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EL TRIANGULO DE LAS BERMUDAS

¡El avión se va a estrellar! Abrí los ojos, sobresaltado, y encontré que todo a mi
alrededor estaba en silencio. Los gritos de terror y el sonido de los motores en llamas
se habían desvanecido. Solo había sido un sueño. Los demás pasajeros dormían en la
penumbra de la cabina.

Limpie el sudor de mi frente y me levante del asiento. La pesadilla me había dejado


intranquilo. Vi al fondo del avión y avance por el angosto pasillo. Algo de beber
calmaría mis nervios.

Mientras estiraba las piernas, traté de recordar que me había hecho aceptar ese
trabajo y no pude recordarlo. Volar nunca me gusto y no había otra forma de llegar a
aquella isla del caribe. Ir en barco no era una opción. ¡Ni hablar!

Cuando llegué a la parte de atrás, no encontré a ninguna de esas amables azafatas que
te sonríen y parece que te clavan un puñal. Solo había un mesón con una botella de
agua y una pila de vasos de plástico. Me adelanté para tomar uno y sentí una mirada
en la nuca. De reojo vi que se trataba de un hombre de espesa barba blanca. Pensé en
irme sin mirarlo, pero una voz infantil me detuvo.

¿Qué hacen?

Un niño de no más de metro veinte había aparecido de la nada y se colocó entre los
dos. No tenía escapatoria. Vi venir una de esas fatigosas conversaciones que entablan
extraños durante un viaje largo. No imaginaba lo incomodo que resultaría.

-¿Saben que estamos volando sobre el triángulo de las bermudas ?- Nos soltó
mientras se acomodaba los lentes.

Tuve ganas de darle un empujón y volver a mi asiento. Ese era el tema que menos
quería oír. Procurando ignorar a ambos, les di la espalda y me acerqué al mesón a
servirme un vaso con agua. El mocoso no capto la indirecta.

-Ahora que mis padres me llevan de vacaciones, voy a descifrar el misterio de aquel
lugar. Quiero ser un aventurero, como Jacko Pulliver.

¿Quién es?

-Apostaría mis barbas a que estas por decírnoslo- dijo el anciano.

No pude con mi curiosidad y me quedé a escuchar. El chiquillo sostenía en alto un


libro grueso de tapa verde, en cuya portada se podían ver las pirámides. Reconocí de
inmediato aquel tomo, pero me mordí la lengua para ver que decía aquel pequeño
sabelotodo.

-Jacko Pulliver es el gran explorador de ese siglo. Ha viajado a los lugares más
recónditos para narrar sus grandes misterios.
-¡Ja! A mí más me parece un cuentacuentos- dijo con desdén el hombre de la barba-.
Seguro que todo lo inventa. Los verdaderos exploradores viven las aventuras, no se
encierran a escribir libros.

El avión comenzó a sacudirse y ambos guardaron silencio. Yo cerré los ojos, pero
todo lo que era de metal comenzó a sacudirse y acudieron a mi mente imágenes de
accidentes aéreos. Cuando to por fin se detuvo, vi que el crío no me quitaba la
mirada de encima.

-¿Pueden hablar de otra cosa?- dije algo alterado.

-¿Cómo que?- me contestó.

- No lo sé algo más interesante.

El viejo tomo mi comentario como una invitación para hablar. Se adelantó y me dio
una palmadita en el hombro. Tenía los ojos fijos en mí, como si estuviera decidiendo
dónde tirar un dardo.

-¿Le parece poca cosa que ese lugar se tumba de cientos de personas?

-Aviones y barcos han desaparecido sin ninguna explicación – complementó el niño.

-Eso no es prueba suficiente, podrían ser solo coincidencias. Nadie a vuelvo de aquel
lugar para contar que pasa realmente ahí.

-¡Ah! -exclamó de repente el anciano-. En eso se equivoca, joven amigo. Está en


presencia de un sobreviviente del triángulo de las bermudas. Puede que aviones y
barcos pasen por ahí todo el tiempo, pero solo algunos hemos sido víctimas de la
fuerza sobrenatural que esconde ese maldito pedazo de océano. Dejen que les
cuente mi historia.

Soy el capitán Jacob Leónidas y me he pasado media vida sobre la cubierta de un


barco. No tenía más estudios que mi experiencia al compás de las olas, pero le basto
a una naviera para dejarme al mando de un buque carguero.

Habíamos salido de España sin problemas, con las bodegas y la cubierta repletas.
Transportaba más de 400 toneladas de carga y no podíamos ir más rápido; sin
embargo, la advertencia de una tormenta no me preocupó. Las historias del triángulo
de las bermudas son las favoritas de los viejos lobos de mar, pero nada de eso influyo
en mi decisión. Para mí el triángulo solo era un área en el océano Atlántico ubicado
en la Florida, las islas bermudas y Puerto Rico. Nada más.

El viento soplaba de este a oeste, por lo que la tormenta que teníamos delante nos
alcanzaría cuando pasáramos por las Bahamas. Lo más sensato hubiera sido rodearla
y bordear la isla de Nassau hacia la Florida. Pero cuando estamos mucho tiempo en
alta mar, los marineros nos volvemos un tanto imprudentes. Tenía prisa por llegar a
tiempo con mi carga, por lo que decidí que podíamos ganarle a la tormenta.
Atravesamos el archipiélago de las Bahamas, pasando por la isla de Andros. Según
mis cálculos, evitaríamos la tempestad sin problemas.
Estaba en el puente de mando cuando sentimos un remezón. Lo primero que pensé
fue que habíamos chocado con una roca o alguna saliente. Salí al pequeño balcón de
popa y no vi más que el azul del mar.

Una hora después, los carpinteros me informaron que el temblor se había originado
en el cuarto de máquinas. Una avería nos había hecho tambalear y tendríamos que
bajar la velocidad. Alcé la mirada al horizonte y divisé el primer relámpago. Conté
uno, dos, tres y cuatro hasta escuchar el inconfundible sonido del trueno. La
tormenta estaba a menos de dos kilómetros.

No era ni medio día cuando el sol pareció ocultarse. Un gigantesco bloque de nubes
avanzó devorando el azul del cielo y se posó sobre nuestras cabezas. El mar comenzó
a agitarse y las olas se alzaron sobre la cubierta, bañando a mis hombres y
amenazando con llevárselos.

El barco se remeció tanto que hasta los más aguerridos marineros vomitaron el
desayuno. Algunos contenedores de carga salieron disparados de cubierta y le
destrozaron la pierna a uno de mis hombres. Sus compañeros intentaron hacerle un
torniquete, pero no pudieron detener la hemorragia y el pobre no duro mucho.

Durante varias horas, no vimos más luces que la de los relámpagos. Toda la
tripulación aguantaba en sus puestos como podía. Ordene al encargado de
comunicaciones que enviara una señal pidiendo auxilio, pero fue imposible.
Estábamos totalmente aislados e incapacitados de navegar en aquel mar
tormentoso.

Los oficiales se reunieron a mi alrededor. Leía la desesperación en sus rostros, pero


no sabía qué decirles. Necesitaba aire fresco, así que fui a abrir la puerta de la cabina.
La fuerza del viento y la lluvia me pegaron en la cara. Me sostuve a la resbaladiza
baranda de metal y levanté la mirada.

Sobre nosotros se desarrollaba un magnífico espectáculo de luces de colores. Si no


hubiera sabido que navegábamos por el caribe, habría pensado que era una aurora
boreal.

Junto con las luces llegó la tranquilidad. Había dejado de llover y el mar se calmó de
repente. Las nubes seguían negras, pero ya no caían más los rayos ni soplaba más el
viento. Los hombres contemplaban el cielo y empezaban a recobrar el aliento cuando
alguien gritó: ¡Barco a la vista!

Mis oficiales acudieron a los instrumentos, pero nada parecía funcionar en el puente
de mando. Las brújulas y demás artefactos habían enloquecido. No sabíamos cómo
saber que nave se aproximaba, hasta que un joven grumete nos sacó del apuro. Se
llamaba Paúl, tenía dieciocho años y era su primera travesía por el ancho mar.

Venciendo su timidez, Paúl se acercó a donde estaba con los demás oficiales y me
alcanzó unos binoculares. Al comienzo no veía más que oscuridad, pero conforme
avanzábamos iba creciendo aquel pequeño barco en el horizonte. Cuando estuvo lo
suficientemente cerca, no di crédito a mis ojos. ¡No era posible!
Un barco que parecía salido de un museo marítimo navegaba a pocas brazas de
distancia. Cuando estuvimos más cerca, toda la tripulación vio con asombro aquel
titán de madera que se alzaba frente a nosotros, con sus tres mástiles intactos y las
velas desplegadas.

-¡Un barco pirata!- se escapó al primer oficial de cubierta. Los demás se quedaron
callados, sin saber si reír a carcajadas o echarse a temblar. Un oficial mejor informado
nos comentó que aquella embarcación era nada menos que una goleta del siglo XIX.
Es decir, el tatarabuelo de nuestro carguero.

Nos acercamos con cautela a la nave, que i apenas avanzaba con el ligero viento que
impulsaba sus velas. Nos aproximamos cuanto pudimos, procurando que nuestra
proa de metal no fuera a chocar y redujera a astillas aquella reliquia.

En un abrir y cerrar de ojos, mis hombres pasaron de los nervios de la tormenta a la


euforia. La perspectiva de abordar un barco pirata les parecía emocionante. Los reuní
en la cubierta principal y les anuncié que solo cinco me acompañarían en la búsqueda
de sobrevivientes. Deciden dejar la elección a la suerte.

Los marineros que se quedaban debían hacer un inventario de la carga perdida y


tratar de comunicarse con la guardia costera. Mientras tanto, los cinco valientes y yo
bajábamos en un botecito a remos para dirigirnos a la goleta. Cuando estuvimos bajo
la cubierta de madera, arrojamos las sogas y empezamos a trepar.

Entre los hombres que eligió el azar se encontraba el grumete Paúl. Tenía una mirada
tan cargada de emoción que me hizo recordar a mí mismo a su edad. Subimos sin
problemas al barco y una vez a bordo nos dividimos para regístralo. Todos parecían
niños en navidad.

La madera crujía a cada paso. A primera vista, se notaba el buen uso que había
tenido aquella embarcación. Comprobé que la cubierta lucía intacta y me dirigí al
camarote del capitán. Sabía de barcos antiguos por los modelos a escala que armaba
de pequeño.

Apenas abrí la puerta, percibí un olor a moho combinado con agua estancada, pelaje
mojado de algún animal y sudor humano. Alguien había dormido ahí recientemente
con su mascota. Abrí los gabinetes cercanos a la cama y encontré botellas de vidrio
grueso de distintos colores.

En el camarote había unos pocos muebles más, pero toda mi atención se dirigió hacia
el robusto que ocupaba un tercio de la reducida estancia. Empecé a revisar el
alboroto de papeles y encontré un libro. Con mucho cuidado, abrí un seguro de metal
y comprobé con emoción que era la bitácora de la nave.

-25 de marzo de 1805-

La mar esta serena. Navegamos por las Antillas evitando un grupo de piratas que nos
siguen desde que pasamos por las islas tortuga. Intentaron una cobarde emboscada,
que esquivamos gracias a vientos favorables enviados por nuestra santísima Madre.
En la noche, ya fuera de peligro, nos juntamos a orar mientras nos dirigíamos al
suroeste……….

Continué pasando las paginas hasta llegar al final. La única frase en toda la hoja
decía: -La mar brava. Unos piratas nos abordan. Tendremos que refugiarnos en las
bodegas. Me pregunte si la embarcación había sucumbido poco después, pero el
sonido de un cañón me hizo salir de mis cavilaciones y remeció el barco.

Abrí la puerta del camarote y percibí un fuerte olor a pólvora. No entendí bien que es
lo que pasaba hasta que escuché una segunda detonación. Paúl, que andaba
inspeccionando el mástil principal, se lanzó a cubierta y se arrastró hacia donde me
encontraba. La goleta se estremeció con tanta fuerza que dos de mis hombres
cayeron a las aguas negras.

La nube de pólvora se extendió y sonó otro cañonazo. La gigantesca bala de hierro


salió dirigida contra mi carguero y atravesó la coraza. Proferí un grito de cólera. Paúl
miraba con espanto cómo sus compañeros de la tripulación corrían a ponerse a salvo
en la otra cubierta.

No podía permitir más daño a mi nave. Le hice un gesto al grumete indicándole que
me siguiera y nos acercamos gateando para sorprender a quien estuviera operando
los cañones. Pero cuando estábamos a unos diez pasos, un grito de batalla nos hizo
frenar en seco.

De una trampilla salieron unos hombres con pinta de bucaneros. Dos de ellos tenían
parches en un ojo, todos llevaban ropas descoloridas por el agua de mar y puñales.
Antes que pudiéramos incorporarnos, cargaron contra nosotros. Durante un breve
momento, no supe que hacer y en mi mente pensé: -¿Fantasmas?

La duda no me duró mucho. El puñal de un bucanero atravesó el estómago Paul y lo


hizo doblarse de dolor. Me quedó claro que no eran espectros. Y si lo eran, no
parecían muy dispuestos a desvanecerse en cuanto los tocara.

Corrí lo más rápido que me dieron las piernas y me sujeté a lo primero que pude,
cuando oí otro cañonazo. El barco se tambaleó y yo levante la mirada. El agua corría
por la cubierta de mi carguero y varios hombres parecían estar muertos o al menos
inconscientes. Habíamos caído en una trampa.

Subí por la escalerilla al puesto del timonel y me vi acorralado por otros tres curtidos
marinos. Intenté razonar con ellos y les dije que podían llevar la carga si dejaban ir a
mi tripulación. No parecían entender razón. En sus ojos se veía el ansia de sangre.

Uno de los hombres se adelantó con un puñal en la mano. Quería ser el primero en
darme un tajo. Yo escuchaba el grito de mis hombres y la rabia hacían que me
hirvieran las orejas. Antes que los bribones dieran un paso más, cogí el timón y lo viré
a todo babor. El barco dio un giro brusco y todos salimos despedidos del puente de
mando. Ellos cayeron a cubierta y yo me vi catapultado al oscuro mar del Triángulo
de las Bermudas.
De inmediato, supe que aquellas historias no podían ser más que las fantasías de un
viejo loco. Sin embargo, tuve que hacer un esfuerzo para disimular el temblor en mis
piernas. La angustia que sentía en el pecho desde que desperté no hacía más que
empeorar. El capitán se había quedado mudo de repente. Pero la paz duró poco.

-¿Y qué más pasó? -dijo una irritante voz infantil.

- Nada más.

- ¿Cómo que nada más? – el niño se desesperó y agitó el libro.

- Mi mente está en blanco. Mi siguiente recuerdo es estar pescando en la Bahía de


Barbados. El accidente había ocurrido cinco meses antes. Hasta ahora no sé cómo me
salvé del mar. Algunos piensan que me golpeé la cabeza cuando me rescataron y me
produjo amnesia temporal.

- ¿Y tú tripulación? ¿Y tú barco?

- Todos desaparecieron. No quedó ni rastro de ellos. Cada año, por estas fechas, viajo
a las islas para dejar flores en el mar y rezar por sus almas. Es lo menos que les debo.

El avión comenzó a moverse bruscamente. La botella de agua cayó del mesón y todos
nos sujetamos como pudimos.

-¡No pueden quedarse acá! – nos gritó una aeromoza algo despeinada, que había
llegado de adelante - ¿No ven que está encendida la señal de abrocharse los
cinturones? Tienen que volver a sus asientos. Estamos atravesando una zona de
turbulencias.

Me despedí de todos con cierto alivio y regresé a mi asiento. Avanzaba despacio,


para no golpearme con las arremetidas del avión. Todo seguía a oscuras y los demás
pasajeros parecían no haberse movido. Al llegar, miré por la ventana. El cielo estaba
totalmente negro y la única luz que veía era un puntito rojo que parpadeaba en el
extremo del ala. Sentí que alguien se sentaba a mi costado y cuando volteé, encontré
al chiquillo mirándome con curiosidad.

-Este no es tu asiento- le recordé, para que no se pusiera muy cómodo.

- Lo sé – me contestó mientras se abrochaba el cinturón y bajaba la mesita para


colocar su libro – Es que no dejo de pensar en la historia del capitán.

- Entonces siéntate a su lado.

- No puedo viaja con su esposa – sin hacer caso a mis desaires, abrió su libro para
mostrarme algo – Jacko Pulliver hizo un mapa de los lugares más misteriosos del
mundo. ¿Lo ves? El Triángulo de las Bermudas está en rojo, lo que significa….

- Cualquiera puede tomar un mapa y colorearlo – me burlé – seguro fue cosa de su


editor para promocionar los siguientes tomos.

- Quizá… - lo pensó un momento y luego volvió a la carga- ¿Qué crees que vio el
capitán? – Tal vez… - pensé responderle con sarcasmo, pero me sorprendí cavilando
sobre el tema – tal vez esa goleta desapareció en su tiempo y reapareció en el
nuestro. Algunos dicen que el Triángulo de las Bermudas es un agujero de gusano,
que puede transportar a todo el que lo cruce a otro tiempo y espacio.

- ¿Entonces la goleta sigue navegando por ahí? – quizá se hundió junto al carguero o
ambos o ambos desaparecieron de nuevo por el agujero. Esa goleta me suena a la
llamada Ellen Austin, que desapareció en el siglo XIX…

Detuve mis divagaciones cuando caí en cuenta de que mi interlocutor no tendría más
de diez años. Aproveché que la señal de los cinturones se apagó para pararme e ir a
los baños de adelante. Lo pasé por encima, sin pedir permiso, y casi arrojé su libro al
suelo.

Levanté la cortina que separaba la clase turista de la clase ejecutiva y pasé al costado
de pasajeros bastante peculiares. Una señora estaba maquillada en exceso y tenía un
peinado sumamente elaborado, mientras varios hombres viajaban con corbata y
sombreros anticuados.

-Lo retro está de moda- pensé, dejando atrás la penumbra dela cabina tras de otra
cortina. Había llegado a la parte delantera del avión, donde las azafatas actualizan
sus chismes y los pasajeros nos desesperamos por entrar al baño. Encontré la puerta
cerrada con el aviso de ocupado.

- Póngase cómodo- me dijo una aeromoza con una nívea sonrisa- una señora lleva ahí
más de quince minutos y por los sonidos que han salido del baño, diría que tiene para
largo.

Le agradecí con un gesto y noté que había otra azafata sentada al fondo.
Contemplaba el cielo oscuro por una ventanilla y parecía tener el triple de edad que
su compañera. No me resistí y le pregunté: - ¿Tu abuela te siguió al trabajo o es que
han inventado los asilos aéreos?

La joven no tomó bien mi ocurrencia, pero lo disimuló con una media sonrisa. La
anciana seguía mirando por la ventana sin inmutarse.

-Ella es Blanquita. Siempre pide este vuelo- me explicó casi con susurros- Dicen que
está en busca de un amor que perdió en el pasado o algo así. Al menos eso se cuenta.

Estaba por salir con otra ingeniosa respuesta cuando se apareció el pequeño come
libros. Parecía decidido a no dejarme en paz. Su sola presencia me recordaba la
pesadilla. Cuando lo estaba maldiciendo en mi cabeza, se abrió la puerta de la cabina
de mando.

-Linda, avisa atrás que ya no aterrizaremos en un aeropuerto alterno – un capitán de


bigote espeso había salido en mangas de camisa – Finalmente funcionaron los
instrumentos de mierda. Este avión está tan viejo que se cae a pedazos. La mujer se
limitó a sonreír, entreabrió la cortina y se adentró en la oscuridad de la cabina de
pasajeros. Solo entonces el piloto se percató de nuestra presencia.
- No hay ningún motivo para preocuparse. Un simple contratiempo que ya está
solucionado – nos dijo, con la mayor seguridad que pudo aparentar.

- Seguro es por el Triángulo- intervino el niño- Estamos pasando por las Bermudas y
eso hace que los instrumentos fallen. He escuchado que en esta zona se incrementa
el campo magnético de la tierra.

- No creo que eso tenga mucho que ver – rio el piloto- estamos volando a más de
45.000 pies de altura. Cualquier fuerza misteriosa allá abajo no nos afecta.

- Usted seguramente conoce alguna buena historia sobre el Triángulo de las


Bermudas – le preguntó el chiquillo entusiasmado.

- Bueno a mí nunca me ha pasado nada, aunque a mi padre…

- Cuéntela, por favor.

- Mi padre fue el capitán Roy Wallace, una leyenda de la aviación. De joven sirvió en
la marina de Estados Unidos y aprendió a pilotear aviones. Se enroló a los dieciocho
años, durante la segunda guerra mundial. Cuando su entrenamiento terminó,
Alemania ya había caído y se firmó la paz. En noviembre de 1945 fue designado a la
base de Fort Lauderdale, en la Florida. Ahí se realizaban los vuelos de entrenamiento
en ese entonces. Uno de los instructores era el teniente Charles Carroll Taylor. Le
llevaba solo diez años, pero había tenido experiencia en combate e incontables horas
de vuelo.

El teniente Taylor estaba por dirigir una misión y mi padre hizo todo lo que estuvo a
su alcance para ser incluido. Cumplió con sus deberes lo mejor que pudo y pueden
apostar que nunca hubo pasillos más limpios en Estados Unidos. Los oficiales podían
ver su maldito reflejo en las losetas.

Sin embargo, los elegidos fueron otros cuatro mentecatos. Cuando mi padre supo
quiénes irían con el teniente Taylor en el vuelo19, montó en cólera y rompió en dos
su trapeador. Aquí entre nos, no era ningún santo. Tenía su temperamento. Una
semana antes, le había roto la nariz a otro cabo al que llamaban conejos, solo porque
le desesperaba su manía de hacer crujir los dedos de las manos.

La mañana de la misión, vio con envidia pasar a los pilotos, enfundados en sus trajes
beige de vuelo, con el gorrito de cuero en la cabeza y los lentes de aviador. Se
dirigieron al hangar para pilotear los bombarderos TBM Avenger, los mejores aviones
de ese entonces.

El general a cargo de la base había notado el empeño puesto por mi padre en hacer
sus quehaceres y lo recompensó permitiéndole estar en la torre de control
monitoreando el vuelo19. Él estuvo a punto de mandarlo a monitorear con la madre
que lo parió, pero se aguantó la furia y subió a la torre para ver volar a sus
compañeros.

Una gigantesca nube negra se observaba a lo lejos, pero no preocupo al teniente


Taylor. – Algo de viento les hará bien a los pollitos- dijo por radio y todos rieron.
Entre las carcajadas, mi padre distinguió una particularmente irritante. Cuando
volteó, se encontró a conejos detrás de él, al costado de otro operario de la torre. Le
hirvió la sangre.

Trató de calmarse e imaginar que estaba allá afuera realizando prácticas de


bombardeo con sus compañeros, bajando muy cerca del mar y depositando su carga
explosiva para luego volver a subir. La voz del teniente Taylor lo saó de su
ensoñación. Necesito… posición… instrumentos falla… sobrevolábamos cayos de
florita… al este. La interferencia hacía difícil la comunicación.

En la torre de control triangularon la señal con otras bases cercanas para poder
dirigirlos. El ambiente se puso tenso. Los operarios gritaban tratándose de hacerse
entender y los oficiales empezaron a llegar para evaluar la situación. Estaba
anocheciendo y todo era un caos.

Base… vamos a intentar… acuatizar, fue la última comunicación del teniente. Luego
solo se escuchó el ruido de la estática. Fue el general quién acabo con el estupor
colectivo pegando un grito: - ¿Acaso el teniente es estúpido? - ¡Los también TBM
Avenger son muy pesados para un amaraje! ¡Se hundirán!

Un oficial propuso enviar como escuadrón de rescate a dos hidroaviones PBM


Mariner, que ya estaban listos para el entrenamiento del día siguiente. Mi padre vio
una oportunidad y se ofreció de voluntario, seguido por conejos. El general lo
autorizó y ambos corrieron al hangar.

Cuando vieron los Mariner, el corazón se les empezó a latir con fuerza. Sus alas salían
de la parte de arriba del fuselaje, no del medio y de ellas bajaban dos patitas que
terminaban en flotadores para poder posarse sin problema sobre el agua.

Prendieron los motores y apenas las hélices empezaron a girar enrumbaron hacia los
Cayos. Mi padre iba delante y a los pocos minutos divisó la tormenta. No lo dudó y se
adentró entre las nubes negras en busca de los cinco bombarderos perdidos. Pero no
había medido bien el peligro: los fuertes vientos no lo dejaban maniobrar y un par de
rayos casi lo parten en dos. A pesar de todo, no flaqueó ni cuando sus instrumentos
fallaron.

-Base… ¿me copian? – trato de comunicarse con sus superiores cuando advirtió un
destello de luz a su derecha. Viró el avión y vio que el PBM Mariner de conejos se
precipitaba al mar. Aunque la prudencia le decía lo contrario, decidió tratar de
amarizar en las turbulentas aguas para ayudarlo. Era en verdad una locura, pero su
destreza le permitió situarse a pocos metros de la aeronave caída.

Cuando abrió la escotilla y examinó el mar, logró ver a conejos flotando en medio de
una mancha de combustible. Se lanzó al agua para nadar hacia él, pero no había dado
ni dos brazadas cuando su instinto lo hizo levantar la mirada. Lo que vio superaba
cualquier sueño, por más loco que fuera.

Extraños rayos de colores surcaban el cielo y detrás de ellos aparecieron por entre las
nubes dos aviones rarísimos. Uno era color verde petróleo y el otro, escarlata.
Ninguno tenía alas o hélices y no se escuchaba el ruido de sus motores. Los habría
tomado por insectos gigantes, si no hubiera sido por el brillo del metal.

Una nave perseguía a la otra y le lanzaba estelas de luz que se perdían en el cielo. Era
algo fuera de este mundo. Mi padre se quedó contemplando boquiabierto aquella
extraña danza aérea. Apena reaccionó cuando el rayo de una nave alcanzó a la otra y
la hizo precipitarse al mar. Él solo atinó a sumergirse he intentar alejarse antes de
que la nave escarlata le cayera encima.

La marina lo encontró al día siguiente en la costa del Golfo de México. Cuando les
contó lo que había visto, le dieron de baja. No confiaban en su salud mental.
Tuvieron incluso el descaro de decirle que se dedicara a escribir novelas de ciencia
ficción. Él los mandó al demonio y se hizo un piloto comercial. Con los años se
convirtió en el mejor de todos.

El piloto y el niño estaban tan concentrados en la historia que ni se percataron de


que la turbulencia se había reanudado. El pánico me comenzaba a nublar los sentidos
y solo atinaba a maldecir el día en que decidí aceptar aquel trabajo y subirme al
avión. Ya era tarde para arrepentirme de aquel error.

-¿Fueron alienígenas? – pregunto el pequeño- Jacko Pulliver una vez habló de ellos
en otro libro.

- No lo sé. Nunca constó en el informe oficial, y eso que el vuelo19 es el caso más
famoso del Triángulo de las Bermudas.

- ¿Se han caído aviones de pasajeros?

- Sí. Los más sonados son los accidentes del Star Tiger y Star Ariel de la British South
American Airlines, en 1948 y 1949.

Un fuerte remezón puso fin a la charla. El piloto se despidió y regresó a la cabina de


mando.

El pequeño ya estaba por decirme algo cuando volvió la joven aeromoza. Estaba
dando tumbos por la turbulencia, pero se apresuró a descorrer las cortinas que
separaban las cabinas de pasajeros.

-¡Vuelvan a sus asientos y asegúrense! – nos ordenó – esto se pone feo.

Avancé por el pasillo y me golpeé dos veces contra el techo. Me sujetaba de los
respaldos de los asientos a cada paso, pero el movimiento era demasiado fuerte.
Cuando llegué a mi sitio, no pude evitar pensar en la historia del piloto y en lo último
que dijo. No sabía que vuelos comerciales también habían caído en el Triángulo de
las Bermudas. Pensaba que solo barcos. De haberlo sabido…

Las luces de la cabina se encendieron. A mi alrededor, los pasajeros comenzaban a


despertar. Varios hombres vestían gabardina y sombrero y las mujeres parecían en
competencia por ver quién lleva el peinado más alto. – Están locos de remate. Nadie
vuela tan arreglado desde los años cincuenta por lo menos.
En ese momento, un pensamiento fugaz cruzó por mi cabeza y comencé a sudar frío.
– No puede ser- me dije. Miré por la ventana y casi pego un grito al ver que en el ala
del avión había una hélice. ¡Como en un avión antiguo!

Me asomé al pasillo para llamar a algún miembro de la tripulación, pero me quedé


mudo al ver que la aeromoza anciana abrazaba fuerte a un hombre alto con abrigo
negro y sombrero café. – Buscaba un antiguo amor perdido. – recodé.

Mi corazón latía tan fuerte que parecía a punto de estallarme en el pecho. Por las
ventanillas, me llegaron destellos d luz de diversos colores. No me quedó la menor
duda: me iba a convertir en otra víctima del Triángulo de las Bermudas. Los otros
pasajeros, las historias, el sueño, todo estaba tan claro y yo no había atado cabos.
Qué estúpido había sido.

De pronto, una intensa luz blanca lo invadió todo y me cegó. Supe que era el final.

Cuando recuperé mis sentidos, estaba parado en la fila de migraciones de un


aeropuerto. Una señorita muy bronceada selló mi pasaporte y me lo entregó.

-Bienvenido, señor Pulliver.

Seguía algo aturdido cuando llegué a la salida. Entre una multitud de rostros, un
hombre vestido con pantalones cortos y camisa tropical me hizo una seña con la
mano. Llevaba un cartel con mi nombre.

-¿Señor Jacko Pulliver? ¿El escritor?

-Si soy yo.

- Soy Arquímedes, señor, y lo ayudaré con su investigación sobre el Triángulo de las


Bermudas.

- Gracias Arquímedes – le contesté distraído – pero creo que en este vuelo he


obtenido suficiente material para mi nuevo libro.

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