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Entre 1770 y 1778 parte de la más joven generación literaria volcó, en movimiento de
repulsa contra la razonadora Ilustración y su mundo del buen sentido, la fuerza
creadora de lo que se ha dado en llamar “Sturm und Drang”, que significa algo así
como “ímpetu y ataque” que concretaba una rebelión contra todo lo
institucionalmente establecido, también abría cauce al sentimiento que la Ilustración
había refrenado, bajo el lema de la libertad absoluta, la abolición de toda traba. Sus
jóvenes iniciadores son precursores del romanticismo por más que la escuela
romántica aparezca como tan treinta años más tarde.
Idolatraron a Shakespeare como prototipo del genio que había sabido expresar la
naturaleza auténtica y desnuda del hombre mediante un arte que huía de toda regla,
ello cuando el mundo ilustrado juzgaba a Shakespeare como una fuerza bárbara e
ininteligible para el arte.
Con envidiable buena fe creían ser genios auténticos, titanes, seres originales guiados
exclusivamente por el instinto de su propia naturaleza. Su otro antecedente necesario
fue Rousseau, el primero que había sabido disolver y exaltar el sentimiento por el
sentimiento mismo y el primero que había valorado la virtud de una naturaleza pura,
incontaminada todavía por el contacto con la civilización del hombre. Precisamente, el
hombre y lo humano, vueltos naturaleza era artículo de fe dentro del credo del “Sturm
und Drang”. Esta generación de rebeldes sentía en realidad una atracción ilimitada
por lo vital y en la obra, bastante menguada en lo que a calidad se refiere, intentó
mostrar, por sobre todas las cosas, la vida, sin detenerse en sus aspectos más crudos.
Entre los propios compatriotas consideraron como los maestros más cercanos a
aquellos que habían sabido traducir teóricamente sus ansias, es decir a Georg Hamann
y a Johann Gottfried Herder. A la razón opuso las fuerzas del alma, la aptitud
totalizadora, la unidad fundamental de las cosas, las potencias escondidas de la vida y
la comprensión del hombre como un ente absoluto. Para ello se basaba en una honda
experiencia religiosa, en una valoración de la Biblia, Homero y Shakespeare, y en una
nueva concepción del lenguaje y la poesía. Herder fue discípulo y continuador de
Hamann.
Más valiosa es la obra de Lenz, un báltico alemán, cuya carrera fue una continua
sucesión de fracasos originados por el desequilibrio de su temperamento. Lenz había
sido el más dotado de todos estos autores. Tenía, a diferencia del resto, una estimable
aptitud lírica, poseía talento para la farsa, como lo demuestra Pandämonium
Germanicum (1775) y la novela Der Waldbruder (1774) (El hermano del bosque) no es
totalmente desdeñable.
El otro lugar lo ocupa Johann Martín Miller (1750-1814) con su novela Siegwart
(1776), que cuenta floja y lacrimosamente una historia de amores frustados.
Dos nombres son indispensables en este moviiento: Goethe y Schiller. Ellos marcan el
comienzo y el final, respectivamente del Sturm und Drang. El primero con su drama
histórico Götz von Berlichingen (1771) y la novela Werther (1774), se convirtió en el
jefe indudable de los “Stürmer” y le dio su tonalidad más típica. En cuanto a Schiller, lo
epilogó brillantemente con Intriga y amor, en 1784. La magnitud de estos autores, sin
embargo, obliga a dedicarles capítulos separados.
Ya en 1789 había expuesto que la misión del artista consiste en descubrir, más allá de
la particularidad del objeto, lo típico en el, lo necesario y eterno al mismo tiempo, y
por ello, verdadero. El ideario clásico está ya formulado, y muy pronto concretado
Goethe sentía que el mundo y la naturaleza eran su auténtica patria. No es de extrañar,
entonces, que este ciudadano del mundo postulara una literatura universal, más allá
de toda frontera, y que ansiara constantemente la ampliación de su perspectiva, que
incluía, por supuesto, la del propio país, como se demuestra en el remozamiento y
renovado interés por el Medievo alemán.
La primera parte apareció en 1808 y la atraviesa la desmesura titánica del “Sturm und
Drang” a través del ropaje gótico y los versos a lo Hans Sachs, o del rejuvenecido
doctor a quien Mefistófeles ofrece románticamente juventud, poderío y riqueza. Esa
extensión de todas sus potencias, aún pasando sobre la tragedia de Margarita, esa
perscución de sus sentidos y aspiraciones terrenales, son el germen de su
culpabilidad. El colorido y la presentación de esta parte hicieron necesaria una
continuación que la misma vida de Goethe iba exigiendo.
Margarita Estevez Saa . LA LITERATURA GOTICA EN LENGUA INGLESA:
AVATARES DE UN GE NERO POPULAR.
La literatura gótica hace referencia a un tipo de textos que han sufrido diferentes
avatares y una muy distinta consideración.
Williams en su recorrido por las acepciones del término popular, hace referencia a
distintos momentos en los que la consideración de popular es vista bien desde la
perspectiva de la gente que considera popular aquello que entiende y le agrada, bien
desde el punto de vista de quienes ostentan el poder y desean ganarse el favor del
pueblo a base de concederle algo que esté al alcance de su entendimiento para su
deleite.
Los escritores que contribuyeron con sus narraciones al género gótico fueron
especialmente conscientes del carácter popular de las mismas y hacen alusión tanto al
hecho de que los temas, las actitudes, creencias, supersticiones, comportamientos, etc.,
que reflejaban en su ficción provienen precisamente de tradiciones popular que se
transmitían de padres a hijos; como a la gran aceptación que este tipo de narraciones
tiene entre el público lector.
Estas obras gustan enormemente al público, incluso a aquellos que aparentemente las
condenan.
También el clásico de Henry James, The turn of the Screw comienza con una reunión de
un grupo de personas en torno al fuego en Navidad.
Como se puede comprobar, los escritores góticos mencionados aluden a algo más que
a las comunidades germánicas que se rebelaron contra el cristianismo. Por ello me
parece que resulta mucho más útil relacionar esta preferencia de los escritores por
sociedades y lugares remotos en el tiempo y en el espacio con su deseo de justificar su
libre tratamiento de unos temas y unas actitudes que no por ser popularmente
aceptados y disfrutados eran considerados “serios” y acordes al buen gusto.
En cuanto a Edgar Allan Poe fue más allá en su ficción y concretamente en “The Oval
Portrait” – 1845 – desmontó esta tradicional oposición entre fantasía y realidad, entre
la libertad del arte y la cotidianeidad de la vida, entre el romance y la novela cuando
en un texto que claramente reflexiona sobre el propio proceso de representación,
como es “The Oval Portrai”, nos presenta un relato en el que en el momento en que el
pintor protagonista termina su retrato, su obra de arte cobra vida y paradójicamente
tiene lugar la muerte de la modelo que lo inspiró.
Para Mary Shelley el tema que presenta en su Frankenstein bien podría defenderse
teniendo en cuenta los avances y teorías científicas que presentan nuevas
posibilidades a la realidad. Además de justificar en torno a la creencia o el
escepticismo del público lector con respecto a este tipo de narraciones populares, y
las posibles consecuencias de las diferentes actitudes, los escritores han comentado
en sus propios textos ciertas las características de los mismos como pueden ser el
tono empleado. Así, el género gótico en la literatura norteamericana, según algunos de
sus autores, ha desarrollado un tono claramente burlesco.
Desde sus comienzos, por tanto, la literatura gótica en lengua inglesa ha estado
claramente y conscientemente preocupada y ocupada por su auto-definirse, por
explicarse y describirse a sí misma, por crear su propia historia. Los propios
escritores elaboraron estudios críticos en torno al género, como es el caso de los
trabajos de Anna Laetitia y John Aitkin.
El propio Edgar Allan Poe, maestro del género gótico en la literatura norteamericana,
comienza el Retrato Oval con una alusión a Anne Radcliffe.
Lucí a Solaz. Literatura Go tica
A pesar de las ideas dominantes de orden y sobriedad, la afición por el exceso gótico
pronto captaría el interés de los intelectuales británicos. Desde esta afición creció una
escuela de literatura gótica frecuentemente derivada de modelos alemanes. La
sucesión de narrativas góticas que proliferaron entre 1765 y 1820, con un nuevo
brote a través de la era victoriana estableció una iconografía que todavía nos es
familiar a través del cine: húmedas criptas, paisajes escarpados y castillos prohibidos
habitados por heroínas perseguidas, villanos satánicos, hombres locos, mujeres
fatales, vampiros, doppelgangers y hombres lobos.
Desde sus comienzos, el gótico se impuso como una literatura de estructuras que se
derrumban, de recintos horribles, de sentimientos prohibidos y caos sobrenatural.
Deleitándose en lo maligno sobrenatural, el gótico trataba de subvertir las normas del
racionalismo y del autocontrol apelando a la eterna necesidad humana de elementos
inhumanos, una necesidad no satisfecha por el sensato y decoroso arte de la Edad de
la Razón. Walpole abrió la puerta a un universo alternativo de terror, de confusión
psíquica y social cuya mera existencia había sido negada por el sistema de valores
neoclásico. Esplendor en ruinas, hermoso caos, atractiva decadencia, espectáculo
espantoso y extravagancia sobrenatural se convirtieron en los rasgos definitorios de
una nueva estética gótica. El recinto fatal, metáfora central de toda ficción gótica,
sirvió al objetivo implícito del gótico como una respuesta a la inseguridad política y
religiosa de una época agitada.
En 1764 todas las connotaciones del término “gótico” eran negativas, dado que había
sido usado para denigrar objetos, personas y actitudes consideradas bárbaras,
grotescas, ordinarias o primitivas. Describiendo su obra como una “historia gótica”,
Walpole no sólo elevó el estatus del adjetivo, sino que también proporcionó una
etiqueta para la narrativa que le seguiría.
El gótico fue madurando y en las décadas de 1778 y 1780 siguió dos líneas de
desarrollo, una que continuaba el espíritu subversivo de Walpole y otra línea más
conservadora, doméstica y didáctica. Estas tendencias se pueden apreciar en las
novelas de las dos figuras más importantes de la escuela gótica: Matthew Leis y Ann
Radcliffe. En contraste con la escasa validez de las populares novelas por entrega, la
narrativa gótica psicológica de calidad intelectual seria mantuvo la buena salud del
gótico durante la década de 1820. Frankenstein de Mary Shelley, Melmoth el errabundo
de Maturin y Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg
demostraron el trágico potencial del gótico y dieron una pista sobre la clase de
sofisticación psicológica y metafísica que marcaría las obras de Hawthorne y Le Fanu.
La riqueza simbólica y filosófica de estas novelas góticas indica el papel principal que
desempeñaría el goticismo durante el siglo XIX, activando los oscuros sueños de
muchos grandes escritores que se volvieron hacia el gótico para realzar el carácter
trágico de su arte.
El gótico florecería de nuevo en la segunda mitad del siglo XIX. En lugar de escapar
del gótico temprano, los cuentos de terror de la época victoriana demostrarían la
elasticidad del gótico adaptando muchos de sus temas y rasgos formales.
Edgar Allan Poe, que añadió al lenguaje e imaginería gótica sus propias obsesiones,
limitó casi toda su producción gótica a la narrativa breve al tiempo que insistía en la
necesidad artística de la brevedad en sus escritos críticos.
Las escritoras góticas se sintieron atraídas por el gótico no sólo porque deseaban
satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también
porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la
mujer en un mundo de hombres.
La ciencia ficción es una forma literaria popular y entra dentro del fenómeno los
géneros que se desarrolla desde mediados del siglo XIX hacia la actualidad.
Precursores:
Puede citarse el hecho de que por lo general tienen que ver con mentes inquisitivas,
especuladoras, satíricas, humorísticas, apartadas de las corrientes comúnmente
aceptadas de la literatura de la época, y en más de una ocasión, pertenecientes a
filósofos, predicadores de nuevas sociedades o disconformes radicales con las
condiciones vigentes. Dentro del siglo XIX la mayor parte de los escritores cuenta con
algún relato encuadrable dentro de la ciencia ficción o la narración fantástica, muy
cercana al género.
Fundadores
Con Julio Verne, H. G. Wells y J. H. Rosny Ainé llegamos a los verdaderos padres
fundadores. El primero constituyó un adecuado puente de transición con la novela de
aventuras. Sus narraciones se basaban hasta donde era posible en la ciencia conocida,
y participaban del positivismo filosófico de la época, creyente del progreso, elemento
que se fue atenuando en los últimos años de vida, tiñendo de amargura algunso de sus
relatos finales.
Para precisar lo que lo diferenciaba de H. G. Wells, Verne declaró: “Yo aplico la ciencia,
él inventa”. La frase, en su concisión, es útil para distinguir también dos grnades
ramas de la ciencia ficción en general: la corriente soviética y una reducida porción de
la norteamericana seguirían a Verne en su respeto por los hechos conocidos y en los
propósitos didácticos aunque con menor empuje y frescura en el maestro. El resto,
que constituye la porción más importante del género, inventaría como Wells,
renovando la narración fantástica y brindándole a la ciencia ficción esa extraña mezcla
de lo maravilloso explicado con lo filosófico o lo metafísico que la ha caracterizaddo
hasta hoy.
Las novelas y cuentos de Wells (1888- 1940) asentaron los temas clásicos y hasta el
modo de tratarlos, en una producción no muy extensa que abarca pocos años, y
conocida en esa época como sus “novelas científicas”. Los temas y títulos más
importantes fueron: el viaje por el tiempo en La maquina del tiempo (1896), la locura
de la ambición científica desmedida y la revitalización del tema del gólem en La isla
del Dr. Moreau, la invisibilidad en El hombre invisible (1897) y sobre todo la invasión
extraterrestre, de tan fecunda continuidad, en La guerra de los mundos (1898), que
marcaba además el derrumbe del positivismo y el antropocentrismo de la era
victoriana.
Humberto Maturana Romesí n. El sentido de lo humano
Llamaré utopías a obras literarias tales como novelas, ensayos, poemas…que expresan
añoranza por un modo de convivir humano en dimensiones de honradez, cooperación,
justicia, equidad, respeto por el otro, integración armónica con el mundo natural, y en
el que no exista la miseria ni se produzca el abuso sistemático como modo de vivir. Un
modo de vivir humano sin discriminaciones sexuales, raciales, de inteligencia o de
clase, y sin sometimiento a una autoridad que subordine sistemáticamente unos seres
humanos a otros. Al mismo tiempo llamaré ciencia ficción a obras literarias tales como
novelas, ensayos, poemas… que plantean un mundo humano que surgen te la
extrapolación de un presente tecnológico como si se tratase sólo de las consecuencias
del devenir histórico.
UTOPÍA
En la utopía, el poeta nos invita desde el emocionar y deja el razonar a la zaga como un
hilo secundario que sigue el fluir de las emociones. Las utopías inspiran en el lector un
ánimo nostálgico, una añoranza por una convivencia humana donde prevalezcan el
espeto, la equidad, la armonía estética con el mundo natural y la dignidad humana.
Sólo puede añorarse lo que se tuvo y se perdió, y sólo se puede estar en la esperanza
de que suceda algo cuyo suceder no depende lo que uno haga.
Las utopías literarias revelan aspectos y dimensiones de lo humano que habiendo sido
fundamento de su modo básico de vivir cotidiano, han quedado sumidas, o escondidas
bajo otras, en la transformación cultural de la humanidad, pero que no han
desaparecido porque son fundamentales de su constitución.
CIENCIA FICCIÓN
LOS POETAS
Según Todorov, sólo la vacilación nos permite definir lo fantástico. Pero el problema
de esta definición es que lo fantástico queda reducido a ser el simple límite entre dos
géneros, lo extraño y lo maravilloso, que, a su vez se dividen en dos subgéneros más:
“extraño puro”, “fantástico extraño”, “fantástico maravilloso” y “maravilloso puro”
Pero a la vez, ese mismo culto a la razón puso en libertad a lo irracional, a lo ominoso:
negando su existencia, lo convirtió en algo inofensivo. La primera manifestación
literaria del género fantástico fue la novela gótica inglesa, que inicia su andadura con
El castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole.
El Romanticismo, aquél complejo fenómeno que floreció en la primera parte del siglo
XIX, sigue siendo el movimiento espiritual e intelectual más reciente de los que han
recorrido toda Europa.
Durante el periodo romántico, la excesiva valuación del lado racional del hombre fue
atacada de muchas maneras distintas y en varios terrenos. La batalla contra la razón
como “Primera Maga” se entabló por toda Europa, o al menos, en todas las partes de
Europa que antes habían caído bajo la influencia de la racionalista Ilustración. En
Inglaterra, Coleridge sostuvo que sólo el hombre de profundos sentimiento podía
alcanzar los pensamientos profundos. Debe notarse que cuando los románticos se
valían del término “sentimiento” estaban hablando de lo que los psicólogos hoy
llamarían “sensación” o “sensibilidad”, pues por entonces era desconocida la
distinción entre “sentimiento” y “sensación” o “sensibilidad”-
Existe una imagen popular del Romanticismo. Imagen ésta que percibe dicho
movimiento como una revuelta contra la construcción de las normas neoclásicas en el
arte, y particularmente en la literatura. Los románticos afirmaban los derechos del
individuo, de la imaginación y del sentimiento. Hay mucho de verdad en esta
descripción, especialmente si se aplica a la ola del Romanticismo francés en los
albores del siglo XIX.
La voz o la pulsión se percibe como algo particular a la propia persona; es la voz del yo
propio; y eso quizá fuera más común entre ciertos escritores franceses, como
Lamartine o Musse, quienes pretendían que su poesía diera auténtica expresión a sus
sentimientos. Algunas veces también se percibe como el impulso de la naturaleza que
llevamos en nosotros como el orden mayor en el que nos encontramos. Pero la idea
fue mucho más elaborada en Alemania. Herder ofrece la imagen de la naturaleza como
un gran torrente de resonancia que fluye a través de todas las cosas.
En lo que se refiere a sus principios externos las doctrinas pueden parecer iguales.
Herder, por ejemplo, sostiene opiniones sobre el orden natural como algo creado
armoniosa y providencialmente que no estaban muy encontradas con las de
Hutcheson.
La naturaleza queda como depósito del bien, del deseo o de la benevolencia inocentes
y del amor al bien. En esta postura cabría afirmar, como hace el naturalismo ilustrado
que todas las personas son motivadas de un modo semejante, que todas desean por
igual la felicidad, y que lo que importa es cuán ilustrada o desencaminada sea su
búsqueda de ella. De hecho, la teoría de la naturaleza como fuente podría combinarse
con una cierta forma de fe cristiana, siguiendo el ejemplo del deísmo, en el que la
relación de Dios con nosotros pasa principalmente a través de su orden, como
observamos en Rousseau, y más tarde en los románticos alemanes.
Una vez que se acepta que el acceso a la significación de las cosas es interno, que sólo
internamente puede ser bien comprendido, es posible soltar calladamente las amarras
en formulaciones ortodoxas. Lo primordial es la voz interior o, de acuerdo con otras
variantes, el élan que fluye a través de la naturaleza y brota, inter alia, en la voz
interior.
Entonces hay que interpetar a Dios como aquello que vemos luchando en la naturaleza
y que halla su voz en nuestro interior. El deslizamiento hasta esa suerte de panteísmo
es en verdad muy fácil y lo observamos en la generación romántica, en el primer
Scheling, por ejemplo, y luego, aunque de otra forma, en Hegel. Pero ese deslizamiento
puede ir más allá dejándonos fuera de las formas propiamente cristianas, hasta que
lleguemos a una visión como la de Goethe, por ejemplo, o a las visiones que se reflejan
en las muy comunes referencias a Spinoza durante el periodo romántico.
Sintonizar con la naturaleza es experimentar esos deseos como algo rico, pleno y
significativo: es responder al torrente de vida que fluye en la naturaleza. En realidad
es cuestión de tener ciertos sentimientos, además de aspirar a ciertas cosas o hacerlas.
Si pensamos que la naturaleza es una fuerza, un élan que discurre a través del mundo,
que surge en nuestros impulsos internos, si dichos impulsos son parte indispensable
del acceso a esa fuerza, entonces sólo es posible conocerla articulando qué es aquello
a lo que nos empujan dichos impulsos. Los sentimientos son integrales en la definición
más original, no derivada, que tenemos del bien.
Pero en el caso de la novela o del teatro, la expresión implica también una formulación
de lo que tengo que decir. Tomo algo, una visión, un sentido de las cosas que está sólo
incoado o parcialmente formado, y le doy una forma concreta. En esta clase de
situación es difícil distinguir nítidamente entre el medio y el “mensaje”. En lo que se
refiere a las obras de arte en seguida nos damos cuenta de que el estar en el medio en
que están es integral para ellas. Incluso cuando es evidente que dicen algo, sentimos
que es imposible traducir plenamente ese algo en otra forma.
Esta concepción refleja que vuelven a estar vigentes los modelos de crecimiento
biológico, contra los mecanicistas de asociación, para explicar el desarrollo mental
humano; modelos que Herder articuló tan bien y eficazmente en el decurso de este
período. Ello va estrechamente ligado a la idea de un yo, de un sujeto. Lo que se realiza
ya no es una “Forma” o “naturaleza” impersonal, sino un ser capaz de articularse a sí
mismo. Leibniz fue una fuente importante del expresivismo. Su noción de mónada
produjo ya la conexión entre la idea aristotélica de la naturaleza y un algo particular
semejante a un sujeto. La mónada es un proto-yo.
El expresivismo fue la base para una nueva y más completa individuación. La idea que
toma cuerpo a finales del siglo XVIII es que cada individuo es diferente y original, y
que dicha originalidad determina cómo ha de vivir. Por supuesto la nción de la
diferencia individual no es nueva.
Herder formula la idea donde cada ser humano tiene su propia medida como si fuera
un acuerdo peculiar a él de todos sus sentimientos entre sí. Lo que se añade a finales
del siglo XVIII es la noción de que cada ser humano tiene una “medida” original e
irrepetible. Todos estamos llamados a vivir según nuestra propia originalidad.
Herder lo expresa sin rodeos: “el artista se ha convertido en un Dios creador”. Quizá la
imagen del artista romántico que mejor capta la mezcla de hacedor y revelador sea la
del adivino o el vidente. Para Shelley, el poeta “quita el velo de familiaridad que cubre
el mundo, y deja al descubierto la desnuda belleza durmiente que es el espíritu de sus
formas”. Como mediador entre la realidad espiritual y los humanos, el artista se
asemeja a un sacerdote. Pero esa revelación no implicaba únicamente copiar lo ya
formulado; la manifestación requería articulación. Por eso los escritores de este
período otorgan un lugar tan central a la imaginación creativa. En el siglo XVIII cuando
surge la distinción entre la imaginación meramente reproductiva, que simplemente
devuelve a la mente lo ya experimentado, quizá combinado en formas novedosas, por
un lado, y la imaginación creativa que produce algo nuevo y sin precedentes, por otro.
Esta distinción adquiere una importancia vital en el período romántico. Coleridge la
formula en su célebre contraste entre la “fantasía” y la imaginación propiamente
dicha.
La imaginación creativa es la fuerza que hemos de atribuirnos una vez que percibimos
el arte como expresión y no como simple mímesis. Por eso el período romántico
desarrolló su particular concepto del símbolo. El símbolo, a diferencia de la alegoría,
proporciona la forma de lenguaje en la que algo, que de otra forma supera nuestro
alcance, puede hacerse visible. El símbolo permite que lo que está expresado en esa
realidad penetre en nuestro mundo. Coleridge define el símbolo “caracterizado por la
translucidez de lo especial en lo individual…sobre todo por la translucidez de lo
eterno a través de lo temporal y en ello”. O de otro modo, el símbolo perfecto “vive
dentro de aquello a lo que simboliza y se asemeja, como el cristal vive en la luz que
transmite y es transparente como la propia luz”.
Una de las fuentes para esta concepción del símbolo perfecto fue la tercera crítica de
Kant y su noción del objeto estético que manifiesta un orden para el cual no es posible
encontrar un concepto adecuado. Esa idea influyó profundamente en Schiller y, a
través de él, en la estética de toda una generación.
Pero si el orden de las cosas no está ahí exotéricamente para ser imitado por el arte,
entonces debe ser explorado y manifestado mediante el desarrollo de un nuevo
lenguaje que puede poner de manifiesto algo que en un primer momento era esotérico
y no plenamente percibido.
Para Shelley ya no es asequible ese recurso; el poeta tiene que articular su propio
mundo de referencias y hacerlas creíbles.
El poeta romántico tiene que articular una visión original del cosmos. En ese “lenguaje
más sutil” se está definiendo algo y algo está siendo creado, a la vez que manifestado.
Comienza una nueva época en la historia de la literatura.
Y así, entre las grandes aspiraciones que nos llegan de la era romántica están las que
tienden hacia la reunificación: devolvernos al contacto con la naturaleza cicatrizando
las divisiones entre la razón y la sensibilidad, superando las divisiones entre la gente y
creando una comunidad. Esas aspiraciones siguen vivas: aunque las religiones
románticas de la naturaleza se hayan desvanecido, la idea de que debemos estar
abiertos a la naturaleza interior y exterior conserva aún toda su pujanza. La batalla
entre la razón instrumental y esta comprensión de la naturaleza todavía hace furor en
las controversias de la política ecológica. Una percibe la dignidad del hombre en el
hecho de que éste asuma el control de un universo objetivado mediante la razón
instrumental. La otra percibe que esta postura hacia la naturaleza denota la obtusa
negación de nuestro lugar en las cosas.
A finales del siglo XVIII tiene lugar un tercer desarrollo, deudor en algo de Rousseau y
que introdujo en el pensamiento ilustrado la polarización entre el bien y el mal. Se le
ha dado el nombre de mesianismo político moderno.
El milenarismo – este término lo define mejor – cuenta con una larga historia en la
civilización occidental. Sus inicios se remontan a la Edad Media. Sería una era de
espiritualidad, de una forma superior de vida humana, que prepararía para la
consumación de todas las cosas.
Las expectativas milenaristas, que en realidad responden más a un talante que a una
doctrina, surgen al calor de la lucha revolucionaria.
Esa filosofía se combna con el sentido e crisis y de nueva posibilidad engendrado por
la Revolución Francesa, que desde luego la había inspirado en parte. Definía la
perspectiva de una política nueva y e una nueva cultura, que iniciaría Alemania. Algo
de esta clase de expectativa brilla a través de las líneas de la Phänomenologie des
Geistes de 1807, de Hegel, aunque éste conciba la transformación en términos
bastante apocalípticos.
Hegel incorpora todas las escenas tradicionales del milenarismo occidental pero en
una traslación filosófica. La batalla hegeliana nunca se entabla entre buenos y malos,
sino entre dos requisitos del bien; y el resultado es la síntesis, no la victoria total.
Desde 1800 nuestra historia ha sido una lenta difusión hacia fuera y hacia debajo de
los nuevos modos de pensamiento y sensibilidad en las nuevas naciones y clases, y
cuya transferencia ha implicado en cada caso una cierta forma de adaptación a la
transformación de las ideas.
El desarrollo asumió diferentes formas; y muy notable fue la divergencia radical entre
las sociedades anglosajonas y la francesa. En esta última el sentido de progreso fue
militantemente “laico”y en general contó con la oposición de quienes estaban del lado
de la iglesia. Pero en Inglaterra y en Norteamérica el excepcionalismo fue una mezcla
de ideas cristianas e ilustradas. La noción de progreso y el énfasis en las mejoras
planificadas racionalmente procedían de la Ilustración. Pero la inspiración y el
impulso en gran parte procedían aún de la fe cristianay del sentido de
excepcionalismo propio de la civilización cristiana.
En términos generales la era victoriana fue más piadosa y tuvo más interés por el
estado de la religión que el siglo XVIII. Pero la fe que emergió de dicho resurgimiento
fue significativamente distinta – entre otras cosas por su intenso interés práctico – de
la que existió antes de la Ilustración.
Algo importante e irreversible sucedió en efecto en la última parte del siglo XIX con el
surgimiento de la increencia en los países anglosajones.
Hemos visto cuán central fue para el deísmo, pero también afectó virtualmente a todas
las tendencia en el seno de la Iglesia.
Esta es la recia moral alternativa que produjo tal fisura en la religión victoriana. No se
trataba de una supuesta incompatibilidad lógica entre la ciencia y la fe, sino que fue la
imperiosa demanda moral de no creer lo que condujo a muchos victorianos a pensar
que tenían que abandonar; por muy penoso que les resultase, la fe de sus mayores.
Lo que inspira respeto hacia el hombre no es sólo su éxito, sino que se haya puesto a la
altura de su éxito extendiendo su conocimiento y ensanchando su visión. “El
verdadero espíritu prometeico de la ciencia significa liberar al hombre dándole el
conocimiento y alguna medida de control sobre su entorno físico. La era científica,
una vez que se haya desembarazado de los mitos tradicionales de la humanidad
construye la mitología del materialismo científico, guiada por los artefactos
correctores del método científico, dirigida por un llamamiento preciso y
deliberadamente afectivo a las necesidades más profundas de la naturaleza humana y
conservada con toda su fortaleza por la ciega esperanza de que la travesía en la que
ahora estamos embargados nos llevara más lejos y será mejor que la que acabamos de
finalizar.
En nuestro siglo ha siglo ha sido articulado por Bertrand Russell que en La esencia de
la religión distingue dos naturalezas en los seres humanos, una “particular, finita,
centrada en sí misma; la otra universal, infinita e imparcial”. La parte infinita “brilla
imparcialmente”
También existía toda una gama de posiciones que descendían del Romanticismo. Este
podía ofrecer sus particulares sendas hacia la increencia, mas quienes las transitaban
mantenían una postura muy crítica respecto al cientifismo.
El interrogante que me ocupó en el largo excurso sobre el siglo XIX y la crisis de fe es:
¿qué es lo que subyace en el sentido del excepcionalismo histórico, que reconocemos y
cumple con las tan estrictas exigencias de justicia y benevolencia universales?
Pero aquí ya estamos penetrando en el terreno de otra familia de respuestas, las que
descienden de Rousseau. Rousseau se fundamente en otro de los grandes temas del
siglo XVIII, el de la empatía. El ser humano “natural” siente una empatía animal; le
inquieta presenciar el sufrimiento y está movido a ayudar. En la sociedad ello puede
ser fácilmente sofocado.
Rousseau sugería una imagen del ser humano caracterizada por un gran fondo de
benevolencia, cuyas fuentes eran tan naturales y espontáneas en nosotros como
cualquiera de los deseos normales. El sustituto de la gracia es el impulso interno de la
naturaleza.
Esta idea fue asumida de diferentes maneras. En cierta forma secontinúa en las teorías
románticas de la naturaleza como fuente, en la imagen de un ser restaurado cuyos
sentimientos espontáneos, incluso los deseos sensuales, han quedado imbuidos de
benevolencia, como aquellos “ebrios de fuego” que penetran en el santuario de la
alegría en el poema del joven Schiller, o en la figura de Empédocles de los primeros
borradores de Hölderlin.
Existe otro tema de gran importancia, que se introduce ya hacia el final, y es la batalla
que se establece entre la Ilustración y el Romanticismo tal como se está desarrollando.
Las dos vertientes han discrepado desde un principio; las teorías expresivas emergen
parcialmente como una crítica a la unidimensionalidad de la razón instrumental. Pero
también logran existir de un modo curioso en nuestra cultura.
Desde Schiler, desde Tocqueville, también desde Humboldt, y desde Marx a su manera,
el Romanticismo fue fuente de un importante espectro de visiones políticas
alternativas, críticas de la sociedad instrumentalista, burocrática e industrial que se
desarrollaba en Occidente. Una línea de éstas quedó injertada a través de Tocqueville
en la tradición humanista civil y ha contribuido a mantenerla controvertida hasta el
siglo XX.
El teatro romántico
El foco radiante del romanticismo, como el de cualquier otra época, es, el sentimiento
individualista. Pero este período se diferencia de todos los que le antecedieron por la
especial agudeza con que tal sentimiento se produce. Y este alto grado de
individualismo el que hace entender de inmediato la afición romántica por todo lo que
está individualizado, lo que tiene carácter, lo que posee “color local”. De ahí tanto
interés de la época por el folklore, y, en general, por lo popular, como el costumbrismo
de un Mesonero Romanos o de un Estébanez Calderón.
El gusto por el color local tendrá otra consecuencia importante: la exacerbación del
regionalismo o del nacionalismo, amén del exotismo y orientalismo de la época, que
explicaremos también de otro modo enseguida.
En una época, la romántica, en que, poco antes, había ocurrido un avance tan
espectacular de la ciencia, antes, había ocurrido un avance tan espectacular de la
ciencia, y, como consecuencia, otro en la técnica (Revolución industrial), por más
inmediatamente visible de mayor espectacularidad aún, amén de una revolución
política, la de 1789, la cual había deparado al hombre común los derechos de que
antes sólo disponían algunos privilegiados; en esa época, la superior conciencia de sí
mismo, alcanzada por el hombre, significaba, además, indudablemente, a mi juicio, una
superior confianza de ese hombre como tal en su propio ser, que es una posibilidad de
eso que hemos venido denominando individualismo, al llegar éste a un cierto grado y
en ciertas circunstancias de acondicionamiento histórico.
La inspiración
Desilusión
Idealismo. Pues, que el romántico extenderá a todas las esferas, tanto positiva como
negativamente: los hombres, por idealismo, serán con frecuencia divididos en una
dicotomía de buenos y malos. Y ello llevado al límite. El romántico opera con plena
espontaneidad.
Por eso también y no sólo por lo dicho antes, ama el romántico la antítesis,
intensificadora siempre de los elementos que se encuentran y oponen: antítesis de
sentimientos, de realidades, de estilos, de actitudes. El caso era oponer unas cosas a
las otras para así aumentarlas.