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Mozart: Cuarteto en sol mayor K.

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En el Allegro vivace Assai, mientras el primer violín entona el primer tema, los otros tres
instrumentos conversan entre ellos. Es un comienzo alegre y resuelto, lo que se nota en la claridad
de las texturas y la interacción entre las distintas partes del conjunto. El amplio y lírico diseño de
esa melodía contrasta con el segundo tema, mucho más compacto y de ritmo y forma más
controlados, casi con aire de marcha. Ese tema principal se presenta después en un canon entre los
dos violines, mientras que algunos segmentos del primer tema desempeñan un papel considerable
en la sección de desarrollo. La pieza se mueve siempre dentro de un clima muy tierno y espontáneo
en el que apenas se percibe ese supuesto “esfuerzo” compositivo, aunque el autógrafo de este
primer cuarteto de la colección es uno de los que presenta más correcciones de los seis.
El Minueto es uno de los más interesantes que jamás escribiera Mozart. Comienza con una escala
cromática ascendente del primer violín en la que cada nota está indicada alternativamente en la
partitura con f y p (forte 33 y piano), una técnica de ejecución de contrastes dinámicos que acaba
transmitiendo una ligera sensación hipnótica, sobre todo por la insistencia. Esa fórmula es
contestada en seguida por el violonchelo con un diseño melódico en sentido contrario con el
acompañamiento de la cuerda aguda. El trío en sol menor comienza con cuatro impresionantes
compases tocados en un arrebatador unísono. Y aunque en el plano sonoro son simplemente una
afirmación tonal en forma arpegiada, en el aspecto expresivo parecen una exclamación típicamente
beethoveniana, de una vehemencia insólita en un movimiento “ligero”.
El Andante Cantábile se traslada a la calma de un do mayor en medio de un estilo contemplativo en
el que destaca una gran maestría en el tratamiento concertante, dentro de un tapiz sonoro lleno de
grupetti, florituras y figuraciones finamente tejidas. Es un ejemplo inigualable de música en la que
difícilmente se puede rastrear una sola melodía significativa, pero que se presenta con texturas de
gran inventiva armónica y un perfecto cálculo de la creación y resolución de las tensiones
musicales. Más allá de una apariencia exterior sencilla, Mozart deja discurrir entre líneas (¿entre
barras de compás?) esa musicalidad innata que alcanza unos niveles expresivos que, como tantas
veces en su obra, se resisten al análisis y a la descripción puramente verbal.
El Finale, Molto allegro, está construido sobre un molde en el que se mezclan la homofonía y la
polifonía, dentro de una gama de líneas y gestos de una asombrosa riqueza. La exposición fugada de
un tema de cinco notas (parecido al que abre el último movimiento de la Júpiter) deja paso a una
melodía de danza que termina siendo desarrollada contrapuntísticamente, una demostración más de
que las técnicas barrocas y la huella de Bach y Händel también tuvieron su peso específico en la
personalidad de Mozart. El segundo tema es una pequeña figura cromática de seis notas que parece
evocar la del minueto, mientras que una breve coda repite posteriormente esa misma figura y
termina con un stretto del tema inicial. En medio de tanto contraste estilístico (fuga académica,
melodía popular), la última sección representa uno de los momentos más deliciosos de la obra,
porque se llega a una cadencia homofónica que parece poner punto y final a tanta disputa
contrapuntística, dejando que las cuatro voces se sumen a un calmado acorde conclusivo.

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