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¿Qué es el perdón? (Parte 1).

L.pII.1.1:1.

“El perdón reconoce que lo que pensaste que tu hermano te había


hecho en realidad nunca ocurrió”. (1:1).

El perdón es un modo diferente de verte a ti mismo. Fíjate en las


palabras “lo que pensaste”, y “te”, en esa descripción del perdón. No
dice “Lo que tu hermano te había hecho nunca ocurrió”, sino “lo que
pensaste que tu hermano te había hecho en realidad nunca ocurrió”. No
es la negación de que haya sucedido un acontecimiento, sino más bien
una manera diferente de verte a ti mismo en relación con el suceso.
Pensaste que el acontecimiento te afectó, te hirió, te causó daño,
cualquier pensamiento de que te afectó, fuera “lo que” fuese, de hecho
¡tú no fuiste afectado por lo que tu hermano hizo en absoluto!

Como el Curso dice: “Sólo tus propios pensamientos pueden afectarte”.

Lo primero y más importante, el perdón significa verte a ti mismo de


manera diferente en relación con el suceso. No empieza por ver un
acontecimiento u otra persona de manera diferente. Cuando perdonas,
lo que sucede primero es que reconoces que no has perdido tu paz o tu
amor a causa de lo que ha sucedido: las has perdido porque has elegido
perderlos. En algún momento, has elegido abandonar la paz de Dios en
tu corazón. El suceso luego se presentó para justificar tu pérdida de paz.
Luego has proyectado la pérdida de paz sobre el suceso y has dicho:
“Ésa es la razón de que esté disgustado”.

Por lo tanto, una vez que tu pensamiento acerca de ti mismo ha sido


corregido, puedes ver que tu hermano es inocente a pesar de su acción.
Ciertamente él puede haber hecho algo despreciable. No tiene que
parecerte bien lo que ha hecho, ni tiene que gustarte, ni soportarlo como
si fueras un felpudo. Sin embargo, su acción o sus palabras no te han
herido. No ha sido lo que él ha hecho lo que te ha quitado la paz. Él no
te ha afectado, él no te ha herido. Ahora puedes ver que el “pecado” no
ha tenido lugar, y que él no ha hecho nada que justifique la culpa. Quizá
él ha cometido un gran error, pero que le hace daño sólo a él, no a ti.

Gran parte de lo que el Curso afirma está en esta sencilla frase: “Lo que
pensaste que tu hermano te había hecho en realidad nunca ocurrió”.
Piensas que te hirió, a tu ser, porque te identificas con los sentimientos
de tu ego, con tu cuerpo, con tus posesiones, con los miembros de tu
familia y sus cuerpos y sus sentimientos y sus posesiones. El Curso
enseña que nuestra identificación está equivocada. No somos nuestro
cuerpo. No somos nuestras posesiones. No somos el ego con todos sus
sentimientos heridos. Somos algo mucho más grande y extenso que
eso, algo que no puede ser tocado ni afectado por fuerzas externas.

Para perdonar completamente, nuestra identificación con nuestro


cuerpo tiene que haber desaparecido por completo. Ninguno de
nosotros lo ha conseguido todavía. Por eso el Curso afirma con tanta
seguridad que ¡ninguno de nosotros ha perdonado a alguien
completamente! Por eso dice que ¡si únicamente una persona hubiera
perdonado un pecado completamente, el mundo habría sanado!
(M.14.3:7). (Eso es lo que Jesús logró, y debido a ello el mundo ya ha
sanado. Sólo que no hemos estado preparados para recibirlo).

Una gran parte de lo que he estado haciendo con el Curso ha sido


reconocer que, en lugar de no tener que perdonar a nadie, tengo que
perdonar a todos.

Si, en tu imagen de una situación, todavía te ves a ti mismo o a alguien


cercano a ti como herido o afectado por la situación, todavía no la has
perdonado completamente en tu mente. El Curso enseña que si, tal
como lo ves, el dolor parece real, todavía no has sanado
completamente.

Todavía no he pasado de la primera línea de esta página y


probablemente ya estamos todos, incluido yo, sintiendo un poco de
culpa por el hecho de que, a pesar de todo nuestro estudio del Curso,
todavía no hemos aprendido a perdonar. Así que me paro aquí,
retrocedo, y digo: “¡Esto es completamente normal! No te sorprendas.
¡Y no te sientas culpable por ello!”. Antes de que podamos aprender a
perdonar, tenemos que admitir que ¡no estamos perdonando! Tenemos
que reconocer todos los modos en que todavía hacemos real al dolor
en nuestra experiencia y creencia, y reconocer que eso es lo que
estamos haciendo. Una lección de perdón puede ser perdonarnos a
nosotros mismos por no perdonar.

El perdón, en cambio, es tranquilo y sosegado, y no hace nada.


Simplemente observa, espera y no juzga. (4:1-3). ¡Trátate a ti mismo de
esa manera! Entra en contacto con la parte de ti que no quiere perdonar,
que no quiere la paz. Mírala, y no hagas nada, únicamente espera sin
juzgar. Desaparecerá. (con el tiempo). y la paz vendrá por sí misma.

¿Qué es el perdón? (Parte 2).

L.pII.1.1:2-7.

Dice: “El perdón no perdona pecados, otorgándoles así realidad.


Simplemente ve que no hubo pecado”. (1:2-3).

Ésta es la distinción entre el verdadero perdón y el falso perdón, que La


Canción de la Oración llama “perdón-para-destruir”. (Canción2:1-2).
Hay una gran diferencia entre ver pecado en alguien y luchar para
pasarlo por alto o contener el deseo de castigarle, y ver no un pecado
sino un error y una petición de ayuda de un Hijo de Dios confundido, y
de manera natural responder con amor. Cuando el Espíritu Santo nos
permite ver el “pecado” de otro de esta manera, de repente podemos
ver nuestros propios “pecados” en esa misma luz. En lugar de intentar
justificar nuestros propios errores, podemos admitir que son errores y
abandonarlos sin culpa.

El pecado es simplemente “una idea falsa acerca del Hijo de Dios”. (1:5).
Es una falsa evaluación de uno mismo proyectada sobre todos a nuestro
alrededor. Es la creencia de que verdaderamente estamos separados,
de que somos los agresores del Amor de Dios en nuestra separación, y
vemos agresores por todas partes.

Aquí. (1:6-7). el perdón se ve en tres pasos. Primero, vemos la falsedad


de la idea del pecado. Reconocemos que no ha habido pecado, el Hijo
de Dios. (en el otro o en nosotros). sigue siendo el Hijo de Dios, y no un
demonio. Se ha equivocado, pero no ha pecado. Segundo, siguiendo
de cerca al primer paso y como consecuencia de él, abandonamos la
idea de pecado. Renunciamos a ella. Abandonamos nuestras quejas,
renunciamos a nuestros pensamientos de ataque. Sólo el primer paso
depende de nuestra elección, el segundo paso es el resultado del
primero. Cuando ya no vemos más el ataque, ¿qué razón hay para
castigar con un contraataque?

El tercer paso es cosa de Dios. Algo viene a ocupar el lugar del pecado,
la Voluntad de Dios es libre para fluir a través de nosotros sin que
nuestras ilusiones se lo impidan, y el Amor sigue su curso natural. En
esto experimentamos nuestro verdadero Ser, la extensión del propio
Amor de Dios.
Todo lo que necesitamos hacer, si se le puede llamar hacer, es estar
dispuestos a ver algo distinto al ataque, algo distinto al pecado.
Necesitamos estar dispuestos a admitir que nuestra percepción del
pecado es falsa. Cuando lo hagamos, el Espíritu Santo compartirá con
nosotros Su percepción. Él sabe cómo perdonar, nosotros no lo
sabemos. Nuestro papel consiste simplemente en pedirle que Él nos
enseñe. Él hace el resto, y todo sucede como resultado de ese estar
dispuestos.

¿Qué es el perdón? (Parte 3).

L.pII.1.2:1-2.

Todo el segundo párrafo trata de la falta de perdón. La característica de


un pensamiento que no perdona es que “emite un juicio que no pone en
duda a pesar de que es falso”. (2:1).

Entonces, la característica de una mente que perdona es que está


dispuesta a poner en duda ¡sus propios juicios! La mente que no
perdona dice: “Mi mente ya lo tiene claro, no me confundas con hechos”.
La mente que perdona dice: “Quizá hay otro modo de ver esto”.

En la sección que trata de las diez características de los maestros


avanzados de Dios. (Capítulo 4 del Manual para el Maestro). la última
característica es la “mentalidad abierta”. Dice:

“De la misma manera en que los juicios cierran la mente impidiéndole la


entrada al Maestro de Dios, de igual modo la mentalidad abierta lo invita
a entrar. De la misma manera en que la condenación juzga al Hijo de
Dios como malvado, de igual modo la mentalidad abierta permite que
sea juzgado por la Voz de Dios en Su Nombre”. (M.4.X.1:3-4).

Estar dispuesto a abandonar nuestros propios juicios y a oír el juicio del


Espíritu Santo es lo que hace que el perdón sea posible. Una mente que
no perdona “se ha cerrado y no puede liberarse”. (2:2). La mente que
perdona está abierta. Una y otra vez el Curso nos pide que estemos
dispuestos a ver las cosas de manera diferente, que estemos
dispuestos a poner en duda lo que creemos que sabemos, y que
sencillamente “hagamos esto”:
“Permanece muy quedo y deja a un lado todos los pensamientos acerca
de lo que tú eres y de lo que Dios es; todos los conceptos que hayas
aprendido acerca del mundo; todas las imágenes que tienes acerca de
ti mismo”. (L.189.7:1).

Cuando se deja el juicio a un lado “lo que entonces queda libre para
ocupar su lugar es la Voluntad de Dios”. (1:7).

¿Qué es el perdón? (Parte 4).

L.pII.1.2:3-4.

El pensamiento que no perdona “protege la proyección”. (2:3). Nuestra


mente, atormentada con su propia culpa, ha proyectado la culpa de
nuestra propia condición fuera de nosotros mismos. Hemos encontrado
un chivo expiatorio, como Adán hizo con Eva: “La mujer me dio la fruta
para que la comiera. Es culpa suya”. Y así nos aferramos a nuestra falta
de perdón, queremos encontrar culpa en el otro, porque perdonar y
abandonarla sería abrir la puerta del armario que oculta nuestra culpa.

Cuanto más nos aferramos a la falta de perdón, más nos cegamos a


nosotros mismos. Cuanto más sólidas parecen ser nuestras
proyecciones ilusorias, más imposible nos parece verlas de otra
manera. Las deformaciones que le imponemos a la realidad se hacen
“más sutiles y turbias”. (2:3). Nuestras propias mentiras se hacen cada
vez más difíciles de ver, “menos susceptibles de ser puestas en duda”.
(2:3). Todo lo que se nos pide que hagamos es que las pongamos en
duda, que pongamos en duda nuestras proyecciones para escuchar a
la razón. La falta de perdón le bloquea el camino y refuerza nuestras
propias cadenas.

Vemos culpa en otros porque queremos verla ahí. (2:4), y queremos


verla ahí porque nos evita verla en nuestra propia mente. Y, sin
embargo, ver la culpa en nosotros mismos es el único modo en que
puede sanarse. Si negamos que estamos enfermos, no buscaremos el
remedio. Si negamos nuestra propia culpa y la proyectamos en otros,
no iremos a la Presencia sanadora dentro de nosotros, que es el único
lugar donde puede ser deshecha. Si nuestra mente está cerrada, si no
estamos dispuestos a poner en duda nuestra versión de las cosas,
estamos cerrando la puerta a nuestra propia sanación. Únicamente al
abrir nuestra mente, al soltar nuestro aferramiento a encontrar errores
en otros, al admitir que “tiene que haber un camino mejor”. (T.2.III.3:6),
podemos encontrar nuestra propia liberación.

¿Qué es el perdón? (Parte 5).

L.pII.1.3:1-2.

En contraste con la quietud de la que habla la lección de hoy, un


pensamiento que no perdona está furiosamente activo. Tiene que
estarlo. Tiene que estar furioso porque huye de la verdad, e intenta
hacer real una ilusión. La actividad frenética es a menudo la señal de
una falta de perdón que no se ha reconocido. Lo que parece oponerse
a lo que queremos que sea verdad sigue surgiendo en nuestra mente,
como ardillas en el juego infantil del “salto de la ardilla”, y tenemos que
seguir acallándolo para mantener nuestra versión de la realidad.

Para empezar a deshacer nuestra falta de perdón a menudo basta con


acallar nuestra mente y aquietarnos. La falta de perdón no puede existir
en el silencio y la quietud. No puedes estar a la vez en paz y sin
perdonar. “Que mi mente esté en paz y que todos mis pensamientos se
aquieten”. (Lección 221). Algo que puede aumentar esta paz y quietud
es concentrarnos en el intercambio de amor que está en el centro de la
lección de hoy. El poder de nuestro amor a Dios, y el Suyo a nosotros,
puede acabar con los pensamientos violentos y, aunque sólo sea por
un momento, traernos un instante de paz serena, en el que la falta de
perdón desaparece.

¿Qué es el perdón? (Parte 6).

L.pII.1.3:3-4.

No nos damos cuenta de cuánto deforman la verdad nuestros


pensamientos que no perdonan. (3:3). Los pensamientos que no
perdonan deforman la manera en que vemos las cosas que no están de
acuerdo con cómo quiere verlas la falta de perdón. Los pensamientos
que no perdonan pasan por alto cualquier muestra de amor, y
encuentran pruebas de culpa. En “Los Obstáculos a la Paz” y el
apartado sobre “La Atracción de la Culpabilidad”, nuestros
pensamientos que no perdonan se comparan con mensajeros
hambrientos a los que “se les ordena con aspereza que vayan en busca
de culpabilidad, que hagan acopio de cualquier retazo de maldad y de
pecado que puedan encontrar sin que se les escape ninguno so pena
de muerte, y que los depositen ante su señor y amo respetuosamente”.
(T.19.IV (A).i.11:2). Es decir, encontramos lo que estamos buscando, y
el ego está buscando culpa.

Pero la distorsión (deformación) no es sólo el método que usa el ego, la


distorsión (deformación) es también el propósito del ego. Por lo tanto, el
propósito de la falta de perdón es deformar la realidad. La falta de
perdón se propone con furia “arrasar la realidad, sin ningún miramiento
por nada que parezca contradecir su punto de vista”. (3:4). La realidad
es el enemigo odiado, la presencia intolerable, porque nuestra realidad
es todavía el Hijo de Dios que jamás se ha separado de Él en lo más
mínimo. La realidad pone al descubierto al ego como una mentira, y esto
no puede tolerarse. Cuando nuestra mente está dominada por
pensamientos que no perdonan, el modo en que funciona se propone
desde el comienzo deformar la realidad para que no se reconozca.

En contraste con esto, el Curso nos pide: “Sueña con la bondad de tu


hermano en vez de concentrarte en sus errores… Y no desprecies los
muchos regalos que te ha hecho sólo porque en tus sueños él no sea
perfecto”. (T.27.VII.15). Nos pide que busquemos amor en lugar de
buscar culpa. Para empezar, podemos poner en duda el modo en que
vemos las cosas, dándonos cuenta de que nuestros procesos de
pensamiento y nuestros métodos de juzgar están seriamente dañados
y no son de fiar. No es que no deberíamos juzgar, sino que no podemos
juzgar (M.10.2:1). Nuestra mente está enferma, necesitamos una mente
sana para que juzgue por nosotros. Y esa mente es el Espíritu Santo.

¿Qué es el perdón? (Parte 7).

L.pII.1.4:1-3.

“El perdón, en cambio, es tranquilo y sosegado, y no hace nada”. (4:1).


Si podemos entender esto, tendremos una idea clara de lo que
verdaderamente es el perdón. Las palabras “en cambio” se refieren a
los dos párrafos anteriores que describían un pensamiento que no
perdona. (especialmente al 3:1): “Un pensamiento que no perdona hace
muchas cosas”. El perdón, en cambio, no hace nada. La falta de perdón
es muy activa, intentando ansiosamente hacer que las cosas encajen
en su cuadro de la realidad; el perdón no hace nada. No se apresura a
interpretar o a intentar entender. Deja que las cosas sean como son.
Una vez más fíjate en la importancia que se le da a la quietud y la
tranquilidad. La práctica del instante santo, al igual que la práctica del
perdón, es la práctica de estar tranquilo, de estar quieto, de no hacer
nada. Nuestro habitual estado mental es resultado del entrenamiento
del ego, siempre activo y trabajando constantemente. Necesitamos
practicar estar en quietud y no hacer nada. Se necesita mucha práctica
para romper la costumbre de la actividad frenética y para formar una
costumbre nueva de estar en silencio y quietud.

A menudo una trampa del ego de la que me doy cuenta es que ¡intentará
hacerme sentir culpable por estar en quietud y silencio! Cuando intento
dedicar diez minutos a sentarme en silencio y quietud, mi ego inunda mi
mente con pensamientos de lo que debería estar haciendo en ese
momento.

El estado mental en el que el perdón tiene lugar es de simplemente dejar


que la realidad sea como es, sin juzgar nada. “No ofende ningún
aspecto de la realidad ni busca tergiversarla para que adquiera
apariencias que a él le gusten”. (4:2). A mi ego le encanta eso de: “Yo
tengo razón y ellos están equivocados”. O “Yo soy bueno y ellos son
malos”. O “yo soy mejor que ellos”. Incluso “yo no soy como ellos”.
Todos estos pensamientos comparten el mismo tema: “Yo soy diferente
de ellos y, por lo tanto, estoy separado de ellos”. Cualquier pensamiento
de esta clase está deformando la realidad, porque la realidad es que
todos somos lo mismo, somos iguales, somos uno. El perdón acalla
tales pensamientos y abandona todo esfuerzo de convertir a la realidad
en una forma “más deseable”.

“Simplemente observa, espera y no juzga”. (4:3). No niega lo que ve,


pero no lo interpreta. Espera que el Espíritu Santo le diga lo que
significa. “Mi compañero está teniendo una aventura amorosa”. El
perdón observa, espera y no juzga. “Mi hijo está enfermo”. El perdón
observa, espera y no juzga. “Mi jefe acaba de despedirme”. El perdón
observa, espera y no juzga. Somos muy rápidos en creer que ¡sabemos
lo que significan las cosas! Y nos equivocamos. No lo sabemos.
Saltamos a una conclusión basada en la separación, y tal conclusión no
entiende nada.

Cuando tales acontecimientos terribles suceden en nuestra vida, lo


mejor que podemos hacer es: nada. Únicamente aquietar y acallar
nuestra mente, y abrirnos a la luz sanadora del Espíritu Santo. Buscar
un instante santo. Que esto se convierta en una costumbre en nuestra
vida, y veremos el mundo de una manera completamente diferente, y el
Amor fluirá a través de nosotros para llevar sanación a todas las
situaciones, en lugar de hacer daño.

¿Qué es el perdón? (Parte 8).

L.pII.1:4:4-5.

En las dos últimas frases de este párrafo, date cuenta de la diferencia


que se hace entre juzgar y darle la bienvenida a la verdad tal como es.
Lo contrario del juicio es la verdad. Entonces, el juicio debe ser siempre
una deformación de la verdad. Esta sección ya ha señalado que el
propósito de no perdonar es deformar. Si no quiero perdonar, tengo que
deformar la verdad, tengo que juzgar. Aquí el juicio significa
clarísimamente la condena, ver pecado, hacer que algo parezca malo.
El perdón no hace eso; el perdón hace que parezca bueno en lugar de
malo, porque “bueno” es la verdad acerca de todos nosotros.

Ninguno de nosotros es culpable. Ésa es la verdad. Dios no nos


condena. Si yo condeno, estoy deformando la verdad. El juicio es
siempre una deformación de la verdad de nuestra inocencia a los ojos
de Dios. Cuando juzgo a otro, lo hago porque estoy intentando justificar
que no estoy dispuesto a perdonar. Se me da muy bien eso. Siempre
parece que encuentro alguna razón que justifique mi falta de perdón.
Pero de lo que no me doy cuenta es de que cada juicio deforma la
verdad, la oculta, la oscurece. “Hace real” algo que no es real.

Además, al ocultar la verdad acerca de mi hermano, estoy ocultando la


verdad acerca de mí mismo. Estoy confirmando la base de mi propia
condena a mí mismo. Por esa razón la última frase del párrafo pasa de
la falta de perdón a otro al perdón de uno mismo: “aquel que ha de
perdonarse a sí mismo”. (4:5). Si quiero perdonarme a mí mismo, tengo
que abandonar mis juicios a otros. Si el pecado de ellos es real, también
lo es el mío. En su lugar, tengo que aprender a “darle la bienvenida a la
verdad exactamente como ésta es”. (4:5). Únicamente si le doy la
bienvenida a la verdad acerca de mi hermano, puedo verla acerca de
mí mismo. Estamos juntos o nos caemos juntos. “En tus semejantes o
bien te encuentras a ti mismo o bien te pierdes a ti mismo”. (T.8.III.4:5).

Para una mente acostumbrada a verse a sí misma como un ego


separado, abandonar todo juicio produce terror. Parece como si nos
estuvieran quitando el suelo sobre el que pisamos, no tenemos sobre
qué apoyarnos. ¿Cómo podemos vivir en el mundo sin juzgar?
Literalmente no sabemos cómo. Hemos montado toda nuestra vida
sobre los juicios; sin los juicios tenemos miedo al caos y al desorden
total. El Curso nos asegura que eso no sucederá:

“Esto te da miedo porque crees que, sin el ego, todo sería caótico. Mas
yo te aseguro que sin el ego, todo sería amor”. (T.15.V.1:6-7).

Cuando renunciamos a los juicios, cuando estamos dispuestos a darle


la bienvenida a la verdad tal como es, el amor se apresura a llenar el
vacío dejado por la ausencia de los juicios. El amor ha estado ahí todo
el tiempo, pero le habíamos impedido el paso. No sabemos cómo
sucede esto, pero sucede porque el amor es la realidad, el amor es la
verdad a la que estamos dando la bienvenida. El amor nos enseñará
qué hacer cuando nuestros juicios se hayan ido.

¿Qué es el perdón? (Parte 9).

L.pII.1.5:1-2.

Enfrentado al contraste total entre el perdón y la falta de perdón,


entonces ¿qué tenemos que hacer? “No hagas nada, pues”. (5:1). No
se nos pide que hagamos, se nos pide que dejemos de hacer, porque
no es necesario hacer nada. Para el ego hacer significa juzgar, y es al
juicio a lo que tenemos que renunciar. Si sentimos que hay que hacer
algo, es un juicio que afirma que nos falta algo dentro, y no nos falta
nada. Eso es lo que tenemos que recordar. Creer que tenemos que
hacer algo es negar nuestra plenitud, que nunca ha disminuido.

“Deja que el perdón te muestre lo que debes hacer a través de Aquel


que es tu Guía”. (5:1). Perdonarnos a nosotros mismos significa quitar
las manos del volante de nuestra vida, dejar de intentar “arreglar las
cosas”, lo que afirma que algo anda mal. Perdonar a otros significa que
dejamos de pensar que es cosa nuestra corregirles. El Espíritu Santo
es el Único Que conoce lo que tenemos que hacer, si fuera necesario,
y Su dirección a menudo nos sorprenderá. Sí, puede que tengamos que
“hacer” algo, pero no seremos nosotros los que lo decidiremos. Lo que
hacemos es muy a menudo desastroso, ocultar el espíritu en lugar de
afirmarlo, alimentar la culpa en lugar de quitarla.

El Espíritu Santo es mi Guía, Salvador y Protector. En cada situación en


la que me sienta tentado a hacer algo, que me pare y recuerde que mi
juicio no es de fiar, que lo abandone y lo ponga en Sus Manos. Él está
“lleno de esperanza, está seguro de que finalmente triunfarás”. (5:1).
¿Con qué frecuencia, cuando me juzgo a mí mismo o a otro, estoy
seguro de que finalmente triunfaré? Que entonces ponga la situación al
cuidado de Uno que está seguro. Él me enseñará qué hacer.

“Él ya te ha perdonado, pues ésa es la función que Dios le encomendó”.


(5:2). Cada vez que Le traigo algo terrible que creo haber hecho, que
recuerde que “Él ya me ha perdonado”. No tengo por qué tener miedo
de entrar en Su Presencia. Su función, Su razón de ser, es perdonarme.
No juzgarme, ni castigarme, ni hacerme sentir mal, sino perdonar. ¿Por
qué voy a permanecer alejado un instante más? Que ahora descanse
agradecido en Sus amorosos brazos y Le oiga decir: “Lo que crees no
es verdad”. (L.134.7:5). Él aquietará las inquietas aguas de mi mente, y
me traerá paz.

¿Qué es el perdón? (Parte 10).

L.pII.1.5:3.

Hay otro aspecto del perdón. Puesto que el Espíritu Santo ya me ha


perdonado, cumpliendo Su función, ahora yo debo “compartir Su función
y perdonar a aquel que Él ha salvado”. (5:3).

Piensa en el modo en que el Espíritu Santo actúa con nosotros,


podemos venir a Él con nuestros pensamientos más negros y encontrar
que desaparecen en Su Amor. La total falta de juicios, Su ternura con
nosotros, Su aceptación de nosotros, Su conocimiento de nuestra
inocencia, Su honrarnos como Hijo de Dios, sin ningún cambio a pesar
de nuestros alocados pensamientos de pecado. Ahora tenemos que
compartir Su función con el mundo. Ahora somos Sus representantes,
Su manifestación en las vidas de aquellos a nuestro alrededor. A ellos
les ofrecemos esta misma ternura, esta misma seguridad de la santidad
interna de cada uno con los que nos relacionamos, esta misma callada
despreocupación por los pensamientos de condena a sí mismos en
cada uno de los que vemos, o con los que hablamos, o en los que
pensamos. “Perdonar es el privilegio de los perdonados”. (T.1.I.27:2).

Lo que reflejamos en el mundo es lo que creemos de nosotros mismos.


Cuando juzgamos, condenamos y echamos la culpa a los de nuestro
alrededor, reflejamos lo que creemos que Dios hace con nosotros.
Cuando sentimos el dulce perdón en la Presencia amorosa del Espíritu
Santo, reflejamos eso mismo al mundo. Que entre en Su Presencia,
permitiéndole contemplarme, para descubrir que Él no hace nada, sino
únicamente mirar, esperar y no juzgar. Que Le oiga hablarme de Su
confianza en que finalmente triunfaré. Y que luego regrese y comparta
esta bendición con el mundo, dando lo que he recibido. Sólo al darlo,
sabré que es mío.

221.

“Que mi mente esté en paz y que todos mis pensamientos se aquieten”.

Comentario.

Como ya puse de relieve en mis comentarios a la Introducción a la


Segunda Parte, una gran parte del tiempo dedicado a nuestras dos
prácticas diarias más largas está planeada para pasarla en quietud sin
palabras. Recibiendo nuestra sanación, escuchando en lugar de hablar.
La lección de hoy es muy importante para producir ese estado mental.
Empezamos dirigiendo nuestra mente a estar en paz y que nuestros
pensamientos se aquieten.

La oración con la que empieza el primer párrafo habla de venir en


silencio, y en la quietud de nuestro corazón, esperar y escuchar la Voz
de Dios. Las palabras usadas: “quietud”, “silencio”, (dos veces), “lo más
recóndito de mi mente”, todas estas palabras apuntan en la misma
dirección, desarrollar esa misma actitud en nosotros. Una actitud de
estar abiertos a recibir. Una pasividad, siendo nosotros el que recibe al
Dador de la Vida. Aquietamos nuestros propios pensamientos, y
permitimos que los pensamientos de Dios vengan a nosotros. Le
llamamos, y esperamos Su respuesta.

Jesús está con nosotros mientras esperamos en silencio. Él expresa su


confianza de que Dios está con nosotros, y que Le oiremos hablar si
esperamos con él en silencio y quietud. Nos pide que aceptemos su
confianza, diciéndonos que su confianza es nuestra propia confianza. A
menudo me ha resultado útil darme cuenta de que Jesús representa la
parte de mi propia mente que ya está despierta. Su confianza es
verdaderamente mi confianza, una confianza que yo he negado y que
por eso veo como fuera de mí mismo.
Esperamos con un solo propósito: oír Su Voz hablarnos de lo que
somos, y revelarse a Sí Mismo a nosotros. En estos momentos de
quietud, esto es por lo que estamos escuchando: darnos cuenta de la
pureza y perfección de nuestro propio Ser tal como Él nos creó, y darnos
cuenta de Su Amor, de Su tierno cuidado por nosotros, y de Su paz que
Él comparte con nosotros en estos momentos de quietud.

¿Cómo podemos oír un mensaje sin palabras? Lo que escuchamos es


la canción del amor, cantada eternamente, siempre sonando su armonía
por todo el universo. Es una canción de la que oímos fragmentos en los
ojos del amado, en las risas de los niños, en la lealtad de una mascota,
en la extensión de un lago en calma, o el majestuoso fluir de un río, y
en la maravilla de un cuento de hadas bien contado. Es la canción a la
que nuestros corazones responden, mostrando su verdadera
naturaleza. Es nuestra eternidad invitándonos a bailar. Es el Padre
compartiendo Su Amor con Su único Hijo.

222.

“Dios está conmigo. Vivo y me muevo en Él”.

Comentario.

De nuevo se nos lleva a la Presencia de Dios, sin palabras, en silencio


y quietud. Somos conscientes únicamente de Dios, con Su Nombre en
nuestros labios.

¿Qué significa “vivo y me muevo en Dios”? Éste es el mensaje que el


Apóstol Pablo llevó a los Atenienses, hablando del “dios desconocido”,
y diciendo: “en Él vivimos, y nos movemos y tenemos nuestro ser”.
(Hechos de los A. 17:16-28). La lección habla de la Presencia de Dios
en todos y en todo, que Dios está en todas partes y “en todo momento”.
En hermosas imágenes, la lección saca nuestros pensamientos a la
Presencia que todo lo llena, que nunca está separada de nosotros, “más
cerca que mi propia respiración, y más cerca que mis manos y pies”,
como escribió Tennyson.
Esto son imágenes y no literal. (en mi opinión). Si el mundo es una
ilusión, como dice a menudo el Curso, Dios no es literalmente “el agua
que me renueva y me purifica”. (1:2). Esto está hablando de nuestra
realidad espiritual, donde realmente estamos. Dios es la realidad de
todas las cosas que buscamos en el mundo para alimento y sustento,
Dios es la verdadera Fuente de nuestra vida. Pensamos que vivimos en
el mundo, pero vivimos en Dios. Pensamos que nuestro cuerpo contiene
nuestra vida, pero Dios es nuestra vida. Pensamos que respiramos aire,
pero Le respiramos a Él. Dios es nuestro verdadero alimento y nuestra
verdadera bebida, nuestro verdadero Hogar. No vivimos ni nos
movemos en el mundo, vivimos y nos movemos en Dios.

Leer esta lección en voz alta es un ejercicio excelente. O convertir la


primera parte en una oración: “Tú eres mi Fuente de vida. Tú eres mi
hogar”. Usa estas palabras al comienzo de tu periodo de práctica para
poner tu mente en un estado de consciencia de estar lleno de Dios y
dentro de Él, protegido por su amoroso cuidado. Luego, aquiétate, y
entra dentro de esa Presencia, para descansar con Él en paz durante
un rato.

223.

“Dios es mi vida. No tengo otra vida que la Suya”.

Comentario.

Nuestro único error es creer que tenemos una vida aparte de Dios. No
es cierto. Dios es Vida. Dios es Ser. Él es Existencia. Él creó todo lo que
existe, y no hay nada aparte de Él. “Nada puede estar separado de Él y
vivir”. (L.156.2:9). “No existo aparte de Él. (1:2).

He pasado la mayor parte de mi tiempo aquí en la tierra pensando que


yo era alguien o algo separado de Dios. La mayor parte de mi búsqueda
espiritual ha sido una lucha por “volver a Dios”, como si Él estuviera
increíblemente lejos de mí. Él no está lejos. Él no es Algo separado de
mi Ser. “No tengo otra vida que la Suya” (título de la lección). Hay una
bendición que se usa a menudo en las iglesias de la Unidad que termina
con las palabras: “Dondequiera que yo estoy, está Dios”. Sí. Mi vida es
la vida de Dios. Mis pensamientos son los Pensamientos de Dios. No
hay que ir a ningún sitio. No hay que hacer nada para encontrarle, Él
está aquí. Él está conmigo. Él es mi vida. Si vivo, formo parte de Dios.

Hay un bendito alivio cuando nos damos cuenta de nuestra unidad con
Dios. Toda la dura lucha, toda la inútil nostalgia, toda la sensación del
sufrimiento de estar fuera investigando, todo eso termina. Un
pensamiento de puro gozo llena nuestra mente. A veces rebosa de
risas, una cierta diversión compasiva por la ridícula idea con la que nos
hemos atormentado, de que podíamos estar separados de Él, de algún
modo. ¿Puede el rayo de sol estar separado del sol? ¿Puede una idea
estar separada de la mente que la piensa?

Y así volvemos de nuevo al centro tranquilo y silencioso dentro de


nosotros, donde todo se sabe. Pedimos “contemplar la faz de Cristo en
lugar de nuestros errores”. (2:1). Afirmamos que ya no queremos
perdernos más en el olvido. Afirmamos claramente que queremos
abandonar nuestra soledad y encontrarnos a nosotros mismos, tal como
siempre hemos estado: en el Hogar. Y en la quietud, Dios nos habla, y
nos dice que somos Su Hijo.

224.

“Dios es mi Padre y Él ama a Su Hijo”.

Comentario.

Estas lecciones nos están ayudando a recordar quiénes somos: el Hijo


de Dios. Lo que somos es una Identidad que está mucho más allá de lo
que nos podemos imaginar, “tan sublime que el Cielo la contempla para
que ella lo ilumine”. (1:1). En la Lección 221 permanecíamos en silencio
esperando a Dios “para oírle hablar de lo que nosotros somos”.
(L.221.2:6). En la 222, aprendimos que lo que somos existe en Dios. En
la 223, reconocíamos que no estamos separados, sino que existimos
en perfecta unión con Dios. Y ahora, recordamos nuestra verdadera
Identidad: Su Hijo. Nuestra Identidad “es el final de las ilusiones. Es la
verdad”. (1:6-7).

La verdad de lo que somos es el final de todas las ilusiones. O, dicho


de otra manera, un error acerca de lo que somos es la causa de todas
las ilusiones. Lo hemos olvidado, pero en estos momentos de quietud
con Dios, Le pedimos que nos lo recuerde, que nos revele esa
Identidad. Nuestra Identidad es “sublime e inocente, tan gloriosa y
espléndida y tan absolutamente benéfica y libre de culpa”. (1:1). Al leer
estas palabras, date cuenta de que nuestra mente consciente lo pone
en duda de inmediato, al instante retrocedemos ante el atrevimiento de
decir tal cosa. Esto nos demuestra cuánto nos hemos engañado a
nosotros mismos, lo bien que nos hemos aprendido nuestras propias
mentiras. Sin embargo, algo dentro de nosotros, al oír estas palabras,
empieza a cantar. Algo dentro de nosotros reconoce la melodía del Cielo
y empieza a tararearla al mismo tiempo. Escucha esa melodía. Ponte
en contacto con ella. Es tu Ser que responde a la llamada de Dios. Dilo:
“Dios es mi Padre y Él ama a Su Hijo”.

225.

“Dios es mi Padre, y Su Hijo lo ama”.

Comentario.

El Amor es mutuo. Recibimos el Amor de Dios a nosotros al


devolvérselo a Él, no hay otro modo de recibirlo, “pues dar es lo mismo
que recibir”. (1:1). Esta misma frase aparece seis veces en el Curso, y
hay muchas otras muy parecidas. Podemos pensar que entendemos lo
que significa, pero el Curso nos asegura que para nosotros es el
concepto más difícil de aprender de todos los que enseña.

El modo de conocer el Amor de Dios brillando en nuestra mente es


devolverle a Dios el Amor. Si ayer en nuestros momentos de quietud
nos concentramos en sentir Su Amor a nosotros, concentrémonos hoy
en darnos cuenta de nuestro amor a Dios. Donna Cary tiene una
hermosa canción que hace uno o dos días escuché en una cinta, y que
dice: “Siempre Te amaré”. Desearía poder enviaros a todos esta
canción, expresa maravillosamente lo que esta lección dice: “Bailaré a
la luz de Tu Amor, amándote eternamente”.

¿Cómo sería tener “plena conciencia de que (el Amor de Dios) es mío,
de que arde en mi mente y de su benéfica luz”? (1:2)? ¿No es esto lo
que todos queremos en lo más profundo de nuestro corazón?
Cultivemos hoy esta sensación de amor en nuestro corazón. Que sea
esto en lo único en lo que nos concentremos. Nada complicado, ninguna
idea, únicamente dejar que nuestro corazón cante con el Amor de Dios,
disfrutando de Su Amor por nosotros. Como dice la canción de Salomón
en el Antiguo Testamento: “Yo soy de mi Amado, y Él es mío”. Conocer
a Dios como el Amado es una de las más elevadas expresiones
espirituales.

¿Te has sentado alguna vez en silencio con alguien a quien amas
profundamente, mirándole a los ojos, sin palabras? Esa quietud del
amor es a lo que esta lección nos está llevando, una unión silenciosa
de amor dado y recibido, reconocido y devuelto, fluyendo en una
corriente sin fin que fortalece y transforma nuestra mente y nuestro
corazón.

226.

“Mi hogar me aguarda. Me apresuraré a llegar a él”.

Comentario.

Hogar. ¡Qué palabra más sugerente! “Voy a mi hogar”. A veces sólo con
pensar en ir al hogar, incluso en sentido abstracto, puede hacer que
surjan en nosotros profundas emociones, felices; aunque para algunos
una vida desgraciada en el hogar ha ensombrecido esta palabra. Incluso
entonces, aunque nuestro hogar “real” haya sido desgraciado,
seguimos llenos de un profundo deseo del hogar como debería ser.
Nuestro verdadero hogar está en Dios. Nuestros deseos del hogar están
basados en nuestro deseo de este hogar espiritual en Dios.

¿Cómo puedo “ir al hogar”? Hay canciones que expresan la idea de que
vamos al hogar, al Cielo, cuando morimos: canciones espirituales como
“Ir al Hogar”. Pero el Curso aquí es muy, muy claro. Habla de abandonar
este mundo y dice: “No mediante la muerte, sino mediante un cambio
de parecer con respecto al propósito del mundo”. (1:2).

Mientras pensemos que el propósito del mundo está en el mundo


mismo, que la felicidad y la libertad y la satisfacción se encuentran aquí
en el mundo, nunca lo abandonaremos. Ni siquiera al “morir”. Las
cadenas que nos atan al mundo son mentales, no físicas. Lo que nos
aprisiona al mundo es el valor que le damos. Si le doy valor al mundo
“tal como lo veo ahora”. (1:3, también 1:4), me tendrá apresado, aunque
mi cuerpo se desmorone. Pero si ya no veo en este mundo “tal como lo
contemplo” nada que quiera conservar o conseguir, entonces estoy
libre.

Literalmente hablando, ¡hay todo un mundo de significado en esas


palabras “tal como lo veo ahora” y “tal como lo contemplo”! Tal como el
ego lo ve, este mundo es un lugar de castigo y de aprisionamiento, y al
mismo tiempo un lugar donde vengo a buscar lo que parece “faltarme”
a mí. Mientras le dé valor a ese castigo y aprisionamiento, quizá no para
mí sino para otros sobre los que he proyectado mi culpa, estaré
encadenado al mundo, y no iré al hogar. Mientras piense que me falta
algo y continúe buscándolo fuera de mí, dándole valor al mundo por lo
que creo que puede ofrecerme, estaré encadenado al mundo, y no iré
al hogar.

“Mi hogar me aguarda”. Nuestro hogar no se está construyendo. Está


preparado y esperando, la alfombra roja extendida, todo está listo, los
Brazos de Dios están abiertos y oigo Su Voz. (2:2). El hogar está a mi
alcance ahora mismo, sólo con elegirlo. Que esté dispuesto a mirar a lo
que me impide elegirlo, porque ésos son los obstáculos que me impiden
encontrarlo. ¿Todavía deseo con nostalgia que venga mi príncipe (o
princesa) azul? ¿Todavía tengo cosas que quiero hacer antes de estar
listo para ir? ¿Todavía encuentro placer cuando los malvados (en mi
opinión) sufren? Si este mundo pudiera desaparecer dentro de una
hora, ¿qué lamentaría? ¿Estaría dispuesto a irme? Si una brillante
cortina apareciese en la entrada y una Voz dijera: “Cruza este portal y
estarás en el Cielo”,
¿lo cruzaría? ¿Por qué no?

Esto no es una fantasía. La Voz nos está llamando, y el Cielo está aquí
ahora. Podemos cruzar el portal en cualquier momento que lo elijamos.
Si no estamos sintiendo el Cielo, estamos eligiendo no hacerlo, y se nos
ha encomendado el trabajo de descubrir lo que nos retiene en esta aula
de aprendizaje. Para eso es el mundo: para enseñarnos a abandonarlo.

¿Qué necesidad tengo de prolongar mi estadía en un lugar de vanos


deseos y de sueños frustrados cuando con tanta facilidad puedo
alcanzar el Cielo? (2:3).

227.

“Éste es el instante santo de mi liberación”.

Comentario.

La lección de hoy es otro recordatorio de que estos momentos de


práctica son instantes santos para nosotros. Por supuesto, no todos
serán una experiencia espectacular de gozo que no pueda describirse.
Recuerda que simplemente estar dispuesto a concentrar tu mente en
Dios puede considerarse un instante santo, tanto si conscientemente
sientes algo especial como si no. El poderoso instante santo del que
nació el Curso, fue sencillamente un instante en que Bill Thetford dijo:
“Tiene que haber otro camino”, y Helen contestó: “Yo te ayudaré a
encontrarlo”. El cambio mental de conectar con el propósito de Dios es
lo que verdaderamente cuenta. Si practicamos fielmente, llegará la
experiencia directa de la verdad de la que se habla en el Libro de
Ejercicios, no por nuestros propios esfuerzos, sino por la gracia de Dios,
cuando estemos listos para recibirla.

Considera el efecto sobre nuestra mente de concentrarnos en la idea


de hoy: “Éste es el instante santo de mi liberación”, y luego sentarnos
en silenciosa quietud, abrir nuestra mente y recibir todo lo que se nos
dé. Deberíamos entrar en cada uno de esos instantes con esperanza,
esperando oír lo que la Voz de Dios nos dirá.

Yo ya soy libre, ahora, hoy. Mi pensamiento de separación no tuvo


ningún efecto sobre mi realidad, así que el aprisionamiento que me he
imaginado nunca ocurrió. “Nada de lo que pensé aparte de Ti existe”.
(1:3). ¡Qué maravilloso saber que los pensamientos que yo creía
separados de Dios no existen! ¡Qué sanador es abandonarlos, ponerlos
a los pies de la verdad, y dejar que sean “para siempre borradas de mi
mente”! (1:5). Éste es el proceso sanador del Curso: tomar cada
pensamiento que parece expresar una voluntad separada de la de Dios,
y llevarlo ante Su Presencia para que sea borrado de mi mente, con la
garantía de Dios de que no me ha afectado en nada. Yo sigo siendo Su
Hijo.

Así es como sana mi mente. Así es como vuelve la consciencia de mi


Identidad a mí.

228.

“Dios no me ha condenado. Por lo tanto, yo tampoco me he de


condenar”.

Comentario.

Se necesita mucho valor para abandonar la condena a uno mismo.


Tenemos miedo de que si dejamos de condenarnos a nosotros mismos
nos volveremos locos, de que la maldad dentro de nosotros quedará sin
control y estallará en un desastre terrible. Pero, ¿y si no hay maldad
dentro de nosotros? ¿Y si Dios tiene razón? ¿Es posible que Él esté
equivocado y nosotros tengamos razón? La lección dice que lo que Dios
conoce hace que el pecado en nosotros sea imposible: “¿Debo acaso
negar Su conocimiento?” (1:2).

La lección simplemente nos pide “aceptar Su Palabra de lo que soy”.


(1:4). ¿Quién cree que alguien o algo es mejor que su Creador? ¿Y qué
conoce Dios de mí? “Mi Padre conoce mi santidad”. (1:1). Cada vez que
leo tales afirmaciones veo a mi mente luchar para oponerse a la idea,
encogiéndose en una falsa humildad que grita: “Oh, no, no puedo
aceptar eso acerca de mí”. Si me atrevo a preguntarme a mí mismo:
“¿Por qué no?”, mi mente sale inmediatamente con una lista de razones:
Mis defectos, mi falta de dedicación total a la verdad, mi adicción a este
o aquel placer del mundo. Sin embargo, llevada a la luz del Espíritu
Santo, cada una de estas cosas puede verse como nada más que una
petición mal dirigida, como un grito de ayuda, como una oculta nostalgia
de Dios y del Hogar.

“Estaba equivocado con respecto a mí mismo”. (2:1). Eso es todo lo que


ha ocurrido. Me olvidé de mi Fuente y de lo que yo soy, debido a mi
Fuente. Mi Fuente es Dios, y no mis oscuras ilusiones. Mi error acerca
de lo que yo soy no es un pecado que deba ser juzgado, sino un error
que necesita ser corregido; necesita la sanación del Amor, y no la
condena. “Mis errores acerca de mí mismo son sueños”. (2:4), eso es
todo, y puedo renunciar a ellos. Yo no soy el sueño; yo soy el soñador,
todavía santo, todavía parte de Dios.

Hoy, mientras aquieto mi mente en Presencia de Dios, abro mi mente


para recibir Su Palabra acerca de lo que yo soy. Aparto los sueños, los
reconozco como lo que son, y los abandono. Abro mi corazón al Amor.

229.

“El Amor, que es lo que me creó, es lo que soy”.

Comentario.

Muchas de estas lecciones en la Segunda Parte del Libro de Ejercicios,


mientras las leo, parecen expresar un estado mental que está más allá
de donde yo estoy. En realidad, hablan de mi verdadero estado mental,
el estado de mi mente recta. Éste es el estado mental que podemos
alcanzar en el instante santo. La mente recta no es un estado futuro que
estoy intentando alcanzar. Hay un aspecto de mi mente que ya conoce
estas cosas y las cree. Ésta es la parte de mi mente que me está
llevando al Hogar. “Ahora no necesito buscar más”. (1:2), es la verdad
en este mismo instante. La que no es real es la parte de mi mente que
las pone en duda y las niega.

El Amor es lo que soy, el Amor es mi Identidad. Que mire honestamente


a lo que creo que soy en Su lugar, porque al descubrir lo que no es
Amor, llegaré a conocer el Amor.

“El amor no es algo que se pueda aprender. Su significado reside en sí


mismo. Y el aprendizaje finaliza una vez que has reconocido todo lo que
no es amor. Ésa es la interferencia, eso es lo que hay que eliminar”.
(T.18.IX.12:1-4).

El Amor me ha esperado “tan quedamente”. (1:4). El Amor es tranquilo


porque eso es lo que hace el perdón, “es tranquilo y sosegado, y no
hace nada”. (L.pII.4:1). Mi propio Amor espera para perdonarme todo lo
que creo haber hecho, todo lo que he creído que era, diferente al Amor.
Verdaderamente “procuré perder” mi Identidad. (1:5), pero Dios ha
guardado esa Identidad a salvo para mí, dentro de mí, como lo que yo
soy. “En medio de todos los pensamientos de pecado que mi alocada
mente inventó”. (2:1), mi Padre ha mantenido mi Identidad intacta y sin
pecado. Que me concentre en esa Identidad ahora. Que dé gracias y
exprese mi agradecimiento a Dios por no haber perdido mi Identidad,
aunque yo estaba seguro de haberla perdido. No puedo ser otra cosa
distinta de lo que Dios me creó. “El Amor, que es lo que me creó, es lo
que soy”

230.

“Ahora buscaré y hallaré la paz de Dios”.

Comentario.

“Fui creado en la paz. Y en la paz permanezco”. (1:1-2). En este Curso,


Jesús nunca se cansa de recordarnos que seguimos siendo tal como
Dios nos creó. Lo repite a menudo porque está claro que no lo creemos.
Podemos creer que Dios nos creó en la paz. Por supuesto, ¿cómo
podríamos creer otra cosa? ¿Nos habría creado un Dios de Amor en el
sufrimiento y la agonía, en la agitación y confusión, en conflicto y lucha?
Así que la primera frase no es realmente un problema para nosotros,
podemos aceptar que Dios nos creó en la paz.

El problema surge en nuestra mente con la segunda frase: “Y en la paz


permanezco”. Sinceramente, no lo creemos. De hecho, estamos
convencidos de sentir lo contrario. Tal vez esta mañana estoy
angustiado por algo que sucedió ayer, o preocupado por algo que puede
suceder hoy o la semana que viene. En mi experiencia, puedo mirar a
toda una vida en la que ha habido muy poca paz, si es que la ha habido.
Algunos días parece como si la vida estuviese conspirando contra mí
para robarme la paz. Parece como si la mayoría de los días en que estoy
ocupado, raramente tengo un momento de paz. Así que, ¿cómo puedo
aceptar esta frase: “Y en la paz permanezco”?

Me parece increíble cuando el Curso insiste en que, puesto que Dios


me creó en la paz, todavía debo permanecer en la paz. La lección dice
que mi creación por Dios tuvo lugar “aparte del tiempo y aún sigue
siendo inmune a todo cambio”. (2:2). Me dice: “No me ha sido dado
poder cambiar mi Ser”. (1:3). Mi experiencia de la vida en este mundo
me dice lo contrario.

La pregunta es: ¿A cuál voy a creer? ¿A la Voz de Dios o a mi


experiencia? Una de ellas debe ser falsa. Echa por tierra y es alucinante
que toda mi experiencia de este mundo ha sido una mentira, un error y
una alucinación. Sin embargo, ¿cuál es la alternativa? En su lugar, ¿voy
a creer que Dios es un mentiroso? ¿Voy a creer que su creación estaba
llena de imperfecciones, y capaz de corromperse? ¿Voy a creer que lo
que Él quiso para mí fue derrotado por mi voluntad? Sin embargo, esto
es lo que debo estar creyendo si insisto en que no estoy en paz en este
momento.

Si Dios no es un mentiroso y Su creación no tiene ninguna imperfección,


entonces lo que debe ser cierto es que mi propia mente me ha engañado
y se ha inventado toda una vida de experiencias falsas. Si estoy
dispuesto a escuchar, esto no es tan exagerado como suena al
principio. De hecho, si observo mi mente, puedo cazarla haciendo
precisamente eso. Puedo cazarla y observar que veo lo que espero ver.
Puedo darme cuenta de que diferentes personas ven los mismos
acontecimientos de maneras diferentes. Recuerdo momentos en que
creía entender las cosas muy bien, y luego ver la situación dar la vuelta
completamente con algún hecho nuevo que se me había pasado por
alto. Sólo necesito ver salir al sol, moverse por el cielo, y ponerse, para
darme cuenta de que mi percepción falla. No es el sol el que se mueve,
soy yo según la tierra da vueltas. Cuando la noche llega y el sol se ha
“ido” en mi percepción, el sol sigue brillando, es el mundo el que le ha
dado la espalda a la luz.

¿Y si mi aparente falta de paz no significa lo que pienso? ¿Y si la paz


de Dios nunca me ha abandonado, sino que sigue brillando, mientras
que yo le he dado la espalda? En el instante santo puedo descubrir que
esto es la verdad. Sólo con apartar mi mente de sus locas creencias en
el malestar, puedo descubrir la paz de Dios brillando dentro de mí ahora.
¿Qué es la salvación? (Parte 1).

L.pII.2.1:1-3.

Para empezar, ayuda entender que el Curso no le da a la palabra


“salvación” el mismo significado que la religión tradicional. Para la
mayoría de nosotros, “salvación” significa alguna forma de impedir el
desastre del que se nos “salva”. Del infierno, por ejemplo. De algún
terrible castigo. De las consecuencias de que hayamos obrado mal. La
imagen que se usa a menudo en el cristianismo tradicional es la de un
hombre que se está ahogando a quien se le echa un salvavidas. El
Curso niega esta idea:

“Tu Ser no necesita salvación, pero tu mente necesita aprender lo que


es la salvación. No se te salva de nada, sino que se te salva para la
gloria”. (T.11.IV.1:3-4).

En el Curso, la salvación es un “salvavidas”, pero no en el mismo


sentido. No nos salva de la muerte, nos conserva en la vida. Es una
garantía de que la muerte nunca nos tocará: “La salvación es la
promesa que Dios te hizo de que finalmente encontrarás el camino que
conduce a Él”. (1:1). No estamos en peligro de destrucción, nunca lo
hemos estado, y nunca lo estaremos. La versión del Curso de la
salvación no cambia un desastre, impide que suceda el desastre.

Antes del comienzo del tiempo, Dios hizo Su promesa que “Él no puede
dejar de cumplirla”. (1:2). Esa promesa garantizó que al tiempo le
llegaría su fin, y con él a todos los líos que parecemos haber hecho en
el tiempo, y que no tienen ningún efecto en absoluto. Garantizó que
nunca podría ser más que una ilusión de separación y un sueño de
sufrimiento y de muerte. Prometió que el ego nunca podría ser real, que
nunca podría haber una voluntad diferente a la de Dios. Decidió el final
en el mismísimo comienzo, y lo hizo completamente seguro. Finalmente
encontraremos el camino a Dios, porque Dios prometió que así será.

¿Qué es la salvación? (Parte 2).

L.pII.2.1:4.

¿Cómo funciona la salvación? La esencia de esto se afirma en una frase


sencilla: “La Palabra de Dios se le concede a toda mente que cree tener
pensamientos separados, a fin de reemplazar, esos pensamientos de
conflicto con el Pensamiento de la paz” (1:4). En el momento en que
surgió en nuestra mente el pensamiento de conflicto, la Palabra de Dios
se puso en nuestra mente también. Antes incluso de que comenzase el
desastre, se dio la Respuesta.

Tú y yo, que pensamos que somos seres separados, somos esa mente
que piensa que tiene pensamientos separados. Pero en nosotros se
puso la Palabra de Dios, la Verdad está debajo de todos nuestros
propios engaños. Desde dentro, el Pensamiento de Dios está
trabajando en silencio, esperando, actuando para reemplazar todos
nuestros pensamientos de conflicto. Los pensamientos de conflicto son
miles, tomando miles de formas, cada una en conflicto con el universo,
y la mayoría en conflicto con las demás. El Pensamiento de la paz es
uno. Es el único remedio para cada pensamiento de conflicto, ya sea de
odio, de ira, de desesperación, de frustración, de amargura, o de
muerte. El Pensamiento de Dios los cura todos ellos.

El remedio está dentro de mí, ahora. Esto es la salvación: volverse hacia


adentro, al Pensamiento de paz, y encontrarlo allí dentro de mí.

¿Qué es la salvación? (Parte 3).

L.pII.2.2:1-3.

El Pensamiento de la paz que es nuestra salvación “le fue dado al Hijo


en el mismo instante en que su mente concibió el pensamiento de la
guerra”. (2:1). No transcurrió ningún tiempo entre el pensamiento de la
guerra y el Pensamiento de la paz. La salvación se dio en el mismo
instante en que surgió la necesidad. El Texto nos ofrece una imagen
preciosa de esto, que dice: “No se perdió ni una sola nota del himno
celestial”. (T.26.V.5:4). La paz del Cielo no se vio alterada en absoluto.
Y habiéndose contestado, el problema se resolvió para todo el tiempo y
por toda la eternidad, en aquel instante de la eternidad.

Sin embargo, nuestro descubrimiento de la salvación necesita tiempo.


O por lo menos así parece. Una semejanza: Imagínate que de repente,
por una razón desconocida hasta ahora, te ves con la carga de pagar
unos impuestos de hacienda de 10.000 euros, pero en ese mismo
instante alguien deposita un millón de euros en tu cuenta corriente.
Podrías pasar un montón de tiempo intentando conseguir el dinero que
necesitas si no sabes que lo tienes en tu cuenta corriente, pero en
realidad no tienes que hacer nada porque el problema ya está resuelto.
Entonces, todo lo que necesitas hacer es dejar de intentar solucionar el
problema y aprender que ya se ha solucionado.

Antes de que surgiese el pensamiento de la separación (o de la guerra),


no había necesidad del “Pensamiento de la paz”. La paz simplemente
existía, sin opuestos. Así que podría decirse que el problema creó su
propia solución. Antes del problema, no había solución porque no había
necesidad de solución. Pero cuando surgió el problema, la solución ya
estaba allí. “Una mente dividida, no obstante, tiene necesidad de
curación”. (2:3). El pensamiento de separación es lo que hace necesario
el pensamiento de sanación, pero cuando se acepta la sanación, o
cuando se abandona el pensamiento de separación, ya no es necesaria
la sanación. La sanación es un remedio temporal (relacionado con el
tiempo). En el Cielo no hay necesidad de sanación.

Como el Curso dice acerca del perdón, debido a que hay una ilusión de
necesidad, se necesita una ilusión de respuesta o solución. Pero esa
“respuesta” es la simple aceptación de lo que siempre ha sido verdad,
y siempre lo será. La paz simplemente existe, y la salvación consiste en
nuestra aceptación de ese hecho. Tal como el Curso la ve, la salvación
no es una respuesta divina activa a una necesidad real. En lugar de ello,
es una aparente respuesta a una necesidad que no existe en la realidad.

Por eso el Curso le llama a nuestro camino espiritual “un viaje sin
distancia”. (T.8.VI.9:7) y ciertamente “una jornada que nunca comenzó”.
(L.225.2:5). Mientras estamos en él, el viaje parece muy real, y a
menudo muy largo. Cuando termine, sabremos que nunca
abandonamos el Cielo, nunca fuimos a ninguna parte, y siempre hemos
estado donde estamos: en el Hogar en Dios. El viaje en sí mismo es
imaginario. Consiste en aprender poco a poco que la distancia que
percibimos entre nosotros y Dios no existe realmente.

¿Qué es la salvación? (Parte 4).

L.pII.2.2:4-5.

Para nuestra mente, la separación es real. “La separación es un sistema


de pensamiento que, si bien es bastante real en el tiempo, en la
eternidad no lo es en absoluto”. (T.3.VII.3:2). “La mente puede hacer
que la creencia en la separación sea muy real”. (T.3.VII.5:1). La mente
se siente a sí misma dividida, separada de Dios, y con un trozo de mente
separada de los otros trozos. Ésta es nuestra experiencia en el tiempo,
y es “bastante real” en el tiempo, aunque no es real en la eternidad. En
realidad, la mente no está dividida realmente, sencillamente no
reconoce su unidad. (2:4). Pero dentro de esa mente única, la
experiencia de la separación parece real.

Piensa en cualquier sueño nocturno que hayas tenido en el que te hayas


relacionado con otras personas. Tú eres tú mismo en el sueño, y los
otros son otros personajes. Quizá alguien te está haciendo el amor.
Quizá tú estás discutiendo con alguien, o te está persiguiendo un
monstruo. Dentro del sueño, cada personaje es distinto y separado. Las
otras personas en el sueño pueden decir o hacer cosas que te
sorprenden o que no entiendes. Y sin embargo, de hecho, ¡cada uno de
esos “otros personajes” sólo existe en tu propia mente y en tu propio
sueño! Tu mente los está inventando. En el sueño hay separación entre
los personajes. En realidad, sólo hay una mente, y diferentes aspectos
de esa mente se están relacionando unos con otros como si fueran
seres diferentes.

Según el Curso, esto es exactamente lo que está sucediendo en todo


este mundo. Es una sola mente, experimentando diferentes aspectos
de sí misma como si fueran seres separados. Dentro de ese sueño la
separación entre los diferentes personajes parece ser clara y distinta,
insalvable. Y, sin embargo, la mente sigue siendo una. La única mente
no se conoce a sí misma, “al no conocerse a sí misma, pensó que había
perdido su Identidad”. (2:5). Pero, de hecho, la Identidad no se perdió,
únicamente en el sueño.

Y así, dentro de cada trozo de la mente que no reconoce su unidad,


Dios puso el Pensamiento de la paz, “el Pensamiento que tiene el poder
de subsanar la división”. (2:4). Esta “parte de cada fragmento” (2:4)
recuerda la Identidad de la mente. Es una parte que es compartida por
cada fragmento. Como un hilo dorado que recorre una pieza de tela,
nos une a todos juntos, y lleva constantemente a los fragmentos
aparentemente separados hacia su verdadera unidad. Este
Pensamiento dentro de nosotros sabe que “Jamás ocurrió nada que
perturbase la paz de Dios el Padre ni la del Hijo”. (L.234.1:4).

Este Pensamiento, que Dios puso dentro de nosotros, es lo que


buscamos cuando nos aquietamos en el instante santo. Al acallar todos
los pensamientos separados, escuchamos Su Voz dentro de nosotros,
hablándonos de nuestra unidad, nuestra compleción y plenitud, nuestra
paz eterna. Este Pensamiento tiene el poder de sanar la separación, de
deshacer la aparente realidad de nuestra ilusión de separación, y de
devolverle a la Filiación la consciencia de su unidad. “La salvación
reinstaura en tu conciencia la integridad de todos los fragmentos que
percibes como desprendidos y separados”. (M.19.4:2).

¿Qué es la salvación? (Parte 5).

L.pII.2.3:1-3.

“La salvación es un des-hacer en el sentido de que no hace nada, al no


apoyar el mundo de sueños y de malicia. De esta manera, las ilusiones
desaparecen”. (3:1-2).

Tomar parte en la salvación no es añadir una nueva actividad, sino


abandonar nuestra antigua tragedia de sueños de maldad. Salvarse es
dejar de apoyar nuestras ilusiones, dejar de añadirle leña al fuego de la
ira, del ataque y de la culpa, que ha arrasado nuestra mente durante
miles de años. La salvación no consiste en hacer, sino en no hacer. Es
poner fin a nuestra resistencia para que el amor fluya sin obstáculos,
tanto el Amor de Dios a nosotros como el nuestro a Dios y a nuestros
hermanos. La salvación significa que dejamos de inventarnos excusas
para no amar. Significa que dejamos de inventar razones de que no nos
lo merecemos.

“El ego no tiene realmente ningún poder para distraerte a menos que tú
se lo confieras”. (T.8.I.2:1). El único poder que el ego tiene es el que
nosotros le damos y utiliza nuestro propio poder contra nosotros. Todas
las ilusiones del ego están alimentadas por nuestra inversión en ellas
(por creer en ellas). Cuando le retiramos ese poder y dejamos de apoyar
las ilusiones del ego, “deja que simplemente se conviertan en polvo”.
(3:3). ¿Cómo se deshace el ego? Por nuestra decisión de ya no
apoyarlo nunca más.

“El secreto de la salvación no es sino éste: que eres tú el que se está


haciendo todo esto a sí mismo”. (T.27.VIII.10:1).

¿Qué es la salvación? (Parte 6).

L.pII.2.3:4.

Cuando dejamos de apoyar las ilusiones de la mente, y se convierten


en polvo, ¿qué queda? “Lo que ocultaban queda ahora revelado”. (3:4).
Cuando las ilusiones desaparecen, lo que queda es la verdad. Y la
verdad es una realidad maravillosa dentro de nosotros. En lugar de la
maldad y la mezquindad que tememos encontrar dentro de nosotros,
encontramos “un altar al santo Nombre de Dios donde Su Palabra está
escrita”. (3:4). La verdad que está detrás de todas las máscaras y de
todos los errores y de los astutos engaños del ego: en mi propio corazón
hay un altar a Dios, un lugar sagrado, una santidad eterna y ancestral.

Hay tesoros depositados ante el altar. ¡Son tesoros que yo he


depositado allí! Son los regalos de mi perdón. Y sólo hay una pequeña
distancia, sólo un instante, desde este lugar al recuerdo de Dios Mismo.
(3:4).

El descubrimiento del santo altar a Dios dentro de mi mente es el


resultado de no hacer nada, de dejar de seguir apoyando a las ilusiones
del ego, de negarnos a dedicarle por más tiempo nuestra mente al ego
y a sus propósitos. El descubrimiento de lo que es verdad acerca de mí,
y el recuerdo de Dios que viene a continuación, proceden de mi
disposición a poner en duda las ilusiones y a abandonarlas. No necesito
construir el altar o acondicionarlo, ya está ahí, detrás de las brumas de
engaño a mí mismo. El camino a la verdad es por medio de darnos
cuenta de las mentiras que la ocultan. Muy dentro de mí, la unión con
Dios continúa sin interrupciones, esperando únicamente a que me
aparte de las mentiras que afirman lo contrario. Puedo regresar a ese
altar ahora. Puedo apartar las cortinas que lo ocultan, entrar en la
Presencia de Dios y encontrar a mi Ser esperándome ahí.

¿Qué es la salvación? (Parte 7).

L.pII.2.4:1.

Si el altar a Dios está dentro de mí, pero permanece en gran parte oculto
de mi consciencia, lo que tengo que hacer es acudir “diariamente a este
santo lugar”. (4:1). Ésta es la práctica del instante santo que recomienda
el Texto. (T.15.II.5,6; T.15.IV), apartarnos voluntariamente de nuestras
actividades rutinarias para llevar nuestra mente a este santo lugar, con
Jesús a nuestro lado: “Acudamos diariamente a este santo lugar y
pasemos un rato juntos”. (4:1). Me parece que Jesús aquí nos está
pidiendo que todos los días pasemos un rato con él en la Presencia de
Dios, si estás abierto a ello. Si de algún modo no te sientes cómodo con
la figura de Jesús, imagínate un guía espiritual desconocido y que
representa a tu Ser más noble. Con él o ella entras en este templo, te
mantienes ante el altar y pasas allí un rato en unión con Dios.

Tenemos que formar el hábito de traer nuestra mente al instante santo,


recordándonos a nosotros mismos la presencia de Jesús (o del Espíritu
Santo), recordando este altar a Dios dentro de nosotros, con Su Palabra
escrita sobre él. (3:4). Pienso que esa Palabra es la Palabra de la
salvación, la promesa que Él nos hizo de que encontraríamos el camino
a Él. (1:1). Es el Pensamiento de la Paz, que sustituirá a todos nuestros
pensamientos de conflicto. Este lugar de encuentro es donde sentimos
que no se ha roto la comunicación entre nosotros y Dios. Aquí es donde
nos sumergimos en la corriente de Amor que fluye constantemente
entre el Padre y el Hijo.

El Capítulo 14, Sección VIII del Texto describe este santo lugar de
encuentro, y dice:

“Todo ello se encuentra a salvo dentro de ti, allí donde refulge el Espíritu
Santo. Y Él no refulge donde hay división, sino en el lugar de encuentro
donde Dios, unido a Su Hijo le habla a Su Hijo a través de Él. La
comunicación entre lo que no puede ser divido no puede cesar. En ti y
en el Espíritu Santo reside el santo lugar de encuentro del Padre y del
Hijo, Quienes jamás han estado separados. Ahí no es posible ninguna
clase de interferencia en la comunicación que Dios Mismo ha dispuesto
tener con Su Hijo. El amor fluye constantemente entre Padre e Hijo sin
interrupciones ni hiatos tal como Ambos disponen que sea. Y, por lo
tanto, así es”. (T.14.VIII.2:10-16).

Y así es. Esto es lo que quiero conocer y sentir cada día, al venir a este
lugar. Aquí traigo mi culpa y mi miedo y los deposito, aceptando la
Expiación para mí mismo. Aquí mi mente renueva su contacto con su
Fuente. Aquí vuelvo a descubrir la unión sin fin que es mía, mi herencia
como Hijo de Dios. Aquí desaparecen mis pesadillas, y respiro el aire
fragante del Cielo y del Hogar.

¿Qué es la salvación? (Parte 8).

L.pII.2.4:2-5.

Cuando acudimos diariamente a este santo lugar, echamos una


pequeña ojeada al mundo real, “nuestro sueño final”. (4:2). En el
instante santo vemos con la visión de Cristo, en la que no hay
sufrimiento. Se nos permite tener “un atisbo de toda la gloria que Dios
nos ha dado”. (4:3). El propósito del Curso es que vengamos al lugar
donde obtenemos esta visión y la llevamos con nosotros siempre, el
lugar donde nuestra mente cambia de tal manera que vemos sólo el
mundo real, y vivimos la vida como un instante santo continuo y eterno.
Ese momento puede parecer muy lejos de mí, pero está mucho más
cerca de lo que creo, y en el instante santo lo siento como ahora. Venir
repetidamente al instante santo, sumergir nuestra mente en la visión del
mundo real, es la manera en que este mundo se convierte en la única
realidad para nosotros, el sueño final antes de despertar.

En este sueño feliz, “La tierra nace de nuevo desde una nueva
perspectiva”. (4:5). Las imágenes de brotar la hierba, los árboles florecer
y los pájaros hacer sus nidos en su ramaje, nos hablan de la primavera,
del renacer después de un largo invierno. Las imágenes representan la
nueva visión del mundo, en el que nuestra oscuridad espiritual ha
desaparecido, y todas las cosas vivas están unidas en la luz de Dios.
Ahora pasamos de largo las ilusiones, dejamos atrás lo que siempre nos
ha parecido la sólida realidad, y vemos algo más firme y seguro más
allá de las ilusiones, una visión de eterna santidad y de paz. Vemos y
respondemos a “la necesidad de cada corazón, al llamamiento de cada
mente, a la esperanza que se encuentra más allá de toda
desesperación, al amor que el ataque quisiera ocultar y a la hermandad
que el odio ha intentado quebrantar, pero que aún sigue siendo tal como
Dios la creó”. (L.185.14:1).

Aquí, en la visión del mundo real, oímos “la llamada cuyo eco resuena
más allá de cada aparente invocación a la muerte, la llamada cuyo canto
se oye tras cada ataque asesino, suplicando que el amor restaure el
mundo moribundo”. (T.31.I.10:3). Vemos que el único propósito del
mundo es el perdón. “¡Qué bello es el mundo cuyo propósito es
perdonar al Hijo de Dios!” (T.29.VI.6:1).

“¡Qué bello es caminar, limpio, redimido y feliz, por un mundo que tanta
necesidad tiene de la redención que tu inocencia vierte sobre él!”
(T.23.In.6:5).

¿Qué es la salvación? (Parte 9).

L.pII.2.5:1-2.
Desde el mundo nos volvemos al santo lugar dentro, entramos en el
instante santo, donde nuestras ilusiones desaparecen porque ya no las
apoyamos, y empezamos a ver con la visión de Cristo, viendo el mundo
real. Y luego regresamos al mundo. “Desde ahí le extendemos la
salvación al mundo, pues ahí fue donde la recibimos”. (5:1). Esto se
repite una y otra vez tanto en el Libo de Ejercicios como en el Texto:
alejarnos del mundo de los sueños, entrar en el instante santo, y
regresar para darle la salvación al mundo. El Curso no pretende que
nos aislemos del mundo, sino que lo salvemos. No nos pide que nos
retiremos a una vida contemplativa en un monasterio, sino que nos pide
que entremos dentro de ese estado mental que encontramos en la
meditación y que ofrezcamos al mundo lo que hemos encontrado.

“El himno que llenos de júbilo entonamos le proclama al mundo que la


libertad ha retornado”. (5:2). Nuestra sanación interna expresa su
alegría en una “canción de alegría”, y esa canción se convierte en lo que
llama al mundo a regresar a su libertad. Nada hay tan sanador como
una persona cuya cara está radiante de alegría. No se pretende que
regresemos al mundo a predicarle una nueva religión. (L.37.3:1,2), sino
que lo cambiemos con nuestra alegría. Representamos un nuevo
estado mental. Como dice el Manual: “Representamos la Alternativa”.
(M.5.III.2:6). Salvamos al mundo al salvarnos nosotros.

¿Qué es la salvación? (Parte 10).

L.pII.2.5:2.

La salvación no es un mundo material perfecto, sino un estado mental


en el que “la eternidad haya disuelto al mundo con su luz y el Cielo sea
lo único que exista”. (5:2). Al entrar en el instante santo con mayor
frecuencia, y la visión del “mundo real” que trae, estamos literalmente
acelerando el final del tiempo. Las palabras “mundo real” es una
contradicción, son dos palabras que se contradicen la una a la otra,
pues el mundo no es real. (Ver T.26.III.3:1-3). El mundo real es la meta
que el Curso quiere para nosotros y, sin embargo, cuando se alcanza
completamente, apenas tendremos tiempo de apreciarlo antes de que
Dios dé Su Último Paso, y la ilusión del mundo desaparezca en la
realidad del Cielo (T.17.II.4:4). La pesadilla se transforma poco a poco
en un sueño feliz, y cuando todas las pesadillas hayan desaparecido,
no habrá ya necesidad de soñar, despertaremos.

La salvación es el proceso de transformar la pesadilla en un sueño feliz,


el proceso de deshacer las ilusiones, el proceso de eliminar los
obstáculos que hemos levantado en contra del amor, en resumen, el
proceso del perdón. La experiencia en la que ahora estamos es nuestra
aula de aprendizaje. La razón por la que estamos aquí es para aprender
la verdad o, más bien, para desaprender los errores. El Curso nos pide
que nos alegremos de aprender, y que tengamos

paciencia. “No temas que se te vaya a elevar y a arrojar abruptamente


a la realidad”. (T.16.VI.8:1-2). Nos aterrorizaría, como un niño de
guardería al que de repente le hacen presidente, o un alumno de primer
curso de piano al que obligan a dar un concierto de piano en un lugar
de mucho prestigio. Cada uno de nosotros está exactamente donde le
corresponde, aprendiendo justamente lo que necesita aprender.
Entremos, pues, de todo corazón y llenos de gozo en el proceso,
practicando nuestros instantes santos, recibiendo nuestros pequeños
destellos del mundo real, cada uno asegurándonos de la realidad de
nuestra meta y de la seguridad de su logro.

231.

“Padre, mi voluntad es únicamente recordarte”.

Comentario.

Esta lección trata de nuestra voluntad. Cuando el Curso utiliza la palabra


“voluntad” en este sentido, está hablando de una parte fundamental y
que nunca cambia en nosotros, la meta constantemente fija de nuestro
Ser. No se refiere a nuestros deseos y caprichos, sino a nuestra
voluntad. Jesús nos habla directamente en el segundo párrafo y nos
dice: “Ésa es tu voluntad, hermano mío”. (2:1). Es una voluntad que
compartimos con Él, y también con Dios nuestro Padre.

¿Cuál es nuestra voluntad? Recordar a Dios, conocer Su Amor. Eso es


todo. Cuando empezamos a leer el Curso, no muchos de nosotros
habrían respondido a esta pregunta: ¿Qué quieres conseguir en la vida?
Con las palabras: “Recordar a Dios y conocer Su Amor”. Muchos
probablemente no sentimos que esas palabras se refieran a nosotros
incluso ahora. La lección reconoce que: “Tal vez crea que lo que busco
es otra cosa”. (1:2).

¿Qué es esa “otra cosa” que estás buscando? Podría ser salud o fama.
Podría ser algún tipo de seguridad mundana. Podría ser un romance
amoroso. Podría ser sexo ardiente. O pasarlo bien. O una tranquila vida
familiar, según la tradición de tu país. Lo hemos llamado de muchas
maneras. Pensamos que lo que estamos buscando son estas cosas.
Sin embargo, no importa lo que podamos pensar, estas cosas no son lo
que verdaderamente queremos para nosotros. Todas son formas,
formas que pensamos que nos darán algo. No es la forma lo que
verdaderamente estamos buscando, sino el contenido, es lo que
pensamos que estas cosas nos ofrecen.

¿Y qué es eso? Paz interior. Satisfacción. Una sensación de estar


completos y que nada nos falta. Una sensación de ser valioso. Un
conocimiento interno de que somos buenos, amados y amorosos. Una
sensación de pertenencia, de nuestra valía. A la larga estas cosas
proceden de recordar a Dios. Y de conocer Su Amor. Estas cosas son
algo que está dentro de nosotros, no fuera de nosotros. Únicamente
cuando recordemos la verdad acerca de nosotros mismos, únicamente
cuando recordemos nuestra unión con el Amor Mismo, encontraremos
lo que estamos buscando. Y descubriremos que nuestro Ser es lo que
siempre hemos estado buscando.

“Recordarlo a Él es el Cielo. Esto es lo que buscamos. Y esto es lo único


que nos será dado hallar.” (2:3-5). Esto es lo que buscamos. Recordar
a Dios es lo único que realmente estoy buscando. Que hoy, entonces,
dedique el tiempo por la mañana y por la noche a recordarme a mí
mismo este hecho: “Padre, mi voluntad es únicamente recordarte”. Que
cada hora me pare brevemente a recordárselo a mi mente. Y cada vez
que descubra que estoy pensando en “otra cosa”, que me corrija
tiernamente a mí mismo: Recordar a Dios es todo lo que yo quiero.

232.

“Permanece en mi mente todo el día, Padre mío”.

Comentario.
Cuando me despierto, Dios está en mi mente; Su Presencia está
conmigo y en mi consciencia. Su Amor, y el gozo y la paz de saber que
Dios está conmigo, tienen prioridad por encima de cualquier otra cosa.
Surgen las molestias físicas y las preocupaciones acerca de organizar
el día, pero nada de esto desplaza a la paz de Dios; es mi base, mis
cimientos, y lo más importante. Es una consciencia constante, como el
sonido de fondo del aire acondicionado, siempre aquí, a menudo sin
notarse, pero listo para ser notado en cualquier momento en que Le
preste atención.

“Que cada minuto sea una oportunidad más de estar Contigo” (1:2).
¡Éste es mi deseo! Estar con Dios cada minuto del día. Me recuerda al
Nuevo Testamento, Juan 15: “Mora en mí, y yo en Ti”. O la expresión
de esa misma idea del Antiguo Testamento: “El Dios eterno es tu
refugio, y debajo están los brazos eternos”. (Deut.33.27). Que hoy
recuerde cada hora decir: “Gracias por estar conmigo hoy. Gracias por
estar siempre conmigo”.

“Y al llegar la noche, que todos mis pensamientos sigan siendo acerca


de Ti y de Tu Amor. Y que duerma en la confianza de que estoy a salvo,
seguro de Tu cuidado y felizmente consciente de que soy Tu Hijo”. (1:4-
5).

Seguro de estar a salvo. Por lo tanto, libre de todo miedo. La mayor


parte de nuestra vida está dirigida por miedos de varias clases, el miedo
dirige al ego. La paz es la ausencia de miedo. Y puesto que el miedo es
la ausencia de amor, la paz y el amor van siempre juntos. Cuando estoy
amando, estoy en paz. Cuando estoy en paz, estoy amando. Cuando
estoy seguro de estar a salvo, conociendo la Presencia de Dios conmigo
en cada momento, estoy en paz y el amor fluye a través de mí.

“Así es como debería ser cada día”. (2:1). Éste es el propósito de la vida
en este mundo: vivir cada día con Dios en mi mente. Despertar en Su
Presencia, caminar en Su Amor radiante, y dormir bajo Su cuidado y
protección. Vivir de tal manera que Su Presencia se convierta en lo
primero de todo, y que la agitación y el ruido de este mundo queden en
segundo plano.

¿Cómo es el día para alguien que ha aprendido lo que enseña el Curso?


Sencillamente esto: Practicar constantemente el final del miedo.
Caminar con fe en Aquel Que es mi Padre, confiándole a Él todas las
cosas, y no desanimarme por nada porque yo soy Su Hijo. (párrafo 2).
233.

“Hoy le doy mi vida a Dios para que Él la guíe”.

Comentario.

Una cosa que me parece muy interesante acerca del Curso es que no
es quisquilloso en su teología. Hay lugares en el Curso que dejan muy
claro que Dios ni siquiera oye las palabras de nuestras oraciones y que,
conociendo únicamente la Verdad, Él no conoce nuestros errores.
Entonces, “lógicamente” las oraciones “deberían” ser dirigidas al
Espíritu Santo o a Jesús, de los que se habla como intermediarios entre
la verdad y las ilusiones, o un puente entre nosotros y Dios. Sin
embargo, aquí en la Segunda Parte del Libro de Ejercicios tenemos 140
lecciones, cada una de las cuales contiene una oración dirigida al
“Padre”.

En la lección de hoy, Le pedimos al Padre que nos guíe. Pero en otro


sitio, se define ser Guía como la función del Espíritu Santo. Así que
tengo la sensación de que Jesús (el autor) no está preocupado por la
estricta exactitud teológica. Pienso que él es un buen ejemplo a seguir
para nosotros. ¿Nos pediría que orásemos al Padre si fuera una práctica
espiritual sin importancia?

Si no sacáramos nada más del Curso que la práctica de darle nuestra


vida a Dios para que Él nos dirija, estaríamos rápidamente de vuelta en
el Hogar. Podemos pedirle que reemplace nuestros pensamientos con
los Suyos, y que durante el día dirija todo lo que pensamos, todo lo que
hacemos y decimos. Literalmente pensar o actuar por nuestra propia
cuenta es una pérdida de tiempo. Su sabiduría es infinita, Su Amor y Su
ternura están más allá de lo que podemos comprender.
¿Podemos pedir un Guía más fiable?

El primer paso para seguir la dirección de Dios es hacernos a un lado,


soltar las riendas de nuestra vida y ponerlas voluntariamente bajo Su
control. Su dirección llegará. A veces, tal vez en muy pocas ocasiones,
oiremos una Voz interior. Por experiencia personal, esto es muy raro.
Otras veces, sucederán cosas a nuestro alrededor que nos mostrarán
muy claramente el camino. O una seguridad interior surgirá sin razón
aparente. Quizá como “por casualidad” nos daremos cuenta de algo que
dice alguien, o una canción en la radio, o una frase de un libro. Si
estamos escuchando para oírle, Le oiremos.

Otra solución es entregarle nuestro día a Él “sin reserva alguna”. (2:2),


es decir, sin quedarnos nada para solucionar por nuestra cuenta. A
veces estamos tan obsesionados con lo que pensamos que queremos
o necesitamos, que no estamos dispuestos a oír nada en contra de ello.
Y si no estamos dispuestos a oír, no oiremos. Somos como un carrito
de la compra roto, que siempre tira para la izquierda o para la derecha,
no respondemos bien a la dirección. Tenemos que estar dispuestos a
renunciar a todas nuestras preferencias, a toda nuestra inversión en un
resultado determinado de antemano, y volvernos completamente
dóciles, completamente abiertos a cualquier dirección que Él quiera
darnos. Como dice un viejo cántico cristiano:

Hágase Tu Voluntad, Señor, Hágase Tu Voluntad.


Tú eres el alfarero, Yo soy la arcilla. Moldéame y hazme, Según Tu
Voluntad, Mientras espero,
Cediendo y en silencio.

Eso es lo que significa hacernos a un lado. Así es como le damos


nuestra vida a Dios para que Él la guíe. Él nos guía. Nosotros Le
seguimos, sin dudar.

234.

“Padre, hoy vuelvo a ser Tu Hijo”.

Comentario.

Esta lección trata de disfrutar del Cielo por anticipado.

“Hoy vislumbraremos el momento en que los sueños de pecado y de


culpa hayan desaparecido y hayamos alcanzado la santa paz de la que
nunca nos habíamos apartado”. (1:1).

Eso es lo que hacemos cada día cuando nos acercamos a Dios en esos
momentos de quietud y silencio. Nos estamos ofreciendo a nosotros
mismos un anticipo del Cielo. Ahora mismo, en este mismo instante,
imagínate que todos tus sueños de pecado y de culpa han
desaparecido. Imagínate que todo el miedo ha desaparecido, ¡todo el
miedo! Imagínate que cada pensamiento de conflicto ha desaparecido.
Imagínate que no hay nada y que no puede haber nada que altere tu
perfecto reposo.

Lo que estás imaginando es real, el verdadero estado de cómo son las


cosas.

“Jamás ocurrió nada que perturbase la paz de Dios el Padre ni la del


Hijo”. (1:4).

Los sueños de pecado y de culpa, el sueño de miedo, el sueño de


conflicto, el sueño de cualquier alteración, es sólo eso: un sueño. Nada
más que un sueño. Abandónalo. Déjalo ir, sin ningún significado ni
sentido. Sólo una burbuja en la corriente.

“Sólo un instante ha transcurrido entre la eternidad y lo intemporal. Y


fue tan fugaz, que no hubo interrupción alguna en la continuidad o en
los pensamientos que están eternamente unidos cual uno solo. Jamás
ocurrió nada que perturbase la paz de Dios el Padre ni la del Hijo. Hoy
aceptamos la veracidad de este hecho”. (1:2-5).

En estos momentos de recuerdo, estos instantes santos que dedicamos


cada día, estamos anticipando el momento en que nuestras pesadillas
ya han desaparecido. No, todavía no estoy allí, tampoco tú, no en
nuestra experiencia, aunque sí en la realidad; tal como afirma la lección:
nunca nos apartamos. (1:1). Nunca hubo una “interrupción en la
continuidad”, y ni siquiera se perdió una nota en la melodía del Cielo.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo todavía estamos viviendo en el
sueño. Pero podemos sentir momentos de anticipación, experiencias
directas de la verdad. Eso es lo que buscamos ahora mismo. Un
momento de anticipación. Una sensación en el centro de nuestro ser,
algo que identificamos con la palabra “paz”, algo que las palabras no
pueden expresar.

Éstos son momentos de práctica en los que voluntariamente nos


elevamos por encima de nuestra experiencia mundana normal.
Elegimos “aceptar como totalmente verdadero” el hecho de que la paz
de Dios, el Padre y el Hijo, nunca se ha visto alterada. Sólo por un
momento, ahora mismo, nos permitimos creerlo. No nos preocupa si
dentro de quince minutos no lo creemos. No nos preocupa qué le
sucederá a nuestra vida si lo creemos. No tenemos en cuenta toda la
evidencia en contra que nos han traído nuestros sentidos en el pasado.
Sencillamente dejamos que todo eso desaparezca, y sentimos
profundamente el ambiente del Cielo. Esto es mi Hogar. Esto es lo que
verdaderamente quiero. Esto es la verdad. Esto es todo lo que quiero.

Si surgen en nuestra mente pensamientos de pecado, o de culpa, o de


miedo, simplemente los despedimos. “Esto no es lo que quiero sentir
ahora. Ahora quiero la paz de Dios. Ahora mismo tengo la paz de Dios”.
Jesús, nuestro Hermano Mayor, se une a nosotros y nos dirige en la
oración, orando con nosotros: “Te agradecemos, Padre, que no
podamos perder el recuerdo de Ti ni el de Tu Amor.
Reconocemos nuestra seguridad y Te damos las gracias por todos los
dones que nos has concedido, por toda la amorosa ayuda que nos has
prestado, por Tu inagotable paciencia y por habernos dado Tu Palabra
de que hemos sido salvados”. (2:1-2).

235.

“Dios, en Su misericordia, dispone que yo me salve”.

Comentario.

Si miramos a nuestros propios pensamientos honestamente, podremos


ver las muchas maneras en que creemos lo contrario de la lección de
hoy. Pensamos: “Dios, en su enfado, dispone que yo sea castigado”. En
algún lugar dentro de cada uno de nosotros hay una voz negativa que
nos dice que merecemos el sufrimiento que tenemos, o que la felicidad
que tenemos puede desaparecer porque no nos la merecemos.

A aquellos que tienen una lista de todas sus quejas acerca del mundo y
del modo en que los trata injustamente, el Curso tiene un consejo
definitivo: “¡Abandona esos pensamientos tan necios!” (M.15.3:1).
Tengo el poder de deshacer todas esas cosas. Todo lo que tengo que
hacer es asegurarme a mí mismo: “La Voluntad de Dios es que yo me
salve de esto”. (1:1). Dios no quiere mi sufrimiento, ni mi tristeza, ni mi
soledad. Cambiando la manera en que pienso de todo esto, puedo
cambiar al mundo.

Pensamos que es el mundo el que nos causa nuestro sufrimiento y


tristeza, el Curso nos enseña justo lo contrario. Nuestra creencia en el
Dios de la ira es lo que nos trae el sufrimiento, nuestra creencia en Su
misericordia y Su Amor puede transformar nuestra vida. Lo que necesita
cambiar no es el mundo externo, sino lo que hay dentro de mi mente.
Que hoy recuerde, Padre, que “me he salvado y que me encuentro para
siempre a salvo en Tus Brazos”. (L.235.1:3). Que el pensamiento de
que Tú quieres mi felicidad llene hoy mi mente. Si Tú eres Amor, si Tú
me amas, ¿qué más puedo querer?

236.

“Gobierno mi mente, la cual sólo yo debo gobernar”.

Comentario.

Si “el secreto de la salvación” es que “soy yo el que se está haciendo


todo esto a sí mismo”. (T.27.VIII.10:1), la “salvación” o la buena noticia
es que no hay fuerzas enemigas externas que tengan poder sobre mí.
Es sólo mi propia mente la que lo está fastidiando todo. Y si eso es
cierto, hay esperanza. Porque ¡nadie está gobernando mi mente por mí!
Por lo tanto, puedo cambiarlo completamente. Mi mente es mi reino, y
yo soy el rey de mi reino. Yo lo gobierno, nadie ni nada más lo hace.

Sí, es cierto que: “a veces no parece que yo sea su rey en absoluto”.


(1:2). ¡A veces! Para la mayoría de nosotros parece la mayor parte del
tiempo. Mi “reino” parece gobernarme a mí, y no a la inversa,
diciéndome: “cómo debo pensar y actuar y lo que debo sentir”. (1:3). Un
Curso de Milagros es un curso para reyes, nos entrena en cómo
gobernar nuestra mente. Hemos dejado que el reino esté sin control, en
lugar de gobernarlo. Hemos inventado el problema, proyectado la
imagen del problema, y luego hemos culpado a la imagen de ser el
problema. Como dice el Texto, hemos invertido causa y efecto. Nosotros
somos la causa, inventamos el efecto, y ahora pensamos que el efecto
es nuestra causa. (T.28.II.8:8). Por eso necesitamos un curso en
“entrenamiento mental” que nos enseñe que somos nosotros los que
gobernamos nuestra mente.

La mente es un instrumento, que se nos ha dado para que nos sirva.


(1:4-5). No hace nada, excepto lo que queremos que haga. El problema
es que no hemos observado lo que le hemos pedido a la mente que
haga. Hemos pedido la separación, hemos pedido la culpa; y puesto
que nos consideramos culpables hemos pedido la muerte, y la mente
ha dado lo que se pide. Nos hemos dedicado a la locura salvaje del ego,
y el resultado es el mundo en el que vivimos. Por eso necesitamos verlo,
dejar de hacerlo, y poner la mente al servicio del Espíritu Santo, en lugar
de al servicio ego.

Eso me plantea una pregunta. Si se supone que yo debo gobernar mi


mente, ¿cómo el modo de gobernarla es entregándosela al Espíritu
Santo? Aquí se dice que poner la mente al servicio del Espíritu Santo
es el modo en que “soy yo quien dirige mi mente”. (1:6-7). La respuesta
es muy sencilla. Sólo hay dos elecciones: el ego o el Espíritu Santo, el
miedo o el amor, la separación o la unión. El Espíritu Santo no es un
poder extraño que me gobierna, Él es la Voz de mi propio Ser así como
la Voz de Dios. Él es la Voz tanto del Padre como del Hijo porque Padre
e Hijo son uno, con una sola Voluntad. La petición de que gobierne mi
mente no es una petición a una independencia de confiar sólo en
nosotros mismos, el rey “todo por mi propia cuenta”. Ésa es la
interpretación del ego acerca de gobernar mi mente. La petición de que
gobierne mi mente es una petición de total dependencia, de total
confianza en el Ser, confianza en el Ser que todos compartimos.

Tengo la elección entre la ilusión de independencia en la que mi mente


está realmente aprisionada por sus efectos y la libertad total en la que
mi mente se dedica a su propósito divino al que está destinada,
sirviendo a la Voluntad de Dios. ¿Quién puede negar que nuestra
experiencia de ser una mente independiente es realmente una
experiencia de esclavitud, en la que nuestro “reino” nos dice cómo debo
pensar y actuar y lo que debo sentir? Que hoy nos demos cuenta de
que hay otra elección, y que gustosamente ofrezcamos nuestra mente
a Dios. Que entremos de todo corazón en el proceso de entrenar
nuestra mente para pensar con Dios.

.
237.

“Ahora quiero ser tal como Dios me creó”.

Comentario.

Estas lecciones de la Segunda Parte del Libro de Ejercicios parecen


todas intentar que nos demos cuenta de Quién o Qué somos realmente.
Como dice la Introducción:

“El libro de ejercicios está dividido en dos secciones principales. La


primera está dedicada a anular la manera en que ahora ves, y la
segunda, a adquirir una percepción verdadera”. (L.In.3:1).

Así que la importancia de toda esta parte del Libro de Ejercicios, las
últimas 145 lecciones, está dedicada a la verdadera percepción. Se da
por sentado que por fin el lector se ha dado cuenta del sistema de
pensamiento en su vida, aunque no da por sentado que se ha deshecho
el ego completamente. Si ése fuera el caso, no se necesitarían más
lecciones.

Lo que estamos haciendo en estas últimas lecciones es poner en


práctica el lado positivo del Curso, e intentar aplicarlo. “Ahora quiero ser
tal como Dios me creó”. El propósito no es sólo entender la idea y
guardarla en la carpeta: “Hechos: la naturaleza humana, la verdad”, sino
ser el Hijo de Dios, haciéndome consciente de esta verdad a lo largo del
día, y viviendo de acuerdo con ella.

“Me alzaré glorioso”. (1:2). Cada día puedo empezarlo con gloria.
Brillando, extendiendo luz hacia fuera. Según el diccionario, gloria
significa “belleza y esplendor majestuosos y resplandecientes”. No es
una palabra que asociemos con nosotros fácilmente. Hoy puedo hacer
un esfuerzo consciente para darme cuenta de esta gloria. Soy un ser
resplandeciente. La luz del amor se extiende desde mí hacia fuera para
bendecir al mundo. Me sentaré un instante en silencio, imaginándomelo,
dándome cuenta de mi resplandor.

Según voy pasando el día:

“… dejaré que la luz que mora en mí irradie sobre el mundo durante


todo el día. Le traigo al mundo las buenas nuevas de la salvación que
oigo cuando Dios mi Padre me habla”. (1:2-3).
Esto está relacionado con ser, no con hacer. Está relacionado con
irradiar, no con hablar. Enseñamos paz siendo pacíficos, no hablando
de ello. Si estoy alegre, relajado, amoroso y acepto a aquellos que están
a mi alrededor, mi actitud hablará más alto y más claro que mis palabras.

Así que, en este día, mientras trabajo y me relaciono con amigos, quiero
estar radiante. Soy tal como Dios me creó, por eso yo soy radiante, no
tengo que hacer nada para ser resplandeciente. Todo lo que necesito
es darme cuenta de que mis pensamientos harían borrar ese
resplandor, y elegir lo contrario.

En cierto sentido esto sustituye a la lección anterior en la que Le


preguntaba al Espíritu Santo dónde ir, qué hacer y qué decir. Ahora la
importancia está en lo que soy. Realmente no importa mucho a dónde
vaya, lo que haga o lo que diga, siempre que yo actúe como el ser que
Dios creó, en lugar de mi ser separado e independiente.

Vengo a ver “el mundo que Cristo quiere que yo vea”. (1:4), y lo veo
como “la llamada que mi Padre me hace”. (1:4). Visto a través de los
ojos de Cristo, el mundo puede ser una llamada constante a ser lo que
soy, a brillar, a extender Su Amor, a ser Su Respuesta al mundo.

238.

“La salvación depende de mi decisión”.

Comentario.

En la Lección 236 vi que sólo yo gobierno mi mente. Dios me creó libre


para elegir escuchar Su Voz, o no escucharla. Así pues, la salvación
depende de mi decisión. El mensaje de la lección de hoy es ése, y si
esto es verdad, Dios tiene que tener toda Su confianza en mí. A la
humanidad se la describe normalmente como débil, llena de dudas, o
completamente rebelde. Pecadores y no dignos de confianza en
absoluto. Pero si Dios puso en mis manos la salvación de Su Hijo y dejó
que dependiera de mi decisión. (1:3), esa oscura imagen no puede ser
la verdad. Si yo no fuera de fiar, si la humanidad fuera tan poco de fiar,
Dios nunca habría puesto tan enorme confianza en nosotros. Por lo
tanto, “debo ser digno”. (1:1). ¡Cuán grande debe ser Tu amor por mí! Y
mi santidad debe ser asimismo inexpugnable para que hayas puesto a
Tu Hijo en mis manos con la certeza de que Aquel que es parte de Ti y
también de mí, puesto que es mi Ser, está a salvo. (1:4-5). En resumen:
Si Dios confía en mí, yo debo merecerme esa confianza.

No es únicamente mi salvación la que depende de mi decisión: “toda la


salvación” depende de ella, porque la Filiación es una. Si una parte
permanece separada y sola, la Filiación está incompleta. Sin embargo,
Dios ha “puesto a Su Hijo en mis manos con la certeza de que está a
salvo”. (1:5). Si Dios está seguro de que el Hijo está seguro en mis
manos, Él debe saber algo acerca de mí que yo he olvidado. Él me
conoce tal como soy. (1:2), y no como yo he llegado a creer que soy. La
confianza que Él muestra es sorprendente, porque el Hijo no sólo es Su
creación, sino que además “es parte de” Él. (1:5). Dios me ha confiado
parte de Su mismo Ser a mi cuidado con la confianza de que mi decisión
será: elegir unirme a Su Amor y a Su Voluntad libremente y por mi propia
voluntad. Él sabe que al final eso será lo que elegiré y que no puedo
elegir otra cosa, pues Él me creó como una extensión de Su propio
Amor.

Que hoy elija a menudo pensar en cuánto me ama Dios, cuánto ama a
Su Hijo, y que el Amor de Dios a Su Hijo está demostrado al confiar toda
la salvación a mi decisión. Que descanse seguro de que el resultado es
tan seguro como Dios. Que confíe en la confianza de Dios en mí.

239.

“Mía es la gloria de mi Padre”.

Comentario.

“No permitamos hoy que la verdad acerca de nosotros se oculte tras


una falsa humildad”. (1:1).

Una cosa de la que ahora me doy cuenta al hacer el Libro de Ejercicios


es que cuando usa las palabras “nosotros” y “nosotros mismos”, no se
refiere sólo a nosotros como estudiantes del Curso. La palabra
“nosotros” incluye a Jesús”. Después de todo, es Jesús quien está
hablando a lo largo de todo el libro. Este “nosotros” no es en sentido
general. Jesús se está identificando a sí mismo con nosotros, y a
nosotros con él.

La “verdad acerca de nosotros” es la verdad acerca de ti, de mí y de


Jesús. Al darme cuenta de esto, tengo una sensación de su unión
conmigo que nunca antes había tenido. Y veo en todo ello un propósito,
centrar toda la atención en la igualdad de él, de mí, y de todos mis
hermanos.

Cuando veo señales de pecado y culpa “en aquellos con quienes Él


comparte Su gloria”. (1:3), los estoy viendo en mí mismo. ¡Eso es falsa
humildad! Cuando veo a mi hermano como culpable o pecador es
porque yo me estoy considerando a mí mismo de la misma manera, y
de ese modo estoy ocultando la verdad acerca de mí. La culpa puede
tomar aparentemente una forma santa: “Todos somos sólo unos pobres
estudiantes del Curso, débiles y frágiles, que fallamos continuamente”.
Y esa culpa, esa falsa humildad, oscurece tu gloria y la mía.

Es cierto que todos somos estudiantes, que todos estamos en los


peldaños más bajos de la escalera y comenzando a darnos cuenta de
todo lo que verdaderamente somos. Es una espiritualidad falsa fingir lo
que todavía no estamos sintiendo. Pero es falsa humildad dar
importancia continuamente a nuestra debilidad al juzgarnos o
concentrarnos en nuestros fallos. Todos tenemos ego, pero también
todos compartimos la misma gloriosa Filiación. Necesitamos dedicar
tiempo, de vez en cuando, dando gracias por “la luz que refulge por
siempre en nosotros… Somos uno, unidos en esa luz y uno Contigo, en
paz con toda la creación y con nosotros mismos”. (2:1,3).

Aquello que pienso de mis hermanos es lo que pienso de mí. La manera


en que veo a mis hermanos es la manera en que me veo a mí mismo.

“Parece que es la percepción la que te enseña lo que ves. Sin embargo,


lo único que hace es dar testimonio de lo que tú enseñaste. Es el cuadro
externo de un deseo: la imagen de lo que tú querías que fuese verdad”.
(T.24.VII.8:8-10).

¿De qué otra manera podrías poner de manifiesto al Cristo en ti, sino
contemplando la santidad y viéndolo a Él en ella? (T.25.I.2:1). En otras
palabras, tú manifiestas al Cristo en ti al contemplar a tus hermanos y
ver al Cristo en ellos.
“La percepción te dice que tú te pones de manifiesto en lo que ves”.
(T.25.I.2:2).

“La percepción es la elección de lo que quieres ser, del mundo en el que


quieres vivir y del estado en el que crees que tu mente se encontrará
contenta y satisfecha. Te revela lo que eres tal como tú quieres ser”.
(T.25.I.3:1,3).

Si no oculto la verdad de mi propia gloria, no puedo ocultar la de mi


hermano. “Lo que es lo mismo no puede tener una función diferente”.
(T.23.IV.3:4). Si niego la verdad en mi hermano, me la estoy negando a
mí mismo. La estoy negando en él porque la estoy negando en mí
mismo. Cuando mentalmente me separo de alguien, y le rebajo al
juzgarle, estoy viendo únicamente lo que mi mente me está haciendo a
mí mismo. Estoy ocultando mi propia gloria, y por lo tanto juzgando a
otro, proyectando fuera la culpa. Mi juicio sobre otro puede convertirse
en un espejo que me muestra que me he olvidado de lo que
verdaderamente soy. Me puede hacer recordar, y elegir de nuevo
recordar mi Ser como Hijo de Dios, “en paz con toda la creación y
conmigo mismo”. (2:3).

240.

“El miedo, de la clase que sea, no está justificado”.

Comentario.

“El miedo es un engaño”. (1:1). Cuando tenemos miedo, hemos sido


engañados por alguna mentira, porque, puesto que somos el Hijo de
Dios y parte del Amor Mismo. (1:7-8), nada puede hacernos daño o
causarnos pérdida de ningún tipo. Por lo tanto, cuando aparece el
miedo, nos hemos visto a nosotros mismos como nunca podríamos ser.
(1:2). La realidad de lo que somos no está nunca en peligro: “Nada real
puede ser amenazado”. (T.In.2:2). Es imposible que nada del mundo
pueda amenazarnos, “Ni una sola cosa en ese mundo es verdad”. (1:3).
“Nada irreal existe”. (T.In.2:3).
Todas las amenazas del mundo, sean cuales sean las formas en que
se manifiesten, sólo dan fe de nuestras ilusiones acerca de nosotros
mismos. (1:4-5). Nos vemos a nosotros mismos como indefensos, como
un cuerpo, como un ego, como una forma de vida física que puede
apagarse en un instante. Eso no es lo que somos; y cuando tenemos
miedo, eso es lo que estamos pensando que somos. Para que podamos
pensar que somos algo distinto. -el eterno Hijo de Dios, por siempre
seguros en el Amor de Dios, más allá del alcance de la muerte- tenemos
que estar dispuestos a aprender que todo lo del mundo no es real.
Finalmente tenemos que ver que el intento de aferrarnos a la realidad
de este mundo es aferrarnos a la muerte.

Si insistimos en hacer este mundo real, la afirmación de hoy: “El miedo,


de la clase que sea, no está justificado” nunca nos parecerá verdad. En
este mundo todo puede ser atacado, todo puede cambiar, y finalmente
desaparecer. Si intentamos aferrarnos a ello, no se puede evitar el
miedo porque el final de aquello a lo que nos aferramos es seguro. El
único modo de liberarnos verdaderamente del miedo es dejar de darle
valor a todo y valorar sólo lo eterno.

Esto no significa que no podamos disfrutar de las cosas que son


pasajeras, que no podamos por ejemplo pararnos a apreciar la belleza
de una puesta de sol que sólo dura unos minutos. Pero entendemos que
no es la puesta de sol lo que valoramos, sino la belleza que refleja por
un momento. No es el contacto con un cuerpo lo que valoramos, un
cuerpo que se marchita y se acaba, sino el amor eterno que alcanza y
refleja durante un momento. No la forma, sino el contenido. No el
símbolo, sino su significado. No los sobretonos, ni los armónicos, ni los
ecos, sino la eterna canción del Amor. (Canc.1.I.3:4).

Que hoy repita: “El miedo, de la clase que sea, no está justificado”. Y
cuando surja el miedo, que recuerde que no hay nada que temer (2:1).
Que recuerde que no hay ninguna razón para el miedo. Que mis miedos
me recuerden la verdad de que lo que yo valoro nunca muere.

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