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PEREYRA M2 | TPN°3

SELECCIÓN DE
CUENTOS PARA EL
TRABAJO PRÁCTICO N°3, 2012

CASA TOMADA. Julio Cortázar

EL PELIGRO. Eduardo Galeano, Las palabras andantes

LA FOTO SALIÓ MOVIDA. Julio Cortázar, Historias de Cronopios y famas

HISTORIA DEL QUE NO PODIA OLVIDAR. Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel gris

LA CALLE DE LAS NOVIAS PERDIDAS. Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel gris

LA CALLE DEL BIEN Y DEL MAL. Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel gris

INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA. Julio Cortázar

LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS. Italo Calvino

LAS CIUDADES SUTILES. Italo Calvino

EL HOMBRECITO DEL AZULEJO. Manuel Mujica Láinez

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PEREYRA M2 | TPN°3

CASA TOMADA

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la
más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían
vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete,
y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos
sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejo
casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes
que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que
el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado
tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el
resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía tanto, yo creo que las mujeres
tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así,
tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para
ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de
algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se
complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar
una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y
de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno
puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo.
Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que
pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los
campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos.
Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca
y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había
un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y
el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De
manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las
puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada;
avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la
casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más
estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa

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era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas
para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de
la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los
muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa.
Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las
consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela
y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la
pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al
codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia
impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que
traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado
tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y
además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo
que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas
cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a
las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se
decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche.
Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer
y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de
comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas
de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi
siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

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Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito
de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se
puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de
estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían
el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar,
toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo
haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos
poníamos a hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay
demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces
permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa
se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por
eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije
a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella
tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo
apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado
sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado
de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al
lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel,
sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras.
Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la
cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido
sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.


-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era
tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura
de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le
ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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EL PELIGRO

Eduardo Galeano, Las palabras andantes.

La A tiene las piernas abiertas

La M es un subibaja que va y viene entre el cielo y el infierno.

LA O círculo cerrado, te asfixia.

La R está notoriamente embarazada.

-Todas las letras de la palabra AMOR son peligrosas- comprueba Romy Díaz- Perera.

Cuando las palabras salen de la boca, ella las ve dibujadas en el aire.

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LA FOTO SALIÓ MOVIDA

Julio Cortázar, Historias de Cronopios y famas.

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que
saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en
vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y
a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de
fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de
música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y
los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige
horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el
paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta
sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas,
pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que
mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un
hormiguero o un libro de Samuel Smiles.

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HISTORIA DEL QUE NO PODIA OLVIDAR.

Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel gris.

El ruso Salzman tuvo muchas novias. Y a decir verdad solía dejarlas al poco tiempo. Sin embargo
jamás se olvidaba de ellas. Todas las noches sus antiguos amores se le presentaban por turno en
forma de pesadilla. Y Salzman lloraba por la ausencia de ellas. La primera novia, la verdulera de
Burzaco, la pelirroja de Villa Luro, la inglesa de La Lucila, la arquitecta de Palermo, la modista de
Ciudadela. Y también las novias que nunca tuvo: la que no lo quiso, la que vio una sola vez en el
puerto, la que le vendió un par de zapatos, la que desapareció en un zaguán antes de cruzarse con
él. Después Salzman lloraba por las novias futuras que aun no habían llegado. Los hombres sabios
no se burlaban del ruso pues comprendían que estaba poseído del más sagrado berretín cósmico: el
hombre quería vivir todas las vidas y estaba condenado a transitar solamente por una. Aprendan a
soñar los que se contentan con sacar la lotería......

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LA CALLE DE LAS NOVIAS PERDIDAS.

Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel gris.

Hay una calle en Flores en la que viven todas las novias abandonadas. Al atardecer salen a la vereda
y miran ansiosas hacia las esquinas para ver si vuelven los novios que se fueron. A veces conversan
entre ellas y rememoran viejos paseos por el Rosedal. Por las noches se encierran a releer cartas
viejas que guardan en cajitas primorosas o admirar fotografías grises. Los domingos se ponen
vestidos floreados y se pintan los labios. Algunas escriben diarios íntimos con letra prolija. Dicen
que no es posible encontrar esa calle.

Pero se sabe que algún día desembocara en la esquina el batallón de los novios vencedores de
la muerte para rescatar a las novias perdidas y llevarlas de paseo al Rosedal.

Esto será dentro de mucho tiempo, cuando endulce sus cuerdas el pájaro cantor.

Existen por ahí infinidad de personas confiables que juran que el amores posible en todos los
barrios. No habrá de discutirse semejante tesis. Pero el que tuviera que vivir pasiones locas, es
mejor que no pierda el tiempo en rumbos equivocados. Una historia terrible está esperando en
Flores.

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LA CALLE DEL BIEN Y DEL MAL

Alejandro Dolina, Crónicas del Ángel gris.

Como bien lo sabemos, la cuadra del Ángel Gris está en la calle Artigas entre Bogotá y Bacacay.
Sucede allí algo muy particular: en una de las veredas no es posible ser bueno. En la otra es
imposible ser malo.
Una noche pase con una muchacha rubia por la vereda oeste. La arrincone en un umbral oscuro, la
bese con pasión y logre poseerla allí mismo.

Después cruzamos la calle. Y mientras caminábamos por la vereda oriental, le pedí que me olvidara
y la abandone para siempre.

En la cuadra del Ángel Gris hay dos veredas. En una no es posible ser bueno, en la otra no se puede
ser malo. Aun no tengo decidido cual es cual.

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INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA

Julio Cortázar

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal
que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se
coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se
repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose
y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la
horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón.
Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto
más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que
cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero
incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan
particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los
brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de
ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y
regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo
situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo
excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte,
que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda
(también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y
llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño,
con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros
peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La
coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese
especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los
movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente,
con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el
momento del descenso.

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LAS CIUDADES Y LOS MUERTOS.

Italo Calvino

No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a huir de los afanes. Y para que el
salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de
su ciudad bajo tierra. Esos cadáveres, desecados de manera que no quede sino el esqueleto
revestido de piel amarilla, son
llevados allá abajo para seguir con las ocupaciones de antes. De éstas, son los momentos
despreocupados los que gozan de preferencia: los más de ellos se instalan en torno a mesas
puestas, o en actitudes de danza o con el gesto de tocar la trompeta.
Sin embargo, todos los comercios y oficios de la Eusapia de los vivos funcionan bajo
tierra, o por lo menos aquellos que los vivos han desempeñado con mas satisfacción
que fastidio: el relojero, en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima
una oreja apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero jabona con la brocha
seca el hueso del pómulo de un actor mientras éste repasa su papel clavando en el
texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera risueña ordena una osamenta de
vaquillona.
Claro, son muchos los vivos que piden para después de muertos un destino
diferente del que ya les tocó: la necrópolis esta atestada de cazadores de leones,
mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas, mantenidas, generales, más de
cuantos contó nunca ciudad viviente.
La obligación de acompañar abajo a los muertos y de acomodarlos en el lugar
deseado ha sido confiada a una cofradía de encapuchados. Ningún otro tiene acceso
a Eusapia de los muertos y todo lo que se sabe de abajo se sabe por ellos.
Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no deja de darles
una mano; los encapuchados después de muertos seguirán en el mismo oficio aun en
la otra Eusapia; se da a entender que algunos de ellos ya están muertos y siguen
andando arriba y abajo. Desde luego, la autoridad de esta congregación en la Eusapia
de los vivos está muy extendida.
Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en la Eusapia
de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad; no muchas, pero sí fruto
de reflexión ponderada, no de caprichos pasajeros. De un año a otro, dicen, la
Eusapia de los muertos es irreconocible. Y los vivos, para no ser menos, todo lo que
los encapuchados cuentan de las novedades de los muertos también quieren hacerlo.
Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a copiar su copia subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido los muertos
quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su ciudad. Dicen que en
las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber cuáles son los vivos y cuáles los
muertos.

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LAS CIUDADES SUTILES.

Italo Calvino

Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un
capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la
haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar
las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos,
duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como
frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado
su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones
indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A
cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres
jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas
suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos
cabellos delante del
espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros
de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla
han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido
fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos
espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado
a los hombres, o
puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para
congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen
contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.

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EL HOMBRECITO DEL AZULEJO

Manuel Mujica Láinez

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y
que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto,
de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro
del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.

-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del
Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan
ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa
con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.

Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que
la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su
calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso
de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo
destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital
argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los
demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos
estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con
su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en
la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte,
porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar
y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que
nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había
uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores,
los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus
hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las
señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas
crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la
Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un
niño, quien lo halló de inmediato.

Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le
apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un
cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y
muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le
regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece
vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un
bastón hecho con una rama de manzano.

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-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el
compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas,
mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y
paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña
lira.

Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras
las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del
país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba
rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen
la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la
Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras,
ejemplos y corridos" ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos
macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.

Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra
emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más
pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde
resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.

Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo,
como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente
en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los
labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la
única lámpara encendida.

Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie
acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos
y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la
ternura.

La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan
anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio,
pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el
bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la
presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la
de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina
que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.

La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se
descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su
pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces
advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de
Francia.

-Madame la Mort...

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A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una
casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por
la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta
Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a
todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San
Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un
caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la
llamen a una así: "Madame la Mort." Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más
ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes,
reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes
calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort...

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un
pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos,
los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus
chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados
en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros,
las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si
imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo,
¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.

Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está
sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y
hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin
énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?

La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la
divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha
lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en
Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los
manufactureros de cerámica. "rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o
carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No
es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las
réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda
enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que
ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí
mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que
escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece
corneteando...

La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere
nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres,

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del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina,
donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla.
Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus
parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo,
hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante diferentes,
n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay", sitiando castillos e incendiando iglesias, con
los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.

Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay


desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos
partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires,
porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo,
y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la
Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan
temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte
aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su
adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en
verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme,
para fingir su corpulencia.

La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo.

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que
un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el
plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la
mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el
barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable
distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia
Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines
de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su
azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse
en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas
de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una
fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los
recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y
despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun
tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.

Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se
percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y
su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan
a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su
buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el
primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de
medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es
que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos,

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cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y
cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos,
echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros.
Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa
vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando
todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la
ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y
cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un
indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y
logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se
distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo
descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la
imagen de un niño que llora.

El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres
con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad
en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los
mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio,
baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien
sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto
trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia
su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso
cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto,
porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que
también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

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