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LA OPINIÓN DE

Infames y deshonrados

Al fondo del aborto


Cuando la cultura de la muerte se impone como
una conquista de la libertad, nuestra propia
condición humana se debilita hasta perecer
Día 28/09/2014 - 16.09h

AL fondo del aborto, como en general de lo que Juan Pablo II –¡ay, aquellos Papas «obsesionados» con el aborto!– llamó
en «Evangelium Vitae» cultura de la muerte, subyace el problema de la libertad humana, antaño concebida como un don
divino que nos permitía elegir moralmente y renunciar al mal. Con este concepto de libertad acabaría el liberalismo, que
al modo pagano volvió a hacer del hombre la medida de todas las cosas, exhortándolo a deshacerse de todo cuanto lo
limita en el proceso de fortalecimiento de su «yo»: así, en aras de ese «yo» soberano y autónomo, se exaltaron los deseos
más torpes y las ambiciones más egoístas; y el Estado se vio obligado a garantizar su plena y omnímoda «realización».

A esta libertad que «exalta al individuo aislado de forma absoluta» la calificaba Juan Pablo II en la encíclica citada de
«perversa». Y Benedicto XVI –¡otro Papa «obsesionado» con el aborto!– remachaba que «esta es la rebelión fundamental
que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida». Desde que esta rebelión adquiriese carta de
naturaleza política, mediante una doctrina liberal que consagra la autonomía de la voluntad y una libertad de conciencia
desarraigada de un orden moral objetivo, declararse «antiabortista» sin atreverse a atacar los cimientos ideológicos que
permiten y auspician el aborto es como arar en el mar, porque la consecuencia inevitable de esa libertad perversa es la
pérdida del sentido de la inviolabilidad de la vida humana. Y cuando el bien supremo de la vida es supeditado a la libertad
individual, es inevitable que se imponga una consideración meramente funcional y utilitaria de la vida, que así queda
despojada de su dignidad; y todavía más si esa vida humana es todavía gestante. La vida gestante deja de ser un fin en sí
mismo para convertirse en un medio o instrumento para beneficio de otros; y así, la verdadera ética de la dignidad de la
vida humana es suplantada por una falsa ética de la «calidad» de la vida humana, una calidad que es medida por criterios
de utilidad. Sólo si una vida es útil, si es «deseada» o «ambicionada» por otros en razón de su utilidad, esa vida tiene
valor; de lo contrario, podemos disponer de ella a nuestro antojo.

Pero las acciones moralmente erróneas, aunque puedan parecer útiles en un principio, aunque nos reporten beneficios
inmediatos, acaban arrastrándonos inexorablemente a la ruina moral; cuando la cultura de la muerte se impone como una
conquista de la libertad, nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer. Y así los hombres, sobornados por un
poder manipulador que les concede una libertad perversa, acaban convirtiéndose en esclavos de esa libertad, como Fausto
se convertía en esclavo de Mefistófeles. Por supuesto, la sofística contemporánea empleará coartadas emotivas y
pretendidamente altruistas (¡el aborto es un drama para la mujer!) en su propósito de facilitar este eclipse de la conciencia
moral y de adecentar las aberraciones más impías. Y los medios de adoctrinamiento de masas presentarán a quienes osen
pronunciarse contra esta cultura de la muerte como oscurantistas desalmados y enemigos de la mujer o la solidaridad
humana.

Ocurre esto mientras la Iglesia, cada vez menos «obsesionada» con el aborto, se está convirtiendo en mera «animadora de
la democracia». Y a los católicos, convertidos en cándidos mamporreros de la cultura de la muerte, no nos queda otro
remedio (risum teneatis) sino votar a los modositos liberales de derechas, no sea que vengan los tremendos liberales de
izquierdas, que tienen cuernos y rabo

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