A decir verdad, no sé si la adolescencia existe en concreto, así como no sabría decir
si existen etapas bien definidas y delimitadas a lo largo de la vida, o en último caso, si conviene ponerles nombre a las etapas por las que uno transita. Si de mí dependiera no habría etapas, y si las hubiera, estarían regidas por el tiempo que el protagonista de su propia biografía quisiera asignarles Así podría decir que mi adolescencia duró el parpadeo de una mosca, aunque tendría que probar si las moscas realmente parpadean, y si lo hacen, cual es el promedio de tiempo que tardan en hacerlo y bajo qué condiciones, lo que probablemente me pondría en problemas con la comunidad científica. Si bien me gustaría mucho debatir con la comunidad científica y más aún en torno al parpadeo de una mosca, toda vida, aunque uno sienta que se rige por un tiempo interno autónomo, de una manera u otra, debe estandarizarse, por fuerza o voluntad, con tal de hacer que pertenezca a un sector de la sociedad identificable y sea de fácil comprensión para todos aquellos que no comprenden el tiempo interno de cada persona. Siguiendo la línea de lo expuesto, suponiendo que realmente dije algo, mi adolescencia consiste en un autoconocimiento al que me vi enfrentado una vez comencé a pasar gran parte de mis días en soledad.
La soledad es lo que define mi paso de la infancia a la adolescencia. No quiero que
se piense que considero el concepto soledad negativamente, pues no lo hago. Veo mi adolescencia como un proceso de autoconocimiento y autogestión en soledad. Una vez me fui a vivir con mi mamá, solos definitivamente, ya sin la compañía de mi abuela, comencé a pasar mis tardes solo, lo que me dio una gran libertad para hacer lo que yo quisiera, literalmente. A mis trece años me vi enfrentado a satisfacer mis necesidades solo, desde almorzar, la verdad solo calentaba la comida y preparaba una ensalada, hasta tener que regular por mí mismo mis horarios de estudio, lo que nunca hice, y siendo sincero, ni aún hoy en día. En mis labores hogareñas, aproximadamente unas seis o siete horas desde que llegaba del colegio a que mi mamá apareciera a poner orden, un día cualquiera, tratando de hacer una tarea de tecnología, pegar unos palitos de helado y armar algo que no recuerdo qué era, como no tenía colafría, fui a la caja de herramientas de mi mamá y saqué un tarro de neoprén y estuve unas dos o tres horas pegando palitos, mi motricidad fina no es la mejor y soy muy perfeccionista, por eso me demoré tanto en una tarea simple. De tanto inhalar el pegamento terminé mareado y con náuseas. Desperté con mi mamá a mi lado preguntándome qué me pasaba. La soledad fue un tiempo de experimentación, de ensayo y error a diario. En tiempos en que el Transantiago recién comenzaba a operar, invitaba amigos a mi departamento a hacer la cimarra, más o menos a los quince años. Por fuera de mi casa, en la calle San Nicolás, pasaba frecuentemente un bus que llevaba todas sus ventanas abiertas. Un día, con mi amigo Carlos, hoy un respetable tecnólogo médico que se dedica a plantar marihuana en sus ratos libres, hicimos pelotas de confort, papel higiénico, que lazábamos a los buses que pasaban por la ventana de mi pieza que daba hacia la calle. En un lanzamiento, del que aún hoy estoy impresionado, sería muy inmaduro decir que sigo orgulloso, traspasé la ventana abierta del Transantiago y le di de lleno a una escolar en la cara. No sé qué ocurrió después, porque el bus siguió y nosotros nos escondimos. Lo que sí sé que ocurrió, fue que nunca me había reído tanto en mi vida. Mis días transcurrían entre ir al colegio, jugar PlayStation, invitar amigos a mi casa y hacer como que iba al colegio para ir a ver a mi abuela. En mis escapes a desayunar y almorzar con mi abuela, quien estaba al tanto de que iría a su casa y nunca le dijo nada a mi mamá, varias veces dio la casualidad de que la perrita que vivía en su casa, Alaska, una siberiana preciosa y juguetona, hacía un hayo para pasar a la casa de la vecina, la señora Adriana. Al llegar le avisaba a mi abuela que la Alaska no estaba en ninguna parte y minutos después llamaba la vecina por teléfono para que fuera a mi buscar a la perrita. Tenía que ir a buscarla y luchar con el animal para que se dejara poner un collar, nunca le gustó usar collares o cadenas, se los sacaba en segundos, así que entre gritos, juegos y cariños hacía que se me acercara y la tomaba desprevenida.