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Universidad Nacional de Colombia Jeisson Africano Rodríguez

Maestría en Psicoanálisis Seminario Sobre la Pulsión


Sobre la tensión pulsión-cultura
Antes de abordar los capítulos que componen El malestar en la cultura, vale la pena
intentar respondernos una pregunta: ¿por qué leerlo en un seminario sobre la pulsión?
La respuesta salta a la vista de inmediato: en esta obra Freud sintetiza gran parte de su
trabajo sobre la tensión existente entre vida pulsional y lo humano cultural; en particular,
dando gran preponderancia y sustento a la pulsión de agresión. Es más: según Freud,
esta pulsión constituye el mayor obstáculo que impide a la cultura el alcance de su
objetivo último, a saber, la unión de todos los hombres es una gran comunidad. También
será dicha pulsión la clave para comprender la emergencia del sentimiento de culpa,
causa última del malestar del sujeto en la cultura.
Para llegar a anunciar tales descubrimientos, el método que utiliza el padre del
psicoanálisis consiste en analizar en paralelo el avance de la cultura y la evolución del
individuo, su maduración sexual, lo que implica renuncias pulsionales y organizaciones
libidinales. Pero este análisis no lo hace por separado: para Freud en el proceso de la
cultura se pueden identificar elementos relacionados con la evolución del individuo y
viceversa. Por lo tanto, los dos procesos están estrechamente relacionados. Esto le
permite al autor avanzar mediante el uso de analogías entre los dos procesos, sin
desconocer, claro está, sus enormes diferencias.
Veamos, entonces, cómo construye Freud las tesis que lo ubicaron como uno de los
más grandes críticos de la cultura (junto a Nietzsche y Marx según Paul Ricoeur).
Capítulo I
El “sentimiento oceánico” o la introducción del problema por vía de la religión
El primer capítulo de El malestar en la cultura se ocupa de comprender y explicar la tesis
de Romain Rolland, amigo de Freud, según la cual la fuente última de la religiosidad
anida en un sentimiento al que dan en llamar sentimiento oceánico. Desde el principio,
el padre del psicoanálisis nos advierte que no puede dar fe de dicho sentimiento desde
su propia experiencia, pero su rigor científico lo obliga a darle un tratamiento al problema
del sentimiento oceánico, pues comprende que, si bien no ha experimentado un
sentimiento así, eso no anula la posibilidad de que exista y que otros, en efecto, lo hayan
vivenciado.
Decíamos con Rolland que el sentimiento oceánico constituye la fuente última de la
religiosidad. Decir que es una fuente indica que dicho sentimiento provee de algo a la
religiosidad, y en efecto así es, el sentimiento oceánico es la fuente y el destino mismo
de la energía religiosa. Para comprender este planteamiento, Freud se ocupa de
analizar las ideaciones que se pueden asociar a un sentimiento tal. Arribamos, entonces,
a una definición más o menos familiar: el sentimiento oceánico es un sentimiento de
indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Así,
Freud traza una diferenciación que será fundamental para su análisis del sentimiento
oceánico. En efecto, se trata entonces de un mundo exterior y uno interior para el sujeto,
el punto de partida para un intento de explicación psicoanalítica -genética1, según Freud-
es trazar la diferenciación entre un sentimiento de sí, de mismidad, del propio yo; que
se opone al mundo exterior.
Un sentimiento del propio yo puede llevar a pensar que existe un distanciamiento, un
límite tajante entre el yo y el mundo exterior. De inmediato, Freud corrige dicha

1
La idea de una explicación genética no parece clara. Sin embargo, nos atrevemos a aseverar que se trata
de una indagación por el origen del sentimiento oceánico. Esto, apoyados en la etimología de la palabra
“genética”, en “génesis”, que refiere al origen de las cosas.

1
pretensión, pues señala que los límites del yo no se hallan absolutamente definidos,
sino que el yo se continúa tanto hacia lo interno como lo externo del individuo. Hacia lo
interno, descubrimiento psicoanalítico, el yo se continúa en la entidad psíquica
inconsciente llamada ello, quedando así difuminados, o vale decir desdibujados, los
límites del yo en lo interior. Es más, el yo, llegará a decir el autor, sirve de fachada del
ello2. Pero los límites del yo hacia lo exterior tampoco son inmutables o absolutos. El
ejemplo paradigmático para pensar el desdibujamiento de los límites del yo frente a lo
exterior lo constituye el estado de enamoramiento: en dicho estado, los límites entre el
yo y el objeto no son estables en absoluto; es el estado en el cual el sujeto y el objeto
se comportan como uno indivisible.
De las anteriores reflexiones, entonces, Freud extrae la conclusión de que los límites
del yo no son indisolubles en absoluto, lo que viene en apoyo de la existencia del
supuesto sentimiento oceánico. El siguiente paso de la argumentación del psicoanalista
será establecer la evolución del sentimiento del propio yo que caracteriza, más o menos,
la estabilidad del yo del adulto. El punto de partida, por supuesto, es el lactante que, si
bien no diferencia su yo del mundo exterior, en la medida en que va identificando fuentes
de estímulo en el propio cuerpo y ajenos a él, gradualmente irá reconociendo una
distancia entre sí y el objeto. En particular, el seno, en tanto objeto privilegiado del
lactante, objeto que no está a su disposición siempre que lo requiera, le permitirá
establecer que en el mundo existe un afuera. Por otro lado, de las fuentes de estímulo
displacentero de las cuales, mediante una reacción motriz el lactante puede huir, el yo
habrá de disociarse, constituyendo así un no-yo, que se opondrá a un yo-placiente, un
yo identificado con las fuentes de estímulo placentero -todo esto, como se ha visto,
coordinado por el principio de placer. Sin embargo, el principio de placer tendrá que ser
relevado por el principio de realidad que se impone a raíz del descubrimiento tanto de
fuentes de estímulo placentero exteriores, como de fuentes de displacer internas.
Esta explicación genética permite a Freud apuntar una conclusión: el sentimiento
oceánico está sustentado en la persistencia en la vida adulta de un rasgo infantil:
“originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo exterior” (Freud,
62). El sentimiento oceánico queda reducido a una fase temprana del sentimiento yoico.
Acto seguido, para argumentar la persistencia de lo infantil en lo adulto, se pregunta el
autor si es lícito suponer tal persistencia. Pregunta por demás retórica, pues apunta
indefectiblemente al descubrimiento del psicoanálisis: en efecto, en la vida adulta
persiste lo infantil y, para ser más exactos, es en lo psíquico donde lo antiguo permanece
junto a lo actual y evolucionado del sujeto. ¿Cómo es posible que lo infantil persista en
lo adulto? Por efecto de la represión de algunas de las tendencias pulsionales.
Desalojadas de la conciencia, algunas tendencias pulsionales que emergieron en la
infancia devinieron inconscientes, lo que quiere decir que solo fueron cambiadas de
lugar, mas no eliminadas; las otras, las no reprimidas, simplemente continuaron un curso
evolutivo, que bien podríamos anunciar como organización libidinal.
Para ilustrar cómo la evolución de algo no supone la eliminación de sus estadios previos,
Freud se apoya en una bella metáfora histórico-arquitectónica sobre el devenir de la
ciudad de Roma. Reproducirla aquí no nos corresponde, además porque para el mismo
Freud la metáfora se queda corta o conduce a extravíos… Lo que importa, más allá del
bello argumento, es su necesaria conclusión: aquella pulsión infantil reprimida, que
persiste en lo inconsciente, está siempre dispuesta a retornar, a hacerse notar de algún
modo, incluso en la vida adulta: lo pretérito, entonces, puede subsistir en la vida
psíquica, puesto que su represión no significa destrucción (Freud, 67).
Si bien ya ha quedado más o menos esclarecido el sentimiento oceánico, queda aún un
asunto por tratar. ¿Por qué un sentimiento así puede ser fuente de la religiosidad?

2
Sobre esta idea Freud no dice más, por ahora. Habremos de ocuparnos de este asunto más adelante.

2
Apoyados en la persistencia de lo infantil, podemos responder que ese sentimiento
oceánico, de carácter infantil, obedece a otro más íntimo: el desamparo infantil. Esta
será, pues, la verdadera fuente de todo sentimiento religioso. El desamparo infantil
también persiste en la vida adulta, y de hecho se actualiza cuando el sujeto se confronta
a la indiferencia del devenir que en su despliegue se impone con omnipotencia por sobre
sus intereses o expectativas individuales. La religión viene a representar un consuelo, a
prometer un final feliz que justifique todas las durezas de la vida3.
Capítulo II
Del problema de la religión al problema de la felicidad
El capítulo anterior nos ha dejado un sabor amargo pero certero. Dimos un largo rodeo
iniciado con la pregunta por el sentimiento oceánico, para llegar a comprender que el
desamparo ante las fuerzas de la omnipotente Naturaleza es la razón por la cual el
hombre se refugia en la religión. Así, entonces, nos introducimos en el problema de la
religión. Freud la define como el conjunto de doctrinas y promisiones que, por un lado,
explican con envidiable integridad los enigmas de este mundo, y por otro, prometen
protección y recompensa supraterrenal por el sufrimiento de la existencia terrena (Cfr.:
Freud, 69). El ente que recompensa es la Providencia, figura en la cual Freud identifica
al padre exaltado: un padre tal habrá de comprender las necesidades de sus hijos,
conmoverse ante sus ruegos y rendirse ante su arrepentimiento. Aquí, nuevamente, el
psicoanalista deja en evidencia la actitud infantil que subyace a lo religioso, pues ese
padre, exaltado por la nostalgia del mismo, es creación del sentimiento de desamparo
infantil explicitado anteriormente. Sin embargo, con esto no se agota el análisis
freudiano de la religión. Antes bien, el autor ocupará todo lo que resta del capitulo en
elucidar la justificación psíquica de lo religioso. En efecto, apoyado en los versos de
Goethe en los cuales da preponderancia a la religión sobre la ciencia y el arte (Cfr.:
Freud, 70), el psicoanalista introduce el problema mismo de la vida: Tal como nos ha
sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos
sufrimientos, decepciones, empresas imposibles (Ibid.). Este carácter trágico de la vida
introduce la necesidad de estrategias, formas de hacer más soportable la existencia.
Freud las clasifica en tres especies: a) Distracciones poderosas que empequeñecen la
miseria, b) Satisfacciones sustitutivas que reducen la miseria y c) Narcóticos que
insensibilizan ante ella; ¿en cuál de las tres ubicar la religión?
La empresa que Freud se propone no es sencilla y lo conduce ahora, por otra vía, una
más amplia y filosófica: comprender el sentido de la existencia humana. Sea o no una
pretensión antropocentrista, una mera vanidad humana asumir que su existencia tiene
algún sentido; la pregunta persiste, se impone, es ineludible. Sólo la religión da una
respuesta a una pregunta tal y, más allá de responderla, precisa de ella4. Avanzar por

3
En este punto nos parece importante destacar que la atmósfera del texto freudiano es bastante densa,
oscura, podría decirse. El tinte que atraviesa todo El malestar en la cultura es bastante pesimista, es raro
encontrar algún apunte optimista. Además, es importante señalarlo, este libro fue escrito con completa
conciencia de lo que se avecinaba en Europa con el advenimiento del Nacismo. En varias ocasiones, Freud
da claras señales de que es consciente de lo que el pueblo judío viene a representar para los ideales arios.
Para el psicoanalista, la realidad de su tiempo no es más que una prueba de la tesis central de la obra que
nos ocupa.
4
Podríamos aquí introducir una reflexión antropológica: la única especie que construye cultura es la
humana. Una de las producciones culturales más venerables es la religión. Sólo la especie humana crea
religiones y, para sustentarlas, justamente, debe partir de una premisa antropocéntrica: la vida humana
tiene algún sentido y es justamente la religión -sea la que sea- la que contiene dicha verdad. Si no, ¿cómo
explicar el hecho de que somos la única especie privilegiada para pensar lo absolutamente perfecto? René
Descartes sostendrá que Dios necesariamente existe porque sólo a través de Él es que podemos
explicarnos una posibilidad tal, la idea innata de lo absolutamente perfecto tiene que haber sido puesta
por Él en nosotros, por lo tanto, Dios existe.

3
esta vía implicaría sumergirnos en la religión, es decir, en el fenómeno que justamente
estamos intentando explicar. Por este motivo, Freud desvía hacia una pregunta más
humilde, cuya respuesta salta a la vista de inmediato: ¿A qué aspira el ser humano en
la vida? ¿Qué espera de ella? En una palabra, el ser humano aspira a la felicidad5.
Definir la felicidad no es tarea fácil6. No obstante, para Freud se la puede entender de
acuerdo a sus dos fines: negativamente, la felicidad aspira a la evitación del dolor y el
displacer. Positivamente, en cambio, busca la experimentación de sensaciones de
placer. Vemos, pues, al principio de placer funcionando como criterio para definir la más
grande aspiración humana y agenciando la búsqueda de la misma. Pero dicha búsqueda
se verá frustrada. La realidad, y con ella el principio de realidad que corresponde al
sujeto, habrá de imponerse mostrando la indiferencia del devenir respecto a la felicidad
del individuo. En dichas circunstancias habrá de decantarse una definición más realista
de la felicidad: surge de la satisfacción, casi siempre instantánea, de necesidades
acumuladas que han alcanzado elevada tensión […] solo puede darse como fenómeno
episódico (Freud, 72).
De nuevo, la felicidad aparece emparejada con el placer, pero esta vez con conciencia
de lo efímero. Y es que, justamente, por efecto del principio de placer, no se puede
aspirar a una sensación estable y duradera del mismo, pues el placer, para que sea
sentido como tal, requiere de una tensión displacentera que la invoque. El principio de
placer es la causa de que el placer mismo deba ser apenas episódico -y con él toda la
felicidad a la que podemos aspirar. Además, es de todos sabido que esas experiencias
displacenteras son más eficaces al momento de hacerse sentir que las placenteras. La
vida está plagada de vivencias de sufrimiento y desgracia. Tres son las fuentes de tales
vivencias: el propio cuerpo que, por naturaleza, tiende a la degeneración y a la
percepción del dolor; el mundo exterior cuya fuerza se impone omnipotente y cruel; y
las relaciones con los otros, que nos deparan grandes decepciones, frustraciones y
sufrimientos... Quizás los más dolorosos, dice Freud7. De nuevo, toda la felicidad a la
que el ser humano puede aspirar queda reducida por el principio de realidad, a una mera
evitación del sufrimiento y al escape de la desgracia en primera instancia. La
consecución de placer queda relegada a un segundo lugar. Para sustentar esta idea, el
autor muestra el lado negativo de las vías que conllevan al placer. De cada una de ellas
habrá de resultar una frustración o una imposibilidad de la felicidad total8.
Hemos visto, pues, cómo la búsqueda de satisfacción se presenta parcial e infructuosa
como un todo. Y es que, justamente, el problema de la felicidad se ha mostrado reducible
a un problema de satisfacción pulsional. El mundo exterior se opone a la satisfacción
absoluta de la pulsión, en esto viene a consistir la infelicidad del sujeto en el mundo al

5
Este punto en la argumentación freudiana es de gran importancia para comprender la estructura de la
obra que estamos estudiando: inicia con el sentimiento oceánico para reflexionar sobre la fuente de lo
religioso, luego analiza lo religioso y, por esa vía, arriba al problema de la felicidad. Este problema será
transversal, pues es justamente la no-felicidad lo que caracteriza la experiencia humana de la cultura.
6
Freud me evoca a Platón, Aristóteles o Epicuro: La virtud para el primero, la vida contemplativa
(alcanzada por vía de la virtud) para el segundo, o el placer mesurado (ataraxia) para el tercero. Es Epicuro
el que parece resonar en la definición freudiana de la felicidad.
7
El sufrimiento que emana de las relaciones humanas muestra el carácter destructivo del otro, un carácter
que es ineludible pues no somos sino por y con los otros.
8
No reproducimos en el cuerpo del texto la crítica que Freud hace de las vías, pero las mencionamos a
continuación: la satisfacción de necesidades, llevada con imprudencia, conduce al dolor (de nuevo
resuena Epicuro). La evitación del sufrimiento por aislamiento voluntario conduce a una felicidad
equiparable a la quietud (que no es consecuente con el principio de placer). El presunto dominio sobre la
Naturaleza, aunque absolutamente incompleto, puede orientarse a la búsqueda del bienestar de todos
por medio de la ciencia (salta a la vista que es muy limitado su efecto). La intoxicación que modifica la
sensibilidad ante el dolor (ya sabemos lo que esto implica para la salud).

4
que vino, el mundo de lo cultural. Para hacerle frente a esta insatisfacción pulsional, el
individuo habrá de apelar a distintas técnicas que deparan satisfacciones incompletas o
muy poco intensas. Intentar dominar la pulsión para no sufrir ante la imposibilidad de
satisfacción es la primera de dichas técnicas. Un intento de dominio tal apunta al reposo
absoluto, a la inactividad9. Un dominio más realista, apoyado en el principio de realidad,
proporciona una satisfacción menor, menos intensa y placentera, que la satisfacción de
una pulsión no domeñada. La sublimación de la pulsión, es decir, el desvío de la libido
hacia actividades intelectuales y artísticas, destino privilegiado por la cultura,
proporciona una satisfacción menos intensa aún, o vale decir, demasiado alejada del
placer sentido como tal. La contemplación del arte, que apenas conllevará una ligera
narcosis, no logra, sin embargo, hacernos olvidar de la miseria de la realidad. El refugio
en la locura, mediante la transformación delirante de la realidad, en busca de una
concepción de esta donde la pulsión no se encuentre impedida para su satisfacción;
tarde o temprano cede ante la realidad misma10. Amar y ser amado, otra de las técnicas
pensadas por Freud, muestra su talante positivo pues el amor sexual es el prototipo de
felicidad más cercano que tenemos y es alcanzable; sin embargo, su lado destructivo
se afirma por el hecho de que nunca nos hallamos tan a merced del sufrimiento como
cuando amamos, pues nuestra felicidad queda supeditada a las vicisitudes del objeto:
la desdicha aparece cuando el objeto falta (Cfr.: Freud, 79). El goce de la belleza, pese
a estar derivado de los encantos del placer sexual, escasamente causa un efecto
ligeramente embriagador. La última vía, la que aporta satisfacciones sustitutivas será la
fuga a neurosis: es claro que esto significa que tampoco en ella se encontrará la felicidad
entendida como satisfacción pulsional… En conclusión: toda técnica es insuficiente para
la conquista de la felicidad como placer. Cada sujeto elegirá la vía de acuerdo a su
economía libidinal, mirando cómo invierte sus energías pulsionales aquí y allá, pero algo
debe serle claro desde el principio: buscar satisfacción pulsional absoluta es una
empresa vana y frustrante. Vemos, pues, cómo para Freud, el problema de la felicidad
equivale a lo que el sujeto puede hacer con su pulsión.
Y bien, este capítulo empezó reflexionando sobre el lugar de la religión, sobre una cierta
justificación psíquica de la misma, ¿la encontramos? Freud concluye el segundo
capítulo de la obra sosteniendo que la religión viene a perturbar el libre11 juego de
elecciones frente a la realidad; imponiendo una única vía de consecución de la felicidad
y evitación del sufrimiento, al precio de fijar al sujeto al infantilismo psíquico y por medio
del desprecio de la vida misma12; pero evitándole la caída en la neurosis. Nos parece
que el recurso de Freud a la religión se justifica solo en la medida en que sirvió para
introducir el gran problema humano de la felicidad, uno de los problemas preliminares
del estudio que Freud hace de la relación hombre-cultura.

9
El budismo, que influenció la filosofía de Schopenhauer, aparece aquí con claridad. Ante el
descubrimiento schopenhaueriano de que la vida es un sufrimiento, por efecto del deseo que nunca se
sacia; una alternativa es la vida ascética, que viene a consistir en la reducción radical de la satisfacción del
deseo, lo que viene a significar negar la voluntad de vivir.
10
La religión se presentará como una forma de delirio colectivo. En efecto, la religión transforma la
realidad y sus miserias, y las relaciona con potestades irreales. De este modo, la religión proporciona
respuestas y esperanzas de frente a la miseria real de la existencia.
11
Si depende de la pulsión no puede ser verdaderamente libre.
12
El desprecio de la vida como condición de la religión ya había sido elucidado por F. Nietzsche en su
crítica del cristianismo emprendida en La genealogía de la moral. En dicha obra, el filósofo demostrará
que el cristianismo está construido sobre aquello que dice negar, esto es, el resentimiento: el cristianismo
viene a promulgar una moral de esclavos, una transvaloración de los valores al servicio de los débiles.
Dicho resentimiento pasa por despreciar el cuerpo en beneficio del alma, un cuerpo en que se afirma la
vida misma. Por lo tanto, el cristianismo desprecia la vida, la niega.

5
Capítulo III
Origen de la cultura: renuncia pulsional
La tercera fuente de sufrimiento, nuestra relación con los demás, escapa a la aceptación
general que las otras dos (el propio cuerpo y las fuerzas de la Naturaleza) recibieron de
inmediato. En efecto, Freud es claro en señalar que nos resistimos a aceptar que
tengamos que soportar un sufrimiento de origen social; lo hace a través de una pregunta:
¿por qué las instituciones que creamos no garantizan, mas bien, protección y bienestar
para todos? (Cfr.: Freud, 84). La respuesta, tal vez, apunta a nuestra naturaleza 13
expresada en la constitución psíquica. Para explicárnoslo, el psicoanalista nos conduce
a reflexionar en torno a la cultura, nuestra mayor construcción social, señalando que ella
ha de ser la culpable de nuestro sufrimiento social. Por lo tanto, es apenas lógico que
exista de nuestra parte una cierta hostilidad contra ella, cuyo crecimiento histórico es
trazado por el autor remitiéndose al desprecio cristiano de la vida terrena, al contraste
de la vida moderna europea con la vida simple y feliz de los primitivos14 y, finalmente, al
choque entre las exigencias culturales y las aspiraciones del hombre individual que dio
origen a la neurosis15. En efecto, ante las exigencias de la cultura, el sujeto se frustra
por no poder satisfacerlas del todo, esta frustración es la neurosis.
Ahora bien, añadida al decurso histórico antes trazado, aparece la decepción del ser
humano frente al dominio que ha alcanzado de la Naturaleza. Es decir, dominar las
fuerzas de la Naturaleza con arreglo a los avances de la técnica y la ciencia no ha
garantizado felicidad16 alguna, antes bien, han contribuido a prolongar la vida,
prolongando así la miseria… Otro expediente más que se suma al malestar del sujeto
en la cultura y que lo pone en su contra. Llegados a este punto, y con el fin de
comprender por qué la cultura es causa de tanto sufrimiento, el psicoanalista apunta
una definición de la cultura: el término designa la suma de las producciones e
instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que
sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de
los hombres entre sí. (Freud, 88). Dentro de esas producciones se cuentan las
conquistas de la cultura: la elaboración de herramientas y útiles que potencian las
capacidades del ser humano frente a la Naturaleza; la encarnación de sus grandes
ideales de omnipotencia y omnisapiencia en los dioses; el devenir del hombre en un
dios con prótesis (gracias a sus artefactos), etc.… Y ni así el hombre puede llamarse
feliz en la cultura.
El hombre le exige a la cultura lo útil como la protección frente a la Naturaleza, pues
este nace desvalido, absolutamente prematuro, y es la cultura la que lo recibe y le
permite sobrevivir en los primeros años de su existencia. Pero también le exige lo inútil,
como la ornamentación y la belleza. Sin embargo, aunque esta idea parezca accesoria,

13
Un problema que habrá de ocuparnos es el compromiso que Freud asume con una definición de la
Naturaleza humana, problema fundamental de la antropología filosófica. Desde ya, al postular que la
causa de nuestra infelicidad con relación a los otros anida en nuestra constitución psíquica, está
anunciando lo que más adelante dirá con todas las letras: el hombre es una especie de naturaleza egoísta
y agresiva.
14
Michel de Montaigne, el padre del estilo ensayístico, en uno de sus ensayos más célebres se ocupa de
reflexionar sobre quién es más civilizado entre los europeos de su época, el Renacimiento, o los primitivos
recién descubiertos en América. Su conclusión no puede ser más irónica: si en Europa, por cuestiones de
fe y piedad asesinan personas en la hoguera, habrá que decir que son más civilizados y felices los
aborígenes de América que se asesinan para alimentarse. Sí, se está refiriendo a tribus caníbales y las
destaca como superiores en civilización a los europeos. El ensayo en cuestión se titula De los caníbales.
15
Aquí se anuncia el par de elementos que constituirán la línea de análisis de Freud: el avance de la cultura
y la evolución del sujeto individual.
16
Y Freud sabía de qué hablaba pensando en la Primera Guerra Mundial, tan avanzada en la técnica… Y
eso que no presenció lo que lo avances de la técnica significaron para la Segunda Guerra Mundial.

6
Freud la sustenta porque conduce a dos producciones más de la cultura que denotan
elevados índices de cultura: el orden y la limpieza que, de todos modos, vienen a
funcionar para ahorrarle gastos de energía innecesarios al hombre. En esta medida,
puede decirse que la cultura cumple con su primera función, la de protección frente a la
Naturaleza.
Respecto a la segunda función de la cultura, la que atañe a la regulación de las
relaciones de los hombres entre sí, el autor indica el surgimiento del Derecho como una
producción cultural de grandes consecuencias. Fue el “Derecho” -entendido en un
sentido primitivo- el que permitió el paso a la cultura mediante la limitación del ejercicio
de la fuerza bruta por parte del más fuerte sobre los demás. Para la conquista del
dominio sobre el más fuerte, la colectividad de los más débiles tuvo que sacrificar su
satisfacción individual17 para establecer un límite al poderío egoísta del más fuerte.
Encontramos, pues, en el origen de la cultura, una renuncia pulsional, no solo de los
débiles, sino también del más fuerte a quien también se somete a dicha renuncia. No
obstante, aquello de la pulsión que no fue domeñado, aquel resto pulsional que insiste
por satisfacerse, es el reservorio de la hostilidad de los hombres contra la cultura.
Para explicar el proceso anteriormente mencionado, Freud expone lo que la cultura nos
obliga a hacer con la pulsión. 1) Al alejarnos de lo animal, la cultura nos impone el
consumir algunos rasgos pulsionales que se alinean con sus ideales. Un ejemplo es la
definición del carácter del sujeto de acuerdo a sus renuncias pulsionales (el carácter
anal, acorde a la limpieza, el orden y el ahorro, rasgos celebrados por la cultura). En
este ejemplo, salta a la vista que el proceso de la cultura va en paralelo con la evolución
libidinal del individuo. 2) Por otro lado, la pulsión será orientada hacia metas
culturalmente alabadas y que apoyan su progreso, la sublimación sirve para este
propósito. 3) Finalmente, pero no menos importante, la represión de la pulsión, la
renuncia a la satisfacción propiamente dicha, será la mayor fuente de frustración cultural
y, por lo tanto, la causa de la hostilidad del hombre contra la cultura.
Capítulo IV
Pre-historia de las regulaciones sociales
La regulación de las relaciones humanas, inaugurada con una renuncia pulsional de la
colectividad, habrá de aplicarse a todos aquellos seres humanos que participen de la
cultura, es decir, a todo individuo que sea humano. Esto le permite a Freud establecer
un paralelo entre dos grandes procesos desentrañados por el psicoanálisis: el proceso
cultural y la evolución individual. Gracias a esto, es que Freud anuncia que la regulación
cultural se aplica a todos aquellos que se congregan por efecto de la necesidad, Ananké,
como colaboradores en el trabajo sobre la tierra; y el amor, Eros, entre ellos, el objeto
sexual y la familia. Una historia de las regulaciones sociales es lo que nos presenta el
psicoanalista en su cuarto capítulo.
Partiendo de postular el trabajo como forma en que el hombre primitivo transforma la
realidad para satisfacer sus necesidades18, plantea de inmediato la necesidad de que
se asocie a otros hombres para la misma empresa. En este momento, es Ananké la que
aproxima a unos hombres hacia otros. Pero la necesidad genital conllevó a que el
hombre primitivo constituyera familia, se asociara permanentemente con una mujer
primitiva y diera al mundo su progenie; es Eros el que aquí anuncia su poder. De estas

17
En este análisis freudiano del origen del Derecho, resuenan las tesis del iusnaturalismo que postulaba,
como antecedente necesario del surgimiento del Estado moderno, un estado de naturaleza donde
dominaba el más fuerte y que se superó, justamente, con un contrato social que significó la limitación de
la satisfacción individual por mor del bien colectivo. Estos planteamientos comenzaron con Hobbes,
seguido de Locke y Rousseau.
18
Ahora resuena Marx: para el economista alemán, la esencia del hombre radica en el trabajo, es decir,
en su capacidad de transformar la naturaleza y extraer valor de ella.

7
primeras interrelaciones entre los hombres, resultó necesaria la organización de
alianzas que pusieran límite al poder ilimitado del padre primitivo. Así, según Freud,
emerge el primer Derecho, el tabú, que vendrá a organizar la primera Ley que todos
habrán de obedecer si quieren gozar de los bienes que proporciona la alianza.
Eros y Ananké fueron, pues, los padres de la cultura pues dieron origen a la primera
comunidad humana. Sin embargo, sobre Eros habremos de ocuparnos en lo que sigue,
pues para Freud es el amor, en tanto nutrido por la pulsión, uno de los elementos que
más sufrimientos depara para el hombre en comunidad [cultural]. En efecto, la
satisfacción pulsional asociada al amor se puede caracterizar por dos vías, que bien le
sirven a la cultura: el amor genital que cumple con la pretensión cultural de unir sujetos
a través de germinación de la familia; y el amor coartado en su fin que conduce a la
constitución de amistades (unión privilegiada por la cultura).
Aunque parezca, según lo anterior, que Eros y cultura van de la mano, esto es
engañoso: Freud demuestra que, por una parte, el amor se opone a la cultura: Primero,
porque la familia busca, lo más posible, independizarse del influjo de la comunidad.
Segundo, porque el trabajo sustrae libido que podría invertirse en lo familiar. Por otra
parte, la cultura inunda con restricciones al amor: restringe la vida sexual a aquella que
garantiza la preservación de la especie (genital, heterosexual y monogámica)19; exige
que gran parte de la libido, energía sexual, sea orientada para fines que conduzcan al
progreso; y, como el mayor sacrificio del sujeto, exige que renuncie al objeto incestuoso,
es decir, la cultura, desde sus inicios, instituye la prohibición del incesto. Llegados a este
punto, solo queda concluir que la cultura se nos anuncia como fuente inagotable de
frustración de la vida sexual.
Capítulo V
La pretensión de la cultura y la pulsión de agresión
Hasta el momento, con Freud no hemos visto sino razones por las cuales el sujeto
guarda hostilidad contra la cultura. La razón fundamental, que dio origen a la cultura, es
la renuncia a la satisfacción pulsional. El neurótico es la prueba de la lucha de la libertad
individual contra las exigencias de la cultura: por efecto de la frustración de su vida
sexual, en el neurótico hallamos los síntomas como una satisfacción sustitutiva que, sin
embargo, no hace sino depararle dolor. Pero la exigencia a la renuncia pulsional no es
la única que la cultura hace al sujeto. Como ya se había anticipado, la cultura para su
progreso, requiere que el individuo sustraiga libido de lo sexual y la invierta en otras
causas. Para comprender la causa principal, hay que comprender en qué puede
consistir el progreso de la cultura: esta quiere unir a la mayor cantidad de hombres
posibles, pero las uniones logradas por Eros y Ananké se muestran insuficiente; la
cultura, entonces busca constituir con los individuos una gran unidad que se mantenga
unida por lazos libidinales de identificación y amistad. En esto habrá de invertirse la
libido sustraída de la vida sexual, pero ¿para qué?
El camino hacia la respuesta, que Freud proporciona sin dar muchos detalles, consiste
en un análisis crítico del precepto ‹‹Amarás al prójimo como a ti mismo››. De dicho
análisis resulta otro precepto: ‹‹Precisamente porque el prójimo no merece tu amor y es
más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo›› (Freud, 109). El giro que Freud
ha realizado se basa en la demostración de que el primer precepto exige algo imposible,
pero necesario para los fines de la cultura. En verdad, el otro extraño, en tanto diferente
del sujeto, no tiene en él valores suficientes como para que merezca su amor. Antes
bien, el extraño atrae sobre sí la hostilidad, el odio del sujeto. El extraño es un rival en
la lucha por el objeto, pero también no perderá ocasión de explotar al sujeto, de gozar

19
La regulación cada vez más rigurosa de la sexualidad quedaría justificada por la necesidad de contener
las fuerzas pulsionales que pujan hacia la satisfacción y que, según entendemos, sustraerían la energía
necesaria para el progreso de la cultura.

8
con él si la ocasión le permite impunidad, de satisfacer en él su crueldad. Para poner
freno a esta tendencia agresiva entre los sujetos, para evitar la desintegración, la cultura
exige de ellos el cumplimiento del primer precepto, o más bien, siendo más honestos,
del segundo.
La tendencia natural20 entre los hombres, extraños entre sí, es la acercarse no solo por
amor o por trabajo, sino también por agresión. La cultura quiere unirlos, pero una pulsión
de agresión le impide el cumplimiento de su objetivo último. Prueba de la existencia de
una pulsión de agresión que se satisface cuando las condiciones lo permiten, son los
innumerables hechos históricos donde la crueldad ha sido el elemento preponderante21.
El planteamiento de la pulsión de agresión introduce un problema transversal en lo que
resta del texto: el obstáculo mayor de la cultura y el fundamento último del resentimiento
del sujeto contra esta. Por ahora, entonces, queda claro por qué la cultura precisa de
preceptos que fomenten en los individuos la identificación y la amistad: es que si no lo
hacen se matan. Empero, el hecho de que los hombres se identifiquen y establezcan
amistades entre sí, no garantiza el reino de la paz y la armonía en la humanidad. La
identificación entre un grupo determinado de hombres acarrea indefectiblemente la
exclusión de otros, sobre los cuales habrá de descargarse, necesariamente, la pulsión
agresiva. Verdaderamente, la cohesión de los miembros de una comunidad está
sustentada en la descarga pulsional sobre los excluidos de la misma22.
Con todo lo anterior, llegamos a una conclusión importante: el sujeto guarda hostilidad
contra la cultura, y es infeliz en ella, a causa de la doble exigencia que le hace: el
sacrificio de su pulsión sexual y el sacrificio de la pulsión de agresión.
Capítulo VI
Doctrina de la pulsión
Para argumentar lo que acaba de introducir, la tesis según la cual en el hombre anida
una pulsión de agresión, el autor se remite a una revisión histórica de la doctrina de la
pulsión. Para empezar, Freud expone el primer dualismo pulsional (pulsiones de
autoconservación y pulsiones sexuales, ámbito de la libido), destacando que la neurosis
representa una solución entre la autoconservación y las exigencias de la libido, solución
de la cual resulta un yo que sufre. La introducción del narcisismo abrió nuevos
horizontes: permitió pensar al yo como una instancia investida libidinalmente, algo que
antes solo se pensaba para los objetos; y condujo al descubrimiento del yo como
reservorio de la libido misma. Así, el yo constituye el punto de salida y de llegada de la
libido que se invierte en los objetos. En Más allá del principio de placer, gracias a la
compulsión de repetición se llegó a pensar que la pulsión no estaba del todo gobernada
por el principio de placer, sino que en ella se manifestaba un más allá, que reveló el
carácter conservador de la pulsión. Este descubrimiento permitió a Freud la elaboración
del segundo dualismo pulsional: unas pulsiones que buscan preservar lo vivo, entre ellas
la pulsión sexual y la de autoconservación, pulsiones de vida (Eros); y otras pulsiones
que buscan la conservación de un estado inorgánico, pulsiones de agresión y de
autodestrucción, pulsiones de muerte (Tánatos)23. El fenómeno del sadismo, que desde

20
En este capítulo, el quinto, aparece con mayor claridad la idea antropológica de Freud según la cual la
naturaleza humana es puramente agresiva y egoísta, pues puja por la satisfacción de sus tendencias
pulsionales a expensas de los demás.
21
En Colombia abundan los expedientes que respaldan el descubrimiento de Freud. Las masacres de los
paramilitares, por ejemplo, perpetradas con inenarrable crueldad, liberada por las condiciones de
impunidad que proporcionó la complicidad de las fuerzas del Estado.
22
Narcisismo de las pequeñas diferencias, es el nombre que da Freud a este fenómeno, históricamente
documentado.
23
Este segundo dualismo no solamente explica para Freud la dinámica de lo pulsional en sí, sino los
fenómenos vitales mismos. Así lo asegura justo después de presentar la pulsión de muerte (Cfr.: Freud,

9
el primer dualismo pulsional representó problemas para explicarlo, halló con el segundo
dualismo un esclarecimiento: en el sadismo -y su contraparte, el masoquismo- se pone
en juego la amalgama, el entremezclamiento entre la pulsión de vida y la de muerte24.
En verdad, amor y destrucción componen la pulsión sadomasoquista.
La historia de la doctrina de la pulsión fue resumida con una única intención: sustentar
la idea de que existe la pulsión de agresión y de que esta es de carácter innato. Llegados
a este punto, es claro que dicha pulsión es parte de las llamadas pulsiones de muerte,
pero hay más que decir al respecto. Efectivamente, la pulsión de agresión se manifiesta
de dos maneras, siempre amalgamada con elementos de las pulsiones de vida. Por una
parte, se manifiesta hacia afuera: la agresión a lo exterior permite la preservación del
sujeto (en esta medida, se muestra mezclada con pulsiones de vida, en el dominio
agresivo de la Naturaleza o en la defensa del yo, por ejemplo). Por otra parte, se dirige
hacia adentro: en esto consiste la autodestrucción.
Capítulo VII
El carácter innato de la pulsión de agresión
El carácter innato de la pulsión de agresión aún queda por esclarecerse. Por esta razón,
Freud ocupa el séptimo capítulo de la obra en aclarar las condiciones que dan cuenta
de su supuesto innatismo25. Además, buscará demostrar que la pulsión de agresión
constituye el mayor obstáculo para la cultura, algo que ya habíamos mencionado
anteriormente.
Para empezar, el autor se pregunta por el recurso al que apela la cultura para reducir y
en el mejor de los casos eliminar el efecto de la pulsión de destrucción. Para responder
dicha cuestión, el psicoanalista se remite a la historia evolutiva del individuo, un recurso
que ya habíamos visto, pero esta vez emparejado con el proceso de la cultura misma;
para encontrar en el sentimiento de culpa la respuesta que estaba esperando.
¿Por qué los deseos agresivos del sujeto se muestran atemperados? Porque dichos
deseos fueron introyectados, internalizados, vueltos contra el yo, convertidos en
conciencia moral en el superyó. En efecto, esta instancia se origina en la identificación
con el padre y con la madre después de que el sujeto renuncia a la satisfacción edípica.
El niño incorpora todo lo que ellos representan para él: los padres, al representar la
autoridad moral, incorporados, vienen a constituir la conciencia moral, y siendo internos,
serán entonces omnipresentes y omnisapientes. La conciencia moral, recién adquirida
por identificación, el superyó, pues, fungirá como juez de los actos del individuo a lo
largo de su vida. No obstante, la vigilancia superyóica sobre el obrar el individuo no será
suave ni indulgente. El superyó opera con hostilidad pues se adueña de toda la
hostilidad que el niño le tenía reservada a la figura exterior de autoridad por impedirle la
satisfacción de sus pulsiones. Así, la agresividad es interiorizada en el superyó y
ejercida contra el individuo en que habita. Esta agresividad superyóica se muestra en
su máxima dimensión en el sentimiento de culpa. Sin necesidad de que el individuo
actúe contra la autoridad, el simple hecho de desear hacerlo, constituye para él una falta
y, como tal requiere de un castigo. Su sufrimiento culturalmente adquirido es doble, pues
no sólo se siente culpable ante el superyó a causa de su deseo, sino que el temor a la
autoridad exterior y riesgo de perder el amor de aquellos que lo protegen, que le

119). Esto es muy importante, porque da cuenta de una pretensión enorme de Freud y es la de explicar
la dinámica toda de la naturaleza a partir de la pulsión.
24
Dicha mezcla siempre está presente, ninguna de las dos pulsiones se presenta independiente de la otra.
25
Estas aclaraciones, además, van a servir de prueba para sostener la antropología filosófica que poco a
poco Freud nos ha venido presentando. En el capítulo anterior, el psicoanalista confiesa su resistencia a
aceptar la realidad de la pulsión de agresión y, en dicho contexto, declara que, finalmente, tuvo que
convencerse de una innata inclinación del hombre hacia lo malo, la destrucción, en fin, hacia la crueldad
(Cfr.: Freud, 120-121).

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permitieron la comodidad de la cultura; lo inhiben poderosamente. Efectivamente, el
sentimiento de culpa viene en auxilio de la cultura: le proporciona a esta las condiciones
para que el sujeto no descargue su pulsión de agresión e, incluso, se sienta culpable
con tan solo desearlo.
Así resuelve Freud el problema del hacerse-sufrir-a-sí-mismo: si los santos se acusan
de pecadores y se autosometen a duras penas y castigos es porque se sienten
culpables ante la autoridad divina y ante la autoridad parental emplazada en el superyó.
Éste ha capturado la pulsión cruel y la ha descargado contra el santo mismo, haciéndolo
sentir culpable por sus deseos –francamente–, humanos.
Aunque, llegados a este punto, parece clara la historia del sentimiento de culpa y su
función en la cultura, queda aún por resolver el enigma del origen del primer sentimiento
de culpa, el de los hijos que asesinaron al proto padre del mito freudiano. ¿De dónde se
originó la primera conciencia moral de la horda, si tuvo que haber sido antecedida por
una renuncia pulsional que justificara el odio hacia la figura paterna? De la ambivalencia
de los primeros hijos respecto a su padre. En efecto, este padre odiado por acaparar
impunemente todos los objetos deseados por los hijos, después de asesinado por estos,
también fue reconocido como padre amado. Este amor actualizado con la muerte del
padre produjo la identificación de los asesinos con su progenitor. De este modo, para
éstos se erigió el primer superyó, uno con la enorme crueldad del proto padre que, por
un lado, vendría a garantizar que el crimen no se repita y, por el otro, vendría a
castigarlos desde dentro por el daño cometido. Así pues, Freud puede concluir que el
amor participó en el advenimiento del sentimiento de culpa, lo que lo hace inevitable –
o vale decir, innato- pues, en la novela familiar, con el Complejo de Edipo, salen a flote
los sentimientos de ambivalencia de todo hijo hacia su respectivo padre. De este modo,
queda demostrado que el sentimiento de culpa, consecuencia de la pulsión de agresión
infantil hacia el padre, no solo es innato, sino que también tiene una función cultural de
atemperar dicha pulsión en beneficio de la unión de los hombres en comunidad.
Capítulo VIII
Capítulo de autocrítica
Nos parece que el último capítulo que Freud escribe para El malestar en la cultura puede
ser leído en clave autocrítica. En verdad, durante el mismo se ocupa de analizar
problemas que sabe que han quedado abiertos.
Para empezar, revisa su doctrina del sentimiento de culpa, solamente para reforzarlo
mirando sus manifestaciones fenomenológicas en la clínica de las neurosis. Si bien,
para el neurótico obsesivo, el sentimiento de culpa es prácticamente evidente, no lo es,
en cambio, para las demás neurosis. Para explicarlo, Freud apela a lo inconsciente:
detrás de cada síntoma neurótico hay angustia del sujeto frente al superyó. El
sentimiento de culpa, entonces, se expresa en lo consciente como angustia.
Por otra parte, Freud aclara que, pese a haber postulado un doble origen del sentimiento
de culpa, uno como consecuencia de agresiones coartadas en su fin y otro en el
parricidio del proto padre; sostiene que la divergencia se resuelve porque en ambos
casos el papel central corresponde al advenimiento del superyó. En efecto, antes y/o
después del acto de agresión, sea este efectivo o no, la instancia superyóica pone en
acción el sentimiento de culpa.
Como tercer análisis importante en este capítulo, Freud presenta una tesis que parece
bastante novedosa. Tal parece que todo sentimiento de culpa debe poderse
redireccionar a la insatisfacción de la pulsión de agresión. La prueba de esta tesis parte
de intentar entender por qué a una pulsión erótica insatisfecha le sigue un sentimiento
de culpa. La respuesta radica en que, a causa de dicha insatisfacción, debió emerger
en el sujeto un sentimiento de hostilidad ante la frustración de su propósito sexual que

11
debió permanecer inconsciente y que se manifestará como sentimiento de culpa.
Además, según esta tesis, incluso la neurosis podría ser explicada con arreglo a la
pulsión de agresión inhibida, pues en todas las neurosis, como lo habíamos anticipado,
afloran síntomas que dan cuenta de un sentimiento inconsciente de culpa.
Otro problema abordado en este capítulo comienza con una conclusión: la pérdida de la
felicidad individual es correlativa al proceso de la cultura. Esto significa que los dos polos
analizados como paralelos a lo largo de la obra, vienen a mostrar su discrepancia
irresoluble: donde se afirma la voluntad individual del sujeto por satisfacerse, allí mismo
chocará con una cultura que busca fundirlo con los otros, obligándolo a renunciar a dicha
satisfacción. Por el contrario, donde el proceso cultural busca su realización
estableciendo la unión entre los hombres, allí mismo queda relegada en segundo plano
la pretensión de felicidad del individuo. Así, se ve aflorar para el individuo el conflicto
entre la libido del yo y la libido de objeto, en la disyuntiva entre la felicidad del yo y la
unión con los pares humanos (objetos). Sin embargo, ambos procesos, el de la cultura
y la evolución del individuo, se dan en el curso de la vida orgánica en general.
Por el hecho de emerger en el mismo terreno vital, Freud se ve justificado para reforzar
sus analogías entre lo cultural y lo individual. Analiza tres de ellas partiendo del superyó.
1) El superyó cultural surge de modelos de identificación, así como el padre lo es para
el niño. 2) El superyó cultural establece ideales y normas cuyo incumplimiento produce
angustia, tal y como le ocurre al sujeto ante su superyó individual. 3) Las normas y
exigencias del superyó cultural se hacen obedecer a expensas de la felicidad de los
individuos que componen la comunidad. Esta instancia “desconoce” que el yo no es amo
en su propia casa, y que difícilmente puede cumplir con tales exigencias. Algo similar
sucede al sujeto, cuyo superyó le exige el cumplimiento de preceptos que le acarrean el
sacrificio de su felicidad individual.
Algunos apuntes sobre las resonancias
La obra que nos ocupa puede ser anunciada como una de las más grandes críticas a la
cultura jamás logradas. La riqueza de su temática, nos parece, es inagotable, y esto lo
sustentamos por las resonancias que aquí y allá fuimos identificando en el texto
freudiano con los planteamientos de otros autores, en su mayoría filósofos. Claramente,
se nos habrán pasado algunas alusiones directas del autor, y por supuesto asumimos
la responsabilidad de estar poniendo otras nosotros, pero esto no debe entenderse en
el sentido de una sobre interpretación, sino más bien como una apertura de un horizonte
de sentido inspirados por Freud.
Una de las resonancias más destacadas a nuestro parecer es la evocación constante
de Nietzsche. Nos parece que la obra de Freud logra, a una gran escala, dotar de un
necesario sustento psíquico, científico, podría decirse con Freud, a las agudas ideas
apuntadas por Nietzsche. Por tal razón, en este apartado de nuestro trabajo,
intentaremos demostrar cómo operó esa relación que encontramos entre Freud y
Nietzsche.
El filósofo alemán, quizás el más grande crítico de la cultura moderna, ocupó gran parte
de sus reflexiones en identificar la responsabilidad que el pensamiento judeocristiano
tuvo frente al atraso y estancamiento del hombre moderno. En un pie de página
anunciamos, muy esquemáticamente, que Nietzsche denunciaba del cristianismo la
moral de esclavos que justificó la inversión de los valores. Comenzaremos, pues,
intentando hacer una presentación un poco más amplia de los puntos de contacto entre
Nietzsche y Freud, sin desconocer sus diferencias.
Como ya lo habíamos anunciado, los dos autores se caracterizan por sus grandes
críticas a la cultura. Para sustentarlas, los dos parten de interpretarla desde su origen.
La definición freudiana de la cultura toca en varios puntos las ideas nietzscheanas sobre

12
la misma. En efecto, para Nietzsche Casi todo lo que nosotros denominamos «cultura
superior» se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad – tal es mi tesis.
(Nietzsche, MBM: §229). Aunque esta definición no se parezca en nada a la aportada
por Freud, podemos, sin embargo, identificar un rasgo común: el intento de dominio de
la cultura sobre la crueldad, lo que habrá de venir en apoyo de la pretensión de unión
entre los hombres como iguales. Es claro que la ‹‹cultura superior›› evade la posibilidad
de ver en el hombre las diferencias que existen en la naturaleza, pues busca, orientado
por un ideal democrático, identificar26 a unos con otros; impidiendo el gobierno de los
fuertes sobre los débiles, como ocurre en la naturaleza. Esto es, de entrada, un esfuerzo
cultural por distanciar la vida de los hombres de la de los animales. Ese ideal
humanitarista comporta otra consecuencia. Conlleva a que las relaciones de los
hombres sean reguladas para que el poderoso no afirme su poder sobre el débil. Esto
ya lo había notado Nietzsche y lo llamó rebelión de los esclavos en la moral, de la que
resultaron buenos [débiles] y malvados [fuertes] (Cfr. Nietzsche, GM: TI, 10), mas Freud
también traza una genealogía de la cultura como el resultado de un conflicto milenario
entre fuertes y débiles. En efecto, según el psicoanalista, los seres humanos débiles
contrapusieron el ‹‹Derecho›› frente a la ‹‹fuerza bruta››, dando el paso decisivo hacia
la inauguración de la cultura. Debemos, pues, llamar la atención sobre cómo para los
dos autores que nos ocupan la cultura se ha originado del mismo conflicto entre débiles
y fuertes. Repito sólo por aclarar: según Nietzsche, la ‹‹cultura superior››, la de hombres
débiles y cobardes, surgió con la moral de esclavos según la cual el bueno sería el débil
y el malvado su opuesto natural. Según Freud, la cultura nació de un acuerdo entre
débiles para instituir el Derecho y oponérselo a la fuerza bruta de sus naturales
opuestos. Hago énfasis en la naturalidad de tales juegos de oposiciones porque –en las
dos concepciones de cultura–, es esa diferencia natural la que se aspira a desconocer.
Pues bien, sea a partir de la aparición del Derecho o de la moral de esclavos, al ser
humano se lo dejó de ver en su conexión con los animales y se le exigió la renuncia, vía
la represión, de sus impulsos más exigentes. Si el Derecho no existiera, el fuerte
descargaría su furia cruel sobre el débil, por el placer de dominarlo y sin aspirar a un
provecho práctico de él. Si la rebelión de los esclavos en la moral no hubiera triunfado,
si no hubiera logrado una transvaloración de los valores, el fuerte buscaría satisfacción
a través del débil. Pero el Derecho y la rebelión de esclavos, las relaciones humanas
fueron reguladas, y la represión de la satisfacción pulsional fue el precio para gozar de
la seguridad que brinda la cultura, la protección contra la indiferente Naturaleza
[humana]. No obstante, como ya se mencionó, la satisfacción pulsional no se puede
desalojar absolutamente del desear humano.
Otro rasgo que parecen compartir Nietzsche y Freud se relaciona con la concepción que
tienen del sentimiento de culpa. Hemos visto, pues, cómo a través del fenómeno del
sentimiento de culpa, explicamos con Freud la interiorización de la pulsión de agresión.
Nietzsche, en Más allá del bien y del mal había apuntado que en las producciones de la
‹‹cultura superior›› subyace la crueldad interiorizada y espiritualizada. (Nietzsche, MBM:
§229). Además, Nietzsche sostiene que el hombre moderno yerra al pretender,
orgullosamente, que la ‹‹cultura superior›› ha llegado a domeñar hasta el punto de
superar la crueldad, pues presupone que ésta es algo pasajero, dejado atrás, en la
historia de los hombres. Nietzsche demuestra que en las creaciones más elevadas –
como la moral o el arte–, y en las prácticas cotidianas del hombre moderno se halla
dosificada la crueldad y deja claro, además, que ésta es constitutiva de lo humano pues
la crueldad es un impulso. En otras palabras, el ataque de Nietzsche consiste en
demostrar que la ‹‹cultura superior›› no ha alcanzado lo inalcanzable: dominar hasta su
eliminación a la crueldad que habita en los seres humanos. …O la pulsión de agresión,
diríamos con Freud. Así, identificamos en los dos autores una idea transversal común,

26
La identificación entre los hombres ya le tratamos extensamente con Freud en El malestar en la cultura,
pero está presente en Nietzsche.

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confesada por los dos casi en los mismos términos: una verdad que nadie quisiera
escuchar (Cfr. Nietzsche, MBM: §229; Freud, MEC: 110). A partir de este
descubrimiento de la crueldad o pulsión de agresión que subyace a toda creación
humana, en ambos autores vemos una comprensión del sentimiento de culpa: Nietzsche
lo presenta, en el mismo parágrafo mencionado (§229), como una vuelta de la crueldad
contra nosotros mismos27. Con Freud hemos visto algo más o menos similar: el
sentimiento de culpa es el resultado de la interiorización del superyó que descarga
contra el sujeto toda la hostilidad que este habría descargado hacia afuera en el
cumplimiento de sus deseos más crueles.
Se nos quedan bastantes resonancias por profundizar. Mencionamos con anterioridad
a Schopenhauer, Marx, Montaigne, Hobbes, Rousseau, etc. Optamos por dar un
desarrollo extenso a Nietzsche resonando en Freud porque es, quizás, el eco más fértil
y, sin embargo, queda mucho aún por decir.

Bibliografía

 FREUD, Sigmund. El malestar en la cultura. Trad. Ramón Rey Ardid. (2013)


Madrid: Alianza.
 NIETZSCHE, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Trad. Andrés Sánchez
Pascual. (1983) Barcelona: Orbis.
 NIETZSCHE, Friedrich. La genealogía de la moral. Trad. Andrés Sánchez
Pascual. (2013) Madrid: Alianza.

27
Así como también en Nietzsche, GM: TII, §16.

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