Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Inscripción N° 78.828
Se terminó de imprimir esta primera edición de 10.000 ejemplares en el mes de mayo
de 1991.
IMPRESORES: Alfabeta
IMPRESO EN CHILE/PRINTED IN CHILE
ISBN 956-13-0943-1.
MANUEL PEÑA MUÑOZ
MARIA CARLOTA
Y MILLAQUEO
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL
CALLEJON DE LAS HORMIGAS
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE
RINCONADA DE SILVA
I
8 MANUEL PEÑA MUÑOZ
rodillas ante dos palos cruzados. Muchas veces los habían visto estar
en esa posición con los ojos bajos y murmurando en voz baja ante una
mujer con vestido largo, tallada en madera y con pelo natural.
Los indígenas ignoraban quiénes eran esos dioses, pero muy
pronto iban a saberlo, porque en el Santiaguillo, junto con los
mercaderes, los constructores de fuertes, el cronista, el retratista y el
tonelero, venía fray José María de Fermoselle, el sacerdote mercedario
que los iba a evangelizar, sin saber que un día iba a morir en el sur del
mundo, traspasado de flechas araucanas bajo las copas de los canelos.
donde era posible vivir a orillas del mar, con sirvientes mestizos.
Fue entonces que María Fernanda Ibacache dispuso los baúles
para el viaje, guardando en ellos las colchas de Olán, una manteleta de
terciopelo de China —regalo de su abuelo que había viajado al
Oriente—, unas babuchas amarillas, unos vestidos apasamaneados de
seda y, sobre todo, las arras de oro antiguo y el vestido de novia de
encaje de Almagro para cuando María Carlota se casara en el Nuevo
Mundo con un hidalgo español de Extremadura o Navarra.
¡Cuán larga y penosa fue la travesía navegando en las noches
calurosas del trópico o con vientos huracanados en los golfos del sur!
Estrechos, ventisqueros, paisajes nunca vistos con relieves coronados
de blanco y hielos eternos. Luego árboles desconocidos y rostros de
hombres semi- desnudos con la piel curtida, asomándose expectantes
en medio de la espesura.
Al llegar al puerto, ¡cuánta expectación entre las indias al ver
llegar a una mujer de piel blanca y pelo recogido en moño con
peinetas y mallas, vestida de tafetanes y acompañada de un séquito de
changos que portaban cofres y arcas talladas en cedro del Líbano!
Luego, ¡cuánta sorpresa entre las indias al desenrollar una
alfombra del Cairo y al ver por primera vez medias de seda con ligas
encamadas! ¡Y la curiosidad de los indígenas que cuidaban el solar al
ver los jubones, las escudillas de plata, los broches de filigrana de
Córdoba, las capas de terciopelo y las colgaduras bordadas con hilos
metálicos!
Pero lo que más sorprendía y gustaba a los indios que
comentaban en idioma puquino era ver una niña vestida de raso rojo
hasta el suelo, con bucles castaño claro y ojos amarillo verdosos,
jugando entre las palmas con una jarrita dorada...
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 15
Una tarde, María Carlota bajó a la playa con la criada india y allí
vio a un grupo de niños que mariscaban erizos y mejillones. Otros,
venidos de los valles del interior a refrescarse en el mar, se entretenían
en la arena imitando el graznido de las gaviotas, caminando como
pelícanos o zambulléndose en el agua para retornar después con un
pescado en la mano.
Uno de los niños estaba en una de las rocas mascando algas
marinas. Otro, más esbelto y que tenía una cicatriz, se entretenía
partiendo cocos de palma con una piedra. Los iba sacando de unas
largas trenzas anaranjadas donde se arracimaban y luego de darles
golpes, extraía del interior un pequeño fruto blanco.
¡Qué distintas eran esas entretenciones de aquellos juegos de
corro y cordel y de aquellas canciones sacadas del cancionero de
palacio con que en la patria asturiana se entretenía la niña Carlota!
Con Carmen del Pilar, con Reyes, con Melchora Aguirre y
Covarrubias, con Engracia y con Sonsoles Montes de Oca jugaban al
Arroz con Leche y cantaban el romance de La Santa Catalina en el
Paseo de la Ronda al pie del castillo del conde de Urgel:
Y, sin embargo, ¿por qué no jugar también con los otros niños?
Sentada en el corro con las piernas cruzadas, la niña Carlota no tardó
en aprender el juego de los incas que jugaban los niños changos y los
picunches, y esa misma tarde corrió la waraka repitiendo el canto de esas
palabras milagrosas.
Mucho tiempo tardó María Carlota en aprender completamente
el significado de los juegos y palabras en esa tierra diferente que tanto
le agradaba. Eran hermosas las puestas de sol en el mar, las gaviotas
de plumaje ceniciento, los cacharros de barro cocido, el color moreno
de la piel de los niños (como la piel de los niños andaluces), las flores
anaranjadas que salpicaban los montes en primavera y, sobre todo, la
mirada profunda del adolescente Millaqueo, el indio joven de ojos
almendrados con quien había posado en la playa de El Almendral
ante el pintor leonés del Santiaguillo, que había retratado también a su
madre en la colina de los cerezos, con abanico, mirando el mar, y que,
enamorado del paisaje y de sus gentes, se entretenía en pintar a
españoles y nativos sin querer regresar a España.
Esa mañana luminosa de verano, el pintor Alonso Martínez
Vegazo les había pedido que se sentaran en las rocas y luego los había
observado largamente para empaparse de ellos antes de pintarlos en
la tela.
Luego, con trazos nerviosos y untando el pincel de pelo de
llama en tintas oscuras, los había aprisionado con los colores. ¿Cómo
habían salido? Demasiado hermosos. María Carlota con su largo
vestido de satén solferino, anudado a la cintura con pasamanerías
doradas, sosteniendo entre sus dedos la cuerda de su queltehue.
“Hay que soltarlo”, le dijo el indio Millaqueo sorprendido al ver
que la niña María Carlota se paseaba con su pájaro amarrado como
quien se pasea con su perrito. A veces el queltehue intentaba volar y
entonces era como si la niña asturiana sostuviera en sus manos una
vejiga inflada que flotara en el aire.
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 17
vimos que la puerta del desván estaba cerrada con doble candado.
—¿No te dijimos? Eran mentiras —aseguraron mis amigos
tratando de autoconvencerse.
Y efectivamente creyeron en que había sido un invento mío
cuando días más tarde subieron a la carbonera por una ventana lateral
entreabierta y no encontraron por ningún lado el cuadro que yo había
visto.
Cuando yo mismo subí a comprobar, advertí que, en efecto, el
hermoso retrato con la imagen de María Carlota y Millaqueo había
desaparecido.
—Estabas tan asustado que te imaginaste que allí había un
cuadro. Ese óleo nunca existió —dijeron mis compañeros.
Pero yo sabía que no era verdad. Que el óleo del indio y la niña
española estaba una vez allí en el viejo desván.
mos paseos con mis amigos a cazar mariposas con redes de tul.
Hacía tantos años que no viajaba al valle de la cacica de
Quilpué...
¡El niño mago! Me basta con cerrar los ojos para verlo otra vez
bajo los ramajes del viejo encino... Era un adolescente pálido que
apareció desde la casa vestido con una túnica china bordada de
dragones. Se anunció a sí mismo como Mago Fu Chin y comenzó a
hacer pruebas de magia con pericia suficiente para sorprendemos. Por
todas partes sacaba pañuelos de seda. Hasta debajo del sombrero de
un huaso sacó un amplísimo pañuelo con los colores de la bandera
chilena.
A cada instante venía hacia nosotros y le pedía a mi tía Violeta
que comprobara la perfecta circunferencia de una argolla de acero o
que con sus propias manos rasgara una carta que después aparecía
intacta en la cartera de una señora de la tercera fila.
Siguieron otras pruebas difíciles de prestidigitación, pero lo más
desconcertante para mí era ver que durante la actuación existía una
permanente comunicación invisible entre el niño mago y mi tía
Violeta.
Al terminar la representación de magia y tras los aplausos, el
niño se retiró del escenario con sus objetos mágicos y mi tía Violeta se
levantó haciéndome una seña vaga, yéndose tras él y desapareciendo
ambos por la puerta de la casa.
Yo me quedé largo tiempo en mi silla contemplando a las demás
personas del público que conversaban o cantaban mientras se
preparaba el número siguiente, pero en un momento me levanté para
ver a dónde había ido mi tía Violeta.
La busqué por todo el patio, pero no la encontré en medio de
aquellas personas desconocidas. Finalmente me decidí a entrar a la
casa por uno de los dormitorios que daba al corredor. Era una
habitación espaciosa con muchos santos en las paredes y carteritas de
palma y olivo detrás de los cuadros.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 37
Avanzó por el pasillo del teatro como si fuera la nave de la de luz iluminó la pantalla y comenzamos a ver en esa seda blanca de
iglesia, con una expresión de infinito recogimiento. Iba en su propio mapas inverosímiles los títulos de una película musical española.
mundo, sumido en sus pensamientos. De improviso, giró su rostro Estaba empezando a concentrarme en las primeras escenas
hacia donde estábamos nosotros, como si presintiera que lo filmadas en el Parque de María Luisa, cuando advertí de reojo que
observábamos, y saludó con una venia discreta a las hermanas Laura Peñafiel, la menor de las hermanas, la que siempre llevaba un
Peñafiel, quienes lo saludaron también con cierta complicidad, camafeo de Roma al cuello, se acercó a mi tía Violeta hablándole al
sonriéndole secretamente... oído.
Lo más particular era que mi tía Violeta también lo había Como era algo sorda, alzó la voz, de manera que pude oír
saludado como si lo conociera de siempre, con un movimiento de perfectamente sus palabras.
cabeza que denotaba alegría y profundo cariño, y, en todo caso, con —¿Sabe algo tu sobrino?
una sutil e invisible relación interna que no tenía con los demás niños. —No —le respondió por lo bajo mi tía Violeta—. No le he
Observé además que por la camisa entreabierta se le asomaba la querido contar nada...
misma cinta roja colgada al cuello que llevaba el día de la función de
magia...
Ahora el niño mago se sentó en una de las bancas, En vano traté de poner atención a las canciones de Estrellita
mimetizándose con los otros niños del pueblo, pero de vez en cuando Castro en los balcones de la Plaza de doña Elvira. No podía seguir los
se volvía hacia donde estábamos nosotros y sonreía con una mirada avatares de la niña andaluza regando geranios ante una reja. Sólo
intensa. Luego volvía la vista hacia los cortinajes cerrados, pero yo pensaba en las extrañas palabras que se habían intercambiado antes
sentía que sus pensamientos continuaban aleteando en nuestro de iniciarse la función mi tía Violeta con Laura Peñafiel...
ámbito. Estaba en esas meditaciones cuando uno de los perros de los
Fue en ese instante que advertí cierto privilegio hacia el niño inquilinos que andaba husmeando gatos en la sala, se subió al
mago. A una seña de Kenya Peñafiel, una de las empleadas del fundo escenario y empezó a ladrarle a la pantalla cuando salió Estrellita
salió hacia la casona y volvió con una silla con respaldo de brocato. La Castro a las calles del barrio de Triana a pasearse con su dálmata.
puso en un costado especial desde donde se tenía mejor vista hacia la La gente gritaba y se reía tratando de sacar al perro del
pantalla y luego se acercó al niño mago, pidiéndole que se cambiara escenario, pero yo estaba impasible, concentrado en mis
de lugar. pensamientos, sentado en mi silla especial —como el niño mago—
El niño se levantó y en puntillas se dirigió hacia su nuevo junto a las dos hermanas y a mi tía Violeta.
asiento, enviándonos una sonrisa. Ahora volví a mirarlas y pude verlas a las tres en la penumbra
del teatro, mientras veían bailar flamenco en una taberna del Puerto
de Santa María, en medio del humo, como tres figuras
—Te va a gustar la película —me dijo la tía Violeta, sacándome
de mis cavilaciones. fantasmagóricas, muy serias, sentadas de perfil.
Por fin las luces se apagaron y Pedro Maizani comenzó a hacer
funcionar la vieja proyectora. De inmediato, un haz
44 MANUEL PEÑA MUÑOZ BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS
“Y aprendió tanto y
aprendió tanto que
de todo sabía menos
de canto”...
Sentado en el viejo sillón, yo los escuchaba cantar mientras mi
vista se paseaba por esos empapelados de otra época en donde
estaban colgados óleos coloniales con santos que ascendían al Cielo y
misteriosos rostros de capellanes antiguos que miraban severos desde
las sombras.
entiende casi todo, pero hay palabras que ya no se usan, por eso es
difícil comprender de qué están conversando. En todo caso, cuentan
que las niñitas se ríen cuando pasan los hombres con los caballos y
hasta cantan rondas de la época de la reina Isabel la Católica.
—¿Y usted las ha visto, Pedro?
—No, pero creo firmemente en los campesinos que han oído a
las niñas. Incluso hay uno que las ha visto. Dice que son varias y que
se visten con ropas de otro tiempo y botines con cordones. Son muy
bonitas, de caras blancas y pelo negro. Precisamente ahí, bajo ese
quillay, se le apareció una de las niñas y le habló. Le dijo que se
llamaba Baltasara.
—¿Baltasara? —le pregunté sorprendido mientras veía
cimbrearse las viejas pataguas.
—Sí. Es un nombre antiguo... El viejo Anselmo, el de la
quebrada de las cabras, fue el primero que la vio. Fue hace años...
Cuenta que iba bajando a caballo, cuando vio una lucecita que bailaba
bajo el quillay. Parecía una luciérnaga, pero de una luz mucho más
viva. Amarró el caballo y fue a ver, escondiéndose entre los
matorrales. Y entonces fue que la vio... Era una niña muy hermosa,
como una muñeca de bucles color castaño que bailaba en punta de
pies, sin tocar el suelo, a la luz de la luna... Llevaba un vestido de
organdí blanco, y en el pelo, cinco cintas rojas.
—¿Cinco cintas rojas? —pregunté sorprendido.
—Sí —respondió Pedro Maizani, haciendo apurar el paso del
caballo—. Cuenta que estuvieron conversando un largo momento, y al
final la niña Baltasara se sacó una cinta del pelo y se la dejó de
recuerdo.
—¿Será cierto? —pregunté desconcertado.
—Si quieres, pregúntale tú mismo al viejo Anselmo. Vamos
precisamente hacia allá.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 51
Cuando llegamos a la casa, noté que la tía Violeta miró a los ojos
a Pedro Maizani, como aguardando una respuesta. Pero él, sin decirle
nada, se limitó en forma altiva, y sin bajarse del caballo, a enviarle con
aire cómplice una hermosa sonrisa...
—Pedro, ¿no vas a bajarte a tocar el piano?
—No, Violeta. Otro día... Será mejor que converses con el niño
esta noche.
Por la tarde, después del té, Pedro Maizani llegó con el birlocho
de faroles relucientes. Lo estacionó delante de la casona y entró a
buscar el equipaje.
Mi madre comenzó a despedirse y luego se subió al asiento de
cuero ligeramente resquebrajado.
—¡Sube, Rodolfo! ¿Qué estás esperando?
Miré por última vez la casa parroquial y el viejo campanario
con rosetón de colores a través del cual veía las casas en lila y azul.
62 MANUEL PEÑA MUÑOZ
Cuando meses más tarde supe que tía Violeta había muerto, me
llené de un profundo pesar. Pero cuando mi madre volvió otra vez
vestida de luto de San Felipe, recordé aquellos acontecimientos de
otra manera. Sí. Porque mi madre me traía un sobre que me había
dejado tía Violeta.
Nervioso y reconociendo su letra, me fui a mi dormitorio. Allí,
con una plegadera abrí con cuidado ese sobre en el que estaba escrito
mi nombre.
Adentro, en un papel doblado en cruz, con impecable caligrafía
de secretaria parroquial de Lo Valdés, había escrito: “Para mi querido
sobrino Rodolfo, por haber creído en la niña Baltasara, la quinta cinta
que una noche de luna, después de
64 MANUEL PEÑA MUÑOZ
Desde entonces, esa cinta me protege. Cada vez que estoy triste
la saco de mi caja y la tengo en mi puño largo tiempo. Entonces me
siento acompañado y me parece que la vida es bella...
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA
con los indios cultivando el maíz, mientras las mujeres tejían lana de
guanaco y pastoreaban llamas. En ese tiempo llegaron los Silva a esta
Rinconada, tras la huella de las minas de plata. Habían oído de ellas
en el palmar de Ocoa y en el valle del Marga-Marga. Muchas familias
castellanas se habían internado por el Río de las Minas trabajando los
lavaderos. Pero los Silva, instalados en el antiguo convento de San
Agustín, cultivaron la tierra. Protegieron además a los indios del
poblado y por eso respetaron el trazado de las calles que se conserva
hasta el día de hoy... Quisieron mantener la distribución de las
casas... ¿Y no es hermoso mi pueblo, Gabriel? Yo lo amo y por eso,
porque aprecio su belleza y su secreto, es que el padre Victoriano
Vicente me ha elegido a mí para llevarle la comida a Peter Hom. El
piensa que yo voy a quedar en la mente de este pueblo... Un día
todos van a recordar la historia del niño que subió pan y agua al
artista en la montaña...
Las palabras de Osvaldo ejercían en mí una mezcla de
fascinación y desconcierto.
—Siempre es hermoso conocer la vida de nuestros antepasados
que tejieron nuestra manera de vivir y de sentir. Así lo cree mi
padrino y también Peter Horn... El también ha visto allá arriba a
Aillavilú y ha creído en él... Por eso no se siente solo, porque lo
acompaña el niño alado que vive en las cumbres venciendo al
tiempo...
“Los escritores nos hemos puesto a rastrear nuestros campos hallando mitos y
leyendas que la imaginación popular ha inventado. ¿No hay acaso un diablo bailarín
en Petorca y en Olmué una historia de una ñusta peruana que tuvo cinco hijos y los
perdió? ¿No hay también una misteriosa cueva del León en Los Andes y un diablo
guitarrero en Curimón? En la iglesia de este pueblo vi una vez la maravillosa flor de
la pasión con sus estambres formando la corona de espinas, sus diferentes pistilos
simbolizando los tres clavos, las cinco llagas, las caídas del calvario y las estaciones de
Cristo. Pensé que de esa fantasía natural —en la que se mezcla lo campesino con lo
religioso, lo folclórico con lo mágico— debería estar elaborado el material de mis
cuentos”.
Desde muy antiguo, la Quinta Región ha tejido sus fantasías coloniales que
hablan de damas ocultas tras una reja, de carruajes al atardecer, de cierta calesa o de
la sombra que se movió bajo un farol.
Desde los tiempos de los piratas y corsarios que asolaron las capillas
primitivas de Valparaíso, la imaginación de los porteños ha sido fértil y ha ido
conformando una suerte de idiosincrasia propensa a la inventiva natural y al ensueño
como manera de vivir. Ya Joaquín Edwards Bello decía en sus crónicas que
Valparaíso era una cosa mental, una especie de estado del alma proclive a la
invención.
Precisamente cerca del reloj Turri existe la Cueva del Chivato, donde la
tradición porteña cuenta que las sirenas acudían a esos roqueños a peinar sus
cabelleras. De tarde en tarde, el diablo, convertido en chivato maligno, salía en busca
de ellas, y por eso, a comienzos del siglo XLX, los serenos colgaron un farolito en las
primeras escalinatas al cerro Concepción para que las porteñas no subieran temerosas
a sus casas.
De todo ello habla el escritor y se inspira en estas historias para escribir sus
ficciones. ¿No oyó una vez de la mansión embrujada de Playa Ancha con las luces
encendidas, donde dicen que nadie vivía y, sin embargo, los jardines estaban siempre
como recién regados?
El autor de este libro recuerda: “Oí de una casa en el camino a Reñaca que
nunca se alcanzó a terminar porque una gitana le había dicho a su dueño que al
terminarla iba a morir... Pareciera que bastara cerrar los ojos para volver a ver los
lugares de la infancia teñidos de historias mágicas. Desde mi casa se veía ‘el bosque
de los lobos marinos’, que todavía existe tal cual como era en aquella época con sus
espesos árboles en la ladera del cerro. Mi imaginación hilvanaba historias... ¿Y no fue
sugerente también en la niñez aquella narración verídica de un circo en la avenida
Argentina que un temporal se llevó al mar? Aquella mañana habían encontrado un
león ahogado en la playa de El Barón...
’’También ciertas personas únicas dejan huella en la vida de una ciudad,
marcan su carácter y a veces conforman un mito. En Valparaíso y
LEYENDAS Y TRADICIONES: EL RETABLO DE LO FABULOSO 105