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9.5.

- Efectos del estrés en la salud física

Estrés y salud
¿El estrés es causa de enfermedades? ¿Una actitud positiva puede curar o
hacer más lento el progreso del cáncer?
“Sabemos que el 50 por ciento de las muertes tienen una relación directa con conductas
humanas, y aún así dedicamos poco tiempo a hacer investigación y a poner en práctica
programas relacionados con ellas,” afirmó David Satcher, Secretario de Salud de
Estados Unidos (Satcher, 1999, p. 16). Los médicos y los psicólogos coinciden en que
el manejo del estrés es una parte esencial de los programas para prevenir la enfermedad
y promover la salud.
La biología del estrés
Para entender cómo responde nuestro cuerpo al estrés, examine la forma en que reaccionamos
al peligro. Suponga que una noche, ya tarde, está caminando solo por una
calle desconocida cuando advierte que un desconocido sospechoso lo está siguiendo.
De repente, su corazón comienza a latir de prisa, su respiración se incrementa y siente
que tiene el estómago revuelto. ¿Qué le está sucediendo? El hipotálamo, un centro en
la parte profunda del encéfalo está reaccionando a su percepción del peligro organizando
una respuesta generalizada que afecta a varios órganos del cuerpo (figura 12-2).
Casi de inmediato, el hipotálamo estimula a la rama simpática del sistema nervioso autónomo
y a las glándulas suprarrenales para liberar en la sangre hormonas del estrés
como la adrenalina y la norepinefrina, lo que da lugar a los incrementos en el ritmo cardiaco,
la presión sanguínea, la respiración y la transpiración. También responden otros
órganos, como el hígado, que incrementa la cantidad de azúcar disponible en la sangre
para contar con energía adicional, y la médula ósea, que incrementa el conteo de glóbulos
blancos para combatir infecciones. Por el contrario, disminuye la tasa de algunas
funciones corporales, como la tasa de la digestión, cuya importancia es obviamente
menor cuando enfrentamos un peligro inminente y que, por cierto, explica la sensación
de tener el estómago revuelto.
El renombrado fisiólogo Walter Cannon (1929) describió los elementos básicos de
esta secuencia de eventos como una respuesta de lucha o escape porque parecía que su
propósito principal era preparar a un animal para responder a amenazas externas atacándolas
o huyendo de ellas. Cannon también observó que esta movilización fisiológica
adoptaba la misma forma independientemente de la naturaleza de la amenaza. Por
ejemplo, la respuesta de lucha o escape se dispara por un trauma físico, por temor, activación
emocional o simplemente porque un incidente realmente malo sucedió en el
trabajo o la escuela. Para Cannon, era obvio que el significado adaptativo de la respuesta
de lucha o escape era que aseguraba la supervivencia de los primeros humanos
al enfrentar el peligro.

Con base en la teoría de Cannon de la respuesta


de lucha o escape, el fisiólogo canadiense
Hans Selye (1907-1982) sostenía que
reaccionamos a los estresores físicos y psicológicos
en tres etapas a las que denominó el síndrome
de adaptación general (SAG) (Selye,
1956, 1976). Esas tres etapas son la reacción
de alarma, resistencia y agotamiento.
La primera etapa, la reacción de alarma, es la
primera respuesta al estrés. Empieza cuando
el cuerpo reconoce que debe eludir algún peligro
físico o psicológico. Las emociones se intensifican.
La actividad del sistema nervioso
simpático se incrementa, lo que da por resultado
la liberación de hormonas de las glándulas
suprarrenales. Nos volvemos más sensibles
y alertas, nuestra respiración y latido cardiaco
se aceleran, los músculos se tensan y también
experimentamos otos cambios fisiológicos. Todos
estos cambios nos ayudan a movilizar nuestros
recursos de afrontamiento para manejar el
peligro. En la etapa de alarma podemos usar
estrategias directas o defensivas de afrontamiento.
Si ninguna de esas aproximaciones reduce
el estrés, entramos a la postre en la segunda
etapa de adaptación.

Durante la segunda etapa, denominada resistencia,


aparecen síntomas físicos y otras señales
de tensión mientras luchamos contra la
creciente desorganización psicológica. Intensificamos
el uso de las técnicas directas y defensivas
de afrontamiento. Si logramos reducir
el estrés, regresamos a un estado más normal. Pero si el estrés es extremo o prolongado,
la desesperación puede hacer que recurramos a técnicas inapropiadas de afrontamiento
y que nos aferremos a ellas con rigidez, a pesar de la evidencia de que no están
funcionando. Cuando esto sucede, empezamos a agotar nuestros recursos físicos y
emocionales, y se hacen evidentes las señales de desgaste psíquico y físico.
En la tercera etapa, llamada agotamiento, nos valemos de mecanismos cada vez más
ineficaces de defensa en un intento desesperado por controlar el estrés. Algunas personas
pierden el contacto con la realidad y muestran señales de trastorno emocional o
enfermedad mental en esta etapa. Otras muestran señales de estar exhaustas, como incapacidad
para concentrarse, irritabilidad, aplazamiento y la creencia cínica de que nada
vale la pena (Freudenberger, 1983; Maslach y Leiter, 1997). Pueden manifestarse
síntomas físicos como problemas dérmicos o estomacales, y algunas víctimas del agotamiento
recurren al alcohol o a las drogas para afrontar el agotamiento inducido por
el estrés. En otras palabras, las reacciones fisiológicas que nos prepararon para afrontar
de manera efectiva en las fases de alarma y resistencia, a la larga, nos debilitan. Si el
estrés continúa, la persona puede sufrir daño físico o psicológico irreparable o incluso
la muerte.
En su época, la teoría de Selye de que el estrés psicológico prolongado podía hacernos
enfermar era sumamente controvertida. En la actualidad, la idea de que el estrés
psicológico contribuye a la enfermedad física se ha convertido en parte integrante de
la sabiduría común (en este caso, sustentada por años de investigación). Sin embargo,
persisten muchas preguntas. Por ejemplo, algunos psicólogos han cuestionado la idea
de que la “lucha o escape” sea una respuesta universal al peligro, afirmando que las
mujeres responden de manera diferente a las amenazas.

Estrés psicológico y enfermedad física


¿Exactamente de qué manera el estrés psicológico conduce o influye en la enfermedad
física? Existen al menos dos rutas. Primero, cuando la gente experimenta estrés, el corazón,
los pulmones, el sistema nervioso y otros sistemas fisiológicos son obligados a
trabajar más duro. El cuerpo humano no está diseñado para trabajar a gran velocidad,
ni para estar expuesto a los poderosos cambios biológicos que acompañan a la alarma y
la movilización por largos periodos. Cuando el estrés es prolongado es más probable
que la gente experimente algún tipo de trastorno físico. En segundo lugar, el estrés
tiene un poderoso efecto negativo sobre el sistema inmunológico del cuerpo, y el estrés
prolongado puede socavar la habilidad del cuerpo para defenderse de la enfermedad.
De manera indirecta, el estrés puede conducir a conductas poco saludables (como
fumar, beber, comer en exceso u omitir comidas y no hacer ejercicio o no dormir lo
suficiente), así como a evitar las revisiones y exámenes médicos, o dejar de tomar medicamentos
u otros tratamientos recomendados.

El estrés y las enfermedades cardiacas


El estrés es un importante factor que contribuye al desarrollo de la enfermedad coronaria
cardiaca (ECC), la causa principal de muerte y discapacidad en Estados Unidos (McGinnis,
1994). La herencia influye en el riesgo
de desarrollar la ECC, pero incluso entre
gemelos idénticos su incidencia está estrechamente
vinculada con las actitudes hacia
el trabajo, los problemas en el hogar y la
cantidad de tiempo libre disponible (Kringlen,
1981; vea también O’Callahan, Andrews
y Krantz, 2003). El estrés frecuente
o crónico daña al corazón y los vasos sanguíneos
(Heinz et al., 2003). Por ejemplo,
la hormona del estrés cortisol eleva la presión
sanguínea (lo que debilita las paredes
de los vasos sanguíneos), genera arritmias
(latidos cardiacos erráticos que pueden
producir la muerte súbita) e incrementa
los niveles de colesterol (que ocasiona la
formación de placas y, con el tiempo, arterioesclerosis
o “endurecimiento” de las arterias).
Además de la cantidad de estrés, la forma
en que los individuos responden al
mismo es un factor de predicción de las
enfermedades cardiacas. En la década de
1950, los cardiólogos Meyer Friedman y
Ray Rosenman identificaron un patrón de
conducta al que denominaron personalidad
tipo A: gente que responde a los acontecimientos
de la vida con impaciencia, hostilidad,
competitividad, urgencia y lucha
constante (Friedman y Rosenman, 1959).

Diseñaron una entrevista estructurada para


distinguir a la gente tipo A de la gente
tipo B, que es de trato más fácil. La entrevista
no sólo evalúa los recuentos que hace la gente de su logro y su esfuerzo, sino que también intenta
provocar a los entrevistados
porque Friedman y Rosenman estaban convencidos de que la conducta tipo A tiene
mayor probabilidad de manifestarse en situaciones estresantes.
Varios estudios han demostrado que la entrevista estructurada de Friedman y Rosenman
no sólo hace un excelente trabajo en la identificación de la gente con conducta
tipo A, sino que también predice la ECC (Booth-Kewley y Friedman, 1987; Carmona,
Sanz y Marin, 2002; T. Q. Miller, Turner, Tindale, Posavac y Dugoni, 1991). La mayoría
de la gente tipo A no desarrolla trastornos cardiacos. Sin embargo, un estudio de
hombres que no presentaban signos de problemas cardiovasculares cuando se les aplicó
una entrevista de personalidad encontró que ocho años y medio después, las personalidades
tipo A tenían una probabilidad dos veces mayor que las personalidades tipo B
de haber desarrollado problemas cardiovasculares (Rosenman et al., 1975).
Un estudio
más reciente encontró que cuando las personalidades tipo A estaban siendo evaluadas,
sometidas a hostigamiento o a críticas, o divirtiéndose con juegos de video, su ritmo
cardiaco y presión sanguínea eran mucho más altos que las de las personalidades tipo B
en las mismas circunstancias (Lyness, 1993).
La investigación actual indica que algunos aspectos de la conducta tipo A son más
tóxicos que otros, en especial la ira crónica y la hostilidad, que de hecho predicen enfermedades
cardiacas (T. Q. Miller et al., 1996; Williams, 2001). Un estudio reciente hizo
un seguimiento durante seis años de 13,000 personas que no presentaban cardiopatía
al inicio del estudio (J. C. Williams et al., 2000). Quienes alcanzaron una calificación
alta en una escala de ira tuvieron una probabilidad 2.5 veces mayor de sufrir ataques
cardiacos o muerte súbita por problemas cardiacos durante los siguientes seis años que
sus pares más tranquilos. En otras palabras, la impaciencia y la ambición pueden no
causar daño, pero la molestia constante sí. No resulta sorprendente que Friedman y
sus colegas (1996) hayan reportado cierto éxito en la reducción de la incidencia de la
ECC mediante el uso de consejería diseñada para disminuir la hostilidad en pacientes
con conducta tipo A.
Sorprendentemente, también está aumentando la evidencia de que la depresión está
asociada con las enfermedades cardiacas y la muerte prematura (McCabe, Schneiderman,
Field y Wellens, 2000; Rugulies, 2002; Schwartzman y Glaus, 2000). La gente
que sufre de depresión clínica se siente triste y letárgica, lo contrario de lo que le sucede
a una personalidad tipo A. Resulta que, aunque parece que se han rendido, su cuerpo
se encuentra en un estado constante de activación de lucha o escape y, como hemos
visto, la exposición a las hormonas del estrés por periodos prolongados daña el corazón
y los vasos sanguíneos.
El estrés y el sistema inmunológico
Los científicos han sospechado durante mucho tiempo que el estrés también afecta el
funcionamiento del sistema inmunológico. Recuerde que este sistema es fuertemente
afectado por las hormonas y las señales del encéfalo. La función del sistema inmunológico
es defender al cuerpo contra las sustancias invasoras, o antígenos, como las bacterias,
virus, otros microbios y tumores. Para ello, se vale principalmente de los glóbulos
blancos llamados linfocitos. El estrés puede dañar la salud en la medida en que interrumpe
el funcionamiento del sistema inmunológico (S. Cohen y Herbert, 1996). El
campo relativamente nuevo de la psiconeuroinmunología (PNI) estudia la interacción
entre el estrés por un lado, y la actividad inmunológica, endocrina y del sistema nervioso
por el otro (Azar, 1999a; Stowell, McGuire, Robles, Glaser y Kiecolt-Glaser, 2003).
¿Qué es más común que un resfriado? Estamos expuestos a los virus del resfriado
todo el tiempo, pero por lo regular nuestro sistema inmunológico los combate. El estrés
puede dañar la salud en la medida en que interrumpe el funcionamiento del sistema
inmunológico. En un estudio reciente (S. Cohen et al., 1998), se aplicó una batería
de pruebas a 256 participantes saludables, incluyendo una entrevista de tensiones de la
vida, un cuestionario de prácticas de salud, y evaluaciones inmunológicas y endocrinas.
Luego se les expuso a uno de cinco virus del resfriado o a una solución salina (el grupo control), se
les puso en aislamiento por cinco días y se les aplicó una prueba diariamente
para ver si habían contraído el resfriado. Cohen encontró que varias fuentes severas
de estrés pero de corta duración (de un mes o menos) no estaban ligadas a la adquisición
del virus. Pero la gente que había sufrido varias fuentes severas de estrés crónico
(de un mes o más de duración) tenía una probabilidad mayor del doble de contraer el
resfriado que la gente que no estuvo expuesta a estresores. El tipo de estrés también
predecía quién iba a enfermar. Los participantes que tenían problemas serios en una
relación cercana o que estaban subempleados o desempleados eran de 2.5 a 3 veces
más propensos a contraer el resfriado que los que no tenían esos problemas. El estrés
crónico, como el cuidado de un padre anciano, vivir en la pobreza, la depresión (Kiecolt-
Glaser y Glaser, 2002; Oltmanns y Emery, 1998) o incluso el estrés asociado con
los exámenes en la universidad (O’Leary, 1990), se ha vinculado con la supresión del
funcionamiento del sistema inmunológico (Irwin, 2002).
Los psiconeuroinmunólogos han establecido también una posible relación entre el
estrés y el cáncer (Herberman, 2002). El estrés no causa el cáncer, pero al parecer daña
al sistema inmunológico de forma que las células cancerosas pueden establecerse y diseminarse
en el cuerpo. La investigación con animales ha demostrado esta conexión entre
el estrés y el cáncer. Por ejemplo, un estudio utilizó ratones conocidos por ser vulnerables
al cáncer (Riley, 1981). Se mantuvo a los ratones durante 400 días en un ambiente
hacinado, ruidoso y con alto grado de estrés. Al cabo de este periodo, el 92 por ciento
había desarrollado cáncer. En contraste, sólo el 7 por ciento de un grupo comparable de
ratones que se mantuvo en condiciones tranquilas, con bajo estrés, desarrolló cáncer.
(Sin embargo, el ambiente con bajo estrés sólo demoró el inicio del cáncer; después de
600 días la incidencia de tumores en ambos grupos era similar.) La investigación actual
con animales se enfoca en el hallazgo de los mecanismos celulares exactos que vinculan
el estrés con el cáncer (por ejemplo, Herberman, 2002; Quan et al., 1999).
Establecer un vínculo directo entre el estrés y el cáncer en los seres humanos es
más difícil. Por razones obvias, los investigadores no pueden conducir experimentos
similares con participantes humanos. Varios medicamentos nuevos contra el cáncer
trabajan estimulando el sistema inmunológico, pero esto no necesariamente significa
que el daño al sistema inmunológico hace a la gente más vulnerable al cáncer (Azar,
1999b). Algunas investigaciones tempranas mostraron una correlación entre el estrés
y la incidencia de cáncer (McKenna, Zevon, Corn y Rounds, 1999; O’Leary, 1990);
sin embargo, la investigación más reciente no ha confirmado esos hallazgos (Maunsell,
Brisson, Mondor, Verreault y Deschenes, 2001). Así que todavía no se sabe con certeza
si en el caso de los seres humanos el estrés contribuye al cáncer.
Además de aclarar el papel del estrés en el cáncer, muchos médicos están de acuerdo
en que los psicólogos juegan también un papel vital en el mejoramiento de la calidad
de vida de los pacientes de cáncer (McGuire, 1999; Rabasca, 1999a). Por ejemplo, al
enfrentar el diagnóstico de un cáncer de mama en una etapa avanzada, es comprensible
que las mujeres experimenten altos niveles de depresión y estrés mental. Muchos
médicos ahora recomiendan rutinariamente que las pacientes con cáncer de mama
asistan a sesiones de terapia de grupo, que han demostrado ser efectivas para reducir la
depresión, el estrés mental, la hostilidad, el insomnio y la percepción de dolor (Giese-
Davis et al., 2002; Goodwin et al., 2001; Kissane et al., 1997; Quesnel, 2003; Spiegel,
1995). Sin embargo, a pesar de algunos reportes iniciales de que las pacientes con cáncer
de seno que asistían a sesiones de terapia de grupo tenían una tasa de supervivencia
más alta (Spiegel y Moore, 1997), investigaciones más recientes no han apoyado esta
afirmación (Edelman, Lemon, Bell y Kidman, 1999; Goodwin et al., 2001).

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