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Si la guerra contra las drogas prohibidas se está perdiendo, ¿no sería mejor legalizarlas?, plantea el autor del siguiente
ensayo, el ex embajador de México ante la Organización de las Naciones Unidas, Enrique Berruga. El país ganaría en
impuestos, bajaría de corrupción, se controlarían las adicciones y, sobre todo, se detendría el actual baño de sangre que
ha dejado miles de pérdidas humanas. Los legisladores tienen la última palabra.
Seamos prácticos. ¿Qué pasaría en el terreno, en las vidas cotidianas de cada uno de nosotros si se
legalizaran las drogas? ¿Qué pasaría en México, en Colombia y en Estados Unidos? En resumen,
¿estaríamos mejor o peor de lo que estamos? Vamos por partes.
Los consumidores
Bajo esta hipótesis, los adictos podrían acudir a una farmacia y comprar una dosis de marihuana o
dad y pureza, debidamente certificada en su calidad y pureza por Pfizer o por Bayer a un precio
estándar y con los miligramos previamente acordados. Su venta podría regularse de la misma
manera que cualquier otro psicotrópico como el Prozac o el litio, por ejemplo. No podría venderse
a menores de edad o a personas que no lleven una receta que les certifique como adictos y por
tanto como personas bajo tratamiento médico.
Esta alternativa sería preferible, indudablemente, a comprar drogas clandestinas, debajo de una
farola a las dos de la mañana, de manos de un individuo ligado a las bandas del crimen organizado,
al precio que le dé la gana y bajo el riesgo de exponer a otras formas de coerción y a drogas
fabricadas en laboratorios clandestinos. Por lo demás, estos productos, vendidos de esta manera
pagarían impuestos que podrían utilizarse en programas de salud pública y de rehabilitación de
adictos.
Al levantar la prohibición, las adicciones podrían tratarse como lo que son: un asunto de salud
público y no un problema de crimen organizado y de seguridad. De hecho, las drogas hoy por hoy
generan un grave clima de inseguridad por la simple razón de que están prohibidas y por tanto
quienes trafican con ellas deben realizar sus actividades al margen de la ley.
El lado oscuro de esta propuesta es la posibilidad de que una libre disponibilidad de drogas en el
mercado genere una mayor cantidad de drogadictos de los que ya existen bajo un sistema –como
el actual‐ de prohibición total. Este es el argumento más relevante que utilizan aquellos que
favorecen el actual esquema de prohibición. Sin embargo, esto por demás dudoso, al menos por
tres razones: primero, la oferta de drogas es tan vasta actualmente que los pushers regalan
“paquetes de iniciación” en las salidas de las escuelas y en los antros para conseguir adeptos. Por
algo son pushers, gente que empuja, que incita a las personas a consumir.
La segunda razón es que los que ya son adictos no encuentran, bajo el esquema actual, dificultad
para conseguir sus dosis de la droga que consumen. Existe una red subterránea mediante la cual
pueden hacerse, de una o de otra forma, de los enervantes que requieren.
Por último, la evidencia muestra que los países con mayores controles para prohibir las drogas son,
curiosamente, los que muestran índices más altos de drogadictos, como son los casos de Estados
Unidos, España o el Reino Unido. Sus leyes y sus sistemas policiacos y de inteligencia han sido
incapaces de controlar eficazmente el consumo y mercadeo de drogas en sus territorios.
La lucha contra el narco
Esta sería sin duda la parte más relevante para los países de producción y de tránsito como
México, Colombia o Bolivia. Si las drogas se hacen legales en México, las bandas criminales de los
Beltrán Leyva, los Zetas, los Arellano Félix o el multimillonario Chapo Guzmán se convertirían de la
noche a la mañana en organizaciones de comerciantes y productores establecidos legalmente,
como aquellas que importan maquinaria o cepillos de dientes. Podrán usar sus contactos en
Bolivia, Perú o Colombia para importar cocaína, como cualquier empresario que importe
computadores de Estados Unidos o quesos de Holanda. Sus compradores en México serán las
famacéuticas mundiales que después las venderían al consumir final.
Bajo este esquema, el Chapo, los Zetas y sus rivales ya no se disputarán los territorios de
Michoacán o de Tamaulipas, sino clientes como Pfizer o GlaxoSmithKline.
Ahora bien, dado que en México –primer país libre para las drogas‐ no operaría en solitario en el
mundo globalizado de nuestro tiempo, tendría que tener en mente que nuestro vecino del norte,
por ejemplo, se vería amenazado por nuestro comercio legal de drogas. Igual que a nosotros nos
afecta la venta indiscriminada de armas en Estado Unidos, a ellos les afectaría la venta
indiscriminada de drogas en nuestro país. En este caso, le correspondería a la Border Patrol y al
Departamento de Aduanas de Estados Unidos realizar la tarea de impedir el flujo de drogas hacia
ese país –cosa que ya deberían hacer y que no logran o no quieren hacer‐. Previsiblemente
llegaría a México un flujo considerable de drogadictos en busca de conseguir estupefacientes en
las farmacias de nuestro país. Sin embargo, su venta estaría sujeta a mostrar una receta médica.
No cabe duda que muchos de ellos recurrirían al soborno para hacerse de las drogas, pero eso
metería en problemas a las farmacias al no poder respaldar sus ventas con las recetas respectivas.
Y dentro de la cadena de corrupción, los médicos podrían verse tentados también a emitir recetas
a cambio de alguna mordida. Este es un escenario real. Sin embargo, no deja de ser preferible al
teatro del horror y a la violencia que hoy se observa en nuestro país.
Hace unos años era una certeza suponer que las drogas manejadas por los cárteles mexicanos
tenían como principal destino el mercado de Estados Unidos. Hoy en día ha cambiado la ecuación.
De otra manera no podríamos explicarnos por qué las diferentes bandas se disputan las plazas de
Cancún, lo mismo que las de Chihuahua. Es decir, el mercado interno ya pesa. Lo que sucede es
que el cártel del Golfo compite con el cártel de San Francisco y con el de Boston y , quizá por eso,
la lucha se ha hecho mucho más encarnizada que en el pasado.
En cualquier caso, legalizando las drogas en México, los negocios ilícitos de los narcotraficantes se
reducirían a sus nexos con Estados Unidos o con Europa, pero no con nosotros. Y visto así, este
sería problema de otros. El cinismo con el que ha tratado tradicionalmente este asunto el
gobierno de Washington tendría que ser ahora abordado con la seriedad que merece. No es
posible que cada año entren a Estados Unidos 300 toneladas de cocaína y todavía estemos
esperando la hora en que caiga un gran capo del narcotráfico en ese país.
El negocio mundial de las drogas está estimado por la Oficina de las Naciones Unidas para el
Control de Estupefacientes en 320 mil millones de dólares al año. Ni un solo centavo de esta cifra
colosal paga impuestos o genera beneficios para los gobiernos. Por el contrario, la lucha en contra
de este flagelo tiene un costo elevadísimo en policías, ejércitos, servicios de inteligencia y en
general recursos del Estado para intentar combatirlas. Si, como sucede con el tabaco, las drogas
pagarán un impuesto alto, los recursos mundiales que podrían captarse por esta vía serían capaces
de sufragar programas muy ambiciosos de rehabilitación de adictos y de educación que hoy,
simplemente, no existen.
La cuestión moral
La pregunta moral pertinente al respecto a la legalización de las drogas es: para qué darles a los
seres humanos más posibilidades de corromperse y de degradase si ya tenemos suficiente con el
abuso del alcohol, la nómina gubernamental, la pornografía, la corrupción del sistema judicial, el
sexo desenfrenado, el tabaco y el engaño en todas sus variedades. ¿Para qué dar una más?
La respuesta práctica es que la humanidad ha sido incapaz de vencer a las drogas. Y si un
problema no puede resolverse, cuando menos hay que reconocerlo y aprender a administrarlo.
No ha faltado voluntad para intentar doblegar al tráfico y consumo de las drogas. Pero el hecho
objetivo es que este combate ha sido un fracaso, un fracaso carísimo. Muy probablemente
Colombia ya hubiera resuelto el problema de la guerrilla si no tuviera el doble frente de las drogas
y los grupos armados. El drama de Afganistán sería muy distinto si los Talibanes no tuvieran esa
fuente inagotable de ingresos que le proporciona el tráfico ilegal de opio y de heroína. Estados
Unidos lleva tres décadas exigiendo y señalando a otros países porque no logran reducir el tráfico
de estupefacientes, cuando ellos mismos han fracasado ostensiblemente en su propia lucha contra
las adicciones.
En México, desde que Felipe Calderón asumió la presidencia, más de 10 mil personas han perdido
la vida (tan sólo 6,268 el año pasado) en la violencia ligada al narcotráfico.
Se ha elegido al blanco, al enemigo equivocado. El reto son las adicciones, no los narcotraficantes
que, en el fondo, no son más que parte de una cadena de producción y de comercialización de un
mercado hasta ahora proscrito.
Si México fuese el primer país del mundo en legalizar las drogas, no faltarán las voces que nos
critiquen, señalando que no pudimos contra los narcos. Es obvio que no hemos podido contra
ellos, que no contamos con una policía, ni contaremos, capaza de hacer frente a sus enormes
cañonazos de muchos miles de dólares. Se suponía que los Zetas iban a ser el cuerpo de élite del
Ejército Nacional para acabar con los capos del crimen organizado y terminaron convirtiéndose en
la fuerza más poderosa de la delincuencia en el país.
Siguiendo dentro del espectro de la moral, lo ideal sería que las personas fuesen inmunes a las
adicciones, que tomando un café cargado pudieran satisfacer sus necesidades de estimulación,
pero el hecho es que hay un gran mercado de drogas porque hay también un gran mercado de
consumidores. Si hubiera visos de vencerlos, valdría la pena esta sangrienta guerra contra el
narcotráfico. Pero lo cierto es que no hay avances perceptibles y mientras tanto, nuestro país está
al borde del colapso; gastando recursos muy cuantiosos que ofenden otras carencias nacionales,
dejando la imagen del país por los suelos y, lo más importante, dejando a todos nosotros los
ciudadanos, en una situación de zozobra continua, llenos de miedo y mutilando nuestra capacidad
de dedicarnos a las tareas productivas que pueden hacer grande a este país.
La sensación nacional y mundial de que vivimos en un narcoestado inhibe las inversiones, genera
el éxodo de mexicanos muy valiosos, nos lleva a cuestionar cotidianamente a nuestro gobierno,
causa vergüenza frente al exterior y, en suma, estimula un estado de paranoia nacional antes la
duda de si hemos de regresar sanos y salvos a casa por la noche o si nuestras familias se
encontrarán tan plenas como las dejamos antes de salir.
Existen algunas voces que se inclinan a que “negocie” con los narcos. Esta es la peor de las
opciones, pues equivale a que entreguen las atribuciones Estado. ¿Qué se va a negociar en última
instancia? ¿Qué puedan traficar drogas a cambio de que no maten a la gente o envenenen a los
niños? El Congreso mexicano debe tomar con toda seriedad la discusión de las alternativas para
enfrentar, de raíz, este grave asunto. Hay que reconocerlo, es tiempo de legalizar las drogas.
Enrique Berruga Filloy, ex embajador de México en la ONU.