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LE GOFF - LO MARAVILLOSO EN EL OCCIDENTE MEDIEVAL

Dice Umberto Eco: "El hombre medieval vivía efectivamente en un mundo po-
blado de significados, remisiones, sobresentidos, manifestaciones de Dios en
las cosas, [ ... ] Un león no era solo un león, una nuez no era sólo una nuez, un
hipogrifo era tan real como un león porque al igual que éste era signo [ ... ] de
una verdad superior.
Se impone como una evidencia que más allá de lo visible, en el mundo
medieval, había otro mundo, invisible la mayor parte de las veces, pero cuyas
fronteras no eran infranqueables . Era un mundo enigmático que asomaba a
cada a realidad imprimiéndole un aire de misterio y sorpresa, volviéndola
maravillosa.
Estas apariciones de las maravillas del trasmundo pueden clasificarse
en tres dominios: lo mágico, lo maravilloso con origen precristiano y lo
maravilloso cristiano. Para comprender más acabadamente el significado de
cada uno de ellos, sobre los que volveremos más adelante, es necesario hacer
un repaso del mundo medieval, de sus creencias y formas de vida.

La temprana Edad Media


Es el período histórico que se extiende desde el siglo V hasta el IX. Comienza
con la caída del imperio romano de Occidente y finaliza con la disolución del
imperio carolingio.
Cuando se produjo la disgregación del imperio romano, la Iglesia cristiana fue
la institución que asumió la unidad y creó una nueva imagen del mundo que
imperaría en Occidente hasta mediados del siglo XIII. Esta nueva concepción
del universo se constituyó a partir de las ideas cristianas que se impusieron
sobre un conjunto de nociones anteriores de distinto origen: la tradición
pagana y la tradición germánica.
La visión cristiana fijó una concepción distinta del mundo al incorporar la idea
de trascendencia, es decir, la existencia de otra vida más allá de la terrenal.
Esta concepción se terminó de configurar durante la Alta Edad Media,
período que se extiende desde el siglo IX hasta el XIII, en el que comienzan a
manifestarse los límites del orden medieval. Es ésta la época medieval por
excelencia.
La sociedad se organizaba en tres estamentos u órdenes claramente
diferenciados, codependientes entre sí y que parecían inmutables:
Los que oraban - la clerecía, que tenía responsabilidad de cuidar de las
necesidades de todos los cristianos.
Los que guerreaban - la nobleza, incluidos los reyes, cuya función era
luchar y gobernar
Los que trabajaban, aquellos cuyas actividades tenían vinculación con la
vida económica, que era fundamentalmente agrícola. El buen funcionamiento
de esta estructura aseguraba el bien común.

Dios había delegado en el Papa el cuidado del bienestar espiritual de los


hombres; también había establecido un gobierno secular, el del emperador. En
teoría éste concedía reinos a los reyes, quienes, a su vez cedían a los nobles
-condes y duques- tierras, en calidad de feudo para que hicieran uso de ellas y
de los hombres que las habitaban (nunca para que la trabajaran directamente
ellos, ya que el trabajo manual no era considerado digno de su condición).
Una red de relaciones personales unía a la sociedad feudal: los campesinos y
siervos estaban obligados a entregar el fruto de su trabajo a los señores
propietarios de las tierras que habitaban; los nobles, a su vez, tenían el deber
de protegerlos con sus armas. Como vasallos -término que supone un contrato
no escrito con un señor y se da entre miembros de la nobleza militar- del rey o
de otros nobles de jerarquía superior, debían acompañarlos en la guerra,
prestarles consejo y fidelidad.

Pese a este panorama en apariencia armonioso, la Alta Edad Media fue una
etapa de fraccionamiento político en la cual reyes y emperadores carecían de
instrumentos para imponer su poder frente a una nobleza díscola e intrigante,
celosa de su independencia y poderío.
Solo a partir de los siglos XII y XIII los reyes, apoyados en parte en la naciente
burguesía, iniciaron con cierto éxito la labor centralizadora que daría lugar a la
formación de los estados modernos.
El sentimiento heroico -la más importante de las virtudes, floreció entre los
nobles en función de las necesidades que se les planteaban: defender sus
señoríos, proteger a quienes dependían de ellos. La figura de estos señores y el
recuerdo de sus hazañas circularon a través de cantares que estereotiparon sus
características: la audacia, el valor ilimitado, la obediencia a su señor. Un
ejemplo de estos cantares es el Poema de Mío Cid.

El tercer estamento lo constituían los sectores privilegiados. El campesino


vivía en la tierra de un noble o de la Iglesia, trabajaba el suelo o desarrollaba
tareas artesanales y entregaba su producción al señor feudal que le retribuía
con justicia, seguridad y protección. Si bien no podía abandonar la tierra,
tampoco podía privarlo de ella.
La misma angustia en relación con el mundo dominaba a todos los estamentos.
Los tres órdenes partían un sentimiento general de impotencia ante un
universo que consideraban inmutable, que la cólera divina pesaba sobre el
mundo y se podía manifestar en diversos castigos. Por eso, importaba
esencialmente asegurarse la gracia del Cielo. Esto explica el poder
extraordinario de la Iglesia y de los servidores de Dios sobre la tierra.
Junto a este sentimiento de fugacidad de la vida terrena, la certeza de la
trascendencia: nadie dudaba de la existencia del más allá, al que se accedía
desde la muerte.
El hombre medieval estaba seguro de que no desaparecería por entero pues su
vida seguiría en la eternidad. Esta seguridad hacía que, más que la muerte, se
temiera el juicio, el castigo en el más allá y los tormentos del infierno, temor
alimentado por la idea del Apocalipsis y el Juicio Final, cuya lectura y glosas
impactaban con singular dramatismo.

Hacia mediados del siglo XII, las ciudades comenzaron a florecer en todo el
Occidente de Europa, animadas por el restablecimiento del comercio con
Oriente y protegidas por los reyes de las naciones en formación.
Con ellas empezaba a desarrollarse una nueva clase social, la burguesía. Así,
como en los siglos anteriores los monasterios habían sido los lugares pensados
como etapas de un viaje, las ciudades se transformaron rápidamente en los
puntos de encuentro y contacto con el mundo. Al hacerse más fluidas y
seguras las comunicaciones, los burgueses (mercaderes, estudiantes y
artesanos) pudieron transmitir sus experiencias de un lugar a otro del
continente, con lo cual se desarrollaron nuevas técnicas y saberes que se
advirtieron en el curso de una o dos generaciones. Se abría paso una nueva
sensibilidad frente a la vida y el destino de los hombres. De la burguesía -que
modificaría la escala medieval de valores al poner en primer lugar el trabajo y
la riqueza- surgieron gran parte de los letrados laicos y eclesiásticos que darían
brillo a la última etapa de la cultura medieval. Fueron ellos los que participaron
en las universidades que comenzaron a crearse en esta época, quienes
reordenaron las formas de convivencia apoyando a la monarquía y creando la
escolástica.
Fueron los burgueses quienes se empeñaron en una lucha en el terreno de las
realidades -construyendo catedrales, levantando ciudades populosas y
ayuntamientos, estableciendo entre ellas una importante red comercial- que
quebraría el aparentemente inmutable orden feudal.
Durante la Baja Edad Media (período que se extiende desde el siglo XIII al
XV) esta burguesía ascendió aceleradamente y las ciudades crecieron y prospe-
raron. Al mismo tiempo, se robusteció el espíritu caballeresco ligado al
prestigio de las minorías cultas y refinadas, como se muestra en la producción
del infante don Juan Manuel.
Entonces surgieron dos sistemas de valores, el del trabajo y la riqueza frente al
del heroísmo y la santidad que parecían opuestos pero que se influían
recíprocamente sin que ninguno se impusiera sobre el otro. En esta época, las
clases señoriales empezaron a aspirar a la riqueza y los sectores más altos de
la burguesía trataban de asimilar las costumbres cortesanas.

También entre lo religioso y lo profano se daba un juego de oposición y de


convivencia al mismo tiempo. Junto a la visión cristiana que había regido hasta
el momento, se desarrollaba otra que valoraba la vida terrenal. Para el hombre
de la Baja Edad Media crecía la importancia del goce de vivir y disfrutaba de su
paso por la tierra a pesar de su brevedad y de la incertidumbre respecto de la
muerte y de la vida eterna.

La danza de la muerte, de la que aparecen varias versiones en esa época, es


un ejemplo de este cambio de percepción: los personajes, aún los eclesiásticos,
se aferran a la vida y solo a regañadientes y con gran pesar aceptan que les
llegó la hora de morir.
La preocupación por la muerte -acentuada por las grandes epidemias, sobre
todo la peste negra de 1348 (situación que se describe en el Decamerón de
Boccaccio)- se presentaba con un tono desesperanzado y escéptico y no como
un paso hacia una zona antes detalladamente definida por las imágenes del
infierno o del paraíso y que se volvía ahora cada vez más imprecisa.

Durante la Baja Edad Media hubo también una profunda transformación


intelectual.
En el siglo XIII, los avances de la Reconquista Española pusieron en contacto
el occidente cristiano con el mundo musulmán que había conservado la
tradición clásica. La difusión de las ideas de -de Aristóteles permitió que
hombres de la Iglesia, como Santo Tomás de Aquino, crearan un sistema de
conocimientos más sólido y complejo que la tradición anterior sin amenazar las
creencias cristianas. Si bien la verdad le era revelada al creyente, era posible
acceder a ella también a través de la razón. Los instrumentos de la escolástica
se perfeccionaron y las universidades medievales se embarcaron en
discusiones que enlazaban interminables silogismos.

El siglo XIV marcó la crisis del orden feudal. Las ramas del saber comenzaron
a dividirse. Mientras la teología seguía ocupándose de la pregunta acerca de
Dios y admitía como único fundamento del conocimiento a la fe, la filosofía
comenzó a pensar en la realidad inmediata, valorizando la observación y la
experiencia y no la mera obediencia al legado tradicional y las autoridades. Si
bien en un principio este divorcio descalificó a la filosofía, creó el horizonte
para el surgimiento de la ciencia moderna, en el siglo XVI.
La labor de los humanistas produjo una renovación intelectual que tendía a una
visión naturalista e inmanente del mundo la que convivió durante la Baja Edad
Media con la concepción teísta y trascendente de la etapa anterior. Una actitud
que da cuenta de ese cambio es la nueva concepción del paso por la Tierra: el
hombre tenía un destino que realizar y una de las formas de hacerlo era
expresar la belleza de una creación original.

LO MÁGICO
Los hombres medievales abordaban lo mágico a través de dos prácticas
diferenciadas: la magia blanca, que era lícita porque convocaba poderes
angélicos y derivaba de actitudes místicas, de reflexión espiritual, y la magia
negra, que convocaba poderes demoníacos. Lo maravilloso medieval se asocia-
ba con esta última y poblaba el imaginario social de la época de demonios,
brujas y apariciones infernales.

LO MARAVILLOSO CON ORÍGENES PRECRISTIANOS


El dominio de lo maravilloso con orígenes precristiano (romano, germánico)
ocupaba un lugar intermedio entre lo mágico y lo maravilloso cristiano; tenía,
por una parte, una función compensadora: era una forma de resistencia a la
doctrina oficial cristiana.
Se organizaba como un mundo al revés en el que abundaba la comida y es-
taban permitidos la desnudez, la libertad sexual, el ocio, o como un paraíso
terrestre que había quedado en el pasado, en una edad de oro.
Tales salidas del orden habitual se producían no solo en los festejos del
carnaval sino también en festividades agrícolas, en la fiesta de los bobos, del
asno, o en las ferias populares, que continuaban las celebraciones que se
realizaban en las iglesias.
Estos momentos de liberación transitoria significaban la abolición provisional
de las relaciones jerárquicas y los privilegios, pero al mismo tiempo reafir-
maban esas relaciones y privilegios ya que eran las mismas instituciones las
que concedían el permiso para la trasgresión.
Por otra parte y fuera de estas festividades, lo maravilloso podía percibirse
cotidianamente: dos ejemplos del siglo XI que renarra Jacques Le
Goff, medievalista contemporáneo, muestran de qué manera las maravillas
irrumpían naturalmente en el plano de la realidad.
En las ciudades del valle del Ródano hay seres maléficos, los dracos, que
atacan a los niños pequeños. Por las noches estos seres se introducen en las
casas aunque las puertas estén cerradas, se apoderan de los bebés que están
en la cuna y los llevan a las calles ya las plazas donde se los encuentra por la
mañana siguiente. [ ... ] Un joven noble que se hizo monje guarda ganado en
un campo de la abadía y ve aparecer frente a sí a un primo muerto
recientemente. Con toda sencillez el joven le pregunta: "¿Qué haces aquí?"; el
otro le responde: "Me he muerto y he venido porque estoy en el purgatorio y
es menester que oréis por mí". "Así lo haremos:' El difunto se aleja por el prado
y desaparece por un extremo del campo como si formara parte del paisaje
natural y sin que el mundo haya sido realmente turbado por semejante
aparición.

Estas maravillas también fueron un instrumento de política y poder para nobles


y reyes, quienes creían en ellas. Ricardo Corazón de León, por ejemplo, solía
referirse a una leyenda que contaba que la dinastía de los Plantagenet -a la
que pertenecía- había tenido como antepasado, dos siglos atrás, a una mujer
demonio. El rey Ricardo se servía de ella en su política para explicar la manera
en que obraba y para explicar los combates sin tregua que se sucedían en su
familia, en la que los hijos se armaban contra el padre. Al rey le gustaba decir:
"Nosotros, los hijos de la mujer demonio".
LO MARAVILLOSO CRISTIANO
El cristianismo organizaba lo maravilloso cristiano como milagros o como
alegorías moralizantes y lo incorporaba modificando su significado.
Los milagros eran parte del plan divino y ordenaban lo imprevisible y lo
desconocido de las maravillas. A diferencia de lo maravilloso, que se producía
por fuerzas múltiples y desconocidas, el único autor del milagro era Dios.
La alegoría es una figura que implica la existencia de, por lo menos, dos
sentidos para las mismas palabras: uno literal y otro figurado. A diferencia de la
metáfora, este doble sentido está indicado de manera explícita, no depende de
la interpretación de cada lector. Así, por ejemplo, una mujer con los ojos
vendados y una balanza para nosotros funciona como una alegoría de la
justicia. En el caso de la ideología cristiana, las alegorías pretendían enseñar e
imponer una doctrina y conducta moral que el hombre común no hubiera
captado desde la formulación teológica erudita.

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