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Por ello, tal vez entre las principales y primeras tareas de un gobierno
democrático, deba estar el desarrollo de una doctrina acerca del uso de la fuerza,
sobre todo la policial, que permita claramente que, sin inhibir las prerrogativas
de que está dotado el Estado en la materia, exista un sello de autoridad y
legitimidad democráticas diferentes a los paradigmas conservadores y
autoritarios que hoy priman cuando se discute sobre seguridad ciudadana.
Sin embargo, esta importancia no ha ido refrendada desde la política por parte
de las fuerzas progresistas con un desarrollo más elaborado, tanto de políticas
públicas, como de un discurso doctrinario, que integre los diversos componentes
de la seguridad ciudadana y le entregue un sentido estratégico a las soluciones
que se intentan. Más bien las acciones gubernamentales y los discursos políticos
aparecen dominados por el síndrome del temor y del corto plazo, con un
predominio de soluciones que privilegian el uso de la fuerza y las restricciones
de libertad como mecanismos aptos para delinear las soluciones. Es decir, un
sentido bastante diferente a aquel en que se supone avanzan los cambios
sociales con profundización de la democracia.