Vigilaba la llegada de Elena desde su ventana, obsesionada por su figura angelical.
Sabía que debía bajarse en la última parada del ascensor Polanco, anhelando escuchar su taconeo sugerente e incesante, deslizándose suavemente por la pendiente de la calle Cicarelli mientras caía la noche porteña y asomaba la Luna Llena.