Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
EL AUTOR
MAMÁ, ¿DE QUÉ COLOR SON LOS BESOS?
Eran pasadas las nueve cuando, como cada noche, Pablo se
deslizó en la cama de su madre y se acurrucó a su lado. ¡Cómo
disfrutaba de aquél calor tan familiar y a la vez tan especial!
La miró de reojo y le preguntó:
—Mamá, ¿de qué color son los besos?
—¿Los besos? Vaya..., pues... los besos pueden tener muchas
formas y colores. En realidad, cambian de color según lo que nos
quieren decir.
Algunos besos, hijo mío..., son pequeños, ruidosos, divertidos y
muy, muy bromistas. Son de un rojo brillante como... ¡como las
cerezas! Y nos dicen: “te quiero por tu alegría, frescor y vitalidad”.
—¡Ah, como las cerezas que nos ponemos en las orejas como si
fueran pendientes!-dijo Pablo.
—¡Eso es!
También hay momentos, hijo mío, en los que los besos son
jugosos y están llenos de vitaminas de color naranja. Son los que
nos aprietan fuerte y dicen: “¡Buenos días, es hora de levantarse!”
—¡Ya los conozco!— le interrumpió Pablo—.Son los que me
das cuando me dices: “¡Te voy a comer a besos!”, ¿verdad,
mamá?
—¡Los mismos!
—¿Y de color amarillo, mamá?, ¿existen besos de color amarillo?
—¡Pues claro! Los días en que los besos son cálidos e intensos, su
color amarillo brilla como el sol. Es cuando nos dicen cuánto les
gusta nuestro cariño y compañía.
—¡Ah, sí! Y nos regalan abrazos y caricias...ésos me gustan
mucho, mamá-dijo Pablo.
—Mamá, ¿y los que hacen cosquillas en la oreja, en las mejillas y
en el cuello? ¿Ésos de qué color son?
—Pues...ésos...ésos son los que se mueven al ritmo de la música,
y son de color verde luminoso como los campos y los bosques
cuando sopla el viento. A los besos verdes, les encanta la vida y
les gusta ver respirar y crecer a los seres queridos.
La madre, viendo que a Pablo se le cerraban los ojos, bajó la voz y
continuó:
—A veces, en cambio, los besos son largos y tranquilos, de un azul
suave y esponjoso como el cielo. Son los que nos explican que su
amor es profundo, sin límites, un amor tan grande que, mires
donde mires, parece que nunca se acaba.
—¿Y pueden llegar hasta la luna?-preguntó Pablo-
—Seguro que sí— le contestó su madre.
—Y ¿sabes? Muchas veces los besos son de un color lila
oscuro y misterioso. Son los besos que nos consuelan cuando
estamos tristes o confundidos o no sabemos qué hacer o adónde ir
y nos dicen: “No te preocupes, que yo estaré siempre a tu lado”.
Pablo, haciendo un esfuerzo por no cerrar los ojos, exclamó:
—¡Mamá, los besos son de los colores del Arco Iris!
La madre lo miró, sonrió y le besó en la frente. Con un hilo de voz,
Pablo volvió a preguntar:
—¿Y éste, mamá? ¿De qué color era este beso? La madre le
susurró a la oreja:
—Éste, hijo mío, era un beso de “buenas noches”, blanco como la
nieve
y te quería expresar cómo me gusta el silencio, la paz y la
tranquilidad que siento a tu lado.
Y ¿sabes cómo nació el color blanco, Pablo?
De un beso que se dieron todos lo colores del Arco Iris.
LOS TRES REYES DE LA MESA
Un día se presentó una fuerte discusión entre el Cuchillo y el
Tenedor, porque ambos querían determinar cuál de ellos era el
más importante utensilio de la mesa. El Cuchillo sostenía que sin
él, las personas que se sentaran a comer no podían cortar las
carnes ni otros alimentos mientras que el Tenedor argumentaba
que él era muy indispensable para sostener las comidas de
manera cómoda y fácil como en el caso de comer espaguetis. Para
dilucidar la situación hicieron una apuesta, esperarían la llegada de
un cliente al restaurant y según la comida solicitada, algunos de
ellos dos sería el seleccionado y por lo tanto el ganador. Pasados
los minutos, llegó un cliente a comer y todos escucharon cuando
pidió muy amablemente que le sirvieran un hervido de pescado.
Inmediatamente el mesonero sirvió la comida y le entregó al cliente
una reluciente cucharilla, incrédulos ambos contrincantes
comprendieron que había otro utensilio tan importante e
indispensable como ellos en la mesa. La llegada al restaurant de
un nuevo cliente calmó las tensiones ya que la persona solicitó le
sirvieran como plato principal unos deliciosos macarrones con pollo
y allí tanto el Tenedor como el Cuchillo fueron de gran utilidad para
el comensal, mientras en una esquina muy tranquila y serena la
Cucharilla esperaba que la utilizaran cuando sirvieran algún postre.
Así terminó la discusión entre el Cuchillo y el Tenedor porque ese
día comprendieron que tanto ellos dos como la Cucharilla eran
importantes e indispensables en la mesa, cuando se sirven las
comidas.
LA AGUJA Y EL HILO
Había una vez un gran mago, que vivía en un apartado castillo en
la montaña. Un día le llegaron dos jóvenes muchachos que querían
ser sus discípulos y aprender los secretos de su magia. Con el
transcurrir de los años, el anciano mago se dio cuenta que los
aprendices tenían malas intenciones y sólo querían aprender los
secretos mágicos para hacer maldades a las personas. Entonces
el gran mago decidió castigarlos, a uno de los jóvenes lo convirtió
en aguja y al otro en hilo y así estarían juntos para siempre, serían
de gran utilidad para las señoras de la casa, con ellos coserían la
ropa, las sabanas y demás prendas de vestir. Una cosa muy
importante, el gran mago siempre los vigilaría, aunque de vez en
cuando el anciano mago se queda dormido y entonces la aguja
aprovecha el descuido de las personas y se clava en sus dedos
provocándoles dolor mientras que el hilo es más dócil, sólo que
con el paso de los años se pone viejo y se rompe, por lo que las
personas deciden entonces cambiarlo y comprar un hilo nuevo.
Desde aquellos tiempos remotos, la aguja y el hilo viven juntos,
haciendo el bien a las personas y todo gracias a la sabia decisión
del gran mago.
LA PESCA
Una de las historias que el abuelo Teófilo solía contar era la de un
día en que fue a pescar al río con unos amigos. Resulta que
tendría unos siete u ocho años de edad cuando unos compañeritos
de juegos algo mayores que él lo invitaron a pescar en bote. Una
vez en el río, lo interesante (e irresponsable de esta actividad), era
que los angelitos no llevaban consigo cañas de pescar sino…
cartuchos de dinamita. Según nos manifestaba encendían los
cartuchos y a la cuenta de tres los arrojaban al agua. Luego de
unos segundos de silencio se producía tremenda explosión que
levantaba cientos de litros de agua y luego de calmado el ambiente
ellos se limitaban simplemente a recoger los peces que flotaban sin
vida sobre las aguas. Repitieron esto una y otra vez hasta obtener
una buena cantidad para cada uno. Se concentraron tanto en el
trabajo que olvidaron el tiempo…… Su abuelita lo buscó y buscó y
no lo encontró. Entrada la noche lo vio orgullosamente parado en
el umbral de la puerta, cargando un costal más grande que él y
repleto de peces. Luego de pedir las explicaciones del caso, lejos
de felicitarlo (como él esperaba), la dulce abuelita lo puso sobre
sus rodillas y con chancleta en mano le dio en la cola una buena
zurra a la criaturita por la tremenda hazaña…
LA LEYENDA DEL ALGODÓN
Cuenta la leyenda, que en lejanos tiempos, en el Gran Chaco, los
indios eran felices, no se conocían las estaciones porque no había
cambios de clima, ni fenómenos atmosféricos.
En esa armonía y felicidad los indígenas brindaban todos sus
tributos a NAKTÁNOÓN (el bien). Esta actitud puso furioso a
NAHUET CAGÜEN (el Mal) que vivía en las tinieblas, que para
vengarse y calmar su ira creo NOMAGA (el invierno).Satisfecho de
su obra se dirigió al pueblo indígena diciendo:- Ja, ja, ja, morirán
de frío. Mi nuevo servidor los hará padecer y se les helará la
sangre en las venas. El sol no brillará en el cielo chaqueño. Un
perpetuo nublado cubrirá la tierra toba. El invierno será helado y
dañino. La naturaleza irá pereciendo. Los indios gritarán y se
retorcerán implorando a NAKTÁNOÓN (el Bien) que les dé calor y
castigue a NAHUET CAGUEN (el Mal).Fue entonces cuando
cuatro embajadores, los preferidos y más escuchados a lo alto
suplicaron al Bien, que derramecalor sobre la tierra. Los
embajadores fueron:
El palo borracho
La planta del patito
El picaflor
La viudita
Compadeciendo el Bien, los convierte en una flor, la flor del
algodón (Gualok) que tiene de cada uno un atributo.
- El calor de la planta del patito
- El capullo como el palo borracho
- La bandada del picaflor
- La blancura de la viudita.
Despejado el cielo de nubes, la flor (Gualok) llega a la tierra y se
abre, mientras siguen resonando los tambores indios y las semillas
vuelan y vuelan, y al caer nuevos algodonales nacen... y nuevas
semillas... y nuevos algodonales hasta que todo el territorio se
cubre de blanco.El urundai se hace telar para tejer la hebra suave
del algodón convirtiéndose en níveas túnicas que cubren a los
indígenas dándoles calor de vida. El canto aborigen se eleva.El
bien ha vencido. Ante todo lo acontecido el demoníaco NAHET
CAGUEN (el Mal) enfurecido nuevamente y en un último intento,
maldiciendo, se convirtió en "Lagarta rosada" plaga del algodón.
LA PALOMA TORCAZ.
Había una vez un guerrero valiente y apuesto. Amaba la caza y
así, con frecuencia, iba por los bosques persiguiendo animales. En
una de sus cacerías llegó junto a un lago y, lleno de asombro,
contempló a una mujer bellísima que bogaba en una canoa.
El guerrero quedó tan enamorado que, muchas veces, volvió al
lugar con el ánimo de verla; pero fue inútil, pues, ante sus ojos,
sólo brillaron las aguas del lago. Entonces pidió consejo a una
hechicera, la cual le dijo:
—No la verás nunca más, a menos que aceptes convertirte en
palomo.
—¡Sólo quiero verla otra vez!
—Si te vuelves palomo jamás recuperarás tu forma humana.
—¡Sólo quiero volverla a ver!
—Si así lo deseas, hágase tu voluntad.
Y la hechicera le clavó en el cuello una espina y en el acto el joven
se convirtió en palomo. Este levantó el vuelo y fue al lago y se
posó en una rama y al poco rato vio a la mujer y, sin poderse
contener, se echó a sus pies y le hizo mil arrumacos.
Entonces la mujer lo tomó entre sus manos y, al acariciarlo, le quitó
la espina que tenía clavada en el cuello. ¡Nunca lo hubiera hecho,
pues el palomo inclinó la cabeza y cayó muerto! Al ver esto, la
mujer, desesperada, se hundió en el cuello la misma espina y se
convirtió en paloma. Y desde aquel día llora la muerte de su
palomo.
Texto extraído del libro Leyendas y Consejas del Antiguo Yucatán
de Emilio Abreu Gómez. Editado por el Fondo de Cultura
Económica, México.
EL FORASTERO Y LA NIÑA
Leyenda real de una niña de 8 años que anda en los pueblos de la
sierra del Perú.
—¡No llegamos,
no llegamos
y el Santo Parto ha venido!
El camello cojeando
Más medio muerto que vivo Va espeluchando su felpa Entre los
troncos de olivos.
Acercándose a Gaspar, Melchor le dijo al oído:
—Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.
A la entrada de Belén
Al camello le dio hipo.
¡Ay, qué tristeza tan grande con su belfo y en su hipo!
Pero era tan boba, que, sin ton ni son, de puro asustada, dio un
acelerón
y salió lanzada contra un paredón. Como no quería darse un
coscorrón, frenó de repente...
y cayó en picado dentro de una fuente: se dio un remojón,
se hirió una rodilla, sus largas narices se hicieron papilla y, como la
escoba salió hecha puré, pues, la pobrecilla,
además de chata se quedó a pie.
¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida! (La princesa está
triste, la princesa está pálida)
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe,
—la princesa está pálida, la princesa está triste—, más brillante
que el alba, más hermoso que abril!
Hermanos Grimm
Había una vez... una pareja feliz que desde hacía mucho
tiempo deseaban tener un hijo o una hija. Un día, la mujer sintió
que su deseo ¡por fin! se iba a realizar.
Su casa tenía una pequeña ventana en la parte de atrás, desde
donde se podía ver un jardín magnífico lleno de flores hermosas y
de toda clase de plantas, árboles frutales y verduras maravillosas.
Estaba rodeado por una muralla alta y nadie se atrevía a entrar
porque allí vivía una bruja.
Un día, mirando hacia el jardín, la mujer se fijó en un árbol
cargadito de espléndidas manzanas que se veían tan frescas
y tan deliciosas que ansiaba comerlas. Su deseo crecía día a día
y, como pensaba que nunca podría comerlas, comenzó a
debilitarse, a perder peso y se puso pálida y frágil. Comenzaba a
enfermarse.
Su esposo se preocupó y le preguntó:
—¿Qué te pasa, querida esposa?
—Ay —dijo—, ¡si no puedo comer unas manzanas del huerto que
está detrás de nuestra casa, moriré!
Su esposo, que la amaba mucho, le respondió:
—No permitiré que fallezcas, querida.
Cuando oscureció, el hombre trepó la pared, entró en el jardín de
la bruja y rápidamente cogió algunas de aquellas manzanas tan
rojas, las fue metiendo en un pequeño saco que llevaba y
corrió a entregárselas a su esposa. Ella, de inmediato, comenzó
a comerlas con deleite saboreando hasta el último pedacito. Eran
tan deliciosas que al día siguiente creció su deseo por comer más.
Para mantenerla contenta, su esposo sabía que tenía que ser
valiente e ir al huerto otra vez. Esperó toda la tarde hasta que
oscureció, pero cuando
saltó la pared, se encontró cara a cara con la bruja.
—¿Cómo te atreves a entrar en mi huerto a robarte mis
manzanas? —
dijo ella furiosa.
—¡Ay! —contestó él—, tuve que hacerlo, tuve que venir aquí
porque me sentí obligado por el peligro que amenaza a mi
esposa. Ella vio tus manzanas desde la ventana y fue tan grande
su deseo de comerlas que pensó que moriría si no saboreaba
algunas.
Entonces la bruja dijo:
—Si es verdad lo que me has dicho, permitiré que tomes cuantas
manzanas quieras, pero a cambio me tienes que dar el hijo que tu
esposa va a tener. Tendrá un buen hogar y yo seré su madre.
El hombre estaba tan aterrorizado que aceptó. Cuando su esposa
dio a luz una pequeña niña, la bruja vino a su casa y se la
llevó. La llamó Rapunzel.
Rapunzel llegó a ser la niña más hermosa de todo el planeta.
Cuando cumplió doce años, la bruja la encerró en una torre en
medio de un tupido bosque. La torre no tenía escaleras ni puertas,
sólo una pequeña ventana en lo alto. Cada vez que la bruja quería
subir a lo alto de la torre, se paraba bajo la ventana y gritaba:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
Rapunzel tenía un maravilloso y abundante cabello largo, dorado
como el sol. Parecía de oro. Siempre que escuchaba el llamado
de la bruja se soltaba el cabello, lo ataba alrededor de uno de los
ganchos de la ventana y lo dejaba caer al piso. Entonces la bruja
trepaba por la trenza de oro.
Un día un príncipe, que cabalgaba por el bosque, pasó por la torre
y escuchó una canción tan gloriosa que se acercó para escuchar.
Quien cantaba era Rapunzel. Atraído por tan melodiosa voz, el
príncipe buscó una puerta o una ventana para entrar a la torre pero
todo fue en vano. Sin embargo, la canción le había llegado tan
profundo al corazón, que lo hizo regresar al bosque todos los días
para escucharla.
Uno de esos días, vio a la bruja acercarse a los pies de la torre. El
príncipe se escondió detrás de un árbol para observar y la escuchó
decir:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
Rapunzel dejó caer su larga trenza y la bruja trepó hasta la
ventana.
—¡Oh, es así como se entra a la torre! —se dijo el príncipe—.
Tendré que probar mi suerte.
Al día siguiente al oscurecer, fue a la torre y llamó:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
El cabello de Rapunzel cayó de inmediato y el príncipe subió. Al
principio Rapunzel estaba muy asustada al ver a un hombre
extraño, pero el príncipe le dijo gentilmente que la había
escuchado cantar y que su dulce melodía le había robado el
corazón.
Entonces Rapunzel olvidó su temor. El príncipe le preguntó si
le gustaría ser su esposa a lo cual accedió de inmediato y sin
pensarlo mucho porque —además de que lo vio joven y bello—
estaba deseosa de salir del dominio de esa mala bruja que la tenía
presa en aquel tenebroso castillo. El príncipe la venía a visitar
todas las noches y la bruja, que venía sólo durante el día, no sabía
nada.
Un día, en su ascenso, la bruja le dio un gran tirón en la trenza a
Rapunzel y ella reaccionó cometiendo una terrible
equivocación; le preguntó:
—Dime, ¿por qué eres tan pesada que me tiras del cabello,
mientras que el príncipe sube hacia mí, rápido y sin hacerme
daño?
—Niña perversa —gritó la bruja—, ¿qué es lo que escucho? ¡Así
es que me has estado engañando!
En su furia, la bruja tomó el hermoso cabello de Rapunzel, lo
enrolló un par de veces alrededor de su mano y, rápidamente, se
lo cortó. Todo el cabello de oro y las maravillosas trenzas cayeron
al piso. Después la bruja llevó a Rapunzel a un lugar remoto y
la abandonó para que viviera en soledad.
Esa tarde, cuando oscurecía, la bruja se escondió en la torre.
Pronto llegó el hijo del rey y llamó:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
Cuando la bruja escuchó el llamado del príncipe, amarró el cabello
de la pobre Rapunzel a un gancho de la ventana y lo dejó caer al
suelo. El príncipe trepó hasta la ventana y cuál no sería su
sorpresa cuando se encontró con la malvada bruja en lugar de su
dulce Rapunzel.
Ella lo miró con ojos perversos y diabólicos y le dijo:
—Has perdido a Rapunzel para siempre. ¡Nunca más la verás otra
vez! El príncipe estaba desolado. Para colmo de su desgracia, se
cayó desde
la ventana sobre un matorral de zarza. No murió, pero las
espinas del matorral lo dejaron ciego.
Incapaz de vivir sin Rapunzel, el príncipe se internó en el bosque.
Vivió muchos años comiendo frutas y raíces, hasta que un día, por
casualidad, llegó al solitario lugar donde Rapunzel vivía en la
miseria.
De repente, escuchó una melodiosa voz que le era conocida y se
dirigió hacia ella. Cuando estaba cerca, Rapunzel lo reconoció. Al
verlo se volvió loca de alegría, pero se puso triste cuando se dio
cuenta de su ceguera. Lo abrazó tiernamente y lloró.
Sus lágrimas cayeron sobre los ojos del príncipe ciego. De
inmediato, los ojos de él se llenaron de luz y pudo ver como antes.
Entonces, feliz de estar reunido con su amor, se llevó a Rapunzel
a su reino, en donde se casaron y vivieron felices para siempre.
Metida de pata
Raquel Barthe
Lo que me pasó para el Día de la Madre es realmente
como para morirse de vergüenza.
Resulta que yo quería comprarle un regalo y había pensado
en un florero de porcelana que sabía que a ella le gustaba.
Aunque era un poco caro, decidí que era el regalo ideal y que
ahorraría lo suficiente como para comprarlo.
Finalmente, después de contar hasta la última moneda, fui al
negocio. La vendedora era muy amable y bonita. Quizá este último
detalle haya sido lo que me distrajo porque mientras ella me
sonreía y me explicaba que era una auténtica pieza de arte y qué
sé yo qué más, tomé el florero entre mis manos para verlo mejor
y... y no puedo explicar lo que pasó, pero el florero se me cayó y se
rompió.
Me quedé parado con la boca abierta sin saber qué hacer o decir,
hasta que escuché la voz de la vendedora:
—¡Qué lástima!, porque de todos modos tendrás que pagarlo, ya
que
vos lo rompiste...
Me sentí como un tonto frente a esa maravilla de mujer que
parecía salida de un catálogo de modelos publicitarios y, por otro
lado, me sentí desesperado porque acababa de esfumarse el
regalo del Día de la Madre.
Y en medio de tanta angustia, se me encendió una chispa
de imaginación y le dije con un tono de hombre de mundo:
—No importa, lo pagaré, pero póngalo en una caja y envuélvalo
para regalo.
—¿Lo va a llevar igual?
—Sí, por supuesto, las obras de arte se pueden restaurar, ¿no?
Mientras yo pagaba, ella se acercó para entregarme el paquete y
otra vez su sonrisa me envolvió en una nube rosada.
Salí a la calle preparando mentalmente la escena de mi llegada al
hogar. Tendría que recurrir a todas mis dotes teatrales para quedar
bien con mi madre.
Llegué, abrí la puerta de calle y desde allí grité:
—¡Mamá, feliz díaaa...!
Y al mismo tiempo, simulé tropezar con el felpudo y caer de narices
a sus pies.
—¿Te lastimaste, Gabriel? —preguntó preocupada mamá.
—No, pero se debe haber roto tu regalo... —fingí lamentarme.
Y ahora viene lo insólito, lo increíble y lo vergonzoso: mamá abrió
la caja y adentro encontró cada pedazo del florero, ¡prolijamente
envuelto en papel de seda!
¡Hola, hola!, ¿Cómo estás?
Douglas Wright
¡Hola, hola! ¡Hola, hola!
¡Hola, hola! ¿Cómo estás?
¡Hola, hola! Te pregunto, te pregunto: ¿cómo estás?
Estoy como el sol que brilla de día; contento, radiante, con mucha
alegría.
Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían
a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban
preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el
espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más
agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el
regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido
y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les
quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño
esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron,
murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, ¿qué podemos hacer?
—¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La
madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre
ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué...? —preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó
una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de
2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no
había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el
resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según
sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
—Todavía no —dijo el padre—. Más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
—Espera un poco —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a
otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol
con sus velas blancas que había tenido que dejar en la
aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba
resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
—Hijo mío —dijo—, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo
el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron
los labios.
—Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol?
Me lo prometieron.
—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero... —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho
más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener un reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del
tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—Ven, vamos a verlo —dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa.
La
madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya lo entenderás —dijo el padre—. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina.
El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La
puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de
voces.
—Entra, hijo.
—Está oscuro.
—No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente
estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el
ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de
ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin
aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el
espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias
personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño
avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de
buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio,
la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil
millones de maravillosas velas blancas.
Se fue Juan con la vaca y volvió luego diciendo: "¡Madre, cómo les
di el pego! Jamás habrá un negocio tan redondo
como el que hizo tu Juan". "¡Mira el sabihondo!
Seguro que tu trato es un desastre
y que te ha dado el timo algún pillastre...". Mas cuando Juan, con
gesto artero y pillo, extrajo una habichuela del bolsillo
su madre saltó un cuádruple mortal, se puso azul y le gritó:
"¡Animal!
¿Te has vuelto loco? Dime, tarambana,
¿te han dado una habichuela por la Juana?
¡Te mato!", y tiró al huerto la habichuela, agarró a Juan y le atizó
candela
con la mangueta de la aspiradora zurrándole lo menos media hora.
Anónimo
Uno de enero
La mañana del uno de enero, Irene se despertó pensando: “Llevo
todo el año sin desayunar”. Así que se levantó de un salto y fue
corriendo a la cocina, a prepararse un buen tazón de leche con
cacao.
Estaba terminando la taza cuando un pensamiento le sobrevino
repentinamente: “Llevo todo el año sin cepillarme los dientes”.
Apresuradamente de nuevo, corrió hasta el cuarto de baño, puso
pasta en el cepillo y se lavó los dientes a toda prisa porque en
cuanto terminase tenía que peinarse: “¡Es que llevo todo el año sin
peinarme!”.
“¡Llevo todo el año sin jugar!”, descubrió repentinamente,
abalanzándose sobre el armario rojo, abrió las puertas y sus ojos
crecieron ante el descubrimiento de sus juguetes más queridos,
como si hubiera estado separado de ellos largo, largo tiempo.
Y así pasó Irene el día, descubriendo su bicicleta, el gato del
vecino, las plantas del jardín, el cajón de la cocina donde se
guarda la barra de
chocolate... a su amiga Julia, a su hermanito Diego... a mamá, a la
abuela...
Cuando por fin se acostó y su madre le leyó un cuento para
dormirse, algo que llevaba también todo el año nuevo sin hacer, le
preguntó:
—Mamá, ¿no podría ser uno de enero todos los días para disfrutar
tanto todas las cosas?
—Podría ser, Irene: eso depende solamente de que tú lo quieras.
El aguinaldo
Cuento popular español
Esto eran unos niños muy muy pobres que en la víspera del día de
Reyes iban caminando por un monte y, como era invierno, en
seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando.
Entonces se encontraron con una señora que les dijo:
—¿Adónde vais tan de noche, que está helando? ¿No os dais
cuenta de que os vais a morir de frío?
Y los niños le contestaron:
—Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo. Y la
señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo:
—Y ¿qué necesidad teníais de alejaros tanto de vuestra
casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner vuestros
zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en
vuestras camitas.
A lo que los niños contestaron:
—Es que nosotros no tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay
balcón, y no tenemos camita sino un montón de paja...
Además el año pasado
pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero se ve que los
Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada.
Así que la señora del bosque se sentó en un tronco que había en
el suelo y miró a los pequeños, que la contemplaban ateridos sin
saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían llevar una carta
a un palacio y los niños le dijeron que sí que se la llevarían;
entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la
cintura y sacó un gran sobre sellado que contenía la carta.
—Pues ésta es la carta —dijo, y se la dio.
Luego les explicó cómo tenían que hacer para encontrar el palacio
y que el camino era peligroso porque tendrían que pasar ríos
que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos
de fieras.
—Los ríos los pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma
carta os llevará a la otra orilla; y para atravesar los bosques, tomad
todos estos pedazos de carne que os doy y, cuando os
encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará
pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis una culebra, pero
no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy y no os hará
nada.
Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se
despidieron de la señora del bosque.
Conque siguieron su camino y, al poco rato, llegaron a un río de
leche, después a un río de miel, después a un río de vino, después
a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos los ríos
eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no
poder cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al
río, se subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la
otra orilla.
Cuando terminaron de cruzar los ríos empezaron a encontrar
bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro, donde les
salían fieras que parecía que los iban a devorar. Unas veces eran
lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero
en cuanto les echaban uno de los pedazos de carne que la señora
del bosque les había dado, las fieras los cogían con sus bocas y
desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos continuar
su camino.
Hasta que por fin, cuando ya había caído la noche, vieron a lo lejos
el
palacio y corrieron hacia él. Pero delante del palacio había
una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó sobre
su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa
boca; pero los niños le echaron el panecillo y la culebra no les
hizo nada y los dejó pasar. Entraron los niños en el palacio y en
seguida salió a recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de
verde, con muchos cascabeles que sonaban al andar; entonces los
niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla, empezó a
dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a
su señor.
El señor era un príncipe que estaba encantado en aquel palacio y
en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que ordenó a su
criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo:
—Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta
me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo.
Y los llevó a una gran sala donde había quesos de todas
clases, y requesón, y jamón en dulce, y miles de golosinas más,
para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a otra
sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas,
pasteles de muchas clases y miles de confituras más, para que
comieran lo que quisieran. Y después los llevó a otra sala donde
había caballos de cartón, escopetas, sables, aros, muñecas,
tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que
quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les
dijo:
—¿Veis este palacio y estos jardines y estos coches con sus
caballos? Pues todo es para vosotros porque éste es vuestro
aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a
buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros.
Los criados engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con
los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el camino era una
carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques y
las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy
contentos al palacio y vivieron muy felices.
La falsa apariencia
Cuento popular
Un día, por encargo de su abuelita, Adela fue al bosque en busca
de setas para la comida. Encontró unas muy bellas, grandes y de
hermosos colores y llenó con ellas su cestito.
—Mira abuelita-dijo al llegar a casa—, he traído las más
hermosas...
¡Mira qué bonito color escarlata! Había otras más arrugadas, pero
las he dejado.
—Hija mía —repuso la anciana— esas arrugadas son las que
yo siempre he recogido. Te has dejado guiar por las apariencias
engañosas y has traído a casa hongos que contienen veneno. Si
los comiéramos, enfermaríamos; o quizás algo peor...
Adela comprendió entonces que no debía dejarse guiar por el
bello aspecto de las cosas, que a veces ocultan un mal
desconocido.
...y colorín colorado
este cuento se ha acabado.
Como se dibuja a un niño
Gloria Fuertes
Para dibujar un niño
hay que hacerlo con cariño. Pintarle mucho flequillo,
—que esté comiendo un barquillo —;
muchas pecas en la cara que se note que es un pillo;
—pillo rima con flequillo
y quiere decir travieso —. Continuemos el dibujo:
redonda cara de queso.
Cuento anónimo
Apenas su padre se había sentado al llegar a casa,
dispuesto a escucharle como todos los días lo que su hija le
contaba de sus actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo
baja, como con miedo, le dijo:
—¿Papa?
—Sí, hija, cuéntame
—Oye, quiero... que me digas la verdad
—Claro, hija. Siempre te la digo —respondió el padre un poco
sorprendido
—Es que... —titubeó Blanca
—Dime, hija, dime.
—Papá, ¿existen los Reyes Magos?
El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer,
intentando descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo
ver un rostro tan sorprendido como el suyo que le miraba
igualmente.
—Las niñas dicen que son los padres. ¿Es verdad?
La nueva pregunta de Blanca le obligó a volver la mirada hacia la
niña y tragando saliva le dijo:
—¿Y tú qué crees, hija?
—Yo no se, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí
que
existen porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso.
—Mira, hija, efectivamente son los padres los que ponen los
regalos pero...
—¿Entonces es verdad? —cortó la niña con los ojos
humedecidos—.
¡Me habéis engañado!
—No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí
que existen —respondió el padre cogiendo con sus dos manos la
cara de Blanca.
—Entonces no lo entiendo, papá.
—Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a
contar porque ya ha llegado la hora de que puedas comprenderla
—dijo el padre, mientras señalaba con la mano el asiento a su
lado.
Blanca se sentó entre sus padres ansiosa de escuchar cualquier
cosa que le sacase de su duda, y su padre se dispuso a narrar lo
que para él debió de ser la verdadera historia de los Reyes Magos:
—Cuando el Niño Dios nació, tres Reyes que venían de Oriente
guiados por una gran estrella se acercaron al Portal para adorarle.
Le llevaron regalos en prueba de amor y respeto, y el Niño se puso
tan contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes,
Melchor, dijo:
—¡Es maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos
a todos los niños del mundo y ver lo felices que serían.
—¡Oh, sí! —exclamó Gaspar—. Es una buena idea, pero es muy
difícil de hacer. No seremos capaces de poder llevar regalos a
tantos millones de niños como hay en el mundo.
Baltasar, el tercero de los Reyes, que estaba escuchando a sus
dos compañeros con cara de alegría, comentó:
—Es verdad que sería fantástico, pero Gaspar tiene razón y,
aunque somos magos, ya somos ancianos y nos resultaría muy
difícil poder recorrer el mundo entero entregando regalos a todos
los niños. Pero sería tan bonito.
Los tres Reyes se pusieron muy tristes al pensar que no podrían
realizar su deseo. Y el Niño Jesús, que desde su pobre cunita
parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz de Dios se
escuchó en el Portal:
—Sois muy buenos, queridos Reyes Magos, y os agradezco
vuestros regalos. Voy a ayudaros a realizar vuestro hermoso
deseo. Decidme: ¿qué necesitáis para poder llevar regalos a todos
los niños?
—¡Oh, Señor! —dijeron los tres Reyes postrándose de rodillas.
Necesitaríamos millones y millones de pajes, casi uno para cada
niño que pudieran llevar al mismo tiempo a cada casa nuestros
regalos, pero. no podemos tener tantos pajes., no existen tantos.
—No os preocupéis por eso —dijo Dios—. Yo os voy a dar, no uno
sino dos pajes para cada niño que hay en el mundo.
—¡Sería fantástico! Pero, ¿cómo es posible? —dijeron a la vez los
tres
Reyes Magos con cara de sorpresa y admiración.
—Decidme, ¿no es verdad que los pajes que os gustaría tener
deben querer mucho a los niños? —preguntó Dios.
—Sí, claro, eso es fundamental — asistieron los tres Reyes.
—Y, ¿verdad que esos pajes deberían conocer muy bien los
deseos de los niños?
—Sí, sí. Eso es lo que exigiríamos a un paje —respondieron cada
vez más entusiasmados los tres.
—Pues decidme, queridos Reyes: ¿hay alguien que quiera más a
los niños y los conozca mejor que sus propios padres?
Los tres Reyes se miraron asintiendo y empezando a comprender
lo que
Dios estaba planeando, cuando la voz de nuevo se volvió a oír:
—Puesto que así lo habéis querido y para que en nombre de los
Tres Reyes Magos de Oriente todos los niños del mundo reciban
algunos regalos, YO, ordeno que en Navidad, conmemorando
estos momentos, todos los padres se conviertan en vuestros
pajes, y que en vuestro nombre, y de vuestra parte regalen a
sus hijos los regalos que deseen. También ordeno que, mientras
los niños sean pequeños, la entrega de regalos se haga como si la
hicieran los propios Reyes Magos. Pero cuando los niños sean
suficientemente mayores para entender esto, los padres les
contarán esta historia y a partir de entonces, en todas las
Navidades, los niños harán también regalos a sus padres en
prueba de cariño. Y, alrededor del Belén, recordarán que gracias a
los Tres Reyes Magos todos son más felices.
Cuando el padre de Blanca hubo terminado de contar esta historia,
la niña se levantó y dando un beso a sus padres dijo:
—Ahora sí que lo entiendo todo papá. Y estoy muy contenta de
saber
que me queréis y que no me habéis engañado.
Y corriendo, se dirigió a su cuarto, regresando con su hucha en la
mano mientras decía:
—No sé si tendré bastante para compraros algún regalo, pero para
el año que viene ya guardaré más dinero.
Y todos se abrazaron mientras, a buen seguro, desde el Cielo, tres
Reyes
Magos contemplaban la escena tremendamente satisfechos.
El abeto friolero
Carles Cano
«Había una vez un árbol, un abeto, que había nacido donde nacen
la mayoría de los abetos, en un país frío del norte de
Europa. Era increíblemente grande y majestuoso y desplegaba
sus enormes ramas en todas direcciones. Era tan grande porque
tenía tanto, tanto frío, que había crecido más que ninguno de sus
hermanos buscando un poco de sol en las alturas del espeso
bosque. Pero ni aun así podía quitarse aquel terrible frío que
recorría hasta la última de sus hojitas en invierno, y en ese país los
veranos y las primaveras eran tan cortos...
Así que, cuando se enteró de que el dueño de unos grandes
almacenes de un país del Sur lo había comprado para trasplantarlo
al jardín de la puerta principal de su tienda y decorarlo como árbol
de Navidad, le entró tal alegría que le salieron brotes nuevos.
Lo transportaron, con sumo cuidado en un camión gigantesco,
tumbado y con una buena cantidad de tierra para que no sufriera
ningún daño, y a los pocos días ya estaba plantado a la puerta de
los grandes almacenes, viendo pasar oleadas de gente. Era
divertidísimo mirar las caras e imaginar sus pensamientos, pero lo
mejor de todo era que ¡no pasaba frío!
De todas formas, como se acercaban las Navidades, lo
llenaron de
adornos de arriba abajo, y esto no fue lo peor, porque al encargado
de los grandes almacenes se le ocurrió la brillante idea de cubrir el
abeto de nieve el día de Nochebuena. Para ello, hizo traer un
camión cargado de nieve de las montañas.
¡El pobre árbol no estaba dispuesto a aguantar aquello! Había
permitido que lo llenaran de lucecitas intermitentes, de bolas
brillantes, de paquetes de regalo, de figuritas de Papá Noel y
ni siquiera había gritado cuando le clavaron la estrella en la
coronilla, pero ¡aquello era demasiado! Había venido huyendo
de los terribles fríos de su país y de las horrorosas heladas, y se
negaba en redondo a pasar más frío. Ya pensaría cómo
solucionarlo.
Aquel día lo cubrieron de nieve para que hiciera bonito y navideño,
pero, al llegar la noche, cuando ya se habían apagado los últimos
ecos de las zambombas y panderetas y nadie lo veía, con un
esfuerzo descomunal, el abeto enrolló sus ramas alrededor del
tronco y, al desenrollarlas con todas sus fuerzas, lanzó los copos
de nieve tan lejos, tan lejos, que la mayoría cayeron en países muy
distantes y produjeron curiosas historias.
Unos alcanzaron un lugar donde nunca antes habían visto la nieve
y en su camino arrastraron algunas nubes que aliviaron la
larga sequía que padecía aquella zona: aquello se interpretó
como un milagro.
Otros copos fueron a parar a los agujeros de los cañones de dos
países que estaban en guerra: las armas se estropearon y tuvieron
que firmar la paz. Otros cayeron justo en el momento en que se
producía un incendio en un hermoso bosque y lo apagaron.
Los paquetes de regalo aterrizaron en un pueblo tan pobre que
apenas si les llegaba para comer, de modo que aquellas
Navidades todos tuvieron bonitos regalos. Por fin, los copos que
quedaron se convirtieron en estrellas fugaces que surcaron la
noche y concedieron pequeños deseos a los que estaban tristes
y no podían dormir.
Al día siguiente, por la mañana, sólo quedaban las tiras de
espumillón por el suelo y la estrella que, obstinada, continuaba
prendida en lo alto, pero todo el mundo se maravilló, porque nunca
habían visto un abeto tan verde y resplandeciente como aquél.»
El renacuajo paseador
He preguntado a mi madre
He preguntado a mi abuela.
Mi abuela, que llora cuando cree que no la veo, dice que el abuelo
está de viaje.
Gloria Fuertes
Kaperucito era un chinito muy bajito.
Su color era amarillo,
su coleta hasta el tobillo.
Kaperucito
era muy inteligente, pero algo desobediente,
—No toques el tocador —
dijo su abuelo tenor.
Kaperucito y el gato
van a pasar un mal rato. Creyendo que era colonia... Cogió un
frasco de su abuelo...
Y sobre el pelo, se le cayó el crecepelo.
(Cuento camboyano)
"Cuéntame otro cuento, por favor", suplicó Lom. "No, ya es hora de
dormir", contestó su anciano criado. Así que el pequeño se
acurrucó en la cama pensando en la historia que acaba de
escuchar.
Desde que Lom era muy niño, el viejo criado le contaba cada
noche historias maravillosas: cuentos sobre enormes gigantes y
poderosos magos, tigres feroces y sabios elefantes,
emperadores opulentos y hermosas princesas. Cada noche
tocaba una historia nueva, y a Lom le encantaba escucharlas.
Sabía que el criado había oído los cuentos de labios de su
madre, su abuela, su bisabuela, y que eran historias muy antiguas.
Lom solía alardear delante de sus amigos de saberse muchos
cuentos. "¿Por qué no nos cuentas uno?", le pedían una y otra vez.
"No —gritaba Lom
—, son míos, y no se los contaré a nadie".
Todo el mundo sabe que los cuentos están para ser contados, pero
como Lom no los compartía con nadie, se iban quedando
aprisionados en una vieja bolsa, colgada en su habitación.
Lom siguió creciendo, acompañado por los cuentos que el viejo
criado le contaba cada noche, y se convirtió en un apuesto joven.
Decidió casarse con una bonita joven de un pueblo vecino. La
noche antes de la boda, el viejo criado oyó unos extraños
murmullos en la habitación de Lom. “¿Qué será eso?", refunfuño, y
se puso a escuchar atentamente.
Los murmullos venían de la vieja bolsa. Eran los cuentos, que
charlaban entre sí lamentándose: "Mañana se casa y por su culpa
nos quedaremos aquí apretujados".
"Debió dejarnos salir", se quejó otro cuento. "Le haremos pagarlo
caro", gritó un tercero. "Tengo un plan". Dijo el primer cuento.
"Cuando vaya mañana al pueblo para la boda le entrará sed. Me
convertiré en pozo y, cuando beba agua, le entrará un dolor de
estómago terrible".
"Por si el plan no funciona, yo me convertiré en sandía. Cuando se
la coma, sufrirá un dolor de cabeza espantoso", dijo el segundo
cuento.
"Yo me convertiré en serpiente y le morderé", dijo el tercero.
"Sentirá un dolor insoportable en la pierna." Y los cuentos se
rieron cruelmente tramando su venganza.
El viejo sirviente se quedó horrorizado. "¿Qué hago?", se
preguntó. "Tengo que evitarlo". El criado pasó toda la noche entera
pensando como salvar al joven.
Por la mañana, cuando Lom se disponía a partir en su caballo al
pueblo vecino, el criado salió apresuradamente y agarró las bridas
del animal. Guió al animal por las colinas hasta llegar a un pozo.
"¡Alto! — gritó Lom—, tengo sed", pero el anciano hizo seguir
al caballo sin detenerse en el pozo. Al poco llegaron a sembrado
repleto de sandías. "¡Para!, gritó Lom. "Estoy muerto de sed.
Quiero una sandía". El criado no quiso detenerse y siguieron
adelante.
Llegaron al pueblo y durante la boda el criado se pasó todo el
tiempo mirando por todas partes, pero no vio ninguna serpiente.
Al anochecer, los novios se dirigieron a su casa. Los vecinos
habían
cubierto todo el suelo de la casa de alfombras.
De repente, el viejo criado entró corriendo en los aposentos
de los novios. "¿Cómo te atreves a entrar aquí de ese modo?"
El viejo criado levantó la alfombra y dejó al descubierto una
serpiente venenosa. La cogió por la cabeza y la tiró por la ventana.
"¿Cómo sabías que estaba ahí?", preguntó Lom asustado.
El criado le habló de los cuentos apretujados en la bolsa y de sus
planes de venganza por haberlos olvidado y no compartirlos con
nadie.
Desde aquel día Lom empezó a contarle los cuentos a su mujer.
Uno por uno, fueron saliendo todos los cuentos de la bolsa con
gran alegría.
Años más tarde, Lom se los contó a sus hijos, y a su vez, ellos se
los contaron a los suyos.
Hoy en día se siguen contando. Lo sé muy bien, porque yo también
los he escuchado y porque yo soy uno de esos cuentos
apretujados en la bolsa.
La vaca que puso un huevo
Andy Cutbill
Macarena es una vaca
que se siente un poco triste. Las gallinas le repiten:
“¿Qué te pasa, amiga Maca?” “Que no valgo ni un comino”,
contesta desesperada.
“En bici no se montar,
ni andar solo con dos patas como el resto de las vacas.
¡Soy un animal vulgar!”. Esa noche, a las gallinas se les ocurrió
una idea... cloc,cloc, cloc, cloquean... En la granja, de repente, a la
mañana siguiente,
se organizó una buena cuando gritó Macarena: "¡He puesto un
huevo!" Atónitas, confundidas, las vacas no lo creían... Ninguna de
ellas había
puesto un huevo en su vida. Al verlo, gritó el granjero: “¡Si no lo
veo no lo creo!
¡Macarena ha puesto un huevo!” Su mujer, Celsa,
no se lo piensa
y llama a la prensa. Fue en verdad muy sorprendente que acudiera
tanta gente.
Al granjero le hace ilusión salir en televisión.
Y la vaca Macarena
recuperó la autoestima. Sus amigas, las gallinas, estaban de
enhorabuena. Pero no todo era genial.
Las otras vacas se sentían fatal. “Nuestras piruetas en bicicleta
ya no interesan”, “esto me inquieta.
¿Será una treta?”
“las vacas no ponen huevos.” “pero las gallinas sí. ¡ya veo...!”
Y las envidiosas vacas acusaron a Maca: “¡Qué patraña, qué
mentira,
ese huevo es de gallina!”. Macarena sintió pena.
"¡Demostradlo!"
las retaron las gallinas. Las vacas vigilaban
a Maca mientras empollaba.
Ella incubaba el huevo, pero nada... No se abría el huevo, no.
Hasta que un día se oyó: Croc Croc CROC...
“¡Por fin!”, “¡Venid!” Macarena miró el huevo y éste sonó de nuevo:
Croc Croc CROC...
El huevo crujió, se abrió, apareció y saltó una cosa marrón.
Una vaca exclamó:
“¡Maca se terminó el embrollo!
¡Es un pollo!”
Pero el recién nacido
miró a Maca, dio un suspiro, tomó mucho aire y dijo:
¡Muuuuuuuu!
Macarena sonrió y abrazó a su bebé. “Ya no hay duda, es una
vaca.
La llamaré...
¡Turuleta!”.
A jugar con el bastón
Gianni Rodari
Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó
un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba
encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del
portón se le cayó el bastón.
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le
sonrió y
dijo:
Anónimo español
Esta mañana, al abrir la puerta, me encontré con el Sr. Invierno
recién llegado a la ciudad. Buenos días, le dije. Buenos días tenga
usted, él me respondió. Venía, como cada año, a invitarme a
pasear y a charlar. El Sr. Invierno es alto y delgado. Afilado, casi
puntiagudo y muy atildado. Es muy friolero por eso viste siempre,
como mínimo, con quince abrigos, diez bufandas, cinco gorras,
varios pares de guantes, ocho calcetines y sólo usa un par de
botas porque si se pone más, anda como un pato. El Sr. Invierno
es bastante taciturno, reservado, circunspecto... Vamos, que es
muy callado. Y hay quien piensa que es seco, adusto y bastante
agrio. Él se queja, es normal,
de que nadie parece quererle, de que todos le vienen a protestar,
que si hace mucho frío, que si no se puede ver el sol, que si las
flores, que si las plantas, que cuando vuelve el calor... Y yo dejo
que proteste porque no tiene con quien hablar. Y lo dejo que se
queje porque no tiene con quien charlar. Y me cuenta que todo el
mundo le pregunta por la primavera y todos suspiran por ella: —
¡Ay, cuándo llegará!— y el pobre no lo comprende porque a él, el
invierno, le parece, ella, la primavera, una cabeza a pájaros sin un
gramo de seriedad. Y con el verano —se lamenta— ya es una
locura: que si el sol, que si la playa, que si los helados, que si la
alegría... ¡menuda chaladura! Y el pobre no lo comprende porque a
él, el invierno, le parece él, el verano, un cabeza loca sin un gramo
de formalidad. Hasta al otoño, su hermano más cercano, me
cuenta, lo prefieren antes que a él. Porque dicen que es
romántico, bufa desdeñoso, y nostálgico y... otras zarandajas. Y el
pobre no lo comprende porque a él, el invierno, le parece que él, el
otoño, un cabeza loca sin un gramo de gravedad. Y yo dejo que
proteste porque no tiene con quien hablar. Y lo dejo que se queje
porque no tiene con quien charlar. Y seguimos paseando mientras
él se sigue lamentando sin parar. En el fondo, es su modo de
disfrutar. Y poquito a poquito, pasito a pasito, a casa regresamos
charlando sin parar. Llegamos a casa, sirvo un chocolate bien
caliente y el Sr. Invierno, da un suspiro satisfecho y guarda
silencio. No se quita ni abrigos, ni bufandas, ni guantes ni nada, es
muy friolero. Sentado cerca del radiador me pide una manta y
contempla con aire tristón la nieve que cae en el exterior. Es un
poco huraño el Sr. Invierno, un tanto taciturno, algo melancólico, y
bastante quejicoso, no lo no voy a negar pero en cuanto le
conoces —créeme, es la verdad— es bastante agradable
sentarse en silencio junto al fuego mientras, allá afuera, el frío, la
lluvia, el viento, la nieve, la niebla y el hielo llegan tras él. Cuando
cae la noche el Sr. Invierno se despide porque su trabajo debe
continuar. Buenas tardes, le digo, vuelva para Navidad. Buenas
tardes, me responde, aquí estaré sin faltar. Y, mientras cierro la
puerta, y le veo marchar pienso en que me gusta el invierno, no lo
puedo evitar.
El puma Yagüá
Leyenda Guaraní
Cuenta un relato guaraní, que un cachorro de puma que había
quedado huérfano porque unos cazadores aborígenes
asesinaron a sus padres; fue criado a escondidas por Luna, la
hija del jefe de la tribu Chichiguay.
Con el tiempo, este cachorro creció y se convirtió en un majestuoso
animal. Ya no era posible ocultarlo y pasó a formar parte de toda la
comunidad. La relación entre el puma y la princesa se fue
convirtiendo en algo tan estrecho que, donde iba ella, él la
acompañaba y cuidaba de los posibles peligros. Compartían los
juegos y descansos.
El puma, como excelente cazador, proveía la mayor parte de los
alimentos que se consumían en la aldea Chichiguay. Cuando una
tribu vecina y enemiga ancestral, los Queraguay, resolvió atacarlos
por sorpresa durante la noche, Luna, al igual que los demás,
estaba entregada al descanso pero fue
despertada por el felino que emitía enormes y aterradores
rugidos. Para cuando los guerreros Chichiguay tomaron sus armas
y se prestaron a dar batalla contra los invasores, el puma, ya había
atacado y puesto en fuga a la mayor parte de ellos. El resto, con el
temor del ataque producido por ese gran gato, fue tomado
prisionero o muerto por los defensores.
Pasado el tiempo, "Yagüá", como se lo había bautizado, ocupó un
lugar preponderante en la aldea. Los niños jugaban con él. Las
mujeres podían ir tranquilas al interior de la selva a recoger los
frutos que eran parte de su dieta, porque eran custodiados siempre
por Yagüá. Ni la poderosa anaconda se animaba a molestar a
algún integrante de la comunidad Chichiguay.
Los Queraguay, que habían escapado en esa última batalla,
unieron sus fuerzas con sus otros ancestrales enemigos: Los
Quitiguay. Estos últimos, aunque siempre fueron neutrales
entre las contiendas Chichiguay- Queraguay, formaron parte de
esa alianza y atacaron en conjunto a los Chichiguay. Sabían de
antemano que, el arma más poderosa que disponían los
Chichiguay era a Yagüá. La estrategia que debían utilizar era
fundamentalmente, matar al puma.
Nuevamente, con la traicionera cobertura de las sombras
nocturnas, los guerreros Queraguay y sus aliados Quitiguay,
atacaron la aldea Chichiguay. Yagüá, como siempre, estaba en
una sigilosa vigilancia de la aldea. Los atacantes se dirigieron en
dos grupos fuertemente armados. Unos a la choza de la princesa
Luna a la que tomaron y quisieron llevarla prisionera, y los otros,
formaron una barrera de lanzas y flechas entre Yagüá y la
princesita.
El puma atacó valientemente a los secuestradores de su
amiga. Destrozó con sus grandes y afiladas garras los cuerpos de
sus enemigos. Trituró con sus enormes colmillos muchos cuellos y
cabezas. Pero en el fragor de la lucha, fue lanceado muchas veces
por los atacantes. Las flechas colgaban a montones de su esbelto
y fornido cuerpo. Los dardos, embebidos en "curaré", que le fueron
arrojados, comenzaban a hacer su efecto.
En un final esfuerzo, Yagüá, destrozó al último de los enemigos. La
princesa Luna había sido salvada. Herido y moribundo, se despidió
de Luna y de los demás integrantes de la tribu Chichiguay con un
enorme rugido. En él, expresaba a todos los integrantes de la
selva, tanto humanos como animales que, debían respetar para
siempre a la comunidad Chichiguay.
Se dirigió al río acompañado por Luna, se despidió en la orilla de
ella y penetró en las aguas. Dice la leyenda que en honor a tan
valeroso Puma, esas transparentes aguas, se convirtieron del color
de su majestuosa piel.
Hoy el río es "del color del León" conocido como el Río de la Plata.
Mirándolo, siempre recordaremos a Yagüá... "el inmortal".
La Flor de Lirolay
Leyenda argentina
Este era un rey ciego que tenía tres hijos. Una enfermedad
desconocida le había quitado la vista y ningún remedio de cuantos
le aplicaron pudo curarlo. Inútilmente habían sido consultados
sabios más famosos.
Un día llegó al palacio, desde un país remoto, un viejo mago
conocedor de la desventura del soberano. Le observó, y dijo que
sólo la flor del lirolay, aplicada a sus ojos, obraría el milagro. La flor
del lirolay se abría en tierras muy lejanas y eran tantas y tales las
dificultades del viaje y de la búsqueda que resultaba casi imposible
conseguirla.
Los tres hijos del rey se ofrecieron para realizar la hazaña. El padre
prometió legar la corona del reino al que conquistara la flor del
lirolay.
Los tres hermanos partieron juntos. Llegaron a un lugar en el que
se abrían tres caminos y se separaron, tomando cada cual por el
suyo. Se marcharon con el compromiso de reunirse allí mismo el
día en que se cumpliera un año, cualquiera fuese el resultado de la
empresa.
Los tres llegaron a las puertas de las tierras de la flor del lirolay,
que daban sobre rumbos distintos, y los tres se sometieron, como
correspondía a
normas idénticas.
Fueron tantas y tan terribles las pruebas exigidas, que ninguno de
los dos hermanos mayores la resistió, y regresaron sin haber
conseguido la flor.
El menor, que era mucho más valeroso que ellos, y amaba
entrañablemente a su padre, mediante continuos sacrificios y
con grande riesgo de la vida, consiguió apoderarse de la flor
extraordinaria, casi al término del año estipulado.
El día de la cita, los tres hermanos se reunieron en la encrucijada
de los tres caminos.
Cuando los hermanos mayores vieron llegar al menor con la flor de
lirolay, se sintieron humillados. La conquista no sólo daría al joven
fama de héroe, sino que también le aseguraría la corona. La
envidia les mordió el corazón y se pusieron de acuerdo para
quitarlo de en medio.
Poco antes de llegar al palacio, se apartaron del camino y cavaron
un pozo profundo. Allí arrojaron al hermano menor, después de
quitarle la flor milagrosa, y lo cubrieron con tierra.
Llegaron los impostores alardeando de su proeza ante el padre
ciego, quien recuperó la vista así que pasó por los ojos la flor de
lirolay. Pero, su alegría se transformó en nueva pena al saber que
su hijo había muerto por su causa en aquella aventura.
De la cabellera del príncipe enterrado brotó un lozano cañaveral.
Al pasar por allí un pastor con su rebaño, le pareció espléndida
ocasión para hacerse una flauta y cortó una caña.
Cuando el pastor probó modular en el flamante instrumento un aire
de la tierra, la flauta dijo estas palabras:
así:
Gianni Rodari
Una vez, un muchacho llamado Toñito fue al colegio sin saberse la
lección, y estaba muy preocupado temiendo que el maestro se la
preguntara.
"¡Ay —pensaba—, si pudiera volverme invisible...!"[1]
El maestro pasó lista, y cuando llegó al nombre de Toñito
éste respondió: "¡presente!", pero nadie le oyó y el maestro dijo:
—Lástima que no haya venido Toñito; precisamente había
pensado preguntarle a él la lección. Espero que si está enfermo no
sea nada grave.
Así Toñito comprendió que se había vuelto invisible, como había
deseado. De la alegría, dio un salto desde su pupitre y fue a
parar a la papelera. Se levantó y fue dando vueltas por la clase,
tirando del pelo a sus compañeros y volcando tinteros. Hubo
ruidosas protestas y discusiones interminables. Los alumnos se
acusaban los unos a los otros, sin poder sospechar que el culpable
de todo era Toñito el invisible.
Cuando se cansó de jugar de esta manera, se marchó del colegio y
se subió a un autobús, sin pagar billete, naturalmente, porque el
cobrador no podía verle. Encontró un asiento libre y se sentó. A la
parada siguiente subió
una señora con la cesta de la compra y fue a sentarse allí
precisamente, pues a sus ojos parecía un asiento desocupado.
Pero en cambio se sentó sobre las rodillas de Toñito que apenas si
podía sostenerla: La señora gritó:
—¿Qué truco es éste? ¿Es que ya no podemos ni sentarnos?
Mirad, intento dejar la cesta en el suelo y se queda suspendida en
el aire.
Pegaojos.
Hermanos Andersen
Le llamaban Pegaojos y decían que nadie en el mundo sabía
tantos cuentos como él.
Pegaojos era un duendecillo que todas las noches, cuando los
niños están todavía sentados a la mesa, subía las escaleras
quedito, quedito, pues iba descalzo, sólo con calcetines; abría
las puertas sin hacer ruido y,
¡chitón!, vertía en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con
cuidado, pero siempre bastante para que no pudieran tener los
ojos abiertos y, por tanto, verle a él. Se deslizaba por detrás, les
soplaba suavemente en la nuca y se quedaban dormiditos.
A los niños no les dolía, pues Pegaojos era su mejor amigo y solo
pretendía que se estuvieran quietos. Para ello era mejor aguardar
a que estuviesen acostados.
Si había de contarles cuentos, debían permanecer calladitos.
Cuando los niños estaban ya dormidos, Pegaojos se sentaba en la
cama. Iba muy bien vestido, con un traje de seda; es imposible
decir de qué color, pues tenía destellos verdes, rojos o azules,
según sus movimientos. ¡Ah!, llevaba dos paraguas, uno debajo de
cada brazo.
Uno de estos paraguas estaba adornado con bellas imágenes y
era el que abría sobre los niños buenos; entonces ellos soñaban
durante toda la noche los cuentos más deliciosos; el otro paraguas
carecía de estampas y lo desplegaba sobre los niños traviesos, los
cuales se dormían como marmotas y por la mañana despertaban
sin haber tenido ningún sueño.
La gallina roja
Cuento popular
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una
granja rodeada de muchos animales.
Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo
vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia
cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con
muchas gallinas. Había en la granja también una familia de
granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja,
encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y
después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
—¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? — les preguntó.
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, pues lo sembraré yo— dijo la gallinita.
Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado.
Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó.
Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró,
convirtiéndose en una bonita planta.
—¿Quién me ayudará a segar el trigo? — preguntó la gallinita roja.
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo—
exclamó
Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que
cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó,
habló muy cansada a sus compañeros:
—¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, lo trillaré yo.
Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella
sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar
el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
—¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en
harina?
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo— contestó Marcelina.
Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la
tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
—Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? — volvió a preguntar la
gallinita roja.
—¡Yo, yo!— dijo el pato.
—¡Yo, yo!— dijo el gato.
—¡Yo, yo!— dijo el perro.
—¡Pues no os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina
—.
Me la comeré yo, con todos mis hijos.
Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos.
La gallina roja (nueva versión)
Cuento popular
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una
granja rodeada de muchos animales.
Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo
vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia
cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con
muchas gallinas. Había en la granja también una familia de
granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja,
encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y
después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
—¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? — les preguntó.
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, pues lo sembraremos entre todos— dijo la gallinita.
Y así, Marcelina y sus amigos sembraron el grano de trigo con
mucho cuidado. Abrieron un agujerito en la tierra y lo taparon.
Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró,
convirtiéndose en
una bonita planta.
—¿Quién me ayudará a segar el trigo? — preguntó la gallinita roja.
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, ahora segaremos el trigo entre todos—
exclamó
Marcelina.
Y la gallina, ayudada por sus amigos segó el trigo. Tuvieron que
cortar, cada uno como pudo, uno a uno todos los tallos. Cuando
terminaron, la gallina preguntó a sus compañeros:
—¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, lo trillaremos entre todos.
Estaba muy contenta con los otros animales, así que se pusieron a
trillarlo. Lo trituraron con paciencia hasta que consiguieron separar
el grano de la paja. Cuando acabaron, volvió a preguntar:
—¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en
harina?
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, lo llevaremos y lo amasaremos — contestó Marcelina.
Y con la harina hicieron una hermosa y jugosa barra de pan.
Cuando la tuvieron terminada, muy tranquilamente preguntó:
—Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? — volvió a preguntar la
gallinita roja.
—¡Yo, yo!— dijo el pato.
—¡Yo, yo!— dijo el gato.
—¡Yo, yo!— dijo el perro.
—¡Pues nos la comeremos entre todos!— contestó Marcelina —.
Y
haremos una gran fiesta.
Y así lo hicieron.
Érase una vez una valiente mujer que trabajaba muy duro durante
el día y se esforzaba hasta tarde por las noches para dar de comer
y para vestir a sus tres pequeñas hijas.
Las tres pequeñas hijas crecieron y se convirtieron en tres
jovencitas alegres como pájaros y bellas como el día.
Una tras otra, se fueron casando y se marcharon cada una
con su marido.
Pasaron los años, y la esforzada mujer, que se había hecho muy
vieja, cayó gravemente enferma. Quería volver a sus hijas y mandó
en su busca a la pequeña ardilla roja.
—Diles, amable ardilla, diles que vengan pronto.
La ardilla corrió y corrió, y llegó a casa de la mayor de las hijas. La
hija estaba fregando unos barreños.
—¡Oh!— suspiró ella al enterarse de las malas noticias—.¡Oh!
Iría ahora mismo, pero antes tengo que fregar estos dos barreños.
—¡Ah! ¡De verdad tienes que fregar estos dos barreños ANTES
QUE NADA?-respondió enfadada la ardilla—.Pues bien, no te
separarás nunca de ellos.
Y los dos barreños saltaron de repente desde el fregadero, uno
sobre la espalda y el otro sobre la tripa de la joven, aprisionándola
como una concha.
La malvada hija cayó al suelo y salió de la casa a cuatro
patas, convertida en una gran tortuga.
La ardilla roja corrió y corrió más, y llegó a casa de la otra hija. Ella
estaba tejiendo.
—¡Oh!-suspiró la hija al oír las malas noticias—. ¡Oh! Iría
ahora mismo, pero tengo que tejer esta tela para venderla en la
feria.
—¡Ah! ¿De verdad tienes que tejer una tela para venderla en la
feria ANTES QUE NADA?-respondió enfadada la ardilla—. Pues
bien, tejerás durante el resto de tu vida, tejerás para siempre.
Y, en un instante, la menor se vio convertida en una gran araña
que tejía
su tela.
Esopo
Érase una vez un ratón que vivía en una humilde madriguera en
el campo. Allí, no le hacía falta nada. Tenía una cama de hojas, un
cómodo sillón, y flores por todos los lados. Cuando sentía hambre,
el ratón buscaba frutas silvestres, frutos secos y setas, para comer.
Además, el ratón tenía una salud de hierro. Por las mañanas,
paseaba y corría entre los árboles, y por las tardes, se tumbaba
a la sombra de algún árbol, para descansar, o
simplemente respirar aire puro. Llevaba una vida muy tranquila y
feliz.
Un día, su primo ratón que vivía en la ciudad, vino a visitarle. El
ratón de campo le invitó a comer sopa de hierbas. Pero al ratón de
la ciudad, acostumbrado a comer comidas más refinadas, no le
gustó. Y además, no se habituó a la vida de campo. Decía que la
vida en el campo era demasiado aburrida y que la vida en la ciudad
era más emocionante. Acabó invitando a su primo a viajar con él a
la ciudad para comprobar que allí se vive mejor. El ratón de campo
no tenía muchas ganas de ir, pero acabó cediendo ante la
insistencia del otro ratón.
Nada más llegar a la ciudad, el ratón de campo pudo sentir que
su
tranquilidad se acababa. El ajetreo de la gran ciudad le
asustaba. Había peligros por todas partes. Había ruidos de
coches, humos, mucho polvo, y un ir y venir intenso de las
personas. La madriguera de su primo era muy distinta de la
suya, y estaba en el sótano de un gran hotel. Era muy elegante:
había camas con colchones de lana, sillones, finas alfombras, y las
paredes eran revestidas. Los armarios rebosaban de quesos, y
otras cosas ricas. En el techo colgaba un oloroso jamón. Cuando
los dos ratones se disponían a darse un buen banquete, vieron a
un gato que se asomaba husmeando a la puerta de la madriguera.
Los ratones huyeron disparados por un agujerillo.
Mientras huía, el ratón de campo pensaba en el campo
cuando, de repente, oyó gritos de una mujer que, con una escoba
en la mano, intentaba darle en la cabeza con el palo, para matarle.
El ratón, más que asustado y hambriento, volvió a la madriguera,
dijo adiós a su primo y decidió volver al campo lo antes que
pudo. Los dos se abrazaron y el ratón de campo emprendió
el camino de vuelta. Desde lejos el aroma de queso recién hecho,
hizo que se le saltaran las lágrimas, pero eran lágrimas de alegría
porque poco faltaba para llegar a su casita. De vuelta a su casa el
ratón de campo pensó que jamás cambiaría su paz por un montón
de cosas materiales.
Los pasteles y la muela