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dílorial Andrés Bello

Manuel Peña Muñoz


MARIA CARLOTA
Y MilLL AQUEO
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sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso
previo del editor.

© Manuel Peña Muñoz


© EDITORIAL ANDRES BELLO Av. Ricardo Lyon 946, Santiago de Chile.

Inscripción N° 78.828
Se terminó de imprimir esta primera edición de 10.000 ejemplares en el mes de mayo
de 1991.

IMPRESORES: Alfabeta
IMPRESO EN CHILE/PRINTED IN CHILE
ISBN 956-13-0943-1.
MANUEL PEÑA MUÑOZ

MARIA CARLOTA
Y MILLAQUEO
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL
CALLEJON DE LAS HORMIGAS
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE
RINCONADA DE SILVA

ILUSTRACIONES DE ANDRES JULLLAN

EDITORIAL ANDRES BELLO


INDICE

María Carlota y Millaqueo ............................................................................ 7


Baltasara, la niña duende del Callejón de las Hormigas.. 31
Aillavilú, el niño alado de Rinconada de Silva ....................................... 65

Leyendas y tradiciones: el retablo de lo fabuloso ..................................103


MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO

De todas las casonas con parque y estatuas


que iban quedando en el viejo puerto, la de mi
colegio con sus patios internos y corredores,
sus mansardas y galerías de vidrio era la más
hermosa. Estaba construida en desniveles
escalonados en la ladera de un cerro y a
juicio de los artistas, por poseer tejas de la
época colonial, tinajas españolas, tilos cen-
tenarios y pilares de patagua auténticos, era una de las
mansiones históricas más bellas y antiguas de la ciudad, junto
con la vecina casa de lord Cochrane.
Sin embargo, la Municipalidad no hacía demasiado por su
restauración, pese a los constantes artículos que le dedicaban los
suplementos regionales realzando las hornacinas con jarrones o el
hermoso eutoloquio florecido en azafrán. Casi siempre estas crónicas
evocativas de un tiempo hermoso iban encabezadas con grandes
titulares en los que se enfatizaba la necesidad de un urgente
remozamiento. Ponían siempre numerosas fotografías y grabados
antiguos sacados nadie sabía de dónde, en los que se veía la casa tal y
como era hace dos o tres siglos.
No obstante, aunque los escritores se empeñaban en hacer
resurgir el interés hacia la gran quinta colonial, eran muy pocos los
visitantes que acudían con aire romántico a contemplar los grandes
árboles o los antiguos aposentos guardadores de armarios y
aparadores de fina caoba.

I
8 MANUEL PEÑA MUÑOZ

A veces llegaba algún poeta —viajero o loco— y se quedaba


largo tiempo mirando la casa e imaginándose historias. Pedía permiso
y entonces entraba y recorría los corredores, se asomaba a las
glorietas, iba a los miradores, visitaba todos los patios, arrojaba
piedrecillas en los pozos y luego se iba empapado de una atmósfera
señorial. Caminando después por calles empedradas, iba soñando en
ese tiempo cuando en el siglo pasado estaba en funcionamiento el
pequeño teatro de ópera particular y la sala de billar con muebles
franceses y carteles de toros de corridas famosas.
Ciertamente la casa necesitaba de una pronta refacción, porque
debido a los muchos temblores y terremotos tenía la mayor parte de
las paredes agrietadas e incluso los murallones de adobe del último
patio, casi en el suelo, dejaban ver los jardines de las otras casas y los
cerros empinándose desde la orilla del mar.
En el último tiempo, la casa era un internado de niños que
ostentaba sobre su fachada, esculpido en piedra, el escudo de la
ciudad asturiana de Cangas de Onís, con la torre de su castillo feudal
coronada por tres estrellas.
Contaban los directores que el origen del escudo se debía a que
el primer morador de la casa había sido Javier Francisco Cangas de
Onís, un navegante aventurero que había llegado a esas costas del mar
Pacífico en 1542 como tripulante de una nave especiera con velas
latinas que provenía de Guatemala.
También relataban que cuando Cangas de Onís —que llevaba el
apellido de su ciudad natal— desembarcó en la sencilla caleta de
indios pescadores, lo primero que lo cautivó fue la vegetación
frondosa de los montes, los litres, los canelos coronados por mantos
de quitral, las pequeñas cascadas de agua, las fogatas a lo lejos y,
sobre todo, aquellas palmas de tronco liso y ceniciento, como las que
una vez había visto en el pueblo de la niñez, en una biblia antigua de
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO

papel de pergamino con ilustraciones que mostraban escenas de San


José y la Virgen entre las palmas de Egipto.
Ahora, bajo esas palmas chilenas se encontraban agazapados
unos indígenas vestidos con pieles, que los oteaban con desconfianza.
Eran changos de la bahía de Quintil que basaban su vida en la cosecha
del maíz y la calabaza y en la pesca del congrio colorado y de la
centolla de color coral.
Días más tarde, aquellos españoles asombrados los habrían de
ver en alta mar, pescando en balsas de cueros de lobo marino inflados
o mariscando mañagües y navajudas entre las rocas.
Algunos niños, incluso, completamente desnudos en esas
calurosas tardes de enero, sacaban del agua enormes almejas que
partían con piedras y que luego comían crudas.
Don Diego García Villalón, capitán del Santiaguillo, pidió a Javier
Francisco que se quedara en esa bahía con parte de la tripulación
mientras él se juntaba tierra adentro con las huestes de Pedro de
Valdivia, a quienes se les iba a proveer de ropa, fanegas de alimentos,
botijas de vino, pólvora y herraduras de caballos que traían desde el
Perú.
Así lo hizo Javier Francisco Cangas de Onís, quien,
entusiasmado con ese paraje solitario que Juan de Saavedra había
bautizado con el nombre de Valparaíso, en recuerdo de su pequeño
pueblo en Castilla la Nueva, encontró pronto un valle guarecido de
los vientos del sur en donde constmir una ermita.
Luego, piedra a piedra, edificaron la casa con ayuda de los
navegantes y de algunos aborígenes, cubriendo la viguería con ramas
de molles y cercándolo todo con una empalizada.
El resultado fue una extraña mezcla arquitectónica que unió
ideas del Viejo Mundo con materiales nativos. Y allí estaban algunos
de esos indios pacíficos mirando atónitos a esos hombres barbudos
que calzaban botas de cuero y que hablaban una lengua
incomprensible. Eran tan misteriosos esos seres venidos del océano,
que los hacían ponerse de
10 MANUEL PEÑA MUÑOZ

rodillas ante dos palos cruzados. Muchas veces los habían visto estar
en esa posición con los ojos bajos y murmurando en voz baja ante una
mujer con vestido largo, tallada en madera y con pelo natural.
Los indígenas ignoraban quiénes eran esos dioses, pero muy
pronto iban a saberlo, porque en el Santiaguillo, junto con los
mercaderes, los constructores de fuertes, el cronista, el retratista y el
tonelero, venía fray José María de Fermoselle, el sacerdote mercedario
que los iba a evangelizar, sin saber que un día iba a morir en el sur del
mundo, traspasado de flechas araucanas bajo las copas de los canelos.

Todas estas historias nos contaba en tardes de viento la dulce y


triste señorita Priscilla Arroyo, diciéndonos que en esa misma casona
donde nos encontrábamos estudiando había vivido Javier Francisco
Cangas de Onís, a quien don Diego García Villalón, a su regreso al
Valle del Paraíso, le había dado ese solar en recompensa para que
edificase un refugio con fortaleza.
“En honor a él es que este colegio se llama Cangas de Onís”,
decía la señorita Priscilla, mostrando con un puntero un retrato de un
hidalgo español con coraza de acero y casco coronado por un penacho
de plumas.
Pero nuestra profesora de religión, moral, caligrafía, buenos
modales e historia de Chile no decía toda la verdad.
Era cierto que el joven de barba roja, Javier Francisco, se había
prendado de ese paisaje empinado con maitenes y boldos centenarios
coronando los cerros y de ese mar azul turquesa, ribeteado de espuma
con frágiles carabelas y balsas indígenas.
También era verdad que se sentía más fuerte y con más I
Mvstigio que entre las montañas verdes de su dulce Asturias. I ’< T( >
esc> nc> era todo. Faltaba el resto de la historia de esa casa, i.il vi■/ l.i
parto más emocionante, el episodio que la señorita
12 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Priscilla, el señor de canto, la profesora de aritmética y la temible


señora Anastasia Cuervo, la directora, se callaban.
Una tarde, la señorita Priscilla, siempre frágil y asmática a causa
de las intensas neblinas de Valparaíso, fue reemplazada por un nuevo
profesor de historia de Chile: el señor Ponsot. Este era un hombre
joven, pensativo, lleno de ideales, de baja estatura y de nariz
suavemente curvada. Tenía unos ojos agradables tras unos pequeños
espejuelos de marco de plata, y una sonrisa enigmática. Yo nunca se la
vi, pero también decían que tenía bonita letra.
—La señorita Priscilla está enferma —dijo—. Muy enferma... y
yo voy a reemplazarla... Empezaré contándoles algo de este internado,
tal vez uno de los edificios más antiguos de todo Chile, con cerca de
cuatrocientos años... Porque nada mejor para aprender la historia de
nuestro país que comenzar conociendo la historia del lugar en donde
estamos estudiando^'
Al oír estas palabras, todos empezamos a bostezar
completamente aburridos y a mirar por la ventana aquellos
trasatlánticos que llegaban al puerto por esos años, pensando en que
el señor Ponsot iba a hablarnos otra vez —como siempre lo hacía la
señora Cuervo en el sálón de actos al iniciarse el año— de Javier
Francisco Cangas de Onís, de fray José María de Fermoselle, de Pedro
de Valdivia y de don Diego García Villalón.
Efectivamente, habló de todos ellos mientras nosotros
dibujábamos barcos en nuestros cuadernos de croquis o tratábamos
de trazar con una regla las grietas del edificio de enfrente.
Pero esta vez el señor Ponsot agregó la parte que faltaba, la
pieza del rompecabezas que siempre se escondía cuando nos
hablaban de nuestro colegio Cangas de Onís.

Kl señor Ponsot carraspeó un momento, levantó la vista .il viejo


cuadro de la sala, como invocando al espíritu del
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 13

severo Javier Francisco Cangas de Onís, y luego comenzó con voz


grave:
—Según investigaciones en la Biblioteca Severín y en archivos
privados de la capital, escudriñando en árboles genealógicos, he
podido reconstituir toda la historia de este antiguo edificio, y espero
que muy pronto pueda darla a conocer en una publicación que
financiará la Universidad Católica de este puerto... Lo que en verdad
ocurrió fue que Javier Francisco Cangas de Onís sintió nostalgia —
“morriña” como él escribió en cartas antiguas que he leído— de su
esposa María Fernanda Ibacache Matienzo. Y cuando hubo construido
la casa en el viejo solar en medio de los paltos y los lúcumos, con sus
corredores y sus amplias salas de ventanas pequeñas con barrotes y
rejas forjadas, regresó a España a buscar a la amable asturiana que
guardaba en un arcón perfumado con esencia de membrillo los mil
ducados de su dote.
Allí la encontró después de meses de travesía en carabela,
fatigada con las faenas del campo, vendimiando uva malvasía y
moscatel con la pequeña María Carlota, a quien Javier Francisco, al
embarcarse hacía tiempo para el Nuevo Mundo, había dejado siendo
niña de cascabeles.

Nosotros empezamos a seguir por vez primera con interés una


clase de historia de Chile, porque el señor Ponsot hablaba con pasión.
Ahora dramatizaba la voz y lograba que viviéramos verdaderamente
su relato. Podíamos imaginarnos a Javier Francisco allá lejos en la casa
de piedra, a su esposa vestida con sayas antiguas y a la niña jugando
con un sonajero.
Mirando por la ventana, tratando de atisbar el horizonte por
donde habían venido, pensábamos en la familia allá lejos preparando
el viaje a una tierra desconocida, en donde los ríos eran tan anchos
que casi no se veía la otra ribera y en
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donde era posible vivir a orillas del mar, con sirvientes mestizos.
Fue entonces que María Fernanda Ibacache dispuso los baúles
para el viaje, guardando en ellos las colchas de Olán, una manteleta de
terciopelo de China —regalo de su abuelo que había viajado al
Oriente—, unas babuchas amarillas, unos vestidos apasamaneados de
seda y, sobre todo, las arras de oro antiguo y el vestido de novia de
encaje de Almagro para cuando María Carlota se casara en el Nuevo
Mundo con un hidalgo español de Extremadura o Navarra.
¡Cuán larga y penosa fue la travesía navegando en las noches
calurosas del trópico o con vientos huracanados en los golfos del sur!
Estrechos, ventisqueros, paisajes nunca vistos con relieves coronados
de blanco y hielos eternos. Luego árboles desconocidos y rostros de
hombres semi- desnudos con la piel curtida, asomándose expectantes
en medio de la espesura.
Al llegar al puerto, ¡cuánta expectación entre las indias al ver
llegar a una mujer de piel blanca y pelo recogido en moño con
peinetas y mallas, vestida de tafetanes y acompañada de un séquito de
changos que portaban cofres y arcas talladas en cedro del Líbano!
Luego, ¡cuánta sorpresa entre las indias al desenrollar una
alfombra del Cairo y al ver por primera vez medias de seda con ligas
encamadas! ¡Y la curiosidad de los indígenas que cuidaban el solar al
ver los jubones, las escudillas de plata, los broches de filigrana de
Córdoba, las capas de terciopelo y las colgaduras bordadas con hilos
metálicos!
Pero lo que más sorprendía y gustaba a los indios que
comentaban en idioma puquino era ver una niña vestida de raso rojo
hasta el suelo, con bucles castaño claro y ojos amarillo verdosos,
jugando entre las palmas con una jarrita dorada...
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 15

Una tarde, María Carlota bajó a la playa con la criada india y allí
vio a un grupo de niños que mariscaban erizos y mejillones. Otros,
venidos de los valles del interior a refrescarse en el mar, se entretenían
en la arena imitando el graznido de las gaviotas, caminando como
pelícanos o zambulléndose en el agua para retornar después con un
pescado en la mano.
Uno de los niños estaba en una de las rocas mascando algas
marinas. Otro, más esbelto y que tenía una cicatriz, se entretenía
partiendo cocos de palma con una piedra. Los iba sacando de unas
largas trenzas anaranjadas donde se arracimaban y luego de darles
golpes, extraía del interior un pequeño fruto blanco.
¡Qué distintas eran esas entretenciones de aquellos juegos de
corro y cordel y de aquellas canciones sacadas del cancionero de
palacio con que en la patria asturiana se entretenía la niña Carlota!
Con Carmen del Pilar, con Reyes, con Melchora Aguirre y
Covarrubias, con Engracia y con Sonsoles Montes de Oca jugaban al
Arroz con Leche y cantaban el romance de La Santa Catalina en el
Paseo de la Ronda al pie del castillo del conde de Urgel:

“La Santa Catalina era


hija de un rey su madre
era cristiana su padre no
lo es”...

Ahora los pequeños aborígenes estaban en la playa frente al mar


Pacífico jugando con una trenza de algas de cochayuyo que llamaban
waraka. Sentados en ronda en el suelo, habían elegido a uno que iba
dando vueltas en círculo detrás de ellos con el pís koitún en la mano. Si
uno se daba vueltas, se le pegaba con la trenza en la cabeza, mientras
se pronunciaban unas palabras mágicas cantadas en lengua indígena
que no podía entender la niña española.
16 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Y, sin embargo, ¿por qué no jugar también con los otros niños?
Sentada en el corro con las piernas cruzadas, la niña Carlota no tardó
en aprender el juego de los incas que jugaban los niños changos y los
picunches, y esa misma tarde corrió la waraka repitiendo el canto de esas
palabras milagrosas.
Mucho tiempo tardó María Carlota en aprender completamente
el significado de los juegos y palabras en esa tierra diferente que tanto
le agradaba. Eran hermosas las puestas de sol en el mar, las gaviotas
de plumaje ceniciento, los cacharros de barro cocido, el color moreno
de la piel de los niños (como la piel de los niños andaluces), las flores
anaranjadas que salpicaban los montes en primavera y, sobre todo, la
mirada profunda del adolescente Millaqueo, el indio joven de ojos
almendrados con quien había posado en la playa de El Almendral
ante el pintor leonés del Santiaguillo, que había retratado también a su
madre en la colina de los cerezos, con abanico, mirando el mar, y que,
enamorado del paisaje y de sus gentes, se entretenía en pintar a
españoles y nativos sin querer regresar a España.
Esa mañana luminosa de verano, el pintor Alonso Martínez
Vegazo les había pedido que se sentaran en las rocas y luego los había
observado largamente para empaparse de ellos antes de pintarlos en
la tela.
Luego, con trazos nerviosos y untando el pincel de pelo de
llama en tintas oscuras, los había aprisionado con los colores. ¿Cómo
habían salido? Demasiado hermosos. María Carlota con su largo
vestido de satén solferino, anudado a la cintura con pasamanerías
doradas, sosteniendo entre sus dedos la cuerda de su queltehue.
“Hay que soltarlo”, le dijo el indio Millaqueo sorprendido al ver
que la niña María Carlota se paseaba con su pájaro amarrado como
quien se pasea con su perrito. A veces el queltehue intentaba volar y
entonces era como si la niña asturiana sostuviera en sus manos una
vejiga inflada que flotara en el aire.
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 17

“Hay que dejarlo libre”, le había repetido Millaqueo. Y entonces,


con su cuchillo de piedra filuda, el indio había cortado la cinta que
amarraba al queltehue cautivo y éste había salido volando hacia el
cielo.
Ese fue el momento exacto en que el pintor español los apresó
unidos en la tela...
—¿Y qué pasó con Millaqueo y la niña Carlota? —preguntó en la
sala uno de mis compañeros.
Pero el señor Ponsot no alcanzó a responderle porque la
campana del internado nos llamaba a recreo.
Entusiasmados con la clase de historia de Chile, salimos al patio
a imaginamos a María Carlota ya más crecida, paseándose con su
vestido largo lleno de pliegues por esos mismos patios hace muchos
años, casi cuatro siglos atrás, cuando ella vivía y jugaba bajo esos
mismos cipreses que daban sombra a los viejos corredores.

Al día siguiente, el señor Ponsot reanudó la historia de Carlota y


Millaqueo. Contó que según sus recientes investigaciones en una
perdida biblioteca rural de Villa Alemana, el indio y la adolescente
asturiana, con el correr del tiempo y las conversaciones constantes, se
habían enamorado para disgusto de Javier Francisco Cangas de Onís y
María Fernanda Ibacache, quienes ya tenían prometida a María
Carlota con el capitán Mateo Guzmán de Zamora, que regresaba otra
vez a España a bordo del velero Virgen de laAlmudena con parte de la
hueste de Pedro de Valdivia.
Entusiasmados con las posibilidades del país descubierto,
muchos españoles iban a buscar a sus mujeres y niños que se
convertirían en los primeros pobladores españoles en tiempos del
gobernador García Hurtado de Mendoza.
Algunas familias ya habían llegado, instalándose no sólo en las
quebradas de Valparaíso y en el llano, sino río arriba, bordeando el
Marga-Marga, donde se encontraban los lavaderos de oro.
18 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Las vetas eran ricas en minerales y las montañas abrían su


corazón de piedras preciosas. Eran muchos los viajeros de Castilla y
León, pero también había quienes preferían el retomo definitivo a la
pequeña ciudad española con iglesia de piedra y campanario
coronado por un nido de cigüeñas.
En tal caso se encontraba el capitán Mateo Guzmán de Zamora,
quien iba a dar cuenta al emperador Carlos V de las hazañas
realizadas en páramos de zorzales, llevando cartas firmadas en
pergamino antiguo por don Pedro de Valdivia, en las que, con
arabesca caligrafía, se le daban los detalles elogiosos de la gesta por los
paisajes del sur de América.
—Regresarás a España —había dicho Javier Francisco a su hija.
A su lado, María Fernanda Ibacache asentía en silencio aferrada
al rosario de pétalos de rosas, sabiendo que era preferible ver a María
Carlota lejos de ese extraño puerto de Valparaíso, casada con un
hidalgo de Arévalo, antes que verla tocando el kultrún, adornándose
el pecho con trapelacuchas de plata o pintando un jarro en la casa del
alfarero.
La niña había aprendido a hablar correctamente el mapuche y
pasaba tardes enteras hilando con la cacica picunche del valle de
Quilpué. Luego regresaba al solar a caballo con el indio Millaqueo,
que ya había aprendido a cabalgar ese animal desconocido de origen
africano, al que, además, le había perdido el miedo.

La tarde de la boda en la iglesita de Nuestra Señora Santísima


Madre de las Mercedes de Puerto Claro, patrona de la ciudad, que
había fundado el obispo Rodríguez Marmolejo, casi una ermita con
campanario donde se veneraba la milagrosa imagen de un Cristo
crucificado salvada del saqueo ilel pirata Francis Drake, el capitán
Mateo Guzmán de Zamora esperaba impaciente en el atrio con los
invitados que habían
20 MANUEL PEÑA MUÑOZ

acudido en carruaje de la Estancia del Gobernador en El Almendral.


Horas más tarde, el velero habría de zarpar rumbo a Cádiz, con
la bella María Carlota, apenas una adolescente...
Dentro, en la casa de la encomienda, en el amplio aposento
enladrillado, María Fernanda Ibacache le ciñe a su hija aquel
inmaculado vestido de encaje color mantequilla que se habían puesto
en España todas sus antepasadas el día de la boda y que esa tarde, por
vez primera, sería usado en tierras del Nuevo Mundo...
La niña está triste, pero alberga un secreto en su corazón... Más
que tristeza, es preocupación por los minutos que se avecinan...
Camino a la iglesia, bajando por las quebradas de los cerros en
el carromato tirado por caballos empenachados y adornados con
flores, sobreviene lo previsto. Desde las laderas, los indios
adolescentes se abalanzan al carro en medio de gritos ancestrales y
sacan en vilo a María Carlota, que, alertada, sube con rapidez a la
grupa del caballo de Millaqueo Ñarlupe, escapándose por los cerros
en medio del ensordecedor griterío y de los disparos de los trabucos.
De nada valieron las búsquedas de esa tarde desesperada, de
esa noche angustiosa y del pavoroso día siguiente. Las cortinas de los
coihues y alerces se cerraron sobre la pareja de enamorados y nadie, ni
la triste María Fernanda Ibacache, con sus ropones morados llamando
a su hija por las laderas de los montes, ni el padre desolado
clamándola por los bosques mudos, lograron recuperar a la
enigmática fugitiva.

Ha pasado el tiempo y nadie sabe qué ha ocurrido con los


enamorados... Unos dicen que acosados por la búsqueda, tierra
adentro, se lanzaron al mar como buenos nadadores y queriendo
alcanzar la línea del horizonte, perecieron ahoga
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 21

dos, convirtiéndose ella en sirena, y él, en el primer tritón indio...


Pero esta historia es poco verosímil. Lo más seguro es que los
enamorados se perdieron en el follaje de los cerros y allí vivieron,
fundiéndose su sangre que dio origen a una nueva raza mestiza.
La casa quedó desolada y cuando murió de pena María
Fernanda Ibacache, sin ver nunca más ni a su hija ni a su amada
Asturias, pasó a transformarse en convento franciscano al morir sin
descendencia Javier Francisco Cangas de Onís.
Luego fue colegio dominico, Casa de Retiro, Seminario
Pontificio, residencia de señoritas nobles, convento de clausura de
monjas españolas y chilenas, Hogar de Huérfanas Santa Luisa de
Marillac, casa particular de la familia Otárola Zunzunegui en el siglo
pasado y finalmente Internado y Colegio Infantil Mixto Cangas de
Onís.

—¡Mentira! ¡Mentira!... ¡Son inventos del señor Ponsot! —dijo la


señora Anastasia Cuervo cuando supo que nosotros empezábamos a
indagar más en la biblioteca respecto de la verdadera historia y
destino de María Carlota y Millaqueo.
Asustadas porque algunos de los internos empezaron a decir
que por las noches veían al fantasma de María Carlota rondar por la
casa o que el indio Millaqueo se les aparecía en forma de tritón
subacuático, las directoras optaron por expulsar al señor Ponsot,
acusándolo de fomentar la fantasía histórica entre los niños,
estimulándoles la imaginación en base a mentiras, haciéndoles perder
el sentido práctico, saliéndose de la materia de clases y, por último,
poniendo en la cabeza de las alumnas más distinguidas y de familias
aristocráticas la idea de escaparse del internado o de sus hogares bien
constituidos para casarse con gente pobre.

Pronto tuvimos a una profesora nueva, la señora Adelina


Cáceres, famosa por sus moños escarmenados, sus uñas
22 MANUEL PEÑA MUÑOZ

larguísimas y sus carteras haciendo juego con sus zapatos.


Distinguida, de modales pausados y hablar modulado, la señora
Cáceres retomó las lecciones de historia de Chile, dictándonos una
cronología de los hechos más importantes de la fundación de Santiago
y de la conquista de América.
Nosotros, somnolientos, copiábamos en los cuadernos Torre la
lista de las fechas, mientras por la mente desfilaban los rostros de los
primitivos moradores del internado, del duro Javier Francisco, que
nos miraba a los ojos desde el retrato; de la sumisa María Fernanda
Ibacache, que tocaba el salterio, oraba piadosamente y murió de
tristeza; de la cacica de Quilpué; del hidalgo capitán Guzmán de
Zamora, que se fue solitario a España en la carabela y, por supuesto,
de la dulce y valiente María Carlota y su enamorado.
¿Qué habría ocurrido con ellos? Tal vez había que esperar
aquella publicación del señor Ponsot financiada por la Universidad
Católica de la que tanto nos hablaba. ¿Traería ilustraciones?
Conociendo la erudición de nuestro profesor, era casi seguro que
contendría grabados de época, mapas y notas fidedignas.
Sí. Ibamos a saber muy pronto toda la historia con una amplia
base documental. Pero lo cierto es que nunca se publicó ese estudio y
tampoco volvimos a ver al señor Ponsot caminando con su vieja capa
de paño azul por las calles empedradas del puerto.

Con el tiempo, empezaron a esfumarse nuestros queridos


fantasmas y comenzamos a creer que eran solamente fantasías de un
profesor poeta y bohemio, con una imaginación “un poco afiebrada”,
como decía la señora Cuervo cada vez que lo mencionaba, arrepentida
de haberlo contratado un día.
Pero pronto íbamos a recuperar otra vez la historia de
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 23

María Carlota y Millaqueo, cuando subimos a ese desván antiguo al


que estaba prohibido subir...
Quedaba en uno de los últimos patios, el de los carruajes, donde
había una calesa y tres victorias que nunca se usaban. Además, rara
vez se veían por ahí a las guardianas. Por las tardes, antes de
acostarnos, íbamos a conversar, debajo de los parrones con racimos de
uvas secas, con César Gacitúa y Ricardo Bezanilla. Nos sentábamos al
borde de la pileta, debajo de un naranjo que, para decepción nuestra,
daba naranjas amargas.
Una de esas tardes nos reunimos varios en el patio fragante a
jazmín del Cabo, donde sonreía una estatua de Agustina de Aragón
semicubierta por la hiedra.
Algunos de mis amigos eran escépticos, sobre todo Angel
Llamazales y Lorenzo Palma. Estaban convencidos de que no había
existido nunca ni María Carlota ni Millaqueo.
“Fueron inventos del señor Ponsot”, decían. “Aquí vivió
solamente Javier Francisco Cangas de Onís, que murió de nostalgia
española. Nunca más pudo regresar a su querida Asturias. En honor a
él, este colegio lleva su nombre. Eso es lo que nos han dicho siempre y
lo que cantamos en el himno. Lo demás es mentira”.
Pero yo no estaba tan seguro. Aquella tarde, deambulando por
el patio a oscuras, contemplando allá lejos las luces del puerto y los
carros de los funiculares que subían y bajaban por los cerros como
ordenadas luciérnagas, vi con asombro que la puerta del desván que
llamaban “carbonera” estaba entreabierta.
Con seguridad, una de las cuidadoras había ido a buscar leña
para las cocinas y se había olvidado de cerrarla.
Empujé con precaución y subí las escaleras con temor a ser
descubierto. Abajo, mis amigos no se decidían a acompañarme y
prefirieron quedarse a cuidar por si venían las inspectoras nocturnas
con sus uniformes azules y sus tocas almidonadas como temblantes
veleros sobre las cabezas.
24 MANUEL PEÑA MUÑOZ

—Sube tú. Nosotros cuidamos —dijo uno de los muchachos con


una voz en la que se reflejaba el miedo.
Yo seguí subiendo las escaleras, cuyos peldaños crujían. Arriba
encendí una luz débil que alumbró una habitación espaciosa con
mobiliario religioso cubierto de polvo. Había olor a encierro y
humedad. Por todas partes colgaban gruesos cortinajes de antiguas
felpas y en las sombras dormían estanterías de libros viejos,
mapamundis, pupitres desvencijados, reclinatorios de iglesia, grandes
roperos en desuso, baúles de marino y águilas embalsamadas.
Al fondo, vi con nitidez un cuadro en la pared, cubierto con un
paño. Me aproximé con el corazón temblando y cierto presentimiento.
Algo me decía que iba a descubrir una certeza. Efectivamente, al tirar
el lienzo, que cayó de inmediato al suelo, pude ver bajo la luz de
aquella lámpara el retrato que representaba a una niña española
sentada en una roca, frente al mar, junto a un adolescente indio.
De las manos de ambos se escapaba un queltehue que volaba al
cielo...

Nervioso, bajé las escaleras apresuradamente y conté lo que


había visto a mis compañeros con palabras entrecortadas por la
sorpresa. Era cierto lo que el señor Ponsot nos había relatado. Habían
existido María Carlota y Millaqueo. La prueba era el retrato que
estaba oculto en el desván.
Algunos de los niños más incrédulos quisieron subir a
comprobar el descubrimiento, pero en ese instante —por suerte para
ellos, porque estaban temblando de miedo— llegaron las inspectoras
asomándose por el pasillo de la bodega y todos echamos a correr por
los patios hacia nuestros dormitorios.
Más tarde, cuando volvimos a cruzar el jardín del magnolio con
los animales de loza y el corredor que iba a dar al dormitorio de las
mujeres, para intentar subir de nuevo,
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 25

vimos que la puerta del desván estaba cerrada con doble candado.
—¿No te dijimos? Eran mentiras —aseguraron mis amigos
tratando de autoconvencerse.
Y efectivamente creyeron en que había sido un invento mío
cuando días más tarde subieron a la carbonera por una ventana lateral
entreabierta y no encontraron por ningún lado el cuadro que yo había
visto.
Cuando yo mismo subí a comprobar, advertí que, en efecto, el
hermoso retrato con la imagen de María Carlota y Millaqueo había
desaparecido.
—Estabas tan asustado que te imaginaste que allí había un
cuadro. Ese óleo nunca existió —dijeron mis compañeros.
Pero yo sabía que no era verdad. Que el óleo del indio y la niña
española estaba una vez allí en el viejo desván.

¿Qué había ocurrido con el retrato firmado por Alonso Martínez


Vegazo? Nadie lo supo. Lo cierto es que mis amigos nunca creyeron
mi historia. No quisieron creer que yo había visto el cuadro, como
tampoco creyeron la narración fundamentada que nos relató en clases
el señor Ponsot.
Y, sin embargo, todo había sido hermoso...

Transcurrió el tiempo y llegó el día en que nos despedíamos.


Aquellos queridos amigos iban a volver, como yo, a sus hogares e
iban a olvidar aquellas conversaciones surgidas bajo la sombra de los
castaños, después de una clase de historia de Chile.
Yo iba a volver a Concepción, al viejo fundo de Hualpén, cerca
de la casa de don Pedro del Río, en donde vivían mis padres. Pasaría
allí las vacaciones y estudiaría después en un colegio nuevo que
habían abierto en Talcahuano... No tenía ya necesidad de regresar a
Valparaíso...
26 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Al comenzar otro período de vida, mis sentimientos estaban


confusos. Lo que sí tenía claro era que en mi interior, al salir de ese
colegio Cangas de Onís, yo llevaba una inquietud y una emoción.
Atrás quedaba ese internado misterioso, donde una vez, cuando
fue casa hace siglos, se amaron un indio y una española.
Y solamente yo sabía con certeza que aquello había sido verdad.

Muchos años más tarde habría de regresar en un viaje por barco


al viejo puerto de Valparaíso después de visitar a lejanos familiares en
España. Acodado en la baranda del Reina del Pacífico, veía a lo lejos los
cerros y las pequeñas casas con glorietas y parques con estatuas de
reinas de Inglaterra.
Allá estaría el colegio con sus parronales y su amplio zaguán
embaldosado, con las magníficas plantas y los cacharros de cobre
colonial. Allí estaría el arado de adorno, el Niño Dios en su fanal de
vidrio sobre el escritorio de la directora nueva, y en las paredes los
retratos enmarcados de los sucesivos moradores de la vieja casona...
Volvían a vivir en mi mente los juegos con mis compañeros.
¿Qué habría sido de la vida del inconformista César Gacitúa? ¿Y de
Lorenzo Palma, mi amigo confidente de tantas conversaciones y
pequeños miedos infantiles? Recordaba en detalle el rostro de cada
uno de mis compañeros de habitación y de las muchachas con sus
uniformes impecables sentadas en la pérgola de la flor de la pluma
fingiéndonos indiferencia.
Al descender la pasarela al muelle, surgió en mí el deseo de
regresar otra vez al cerro Cordillera, donde un día vivió Javier
Francisco Cangas de Onís, para recorrer como antes las
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 27

calles inverosímiles de veredas angostas sombreadas por las acacias.


Comencé a subir las empinadas escaleras de piedra y seguí
ascendiendo en medio de casonas revestidas de planchas de zinc
reverdecidas por las lluvias.
Podía recordar cada aroma, cada mampara. Ese era el balcón
que veía desde mi dormitorio en el internado. ¿Viviría aún aquella
dama solitaria que se sentaba a mirar el mar con un bastidor de
bordado en la mano?
Mi corazón latía. Ya iba a llegar al viejo colegio... Y como antes,
yo sentía en mi interior el nerviosismo que precede al primer día de
clases... ¿Estaría el edificio tal cual como lo había dejado tiempo antes?
Cerré los ojos un instante, tratando de recordar cada detalle.
Doblé la esquina y abrí los ojos con el corazón ansioso. Pero el
histórico Internado Particular Mixto Cangas de Onís, la maravillosa
casa colonial con sus siete patios, sus corredores olorosos a jazmín, sus
estatuas de mármol representando a las cuatro estaciones, sus grandes
salas de techos altos, sus fuentes, sus encinos centenarios, su capilla
propia con santos vestidos, su gimnasio que daba al mar y su teatro,
había sido demolido.
En su lugar habían construido un moderno edificio de siete
pisos...

Descendí descorazonado al centro de la ciudad, desandando ese


ámbito perdido. Aún podía permanecer un breve tiempo más antes de
regresar otra vez a Concepción, donde mi familia aguardaba mi
retomo.
Estuve pensativo en el Hotel Reina Victoria del puerto en una
habitación espaciosa con balcones que miraban a la bahía, cuando días
más tarde, por esos impulsos nostálgicos del que regresa después de
mucho tiempo a sus lugares de origen, decidí viajar al interior de
Valparaíso adonde hacía
¿H MANUEL PEÑA MUÑOZ

mos paseos con mis amigos a cazar mariposas con redes de tul.
Hacía tantos años que no viajaba al valle de la cacica de
Quilpué...

Era primavera y habían florecido los espinos, perfumando de


amarillo la pradera. Allá, en un costado, después de dejar atrás El
Belloto y Peñablanca, estaba el caserío de Huanhualí, que en lengua
mapuche quiere decir “lugar de queltehues”.
Sin saber por qué, me encaminé hacia el poblado de casas bajas,
en medio de los aromos en flor. Sí. Estaba seguro. En un patio, unos
niños jugaban. Tenían rostros blancones y ojos almendrados, facciones
españolas y sonrisas de aire picunche. En el fondo de los ojos brillaba
algo así como un ligero polvo de oro. Eran ojos de diversas
tonalidades del castaño, del verde limón, pero siempre allí, aquel
sendero dorado.
Era tal vez el polvillo de oro del estero Marga-Marga por donde
los enamorados habían subido, siguiendo la ruta de los lavaderos
hasta llegar a esa aldea perdida que no guardaba relación alguna con
los otros pueblos más aglomerados valle abajo.
Esos niños chilenos estaban jugando al corre corre la waraka en
castellano, con un pañuelo blanco. Eran ellos... los nietos de los nietos
de los nietos...
MARIA CARLOTA Y MILLAQUEO 29

Les sonreí y me vine camino abajo por la ladera del monte.


Cuando volví la vista por última vez hacia el caserío de
Huanhualí, una pareja de queltehues pasó volando por mi lado,
rozándome apenas la manga. Revoloteó un instante más por el aire
límpido y luego se alejó volando hacia el cielo, cruzándose y
recruzándose, hasta que la perdí de vista...
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS
HORMIGAS

Para Violeta Adam,


su magia, su voz
y su cinta roja.

Todos los veranos, apenas descendían sobre


los cerros del viejo puerto las lentas lluvias
de ceniza de los incendios de eucaliptos,
llegaba a la casa la tía Violeta para que friese
con ella a pasar las vacaciones al interior de
San Felipe.
Apenas transcurridos los primeros días
de enero, mi madre ya empezaba a prepa-
rarme las maletas, porque era sabido que con pasos de hada
y cierto aire de complicidad, mi tía Violeta aparecía con
paquetes de chirimoyas, dando abrazos de Año Nuevo y
organizando también ella misma los preparativos de ese
esperado viaje al campo.
Era ella la que decidía qué ropa era más aconsejable poner en la
vieja maleta y qué libros teníamos que llevar, porque allá los días eran
muy largos...
Esa misma tarde emprendíamos el viaje en tren desde la
estación del puerto, y tras las despedidas a mi madre y a mis
hermanos menores, empezábamos a ver el paisaje desde la ventanilla,
primero las pequeñas playas a lo largo de la vía férrea, después las
antiguas casas con mansardas y las suaves lomas con molinos
solitarios.
Nos gustaba ver pasar las casas de Limache con niños sentados
en las puertas o haciéndoles señas al tren que pasaba vertiginoso por
estaciones perdidas, adornadas de buganvillas de color salmón.
32 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Ahora pasábamos por San Pedro... Allá lejos se divisaba el


antiguo almacén de unos italianos con sus plantaciones de claveles... Y
ahora venía Quillota con una estación que me parecía gigantesca, en
donde vendían paltas y lúcumas... Recuerdo que siempre mi tía
Violeta alababa el corazón de la lúcuma. Decía que nunca había visto
un color caoba tan puro...
Ya el tren había dejado la estación de La Cruz y La Calera con
sus vendedoras de delantal blanco ofreciendo por la ventanilla dulces
y mermeladas, y pasábamos por el palmario de Ocoa hasta llegar a
Llay-Llay, en donde cambiaban los trenes... Unos seguían rumbo a
Santiago y otros tomaban un ramal que nos conducía en medio de
árboles centenarios por los pueblos perdidos de Panquelhue y
Palomar...
Al fin, llegábamos a la estación de San Felipe, en donde nos
estaba aguardando el cariñoso Pedro Maizani.
Luego de los abrazos en el andén —todos los años me
encontraba siempre un poco más grande— nos dirigíamos hacia la
calle, bajo los inmensos plátanos orientales, donde nos estaba
esperando el coche entoldado de la tía Violeta.
Era un pequeño birlocho con faroles de bronce a los lados y
asientos tapizados de cuero, en donde hacía siglos habían viajado al
interior de San Roque obispos y arzobispos a dar la comunión a
familias antiguas.
Pedro acomodaba el equipaje, nos ayudaba a subir a ese recinto
minúsculo forrado en cretona floreada algo desteñida por el sol y
luego, suavemente, movía las riendas para que el caballo, cada año
más viejo, se pusiera en marcha, primero por las calles empedradas de
la ciudad colonial con casas bajas encaladas, y después por el camino
polvoriento bordeado de zarzamoras que, después de muchas vueltas
y desvíos, conducía a Lo Valdés.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 33

Al salir de la ciudad, mi tía Violeta se ponía un ancho sombrero


de guindas de cera para protegerse del sol y del polvo del camino.
Afirmada en una manilla, me iba explicando quiénes vivían en cada
una de las casas vetustas que veíamos pasar.
—Mira. Ahí viven los Gómez Maturana. Este año hace la
Primera Comunión la nieta de doña Berta.
Más adelante, al doblar una curva, señalaba:
—Ahí, en esa casa a la derecha del algarrobo, viven los Torres
Beltrán. Todavía no quieren bautizar a los niños.
Finalmente llegábamos a la casa parroquial donde vivía mi tía
Violeta. Era una casa enorme, pintada de color rojo colonial, de un
solo piso, con corredores y pilares de esquina que estaba adosada a la
pequeña iglesita de Lo Valdés...
Antiguamente aquella casa había sido habitada por numerosos
sacerdotes que venían a las misiones en el campo. Entonces, todos los
aposentos congregaban a los religiosos, que a su vez formaban nuevas
vocaciones entre los jóvenes de Lo Valdés y Chagres. Pero en el
tiempo en que yo iba allí de vacaciones, la casona, que en otro tiempo
estuvo pintada de color azul paquete de vela y que guardaba el
sonido de las sotanas crujientes, permanecía abandonada de servicio
religioso. No vivía un solo sacerdote y mi tía Violeta era la que usaba
las dependencias de la casa para vivir y hacerse cargo de todos los
menesteres, tanto hogareños como parroquiales. Solamente el día
domingo llegaba a decir misa un padre de San Felipe, de acento
español, que echaba aspersiones de- agua bendita y se marchaba hasta
el domingo siguiente. Ese era el día cuando se juntaban todos los
vecinos de Lo Valdés a la salida de la iglesia para verse y comentar las
últimas cosechas.
Cuando finalmente salía toda la gente a la explanada, mi tía
Violeta cerraba las puertas de la iglesia de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro, echaba por dentro el cerrojo, se
34 MANUEL PEÑA MUÑOZ

persignaba delante de la imagen que guardaba una santa reliquia de


una de las once mil Vírgenes y luego caminaba en puntillas a la
sacristía.
—Muy bonita su prédica, padre Vergara. Me llegó al corazón.
—Muchas gracias —decía el sacerdote besando la estola
púrpura y guardándola en la cajonería de maderas preciosas—.
¿Alguna novedad, Violeta?
—No, padre. Sigo haciendo el catecismo a los niños de Lo Pinto
y tengo ahora tres inscritos nuevos para las confirmaciones. Vino
Demetrio Olmedo, el de la pulpería. Quiere casarse con la Rosita
Aliaga, del sandial.
—Muy bien, Violeta. Inscríbalos. El próximo domingo
hablaremos.
—¿No se queda a almorzar, padre? Hay humitas.
—No, gracias, Violeta. Me están esperando en San Felipe.
El padre Vergara se despedía apresuradamente, guardaba en un
maletín el cáliz y las hostias y regresaba de inmediato en un birlocho
destartalado que conducía el sacristán.
Con mi tía Violeta entrábamos a la casa, que siempre estaba
fresca. Nos gustaba almorzar muchas veces en un pequeño patio
embaldosado con sombreadero de estera que tenía alcayotas puestas a
secar. Por las tardes solíamos sentamos en la penumbra del corredor a
conversar en el escaño. Otras veces, salíamos a caminar al puente o al
arroyo. Muchas veces pasaban los campesinos en carretelas y nos
invitaban a ir con ellos hasta sus casas. Nosotros subíamos gustosos y
de este modo disfrutábamos del paisaje y de la sombra de los enormes
castaños de Indias de la avenida que conducía al fundo Los Molles.
En la casa nos atendían con harina tostada o con una tajada de
melón tuna que traían de la acequia. Así estaba fresco y parecía recién
cortado en la madrugada.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 35

Las familias eran cariñosas y departían con nosotros en


comedores de piso de tierra o bajo las toscas glorietas de las casas
cubiertas de glicinas.
Luego, al anochecer, se ofrecían a llevarnos otra vez a la casa
parroquial. Era hermoso sentir el movimiento de la carreta por el
camino perfumado a hierbabuena y oír a lo lejos el canto de los grillos,
el croar de las ranas o el silbido lejano de la locomotora que formaba
eco cuando atravesaba el puente.

Una de esas tardes de verano nos invitaron a una casa de adobe


resquebrajado al final del fundo Sorrento.
Ya estábamos llegando, cuando empezaron a venir hacia
nosotros los niños descalzos y algunas mujeres de rostro moreno
envueltas en chales, a avisarnos que la función de magia estaba
próxima a comenzar.
Al parecer, mi tía Violeta nada sabía. Los hombres que
conducían la carreta nos ayudaron a bajar y nos llevaron al patio
trasero de la casa, debajo de un gran parrón de uva tinta camacha,
donde estaban todos los campesinos sentados en sillas de paja
comiendo sandías.
Delante del corredor habían construido un estrado de madera
con banderitas de papel de volantín.
A nosotros nos acomodaron cerca de una mesa con bandejas de
duraznos y ciruelas Claudias. A cada instante la dueña de casa, una
mujer muy amable de delantal prendido con alfileres, se acercaba a
ofrecernos fruta.
—¿Es Ramiro el que actúa? —preguntó mi tía Violeta.
—Sí —le contestó la señora—. Pero no sabe que estás
aquí.
Al cabo de unos instantes apareció el niño mago de los
alrededores, después de ser anunciado por una muchacha vestida con
ropón antiguo.
36 MANUEL PEÑA MUÑOZ

¡El niño mago! Me basta con cerrar los ojos para verlo otra vez
bajo los ramajes del viejo encino... Era un adolescente pálido que
apareció desde la casa vestido con una túnica china bordada de
dragones. Se anunció a sí mismo como Mago Fu Chin y comenzó a
hacer pruebas de magia con pericia suficiente para sorprendemos. Por
todas partes sacaba pañuelos de seda. Hasta debajo del sombrero de
un huaso sacó un amplísimo pañuelo con los colores de la bandera
chilena.
A cada instante venía hacia nosotros y le pedía a mi tía Violeta
que comprobara la perfecta circunferencia de una argolla de acero o
que con sus propias manos rasgara una carta que después aparecía
intacta en la cartera de una señora de la tercera fila.
Siguieron otras pruebas difíciles de prestidigitación, pero lo más
desconcertante para mí era ver que durante la actuación existía una
permanente comunicación invisible entre el niño mago y mi tía
Violeta.
Al terminar la representación de magia y tras los aplausos, el
niño se retiró del escenario con sus objetos mágicos y mi tía Violeta se
levantó haciéndome una seña vaga, yéndose tras él y desapareciendo
ambos por la puerta de la casa.
Yo me quedé largo tiempo en mi silla contemplando a las demás
personas del público que conversaban o cantaban mientras se
preparaba el número siguiente, pero en un momento me levanté para
ver a dónde había ido mi tía Violeta.
La busqué por todo el patio, pero no la encontré en medio de
aquellas personas desconocidas. Finalmente me decidí a entrar a la
casa por uno de los dormitorios que daba al corredor. Era una
habitación espaciosa con muchos santos en las paredes y carteritas de
palma y olivo detrás de los cuadros.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 37

Recorrí las otras habitaciones y finalmente encontré a mi tía


Violeta en una pieza de techo muy alto, de paredes atiborradas de
cuadros, conversando con Ramiro, sentados los dos sobre la cama,
como confidenciándose algo.
Al verme entrar, la tía Violeta se levantó sorprendida,
ajustándose el moño y escondiendo en el puño algo que el niño mago
le estaba mostrando.
—¡Rodolfo! —me dijo autoritaria—. ¡Vuelve al patio
inmediatamente y espérame allá! El programa de música que sigue te
va a gustar. Van a bailar unas mazurcas...
Desde la cama, el niño mago me miró con una sonrisa lejana,
como guardando celosamente un secreto.
Ya no vestía la túnica oriental que estaba doblada sobre la
cómoda junto a las jaulas de palomas amaestradas, sino ropas
sencillas. Me impresionaba su palidez, pero más me inquietaba el
hecho de que la tía Violeta no me lo presentara.
—Rodolfo, espérame afuera, por favor —añadió con las manos
atrás.
Mirando otra vez al niño mago, me retiré de aquella habitación
en penumbras, despidiéndome con una venia de aquel niño
misterioso que ahora echaba a través de unos barrotes hojas de
lechuga para su pequeño conejo blanco de ojos color rosado.

Al cabo de un momento, mi tía Violeta volvió a aparecer en el


patio, sentándose a mi lado.
—Ya es hora de irnos —me dijo nerviosamente.
Nos levantamos y unos hombres de la casa se ofrecieron a
llevarnos de vuelta en la carreta.
Yo traté en vano de buscar al niño mago para despedirme, pero
ya no estaba ni en el patio ni en la casa...
Nos despedimos de la familia y subimos junto a otros niños que
quisieron acompañarnos. Todos iban cantando o mirando los
potreros, pero yo iba sentado sobre un fardo con
38 MANUEL PEÑA MUÑOZ

un extraño sentimiento que no conocía. Nunca antes había


experimentado esa desazón. Además, hacía tan sólo unos días que
había llegado a la casa de la tía Violeta y no me atrevía a preguntarle
nada indiscreto que pudiese incomodarla. Me gustaba estar con ella
disfrutando de la vida en el campo, pero no tenía la confianza
suficiente como para romper su intimidad o su secreto hablándole de
mis dudas.
No obstante, pensaba yo, era preferible tender un velo y
dedicarme a sentir el viento húmedo que venía del río o caminar hasta
la línea del tren para poner monedas en los rieles. Así, el niño rubio y
melancólico de las palomas desaparecía de mi mente como víctima de
su propio truco.
Y sólo entonces podía ir a buscar libremente, cuando pasaba el
tren expreso de la tarde, aquellas monedas que ahora, como por arte
de magia, estaban convertidas en delgadas lágrimas de plata triste.

Uno de esos días, Pedro Maizani llegó a buscamos porque


debíamos ir en el birlocho a dar las películas a la hacienda de las
hermanas Peñafiel.
Una vez al mes, el padre Vergara de San Felipe dejaba en la casa
parroquial los tambores de las películas que habían sido aprobadas
por la censura. Eran unos tambores metálicos que el sacristán dejaba
ordenados en forma de torre en el escritorio. Mi tía Violeta, que estaba
a cargo de todo en la casa, debía encargarse también de ir a pasar las
películas al teatro Montecarlo de la familia Peñafiel y de recaudar el
dinero de las entradas para los niños del Patronato San Gabriel de San
Felipe.
Ese sábado mensual era de gran expectación. Muchas veces
cuando nos llegaban dos o tres películas, mi tía Violeta me hacía elegir
cuál daríamos primero, porque siempre era una función sorpresa en el
fundo y los campesinos nunca sabían qué películas les íbamos a pasar
ni cuántas, ya que a veces se trataba de programas dobles.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 39

Entrábamos al escritorio y yo podía revisar los cilindros y


escoger por los títulos la película más sugerente. Aunque cuando no
había películas, proyectábamos filminas religiosas con la vida de San
Vicente de Paul o Santa Rita de Casia, claro que siempre los
campesinos preferían una película de pistoleros. En su mayoría eran
películas del Oeste o mexicanas de Tin Tan o Sara García. Una se
llamaba “Joven, viuda y estanciera” y trabajaba Mecha Ortiz. Otra era
“Mata Hari” y en ella actuaban Greta Garbo y Ramón Novarro, que
era muy buena aunque estaba muy cortada.
También se pasaban noticiarios. Eran en su mayoría Nodos
españoles de corridas de toros, procesiones sevillanas en blanco y
negro, desfiles en Valencia o Barcelona y fiestas regionales en Bilbao o
Aragón.
Ese día precisamente, el programa se iniciaba con “La Maja del
Capote”, una película sevillana en colores con Estrellita Castro. La
otra que elegí fue una película sobre la Guerra de Secesión en los
Estados Unidos...
Recuerdo que subimos los cilindros a la pequeña victoria y nos
dirigimos al teatro de las hermanas Peñafiel por un camino
perfumado a menta.

La casa de las hermanas era un verdadero palacio en medio del


campo. Tenía tres pisos, con amplios ventanales con postigos verdes,
terrazas con sillones de mimbre entre los macizos de hortensias,
torreones moriscos y escalinatas de mármol. Sobre la torre más alta
giraba una veleta que representaba un ángel tocando la trompeta.
En el parque de la vieja hacienda campestre había estatuas
egipcias y una fuente con peces de colores con una estatua de un
Angel de la Guarda traído de París, cuidando a dos niños que surgían
de entre las ramas de los papiros.
En un costado de la casa estaba el pequeño teatro de madera,
como una construcción del Oeste americano, donde
40 MANUEL PEÑA MUÑOZ

en tiempos mejores se representaron óperas y operetas. Mi tía Violeta


me contó que allí había visto “La Princesa de las Czardas” en una
ocasión en que el Príncipe de los Abruzzos visitó a los abuelos de las
hermanas Peñafiel. Mi tía Violeta era una niña en ese entonces, pero
recordaba muy bien cada detalle de la función musical en noche de
luna.
Ahora, en cambio, el público era muy diferente. En su mayoría
eran campesinos y mujeres de vestimenta humilde, que sentados en
largas bancas de madera aguardaban impacientes el inicio de la
función.
Pedro Maizani puso los rollos de película en la vieja proyectora,
mientras mi tía Violeta, en un costado, conversaba con las dos
hermanas Peñafiel sentadas las tres en grandes sillones de terciopelo
granate. “Estos son los sillones morado- eminencia de nuestro tío
monseñor Emilio Peñafiel Echaurren”, decían siempre las hermanas
cada vez que se sentaban en aquellas reliquias.
—Ven a sentarte aquí —me dijo la tía Violeta especialmente
vestida para aquella ocasión, acercándome una silla de Viena, que era
de la casa.
Laura y Kenya Peñafiel me miraron profundamente a los ojos y
sonrieron veladamente de manera enigmática.
—Es mi sobrino Rodolfo..., el hijo de mi hermana Antonia... Está
más crecido que el año pasado, ¿verdad?
Las hermanas asintieron con un gesto, sin proferir palabra. No
sé por qué no me gustaban. Me parecían extrañas con esas
vestimentas antiguas oliendo a jabón Ideal Quimera con blusas llenas
de botones de nácar y puños de encaje, mirando de soslayo a los
inquilinos y haciendo girar en sus manos afiladas el mango de sus
bastones.

De pronto advertí que llegaba solo el niño mago que habíamos


visto días antes en el fundo Sorrento.
42 MANUEL PEÑA MUÑOZ BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 43

Avanzó por el pasillo del teatro como si fuera la nave de la de luz iluminó la pantalla y comenzamos a ver en esa seda blanca de
iglesia, con una expresión de infinito recogimiento. Iba en su propio mapas inverosímiles los títulos de una película musical española.
mundo, sumido en sus pensamientos. De improviso, giró su rostro Estaba empezando a concentrarme en las primeras escenas
hacia donde estábamos nosotros, como si presintiera que lo filmadas en el Parque de María Luisa, cuando advertí de reojo que
observábamos, y saludó con una venia discreta a las hermanas Laura Peñafiel, la menor de las hermanas, la que siempre llevaba un
Peñafiel, quienes lo saludaron también con cierta complicidad, camafeo de Roma al cuello, se acercó a mi tía Violeta hablándole al
sonriéndole secretamente... oído.
Lo más particular era que mi tía Violeta también lo había Como era algo sorda, alzó la voz, de manera que pude oír
saludado como si lo conociera de siempre, con un movimiento de perfectamente sus palabras.
cabeza que denotaba alegría y profundo cariño, y, en todo caso, con —¿Sabe algo tu sobrino?
una sutil e invisible relación interna que no tenía con los demás niños. —No —le respondió por lo bajo mi tía Violeta—. No le he
Observé además que por la camisa entreabierta se le asomaba la querido contar nada...
misma cinta roja colgada al cuello que llevaba el día de la función de
magia...
Ahora el niño mago se sentó en una de las bancas, En vano traté de poner atención a las canciones de Estrellita
mimetizándose con los otros niños del pueblo, pero de vez en cuando Castro en los balcones de la Plaza de doña Elvira. No podía seguir los
se volvía hacia donde estábamos nosotros y sonreía con una mirada avatares de la niña andaluza regando geranios ante una reja. Sólo
intensa. Luego volvía la vista hacia los cortinajes cerrados, pero yo pensaba en las extrañas palabras que se habían intercambiado antes
sentía que sus pensamientos continuaban aleteando en nuestro de iniciarse la función mi tía Violeta con Laura Peñafiel...
ámbito. Estaba en esas meditaciones cuando uno de los perros de los
Fue en ese instante que advertí cierto privilegio hacia el niño inquilinos que andaba husmeando gatos en la sala, se subió al
mago. A una seña de Kenya Peñafiel, una de las empleadas del fundo escenario y empezó a ladrarle a la pantalla cuando salió Estrellita
salió hacia la casona y volvió con una silla con respaldo de brocato. La Castro a las calles del barrio de Triana a pasearse con su dálmata.
puso en un costado especial desde donde se tenía mejor vista hacia la La gente gritaba y se reía tratando de sacar al perro del
pantalla y luego se acercó al niño mago, pidiéndole que se cambiara escenario, pero yo estaba impasible, concentrado en mis
de lugar. pensamientos, sentado en mi silla especial —como el niño mago—
El niño se levantó y en puntillas se dirigió hacia su nuevo junto a las dos hermanas y a mi tía Violeta.
asiento, enviándonos una sonrisa. Ahora volví a mirarlas y pude verlas a las tres en la penumbra
del teatro, mientras veían bailar flamenco en una taberna del Puerto
de Santa María, en medio del humo, como tres figuras
—Te va a gustar la película —me dijo la tía Violeta, sacándome
de mis cavilaciones. fantasmagóricas, muy serias, sentadas de perfil.
Por fin las luces se apagaron y Pedro Maizani comenzó a hacer
funcionar la vieja proyectora. De inmediato, un haz
44 MANUEL PEÑA MUÑOZ BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS

Como la película había sido prácticamente de largo metraje,


El interior de la casa de las hermanas Peñafiel era suntuoso. No
Pedro Maizani decidió que en aquella oportunidad se pasaría
solamente “La Maja del Capote”, dejando para la próxima semana la se podía creer que en medio de esos campos perdidos hubiese una
película americana. Algunos inquilinos protestaron, pero la mayoría mansión de estilo europeo con tapices en las paredes, antigüedades
ni siquiera se enteró que se tenía pensado proyectar dos películas en coloniales y muebles vetustos de palo de rosa.
vez de una. —Tomen asiento —dijo Kenya Peñafiel.
Mi tía Violeta se dirigió al escenario cuando terminó la película Nosotros nos sentamos en unos sillones antiquísimos de
de Estrellita Castro y allí, bajo la lámpara de lágrimas, anunció “La terciopelo rojo que olían a incienso.
Hora del Forajido” para la próxima semana. La gente aplaudió y los —Voy a traerles algo —dijo Laura Peñafiel, desapareciendo con
niños salieron con radiante alegría y fueron a mirar la pequeña caseta Kenya al final de un largo pasillo.
en donde Pedro Maizani rebobinaba la película en medio de humos Yo me levanté del sillón y mientras mi tía Violeta se quedaba
pavorosos. pensativa mirando por una ventana, absortos sus pensamientos en La
Yo estaba atento por si veía al niño mago, pero éste ya había Giralda sevillana y en los patios de naranjos, yo me puse a deambular
desaparecido del teatro. por el salón, descubriendo bibelots de porcelana y un pequeño cofre
Afuera, la gente se quedó un momento más cantando y sobre una mesa.
ensayando los pasos de baile de la película. Un profesor de la escuela Apenas lo vi, me llamó poderosamente la atención, como si su
de Lo Pinto que había asistido, decía que la cueca chilena provenía de contenido me hubiese atraído ancestralmente.
esos bailes españoles, pero los campesinos lo miraban con aire entre Tenía una pequeña llavecita dorada puesta en la cerradura y
desconfiado y burlesco. sobre la tapa había un pequeño vaso con tres rosas rojas...
Yo me paseaba entre la gente que comentaba, pensando que era
agradable estar allí sintiendo a lo lejos el correr del estero y el sonido
de los caballos que se alejaban por la llanura. El silencio era perfecto. Nadie me veía. Las dos hermanas
Peñafiel se encontraban en los aposentos y mi tía Violeta se había
puesto a tocar “Recuerdos de Ipacaraí” en el arpa.
—¿Por qué no pasan un momento a la casa, antes de irse? —
Fue entonces que con sigilo retiré el pequeño florero y lo puse
sugirió Laura Peñafiel con sus ademanes distinguidos.
en un costado de la mesa. Me cercioré de que nadie venía y abrí el
Mi tía Violeta pasó a recoger el dinero de las entradas a la
cofrecito con la llave.
cabina de Pedro Maizani, que tenía una ventanilla con barrotes hacia
Estaba a punto de levantar la tapa, cuando aparecieron las dos
la calle.
hermanas con bandejas en la salita, acompañadas del niño mago.
—Aquí está todo, señorita Violeta —le dijo a mi tía una señora
—¡Rodolfo! ¡No toques esa caja! —me reprendió con voz
de lentes gruesos que nunca se sacaba el velo de misa.
autoritaria Kenya Peñafiel.
—Muchas gracias, Estevilda. Aquí tiene. Esto es para usted.
Pedro, vamos a ir con el niño a la casa de las Peñafiel un momento. Nervioso y sorprendido, pedí disculpas y volví a poner el vaso
Pon las películas en el birlocho. Dentro de un momento volvemos. con las flores en la cubierta de la caja.
46 MANUEL PEÑA MUÑOZ

En el salón estaban ellas con el niño mago mirándome a los ojos.


Sí. No sólo él tenía una cinta roja. También Kenya Peñafiel llevaba una
exactamente del mismo tono anudada al cuello...
Sin saber exactamente, tenia la impresión de que aquellos seres,
incluida mi tía Violeta, guardaban un secreto común que tenía relación
con el contenido de aquella cajuela que me habían prohibido abrir.
Mi tía Violeta me dirigió también una mirada de reproche, pero
las dos hermanas y el niño mago, para disimular la tensa situación que
se había producido, comenzaron a ofrecemos unos pastelitos de
manjar con lúcuma, preparados por las dos hermanas, y una mistela
muy, muy suave, que también habían elaborado siguiendo antiguas
recetas.

Pedro Maizani tocó la campanilla avisando que ya estaban las


películas en el birlocho. Mi tía Violeta empezó a despedirse de las
hermanas Peñafiel y del niño mago de manera muy nerviosa. Yo
notaba que se miraban a los ojos con aire cómplice y que luego se
sonreían unos con otros de modo misterioso.
Finalmente nos despedimos y por primera vez pude estrechar la
mano del niño mago que me miró con profundidad a los ojos, como
suponiendo que un día yo también iba a estar en el secreto.
Subimos al birlocho y después de hacer señas, enfilamos por un
camino de tierra bordeado de sauces.
A mi lado, mi tía Violeta iba en silencio. Miraba simplemente el
paisaje sumido en la oscuridad. Ya había anochecido mientras
estábamos en el interior de aquel palacio campestre y ahora allá afuera
se divisaban las sombras confusas de los álamos y las luces de las
casas a lo lejos.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 47

Pedro Maizani había encendido los faroles a gas del birlocho y


mientras avanzábamos por el camino pedregoso, veíamos el campo
débilmente iluminado.
El carruaje se bamboleaba bajo la luna llena. Los campos se
extendían allá lejos bajo un manto lechoso. A mi lado, en completo
silencio, acaso sumida en pensamientos taciturnos, iba mi tía Violeta,
afirmada en la manilla, tratando de atisbar figuras en el ramaje de los
árboles.

Por fin llegamos a la casa. Pedro Maizani ayudó a bajar las


películas y prometió venir a almorzar con nosotros al día siguiente,
cosa que alegró mucho a mi tía Violeta.
Si había algo que la contentaba era que Pedro Maizani tomara
por sí mismo la iniciativa de llegar a la casa, sin necesidad de
invitación previa. Creo que a mi tía Violeta le gustaba cuando Pedro
Maizani se imponía. Muchas veces le pedía la opinión o bien él mismo
daba órdenes como si fuera el dueño de casa.
Siempre cuando venía oloroso a colonia de clavel, con el pelo
brillante y los bigotes recortados, pasaba después de almorzar con
nosotros debajo del parrón a la sala de música de los sacerdotes,
donde estaba el piano de cola cubierto de jarrones, candelabros,
figuras y retratos enmarcados de obispos y cardenales.
Pedro Maizani se sentaba en el taburete, retiraba la lengüeta de
fieltro y se ponía a tocar “Las Estrellas”, cantando con su voz vibrante
y ligeramente nasal:
“A cantar a una niña yo le
enseñaba y un beso en
cada nota ella me daba”...

Mi tía Violeta se alisaba el pelo con ese gesto característico que a


veces tenía y coreaba con él algunas estrofas:
48 MANUEL PEÑA MUÑOZ

“Y aprendió tanto y
aprendió tanto que
de todo sabía menos
de canto”...
Sentado en el viejo sillón, yo los escuchaba cantar mientras mi
vista se paseaba por esos empapelados de otra época en donde
estaban colgados óleos coloniales con santos que ascendían al Cielo y
misteriosos rostros de capellanes antiguos que miraban severos desde
las sombras.

Uno de esos días, muy temprano, llegó Pedro Maizani a la casa


con su poncho de Castilla que a veces se ponía, cuando las mañanas
estaban frescas. Las puertas del corredor estaban siempre abiertas, de
modo que se podía ingresar al salón o a los dormitorios sin siquiera
hacerse anunciar.
Mi tía Violeta se hallaba también desde temprano en la oficina
parroquial pasando en limpio actas de matrimonio con una lapicera
de palo que iba untando parsimoniosamente en un gran tintero de
cristal.
—¡Pedro! —dijo alegremente, levantando la vista de los libros.
—Violeta, esta tarde tengo que ir al Callejón de las Hormigas a
ver un campo de girasoles, y me gustaría ir con Rodolfo para que
conozca.
La idea de ir al Callejón de las Hormigas me entusiasmaba
enormemente. Nunca había llegado tan lejos. Conocía los fundos con
parques de peumos y palquis, las viejas quintas de los alrededores con
rejas de fierro forjado y tinajas con cardenales rosados, pero jamás me
había encaminado por los recodos de la cordillera.
—No —dijo mi tía Violeta, visiblemente nerviosa. —Al Callejón
de las Hormigas, no.
—¿Por qué no, tía Violeta? Sé montar perfectamente y Rocín es
bien manso.
BALTASARA, LA NINA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 49

—No..., es mejor que no, Rodolfo. Además, esta tarde tenemos


que ir a repartir santitos a los niños que van a hacer la Primera
Comunión este año. Le dije a la señora Berta Sandoval que iba a ir
contigo. Quiere conocerte...
—Violeta —dijo Pedro Maizani con esa voz autoritaria que a
veces tenía cuando hablaba con la tía—. Ya es tiempo que Rodolfo
sepa. Lo voy a llevar de todas maneras.
Mi tía Violeta trató de sostener la mirada de Pedro Maizani,
pero al cabo de un momento la bajó con una triste sonrisa y dijo:
—Esta bien, Pedro. Pero regresen temprano. Los estaré
esperando con mate con leche de cabra.

Montamos esa tarde los caballos y enfilamos el Valle del


Aconcagua, dejando atrás la pequeña capillita rural y las casas
dispersas en la pradera.
—Esa que está allá es la Hacienda Las Perdices —dijo Pedro
Maizani apuntando hacia una hermosa casa señorial perdida al fondo
de una avenida de palmas chilenas—. En su tiempo fue una gran casa.
Lástima que ahora esté tan deteriorada. Se inundó completamente con
el último desborde del río... En su época yo vi desfilar caravanas de
coches victoria con visitas que venían de la capital. Incluso un fin de
semana vino una condesa española. Esa noche, en su homenaje,
dispararon fuegos artificiales a la luna llena.
Atrás iba quedando la vieja casa de adobe, teja y madera en
medio de los lúcumos centenarios.
El estrecho camino se iba abriendo paso ahora entre las
montañas sembradas de cactos y piedras filudas.
—Este es el Callejón de las Hormigas —dijo Pedro Maizani,
frenando el paso de su caballo—. Cuentan que por aquí penan... Los
arrieros, cuando pasan por aquí, dicen que escuchan voces de niñas
hablando en castellano antiguo. Se
50 MANUEL PEÑA MUÑOZ

entiende casi todo, pero hay palabras que ya no se usan, por eso es
difícil comprender de qué están conversando. En todo caso, cuentan
que las niñitas se ríen cuando pasan los hombres con los caballos y
hasta cantan rondas de la época de la reina Isabel la Católica.
—¿Y usted las ha visto, Pedro?
—No, pero creo firmemente en los campesinos que han oído a
las niñas. Incluso hay uno que las ha visto. Dice que son varias y que
se visten con ropas de otro tiempo y botines con cordones. Son muy
bonitas, de caras blancas y pelo negro. Precisamente ahí, bajo ese
quillay, se le apareció una de las niñas y le habló. Le dijo que se
llamaba Baltasara.
—¿Baltasara? —le pregunté sorprendido mientras veía
cimbrearse las viejas pataguas.
—Sí. Es un nombre antiguo... El viejo Anselmo, el de la
quebrada de las cabras, fue el primero que la vio. Fue hace años...
Cuenta que iba bajando a caballo, cuando vio una lucecita que bailaba
bajo el quillay. Parecía una luciérnaga, pero de una luz mucho más
viva. Amarró el caballo y fue a ver, escondiéndose entre los
matorrales. Y entonces fue que la vio... Era una niña muy hermosa,
como una muñeca de bucles color castaño que bailaba en punta de
pies, sin tocar el suelo, a la luz de la luna... Llevaba un vestido de
organdí blanco, y en el pelo, cinco cintas rojas.
—¿Cinco cintas rojas? —pregunté sorprendido.
—Sí —respondió Pedro Maizani, haciendo apurar el paso del
caballo—. Cuenta que estuvieron conversando un largo momento, y al
final la niña Baltasara se sacó una cinta del pelo y se la dejó de
recuerdo.
—¿Será cierto? —pregunté desconcertado.
—Si quieres, pregúntale tú mismo al viejo Anselmo. Vamos
precisamente hacia allá.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 51

Con los picachos de la cordillera delante de nuestra vista,


llegamos a la casa solitaria del viejo Anselmo. Era una humilde
cabaña de techo de estera en medio de un bosquecillo de ramas
cenicientas. El cielo estaba despejado y en el silencio de la cordillera se
escuchaba el vuelo de las torcazas y las loicas de pecho encendido.
Una rama se doblaba y allí se columpiaba por un breve instante una
tórtola que luego emprendía el vuelo.
—Hay mucho que hablar, Pedro —dijo el viejo Anselmo con su
voz de hombre rudo—. Desensillen... Vamos a ir a pie por los
parronales.
Los dos hombres se fueron caminando por los campos
sembrados, mientras yo me quedé dándoles de beber a los caballos e
imaginándome que en ese mismo ámbito de romerillos y quiscos
había bailado una vez el espíritu de la niña Baltasara...

El viento bajaba silbando por el callejón cuando vi venir


caminando a los dos hombres seguidos por la perra Ruta.
—Don Anselmo —le dije cuando llegaron a la cabaña hablando
del campo de girasoles—. Pedro Maizani me contó que usted había
visto bailar a un duende. ¿Es cierto?
Don Anselmo, sorprendido por la pregunta directa, miró como
interrogando con los ojos a Pedro Maizani, quien a su vez le devolvió
una sonrisa como asintiendo algo.
Luego me miró al fondo del corazón como tratando de indagar
si mi naturaleza estaba preparada para conocer una delicada verdad.
—Sí..., así es..., y sigo viendo todavía a la pequeña Baltasara...
Todas las noches de luna aparece bajo los árboles con su linda sonrisa.
Incluso una noche en que yo estaba enfermo y no pude salir a la
higuera, la niña Baltasara entró a la casa. Yo no sé cómo, puesto que la
puerta estaba cerrada con tranca. Pero allí se puso a danzar delante de
mí e incluso
52 MANUEL PEÑA MUÑOZ

me llevó una bandeja de pasteles... Los duendes son buenos, Rodolfo,


y sólo se aparecen a las personas que tienen el corazón puro. No lo
olvides.
—Y dígame, don Anselmo..., ¿le dijo algo la niña Baltasara?
¿Hablaron alguna vez?
—Oh, sí..., aquella noche, cuando me escondí en los matorrales
para verla bailar con sus botines y su vestido blanco, me descubrió y
se acercó sigilosamente para hablarme. Al comienzo tenía miedo
porque sus pies no tocaban el suelo y el cuerpo emitía una suave
luminosidad como una aureola, pero después me tranquilicé por su
sonrisa... Estuvimos hablando y me dio incluso su nombre completo y
el de sus amigas. Claro que los de ellas los olvidé... pero retuve el de
la niña que me habló... Se llama Baltasara Ecija Castañeda y nació
aquí, entre estas quebradas, en los tiempos cuando reinaba la cacica
de Maquehua... Claro que esta niña no es india, sino hija de
españoles...
—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! Se está anocheciendo... Tenemos que
volver —me llamaba Pedro Maizani desde el caballo.
—Otro día que vuelvas te contaré más acerca de la niña
Baltasara... y te mostraré su cinta roja.
—¿Qué?
—Sí. Cuando la niña Baltasara terminó de contarme su vida bajo
el viejo quillay, se sacó del pelo una de sus cinco cintas como recuerdo
de esa amistad que había nacido. Desde entonces, esa cinta me
protege. Cada vez que estoy triste la saco de una caja y la tengo en mi
puño largo tiempo. Entonces me siento acompañado y me parece que
la vida es bella...

Asombrado con las palabras del viejo Anselmo, monté mi


caballo y emprendimos en silencio el regreso con Pedro Maizani
bajando por el desfiladero y dejando atrás el Callejón de las
Hormigas.
54 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Cuando llegamos a la casa, noté que la tía Violeta miró a los ojos
a Pedro Maizani, como aguardando una respuesta. Pero él, sin decirle
nada, se limitó en forma altiva, y sin bajarse del caballo, a enviarle con
aire cómplice una hermosa sonrisa...
—Pedro, ¿no vas a bajarte a tocar el piano?
—No, Violeta. Otro día... Será mejor que converses con el niño
esta noche.

Tía Violeta estaba intranquila. Trataba de esquivarme. Salía y


entraba sin motivo alguno a las habitaciones, moviendo de lugar los
santitos de yeso de las cómodas, cambiándole agua a una redoma,
donde siempre nadaba una rosa sumergida, o poniendo ramas de
lavanda en los cajones del armario para que las sábanas estuvieran
fragantes.
Aquella noche de impresiones desconocidas, sentados en la
glorieta cubierta de jazmines, traté de averiguar más acerca de la niña
Baltasara, pero la tía Violeta estaba pensativa como siempre, absorta
en sus propios pensamientos, mirando cómo la torre de la iglesia se
recortaba contra la luna llena.

Esa noche no pude dormir tranquilo. En sueños veía aparecer a


la niña duende con su vestido blanco y sus cintas rojas bailando en
punta de pies con las manos en alto, con movimientos ágiles y
livianos, como si ejecutara los pasos de un invisible ballet.
De pronto me desperté. ¿La niña Baltasara movía las cortinas
del dormitorio? Incorporado en la cama que llamaban “carroza”,
porque era enorme y de bronce, me puse a mirar hacia el jardín por la
ventana. Afuera alguien se movía bajo las ramas de los duraznos. ¿Era
la niña Baltasara? No. Era la tía Violeta que caminaba entre los árboles
hacia la gruta, como si conversara con alguien.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 55

Intranquilo, traté de atisbar aquellas sombras en el ramaje hasta


que desaparecieron...
Largo tiempo me quedé aguardando en la cama, acechando
cualquier ruido, hasta que por fin volví a sentir los pasos de la tía
Violeta que regresaba del jardín entrando en puntillas al dormitorio.
—No—me aseguró a la mañana siguiente, cortando una tajada
de dulce de camote—. Seguramente lo soñaste... No me levanté en
toda la noche... Debes haber tenido una pesadilla. Llegaste muy
fatigado del paseo al Callejón de las Hormigas.

Esa misma mañana, me encontraba en la torre de la iglesia,


donde me gustaba subir para ver las campanas, sentir el revoloteo de
las palomas y ver el paisaje, cuando vi venir dos bicicletas por el
camino de tierra que conducía a la casa parroquial.
Eran dos mujeres que avanzaban por los sembrados
lentamente, llevando sombreros de paja...
Poco a poco se fueron acercando hasta la explanada, en donde
aminoraron la marcha, bajándose de las bicicletas y dejándolas en el
poste donde los hombres amarraban los caballos.
Mi tía Violeta salió a recibirlas. Sí. Eran las dos hermanas
Peñafiel.
Al cabo de un momento, vi venir por el mismo sendero a un
niño rubio que caminaba despacio como si fuese una aparición.
Estaba llegando el niño mago al parque de la casa cuando mi
tía Violeta sacó una mesa con un jarro de jugo y vasos y sirvió a las
visitas en la glorieta del jazmín donde a veces nos sentábamos a
conversar.
56 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Allí estuvieron mucho tiempo hablando, pero desde la torre no


podía escuchar sino el murmullo de aquellas confidencias.
Finalmente, las visitas se despidieron de mi tía Violeta. Kenya y
Laura Peñafiel con sus vestidos antiguos se subieron a sus bicicletas y
se alejaron por el camino por donde habían venido. Mi tía Violeta se
despidió cariñosamente del niño mago y entró a la pequeña oficina
donde copiaba las actas de matrimonios.
El niño mago se quedó todavía un momento más en el parque
mirando los macizos de pelargonias y finalmente se fue caminando
con toda lentitud.
Yo me quedé observándolo desde el campanario hasta que lo
perdí de vista...

Esa tarde, mientras mi tía Violeta ponía flores en los altares de


la iglesia, fui a la oficina parroquial donde se guardaban, en vitrinas,
las partidas de bautismo.
Eran libros pesados, de tapas de pergamino y hojas
amarillentas escritas en tinta rojiza con caligrafía cursiva
cancilleresca. Sí. Lo recordaba perfectamente: Baltasara Ecija
Castañeda... Allí, en esos libros ordenados en los anaqueles, podía
encontrarse ese nombre...
Nervioso empecé a sacar los libros de los estantes. Mi tía
Violeta guardaba en una cajuela las llaves de las vitrinas donde
estaban el incensario de plata para las grandes ocasiones, la patena y
unos anteojos de marco de oro que habían pertenecido a monseñor
Salinas. Detrás de esas reliquias parroquiales se encontraban aquellos
libros preciados que mi tía Violeta jamás sacaba.
Tentado por la curiosidad de saber más acerca de la niña
duende, abrí la vitrina y saqué los libros, hojeándolos con inquietud.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 57

Revisé las páginas en esa tarde calurosa, tratando de leer


aquellos caracteres incomprensibles, hasta que por fin, al pasar una
de aquellas hojas resquebrajadas por el tiempo, descubrí la fecha
exacta del bautismo de aquella niña misteriosa: “Baltasara Micaela
Ecija Castañeda, nacida en el Callejón de las Hormigas el 12 de enero
de 1587 y bautizada en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo
Socorro de Lo Valdés el 17 de mayo de 1587.”
Profundamente turbado, cerré el libro sin saber qué hacer,
hasta que por fin, deseoso de saber toda la verdad acerca de la niña
Baltasara, tomé el libro y salí a buscar a mi tía Violeta...

—Sí —me dijo cariñosamente, dejando a un lado el mantel del


altar que estaba bordando—. Existe..., pero no he querido darte más
detalles de la vida en el caserío de Lo Valdés... Me gusta tu compañía
de niño observador y curioso y temo que tu madre no te vuelva a dar
permiso para que me vengas a acompañar en el verano si sabe que su
hermana Violeta te está metiendo en la cabeza cosas de duendes...
Pero ya que vienes con el libro de las partidas de bautismo y ya que
veo ese brillo inconfundible en tu mirada, voy a contarte algo más
acerca de la niña Baltasara...
Tía Violeta miró con nostalgia al otro lado de la ventana de
vidrios azules y prosiguió:
—Baltasara Micaela Ecija Castañeda nació efectivamente aquí
en la época de los picunches, cuando por estas laderas paseaba la
princesa Orolonco, que se había enamorado de un soldado español.
Fue en esos años perdidos cuando empezaron a venir las primeras
familias castellanas, tras la huella de los lavaderos de oro. Tan
exuberante era este paraje de robles y avellanos, que los españoles
asombrados por la fertilidad de la tierra avanzaban “por tierras de
pan llevar”... Muchos extremeños de Trujillo y Mérida se internaron
58 MANUEL PEÑA MUÑOZ

también en medio de la tupida vegetación de esos años buscando las


vetas... bajo un cielo de un increíble color azul. La familia Ecija
Castañeda vino también a probar fortuna y se afincó en el valle
labrando la tierra. Cultivaban con los indios papas y maíz. Rodrigo
Ecija de Solórzano y Teresa Castañeda y Araujo tuvieron aquí una
sola hija, a la que pusieron de nombre Baltasara Micaela... La infanta,
como le decían porque parecía una princesa, fue feliz en el valle
jugando con las otras niñas españolas de su edad o con las pequeñas
niñas del valle, imitando el sonido del viento o alzando los brazos al
cielo para imitar el vuelo del cóndor o del águila negra que
sobrevuela los picachos más altos del Callejón de las Hormigas...
La tía Violeta tenía ahora la vista cansada. Parecía que se
encontraba en otro mundo...
—Un día, el matrimonio decidió regresar a bordo de la carabela
Reina Isabel de Castilla a España, pues Rodrigo Ecija de Solórzano no
consiguió hacerse rico como suponía, ya que había pensado en un
comienzo trabajar en las minas y había terminado haciendo trueque
de ají, maní y porotos con los pescadores changos que llevaban
pescados en carretas desde la costa. Sin encontrar nunca los
minerales mágicos que les habían prometido, regresaron a España a
un pueblecito llamado Pañaranda de Almonte, en la frontera con
Portugal... Pero la querida niña Baltasara, que no quería irse porque
era feliz en el valle hablando en mapudungún con las niñas
indígenas, prometió volver aunque fuese en pensamiento a su paisaje
amado, a su ámbito de lechuzas y a los claros del bosque donde
jugaba... Ella nunca se olvidó de los helechos de las quebradas, de la
maravillosa flor de la perdiz que salpica de amarillo los valles en
primavera, ni de las tortolitas cuyanas, que revolotean en las ramas
de los bellotos. Baltasara siempre recordó allá en Castilla estos
paisajes e incluso se visitó con sus queridas amigas que se hallaban
dispersas en Murcia o en Alicante... Baltasara siempre, a lo largo de
su vida, procuró
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 59

juntarse con ellas en España para recordar el reino querido de la


infancia, donde un día fue feliz... Es por eso que a veces se escuchan
voces en el Callejón de las Hormigas... porque las niñas en realidad —
y de corazón— nunca se fueron. Y aunque Baltasara vivió el resto de
su vida en Zamora y murió siendo una anciana muy querida, ella
siguió aquí en espíritu, con apariencia de niña, tal como era cuando se
fue... Sí... Baltasara sigue estando con nosotros, cuidando a los seres
que creen en ella... Así es la naturaleza de los duendes... Por eso el
viejo Anselmo se siente desamparado cuando Baltasara no se aparece
bailando sonriente sobre los muebles o sobre las copas de los
avellanos... Otras veces dicen que se aparece jugando a la ronda con
las otras niñas duendes que se fueron a España con sus padres, pero
que no deseaban regresar, porque les gustaba este paraje entre las
montañas. Por eso volvieron acá después de la muerte... porque
quisieron que el Cielo fuera para ellas jugar en el Callejón de las
Hormigas...
Mi tía Violeta estaba ensombrecida por una profunda dulzura.
Parecía que su espíritu estuviera muy lejos, acaso en otro universo
más puro o más bueno...
—Esa es la razón por la que hoy día muchos arrieros que bajan
de la cordillera escuchan cantares a lo lejos y niñas que hablan al
claro de luna... Son las voces de Baltasara y sus amigas que están
jugando a la Viudita del Conde Laurel o al Hilillo de Oro:

“Hilillo, hilillo de oro hiladito a


lo francés por el camino me han
dicho que bellas hijas tenéis”...

—¿Y cómo sabes estas cosas, tía Violeta?


—No sé —me dijo nerviosísima, como saliendo de un sueño—.
Investigando en archivos parroquiales...
60 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Esa misma noche salí al bosquecillo de peumos que estaba


detrás de la casa para ver si la niña Baltasara se aparecía jugando a la
cuerda con las niñas españolas o con las pequeñas indígenas. Pero lo
cierto es que no vi ni escuché nada.
—Los duendes nunca aparecen si los estamos buscando —dijo
la tía Violeta—. Aparecen o desaparecen cuando menos lo
esperamos, y siempre dejan una cinta roja en señal de afecto.
—¿Una cinta roja?
—Sí, Rodolfo. Ya es tiempo que lo sepas todo. La niña Baltasara
le dejó al viejo Anselmo la primera cinta roja... Después se le apareció
a la madre de las hermanas Peñafiel, que era una anciana muy
querida en estos alrededores. Ella venía de regar las peonías que
cultivaba cerca de la vieja casona de Sorrento, cuando dice que la vio
en la copa de un belloto, como si fuera la aparición de una Virgen. La
niña Baltasara bajó, danzó para ella y le regaló la segunda cinta roja,
diciéndole que la conservara, que siempre iba a ser feliz porque ella
la iba a proteger. Esa cinta está en aquella cajuela en el interior de la
casa de las hermanas Peñafiel. ¿Recuerdas cuando te impidieron que
descubrieras su pequeño tesoro?... Tiempo después, cuando la madre
murió, se le apareció a Kenya... ¿Recuerdas que ella llevaba al cuello
una cinta roja? Era la tercera cinta. Por esos días, la niña Baltasara
había vuelto a aparecer con sus amigas en la ladera de un cerro. Y
Ramiro Beltrán, el niño mago de Lo Valdés, fue quien la vio. ¿Te
acuerdas aquella tarde en que me viste conversando con él en el
interior de aquella vieja habitación junto al conejo de los ojos malvas?
Ramiro me estaba mostrando precisamente la cinta que él conserva y
que yo no había visto. La niña Baltasara se la había dado en esos
días... Era una cinta legítima. Lo sé porque es de un color muy
especial..., único... Al niño mago también se le manifestó la niña
duende y
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 61

después de prometerle protección, le dejó de recuerdo la cuarta cinta.


—¿Y la quinta? —pregunté asombrado.
—No hagas tantas preguntas, Rodolfo. Ya has sabido
demasiado.

Días más tarde, mi madre acudió a Lo Valdés a buscarme para


regresar a casa. Llegó temprano una mañana de extraña neblina.
—Rodolfo. Me parece que estás diferente...
Mi madre y mi tía Violeta se sentaron a conversar bajo el
parrón mirando fotografías familiares y hablando de mis vacaciones.
—Me gusta mucho que Rodolfo venga en el verano a
acompañarte, Violeta. El clima aquí es muy agradable y bueno para
la salud.
—Sí, estoy segura que Rodolfo disfrutó verdaderamente del
campo, Antonia. El próximo año tienes que mandarlo otra vez.
Pero algo en mi corazón me decía que aquellas iban a ser las
últimas vacaciones en la casa parroquial de Lo Valdés.
Ahí dejaba una porción de mi infancia y un camino de tierra
abierto hacia la cordillera, con una niña duende que me hablaba al
corazón...

Por la tarde, después del té, Pedro Maizani llegó con el birlocho
de faroles relucientes. Lo estacionó delante de la casona y entró a
buscar el equipaje.
Mi madre comenzó a despedirse y luego se subió al asiento de
cuero ligeramente resquebrajado.
—¡Sube, Rodolfo! ¿Qué estás esperando?
Miré por última vez la casa parroquial y el viejo campanario
con rosetón de colores a través del cual veía las casas en lila y azul.
62 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Junto a mí, envuelta en un chal, estaba tía Violeta, pasándose la


mano por el pelo con ese gesto suyo característico, mirándome con
aire nostálgico y cómplice a la vez, más acabada que antes, como si
súbitamente en esos días hubiese envejecido.
La miré a los ojos, con la misma mirada que damos a los seres
que un día nos han tocado el corazón.
—Adiós, tía Violeta —le dije, dándole un abrazo y presintiendo
que esa iba a ser la última vez que estrechaba a la querida tía de los
ojos azules.
—Adiós, Rodolfo. Y recuerda. Nunca digas nada a nadie de lo
que has oído en el Callejón de las Hormigas. Prométemelo. Nunca
hables con nadie acerca de la niña Baltasara. Es un secreto que nos
pertenece.
Desde el birlocho, Pedro Maizani me enviaba una sonrisa como
si compartiera las palabras que en secreto me decía la tía Violeta.
Subí al asiento junto a mi madre.
Me estaba acomodando, cuando divisé allá al fondo, detrás del
sauce que goteaba lágrimas, al niño mago. Allá estaba con su
expresión taciturna agitándome un pañuelo.
En ese instante traté de bajarme para correr a despedirme, pero
en un momento desapareció como si se tratara de su último truco.
Pedro Maizani movió las riendas y nos alejamos de la casa
parroquial, dejando atrás la glorieta con los jazmines, los amplios
corredores y los tres álamos en fila.
Cuando miré por la ventanilla de mica, vi a lo lejos las siluetas
de las hermanas Peñafiel que avanzaban en bicicleta por un camino
lejano, recortándose contra el campo...
Allá al fondo, mi tía Violeta era una figura perdida que al otro
lado del polvo del camino permaneció fiel al pie de la iglesia, con una
mano en alto, hasta que la perdí de vista.
BALTASARA, LA NIÑA DUENDE DEL CALLEJON DE LAS HORMIGAS 63

Una vez en la estación de San Felipe, Pedro Maizani nos ayudó


a llevar las maletas al andén y nos acompañó hasta que llegó el tren.
Subió con nosotros al vagón y puso nuestro equipaje en los
compartimientos. Luego, cuando el pitazo sonó, se despidió
amablemente de mi madre. En seguida, me miró a los ojos con esa
mirada que no he vuelto a sentir:
—¿Todo bien, Rodolfo? —me preguntó con una sonrisa llena
de cariño y complicidad.
—Todo bien —le contesté, tendiéndole la mano.
Pedro Maizani me abrazó con ternura y bajó del vagón. Abajo
en el andén se quedó haciéndonos señas hasta que el tren dobló la
curva.
Ahora empezaba a ver en sentido inverso las viejas estaciones
con las enredaderas ligeramente doradas por el otoño.
—¿Qué te ocurre, Rodolfo? —preguntó mi madre a mi lado—.
¿No lo has pasado bien en tus vacaciones? Siempre te ha gustado
pasar el verano en la vieja casa de la tía Violeta... ¿Te pasó algo?
—No, mamá. No me pasó nada.

Cuando meses más tarde supe que tía Violeta había muerto, me
llené de un profundo pesar. Pero cuando mi madre volvió otra vez
vestida de luto de San Felipe, recordé aquellos acontecimientos de
otra manera. Sí. Porque mi madre me traía un sobre que me había
dejado tía Violeta.
Nervioso y reconociendo su letra, me fui a mi dormitorio. Allí,
con una plegadera abrí con cuidado ese sobre en el que estaba escrito
mi nombre.
Adentro, en un papel doblado en cruz, con impecable caligrafía
de secretaria parroquial de Lo Valdés, había escrito: “Para mi querido
sobrino Rodolfo, por haber creído en la niña Baltasara, la quinta cinta
que una noche de luna, después de
64 MANUEL PEÑA MUÑOZ

aparecérseme varias veces, me dejó la niña duende, pidiéndome que


cuando llegara este momento, te la enviase.”
Ahí en el fondo encontré doblada una cinta roja muy antigua,
de un color muy especial.
La tuve largo tiempo en mi puño cerrado pensando en tía
Violeta. Luego la guardé con el sobre en el cajón de los recuerdos
hermosos y no le dije nada a nadie...

Desde entonces, esa cinta me protege. Cada vez que estoy triste
la saco de mi caja y la tengo en mi puño largo tiempo. Entonces me
siento acompañado y me parece que la vida es bella...
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA

Para Judith, Roger, Ramiro


y Gonzalo, una tarde,
en la vieja casa de Rinconada.

Siendo mi padre organero de las iglesias de


Valparaíso, tuvimos que trasladarnos a vivir
por una temporada al valle de Putaendo,
porque el sacerdote de la iglesia enladrillada
le había encargado la restauración del órgano
dañado por los últimos terremotos. El maestro
de capilla sabía interpretar muy bien los
himnos durante las misas, pero era incapaz
de afinar un tubo. Además, se precisaba de un ayudante
experto y yo había acumulado bastante experiencia. No tenía
más de doce años cuando debía mantener notas indefinida-
mente sobre el teclado, mientras mi padre, allá atrás, enroscaba
delgadas lengüetas hasta que la tubería sonaba con las notas
perfectas.
Tardábamos semanas completas en esa delicada operación, y
fue de esa manera que me familiaricé con el órgano Cavaille Coll de
la iglesia de los Padres Franceses, que fue donado por don Enrique
Meiggs. Muchas tardes, en vez de jugar con mis amigos en la vieja
casa con mirador, prefería ir al coro de la iglesia para acompañar a
mi padre en la esmerada afinación.
Finalmente, después de los trabajos de carpintería y soldadura
en estaño, mi padre se sentaba en la consola y tocaba con regocijada
concentración la Tocata en Re Mayor de Johann Sebastian Bach.
66 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Esa fue la última labor que hicimos en Valparaíso. Después de


tocar un Pasacalle de un compositor catalán, mi padre cerró el
teclado y con una sonrisa me dijo:
—La próxima semana nos vamos a Rinconada de Silva.
El padre Efraín, de Putaendo, había decidido que el órgano de
su iglesia podía esperar y que era preferible comenzar con el armonio
de la Merced de Rinconada, que era finísimo y, por lo tanto, requería
de un trato especial de más urgencia. Además, la iglesia de Curimón
tenía un órgano barroco absolutamente desafinado, que continuaría
como trabajo posterior, de modo que no era conveniente estar
haciendo viajes continuos desde el puerto al valle. Lo mejor era un
pequeño cambio por unos meses. El trabajo era bueno y podíamos
dejar cerrada la casa en el cerro Mariposas con su hibisco de flores
rojas y sus balcones que daban al mar.
¡Era tan hermosa cuando vivía mamá! Había siempre dalias
frescas en los jarrones y cojines bordados sobre las camas. Muchas
veces, cuando subíamos con mi padre por las escalinatas después de
tocar en el viejo órgano del Colegio San Rafael, nos parecía que
mamá iba a estar en la mampara aguardándonos.
Poco antes de llegar guardábamos silencio y sólo oíamos a lo
lejos el murmullo del mar o las bocinas de los barcos.
Luego entrábamos al salón en penumbras y cada uno se dirigía
a su dormitorio. Lentamente íbamos comunicándonos de nuevo y
acaso esa ausencia compartida nos hacía más unidos.
Aquella tarde de enero, mientras tomábamos el té con canela en
la pequeña terraza encristalada, mi padre me señaló:
—Vamos a llevar lo esencial a Rinconada. El padre Efraín nos
arregló el hospedaje en una casa quinta que te va a gustar. Tiene
árboles frutales y una pileta para bañarse. Está cerca de la iglesia...
AILLAVTLU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 67

La idea de cambiarnos a otro lugar me parecía una verdadera


aventura. Sobre todo porque no me separaría de mi padre.
La vida junto a él se transformaba en una experiencia distinta.
Mientras mis amigos me contaban de sus paseos en tren a Limache o
de excursiones a caballo en Puente Colmo, yo les relataba que ese
domingo por la tarde habíamos ido con mi padre a afinar el órgano
de la Divina Providencia, y que después habíamos tomado el té con
las religiosas, en un patio que tenía florecida la flor de la Pasión.
Mis compañeros de juegos no comprendían cómo yo podía
entretenerme con esos panoramas, pero la verdad era que siempre
esos domingos terminaban con una pequeña aventura, encontrando
partituras en un desván o un santo de cabellera natural, que la Madre
Superiora terminaba alabando y poniendo sobre el viejo trinche del
comedor.
Ir a Rinconada de Silva iba a ser una nueva posibilidad de
enriquecimiento. Mi padre tomó sus utensilios de trabajo, guardó las
herramientas, puso nuestra ropa de verano en la vieja maleta y miró
por última vez, antes de salir, nuestra casa débilmente iluminada por
la luz que se filtraba a través de las cortinas cerradas.
Estoy seguro de que en ese instante pensaba en mamá.

Llegamos a Rinconada de Silva poco después del Año Nuevo


con reflectores en la bahía, en un viejo Mercury que nos fue a buscar
a la estación y que conducía el sacristán. Marcial Campusano era un
hombre sencillo, de rostro curtido por el sol que hablaba con acento
campestre.
—El padre Efraín no pudo venir a buscarlos. Tuvo que ir a las
Misiones. Por eso vine yo... Me encargó que los dejara acomodados
donde la señora Divina Celeste. Es una mujer muy buena que ayuda
mucho en la iglesia...
68 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Por la ventanilla y a medida que el automóvil avanzaba a


estertores por las curvas del camino, veíamos pasar las plantaciones
de tabaco, el río allá lejos y los cerros de tono azulado.
Era un paisaje que nos comunicaba tranquilidad. Nos gustaba
ver los sauces del camino, la alfalfa mullida y los álamos añosos
dividiendo las parcelas.
Por fin, el camino polvoriento que conducía a Putaendo tomó
un desvío cerca de una fábrica de ladrillos y después de dejar atrás
casas de adobe resquebrajado, llegamos a la plazoleta de Rinconada
de Silva, que tenía pequeñas etiquetas con inscripciones en latín
colgadas de los árboles.

La casa de la señora Divina Celeste era espaciosa y de un solo


piso. Tenía un patio central con tinajas de greda, rosales de rosas
amarillas y un magnolio centenario, cuya copa sobresalía más allá de
las tejas.
Era un lugar agradable con sus corredores perfumados a
jazmín de España, aunque demasiado amplio con tantas habitaciones.
Sin embargo, me gustaba la idea de inspeccionar aquellas piezas
cerradas. Un día, cuando la señora Divina Celeste no estuviera, yo iba
a abrir esas puertas y entraría a cuartos descubriendo mundos
ignorados.
Mi padre alababa el estilo español de esa casa con galerías
amplias que daban al patio y pedestales de piedra donde alguna vez
hubo estatuas.
—Tienen que sentirse como en su casa —dijo alegremente la
señora Divina Celeste—. Acomoden sus cosas en la habitación.
Vamos a almorzar debajo del parrón dentro de poco.
Nuestro cuarto era sobrio, con su ropero de espejo ovalado y
dos camas con dosel.
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 69

—No te vas a sentir solo aquí en el pueblo, Gabriel —me dijo la


señora Divina Celeste—. En estos días llega mi hijo de la capital...

Durante ese primer tiempo —-y antes de que llegara a


Rinconada el hijo de la señora Divina Celeste— me dediqué a
recorrer con mi padre las calles del pueblo, admirando las casas
antiguas con mamparas y los patios embaldosados con jaulas de
pájaros.
La iglesia era sencilla, con tres naves pequeñas y vigas a la
vista. Junto al altar estaba el armonio Smith American que mi padre
tenía que restaurar.
Muchas tardes, mientras él trabajaba en el fuelle, yo me iba a
sentar a la casa en un taburete de cuero, que había en el corredor.
Desde allí me gustaba observar el movimiento del patio con sus
díamelos y su faisán. Una vecina llenaba de agua los jarrones de la
iglesia mientras la señora Divina Celeste bruñía los candelabros o
conversaba con Marcial Campusano, que abrillantaba los candiles del
birlocho o limpiaba lentejas en una mesa puesta a la sombra del gran
parrón.

Una de esas tardes apacibles de verano en que nadie circulaba


por las calles del pueblo, llegó a la casa Osvaldo Forbes, el hijo de la
señora Divina Celeste, que estaba estudiando con su madrina en
Santiago. Habían llegado en la cabrita de la mañana y de inmediato,
apenas nos vimos, supimos que seríamos amigos y que ese tiempo de
calor en el campo iba a dejar de ser monótono.
Osvaldo entró con sus maletas a su cuarto que la señora Divina
Celeste mantenía pulcramente ordenado, aunque nadie lo habitase
durante el tiempo en que el niño permanecía en la capital.
Mientras él acomodaba su equipaje en aquella habitación de
paredes blancas con lavatorio de loza y santos
70 MANUEL PEÑA MUÑOZ

coloniales en la cabecera de la cama, la señora Divina Celeste condujo


a la madrina de Osvaldo a su dormitorio.
—Ha sido todo muy difícil, Celeste —dijo la señorita Berenice
con sus modales estudiados—. Este es el último año que puedo
hacerme cargo de mi ahijado.
La señora Divina Celeste movía la cabeza desaproba-
toriamente.
—Tenía tantas esperanzas, Berenice.
—Lo siento... Osvaldo ya no es el mismo de antes... Imagina
muchas cosas..., inventa...
La señorita Berenice llevaba un sombrero veraniego y una
amplia falda floreada.
Mi padre venía llegando en ese instante de la iglesia, a paso
lento, cruzando la plaza del pueblo. Desde el zaguán de la casa lo vi
aproximarse con una expresión de melancolía.
—Don Andrés, le presento a la señorita Berenice. Me trae al
niño de la capital. A partir de este año va a vivir conmigo otra vez en
Rinconada.
La señorita Berenice sonreía pestañeando detrás de sus lentes
ópticos.
—La mesa está servida —dijo el sacristán desde el fondo del
patio. Efectivamente, allá debajo del parrón donde solíamos comer en
tardes de calor, Marcial Campusano había extendido un mantel
blanco sobre la mesa, disponiendo pan amasado recién sacado del
horno de barro, las tazas del té y la calabaza de mate con bombilla de
plata para el padre Victoriano Vicente de Rinconada de Silva, que
para esa tarde especial había prometido visita.

Osvaldo Forbes era un niño de mirada extraña. Tenía uno o dos


años más que yo, pero éramos de la misma estatura. Era pálido y
vivaz. Sonreía con una expresión que no he vuelto a ver y se llevaba
una mano a la frente, echándose a un lado un mechón de pelo.
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 71

Aquella primera tarde, antes del té debajo del parrón,


estuvimos conversando en su cuarto con mucha familiaridad, como
si esa amistad proviniese de siempre.
Aunque era del pueblo, tenía los rasgos de un muchacho de la
capital: hablar seguro y modales despiertos. Poseía experiencia en la
voz y un trato siempre cortés. Algo había en él que me despertaba
cierto sentido de la intriga, como si ocultase algún secreto o como si
en su interior supiese más de la vida o de las cosas que nos rodeaban.
Era como si su mirada lograra traspasar el alma de los objetos,
descubriendo elementos que para mí estaban vedados.
—¡Gabriel! ¡Osvaldo! Vengan a la mesa. Acaba de llegar el
padre Victoriano Vicente.
Por primera vez veía al cura del pueblo con su boina y su
sotana larga, pese al calor. Era un hombre risueño que departía con
todos, teniendo para cada uno de nosotros una palabra cariñosa y en
cierto modo humorística.
Lo que más nos gustaba era su acento español. Se veía hasta en
su físico que era diferente a todos nosotros, pues sobresalía en altura
y corpulencia.
—Marcial, deje bien cerrado con llave la puerta de la iglesia
ahora que don Andrés ha terminado de trabajar por hoy.
Mi padre sonrió desde un extremo de la mesa.
—¡Ah! —continuó el padre, con su sonrisa—. Y avise a la
señora Prida que esta noche no prepare cena. Sólo un vaso de leche.
Mientras Marcial Campusano salía a la calle por el zaguán
lleno de plantas y pájaros, la señora Divina Celeste sirvió el té,
poniendo especial énfasis en la preparación del mate del señor cura.
—Yo también quiero probar —dijo sonriente la señorita
Berenice.
—El armonio de la iglesia está bastante deteriorado
72 MANUEL PEÑA MUÑOZ

—dijo mi padre—. Hay que cambiar el fuelle de cuero de cordero y


reparar totalmente el registro de dulciana.
—Todo con calma. No hay apuro —dijo el padre Victoriano
Vicente, sorbiendo su mate—. El padre Efraín, de Putaendo, quiere
un buen trabajo y un perfecto estado de los órganos y armonios del
valle. Después tiene que seguir con el órgano de allá. Es tan
maravilloso que allí dio un concierto un organista que vino de
Burgos. Fue algo inolvidable tocando a Cabanilles. ¿Sabía usted que
la música es la sombra de Dios sobre la tierra?
Osvaldo untaba el pan con mantequilla de campo y miraba
extrañamente las nubes que pasaban veloces a través de las hojas del
parrón.
—Estoy seguro de que va a pasar algo extraordinario —me dijo
por lo bajo con expresión cómplice.
—¿Y cómo lo sabes?
—Están pasando fenómenos curiosos..., ¿no te has dado
cuenta? A esta hora deberían oírse los grillos y el campo está
silencioso. Además, esas nubes amenazan temporal.
—¿Temporal? Imposible. Estamos en pleno verano.
—Ya vas a ver... Hace días que lo vengo sintiendo y hoy
cuando crucé la plaza en la cabrita, advertí que este año no
florecieron los aromos australianos.
Me sorprendieron profundamente las palabras misteriosas de
mi nuevo amigo Osvaldo. Pero lo que más me intrigaba era ver que
entre el padre Victoriano Vicente y el niño se establecía una sutil
complicidad.
—Tienes que ir a verme a la parroquia, Osvaldo..., para que me
cuentes de tu vida en Santiago...
—Ya no vuelvo a la capital, padre. Este año regreso a vivir a
Rinconada.
—Por una parte, mejor —dijo el padre con una sonrisa.
En ese momento comenzó un viento amenazante que volcó el
arreglo floral de malvas silvestres dispuesto en la mesa por la
señorita Berenice.
74 MANUEL PEÑA MUÑOZ

—Hay que entrarse —dijo la señora Divina Celeste al escuchar


el primer trueno—. Parece que va a llover.
Efectivamente, antes de que termináramos de entrar las cosas,
se desencadenó una fuerte lluvia con temporal de viento.
—¡Qué tiempo más impredecible! —exclamó mi padre.
—No lo crea —dijo el padre Victoriano Vicente sonriendo a mi
amigo Osvaldo—. Hace días que lo vengo vaticinando. Algo
maravilloso y extraño ocurrirá en este pueblo.

Nos refugiamos de la lluvia en el inmenso comedor de muebles


vetustos, oloroso a frutas. Desde allí y con las ventanas abiertas,
contemplábamos llover a través de los barrotes.
—¡Qué tiempo tan extraño! —exclamó la señorita Berenice,
abrigándose con un chal—. Y yo que pensaba irme esta tarde...
—Con esta lluvia, imposible —señaló la señora Divina
Celeste—. Tendrás que quedarte aquí hasta que amaine. Ya sabes,
esta casa tiene habitaciones de sobra.
Otra vez estábamos alrededor de la mesa tomando el té como
hace un momento y nuevamente advertí las miradas cómplices entre
el anciano sacerdote del pueblo y mi nuevo amigo Osvaldo.
Fue entonces que sentimos las ruedas de un coche que
avanzaba en medio de la lluvia.
—Hay alguien allá afuera —dijo mi padre atisbando por la
ventana que daba a la calle.
Efectivamente, un carruaje se había estacionado delante de la
casa de la señora Divina Celeste. En los tiempos de verano ella solía
poner delante del zaguán un letrero anunciando hospedaje. La casa
tenía tantas habitaciones disponibles que podía recibir huéspedes por
temporadas. De este modo, se ayudaba económicamente. La
parroquia le derivaba también
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 75

ocasionalmente visitas pagadas o diversos servicios, tales como lavar


ornamentos o remendar los manteles del altar un tanto gastados por
el uso centenario.
La señora Divina Celeste había perdido a su marido hacía años,
cuando él se había ido a buscar trabajo a Temuco, sin regresar nunca.
—Algún día va a volver Cosme Damián —decía cuando regaba
la albahaca o cuando iba a buscar huevos azules al gallinero.
Pero del carruaje bajo la lluvia no se bajó el esposo de la señora
Divina Celeste, como ella presintió, sino un hombre alto, de barba,
joven y sin embargo de apariencia milenaria.
—Busco hospedaje por algunas noches —dijo con acento
extranjero—. Al menos hasta que amaine.
Nosotros, desde la mesa, vigilábamos los movimientos de ese
hombre de modales suaves que acababa de llegar a la casa de la
señora Divina Celeste y que de diversas y misteriosas maneras iba a
modificar nuestras vidas.

Después de acomodar su sencillo equipaje en la habitación de


techos altos que le designó la señora Divina Celeste, el extranjero de
barba color castaño se sentó a la amplia mesa a compartir con
nosotros una taza de café.
Como traía hace un momento las ropas mojadas, se había
cambiado y ahora tenía un aspecto más sereno. Sus rasgos aparecían
más nítidos y se veía con una aureola mística. Era un artista alemán
profundamente religioso y aventurero que había llegado de manera
equivocada a Rinconada de Silva.
—Traía una misión muy delicada —explicó Peter Horn al
padre Victoriano Vicente—. El padre Efraín, de Putaendo, que como
usted debe saber, está empeñado en reparar su iglesia, me mandó a
llamar a la capital para que restaurase unas vírgenes coloniales de la
sacristía. Yo soy tallista e
76 MANUEL PEÑA MUÑOZ

imaginero. Mi especialidad es la escultura religiosa y la talla en


madera. En la iglesia de la Recoleta Dominica de Santiago tallé un
Santo Domingo de tamaño natural en cedro nicaragüense, que parece
que hablara. Todos los feligreses han alabado mi trabajo...
En ese momento se escuchó un nuevo trueno. El temporal era
cada vez más intenso. Parecía que los árboles se iban a salir de cuajo.
Desde las ventanas veíamos ahora doblarse los laureles del patio
como gigantescas llamaradas negras.
—Me dirigía a la iglesia de Putaendo en una victoria, cuando
comenzó esta lluvia. ¡Quién iba a pensarlo! ¡En pleno verano!
Figúrense ustedes que el camino se volvió de pronto un río de lodo.
Fue entonces que el cochero me sugirió cambiar de ruta y desviarnos
a Rinconada. El tiene parientes acá, así que conoce bien, de modo que
me trajo a esta casa diciéndome que podía encontrar alojamiento
hasta que amaine.
—Puede quedarse hasta que usted quiera —dijo la señora
Divina Celeste—. Esta casa, que en su época fue convento, tiene
suficientes habitaciones y mucho me temo que esta noche, por
primera vez en mucho tiempo, van a estar todas ocupadas...
—Tengo que volver a mi parroquia —dijo el padre Victoriano
Vicente levantándose de la mesa.
—No creo que pueda salir a la calle —dijo mi padre, siempre
mirando por la ventana—. Afuera está todo anegado...
Efectivamente, a medida que la noche avanzaba, el temporal
recrudecía. Los relámpagos iluminaban la habitación desde donde
nadie se atrevía a moverse.
Mi padre encendió la chimenea, y al amparo de las llamaradas
azules estuvimos todos juntos charlando hasta cerca de la
medianoche. La señora Divina Celeste sirvió copas de “canelita” para
el frío. Yo no probé, pero me gustaba mirar
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 77

al trasluz de las llamas ese tono rubí pálido de la bebida aromática


que olía a campo, a lluvia y a misterio.

Cuando el reloj de péndulo dio doce campanadas, el viento


arreciaba contra los tejados de la casa. Ahora el padre Victoriano
Vicente se hallaba jugando ajedrez con Osvaldo en perfecta
concentración. De vez en cuando se miraban y se sonreían sin decir
palabra. Papá tocaba el piano. A su lado, la señorita Berenice le daba
vueltas las páginas musicales.
Ahora se habían puesto a cantar “La Tranquera” a dúo...
Recuerdo que ese momento fue hermoso... Estábamos todos juntos,
unidos bajo ese interminable compás de espera, aguardando que la
lluvia amainase, mientras la señora Divina Celeste, en un costado,
sentada en su sillón favorito, tejía un mantel a crochet...
Las notas musicales nos hacían evocar momentos suaves... Yo
veía a mi madre que acaso también estaba con nosotros. Y sabía que
nada podíamos temer, porque su espíritu nos acompañaba.
Una chispa saltó a la alfombra. Peter Horn la apagó
suavemente y volvió a tallar con sus utensilios fragilísimos aquel
madero. Era un pequeño juguete cuya forma aún no se podía
adivinar...
Estábamos así, cada uno de nosotros envueltos en esa
atmósfera de intimidad, cuando mi padre comenzó a recitar:

“Soñé que era muy niño


que estaba en la cocina
escuchando los cuentos de
la vieja Paulina”...

En su voz había melancolía... Muchas tardes, estando solos en


la casa con torreón de Valparaíso, me solía recitar, teniendo por
murmullo acallado las olas del mar.

Fue en los aplausos cuando oímos el estruendo.


78 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Un ruido terrible sacudió la tierra... Parecía un formidable


terremoto de un solo compás.
Sin saber exactamente qué ocurría, nos levantamos de nuestros
asientos. Yo también me incorporé asustado de la alfombra...
Aquel golpe seco que provino de allá afuera nos había
remecido.
—¡La iglesia se desplomó! —gritó la señora Divina Celeste,
llevándose las manos a la cara.
—¡Un meteorito cayó del Cielo! —aventuró la señorita Berenice
atisbando la oscuridad tras los cristales.
Nos mirábamos sin comprender. Nada se había movido en
torno nuestro y, sin embargo, desde hacía algunas horas nuestras
vidas estaban comenzando a cambiar...
Fue en ese instante que la luz de las lámparas se apagó,
quedando solamente encendidas las velas de los candelabros en el
piano.
Mi padre trataba en vano de descubrir qué pasaba allá afuera,
pero nada podía saberse... Sólo la noche invadiéndolo todo. Persistían
la lluvia y ese viento sibilante que nos infundía temor.
La señora Divina Celeste con su espíritu práctico fue a la cocina
a buscar un quinqué.
—También hay velas en la despensa —dijo, encendiendo la
lámpara—. A cada uno le voy a dar una palmatoria.
—Creo que es hora de acostarnos —dijo mi padre—. Mañana
podremos saber qué es lo que ha ocurrido en el pueblo.
Obedeciendo sus palabras que sonaban sagradas en esa noche,
cada uno de nosotros encendió su vela, y portando las palmatorias de
greda salimos al corredor a oscuras protegiendo las llamaradas.
Pronto estábamos en nuestros dormitorios con la luz titilante
de las velas.
AILLAV1LU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 79

Al otro lado de esa pared con santitos de reborde de encaje


enmarcados, se acostaba la señorita Berenice con su camisón de
franela moteada, pensando en la capital lejana de donde nunca debió
haber salido para dormir una noche en ese pueblo lluvioso.
Más allá dormiría la señora Divina Celeste sola, ¿o acaso le
había pedido a Osvaldo que la acompañara? Tal vez ambos pensaban
en don Cosme Damián que se había ido a una curtiembre del sur sin
regresar nunca.
¿Y el padre Victoriano Vicente? ¿Rezaba tal vez en su amplia
habitación? Mientras mi padre se revolvía en la cama sin poder
conciliar el sueño, a mi lado, yo no podía dejar de pensar en Peter
Hom que esa noche había llegado a la casa de huéspedes de la señora
Divina Celeste para transformar nuestros destinos...

A la mañana siguiente, nos despertamos todos con los gritos de


los niños. Había amainado y un sol luminoso entraba por las
ventanas.
Mi padre se incorporó en la cama. “Vamos a ver qué ha
pasado”, dijo. Y fue entonces cuando sentimos correr a los vecinos
por la calle de tierra.
—¡¡¡El pino!!! ¡¡¡El pino!!!
El vendaval de la noche anterior había arrancado de raíz el
viejo pino del pueblo y lo había dejado allí, tumbado en la calle
principal en medio del lodo, con la copa apuntando como un índice a
la puerta de la iglesia.
—¡Milagro! ¡Milagro! —exclamaba el padre Victoriano Vicente,
agitando su bastón en medio de los campesinos, sorprendido al ver
cómo ese árbol histórico había sido derribado por el viento.
Las mujeres contaban que ese pino era legendario. “Lo menos
tiene siglo y medio”, decían. “Los lugareños trepados
80 MANUEL PEÑA MUÑOZ

en la copa divisaron desde lo alto el ejército de San Martín


atravesando el Paso de los Patos”...
Ya algunos campesinos habían ido a avisar al padre Efraín, de
Putaendo, que rápidamente llegó a Rinconada en una calesa llena de
lodo.
Portando un paraguas y con la sotana embadurnada, se bajó
con expresión de sorpresa e incredulidad:
—¡Este ha sido un diluvio! ¡Un verdadero diluvio!
—¡Y un milagro del Cielo! —exclamó el padre Victoriano
Vicente—. ¡Quién iba a pensar que un día se iba a caer este pino
centenario!
—Hay que tallar en él un crucifijo —señaló el padre Efraín, que
siempre veía en todo posibilidades artísticas.
Peter Horn, que estaba también en medio de la multitud de
campesinos, mujeres y niños, se acercó a los sacerdotes.
—Este árbol quiero tallarlo yo —dijo con expresión arrobada—.
Esta noche he tenido un sueño. En nubes se me ha aparecido un
extraño ser con alas y me ha dicho que en este pueblo debo cumplir
una sagrada misión. Ahora lo veo muy claro... Padre Efraín, la
imagen de la Limpia Concepción de la iglesia de Putaendo puede
esperar... Déjeme tallar este pino.
—Si esperó el órgano, puede esperar la imagen —dijo
sonriendo el padre Efraín—. Este árbol caído es una seña del Cielo de
que algo divino ocurre en Rinconada... Dios nos está mirando...
El padre Victoriano Vicente, siempre alegre y nervioso, habló
unas palabras con Marcial Campusano. Pronto, el sacristán estaba en
lo alto de la torre repicando las campanas.
—¡A la iglesia! ¡Todos a la iglesia!
Las puertas de maderas coloniales se abrieron de par en par y
por ellas entraron todos los campesinos de Rinconada de Silva. Iban
todas las mujeres recién levantadas con sus echarpes, los hombres
que ese día no habían ido a recolectar la fruta, los niños saltando... y
detrás del expectante cortejo,
AILLAV1LU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 81

la señora Divina Celeste persignándose, la señorita Berenice que no


acababa de comprender del todo su pesadilla, mi amigo Osvaldo de
la mano del señor cura y Peter Horn que entró por el pasillo central
sentándose en la primera banca.

Mi padre estaba a mi lado y de reojo miraba su armonio


desarmado en un rincón.
—Queridos hermanos —dijo desde lo alto del púlpito el padre
Victoriano Vicente—. Desde Putaendo ha venido nuestro cura
párroco para verificar en cuerpo presente el milagro que hoy se ha
producido en Rinconada. El diluvio de anoche... ¡en pleno verano!... y
este pino señalándonos con su copa para decimos que debemos
erguir un Cristo. Y no es casualidad que esté con nosotros el escultor
y tallista alemán Peter Horn, que ha venido desde la capital... El iba a
ir a Putaendo a tallar la imagen de una virgen. Pero anoche, por la
lluvia inclemente, pernoctó aquí en la casa de la señora Divina
Celeste... El padre Efraín así lo ha pedido: que el artista talle un Cristo
crucificado en este pino.
La asamblea prorrumpió en un murmullo creciente.
—La imagen de la virgen de Putaendo podrá esperar —
continuó el sacerdote en su inspirada prédica—, como ha esperado el
viejo órgano de aquella iglesia, ya que, como todos ustedes saben, el
prestigioso organero de Valparaíso, don Andrés de la Fuente, se
encuentra también en Rinconada reparando nuestro armonio.
Nuevo murmullo de la asamblea... Ahora los rostros se volvían
tratando de encontrar a mi padre.
—Pero hay una cosa, queridos feligreses... Tallar un Cristo, al
igual que afinar un armonio, requiere de gran concentración y
silencio. Don Andrés ha hallado estos requisitos artísticos en el
interior de este templo. Pero Peter Horn no podrá tallar ese árbol en
medio del pueblo, con el ruido de las carretelas, el ir y venir de los
bueyes o la parla de las mujeres vendiendo queso y pasas.
82 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Ahora las mujeres se miraban unas con otras y murmuraban. El


Padre Victoriano Vicente continuó:
—El artista quiere tallar solo..., completamente solo... Y para
ello quiere irse a la montaña a trabajar en el silencio de Dios.
Nuevo murmullo de los fieles.
—Yo les pido la colaboración a todos ustedes para que
ayudemos a Peter Horn a llevar el pino hasta las colinas de La Orilla,
al pie de la cordillera. El quiere estar allí solo hasta que finalice la
escultura. ¡Que nadie suba a verlo! Sólo una persona podrá llegar
hasta allá llevándole comida. Y esa persona ha de ser tan pura como
un niño... ¿Y quién más indicado que un niño de Rinconada de Silva?
Desde lo alto del púlpito el padre Victoriano Vicente lanzó una
mirada intensamente cariñosa a mi amigo Osvaldo, sentado bajo una
imagen de Santa Filomena
—No es casualidad, queridos hermanos, que precisamente
anoche regresó a nuestro pueblo Osvaldo Cid, el hijo de la señora
Divina Celeste, que se encontraba en Santiago. Sí... Mi ahijado es el
elegido. El será quien irá a la montaña día a día a llevarle alimento a
nuestro artista.
La asamblea clamorosa se volvió para ver dónde estaba
Osvaldo. Allí, en la punta de la banca, sonreía junto a su madre y a la
señorita Berenice, que no acababa de salir de su asombro.
—Y ahora, queridos feligreses, después de recibir la bendición
del padre Efraín, vamos todos a empujar el pino milagroso.
El cura párroco de Putaendo exhortó desde el comulgatorio a
sus fieles a seguir las palabras del padre Victoriano Vicente,
atribuyendo también a una gracia del Cielo la caída de aquel árbol y
admirando la casualidad de que precisamente en Rinconada de Silva
se hallaban el artista capaz de tallarlo y el niño pródigo que iba a
llevarle alimento.
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 83

Tras la bendición apostólica, todos los fieles salieron del


templo, y pronto se hallaban todos a lo largo del inmenso árbol.

Unos campesinos fueron corriendo a sus casas y pronto


regresaron con serruchos y cuerdas. Pronto estaban todos
desbrozando el pino, cortando las ramas, limpiándolo con prolijidad.
Los niños ayudaban también llevándose las ramillas mojadas y
arrancando ellos mismos los ganchos más tiernos.
Las mujeres barrían mientras Peter Hom examinaba la calidad
de la madera.
—¡Es increíble! Este pino añoso está completamente seco. Es
perfecto para tallarlo.
Pronto, el tronco gigantesco estaba listo para ser conducido por
las calles del pueblo. Caído sobre el camino de barro, obstaculizando
los carruajes, parecía un túmulo abandonado, un perfecto cilindro
liso.
Los hombres lo aseguraban con cables y sogas, en tanto que las
mujeres se repartían los hatos de leña para diseminarlos en los
campos.
—Es abono sagrado —decían—. Las ramas del pino están
benditas... Ennoblecerán la tierra.
Ahora, hombres y niños comenzaban a empujar, a hacer
palanca con los tablones y a tirar de las cuerdas. La señorita Berenice
miraba conmovida, sin articular palabra, del brazo de la señora
Divina Celeste, que llevaba la cabeza cubierta por un velo negro de
misa.
El pesado tronco se había movido apenas medio milímetro del
suelo y hubo que asegurarlo a todas las carretas de bueyes que
pudieron encontrar para sacarlo del barro.
Así, lentamente y con esfuerzos, poniendo tablas por debajo y
asegurando las amarras, pudieron arrastrar la mole de madera a las
afueras del pueblo.
84 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Yo también ayudé empujando, pero me daba la sensación de


que mis fuerzas colaboraban en muy poco. ¡Tan pesado era aquel
tronco de siglos!
A mi lado, también mi amigo Osvaldo empujaba:
—Te lo dije —me señaló con su sonrisa que jamás perdía—. Te
vaticiné bajo el parrón que algo único iba a ocurrir en Rinconada de
Silva.

Cuando ya habíamos dejado atrás el pueblo con sus


abrevaderos de caballos, comenzó la parte más difícil: el ascenso a La
Orilla.
Era un terreno ripioso en pendiente, sin ningún sendero, por
donde merodeaban las cabras. Algunos pastores bajaron a ver qué
ocurría y bien pronto se unieron a la pesada faena de empujar aquel
tronco de pino por las laderas empinadas.
Adelante iba el padre Victoriano Vicente con un grupo de
beatas que agitaban en lo alto los estandartes bordados de la iglesia
como para darles ánimo a los hombres.
Todos iban con valor, aunque muchos ya habían desistido y
descansaban en las peñas. Otros prefirieron regresar a las faenas del
campo. Con el vendaval, los duraznos tenían las ramas tronchadas y
la mayor parte de la fruta caída en el suelo.
Como mi padre, yo también desistí. Las fuerzas no me
acompañaban. No estaba acostumbrado a tanto ejercicio físico y
ahora que era preciso subir aquel monte con el pino arrastrado por
sogas, me sentía debilitado.
Sentado en una piedra del camino, contemplé cómo lentamente
ascendía ese tronco por la pendiente, empujado por cientos de
campesinos, con Peter Horn a la cabeza.
Desde lo alto del monte, y antes de que los perdiera de vista
cerca de las vertientes, Osvaldo me hizo una seña.

Ya atardecía cuando regresó a la casa mi amigo Osvaldo. La


señorita Berenice se había ido a Santiago esa misma tarde.
86 MANUEL PEÑA MUÑOZ

—Creo que Osvaldo estará mejor acá en el pueblo, Celeste...


Santiago no es para él... Definitivamente, mi ahijado pertenece a la
imaginación de Rinconada. Hoy lo he entendido así...
Con un ligero chal de verano sobre sus hombros, la señorita
Berenice se subió a la cabrita y se alejó por el camino bordeado de
acacias.
—Esta tarde se fue tu madrina, Osvaldo —dijo la señora Divina
Celeste—. Tomó té y se fue... No te pudo esperar más.
Pero Osvaldo estaba sumido en otros pensamientos. La
convivencia con su madrina Berenice en Santiago había sido difícil.
Dueña de un temperamento práctico y nervioso, la amiga de infancia
de su madre no había sabido entender su fantasía natural del campo,
atribuyendo a una imaginación exagerada aquellas creencias que
siempre estaban aflorando en sus conversaciones.

Osvaldo no había llegado solo a la casa esa tarde. Considerado


como un personaje sagrado del pueblo, muchos campesinos,
encabezados por el padre Victoriano Vicente y su grupo de fieles
servidoras de la iglesia, lo habían escoltado a la casa.
—Dejamos a Peter Hom en la montaña. Los hombres llevaron
tablas y le construyeron una cabaña. Hay agua cerca... Además, todos
le dejaron sus escofinas y formones.
Después de las despedidas, la casa quedó desierta otra vez. Mi
padre estaba en el piano tocando “La pobre huerfanita”, de
Schumann. Su melodía arrebataba mi corazón.
—Peter Hom quedó allá arriba... completamente solo...
Todavía estaba el cielo de color púrpura cuando en el silencio
del pueblo se escucharon los primeros golpes de martillo que nos
iban a acompañar por mucho tiempo.
—Empezó —dijeron las mujeres y se persignaron.
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 87

Al día siguiente, temprano, llegaron las primeras vecinas con


canastas. El padre Victoriano Vicente había organizado los turnos, de
manera que todas colaboraran. Las primeras en llegar fueron la
señora Humilde, de la tostaduría “Aníbal Pinto”, y la poetisa Lolo
Rico, de Monte Alba.
—Aquí le traemos una manta, harina tostada, queso de vaca y
miel.
—Yo le traje “No pises nunca la flor tronchada”, mi último
libro de poemas...
Osvaldo acomodó todo en una cesta y se alejó camino al monte.
Desde las ventanas, corriendo los visillos, las vecinas lo veían
pasar...
Aprovechando que papá estaba en la iglesia armando el
armonio, subí por la escalera del campanario.
Desde arriba se divisaba el poblado silencioso. Allá iba por las
huertas mi amigo Osvaldo. Algunos campesinos le hacían señas.
Otros se acercaban con los primeros racimos maduros o con higos
que envolvían en hojas de parra y que luego acomodaban ellos
mismos en la canasta.
Así me quedé observando desde lo alto a mi amigo subiendo
por los riscos, hasta que lo perdí de vista...

Durante el día me quedaba deambulando por el pueblo sin


saber qué hacer. Sólo quería que Osvaldo regresase pronto a casa. Ese
era el momento deseado, la hora que esperaba con ansias, porque
sabía que yo iba a ser su único confidente de lo que pasaba allá arriba
en la montaña.
Apenas lo veían descender, los campesinos y las mujeres iban a
su encuentro, saliéndole al paso por los caminos y asediándolo a
preguntas. Pero Osvaldo era fiel a su amigo de la cordillera y nada
podía decir. Solamente visitaba, al regresar, al padre Victoriano
Vicente en la parroquia. Desde las rejas, los vecinos veían como
conversaban en el corredor y se
88 MANUEL PEÑA MUÑOZ

hacían conjeturas. Después volvía a salir Osvaldo con su mirada


serena, y se encaminaba hasta la casa.
Para todos, incluso para la señora Divina Celeste, estaba todo
muy claro. La misión del niño era subir en silencio los alimentos y
nada de contar lo que ocurría en La Orilla.
—Peter Horn está bien —me dijo aquella noche al final del
corredor donde nadie podía vemos—. Está tallando el crucifijo... El
tronco es tan grande que cortó una parte de él para el travesaño. Los
brazos los está tallando aparte. ¡Vieras las manos! Parecen reales... El
resto, cruz y cuerpo, son de una sola pieza... Es un artista prodigioso
que logra dar vida humana a ese tronco del pueblo.
—¿Y no se siente solo?—le pregunté, porque en realidad era lo
que me preocupaba. Cuando mi padre salía, en Valparaíso me
inhindía temor quedarme solo y siempre tejía historias. Mi fantasía se
exacerbaba en la soledad...
—Peter Hom no está solo —me respondió Osvaldo con su voz
segura—. Aillavilú lo acompaña.
—¿Aillavilú? —pregunté sorprendido.
—Sí... Pero tienes que prometerme que no le vas a contar nada a
nadie. Es un secreto que compartimos con Peter Horn y con mi
padrino, el padre Victoriano Vicente.
El viento agitaba el jacarandá del patio, arrancándole a las
semillas sonido de castañuelas.
—Aillavilú, el niño alado de Rinconada de Silva, sólo se hace
visible a aquellas personas con alma de niño...
En ese momento recordé las palabras de la señorita Berenice en
el dormitorio atiborrado de muñecas de la señora Divina Celeste: “Yo
no puedo tener más a Osvaldo en Santiago, Celeste... Las cosas allá
están muy difíciles... Además, mi ahijado tiene mucha imaginación.
Es por los libros que lee. Nunca se sabe si lo que cuenta es verdad o
está inventando...
—Y Peter Hom tiene alma de niño —prosiguió Osvaldo—.
Muchas veces, al caer la tarde, algunas ancianas del pueblo
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 89

ven al niño alado sobrevolar como un ángel los tejados de Rinconada.


Entonces saben que para ellas la muerte será dulce y buena... Porque
has de saber que el querido Aillavilú se les aparece también a los
moribundos y a los niños... Es una manera de decirles que la vida es
hermosa... y que la muerte también lo es...
Yo estaba confundido con las palabras de mi amigo Osvaldo.
Pero él, absolutamente impertérrito, continuó:
—Sí, Gabriel... El niño pájaro de Rinconada vivió en el valle
mucho antes de que don Pedro y doña María de Silva compraran
estos terrenos a los padres agustinos. En el año 1604 los Silva se
instalaron en el poblado de chozas bajas construidas por los indios
picunches. Aillavilú era uno de ellos, el pequeño niño que jugaba
persiguiendo chineóles y tórtolas con Guaquimilla y con
Paillamacu... Aquí, cuando el viento sopla la alfalfa, aparece en el
aire la figura de Aillavilú, el niño de esa época que nunca murió y
que quiso seguir viviendo en el valle cuidando la vida desde los
cerros de color violeta.
—Pero eso no es cierto —le dije a Osvaldo, sacándolo de su
ensueño.
—No es cierto para los que no creen en él. Pero si creyeras, si
supieras en tu corazón que él existe, entonces podrías verlo dentro de
ti y en el corazón de la montaña... y te acompañaría como acompaña
a los seres nobles... Entonces la vida te parecería más buena y menos
sola, porque te sentirías protegido y con el alma plena... Sólo así es
hermoso vivir..., sabiendo que alguien piensa en ti... y que ese
alguien te cuida desde lo alto como un Angel de la Guarda. Para mí,
ese ángel es Aillavilú...
Yo estaba sorprendido cada vez más con la historia que
Osvaldo me relataba como en estado de trance.
—Desde la época del cacique Utablame sobrevuela este valle
mi amigo Aillavilú... En medio de estas docas, él vivía
?
90 MANUEL PEÑA MUÑOZ

con los indios cultivando el maíz, mientras las mujeres tejían lana de
guanaco y pastoreaban llamas. En ese tiempo llegaron los Silva a esta
Rinconada, tras la huella de las minas de plata. Habían oído de ellas
en el palmar de Ocoa y en el valle del Marga-Marga. Muchas familias
castellanas se habían internado por el Río de las Minas trabajando los
lavaderos. Pero los Silva, instalados en el antiguo convento de San
Agustín, cultivaron la tierra. Protegieron además a los indios del
poblado y por eso respetaron el trazado de las calles que se conserva
hasta el día de hoy... Quisieron mantener la distribución de las
casas... ¿Y no es hermoso mi pueblo, Gabriel? Yo lo amo y por eso,
porque aprecio su belleza y su secreto, es que el padre Victoriano
Vicente me ha elegido a mí para llevarle la comida a Peter Hom. El
piensa que yo voy a quedar en la mente de este pueblo... Un día
todos van a recordar la historia del niño que subió pan y agua al
artista en la montaña...
Las palabras de Osvaldo ejercían en mí una mezcla de
fascinación y desconcierto.
—Siempre es hermoso conocer la vida de nuestros antepasados
que tejieron nuestra manera de vivir y de sentir. Así lo cree mi
padrino y también Peter Horn... El también ha visto allá arriba a
Aillavilú y ha creído en él... Por eso no se siente solo, porque lo
acompaña el niño alado que vive en las cumbres venciendo al
tiempo...

Mi padre vino a sacarnos de esas confidencias. Como si me


hubiese estado contando simples aventuras de su vida en la capital,
Osvaldo se levantó de las losetas del corredor y con una sonrisa
enigmática volvió al comedor oloroso a peras de agua.
Yo me quedé pensativo... La señora Divina Celeste en esa
calurosa noche de otoño nos había servido leche nevada, debajo del
parrón. Era hermoso estar escuchando el canto de las chicharras
ocultas en rincones invisibles. Allá, al otro lado
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 91

de las hojas, estaba la luna y probablemente más allá de las


montañas, en un hueco helado mirando al valle con las luces
encendidas como estrellas vacilantes, estaría custodiando Aillavilú...

Una de esas tardes en que se repetía el ritual del niño asediado


por los trigales salpicados de amapolas, callando su secreto, apareció
en la casa el doctor del valle. Según la señora Divina Celeste, mi
amigo Osvaldo deliraba en las noches. Hablaba solo pronunciando
nombres misteriosos como Longonaval y Butapichón. Hablaba
también del inca Túpac Yupanqui y de su hijo Huayna Cápac. Luego
sostenía diálogos incomprensibles con don Martín García Oñez de
Loyola, para finalmente pronunciar una palabra mágica repetida
varias veces: “Aillavilú”.
Una anciana del pueblo había acudido muy confundida al
saber la historia de la señora Divina Celeste. “Es el niño alado de
Rinconada de Silva”, le había dicho. “Si lo ha visto Osvaldo, es que el
niño está en peligro de muerte. Siempre se aparece volando en el
cielo a los que están próximos a morir”...
La señora Divina Celeste al oír esto, no vaciló en llamar al
médico de San Felipe, que había acudido en un viejo Ford
descapotable.
—Este niño tiene que guardar cama —dijo el doctor habitual de
Rinconada, examinando a Osvaldo—. Tiene fiebre y está muy
delgado. Todos los días subiendo y bajando por la montaña... Señora
Divina..., usted no debió haberlo permitido...
—Fue una petición de su padrino, el padre Victoriano Vicente.
—Pero no le ha hecho bien para su salud. El niño está pasando
por un período difícil... Ya es casi un adolescente... Ha sido
demasiada actividad física..., mucho desgaste y no se
92 MANUEL PEÑA MUÑOZ

ha alimentado bien. Está en plena etapa de crecimiento y se le ve


muy debilitado. Tiene que guardar cama.
—¡No puedo! —exclamó Osvaldo tratando de liberarse del
médico—. Tengo que subirle la comida a Peter Horn. Además, tengo
que hablar con Aillavilú..., me necesita..., me está contando toda la
historia del valle...
—¿Con quién tienes que hablar? —preguntó la señora Divina
Celeste, enarcando las cejas.
—Con Aillavilú, el niño alado de Rinconada de Silva —
respondió con fuerzas Osvaldo.
—¿No ve, señora Divina? Su hijo delira. Acuéstelo de
inmediato. No permita que se levante y abrigúelo bien.
En ese momento irrumpieron dos damas por el corredor
portando las cestas para el día siguiente.
—¿Y quién le llevará entonces la comida al artista? —preguntó
la señora Divina Celeste, abriendo aún más sus ojos.
En ese instante, Osvaldo, sintiéndose imposibilitado de vencer,
apuntándome con el dedo, dijo:
—¡Gabriel!

La aventura de subir a la montaña por la ruta de las viñas de


uva rosada me intrigaba. ¿Qué opinaría papá? Tal vez le gustara que
yo subiese a La Orilla para llevarle las cestas al tallador. ¡Lástima que
papá no estuviese! Ya era avanzado otoño cuando el padre Efraín lo
requirió a Putaendo para la afinación del órgano que debía estar listo
para la fiesta del Corpus Christi.
El viejo armonio de la Merced de Rinconada ya estaba reparado
y en la misa de Pascua de Resurrección lo inauguró papá con un
himno solemne.
Al día siguiente partió para Putaendo.
—Volveré a verte —me dijo paternalmente—. Pero es mejor
que te quedes aquí estudiando con la señora Divina Celeste. No es
conveniente que pierdas el año.
AILLAVILU, EL NINO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 93

Pero a mí no me gustaba la escuela de Rinconada con olor a


éter y mapas desconchados. Prefería la vida del campo, conversar
con los hombres que abrían o cerraban las acequias, abrir la puerta de
la iglesia a los visitantes ocasionales, esperar el retorno de papá y,
sobre todo, conocer más a fondo y en detalle lo que ocurría allá arriba
en la montaña.
Por eso —y no por otro motivo— cuando Osvaldo me pidió
que yo lo reemplazara en el viaje diario a la cabaña de Peter Horn, mi
corazón se llenó de felicidad.
—En vez de Osvaldo vas a ir tú —me confirmó cariñosamente
el padre Victoriano Vicente, ajustándose su boina.
Y esa mañana de otoño, con un sentimiento de alegría
presentida, tomé la canasta y emprendí la marcha por el camino de la
gruta.

Allá lejos se divisaba el Molino Los Andes y la fábrica de


pólvora en donde al menos una vez a la semana oíamos una
explosión.
Las mujeres sentadas en los porches de las casas me sonreían.
Allá estaba la señora Adelaida Beltrán, de los colmenares, y los
Torres Bermejo, del almacén de fideos sueltos.
Algunas beatas se persignaban o bien se acercaban a tocarme
con un rosario en la mano.
—Déle muchos saludos al artista. Dígale que todos aquí en el
pueblo estamos aguardando que el Cristo esté terminado.
Yo seguía camino arriba por las peñas, dejando atrás las lomas.
Se veía tan hermoso el valle desde lo alto, con los huertos
ordenados en perfectos rectángulos de diferentes tonalidades de
verde y oro. Allá estaban los nogales y los álamos teñidos de
amarillo.
94 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Dejando atrás el poblado, me enfrentaba ahora con la montaña


desértica, sembrada de piedras y cactos de flores dramáticas.
Allá en lo alto de una patagua cantaban los jilgueros.
Ahora se escuchaba claramente el martillar de Peter Horn. Y
cada golpe en el madero era repetido en el valle por el eco...
¡Qué bello era ahora el silencio y esa dimensión de lo agreste!
Peter Horn era un asceta que olía a pino y a cerro. Allí estaba
sonriéndome en la explanada con su barba tupida y el pelo al viento.
—¿Y Osvaldo?
—Está enfermo, con fiebre. En su reemplazo vine yo.
—Muy bien. Siéntate y descansa. En el cántaro hay agua fresca
de la vertiente.
Allá estaba la cabaña de materiales simples. Y en el suelo, el
Cristo imponente, totalmente terminado.
Podían verse sus facciones, sus venas y su corona de espinas.
Peter Horn había sentido en su pecho cada golpe en esa cruz. Era
como si él supiera que oculto en ese tronco estuviese desde milenios
el cuerpo de ese Cristo y que su misión era retirar las astillas
sobrantes a punta de cincel para revelar esa estampa doliente.
—Durante este tiempo he vivido mejor —me dijo Peter Horn
con su acento alemán—. He comprendido el universo oyendo en la
noche la música de las estrellas... y el canto de los gusanos. Me he
entendido mejor a mí mismo. Me siento en armonía con el mundo...
He visto la fragilidad de las cosas y de la vida...
Peter Horn parecía en éxtasis. ¿Acaso se había transfigurado?
No podía descifrar totalmente el significado de sus palabras.
96 MANUEL PEÑA MUÑOZ

—Vas a decirle al padre Efraín, de Putaendo, que no podré


tallar la imagen para su iglesia. Esta ha sido mi obra maestra, el
sueño cumplido...
Peter Hom miraba con arrobamiento su cruz y sentía el placer
del artista al verla concluida.
—Baja y di al pueblo que el Cristo de Rinconada está
terminado. Lo pondremos en lo alto del monte, como en un calvario...
Di a los hombres que necesito ayuda para llevarlo hasta allá. Que
suban sogas y cables. La tierra ya está cavada para enterrar la cruz...Y
a las mujeres di que traigan flores y semillas para plantar en el cerro.
Que traigan almácigos de alhelíes y matas de flor de la pluma.
Haremos las ermitas del Vía Crucis y vendrán de todos los lugares a
orar al Cristo de Rinconada de Silva.
Mientras Peter Horn me hablaba, yo quería encontrar el modo
de preguntarle por Aillavilú. ¿Lo habría visto él también
sobrevolando el valle? ¿Habría bajado planeando a conversar con él?
¿Lo acompañaría en sus horas de soledad?
Fue entonces que entramos a la cabaña a acomodar el pan y la
fruta que yo le había llevado. Allí estaban el jergón en el suelo, las
herramientas y los libros.
En ese momento oímos sobre el tejado el aletear de un gran
pájaro que volaba a baja altura.
—¿Qué es eso? —le pregunté asustado.
—Es un águila —me respondió nerviosamente Peter Horn—.
Viene siempre en las tardes a acompañarme. Planea un momento
sobre el Cristo mientras trabajo y luego se aleja... Ahora ha venido a
saludamos...
Cuando nos asomamos hacia afuera, el extraño pájaro ya había
remontado vuelo a lo alto de la cordillera. Diseminadas en el suelo
como en el interior de la cabaña había plumas de color pardo
veteadas de gris.
Estaba seguro. Eran las plumas de Aillavilú.
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 97

Bajé corriendo por la ladera del cerro.


—¡El Cristo está terminado! ¡Suban a verlo! ¡El Cristo de Peter
Hom!
Los campesinos interrumpían las faenas para subir por los
caminos empolvados a ver la talla finalizada. Unos corrían a buscar a
sus familias que con ramos de claveles y largas hojas de palma
subían con expectación.
Ya estaba atardeciendo cuando el pueblo entero se había
volcado al camino que conducía al cerro llevando farolitos de papel y
cirios. El padre Victoriano Vicente salió también de la casa
parroquial, alborozado, agitando su bastón, mientras Marcial
Campusano tañía las campanas de la iglesia.
—¡El Cristo está terminado! —repetía el altavoz desde el
campanario—. ¡Lleven sogas y cuerdas!
Cuando llegué exhausto a la casa de la señora Divina Celeste vi
que desde Santiago había vuelto la madrina de Osvaldo y que estaba
también en la cabecera de la cama junto al doctor.
—¡Señorita Berenice! ¡Peter Hom terminó el Cristo!
Pero ella me miró como desde otro mundo.
—Gabriel —me dijo Osvaldo, abriendo los ojos llorosos, como
saliendo de un letargo—. ¿Qué pasó en la montaña?
—Todo está bien, Osvaldo. No te preocupes. Descansa...
—¿Y Peter Hom? ¿Cómo está?
—Muy bien. El Cristo parece real y ahora los hombres lo están
llevando a la cumbre del cerro.
Osvaldo sonrió débilmente.
—Peter Hom te mandó un regalo.
—¿A mí? —preguntó Osvaldo.
—Sí. ¿Te acuerdas aquella noche de lluvia cuando él llegó a la
casa? Tú estabas jugando ajedrez con el padre Victoriano Vicente y
no reparaste en que él estaba tallando un juguete.
98 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Osvaldo sacó las manos de debajo de las sábanas y tomó el


paquete que Peter Horn le había enviado conmigo. Nerviosamente
desplegó los papeles y con expresión sorprendida se quedó
contemplando largo rato el prodigioso regalo. Era un pequeño ángel
de madera, un delicado niño picunche que tenía dos alas movibles a
la espalda en actitud de vuelo.
—¿Y tú lo viste? —me preguntó Osvaldo—. ¿Viste a Aillavilú?
—Delira otra vez —dijo el médico, observando a Osvaldo tras
sus gruesos lentes—. Creo que lo más indicado es llevarlo a Santiago
a observación. Es un caso de cuidado.
—Yo también creo que es lo mejor —dijo con voz
apesadumbrada la señora Divina Celeste.
Osvaldo, completamente en su mundo, contemplaba su
preciosa talla hundido en sus almohadones blancos.

Mi padre había regresado esa tarde de Curimón. Ya había


finalizado la tarea de reparar y afinar los órganos centenarios de
Putaendo y de aquella ciudad colonial.
—Mañana regresamos a Valparaíso —dijo—. Los trabajos de
organería están terminados. El padre Efraín, de Putaendo, quedó
muy contento y me pidió hacerme cargo del órgano de los Carmelitas
de Viña del Mar. Conoce a los padres que son españoles también y
les manda una carta recomendándome.
—Entonces... ¿nos vamos de Rinconada?
—Sí. Ya empieza el invierno y es muy frío en el campo.
Además, no podemos dejar allá la casa sola por tanto tiempo.
Me sentí afligido.
Por las ventanas pasaban las mujeres con rostros anhelantes:
—¡El Cristo está terminado!
—¡Vamos a verlo! —me dijo mi padre, sin saber todavía,
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 99

sin sospechar siquiera que yo había sido el primero en verlo


finalizado y que yo había dado el aviso a toda Rinconada.
Fue así que nos preparamos para salir de la casa de la señora
Divina Celeste dejando a Osvaldo en cama con expresión afiebrada.
—Que venga el padre Victoriano Vicente. Quiero ver a mi
padrino...
—El padre Victoriano está en el monte —le expliqué a Osvaldo—.
Fue a ver el Cristo. En la noche va a venir a verte...
Al salir, volvimos con mi padre por última vez a caminar por
aquellas calles de tierra que habían sido nuestras por unos meses.
Los árboles estaban hieráticos en el camino. Sí. Allá al fondo, sobre la
cumbre del cerro, los hombres enterraban la cruz con Cristo
crucificado.
Atardecía en el valle y parecía que en el cielo se hubiese
extendido un manto purpúreo. Por los cuatro costados del cerro
subía la gente con flores y cirios encendidos... Allá arriba estaban el
padre Victoriano Vicente con el padre Efraín al pie del Cristo,
bendiciendo.
Peter Hom había desaparecido misteriosamente, y más arriba,
un águila de alas inmensas extendidas, sobrevolaba el cerro de las
catorce estaciones.

Al día siguiente se fue en un Ford de capota cubierta mi


querido amigo Osvaldo. Lo acompañaban a la capital su madre, la
señorita Berenice y el padre Victoriano Vicente. También iba el
doctor.
—No te preocupes —me dijo Osvaldo al despedirse, antes de
subir al auto con expresión fatigada—. Aillavilú me protege... Nada
me va a pasar.
—Nosotros nos vamos hoy día a Valparaíso.
—Piensa allá en Rinconada, en los días que pasamos juntos
aquí.
100 MANUEL PEÑA MUÑOZ

—Vas a mejorarte —le dije.


—Por si no nos volvemos a ver, te voy a dejar este regalo de
recuerdo —me dijo Osvaldo al subirse al auto, entregándome la
estatuilla del niño alado.
Cerró la portezuela y me dijo:
—Vas a saber muy pronto de mí. Te enviaré señales y por ellas
sabrás que esté donde esté voy a estar bien.
Me quedé pensando en esas palabras hasta que el auto se
perdió por el camino...

Marcial Campusano quedó a cargo de aquella casa cuyas


habitaciones inmensas, cuajadas de retratos y cortinajes, estuvieron
todas ocupadas una noche lluviosa de verano.
Ahora ponía un candado en la puerta y acomodaba nuestro
equipaje en el viejo Mercury, de vuelta otra vez hasta la estación.
Adiós pueblo de Rinconada de Silva, etiquetas en latín
colgadas de los árboles, casas de adobe, cerezos silvestres, panales,
establos y ancianas sentadas al umbral.
En mi corazón llevaba un sentimiento de tristeza. Nadie había
sabido nunca de Peter Horn. Ya no iba a ver nunca más tampoco a la
señora Divina Celeste. Tampoco vería más a la señorita Berenice con
su expresión de perpetuo asombro ni al padre Victoriano Vicente con
su alegre bastón y su boina vasca.
Pero lo más triste era que nunca más iba a volver a ver a mi
querido amigo Osvaldo.

Cuando el automóvil salió del pueblo y tomó el camino a San


Felipe, volví la vista y vi allá en lo alto del cerro la figura de madera
de aquel solitario Cristo crucificado.
Días más tarde me encontraba solo en la casa del cerro
Mariposas pensando en mamá. Era un día claro de invierno y desde
los ventanales de la terracita se veían los barcos en
AILLAVILU, EL NIÑO ALADO DE RINCONADA DE SILVA 101

la bahía y la silueta de los cerros con casas y jardines dispersos.


Mi padre había viajado al interior de Quilpué. Los padres
Carmelitas no tenían intención —por el momento— de reparar el
magnífico instrumento del siglo XVIII, pero sí se precisaba armar un
órgano completo, cuya tubería yacía olvidada en cajones en la
sacristía de la iglesia de San Judas Tadeo en El Retiro.
Me hallaba solo en la casa pensando en mi amigo Osvaldo con
la preciosa talla del indio alado en mi mano, cuando sentí ruidos en
el torreón.
Alguien había allá arriba y, sin embargo, era extraño, porque
papá había salido temprano y yo estaba solo. Nadie había entrado y
la puerta estaba cerrada por dentro con picaporte.
Preocupado, subí al segundo piso donde estaban los
dormitorios y abrí la portezuela. Uno a uno empecé a subir los
peldaños de la estrecha escalera de caracol que conducía al torreón.
Sí. Estaba seguro. Allá arriba había alguien... o algo.
Enérgicamente abrí la puerta dispuesto a saber qué había allí
detrás.
Y fue entonces que vi lo increíble.
Allí, en medio de ese ámbito, había un águila con las alas
extendidas. No sabía cómo había entrado, puesto que las ventanas
del torreón estaban bien cerradas.
102 MANUEL PEÑA MUÑOZ

Era imposible. Pero el ave de plumaje veteado estaba allí


mirándome a los ojos, como si quisiera comunicarme algo.
Fue entonces que recordé las palabras de Osvaldo: “Vas a saber
muy pronto de mí. Te enviaré señales y por ellas sabrás que esté
donde esté voy a estar bien”.
Abrí las ventanas y el águila inmensa emprendió el vuelo hacia
la cordillera.
Yo le dije: “Adiós, Aillavilú”.
LEYENDAS Y TRADICIONES: EL RETABLO DE LO FABULOSO

Un nuevo libro sobre la infancia y las costumbres del pasado ha escrito


Manuel Peña Muñoz. Esta vez lo ha ambientado en Valparaíso y los pueblos del
interior de la provincia, consciente de que allí hay una cantera maravillosa de cuentos
orales, verdaderas joyas de la literatura folclórica. En ellos hay sabiduría popular,
cierta poesía que no todos ven, valores profundos en vías de extinción, historia y una
extraordinaria riqueza de inventiva.
“Hoy, más que nunca —expresa el autor—, debemos reencontramos con
nuestras narraciones que circulan por tradición oral para conocer nuestra identidad
cultural y preservarla. Esto ya lo sabían los hermanos Grimm en Alemania cuando en
el siglo pasado se lanzaron a la tarea de indagar en la cuentística popular.
Consideraban ellos que en esos cuentos transmitidos de generación en generación
estaba el verdadero espíritu del país: su cultura.
”¿Y no están acaso estos cuentos impregnados de nuestra idiosincrasia, de
nuestra superstición y hasta de nuestro lenguaje? Ramón Laval, Yolando Pino, Oreste
Plath, entre muchos otros, así lo han comprendido y se han puesto en nuestro país a
cazar cuentos como si fuesen mariposas.”
Consciente de la carga mágica y de la poesía entrañable que encierran estas
narraciones, Manuel Peña Muñoz ha decidido darles una versión literaria en la que se
mezcla el relato auténtico con la propia imaginación. El resultado es un cuento de
prosa esmerada que por su poder de sugestión sabe cautivar al lector.
Precisamente, uno de los relatos que se incluyen en este libro Baltasara, la
niña duende del Callejón de las Hormigas, ambientado al interior de San Felipe e
inspirado en un relato oral que circula entre los cerros de Putaendo, mereció el
Primer Premio en el Concurso de Mitos, Leyendas y Tradiciones de la Quinta Región,
organizado por la Corporación Cultural de esa región y el diario “El Mercurio”.
En la ceremonia de entrega de premios, el autor expresó:
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“Los escritores nos hemos puesto a rastrear nuestros campos hallando mitos y
leyendas que la imaginación popular ha inventado. ¿No hay acaso un diablo bailarín
en Petorca y en Olmué una historia de una ñusta peruana que tuvo cinco hijos y los
perdió? ¿No hay también una misteriosa cueva del León en Los Andes y un diablo
guitarrero en Curimón? En la iglesia de este pueblo vi una vez la maravillosa flor de
la pasión con sus estambres formando la corona de espinas, sus diferentes pistilos
simbolizando los tres clavos, las cinco llagas, las caídas del calvario y las estaciones de
Cristo. Pensé que de esa fantasía natural —en la que se mezcla lo campesino con lo
religioso, lo folclórico con lo mágico— debería estar elaborado el material de mis
cuentos”.
Desde muy antiguo, la Quinta Región ha tejido sus fantasías coloniales que
hablan de damas ocultas tras una reja, de carruajes al atardecer, de cierta calesa o de
la sombra que se movió bajo un farol.
Desde los tiempos de los piratas y corsarios que asolaron las capillas
primitivas de Valparaíso, la imaginación de los porteños ha sido fértil y ha ido
conformando una suerte de idiosincrasia propensa a la inventiva natural y al ensueño
como manera de vivir. Ya Joaquín Edwards Bello decía en sus crónicas que
Valparaíso era una cosa mental, una especie de estado del alma proclive a la
invención.
Precisamente cerca del reloj Turri existe la Cueva del Chivato, donde la
tradición porteña cuenta que las sirenas acudían a esos roqueños a peinar sus
cabelleras. De tarde en tarde, el diablo, convertido en chivato maligno, salía en busca
de ellas, y por eso, a comienzos del siglo XLX, los serenos colgaron un farolito en las
primeras escalinatas al cerro Concepción para que las porteñas no subieran temerosas
a sus casas.
De todo ello habla el escritor y se inspira en estas historias para escribir sus
ficciones. ¿No oyó una vez de la mansión embrujada de Playa Ancha con las luces
encendidas, donde dicen que nadie vivía y, sin embargo, los jardines estaban siempre
como recién regados?
El autor de este libro recuerda: “Oí de una casa en el camino a Reñaca que
nunca se alcanzó a terminar porque una gitana le había dicho a su dueño que al
terminarla iba a morir... Pareciera que bastara cerrar los ojos para volver a ver los
lugares de la infancia teñidos de historias mágicas. Desde mi casa se veía ‘el bosque
de los lobos marinos’, que todavía existe tal cual como era en aquella época con sus
espesos árboles en la ladera del cerro. Mi imaginación hilvanaba historias... ¿Y no fue
sugerente también en la niñez aquella narración verídica de un circo en la avenida
Argentina que un temporal se llevó al mar? Aquella mañana habían encontrado un
león ahogado en la playa de El Barón...
’’También ciertas personas únicas dejan huella en la vida de una ciudad,
marcan su carácter y a veces conforman un mito. En Valparaíso y
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sus alrededores —como en todos los ámbitos humanos— siempre ha habido


personajes definidos que han perfilado, con su paso y personalidad, calles y
plazoletas. Se les ve deambular, se cuentan sus leyendas —mitad ciertas, mitad
inventadas—, se les recuerda con cariño...
”¿No vivimos acaso desde siempre hechizados con estas narraciones de viejas
familias? Hoy, cuando la vida moderna tiende a despersonalizar los pueblos y a
deshumanizar a las personas, se hace más necesario que nunca difundir nuestro
patrimonio de historias viejas que delimitan nuestra fisonomía, nos dan autenticidad
y nos hacen ser diferentes.”
Los pueblos van perdiendo identidad y por eso es hermoso recoger las
historias de nuestros ancestros para que no se pierdan y antes de que caigan en el
olvido... La Piedra Feliz cerca de Las Torpederas, el misterioso encanto del cerro La
Campana...
El escritor recuerda: “Desde el Hotel Villasol de Olmué se veía a través de las
ramas de los aromos la cumbre dorada del promontorio que los indios antiguos
llamaban ‘el peñasco del brujo’. Sobre la parte superior había un cono de piedras
preciosas que, mediante un conjuro, los machis hicieron desaparecer, quedando el
cerro cortado en su parte superior para que nadie nunca les robara el oro... De niño,
yendo de vacaciones a Granizo o tomando el té en ‘El Copihue’ o en ‘La Scala de
Milán’, siempre me impresionaban estas historias del cerro La Campana que
contaban los mayores. Y por la noche, mientras todos dormían en el viejo hotel,
miraba la silueta del cerro por la ventana e imaginaba...
”Y más hacia la costa ¿no vieron los indios changos una ciudad encantada en
la desembocadura de la laguna de Mantagua? Hoy, si vamos un día hacia Concón,
veremos hacia la costa, antes de llegar a Quintero, un fenómeno de espejismo natural
que se produce al caer el sol... Sí... Son cúpulas doradas y torres de azulejos de una
ciudad habitada por seres del cuarto reino.”
De todo ese caudal de imaginación se nutre la fantasía del escritor y así nacen
las historias reelaboradas por el arte para nuestra entretención y para el deleite de
niños, adolescentes y adultos. ¡Pura magia y sugerencia para pensar y tejer a su vez
nuevas historias! Porque no hay que olvidar que un buen cuento, siempre hace soñar
otro cuento...
El retablo de lo fabuloso es variadísimo y Manuel Peña Muñoz ha ido a buscar
el filón de oro. Porque es en la provincia o en la pequeña aldea donde se encuentra la
savia aún no perdida.
El autor dice: “Es riquísimo el folclor infantil del interior de Valparaíso.
Rondas, adivinanzas, juegos de prenda y cordel, canciones de cuna, romances viejos,
trabalenguas, retahilas, cuentos y tradiciones deben constituir el Corpus básico de la
educación de los niños a través de la entretención. Y debe ser tarea del escritor el
recoger esta parte de nuestra
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cultura literaria oral —común a los pueblos hispanoamericanos— para escribirla y


propagarla antes de que se apague”.
Además, es impresionante la diversidad temática de muchos de los cuentos.
Casi todos se refieren al entorno del hombre, su preocupación ante la muerte, el
amor, la amistad, la divinidad o el poder. Y de la mentalidad popular han ido
surgiendo leyendas tan hermosas como la del entierro de los jesuítas en Ocoa o la del
quillay mágico en El Melón. Esta riqueza es una verdadera invitación para que el
escritor realice su propia obra recreando el mito.
Basándose en la historia de Valparaíso y documentándose en crónicas alusivas
a la llegada del Santiaguillo a esas costas, en el tiempo del descubridor Diego de
Almagro, el autor ha dado vida literaria a un trozo de la historia de Chile en el primer
cuento que da el título a este libro. María Carlota y Millaqueo es el encuentro de dos
mundos, España y la América indígena, expresados en estos dos personajes que
acaban formando una nueva raza. Tanto este relato como los siguientes están en la
óptica integracionista del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. María
Carlota es la adolescente española que viene a América. Millaqueo es el indio. Esta
mezcla cultural y étnica aparece referida de manera literaria en un cuento que va
creciendo progresivamente en interés e intriga, valorando una época de nuestra
historia de Chile poco explorada.
El segundo relato mezcla experiencias de infancia del autor con una leyenda
rural recreada. Aquí también hay un punto de vista valorativo del encuentro cultural.
La niña Bal tasara y sus amigas españolas desean que el Cielo sea para ellas “volver a
jugar en el Callejón de las Hormigas”. La vuelta a Chile, la nostalgia del paraíso
perdido, el retorno a la infancia rural en América, parecen ser las preocupaciones del
autor en este relato tierno y emotivo, con personajes, como la tía Violeta o Pedro
Maizani, bien delineados.
En este cuento hay también un telón de fondo histórico, notándose la
búsqueda de materiales que conforman un auténtico marco de época para mover la
historia narrada. Por un lado hay una recreación de los años cuarenta en la casa
parroquial de Lo Valdés y, por otro, hay una reconstrucción histórica de un tiempo
bien definido que es la época de finales del siglo XVI, cuando efectivamente muchas
familias españolas r? dicadas en el interior de los valles deciden regresar a España
“sin haber encontrado nunca los minerales mágicos”.
La tercera historia también se desarrolla en el valle de Putaendo y describe el
proceso de creación de un crucifijo tallado en Rinconada de Silva a través de la
perspectiva de dos niños que se encuentran en una hermosa amistad. El relato, con
un final mágico y sorpresivo, ofrece detalles interesantes de la vida rural en los valles,
tanto en un pasado relativamente
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cercano, como en los tiempos de las primeras familias españolas asentadas en la


precordillera. Flores, pájaros, árboles, toda la naturaleza en general parece interesar al
autor, como también antiguas formas de vida.
Lo que de común tienen estos tres relatos es la ambientación histórica. De un
pasado nostálgico hay un salto temporal a una época en que los españoles llegan a
nuestras costas, para finalmente volver otra vez a la época presente de la narración.
Los tres niños narradores, en el fondo conforman uno solo que mantiene un punto de
vista evocativo, buscando un refugio en recuerdos gratos de infancia.
María Carlota y Millaqueo es un libro que gustará a todos porque está hecho
con detalles finos, con conocimiento de una época que se reconstruye y con un estilo
fluido que sabe atrapar el interés del lector. Es una nueva creación del autor de El
Niño del Pasaje, el libro que mereció el Premio de la Crítica 1989 del Círculo de
Críticos de Arte de Valparaíso y la mención género novela del Premio Municipal de
Literatura 1990 de la Ilustre Municipalidad de Santiago, a la mejor novela publicada
el año anterior.
Manuel Peña Muñoz nació en Valparaíso en 1951 y se ha destacado como
colaborador de “Artes y Letras” del diario “El Mercurio” con artículos culturales. Es
autor de un volumen de cuentos, Dorada Locura (1978), de la Historia de la
Literatura Infantil Chilena (1982) y de numerosos cuentos y artículos en
publicaciones nacionales y extranjeras. Es integrante del IBBY (Organización
Internacional para el Libro Juvenil) en su sección chilena, y en su representación ha
dado conferencias y cursos de literatura infantil y juvenil a lo largo de todo el país. En
1985 fue invitado por AULI (Asociación Uruguaya de Literatura Infantil) a dictar
conferencias a Montevideo. Ha viajado en diversas oportunidades a España, donde se
ha especializado en literatura infantil con la escritora Carmen Bravo- Villasante, a
quien reconoce como su maestra y guía literaria. También es admirador profundo de
la obra del argentino Manuel Mujica Laínez y de María Luisa Bombal.
La autora de La Ultima Niebla, al escribir el prólogo del primer libro de
cuentos de Manuel Peña Muñoz, señaló: “Tu estilo, racha de viento suspirado, que
pasa explicando la intimidad poética de tus personajes, de sus anhelos y muerte.
Ironía, realidad cotidiana que sabes tan bien convertir en poesía”... En tanto que sobre
El Niño del Pasaje escribieron Luis Vargas Saavedra, Ignacio Valente, Filebo,
Femando Emmerich, Sara Vial, entre otros, destacando en los diversos artículos
críticos la prosa y la atmósfera evocativa que logra crear el autor.
María Carlota y Millaqueo es un nuevo aporte del Club de Lectores para
niños, en el deseo de difundir la nueva literatura infantil chilena.

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