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PRÓLOGO
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los españoles han construido el desolado tapiz del tiempo en que viven.
Lo he escrito en otro lugar: Galdós es el único escritor español del
diecinueve —sólo a trechos acompañado por Clarín y Blasco— que
plantea de un modo radical la historicidad del alma; el espíritu como
mero depósito sedimentario de la historia, un producto de la economía.
En sus novelas de madurez —como en las de Balzac— los caracteres
cambian dependiendo de si obtienen o pierden un puesto en la admi-
nistración (siempre planeando el fantasma de la cesantía), o una renta;
de si suben o bajan sus acciones en bolsa; de si pueden o no pueden
adquirir un palco para asistir a la ópera; y todo ese baile social, el cam-
bio de un mundo a otro, de una manera de ser a otra, la frustración de
los que se quedan en su sitio o bajan; el orgullo y la voracidad de los que
suben o quieren subir, es precisamente el núcleo de su narrativa. Para
que nadie se permita una lectura torcida, él se encarga de cerrar las vías
de fuga del lector, poniéndoles fecha por igual a los acontecimientos
históricos y a los movimientos del alma de sus personajes. Hace coin-
cidir los seísmos públicos y los privados, las revoluciones con estados
de euforia personal, las caídas en bolsa con desplomes del alma.
Pero, a la hora de entender qué es lo que Galdós ha querido contar-
nos en este nuevo tramo novelístico que compone la cuarta serie de sus
Episodios, cuál es el núcleo narrativo, el trabajo encomendado al nove-
lista por esa «Clío familiar, que escribe en la calle, sentada en un banco
o donde se tercia, apoyando sus tabletas en las rodillas» (como la defi-
nirá el narrador de La de los tristes destinos), sería un error dejar fuera de
la historia a ese mismo escritor que reclama que todo forma parte del
devenir. Por eso, conviene tener en cuenta que, si la omnipresente Clío
callejera nos cuenta en estos episodios los años que van entre 1847 y
1868, el narrador traduce en la escritura, en el punto de vista, su propio
tiempo, el cristal del hoy desde el que mira aquellos años. No se entien-
de el tono de esta serie si olvidamos que Galdós la escribe entre 1902 y
1907: nos cuenta la España que conoció en sus años de juventud desde
la perspectiva de un sesentón que ha visto bastante más de lo que se
supone que pueden ver sus personajes de ficción; un hombre maduro
al que la vida le ha hecho descreer de sus ideales juveniles. El novelista
puede trazar el destino de los jóvenes protagonistas porque ha vivido su
propio destino, mirar con escepticismo las ilusiones de sus personajes,
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desde abajo y desde fuera puede venir una transformación. Como dice
López Morillas, «La visión galdosiana de la vida es pesimista precisa-
mente por ser histórica; al revés de la de los ideólogos, que es optimista
por ser ucrónica». Por eso, estarán llenas de rabia las palabras con las
que da fin el conjunto de esa gran novela de novelas que son los Episodios
Nacionales, y en las que declara que la revolución es el único excitante
capaz de despertar a un país en el que «el lenguaje de los bobos (sigue)
llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento», una
revolución que no llegará como cambio de pareja en el rigodón que se
baila en palacio (ese quítate tú para que me ponga yo, ese ajetreo «en el
que Juanes y Pedros todos son unos», del que hablaba el miserable poli-
cía Sebo), sino como auténtico cataclismo social: «Alarmante es la pala-
bra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis
más remedio que usarla». En esta admonición con que Galdós cierra el
último de sus Episodios, el lector contemporáneo vislumbra el sombrío
fantasma de la guerra civil que asoló España un cuarto de siglo más
tarde.
Rafael Chirbes
Escritor
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