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Prólogo

Benito Pérez Galdós. "Episodios Nacionales. Cuarta serie".


Ed. de Yolanda Arencibia. Prólogo de Rafael Chirbes.
Las Palmas de Gran Canaria: Cabildo de Gran Canaria, 2011
Colección: "Arte, Naturaleza y Verdad". T. 21.

PRÓLOGO

Se adentra el lector en la cuarta serie de los Episodios Nacionales.


Atrás quedan en su recuerdo las figuras de Gabriel Araceli, Salvador
Monsalud y Fernando Calpena, cuyos avatares le han servido a Galdós
para darle a conocer la España de los últimos años del siglo XVIII y del
primer tercio del XIX: Trafalgar y los fusilamientos del tres de mayo, las
Cortes de Cádiz, y, con ellas, el embrión de un país moderno abortado
con el regreso de Fernando VII; las guerras carlistas en el norte y en el
Maestrazgo, enfrentamiento de dos Españas irreconciliables, semilla
del cainismo nacional. En este nuevo tramo, Galdós convierte en texto
el reinado de Isabel II: narra un par de decenios (los que discurren entre
1847 y 1868) que se debaten entre el bostezo y la sangre. El lector se
deja envolver por la tupida telaraña que tejen los nuevos narradores,
entre los que destacan Pepe García Fajardo, pronto convertido en Mar-
qués de Beramendi, minucioso escritor de diarios; y Juanito Santiuste,
cuyos apuntes del natural acaban derivando en una visionaria historia
de España que se sobrepone a la real, tan insoportable.
Quien avance por este bucle del laberinto galdosiano conocerá,
entre otras muchas cosas, las andanzas —entre Madrid y París— de
Teresa Villaescusa, y sus amores con Santiago Ibero, el impetuoso ad-
mirador de Prim que identifica los movimientos del general con una
estela de libertad; o seguirá las diferentes trayectorias que emprenden
los hijos del orgulloso Jerónimo Ansúrez, símbolos de una España dig-
na que se resiste a morir: el aventurero Gil, que se mueve por tierras del
Ebro como contrabandista; Diego Ansúrez, hombre de mar que, en su

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

viaje a bordo de la fragata Numancia, contempla las desoladas tierras


del Estrecho de Magallanes en los confines del hemisferio austral, o el
bombardeo de la ciudad de Lima; Gonzalo Ansúrez, convertido al is-
lam con el irónico nombre de Sidi El Hach Mojamed El Nasri, y que
vive establecido como próspero comerciante en Tetuán, cuya cruel con-
quista por las tropas de O’Donnell contempla con amargura; Lucila
Ansúrez, imagen de una España joven, vigorosa y bella, que encuentra
la paz retirada en el campo, tras su matrimonio con el labrador Vicente
Halconero, propietario de viñedos en Villa del Prado; o Leoncio Ansúrez,
paradigma de un amor libre y generoso que no entiende de convencio-
nes: transfigurado bajo el nombre de Ley vive su amor con Mita, una
mujer que ha abandonado a su pusilánime y bien colocado marido para
emprender una particular trashumancia de pobreza y libertad...
El lector que haya pasado por la experiencia de las tres series ante-
riores se dará cuenta enseguida de que sigue entre las manos de un
narrador total, de un incansable creador de situaciones y —sobre todo—
del cultivador de un vivero inagotable de personajes que nos fascinan
con su cargamento de vida y sobre los que, en un preciso cálculo de
resistencias narrativas, el novelista reparte el peso de la acción; seres
ficticios, a los que, sin embargo, nos parece conocer, o a los que aca-
bamos conociendo como si de vecinos nuestros se tratara; que, incluso
—al igual que los individuos que se cruzan en nuestras vidas— poseen
la labilidad de lo circunstancial: los hay que, en algunos trancos, se
sitúan en primer plano, centran nuestra atención con sus peripecias y,
de repente, se ocultan durante cientos de páginas, para reaparecer vigo-
rosos, retomando su responsabilidad en el desarrollo novelesco. Al na-
rrador, le han servido como invisibles muros de carga, o le han ayudado
a rellenar, a empastar su historia, y el lector recibe en ese estar y no estar
un estimulante aire de verdad. Es el sello galdosiano por excelencia: la
novela como rumor de vida. Mientras avanza entre estas páginas, uno
tiene la impresión de que se mueve en un mundo a la vez inagotable y
familiar, que se despliega poderoso hacia el exterior o se retrae a lo más
íntimo, sensación que se acrecienta por la capacidad del novelista para
hacer entrar y salir del texto, junto a los protagonistas, a una multitud
de personajes secundarios, algunos de los cuales se nos ofrecen traza-
dos en unas pocas líneas, vigorosas manchas de color, aguafuertes

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Prólogo

goyescos; pero que, en otras ocasiones, vemos dibujados con la preci-


sión casi microscópica de una miniatura flamenca: individuos a los
que hemos conocido en unos capítulos reaparecen de improviso y bri-
llan un instante en otros; o, sin ni siquiera reaparecer en la acción,
continúan ocupando nuestra mente de lectores, porque tenemos noti-
cias de su existencia a través de las alusiones o comentarios que sobre
ellos efectúan otros personajes. Si como creen algunas escuelas estéti-
cas, la densidad de las novelas se mide por la precisa construcción y
riqueza de sus personajes, cabe afirmar que las de Galdós no tienen
parangón en la literatura española.
Pero el propósito de Galdós no es encandilarnos con la viveza de sus
retratos como encandila el flautista a la serpiente. Más bien, se sirve de
todas esas estrategias en la creación de personajes para hacernos ver
que nos movemos por un mundo que, aunque es imaginario, se recla-
ma trasunto del real, de cuya complejidad nos informa y nos alerta.
Porque el tema de sus Episodios, de sus novelas, del conjunto de su
obra, no tiene que ver con las peripecias de uno u otro de esos indivi-
duos, sino que se nos da noticia de todos ellos en la medida en que sus
movimientos, sus estados de ánimo, sus transformaciones, sus ascen-
sos y caídas, son vectores que le permiten al novelista construir la idea
fuerza de su narrativa, que no es otra que la de atrapar la gran tragico-
media de España.
Hemos hablado de personajes de ficción, pero hay que hablar tam-
bién de que esas invenciones se ajustan y empastan —en un alarde de
primoroso trabajo artesano— en una completa y compleja galería de
retratos de personajes históricos, figurones de la política española de
todo un siglo, que —también ellos— entran con soltura en el cuadro
novelesco y salen libremente de él, sin que tengamos la sensación de
que nada ha sido forzado, o de que hay artificio, impostura: podemos
contemplar vivamente pintado un gesto brusco de Narváez en su des-
pacho; o entrar en el dormitorio de O’Donnell para verlo metido en la
cama, leyéndole folletines a su señora; conocemos los límites políticos
de Espartero, sus vacilaciones; seguimos a un nervioso Prim que se
desespera porque no consigue dar el golpe de mano que lo convierta en
árbitro de la política nacional; y sentimos caer sobre nosotros —y so-
bre todo el país— el peso de la oscura sombra de sor Patrocinio, la

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

estrambótica monja de las llagas. Personajes, tiempo, pero también


lugares: visitamos los cuartuchos malolientes del Rastro madrileño; los
dormitorios, cocinas y comedores en los que discurre la vida de la clase
media, los vestidores, los despachos; los salones en los que se celebra
una aristocrática fiesta de máscaras; o atisbamos el interior de las es-
tancias de Palacio Real en las que se maleduca a un príncipe niño. De la
mano de Galdós, abrimos las puertas de los cafés y asistimos a las discu-
siones de los contertulios entre la humareda de tabaco. Recorremos los
viñedos manchegos; los olivares y encinares de Córdoba y Toledo; las
marismas del Delta del Ebro, con su revoloteo de aves acuáticas; o con-
templamos el Grau de Valencia, silencioso y triste una mañana de do-
mingo en la que se han suspendido las actividades laborales. Atisbamos
desde la ventanilla de un tren las estampas que Castilla deja al paso
(«campos trasquilados y amarillos», describe el narrador del episodio
titulado La de los tristes destinos), las tierras yermas, la fugitiva figura de
los campesinos pobres, visión aún más amarga cuando ese recorrido lo
hace una mujer que acaba de abandonar el lujo civilizado de París y se
emociona ante esa tierra estéril porque es la suya. Vivimos el estallido
furioso del pueblo, su crueldad, la desgracia irreparable de sus manos
manchadas de sangre, bestial desbordamiento por tanta injusticia al-
macenada: la culpa de los inocentes. Leyendo estas páginas, asistimos,
en una secuencia que se repite trágica —y se diría que inexorable—, a
los fusilamientos que un pelotón lleva a cabo ante las tapias de cual-
quier rincón de España. Al fondo de todo, planea la frivolidad de una
reina que, capricho tras capricho, lleva a su país a la degracia; la corrup-
ción de un poder que, ni emana del pueblo, ni lo tiene en cuenta.
Mientras leemos los Episodios Nacionales (y, claro está, buena parte
de sus demás novelas), vemos, tocamos, oímos las voces de un país:
escuchamos las conversaciones de unos y otros, y distinguimos entre el
coro de voces el argot de las clases bajas urbanas, el habla de los campe-
sinos castellanos, el catalán en que se expresan los labriegos del Delta
del Ebro; se nos brinda la retórica de los funcionarios en activo o cesan-
tes, incluidos esos resbaladizos personajes, policías y confidentes, he-
rederos de la narrativa de Hugo, Dickens y Balzac, tipos como Sebo o
Malrecado, anguilas que se mueven ágiles en el barro de todas las co-
rrupciones. Se nos ofrecen las distintas retóricas: la de los políticos, la

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Prólogo

de los especuladores; el lenguaje castrense, los estilemas de periodistas


y literatos, los tópicos románticos y las tiradas verbales de los
folletinistas; el habla del clero, el de los aristócratas, la jerga forense.
Pero —de nuevo la fuerza de un proyecto— Galdós no nos brinda ese
coro de voces, esa rica paleta de hablas, como mera ilustración de es-
tampa costumbrista: si cuida los diálogos y los reproduce con fidelidad
notarial, es porque el habla forma parte de la composición del sujeto:
revela su personalidad; es decir, su clase, su formación, la maraña de
sus aspiraciones y deseos, sus temores. El habla es máquina de la verdad
a la que el narrador somete al personaje: se sirve de ella para definir su
espacio en esa sociedad convulsa, contradictoria, enfrentada, que el
novelista ha convertido en pasta de su narrativa. El habla es reflejo de la
posición social, e incluso de la posición en el cruce de tensiones de la
historia. La muestra de ese coro de voces es la muestra de las contradic-
ciones en las que se debate España.
Personajes, hablas, paisajes, toponimia, callejero urbano: todo se
convierte en material narrativo al servicio del gran proyecto galdosiano:
levantar un país literario que sea trasunto del país real, descubrir sus
mecanismos, su textura. Para ello le sirven los tipos humanos, la geo-
grafía, los hechos históricos, las estampas de palacio y las visiones de
los barrios de menestrales, los almacenes y talleres; los arrabales y ba-
rrios bajos; y, en ese afán por abarcarlo todo, la pluma del novelista
hace uso de toda la batería de técnicas literarias, se sirve de todos los
recursos estilísticos que la lengua pone a su alcance. Con demasiada
frecuencia, se ha despreciado a Galdós acusándolo de no tener estilo,
cuando lo cierto es que los tiene todos en su mesa de carpintero y los
usa a medida que los necesita. Es cierto que, del mismo modo que, a la
hora de crear tipos humanos, se aparta discretamente, «dejando hablar
a sus personajes y esquivándose él» —como dice Cernuda en un esplén-
dido artículo que le dedicó—, también se metamorfosea mimetizándose
entre los distintos estilos hasta conseguir que el lector crea moverse en
una escritura blanca, cuando, en realidad, no para de desarrollar estra-
tegias para capturarlo en la invisibilidad de su laboriosa tela de araña.
Lo he escrito en alguna otra ocasión: no es Galdós un novelista tradi-
cional, sino un novelista total. Parece que no tiene estilo, porque los
tiene todos y los desarrolla con una pudorosa suavidad, usándolos como

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

un guante imperceptible que se adapta a la intención de lo que quiere


decir, una telaraña que captura la realidad como presa entera y viva.
Puede ser narrador omnisciente, dejar correr durante largas páginas el
flujo de conciencia de sus personajes, planear la estrategia de su narra-
ción en forma de memorias, como dietario; reaparecer como autorita-
rio contador de historias; discutir con sus creaciones, con sus seres de
ficción, en lo que años más tarde harían Unamuno en su Niebla, o
Pirandello en sus Seis personajes en busca de autor; lo vemos componer
capítulos enteramente dialogados (como el que cierra con ferocidad
esta cuarta serie) en los que el texto se convierte en una pequeña obra
de teatro, en un entremés. Y todo eso lo hace ocultando la tramoya, sin
mostrar el esfuerzo de la maquinaria, sin que el lector se dé cuenta de
sus repliegues, de sus deslizamientos, de su travestismos, siempre atra-
pado por la tela de araña poderosa, llevado por una corriente que cree
única y que, sin embargo, es puro cambio de rumbo: navegas en la
literatura galdosiana convencido de que cabalgas a lomos de la misma
ola, cuando ya te encuentras a merced de otra corriente. Nadie como él
para cambiar el foco de atención de un personaje a otro, de una historia
a otra; para retomar historias que parecían abandonadas y que, sin
embargo, han estado trabajando como vigas maestras de la narración,
soportando invisibles la construcción de ese artefacto literario en el
que la sabiduría se esconde tras una naturalidad que al observador poco
atento lo lleva a pensar en descuido. En La intuición y el estilo, el quinto
volumen de esas memorias que Baroja tituló Desde la última vuelta del
camino, cuenta el escritor vasco que cuando, en cierta ocasión, intentó
convencer a Galdós para que escribiera sobre sus experiencias acerca
«de la creación de tipos, de la invención de los argumentos y de la
manera de colocar un asunto en un ambiente», éste le respondió: «Ca
hombre (...), al público hay que dejarle en su cándida inocencia». En
ese pudor por mostrarse, en su modestia —la tiene como escritor en
tantas otras cosas—, su actitud resulta radicalmente distinta de la man-
tenida por los noventayochistas, tan pendientes del yo, tan arrollado-
res a la hora de imponer su personalidad, su desmesurado ego, a todas
sus creaciones.
Además de dejar hablar a cada personaje con extrema libertad al
margen del autor, Galdós deja que el estilo fluya como si fuera algo
natural y no el fruto de una férrea disciplina. En el polo opuesto de

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Prólogo

Flaubert, que convierte el trabajo del escritor en espectáculo, en la obra


de Galdós se diría que el escritor no existe, que todo es fruto del puro
fluir inocente. Cernuda —tan admirado por los esteticistas españoles
del último tramo del pasado siglo— ironizaba sobre quienes decían
que Galdós no tenía estilo y, en cambio, se maravillaban del uso del
fluido de conciencia en el Ulysses de Joyce, cuando Galdós lo había
usado antes de modo magistral en novelas como Torquemada. Curiosa-
mente, también admiró profundamente a Galdós Oscar Wilde, uno de
los referentes de las sucesivas oleadas de esteticistas españoles que han
acusado al novelista de falta de densidad artística: de hecho, lo han
despreciado la mayoría de los noventayochistas, los del veintisiete, y
buena parte de los integrantes de las dos o tres generaciones novelísticas
de la segunda mitad del siglo XX espoleadas por el magisterio de Benet.
Resulta significativo que no compartiera ese punto de vista Oscar Wilde,
tan admirado por buena parte de los detractores de Galdós. Hace pocos
días, mientras preparaba este texto, llegó a mis manos un artículo de
José Luis García Martín, en el que cuenta que el escritor guatemalteco
Enrique Gómez Carrillo, príncipe de la bohemia parisina, narra cómo
cierto día en que charlaba en un bar con varios amigos entre los que se
encontraba Galdós, Oscar Wilde «se aproximó a nuestra mesa —son
palabras de Carrillo— y me dijo, quitándose el sombrero e inclinándo-
se con su exquisita distinción de gran señor de Londres: «¿Me hace
usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?». Galdós se
puso en pie y estrechó la mano de su admirador». Durante casi un siglo,
la ignorancia, la cómoda posición de muchos escritores españoles pro-
pensos a hablar de oídas, y un cierto esnobismo, han dejado fuera de
los referentes de la narrativa nacional al que, sin duda, es el más impor-
tante novelista en castellano desde Cervantes. Tras la guerra civil, que
curó del esteticismo idealista a buen número de escritores españoles,
Francisco Ayala reconoció lo injusta que había sido su generación —y
él mismo— con Galdós. En uno de los escritos en su libro La novela
española. Galdós y Unamuno, compara la calidad de la prosa galdosiana
con la de Proust y encuentra indudables similitudes en el estilo de
ambos. Es inevitable que, en una obra tan extensa como la del escritor
canario, pueda haber caídas de tono o de pulso literario (no tantas
como podría suponerse, no hay en él el desperdicio de novelas enteras,

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

como lo hay en Balzac), pero lo cierto es que, casi siempre, su prosa


vuela a mucha altura. Por fortuna, desde hace una decena de años,
parece que empiezan a surgir escritores que agradecen el magisterio de
Galdós, y reconocen en su obra un instrumento imprescindible en el
taller de cualquier narrador del mismo modo que pueden serlo Balzac,
Dickens, Tolstoi o Eça de Queiroz. Yo estoy convencido de que buena
parte de la irritación que provoca en ciertas élites la narrativa galdosiana
se debe a que resulta imposible leer sus libros sin ajustar cuentas con la
historia del país: el obstáculo que Galdós les pone a ciertas escuelas
estéticas, no parece que sea una cuestión de estilo, sino más bien de
perspectiva.

En sus novelas, Galdós da la voz a sucesivos narradores, que brindan


al lector un rico juego de puntos de vista, permitiéndole enfrentarse
con el texto desde diversos ángulos, en una permanente confrontación
de perspectivas (a la vez técnica de montaje en paralelo y visión desde
cámaras situadas en distintos lugares), sin que eso suponga un derro-
che estético, sino una intensificación de la carga de significantes. Como
ya he apuntado, estrategia y propósito son inseparables en Galdós: cuenta
como cuenta porque quiere contar lo que cuenta. La densidad de su
estilo no reclama atención, deja al lector avanzar con esa cándida ino-
cencia en la que le dijo a Baroja que quería dejar a su público: le hace
creer que es natural lo que es resultado de un ímprobo esfuerzo; la
aparente desenvoltura como fruto de un medido y pudoroso trabajo,
una ética de artista que reclama atención sobre la obra y no sobre el
autor. Por poner sólo un ejemplo: en el episodio titulado Aita Tettauen,
el dominio galdosiano del juego de perspectivas le permite al lector
asistir a la campaña de Marruecos de enero de 1860 y a la conquista por
los españoles de la ciudad de Tetuán desde la óptica del asaltante, pero
también desde las de los asaltados (judíos, musulmanes o conversos), e
incluso desde un punto de vista trasversal, el de alguien (Juanito San-
tiuste, al que esa batalla convierte en Confusio, el historiador utópico)
que mira cuanto ocurre, moviéndose entre los dos bandos. Se trata de
un alarde de atrevimiento literario que es valentía política, escándalo
moral, ya que esa pluralidad de miradas implica contemplar la realidad
de una guerra colonial despojándola de la retórica patriótica, e incluso
religiosa: moros y judíos se convierten en narradores con el mismo

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Prólogo

estatuto de derechos que los cristianos, y unos y otros resultan a su vez


demolidos por el narrador escéptico que pone en cuestión la existencia
de una patria superior a otras o de un Dios que anime las matanzas.
Con su juego de voces, Galdós somete al lector a un complejo ejercicio
de torsiones en el punto de vista, (es decir, en la valoración moral de los
hechos), que lleva a la subversión del lenguaje de uso corriente en la
época: lo hace gracias a la técnica, pero sin que el peso de la técnica
reclame especial atención.
Porque Galdós no da puntada que no lleve hilo narrativo. Sus recur-
sos estilísticos, los cambios de escenario, de personajes, de perspectiva,
de lenguaje, le sirven para desarrollar su tema, para capturar el objeto
de su narración, que —ya se ha dicho— no es otro que la propia historia
del país. No se puede leer ni una de sus páginas, no se puede escuchar
hablar a ninguno de sus personajes, sin ajustar cuentas con la historia
de España. Hasta sus descripciones de paisajes tienen una carga ética y
social de raíz histórica (la vieja injusticia cristalizada en la geografía), y
están muy lejos de las efusiones líricas con que nos obsequian, en tex-
tos escritos por aquellos mismos años, los jóvenes del noventayocho.
Quizá por eso, por la imposibilidad de leerlo sólo como literatura, y de
aceptarlo sin la carga de una relectura literaria de la historia, ha sido
objetivo a batir de cuantos han intentado una literatura por encima o al
margen de llevar a cabo un ajuste de cuentas, no con una u otra escuela
estética, sino con el propio país. Ya lo he dicho: ni siquiera cuando
oímos hablar a los personajes de Galdós nos enfrentamos a un pasti-
che, no se trata de que el narrador nos brinde una nota de color cos-
tumbrista, sino que estamos asistiendo a la representación del juego de
fuerzas y tensiones sociales que se enfrentan en el tablero de España.

Por eso, cuando aludimos al cervantismo de Galdós, no lo hacemos


pensando sólo en cómo lo homenajea repetidamente en el ritmo y
composición del fraseo, ni siquiera en la creación de tipos humanos, o
en la progresiva aparición en su narrativa de iluminados —niños y
locos— de marcado quijotismo, o en la trabazón orgánica de algunas
novelas (alguien debería estudiar el vagabundeo del general Prim en el
episodio que lleva su nombre, el agitado malestar de militar incompren-
dido que peregrina de un lugar a otro en busca de apoyos para su pro-

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

nunciamiento, y ponerlo en relación con la estructura narrativa del


Persiles). Todo eso es verdad, es verdad que hay un velo cervantino en
las formas narrativas de Galdós, pero yo creo más bien que su
cervantismo tiene que ver con la concepción de la novela como interro-
gante que se levanta entre las distintas perspectivas, entre las distintas
voces de los personajes. El novelista busca su lugar en el mundo abrién-
dose paso entre las razones de los demás, que se ofrecen como soportes
de diferentes visiones del mundo de las que él no se apropia sino que
contempla y afronta como problema. Ésa es la modernidad de Cervantes
que Galdós hereda: la novela, no como exposición de una tesis del
autor que se disfraza de personaje, sino como búsqueda del novelista
entre la diversidad de hablas de los seres de ficción, entre la diversidad
de razonamientos: la narrativa como una forma de aprendizaje, de
estar en el mundo. En Cervantes, como en Galdós (lo he dicho unas
líneas más arriba), el habla no es guiño, pastiche, nota de color, sino
psicología: es decir, genética más posición social, signos de una gramá-
tica y sintaxis superiores, historia del país, de igual modo que la historia
no es un suntuoso decorado en el que se desarrolla la acción, sino la
materia misma del relato novelesco.
Lo escribió Menéndez Pelayo al hablar de la obra de Galdós: «España
está íntegra en sus libros». Está en cada uno de ellos, en el aire que se
respira en cada párrafo; está en un conjunto inigualable que además del
medio centenar de Episodios Nacionales, se extiende por sus decenas de
novelas, muy especialmente esas que tituló Novelas Contemporáneas y
que incluyen un buen número de obras maestras: Fortunata y Jacinta,
Tormento, La de Bringas, Miau, Lo prohibido, las novelas de Torquemada...
Entender a Galdós exige apreciar la extensión y complejidad de la tela-
raña en la que capturó un siglo entero de la vida de un país. El lúcido
Clarín lo vio muy bien en la crítica que escribió a la aparición de Miau
(una extraordinaria novela que Galdós consideraba obra menor, poco
menos que restos de serie). Decía así Clarín: «No se juzgará con justicia
completa ninguna de estas novelas, si se olvida que cada una es parte de
un gran conjunto en que ha de quedar retratada nuestra sociedad». En
ese sentido, si las Novelas Contemporáneas buscan —como su nombre
indica— representar el presente de la España en la que Galdós escribe,
los Episodios muestran la génesis de esa realidad, los hilos con los que

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Prólogo

los españoles han construido el desolado tapiz del tiempo en que viven.
Lo he escrito en otro lugar: Galdós es el único escritor español del
diecinueve —sólo a trechos acompañado por Clarín y Blasco— que
plantea de un modo radical la historicidad del alma; el espíritu como
mero depósito sedimentario de la historia, un producto de la economía.
En sus novelas de madurez —como en las de Balzac— los caracteres
cambian dependiendo de si obtienen o pierden un puesto en la admi-
nistración (siempre planeando el fantasma de la cesantía), o una renta;
de si suben o bajan sus acciones en bolsa; de si pueden o no pueden
adquirir un palco para asistir a la ópera; y todo ese baile social, el cam-
bio de un mundo a otro, de una manera de ser a otra, la frustración de
los que se quedan en su sitio o bajan; el orgullo y la voracidad de los que
suben o quieren subir, es precisamente el núcleo de su narrativa. Para
que nadie se permita una lectura torcida, él se encarga de cerrar las vías
de fuga del lector, poniéndoles fecha por igual a los acontecimientos
históricos y a los movimientos del alma de sus personajes. Hace coin-
cidir los seísmos públicos y los privados, las revoluciones con estados
de euforia personal, las caídas en bolsa con desplomes del alma.
Pero, a la hora de entender qué es lo que Galdós ha querido contar-
nos en este nuevo tramo novelístico que compone la cuarta serie de sus
Episodios, cuál es el núcleo narrativo, el trabajo encomendado al nove-
lista por esa «Clío familiar, que escribe en la calle, sentada en un banco
o donde se tercia, apoyando sus tabletas en las rodillas» (como la defi-
nirá el narrador de La de los tristes destinos), sería un error dejar fuera de
la historia a ese mismo escritor que reclama que todo forma parte del
devenir. Por eso, conviene tener en cuenta que, si la omnipresente Clío
callejera nos cuenta en estos episodios los años que van entre 1847 y
1868, el narrador traduce en la escritura, en el punto de vista, su propio
tiempo, el cristal del hoy desde el que mira aquellos años. No se entien-
de el tono de esta serie si olvidamos que Galdós la escribe entre 1902 y
1907: nos cuenta la España que conoció en sus años de juventud desde
la perspectiva de un sesentón que ha visto bastante más de lo que se
supone que pueden ver sus personajes de ficción; un hombre maduro
al que la vida le ha hecho descreer de sus ideales juveniles. El novelista
puede trazar el destino de los jóvenes protagonistas porque ha vivido su
propio destino, mirar con escepticismo las ilusiones de sus personajes,

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

porque ha asistido al fracaso de las propias. Las expectativas que, en la


narración, puedan abrirse para los protagonistas, para Galdós forman
parte de un camino que ya han recorrido España y él mismo, y que le ha
dejado un poso de amargura, una activa desesperanza, y digo lo de
activa porque su visión cada vez más sombría de España no le impide se-
guir escribiendo novela tras novela: el novelista no se derrumba, no deja
de escribir; con voluntad de hierro (gramsciano pesimismo de la razón
y optimismo de la voluntad) entrega a la imprenta un texto tras otro.
Así —en este juego de espejos entre la edad de los personajes y la del
narrador— se entiende que lo que comienza —13 de octubre de 1847—
como optimista diario del joven José García Fajardo, concluya amarga-
mente en la estación de Hendaya, el mismo día en que estalla la revolu-
ción de 1868 e Isabel II se exilia en Francia para no volver más, y lo haga
mostrando la rabia liberadora de una pareja de enamorados que con-
templa la escena desde la ventanilla de un tren que se dirige a Francia.
Cuando parece que la libertad llega a España a lomos de la revolución,
ellos van a buscarla a Francia, porque saben (lo sabe el viejo Galdós que
escribe) que, en España, ni la justicia, ni el amor libre serán posibles.
Ella es Teresa Villaescusa, que al principio de la serie se prostituye con
la irónica idea de que hay que desamortizar para repartir; él, Santiago
Ibero, el gran admirador de Prim que se ha desengañado al contemplar
el preámbulo de la revolución, la batalla de Alcolea, en la que descubre
que cada nuevo enfrentamiento entre generales supone una nueva
matanza entre pobres soldados alistados a la fuerza, españoles a los que
el azar ha llevado a uno u otro lado, absurdos enemigos nacidos en la
misma tierra y vestidos con el mismo uniforme. La escena en la que
Teresa Villaescusa y Santiago Ibero se despiden del país que emprende
su revolución, y afirman orgullosamente ser «la España sin honra»,
mientras esperan cruzar la frontera francesa, no la describe el Galdós
veinteañero que vivió con pasión aquellos acontecimientos (él mismo
se declaraba hijo de la revolución del sesenta y ocho), sino el hombre
que, en los cuarenta años transcurridos desde entonces, ha visto pasar
ante sus ojos una y otra vez el aburrido tiovivo de una España que riega
sus errores y fracasos con sangre: el Galdós que escribe esta cuarta serie
ha contemplado el asesinato de Prim, el colapso de la monarquía cons-
titucional de Amadeo de Saboya, el desmoronamiento de la I República.

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Prólogo

Ha visto convertirse en dictador al mismo general Serrano al que, en


esta cuarta serie vemos impulsar la revolución. Y —nueva vuelta del
tiovivo— ha asistido al regreso de la monarquía autoritaria, la restaura-
ción, el bipartidismo, la corrupción caciquil del sistema electoral como
secuestro de la voluntad popular, la pérdida de las últimas colonias (de
nuevo, como en el norte de África en 1860, en la campaña que describe
en Aita Tettauen, los soldados enfermos y mal abastecidos: en la guerra
de Cuba de fines de siglo, muere un tercio de los soldados enviados
desde la península, y el noventa por ciento de ellos lo hace en el hospi-
tal y no en el campo de batalla; pueden con ellos la desnutrición, la
enfermedad, el dengue, el cólera, el paludismo...). Entre los recuerdos
de Galdós mientras redacta esta serie, están también los atentados
anarquistas, incluidos el del Liceo de Barcelona o el asesinato de
Cánovas, y todo ello impregnado siempre en un asfixiante clima de
injusticia y de impotencia ante la injusticia. País del eterno retorno.
Las páginas de Galdós, contando la campaña de O’Donnell en Tetuán,
en 1860, con sus soldados enfermos, desabastecidos (e inexplicablemen-
te heroicos), están teñidas con la amargura de la experiencia cubana, y
a los lectores contemporáneos nos parecen el triste prólogo de las pági-
nas que un cuarto de siglo más tarde escribió Sender en su novela Imán,
repetición de muerte, indignidad militar y política; y crónica del anó-
nimo e inútil heroísmo de un puñado de desgraciados comedores de
ajos calzados con espardeñas.
El diario con que el joven José García Fajardo abre el primer Episo-
dio de esta serie (Las tormentas del 48), fechado el 13 de octubre de 1847,
está escrito en un tono casi juguetón, juvenil, cuando, para el viejo
novelista, supone el sarcástico prólogo de lo que el historiador Josep
Fontana definirá como «el suicidio del progresismo». Fajardo, el mucha-
cho con veleidades progresistas, entre masónicas y carbonarias (admi-
rador de Owen, Saint-Simon, Lammenais, Verdi y Fourier), se deja
enseguida caer en el conformismo, establece relaciones con lo más os-
curo de la corte (el entorno monjil de sor Patrocinio), se casa con una
mujer a la que no ama, y que ni siquiera le gusta físicamente, pero que
lo convierte en Marqués y le permite gozar de un elevado estatus econó-
mico y social («entré por el aro del matrimonio agenciado por mi
hermano»). Fajardo es el representante de los jóvenes progresistas que

21
Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

se acomodaron y engordaron gracias al pacto con los sectores más


reaccionarios del país: lucharon contra ellos y ahora les aportan sangre
nueva. Entre sus manos, la desamortización diluye sus objetivos socia-
les y se convierte en una ocasión de negocio:

«La aristocracia, que no sabe administrar su riqueza, ni cui-


dar sus fincas, se va quedando en los huesos. Toda la carne
viene a poder de los del estado llano, que cada día afilan más
las uñas y acabarán por ser poderosos... ¡Como que también
están afanando lo que fue de frailes y monjas!» (Las tormen-
tas del 48).

Pronto veremos al joven rebelde Fajardo proclamar los valores de


moderación, de orden y, diez años después de escribir las páginas con
las que se inicia la serie, en diciembre de 1853, ya convertido en Mar-
qués de Beramendi, reflexiona:

«la epidemia reinante, que llaman pasión de riquezas, fiebre


de lujo y comodidades. Así nos lo cuentan y así lo vemos con
nuestros propios ojos. Un día y otro nos hablan de los escán-
dalos agios, de los negocios y contratas con que el gobierno
premia a los que les ayudan. Ya viene de atrás este tole tole;
pero don Juan Bravo Murillo fue quien más abrió la mano en
las concesiones de vías férreas, de explotación de minas, de
obras para nuevos caminos y para puertos y canales. Esto es
muy bueno, esto es vivir a la moderna, esto es progresar.» (La
revolución de julio).

La generación que buscaba la verdad en el sentido comtiano, libera-


da del velo de la religión o las ideologías, ha traicionado. Ahora busca
enriquecerse y elabora teorías para envolver sus intereses: la palabra
progreso suena como amargo sarcasmo en la pluma del viejo novelista
cuando se refiere a un tiempo en el que la monarquía intriga contra la
voluntad del pueblo, excluido de la política gracias al voto censitario
(ni siquiera ese sistema cerrado respeta la Reina: sus resultados se tru-
can y falsean), con un guión que se repite monótona y trágicamente:

22
Prólogo

gobiernos nombrados a capricho y que duran apenas unos meses (algu-


nos sólo unas horas), impotencia de los de abajo que confían en que el
ejército haga lo que ellos no pueden hacer; golpes de estado que siem-
pre terminan en un baño de sangre, y vuelta de un orden que es repre-
sión. En el tiovivo de esta feria trágica, vemos pasar periódicamente
ante nosotros, montados a caballo y sable en mano, a los mismos es-
padones: Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim, Pavía, Serrano, Concha,
Milans del Bosch, Serrano, Martínez Campos..., unas veces disfrazados
de progresistas, y reclamando como comparsa la acción de juntas y
milicias nacionales o de los movimientos campesinos; otras, como
verdugos de esos mismos movimientos, agentes de la represión. Como
postre del cotidiano menú nacional, se sirve cada vez una sesión de
fusilamientos. Estremecedora nos resulta la descripción que hace Galdós
de las ejecuciones de los sargentos del Cuartel de San Gil: el paseíllo de
aquellos jóvenes oficiales a los que sacan de dos en dos, los montan en
simones y los llevan a fusilar junto a las tapias de la plaza de toros de
Madrid (vivió aquellos días Galdós, recién llegado a Madrid, como
vivió la represión contra los estudiantes la noche de San Daniel, que
acabó, como cuentan algunos testigos, en un tiro al blanco contra los
transeuntes que circulaban por la puerta del Sol).

«Hoy les toca morir a estos, mañana a los otros. Es la historia


de España, que va corriendo, corriendo. Es un río de sangre
(...) Las venas de nuestra Nación se están vaciando siempre,
pero pronto vuelve a llenarse. Este pueblo heroico y mal co-
mido saca la sangre de sus desgracias, del amor, del odio, y de
las sopas de ajo».

A veces, la pedrea del fusilamiento le toca incluso a algún general


que se equivoca de bando, como el general Jaime Ortega, víctima inge-
nua de los manejos de palacio, un hombre corto de luces que participa
en el descabellado desembarco de Carlos VI en La Rápita. Mientras él
muere con una dignidad tan estúpida como conmovedora, sus jefes se
escapan de un modo vergonzoso. Sirva un dato para ayudar a compren-
der aquellos en apariencia monótonos años de la monarquía isabelina:
entre el 1 de diciembre de 1843 y el 18 de diciembre de 1844 los his-

23
Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

toriadores contabilizan más de doscientos fusilamientos por motivos


políticos.
El pueblo considera como héroes de la libertad a Espartero o a Prim,
y olvida que ninguno de los dos tuvo escrúpulos en bombardear Barce-
lona cuando la lógica de la corona lo exigió. Por su parte, O’Donnell no
vacila en bombardear el Congreso en nombre del orden. Aunque quizá
sea el general Serrano quien mejor represente la labilidad de esa casta
militar en cuya lucha de ambiciones el pueblo siempre acaba ponien-
do la sangre. Creo que vale la pena recordar aquí la trayectoria de este
personaje: apoyó en 1840 al progresista Espartero y colaboró en su
derribo en el 43; se puso a favor de la revolución en el 54 y contra ella
en el 56; salvó la monarquía de Isabel y, luego, ordenó la batalla de
Alcolea, que decidió la caída de la corona y el triunfo de la revolución
de septiembre del 68 (esa batalla que, para Galdós, y para su personaje
Santiago Ibero, fue una matanza entre hermanos que no se diferencia-
ban ni en el uniforme). Serrano, héroe de la revolución, formó gobier-
no con Amadeo de Saboya, y luego no tuvo reparos en convertirse en
dictador tras el golpe de Estado de Pavía que liquidó la I República y
cualquier esperanza de un sistema de representación popular.
El cínico Telesforo del Portillo, alias Sebo (el siniestro policía
galdosiano que recorre esta cuarta serie), flota como un corcho en to-
das las mareas gracias a su cinismo, que lo lleva a pensar que «Revolu-
ción quiere decir: Caballeros, apártense un poco que ahora vamos los
de acá». En fin, que Juanes y Pedros todos son unos». Durante las jorna-
das de julio de 1854 en Madrid, el Marqués de Beramendi anota: «¡Des-
graciado pueblo, que, no esperando nada de la paz, porque en este
escepticismo lo mantienen sus gobernantes, lo espera todo de la guerra
civil!». Y, al ver la brutalidad con la que las masas («incendiarios o lo
que fueren») se comportan, añade que

No tenían más inspiración que sus odios, verdadera razón de


Estado para los ciudadanos que no habían gobernado nunca,
y entonces con actos bárbaros gobernaban a su modo, reali-
zando algo parecido a la Justicia, si no era la Justicia misma
en todo su esplendor.
Mañana, pensaba yo, se juzgarán estos hechos como atenta-
dos a la propiedad, como profanación de la Ley o arrebatos

24
Prólogo

de salvaje cólera. ¡Y las culpas de esta brutal plebe nadie las


atenuará con el recuerdo de las terribles violaciones de toda
ley moral y cristiana que se contienen en el gobierno regular
de las sociedades; nadie verá la inmensa barbarie que encie-
rra el régimen burocrático, expoliador del ciudadano y mar-
tirizador de pobres y ricos (...) Nadie se fijará en el crimen
lento, hipócrita, metodizado, de la acción gobernante, mien-
tras que salta a la vista el crimen desnudo, instantáneo, de
unas gavillas de insensatos que asaltan, queman, matan...
(La revolución de julio)

Que la justicia obliga a convertirse en culpables a los inocentes es


una de las ideas fuerza que Galdós despliega en esta serie, tozudo subtexto
que se repite y encarna en una multitud de personajes (Shoemaker
habla de un ejército de 3800 personajes en el conjunto de la obra de
Galdós; nada menos que 2000 en los Episodios, 1800 en las novelas).
La búsqueda de las raíces de esa injusticia original, de las claves de su
genética, lleva al novelista a cambiar continuamente de paisajes, a que
su tela de araña se despliegue por toda España e incluso se escape más
allá de las fronteras: París, Roma, Tetuán, Lima... La acción se sitúa en
Atienza, o en Vicálvaro, en el Delta del Ebro, Cartagena, Valencia, Loja...,
volviendo siempre a Madrid, eje que mueve la maquinaria del reloj
nacional. Pero el recorrido de Galdós por la geografía española ya no
muestra el impulso épico que tiñe sus primeros Episodios: ahora todo
se va envolviendo en un aire gris, en una fantasmagórica niebla: ar-
queología fantasmal el paisaje de Atienza; desolados los páramos caste-
llanos y los míseros campesinos que Teresa Villaescusa contempla desde
el tren... La mirada del novelista (aunque lo parezca) no es nunca ino-
cente, todo rasgo está cargado de sentido: como dice el profesor Manuel
Hierro, Galdós «capta el engranaje de la política de su tiempo, el núcleo
social, y en su ficción retrata la organización de todo un sistema».
Desesperanza y rabia se apoderan progresivamente de su obra. Los
reformadores de las primeras novelas, médicos, ingenieros, comer-
ciantes, hombres de progreso (León Roch, Daniel Norton (el ingeniero
de Gloria), o Pepe Rey (el de Doña Perfecta), quienes querían que España
cambiara, los más brillantes componentes de la generación del propio

25
Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

Galdós, han fracasado; o —como el Beramendi de nuestra serie— se


han integrado. Ni siquiera los escasos carlistas lúcidos, que arriesgan su
vida y acaban con las ajenas en defensa de una idea, se creen el guión
que les marcan los de arriba; al tiempo que matan, se sienten víctimas
de la estupidez de la España cainita que ellos mismos alimentan: Juan
Ruiz, un personaje inolvidable con el que Galdós homenajea al Arcipres-
te de Hita, buen comedor, bebedor, mujeriego y encarnizado cazador
de animales y hombres, dice que continúa su lucha porque ve «en los
españoles a un pobre pueblo sacrificado a los fanfarriosos de Madrid». Y
añade:

«le dije a Cabrera, cuando escoltábamos a don Carlos: «Ni tú


ni yo combatimos porque sea rey este alcornoque». Y Ramón
me echó los cinco y nos apretamos las manos, diciendo:
«Cierto es y algún día nos pedirá Dios cuenta de la sangre que
hemos derramado por estos acebuches».

La amargura, la sensación de que desde dentro del sistema no hay


nada que hacer, impregna cada página de esta serie. Hinterhauser ha
visto bien el progresivo cambio en el punto de vista del novelista que
abandona a cada novela unas cuantas ilusiones: «desde la cuarta serie (es
decir, hacia 1902) aparece una orientación que, justamente, no se puede
calificar sino de anarquista. Se exalta la subversión en sí misma, la rebelión
se interpreta como símbolo de la vitalidad «ibérica», se rompe la relación entre
el ciudadano como individuo y el Estado como sociedad». En efecto, la
cuarta serie está llena de personajes rousseaunianos que intentan vivir
libres y felices fuera de las normas que marcan las leyes del Estado y el
clima social: el propio Marqués de Beramendi vive su verdadera pasión
amorosa en los años de juventud y al margen de la sociedad, con la
pobre y bondadosa Antoñita; su matrimonio posterior obedece a mera
conveniencia, es entrega al moderantismo, como él mismo dice: puro
pasar por el aro. Y viven sus amores marginales Lucila y Bartolomé
Gracián; o Mita (que abandona a su estólido marido) y Ley, que no es
otro que Leoncio Ansúrez; o los encargados de cerrar la serie, Santiago
Ibero y Teresa Villaescusa. Al lado de estos desarraigados sentimentales,
aparecen en la serie algunos de esos quijotes iluminados que acabarán

26
Prólogo

apoderándose de buena parte de las narraciones de los últimos años del


novelista, entre los que se encuentran el arqueólogo de Atienza empeña-
do en descubrir la génesis profunda de los valores españoles, y, sobre
todo, Juanito Santiuste, al que ya hemos citado, el generoso joven que se
embarca con O’Donnell para contar las hazañas bélicas del ejército
español (al modo en que lo hará su amigo Pedro Antonio de Alarcón en
el Diario de un testigo de la guerra de África), y acaba dejando el ejército,
aterrorizado y escandalizado por lo que ve: a partir de ese momento,
decide escribir una historia razonable de España, la historia que pedían
algunos ilustrados, narración interna, intrahistoria, historia de la nación;
no de los grandes acontecimientos, sino del acontecer cotidiano. Juan
Santiuste adopta el cómico nombre de Confusio y emprende la escritura
de una historia ideal de España, que comienza con un golpe de guilloti-
na en el cuello de Fernando VII, el Rey perjuro, cirugía original que
extirpa todas las violencias futuras de un siglo XIX en el que no se subleva
el ejército y la palabra pronunciamiento sólo figura en el diccionario
como arcaísmo.
Los campesinos de Atienza, los braceros de Loja, los menestrales
madrileños, quienes se mueven en los márgenes de la sociedad, los
rebeldes, fracasados o destruidos, se apoderan progresivamente del punto
de vista galdosiano, se van quedando como dueños de su narración a
medida que avanza el ciclo. Son ellos quienes anuncian con una luci-
dez demoledora el estado del país, quienes profetizan un futuro trágico,
marcado por la fractura social. El folletinista Ido del Sagrario, protago-
nista de Miau (1888), dice:

hay un banquero que no repara en nada. Él cree que todo se


arregla con puñados de billetes. ¡Patarata! Yo me inspiro en
la realidad. ¿Dónde está la honradez? En el pobre, en el obre-
ro, en el mendigo. ¿Dónde está la picardía? En el rico, en el
noble, en el ministro, en el general, en el cortesano... Aque-
llos trabajan, estos gastan. Aquellos pagan, estos chupan. No-
sotros lloramos y ellos maman.

Galdós ha perdido la fe en su propia clase como agente de la transfor-


mación de España, ha perdido incluso la fe en la acción política. Sólo

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Pérez Galdós. Arte, Naturaleza y Verdad

desde abajo y desde fuera puede venir una transformación. Como dice
López Morillas, «La visión galdosiana de la vida es pesimista precisa-
mente por ser histórica; al revés de la de los ideólogos, que es optimista
por ser ucrónica». Por eso, estarán llenas de rabia las palabras con las
que da fin el conjunto de esa gran novela de novelas que son los Episodios
Nacionales, y en las que declara que la revolución es el único excitante
capaz de despertar a un país en el que «el lenguaje de los bobos (sigue)
llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento», una
revolución que no llegará como cambio de pareja en el rigodón que se
baila en palacio (ese quítate tú para que me ponga yo, ese ajetreo «en el
que Juanes y Pedros todos son unos», del que hablaba el miserable poli-
cía Sebo), sino como auténtico cataclismo social: «Alarmante es la pala-
bra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis
más remedio que usarla». En esta admonición con que Galdós cierra el
último de sus Episodios, el lector contemporáneo vislumbra el sombrío
fantasma de la guerra civil que asoló España un cuarto de siglo más
tarde.

Rafael Chirbes
Escritor

Benito Pérez Galdós. "Episodios Nacionales. Cuarta serie".


Las Palmas de Gran Canaria: Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2011
Colección "Arte, Naturaleza y Verdad", T. 21

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