciertos escritores franceses, como
Lamartine o Musse, quienes pretendían que su poesía diera auténtica expresión a sus
sentimientos. Algunas veces también se percibe como el impulso de la naturaleza que
llevamos en nosotros como el orden mayor en el que nos encontramos. Pero la idea
fue mucho más elaborada en Alemania. Herder ofrece la imagen de la naturaleza como
un gran torrente de resonancia que fluye a través de todas las cosas.

Esa filosofía de la naturaleza como fuente parece esencial en el Romanticismo, pero no


a la inversa.

El orden providencial deísta enseñaba que la vida humana y sus satisfacciones


corrientes eran significativas, de modo que lograrlas para uno mismo, o garantizarlas
para los demás, adquirió una gran importancia y era valorado fuertemente por estar
avalado por el plan divino.

En lo que se refiere a sus principios externos las doctrinas pueden parecer iguales.
Herder, por ejemplo, sostiene opiniones sobre el orden natural como algo creado
armoniosa y providencialmente que no estaban muy encontradas con las de
Hutcheson.
La naturaleza queda como depósito del bien, del deseo o de la benevolencia inocentes
y del amor al bien. En esta postura cabría afirmar, como hace el naturalismo ilustrado
que todas las personas son motivadas de un modo semejante, que todas desean por
igual la felicidad, y que lo que importa es cuán ilustrada o desencaminada sea su
búsqueda de ella. De hecho, la teoría de la naturaleza como fuente podría combinarse
con una cierta forma de fe cristiana, siguiendo el ejemplo del deísmo, en el que la
relación de Dios con nosotros pasa principalmente a través de su orden, como
observamos en Rousseau, y más tarde en los románticos alemanes.

Una vez que se acepta que el acceso a la significación de las cosas es interno, que sólo
internamente puede ser bien comprendido, es posible soltar calladamente las amarras
en formulaciones ortodoxas. Lo primordial es la voz interior o, de acuerdo con otras
variantes, el élan que fluye a través de la naturaleza y brota, inter alia, en la voz
interior.

Entonces hay que interpetar a Dios como aquello que vemos luchando en la naturaleza
y que halla su voz en nuestro interior. El deslizamiento hasta esa suerte de panteísmo
es en verdad muy fácil y lo observamos en la generación romántica, en el primer
Scheling, por ejemplo, y luego, aunque de otra forma, en Hegel. Pero ese deslizamiento
puede ir más allá dejándonos fuera de las formas propiamente cristianas, hasta que
lleguemos a una visión como la de Goethe, por ejemplo, o a las visiones que se reflejan
en las muy comunes referencias a Spinoza durante el periodo romántico.

La filosofía de la naturaleza como fuente, si bien es cierto que sobrepasa el deísmo de


Shaftesbury y Hutcheson, obviamente coincide con ellos en su crítica a Locke y a la
teoría extrínseca. Coincide con ellos al otorgarle al sentimiento un lugar central y
positivo en la vida moral a través de nuestros sentimientos alcanzamos las más
profundas verdades morales y, de hecho, cósmicas. Para Herder todas las pasiones y
tentaciones “pueden y deben ser operativas, precisamente en lo que se refiere al
conocimiento supremo, porque éste ha brotado de todas ellas y sólo en ellas puede
vivir”.

Ciertamente, esta filosofía lleva la centralidad del sentimiento hasta extremos


inauditos. Desde esta perspectiva una parte central de la vida buena debe consistir en
estar abierto al impulso de la naturaleza, estar en sintonía con ella y no escindido de
ella. En sí mismo esto un es nuevo. Incluso se podría alegar que en realidad lo
excepcional son las teorías de la Ilustración por propugnar que la obligación moral
reside tan exclusivamente en las acciones descartando por completo la motivación,
como he mostrado en la primera parte.
El requisito de esta nueva filosofía de estar en sintonía con el impulso de la naturaleza
se podría ver como otra demanda de amor: ahora el bien que hay que amar es la
naturaleza que habla a través de uno mismo.

A diferencia de la ética aristotélica, no define como virtuosa ciertas motivaciones en


función de las acciones que motivan en nosotros. Se preocupa más directamente por
nuestra manera de sentir respecto al mundo y a nuestra vida en general.

Sintonizar con la naturaleza es experimentar esos deseos como algo rico, pleno y
significativo: es responder al torrente de vida que fluye en la naturaleza. En realidad
es cuestión de tener ciertos sentimientos, además de aspirar a ciertas cosas o hacerlas.

La vida buena se define inicialmente, al menos en parte, en término de ciertos


sentimientos. Por eso el sentimentalismo de finales del siglo XVIII, una vez rebasadas
las primeras e influyentes formulaciones de Rousseau, encontró su morada natural en
las filosofías de la naturaleza como fuente.

Si pensamos que la naturaleza es una fuerza, un élan que discurre a través del mundo,
que surge en nuestros impulsos internos, si dichos impulsos son parte indispensable
del acceso a esa fuerza, entonces sólo es posible conocerla articulando qué es aquello
a lo que nos empujan dichos impulsos. Los sentimientos son integrales en la definición
más original, no derivada, que tenemos del bien.

La vida buena termina por consistir en la perfecta fusión de lo sensual y lo espiritual,


allí donde se experimentan las satisfacciones sensuales como algo de significación
superior. Este deslizamiento, a lo largo de cualquiera de las dos sendas, tiende a
disolver la distinción entre lo ético y lo estético. El propio término “estética” apunta au
n modo de experiencia. Y ese solió ser el enfoque de varias teorías del siglo que
desarrollan, entre otros, el Abbé du Bos, Baumgarten y Kant. Cuando la ética comienza
a definirse en términos de sentimientos es más fácil que se fundan las líneas.

Si nuestro acceso a la naturaleza es a través de una voz o impulso interior, entonces


sólo mediante la articulación de lo que encontramos dentro de nosotros lograremos
conocer plenamente dicha naturaleza. Esto entronca con otro rasgo crucial de la
nueva filosofía de la naturaleza, la idea de que su realización, en cada uno de nosotros,
es también una forma de expresión. Esta es la noción que en otro sitio he denominado
“expresivismo”. Expresar algo es manifestarlo en un determinado medio.

Pero en el caso de la novela o del teatro, la expresión implica también una formulación
de lo que tengo que decir. Tomo algo, una visión, un sentido de las cosas que está sólo
incoado o parcialmente formado, y le doy una forma concreta. En esta clase de
situación es difícil distinguir nítidamente entre el medio y el “mensaje”. En lo que se
refiere a las obras de arte en seguida nos damos cuenta de que el estar en el medio en
que están es integral para ellas. Incluso cuando es evidente que dicen algo, sentimos
que es imposible traducir plenamente ese algo en otra forma.

Esta noción de expresión es moderna. Brota a la par que la comprensión de la vida


humana que estoy tratando de formular. De hecho, es un aspecto de ella. La utilizo
sólo porque generalmente se reconoce mejor en este campo de las obras artísticas.

La idea de la naturaleza como fuente intrínseca está de acuerdo con la visión


expresiva de la vida humana. Realizar mi naturaleza significa abrazar el élan, la voz o
el impulso interior. Y ello hace que lo que estaba oculto se manifieste, tanto para mí
como para los demás. Pero esa manifestación también contribuye a definir lo que hay
que realizar. La dirección de dicho élan no está clara – ni podría estarlo – antes de
dicha manifestación. Se considera que una vida humana manifiesta un potencial, que
es también configurado por esa manifestación; no se trata sólo de copiar un modelo
externo o de llevar a cabo una formulación ya determinada.

Esta concepción refleja que vuelven a estar vigentes los modelos de crecimiento
biológico, contra los mecanicistas de asociación, para explicar el desarrollo mental
humano; modelos que Herder articuló tan bien y eficazmente en el decurso de este
período. Ello va estrechamente ligado a la idea de un yo, de un sujeto. Lo que se realiza
ya no es una “Forma” o “naturaleza” impersonal, sino un ser capaz de articularse a sí
mismo. Leibniz fue una fuente importante del expresivismo. Su noción de mónada
produjo ya la conexión entre la idea aristotélica de la naturaleza y un algo particular
semejante a un sujeto. La mónada es un proto-yo.

El expresivismo fue la base para una nueva y más completa individuación. La idea que
toma cuerpo a finales del siglo XVIII es que cada individuo es diferente y original, y
que dicha originalidad determina cómo ha de vivir. Por supuesto la nción de la
diferencia individual no es nueva.

Herder formula la idea donde cada ser humano tiene su propia medida como si fuera
un acuerdo peculiar a él de todos sus sentimientos entre sí. Lo que se añade a finales
del siglo XVIII es la noción de que cada ser humano tiene una “medida” original e
irrepetible. Todos estamos llamados a vivir según nuestra propia originalidad.

Si la naturaleza es una fuente intrínseca, entonces cada uno de nosotros ha de seguir


lo que está adentro; y puede ser que ello no tenga precedente.

Ésta ha sido una idea sumamente influyente. La individuación expresiva se ha


convertido en una de las piedras angulares de la cultura moderna.
La idea expresiva de la vida humana naturalmente acompañó a una nueva
comprensión del arte. El arte se ha situado en un lugar central de la vida espiritual
reemplazando en algunos aspectos a la religión. La reverencia que sentimos ante la
originalidad y la creatividad artísticas coloca el arte al borde de lo sobrenatural y
refleja el lugar crucial que ocupa la creación/expresión en la comprensión que
tenemos de la vida humana.

Tradicionalmente el arte se había comprendido como mímesis. El arte imita la


realidad. Esto, desde luego, dejaba sin respuesta muchas cuestiones cruciales, en
particular, la cuestión de qué clase y qué plano de realidad se imitaba. ¿Era acaso la
realidad empírica de nuestro entorno? ¿o la realidad superior de las Formas? ¿Y qué
relación existen entre ellas? Pero en la nueva comprensión el arte no es imitación sino
expresión, en el sentido aquí formulado. Manifiesta, al mismo tiempo que advierte,
algo y lo completa.

El paso de la mímesis a la expresión ya estaba en camino mucho antes del período


romántico, de hecho, lo estuvo a lo largo de todo el siglo XVIII. Se nutrió de un puñado
de cosas: en parte, la nueva valoración del sentimiento dio mayor significación a su
expresión; en parte, también las nuevas concepciones de los orígenes del lenguaje t la
cultura en el grito expresivista prestaron color a la idea de que la primer habla fue
poética, de que los primeros pueblos hablaban en tropos porque hablaban con el
corazón y la expresión natural del sentimiento es la poesía.

Esta revolución no sólo extiende la interpretación expresiva más allá de la poesía (y


desde luego también la música, donde siempre tuvo una base) al arte en general, sino
que también le concede un nuevo y exaltado estatus en la vida humana. La teoría
expresiva del arte recibe una significación crucialmente humana, e incluso cósmica, al
ser asumida por la concepción expresivista de la humanidad y la naturaleza.

Se introduce una dimensión cósmica llegando hasta el extremo e percibir la fuente no


sólo como la naturaleza en nosotros, sino ligada al gran torrente de vida o del ser,
como hicieran la mayoría de los grandes escritores románticos de la época. El artista
no imita tanto la naturaleza como al autor de la naturaleza. El artista no crea imitando
algo fenomenológicamente preexistente. Por analogía, ahora la obra de arte no
manifiesta tanto algo visible que la supera, sino que se constituye a sí misma en el
lugar en que se da dicha manifestación. Shelley se inspira en el lenguaje de los
neoplatónicos del Renacimiento cuando dice que la poesía es “la creación de acciones
conformes con las inmutables formas de la naturaleza humana…”

Herder lo expresa sin rodeos: “el artista se ha convertido en un Dios creador”. Quizá la
imagen del artista romántico que mejor capta la mezcla de hacedor y revelador sea la
del adivino o el vidente. Para Shelley, el poeta “quita el velo de familiaridad que cubre
el mundo, y deja al descubierto la desnuda belleza durmiente que es el espíritu de sus
formas”. Como mediador entre la realidad espiritual y los humanos, el artista se
asemeja a un sacerdote. Pero esa revelación no implicaba únicamente copiar lo ya
formulado; la manifestación requería articulación. Por eso los escritores de este
período otorgan un lugar tan central a la imaginación creativa. En el siglo XVIII cuando
surge la distinción entre la imaginación meramente reproductiva, que simplemente
devuelve a la mente lo ya experimentado, quizá combinado en formas novedosas, por
un lado, y la imaginación creativa que produce algo nuevo y sin precedentes, por otro.
Esta distinción adquiere una importancia vital en el período romántico. Coleridge la
formula en su célebre contraste entre la “fantasía” y la imaginación propiamente
dicha.

La imaginación creativa es la fuerza que hemos de atribuirnos una vez que percibimos
el arte como expresión y no como simple mímesis. Por eso el período romántico
desarrolló su particular concepto del símbolo. El símbolo, a diferencia de la alegoría,
proporciona la forma de lenguaje en la que algo, que de otra forma supera nuestro
alcance, puede hacerse visible. El símbolo permite que lo que está expresado en esa
realidad penetre en nuestro mundo. Coleridge define el símbolo “caracterizado por la
translucidez de lo especial en lo individual…sobre todo por la translucidez de lo
eterno a través de lo temporal y en ello”. O de otro modo, el símbolo perfecto “vive
dentro de aquello a lo que simboliza y se asemeja, como el cristal vive en la luz que
transmite y es transparente como la propia luz”.

Una de las fuentes para esta concepción del símbolo perfecto fue la tercera crítica de
Kant y su noción del objeto estético que manifiesta un orden para el cual no es posible
encontrar un concepto adecuado. Esa idea influyó profundamente en Schiller y, a
través de él, en la estética de toda una generación.

Al orden engranado lo reemplaza la noción romántica de un designio o vida que


discurre a través de la naturaleza.

En cierta forma el desarrollo de la idea romántica parte del orden deísta de


naturalezas armonizadas. El orden romántico, en contraste con ello, no se organiza en
torno a principios que puedan ser captados por la razón desvinculada. Su principio del
orden no es asequible exotéricamente. Al contrario, es un enigma, y sólo es posible
entenderlo plenamente participando en él.

Pero si el orden de las cosas no está ahí exotéricamente para ser imitado por el arte,
entonces debe ser explorado y manifestado mediante el desarrollo de un nuevo
lenguaje que puede poner de manifiesto algo que en un primer momento era esotérico
y no plenamente percibido.
Para Shelley ya no es asequible ese recurso; el poeta tiene que articular su propio
mundo de referencias y hacerlas creíbles.

El poeta romántico tiene que articular una visión original del cosmos. En ese “lenguaje
más sutil” se está definiendo algo y algo está siendo creado, a la vez que manifestado.
Comienza una nueva época en la historia de la literatura.

Dos respuestas se dieron a las carencias del naturalismo ilustrado: la teoría de la


autonomía en Kant y el difuso movimiento intelectual que termina por percibir la
naturaleza como fuente.

La comprensión de la naturaleza como fuente emprende un camino diferente. Se


supone que también rescatará la dimensión moral, pero ahora la descubrirá en el élan
de esa misma naturaleza de la que nos hemos escindido. Las dos discurren por cauces
incompatibles: la división kantiana entre naturaleza y razón parece la negación de la
naturaleza como fuente, tanto como en la noción básica de la Ilustración; y, a los ojos
de un kantiano, la exaltación de la naturaleza como fuente parece tan heterónoma
como el utilitarismo. La tercera crítica de Kant es tanto una respuesta a la creciente
estética de la expresión como una importante obra primigenia para su desarrollo.

Tanto kantianos como utilitaristas tienden a posturas liberales y creen en la política


humanitaria y liberal, al igual que muchos de los que se adhirieron a la visión de la
naturaleza como fuente. La vida de la razón instrumental carece de la fuerza, de la
hondura, el brío y el gozo que aporta el estar vinculado al élan de la naturaleza.

La postura instrumental implica la objetivación de la naturaleza, lo que, como se


describió antes, significa percibirla como orden neutro de las cosas.

Al objetivar o neutralizar algo, declaramos nuestra separación de ello, nuestra


independencia moral. El naturalismo neutraliza la naturaleza tanto la de fuera como la
de dentro de nosotros mismos.

Y así, entre las grandes aspiraciones que nos llegan de la era romántica están las que
tienden hacia la reunificación: devolvernos al contacto con la naturaleza cicatrizando
las divisiones entre la razón y la sensibilidad, superando las divisiones entre la gente y
creando una comunidad. Esas aspiraciones siguen vivas: aunque las religiones
románticas de la naturaleza se hayan desvanecido, la idea de que debemos estar
abiertos a la naturaleza interior y exterior conserva aún toda su pujanza. La batalla
entre la razón instrumental y esta comprensión de la naturaleza todavía hace furor en
las controversias de la política ecológica. Una percibe la dignidad del hombre en el
hecho de que éste asuma el control de un universo objetivado mediante la razón
instrumental. La otra percibe que esta postura hacia la naturaleza denota la obtusa
negación de nuestro lugar en las cosas.

La batalla entre esas perspectivas espirituales, que da comienzo en el siglo XVIII,


siguen en pie, pese al hecho de que las doctrinas románticas sobre el torrente de vida,
o el Todo de la naturaleza, se hayan desvanecido casi por completo. Así la idea de
naturaleza como fuente ya no se refiere a un Dios o espíritu cósmico en el mundo,
pero la exigencia de estar abiertos o en armonía con la naturaleza dentro y fuera de
nosotros sigue aún muy viva.

Precisamente porque se trata de una filosofía de la libertad, a la filosofía moral


kantiana le resulta difícil obviar la crítica de que el agente racional no sea la persona
completa.

La noción de la naturaleza como fuente no puede obviar el hecho de que el simple


sumirse en unidad con la naturaleza sería una negación de la autonomía humana. Por
eso los grandes pensadores que surgen de la vertiente expresivista en este período
procura aunar la autonomía radical con la unidad expresiva, como observamos en
Schiller, Hölderlin y Hegel, por ejemplo. De ahí parte la noción de que la brecha entre
razón y naturaleza era necesaria, de que el hombre se vio obligado a hacerla para
poder así desarrollar sus facultades de razón y abstracción.

Las filosofías expresivistas de la naturaleza como fuente propiciaron el desarrollo de


una teoría de la historia en la que ésta se percibía de forma espiral, desde una unidad
primitiva no diferenciada a la conflictiva división entre razón y sensibilidad, humano y
humano, hasta una tercera reconciliación superior, en la que se mantuvieran
plenamente la razón y la libertad obtenidas en el segundo período.

A finales del siglo XVIII tiene lugar un tercer desarrollo, deudor en algo de Rousseau y
que introdujo en el pensamiento ilustrado la polarización entre el bien y el mal. Se le
ha dado el nombre de mesianismo político moderno.

El milenarismo – este término lo define mejor – cuenta con una larga historia en la
civilización occidental. Sus inicios se remontan a la Edad Media. Sería una era de
espiritualidad, de una forma superior de vida humana, que prepararía para la
consumación de todas las cosas.

La serie de escenas del milenarismo describe un momento de crisis, un momento en el


que está a punto de estallar un terrible conflicto que polarizará el mundo entre el bien
y el mal como nunca antes lo estuviera. Es el momento en el que el sufrimiento y las
tribulaciones de los justos se acrecientan dramáticamente.
Este proceso no termina con la Edad Media. Las expectativas milenaristas también
desempeñan un papel en la Reforma: en la sublevación de Münster de la de cada de
1530, por ejemplo.

El humanismo ilustrado aportó parte del contenido secular de esas expectativas. La


nueva era sería la era de la razón y la benevolencia de la libertad y el humanitarismo,
de la igualdad, la justicia y la autonomía. La imagen de polarización requería una
contundente noción del bien y del mal, no una que se volcara sólo en las diferencias
entre el autointerés ilustrado y el no ilustrado.

La revolución ofrece la esperanza de una nueva era, no porque proponga construir


por fin la sociedad de forma racional; la esperanza está más bien en que por fin aflore
la gran benevolencia latente en el hombre virtuoso, una vez que hayan sido barridos
los corruptos servidores de la tiranía.

Las expectativas milenaristas, que en realidad responden más a un talante que a una
doctrina, surgen al calor de la lucha revolucionaria.

Esa filosofía se combna con el sentido e crisis y de nueva posibilidad engendrado por
la Revolución Francesa, que desde luego la había inspirado en parte. Definía la
perspectiva de una política nueva y e una nueva cultura, que iniciaría Alemania. Algo
de esta clase de expectativa brilla a través de las líneas de la Phänomenologie des
Geistes de 1807, de Hegel, aunque éste conciba la transformación en términos
bastante apocalípticos.

Hegel incorpora todas las escenas tradicionales del milenarismo occidental pero en
una traslación filosófica. La batalla hegeliana nunca se entabla entre buenos y malos,
sino entre dos requisitos del bien; y el resultado es la síntesis, no la victoria total.

En otro lugar he tratado de mostrar que la teoría de la alienación de Marx y su


perspectiva sobre la liberación se fundamentan no sólo en el humanismo ilustrado,
sino también en el expresivismo romántico, y en última instancia en la idea de la
naturaleza como fuente.

Las teorías expresivistas de la naturaleza como fuente desarrollan, pues, sus


particulares concepciones de la historia y de las formas narrativas de la vida humana,
en lo que concierne tanto a la manera en que se despliega la vida individual hacia el
autodescubrimiento, como al modo en que esa vida encaja en el todo de la narración
humana.

Para entender el alma, somos llevados a contemplar el orden en que se encuentra, el


orden público de las cosas. Lo nuevo en la era postexpresivista es que el ámbito está
dentro, o sea, sólo está abierto a un modo de exploración que implica la postura de la
primera persona. Eso es lo que significa definir la voz o el impulso “interior”.

El sujeto postexpresivista moderno en realidad posee, a diferencia de los miembros de


cualquier cultura previa “hondura interior”. El sujeto con hondura es, por tanto, un
sujeto con facultad expresiva. Algo fundamental cambia en el siglo XVIII. El sujeto
moderno ya no se define sólo por la facultad de control racional desvinculado, sino
también por una nueva facultad de autoarticulación expresiva: la facultad atribuida a
la imaginación creativa desde el período romántico.

Nuestros contemporáneos victorianos

Esas dos enormes y multifacéticas transformaciones, la Ilustración y el Romanticismo,


con su propia concepción expresiva del hombre, han hecho de nosotros lo que somos.
Si buscáramos causas, la revolución industrial y el surgimiento del nacionalismo
moderno.

Instintivamente aún echamos mano de vocabularios antiguos que debemos a la


Ilustración y al Romanticismo. Por eso los victorianos están tan cerca de nosotros.

El hecho de que la propia imagen de la historia como progreso moral, como


“superación” de nuestros antepasados, que apuntala nuestro sentido de superioridad,
es en muchos sentidos una idea victoriana.

Desde 1800 nuestra historia ha sido una lenta difusión hacia fuera y hacia debajo de
los nuevos modos de pensamiento y sensibilidad en las nuevas naciones y clases, y
cuya transferencia ha implicado en cada caso una cierta forma de adaptación a la
transformación de las ideas.

Una cosa que nos ha legado la Ilustración es el imperativo moral de reducir el


sufrimiento.

El desarrollo asumió diferentes formas; y muy notable fue la divergencia radical entre
las sociedades anglosajonas y la francesa. En esta última el sentido de progreso fue
militantemente “laico”y en general contó con la oposición de quienes estaban del lado
de la iglesia. Pero en Inglaterra y en Norteamérica el excepcionalismo fue una mezcla
de ideas cristianas e ilustradas. La noción de progreso y el énfasis en las mejoras
planificadas racionalmente procedían de la Ilustración. Pero la inspiración y el
impulso en gran parte procedían aún de la fe cristianay del sentido de
excepcionalismo propio de la civilización cristiana.
En términos generales la era victoriana fue más piadosa y tuvo más interés por el
estado de la religión que el siglo XVIII. Pero la fe que emergió de dicho resurgimiento
fue significativamente distinta – entre otras cosas por su intenso interés práctico – de
la que existió antes de la Ilustración.

El sentido de excepcionalismo de la nueva edad cristiana reunió cosas como la


crueldad, la tortura, la indecencia, la embriaguez y el desorden físico en general como
rasgos que los nuevos tiempos estaban obligados a superar.

El impulso del movimiento antiesclavista británico y del abolicionismo americano fue


en parte religioso. Aunque los filósofos generalmente estaban en contra de la
esclavitud, muchos de ellos jugaron con teorías racistas. Hume, por ejemplo, opinaba
que los negros eran inferiores.

Algo importante e irreversible sucedió en efecto en la última parte del siglo XIX con el
surgimiento de la increencia en los países anglosajones.

Quizá las sociedades latinas hayan realizado la ruptura; en Francia la Ilustración y la


Revolución presenciaron un cambio crucial. Pero en Inglaterra y en los Estados
Unidos éste se efectuó en la segunda mitad del siglo XIX. En la primera mitad del siglo
la marea refluye hacia la ortodoxia – los evangélicos de la secta Claphman eran
ciertamente parte del movimiento – y el deísmo dejó de estar en boga por un tiempo.
Cuando la marea de la ortodoxia retrocede de nuevo en la última parte del siglo, va
más allá del deísmo. El ateísmo o “agnosticismo” es ahora una opción.

O bien la creencia cedió paso a la racionalidad científica o, si no, cayó víctima de la


industrialización y el desarrollo de nuestra sociedad móvil y tecnológica.

La religión terminaría marchitándose. Las grandes energías deben funcionar


lentamente y sólo después de muchos disturbios y largas y continuadas oscilaciones el
mundo se mueve de una posición de equilibrio a otra.

De hecho esas dos explicaciones que vamos a denominar la cientifista y la


institucional, se combinan fácilmente porque comparten ciertas premisas.

Crece en varias dimensiones un nuevo sentido acerca de la naturaleza que habitamos


como algo inmenso: no sólo en el espacio, sino también en el tiempo, y luego,
sobrepasándolos, en la dimensión de su microconstitución. La nueva perspectiva del
tiempo y la nueva dirección en la biología se combinaron en el explosivo impacto que
produjo la publicación en 1859 de la teoría de Darwin.
La obra de Darwin tuvo consecuencias devastadoras para la creencia dadas las
estructuras intelectuales en las que se proyectaba la fe, principalmente, pero no
exclusivamente, en los países protestantes.

Hemos visto cuán central fue para el deísmo, pero también afectó virtualmente a todas
las tendencia en el seno de la Iglesia.

El giro hacia la interpretación literal de la Biblia en las Iglesias protestantes y la


crucial significación apologética otorgada a los milagros de Cristo como prueba de sus
credenciales, algo que ya habían subrayado Locke y otros, agravaron la vulnerabilidad.

La ética de la creencia se enlaza a través de la ciencia con una tercera fuerza


importante, la demanda de benevolencia. Al igual que en el caso de la Ilustración
increyente, para los victorianos la ciencia estaba vinculada al progreso en la
tecnología y, por consiguiente, en la mejora humana, tradición ésta que se remonta a
Bacon. Así pues, el vuelco desde la religión a la ciencia no sólo anunciaba una mayor
pureza de espíritu y una mayor hombría, sino que también los alineaba con las
demandas del progreso y el bienestar humanos.

Y de hecho como vimos con Betham y la Ilustración increyente, muchos acariciaban la


noción de que enfrentarse a un universo sin Dios liberaba las reservas de
benevolencia que llevamos en nosotros mismos.

Alguno de estos temas se aúnan en la conmovedora declaración que aparece en una


carta de Thomas Huxley. En ella habla acerca de su juventud inmoral y posteior
reforma, y pregunta qué fue lo que hizo que sucediera de ese modo.

Esta es la recia moral alternativa que produjo tal fisura en la religión victoriana. No se
trataba de una supuesta incompatibilidad lógica entre la ciencia y la fe, sino que fue la
imperiosa demanda moral de no creer lo que condujo a muchos victorianos a pensar
que tenían que abandonar; por muy penoso que les resultase, la fe de sus mayores.

Lo que inspira respeto hacia el hombre no es sólo su éxito, sino que se haya puesto a la
altura de su éxito extendiendo su conocimiento y ensanchando su visión. “El
verdadero espíritu prometeico de la ciencia significa liberar al hombre dándole el
conocimiento y alguna medida de control sobre su entorno físico. La era científica,
una vez que se haya desembarazado de los mitos tradicionales de la humanidad
construye la mitología del materialismo científico, guiada por los artefactos
correctores del método científico, dirigida por un llamamiento preciso y
deliberadamente afectivo a las necesidades más profundas de la naturaleza humana y
conservada con toda su fortaleza por la ciega esperanza de que la travesía en la que
ahora estamos embargados nos llevara más lejos y será mejor que la que acabamos de
finalizar.

En nuestro siglo ha siglo ha sido articulado por Bertrand Russell que en La esencia de
la religión distingue dos naturalezas en los seres humanos, una “particular, finita,
centrada en sí misma; la otra universal, infinita e imparcial”. La parte infinita “brilla
imparcialmente”

Lo que sucedió en las culturas anglosajonas en la crisis de fe victoriana es que, por


primera vez, la fe en Dios tuvo a disposición un horizonte moral alternativo. A partir
de ese momento la creencia y la increencia existen en contraste y tensión entre ambas,
y ambas se hacen problemáticas por el hecho de existir en ese campo de alternativas.
Niguna de las dos se beneficia de la indiscutible seguridad de que disfrutara la fe
religiosa en épocas anteriores. Las fuentes morales pueden encontrarse no sólo en
Dios, sino en las dos nuevas “fronteras”: la dignidad que otorga a nuestras facultades
(en un principio sólo las de la razón desvinculada, más ahora también la imaginación
creativa); y la hondura de la naturaleza interior y exterior.

También existía toda una gama de posiciones que descendían del Romanticismo. Este
podía ofrecer sus particulares sendas hacia la increencia, mas quienes las transitaban
mantenían una postura muy crítica respecto al cientifismo.

Goethe hilvanó la articulación más influyente. Era el sentido de que el ideal de la


integridad expresiva encajaba mejor en la perspectiva “pagana” de los antiguos que en
las aspiraciones trascendentes del cristianismo.

El interrogante que me ocupó en el largo excurso sobre el siglo XIX y la crisis de fe es:
¿qué es lo que subyace en el sentido del excepcionalismo histórico, que reconocemos y
cumple con las tan estrictas exigencias de justicia y benevolencia universales?

Naturalmente la raíz primigenia de la demanda de procurar justicia y bienestar


universales se ha de encontrar en la tradición religiosa judeocristiana.

Dotoievski en un espléndido pasaje de El adolescente, también ofrece cierto sentido de


dicha conexión. Versilov presenta la visión del día en que los humanos despertarán
sólo para encontrar que están absolutamente solos en el universo, que no existe Dios
ni inmortalidad, que sólo se tienen a sí mismos. Y el resultado será una tan grande
caudal de ternura y cuidados recíprocos que el mundo se transformará en un paraíso.

Pero aquí ya estamos penetrando en el terreno de otra familia de respuestas, las que
descienden de Rousseau. Rousseau se fundamente en otro de los grandes temas del
siglo XVIII, el de la empatía. El ser humano “natural” siente una empatía animal; le
inquieta presenciar el sufrimiento y está movido a ayudar. En la sociedad ello puede
ser fácilmente sofocado.

Rousseau sugería una imagen del ser humano caracterizada por un gran fondo de
benevolencia, cuyas fuentes eran tan naturales y espontáneas en nosotros como
cualquiera de los deseos normales. El sustituto de la gracia es el impulso interno de la
naturaleza.

Esta idea fue asumida de diferentes maneras. En cierta forma secontinúa en las teorías
románticas de la naturaleza como fuente, en la imagen de un ser restaurado cuyos
sentimientos espontáneos, incluso los deseos sensuales, han quedado imbuidos de
benevolencia, como aquellos “ebrios de fuego” que penetran en el santuario de la
alegría en el poema del joven Schiller, o en la figura de Empédocles de los primeros
borradores de Hölderlin.

Todos esos posibles sustitutos de la gracia – la nítida visión de la razón científica, el


rousseauniano o romántico impulso interior de la naturaleza, la buena voluntad
kantiana y la bondad sarastriana – han contribuido a fundamentar la confianza de que
es posible cumplir con las exigencias de la benevolencia universal. En la vida real de la
cultura moderna no han sido tratados como alternativas a la fe religiosa, ni tampoco
se los ha visto como incompatibles con ella.

Existe otro tema de gran importancia, que se introduce ya hacia el final, y es la batalla
que se establece entre la Ilustración y el Romanticismo tal como se está desarrollando.

Las dos vertientes han discrepado desde un principio; las teorías expresivas emergen
parcialmente como una crítica a la unidimensionalidad de la razón instrumental. Pero
también logran existir de un modo curioso en nuestra cultura.

El expresivismo romántico brota de la protesta en contra del ideal ilustrado de la


razón instrumental, desvinculada y las formas de vida moral y social que fluyen de
ella: el hedonismo y el atomismo unidimensionales. La protesta continúa a través del
siglo XIX en diferentes formas y adquiere aún mayor relevancia a medida que la
sociedad es transformada por la industrialización capitalista en una dirección cada
vez más atomista e instrumental. La acusación en contra de esta forma de ser es que
fragmente la vida humana: dividiéndola en departamentos desconectados, como son
la razón y el sentimiento; separándonos de la naturaleza, separándonos a unos de
otros.

Desde Schiler, desde Tocqueville, también desde Humboldt, y desde Marx a su manera,
el Romanticismo fue fuente de un importante espectro de visiones políticas
alternativas, críticas de la sociedad instrumentalista, burocrática e industrial que se
desarrollaba en Occidente. Una línea de éstas quedó injertada a través de Tocqueville
en la tradición humanista civil y ha contribuido a mantenerla controvertida hasta el
siglo XX.

Pero otro fruto del Romanticismo en el seno de la política moderna es el nacionalismo.


La cara más fea del nacionalismo moderno suele combinar en sí una llamada
patriotera a la personalidad o voluntad nacional, con la pulsión por el poder que
justifica el recurso a los medios industriales y militares que sean más eficaces. El caso
extremo de este repulsivo fenómeno es el de la Alemania nazi. Ahí tenemos un
régimen que accede al poder en parte por los reiterados llamamientos a la integridad
expresiva contra la razón instrumental. El nacionalismo en su modalidad patriotera
puede destruir su justificación original en el expresivismo herderiano.

La proyección romántico-expresiva del pensamiento y la sensibilidad, bien sea en la


política, en el arte, en las teorías de la cultura, o solo como cruda protesta contra la
sociedad instrumental, atraviesa una importante transformación en el siglo XIX. Para
poder trazar mejor dicha transformación seguiremos dos caminos relacionados entre
sí.

1. El primero fue la imagen de la naturaleza. Los románticos desarrollaron una


visión expresiva de la naturaleza, a veces percibida como un gran torrente de
vida que fluye a través de todo y emerge también en los impulsos que sentimos
dentro de nosotros mismos.
La naturaleza es el “Espíritu visible”. Esto ciertamente se asemeja a las antiguas
teorías neoplatónicas del Renacimiento, donde la realidad física que nos rodea
es también la encarnación de las Ideas. Lo que ha cambiado es la noción de
encarnación. La manifestación ya no es la manifestación en el flujo de una
Forma impersonal; ahora más bien se entiende en el modelo de la
autorrealización del sujeto que se completa y define en el proceso de
automanifestación. El orden de la naturaleza ha sufrido un giro subjetivista. De
ahí se sigue que nuestro acceso a él potencia esencialmente nuestras facultades
de autodefinición expresiva, la imaginación artística, tal como la concibe el
joven Schelling, o la “razón” en el peculiar sentido que Hegel da a este término.
2. El segundo cambio está obviamente relacionado con este. En las reflexiones
sobre el pensamiento humanista civil y el nacionalismo, que aparecen en la
teoría de la cultura de Arnold, el expresivismo romántico se percibe
apretadamente entretejido con las aspriaciones morales que he estudiado
anteiormente: como su mayor fuente de apoyo o su complemento normal. Mas
la propia noción de la realización mediante el arte contiene, como hemos visto,
las semillas de una posible fisura. Dicha fisura la produjeron corrientes que
influyeron en la cultura del siglo XIX y cuyas consecuencias son aún parte de
nuestra vida. Para examinarlas es preciso investigar las epifanías de la
imaginación creativa durante ese período.
Melian Lafinur. El romanticismo literario

Carácter general del romanticismo

Un fenómeno histórico tan amplio y complejo como el Romanticismo es un verdadero


drama espiritual, un conflicto de ideas y sentimientos en que se han puesto en juego
los fundamentos mismos de la cultura de Occidente y cuyos efectos, con formas más o
menos latentes u ostensibles, se prolongan todavía en algunas características
manifestaciones actuales, como ser en los elementos irracionalistas de la filosofía de
nuestro tiempo,.

El Romanticismo, siendo sólo un período de renovación y de transito, no acertó a


destruir y reemplazar todo aquello que motivaba su reacción y salvo en los dominios
de la estética, de las artes y de la historiografía, no incorporó mayores conquistas. No
logró imponer una nueva concepción de mundo, ni proporcionar una interpretación
válida de la realidad, ni instituir una norma viable de vida humana.

El Romanticismo debe ser considerado esencialmente como una disposción,


modalidad o tendencia susceptible de manifestarse siempre en el hombre y de la cual
aquel período no es sino la expresión colectiva más saliente y poderosa que se haya
producido nunca.

El Romanticismo en cuanto fenómeno histórico, el Romanticismo del siglo XIX, ha de


considerarse pues el fruto de un estado social en que el espíritu romántico, siempre
existente, prevaleció más que nunca en el mundo, merced a distintos factores, se
impuso sobre la concepción de la vida y el arte hasta entonces predominante y llegó a
condicionar todas las manifestaciones de la existencia conforme al primado casi
exclusivo del sentimiento y la imaginación.

Los humanistas eran fanátios e imitadores serviles de la literatura greco-latina;


mientras que los c´lásicos, herederos suyos, tenían también el culto de esa literatura,
pero la imitaban con cierta independencia y espíritu crítico. Conjuntamente con el
clasicismo se había ido incubando también el racionalismo, que halla su gran filósofo
en Descartes. Se llega así hasta el siglo XVIII, en que ambas corrientes congéneres
subsisten pero van debilitándose. Las ideas de ese siglo se desvanecen con rapidez y,
como dice Taine, “hacia 1810 la última ondulación se detenía”. El pensamiento
europeo tomaba otras orientaciones.

El romanticismo se rebela, contra todos esos antecedentes. Se levanta contra la Edad


Moderna, contra la Ilustración, contra el conjunto de nociones y valoraciones en que
cuaja y se fija la visión moderna del mundo en el siglo XVIII.
El romanticismo en sus principios y desde el punto de vista literario y artístico en
general, pretendió tender a un verdadero realismo; acercar más el arte a la vida y a la
naturaleza.

El teatro romántico

El drama romántico estaba destinado a desalojar violentamente a la tragedia clásica.


Los mismos franceses, una vez imbuidos en los principios de la naciente escuela (los
románticos), repudiaban la tragedia clásica, sobre todo en manos de los continuadores
o herederos bastardos del Gran Siglo, y aspiraban a desterrarla reemplazándola por el
drama moderno.

Hemos nombrado varias veces a Shakespeare en esta reseña de la formación del


teatro romántico y ello nos obliga a explicar más detenidamente la influencia enorme
que el dramaturgo inglés tuvo sobre los poetas y escritores románticos. Hasta
entonces, por lo menos hasta bien entrado el siglo XVIII, el poeta fue casi ignorado en
el continente y considerado en su misma patria de modo poco favorable. Más tarde,
grandes autoridades literarias de Inglaterra favorecieron directa o indirectamente el
concepto del teatro de Shakespeare, propendiendo a destruir algunas preocupaciones
propias del “criterio clásico”, que obstaban a su glorifiación.
Carlos Bousono. E pocas literarias y evolucio n

El sistema romántico. Capítulo II

El foco radiante del romanticismo, como el de cualquier otra época, es, el sentimiento
individualista. Pero este período se diferencia de todos los que le antecedieron por la
especial agudeza con que tal sentimiento se produce. Y este alto grado de
individualismo el que hace entender de inmediato la afición romántica por todo lo que
está individualizado, lo que tiene carácter, lo que posee “color local”. De ahí tanto
interés de la época por el folklore, y, en general, por lo popular, como el costumbrismo
de un Mesonero Romanos o de un Estébanez Calderón.

El gusto por el color local tendrá otra consecuencia importante: la exacerbación del
regionalismo o del nacionalismo, amén del exotismo y orientalismo de la época, que
explicaremos también de otro modo enseguida.

El racionalismo neoclásico pretendía conocer lo universal y sólo lo universal. El


Romanticismo busca el conocimiento de lo concreto para el que no vale la razón
abstracta. Generalizadora, que queda así, en cierto modo, desechada o puesta en su
verdadero lugar, a favor de ciertas formas del conocimiento irracional que se
pretenden a este propósito superiores y por tanto, más racionales en otra forma del
concepto de razón.

El sentimiento (Rousseau, Fitche, Herder); la endopatía (Herder) o la fe (Fitche, de


Maistre, Herder); la fe, esto es, la suma de las opiniones recibidas sin examen,
indispensables siempre al hombre.

El repudio de las abstractas reglas racionales de la Preceptiva es sólo un capítulo del


desdén romántico por las generalizaciones, válidas para un aspecto de la realidad,
pero sólo para uno, no para todos sus lados, y ni siquiera para el más interesante que
es en este período el de la realidad concreta.

En esta época nace, el concepto de arte en cuanto simbolismo, usando la palabra en su


sentido más riguroso, y, por lo tanto del concepto de arte como portador de un
significado intrínseco y secreto, o sea, como portador de un significado “misterioso”
innegable que escapa al control racional. Y no sólo eso: los alemanes de este período
llegan, incluso, a definir el después, ya en el período contemporáneo, se hizo: así
Goëthe, Schlegel, Schelling, Schiller, Humboldt. En la concepción del símbolo, llegaron
los románticos alemanes, para su época, muy lejos; en la práctica, por el contrario, se
quedaron basantes mas cortos.
Historicismo

La Ilustración, al considerar en el hombre únicamente su naturaleza racional, la


misma en todas las épocas y países, situaba y proyectaba a aquél. En cierto modo,
fuera del tiempo y del espacio. El romanticismo, por el contrario, al ser más
individualista e interesante, consiguientemente, por el individuo concreto en cuanto
distinto a cualquier otro, forzosamente había de instalar a éste en la historia, pues
toda realidad concreta implica un “aquí” y un “ahora”, y, por lo tanto, implica la
situación del individuo en el seno de un terminado pueblo (nacionalismo romántico),
que se halla a su vez en un cierto momento, irrepetible y único, del desarrollo
temporal.

Al interesarse el romanticismo por la singularidad, la cual es siempre discrepancia y


oposición, o sea, lucha, de la oposición y de la lucha hará la época principio creador y
evolutivo (“tesis”, “antítesis” y “síntesis” de Hegel; “atracción” y “repulsión”, y, en
general “polaridad” de Scheling y de Göethe)

Sentido histórico e individualismo

En una época, la romántica, en que, poco antes, había ocurrido un avance tan
espectacular de la ciencia, antes, había ocurrido un avance tan espectacular de la
ciencia, y, como consecuencia, otro en la técnica (Revolución industrial), por más
inmediatamente visible de mayor espectacularidad aún, amén de una revolución
política, la de 1789, la cual había deparado al hombre común los derechos de que
antes sólo disponían algunos privilegiados; en esa época, la superior conciencia de sí
mismo, alcanzada por el hombre, significaba, además, indudablemente, a mi juicio, una
superior confianza de ese hombre como tal en su propio ser, que es una posibilidad de
eso que hemos venido denominando individualismo, al llegar éste a un cierto grado y
en ciertas circunstancias de acondicionamiento histórico.

Subjetivismo: sentimentalismo, grandeza, sinceridad

Si el individualismo, en nuestra tesis, es la “conciencia de mí mismo en cuanto


hombre”, el subjetivismo vendrá a ser la importancia que otorgo a ese “mí mismo”, la
importancia que otorgo a la interioridad humana, interioridad que, en el
romanticismo, se identifica con el yo.

Individualismo y subjetivismo aparecen así como nociones que se relacionan


íntimamente: la conciencia de mí mismo, al surgir como confianza en mi yo, trae
consigo la importancia que concede a ese yo. Y como en el romanticismo la confianza
en el yo es muy grande, grande será la importancia de ese yo o subjetivismo. Y tales
proporciones llegará a poseer es importancia, que en comparación al yo, el no yo o
mundo dejará de importar. El mundo, la cosas del mundo, no importatán más que
como productores de sentimientos. Los románticos se manifestarán así como
sentimentales. Sentimentales en todo: en la religión, etc., tanto como en el arte.

Infinitud, como tendencia fundamental del Romanticismo. Se aspirará de este modo a


la grandeza, si conseguida en ocasiones, a veces no conseguida, y cuando esto último
sucede, se caerá en la oquedad del puro ademán, en la vana hinchazón, la palabrería
sin contenido, el énfasis, la grandilocuencia.

El subjetivismo explica lo que entrecomillando la frase podríamos denominar “afán de


confesión” o “sinceridad romántica”: el romántico busca expresar lo más espontánea y
directamente posible su vida en sus obras, esto es, intenta formalizar los auténticos
contenidos de su psique.

El romanticismo propende identificar al poeta con el personaje que en sus versos le


sustituye. Ahora bien: la discrepancia entre ilusión y realidad, entre lo que se piensa y
lo que verdaderamente se es, posee en el romanticismo el curioso efecto antes
indicado.

La inspiración

Subjetivismo, pues. Privará entonces la “inspiración” interior sobre la externa


objetividad de las reglas de la tradicional Preceptiva. El artista hará lo que le dice su
instinto: se sentirá, pues, libre frente a todo “modelo”. El concepto de “creación”
empezará a sustituir al concepto mímesis, sin duda como resultado del subjetivismo.
Con frecuencia, hasta se confundirá libertad con libertinaje. Incluso algunos
científicos, influidos por los “Naturphilosophen”, se dejaron llevar por la veneración
de la intuición “genial” o inspiración y desdeñaron el experimento.

Desilusión

La importancia e hipertrofia del yo o subjetivismo da cuenta, asimismo, de una de las


cosas que más inmediatamente llama la atención al encararnos con el instante
histórico y artístico que nos ocupa; la aparición, no ya de las intensas afecciones que
dijimos, sino particularmente de aquellas que poseen un cariz negativo. Los
románticos eran especialistas de la depresión, el desencanto, la melancolía ¿Por qué?
Al confiar mucho en sí mismos e hipertrofiar el yo, el romántico exigirá también
mucho de la realidad; pero exigir mucho dista un paso de exigir demasiado, y no será
difícil que ese paso se dé.

El desengaño frente a la realidad tolera multitud de respuestas, todas diferentes entre


sí, en cantidad o cualidad, congruo reflejo de la diversidad humana: melancolía, mayor
o menor, matizada, además, personalmente; o dolor, o pesimismo, en variación
idéntica; o, en fin, acaso, desesperación, que, en la extensa gama de lo posible, puede
llegar hasta el suicidio, característico también, nadie lo ignora, de la época. Y es esta
tristeza de los románticos, o son esos otros sentimientos aún más graves de su misma
familia, los que dan lugar a ciertos temas que pueden expresarlos: el tema que dan
luego a ciertos temas que pueden expresarlos_ el tema de la noche, el de la luna, el de
las ruinas, el del amor desgraciado, el de la incomprensión, el de la soledad…

Idealismo. Pues, que el romántico extenderá a todas las esferas, tanto positiva como
negativamente: los hombres, por idealismo, serán con frecuencia divididos en una
dicotomía de buenos y malos. Y ello llevado al límite. El romántico opera con plena
espontaneidad.

Por eso también y no sólo por lo dicho antes, ama el romántico la antítesis,
intensificadora siempre de los elementos que se encuentran y oponen: antítesis de
sentimientos, de realidades, de estilos, de actitudes. El caso era oponer unas cosas a
las otras para así aumentarlas.

Otras salidas de la decepción.

Y, si fallaban todas esas defensas contra la realidad decepcionante, quedaba el recurso


de modificar esta en actitud revolucionaria. Pero, la fuga puede realizarse en el
espacio como también en el tiempo. Ir hacia el pasado, el pasado personal, con la
evocación o la nostalgia, o el pasado colectivo, con la reconstrucción y el sentido
histórico, o hacia el futuro (ciencia ficción, por ejemplo, con Julio Verne, y sobre todo,
progresismo, la creencia

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