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Pedagogı́as del despojo y dispositivos narrativos

coloniales: Rodolfo Lenz, el temblor de tierra, las


dudosas fuentes del desastre y la cultura mapuche

álvaro kaempfer
gettysburg college



S i “[n]uestros conocimientos respecto a las ideas i el modo de pensar del


indio araucano, o mapuche, (como ellos mismos se llaman) son todavı́a mui
incompletos”, afirma Rodolfo Lenz en Tradiciones e ideas de los araucanos acerca de
los terremotos, lo son aún más sobre sus “ideas referentes a las fuerzas de la natura-
leza i las deidades en que concentraban esas fuerzas” (5). Esa precariedad de
saberes concierne a los primeros cronistas hispanos e, incluso, anuları́a el valor
cientı́fico de datos legados por Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán y Diego
Rosales, quienes abordaron estos fenómenos “desde el punto de vista de su
propia religión” (Lenz, Tradiciones 5). Al dar cuenta de la visión indı́gena de
sismos y temblores, los cronistas coloniales subrayan “supersticiones ya abomi-
nables, ya ridı́culas, que hai que combatir”, añade Lenz, porque “no tenı́an
ningún interés en esponer esas creencias con todos los detalles que ellos, talvez,
en efecto conocı́an” (6). Además, “la investigación moderna i directa, que ha
comenzado hace dos decenios”, añade, “tampoco ha llegado a resultados defini-
tivos”. Tal convicción lo lleva, en su ensayo de 1912, a revisar la bibliografı́a sobre
la imagen de los terremotos entre los mapuche y contribuir, con ese trabajo, al
proyecto de una historia sı́smica de los Andes meridionales dirigido, entonces,
por Fernand Montessus de Ballore del Instituto Sismológico de Chile (Tradiciones
5–6). Al hacerlo, Lenz no solo critica las recopilaciones existentes sino que,
sobre todo, cuestiona los orı́genes, preservación y reproducción de sus fuentes.
Rodolfo Lenz llegó a Santiago de Chile en 1890 y se unió al Instituto Pedagó-
gico fundado el 29 de abril de 1889 (Sánchez 274; Escudero 6). Formaba parte
de un grupo de académicos alemanes contratados por el gobierno chileno para
innovar la formación pedagógica bajo una visión práctica que integrara investi-
gación y enseñanza, renovando el sistema escolar. Lenz llegó junto a Juan
Enrique Schneider (pedagogı́a y filosofı́a), Federico Johow (ciencias naturales),
Juan Steffen (historia y geografı́a), Augusto Tafelmacher (matemáticas), Alfredo
Beutell (fı́sica y quı́mica) y Federico Hanssen (gramática histórica) para hacerse
cargo de las clases de francés, inglés e italiano (Escudero 6). Estos educadores e
investigadores —cientı́ficos, precisa Carlos Sanhueza— eran la piedra angular
de un proyecto nacional orientado a la formación docente y motivado por la

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innovación pedagógica en Chile (34–35). El quehacer académico de Lenz, sin
embargo, no se redujo a la enseñanza de idiomas, sino que abarcó un proyecto
de investigación cultural y lingüı́stica nacido de la curiosidad que despertó en él
la fonética del español de Chile. Al hurgar en sus causas, lidió con la castiza
resistencia criolla a aceptar el peso del mapudungun sobre el español de Chile y
sus propias dudas sobre la fiabilidad de las fuentes orales de la trayectoria de la
lengua y cultura mapuche.
Para Lenz, el lenguaje sostenı́a la experiencia individual y colectiva al interior
de una comunidad humana, dándole forma a la realidad que delineaba la condi-
ción cultural y social de sus miembros. Su enfoque teórico, explica Vicente Ber-
naschina, “considera que el lenguaje es un fenómeno sicofı́sico del ser humano
en general y por ello, la clave para la comprensión antropológica de las vidas y
culturas humanas” (124). Lenz opera sobre una relación y diferenciación entre
lenguaje, lengua y habla similar a las trazadas por Ferdinand de Saussure, docto-
rado diez años antes que Lenz en Alemania (Casteleiro Oliveros 18–19). Una
vez en Chile, la lengua le permitirı́a abordar una cultura en particular y explorar
“la estructura psı́quica de la raza iberoamericana”, dice Rodolfo Oroz, “apli-
cando los principios psicológicos de las investigaciones del gran filósofo alemán
Guillermo Wundt” (26). Oroz aclara que, desde su llegada, Lenz quiso abocarse
al castellano y que “en 1895 se pudo hacer cargo de la cátedra de Gramática
moderna, a la cual agregó, después de la muerte del Dr. Hanssen, también la de
gramática histórica” (26). De hecho, años más tarde, en su discurso de incorpo-
ración como académico de la Facultad de Filosofı́a y Ciencias de la Educación
de la Universidad de Chile, Lenz señala que al llegar en 1890, “lo primero que
llamó mi atención cientı́fica fue el curioso lenguaje vulgar, empleado por los
huasos y la gente baja de las ciudades chilenas” (“Dialectologı́a” 38–39). Fue por
esa curiosidad, sugiere Constantino Contreras, que “se interesa por la lengua
araucana (o mapuche), atraı́do por la teorı́a del sustrato, en boga en su tiempo”
(41). Este cruce de sorpresas y curiosidades, añade Manuel Dannemann, lo
llevan a subrayar “la importancia de la cultura y lengua mapuches en Chile”
(“Vida y obra” 335). La única preparación que Lenz dijo tener ante tales desafı́os
eran “los estudios de filolojı́a comparada de las lenguas indo-europeas i especial-
mente la de las lenguas neo-latinas” (Estudios v). Sin embargo, al escuchar a la
gente en las calles de Santiago e intuir el peso de las lenguas nativas sobre el
español, le irá dando forma a una lı́nea de investigación a la que dedica, si no
toda, casi toda su vida.
No fueron pocas las dificultades que encontró. Los obstáculos a sus planes no
se debieron únicamente a las limitaciones del campo de estudio, aumentadas
por la lejanı́a de los centros de investigación en los que se habı́a educado y
con cuyas redes cientı́ficas dialogaba. También se debieron a la fragmentación
cultural, geográfica y étnica de la sociedad chilena, donde “la gente culta, sobre
todo los profesores de castellano, no tenı́an ningún interés por el estudio de la
‘gerigonza corrompida de la plebe’ ” y, peor aún, subraya Lenz, la despreciaban
“porque no comprendı́an que el estudio de los dialectos vulgares da los mate-
riales más interesantes para comprender la evolución histórica del lenguaje
humano” (“Dialectologı́a” 38–39). Aun ası́, desde la resistencia y sospecha que
despierta como intelectual “trasplantado”, halla una veta para llevar a cabo su

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investigación y ligarla a un proyecto mayor que apuntaba, consecuente con su
formación lingüı́stica y fonética, a la evolución del lenguaje humano en general.
En tal sentido, Amado Alonso, como otros especialistas de la lengua española,
subraya su importancia entre quienes hicieron de la fonética una ciencia, pero
rechaza sus aportes al estudio del español de Chile al no compartir lo que Alonso
caracterizó como una tesis sensacionalista que hacı́a al investigador germano
“tomar por sorprendente desarrollo chileno y antihispánico lo que es general”
(“Rodolfo Lenz” 11; “Examen” 281). Alonso dirá que también “Rufino José
Cuervo y Ramón Menéndez Pidal se manifestaron muy escépticos” frente a sus
trabajos, enfatizando que “Américo Castro fue más terminante y lo rechazó de
plano” (“Examen” 269). Según Barry Velleman, Alonso dijo haber logrado
incluso que Lenz se retractara al cuestionarle algunas de sus pruebas (19).
Cabrı́a ligar el rechazo de Alonso, siguiendo a José del Valle, al empeño por
“contrarrestar el sentimiento antiespañol que pudiera existir en las antiguas
colonias y asegurar la lealtad de la elite al proyecto de construcción de una
comunidad hispánica moderna en la que se reservara un papel central a España”
(111). La solidaridad castiza de las elites criollas con el proyecto hispano, par-
ticularmente en el paso del siglo XIX al XX en Chile, nutre de manera impor-
tante una obsesión identitaria que se manifiesta en los debates públicos entre la
coyuntura americana de 1898 y la del Centenario de las independencias hispano-
americanas.
La resistencia de la intelectualidad santiaguina a las propuestas de Lenz
excede márgenes nacionales y remite a las tentativas de un hispanismo global
por estandarizar la lengua para “mantener la unidad idiomática por medio de
una polı́tica lingüı́stica que intentará imponer un modelo considerado presti-
gioso”, señala Soledad Chávez Fajardo, que no podı́a sino ser “el español centro-
septentrional de la Penı́nsula Ibérica” (94). En consecuencia, no es solamente
porque “en aquella época no habı́a ambiente propicio para el desarrollo de
estudios de esta clase que están reservados para unos pocos especialistas” (Oroz
27). Es, también, el rechazo al cuestionamiento de la homogeneidad y jerarquı́a
cultural e histórica del español hecho por la propuesta de Lenz. En tal sentido,
“[h]abı́a gente que lo odiaba, que lo hallaba funesto, que suponı́a que por él,
por su cátedra del Pedagógico, se iba a destruir la lengua castellana en Chile” e
incluso creı́an “que llegarı́amos por su culpa a hablar algarabı́a, como habı́a
dicho Mora en un soneto irreverente, sesenta años antes” (Vicuña 8). Además,
la presunción de Lenz acerca del impacto del mapudungun sobre el español
de Santiago implicaba, por extensión, que el mundo popular e indı́gena eran
constitutivos de la cultura chilena. Ese golpe al casticismo criollo subrayó el
carácter hispano de su composición y el impacto de lenguas tanto nativas como
de inmigración.
La hipótesis de Lenz no afirmaba únicamente la presencia del mapudungun
en el español de Chile sino que, además, postulaba la posibilidad de que, a partir
de allı́, surgiera una nueva lengua. Esa mirada desató el rechazo de diversos
especialistas del español, como los ya mencionados, y la furia de intelectuales
como Eduardo de la Barra, para quien “en Chile ya se verificó socialmente la
absorción del elemento indı́gena, sin que haya sufrido el castellano que allı́ se
habla ninguna alteración sustancial” (Carta 48). De la Barra, como sucedió con

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Amado Alonso, Américo Castro, Rufino José Cuervo y Ramón Menéndez Pidal,
rechazó también la tesis sobre la severa mutación lingüı́stica del español en Chile
y, dando un paso más, descalificó el desempeño intelectual, profesional y peda-
gógico de Lenz y sus compatriotas al combatir frontalmente lo que caracterizó
como un embrujamiento alemán (El embrujamiento 98–99). Aún ası́, a pesar de las
dificultades, Lenz mantuvo su hipótesis acerca del impacto fonético del
mapudungun en el español de Chile e inició, al mismo tiempo, un estudio siste-
mático del mapudungun. Hay, en tal sentido, un esfuerzo constante de contras-
tes en su trabajo sobre ambos idiomas. Lenz sospechó, incluso, que existı́a una
estabilidad lingüı́stica en el mapudungun que no veı́a en el castellano y llegó a
afirmar “que en los trescientos años en que podemos observar su desarrollo casi
no ha sufrido ningún cambio esencial” (Estudios vi). Gilberto Sánchez considera
que tal aserción apuntó a la estabilidad y organicidad gramatical, sintáctica y
léxica alcanzada por el mapudungun sobre un extenso territorio a ambos lados
de la Cordillera por trescientos años (284). Este fenómeno de consolidación
lingüı́stica estarı́a ligado a la presencia de una fluida región fronteriza entre
Araucanı́a y Pampas a través de los Andes (Pinto Rodrı́guez 22). Lenz
documentó su visión de aquel fenómeno con muestras orales tomadas en Colli-
pulli y en Osorno, contrastándolas, luego, con registros textuales previos de
“los indios de Santiago (Luis de Valdivia) i de la Pampa arjentina (Barbará)”
(Estudios vii). Más allá de la asimetrı́a de las muestras, para su lectura analı́tica,
Lenz trata de tornar compatibles las transcripciones existentes desde los albores
de la invasión hispana y el mapudungun que conoce al iniciar sus propias compi-
laciones.
En el trabajo de campo llevado a cabo por Lenz, sus informantes fueron vitales
para el esbozo de su visión y para su propio aprendizaje del idioma. Lenz trabajó
con Juan Amasa, de Collipulli, y Domingo Quintrupay, de Osorno, sus maestros.
Pero el aporte decisivo llegó en 1895, cuando “recibió de don Vı́ctor Manuel
Chiappa, hacendado de Victoria, nueve poesı́as, tres cuentos y tres relatos histó-
ricos. Aquı́ encontró Lenz el punto de partida para dirigir la mirada hacia las
narraciones, cuyo valor etnológico vio de inmediato” (Pino Saavedra 13). Danne-
man destaca en Lenz la “incisiva percepción para seleccionar informantes muy
bien dotados, que le permitieron el acceso a observaciones de sus conductas, y
desde ellas, la llegada a los planteamientos que expuso en sus obras” (“Rodolfo
Lenz” 88). No siempre son gratas las experiencias contadas por Lenz acerca de
sus informantes y el malestar que asoma en su escritura al hablar de algunas de
ellas deja asomar una curiosa carga genérica. Al respecto, cabe mencionar que,
de todas las personas intratables que dijo haber encontrado, afirma Lenz, “la
mas porfiada fue una vieja machi, una médica, verdadero tipo de bruja, que visité
en su ruca cerca de Mininco” (Estudios xvi). Doña Manuela “me contestaba con
un conjunto indisoluble de palabras indias de las cuales no podı́a apuntar nada”,
insiste Lenz, “i cuando le manifesté mi desesperación, dijo con un jesto que no
podı́a menos de comprender, dirijiéndose a uno de sus clientes: ‘¡Mala
cabeza!’ ”. No queda claro a quién alude tal caracterización ni, en rigor, la per-
tinencia de la anécdota en su recuento. Valga simplemente mencionarla por las
cargas genéricas y los apelativos que condensa Lenz frente a ella. En cualquier
caso, resulta importante subrayar que el trabajo en terreno que inició en 1891

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se apoya en un cuerpo de informantes sobre el que, en última instancia, des-
cansa su compilación lexicográfica, ası́ como el valioso volumen de datos
transcritos, procesados y evaluados. Es en dicho contexto, y a partir de la
documentación recogida, que aı́sla las referencias a los terremotos y movi-
mientos sı́smicos tal y como le habı́an sido narrados por sus informantes. A partir
de esa labor de acumulación, análisis y reflexión, Lenz se apoya, en su ensayo de
1912, en “una palabra especial que designa el fenómeno del temblor de tierra o
terremoto” (Tradiciones 16). Es el vocablo nüyün, entendido especı́ficamente
como temblor de tierra, según lo consigna Fernando Zúñiga (310, 326). Este
término le permite ordenar su visión y esbozar algunas hipótesis sobre las
fuentes que permiten abordar esos fenómenos.
En un gesto que acota la comunidad de lectores o la comunidad cientı́fica a
la que apela, Lenz precisa que el vocablo elegido “no se confunde, como sucede
en nuestras lenguas europeas, con el temblor o estremecimiento del hombre o
del animal, o de la planta movida por el viento, ni siquiera”, sino que guarda
relación “con el movimiento de la tierra producido por otras causas” (Tradiciones
6). El término en cuestión, prosigue Lenz, no sobresale por su novedad, ya que
fue datado tempranamente por Luis de Valdivia en Arte i gramática general de la
lengua que corre en todo el Reino de Chile, publicado en 1606 en Lima, y documen-
tado, también, en 1777 por Bernhard Havestadt (Tradiciones 6–7). Apoyado en
esa singularidad léxica, acomete la revisión de la bibliografı́a disponible en 1912
y hurga en relatos provenientes de diferentes lugares y momentos para explorar
los destellos colectivos de imaginación sobre los terremotos rastreables en esas
historias. En Lenz, por cierto, “[l]a imaginación no es una aberración del racio-
cinio lógico, sino una facultad primordial del alma humana; no es tan solo la
madre de las artes sino también de las ciencias” (“Un grupo” 18). Esa visión, en
la forma de un reclamo por saberes no consignados, asoma ya en sus primeros
trabajos al no hallar “una esposición filosófica del modo de pensar de los indios”
(Estudios vi). La relación entre lengua, lenguaje y cultura surge en su ensayo
bajo una mirada que excede la simple descripción de fenómenos fonéticos y
lingüı́sticos para caracterizar una de las aporı́as que sugerı́an las fuentes. En sus
primeros escritos, Lenz subrayó en el mapudungun “el análisis lójico i sicolójico
de la sintaxis de idiomas que, en comparación con el mecanismo inextricable de
las lenguas indo-europeas [y por ser] relativamente diáfanos i sencillos[,] ha de
ayudarnos mucho para revelar los misterios del pensamiento i la jénesis del
habla humana” (vi). El suyo fue planteado, en esos trabajos iniciales, como un
viaje al origen del lenguaje humano y, a partir de las opciones abiertas por la
lingüı́stica, al estudio comparado de mentalidades y culturas. Ese viaje que Lenz,
en retrospectiva, imaginó emprender en 1891 en Collipulli, es el que continúa
en este ensayo de 1912. Es importante tener presente esta visión orgánica y totali-
zadora en su labor investigadora.
Cabe recordar que, para Lenz, “cada lengua tiene su propia lójica i sus propios
fundamentos sicolójicos, cuya indagación es la verdadera tarea de la sintaxis
comparada” (xix). Bajo tal perspectiva, aspira a conceptualizar una gramática de
la cultura a partir de la sintaxis comparada. Es al amparo de esta orientación que
surgen sus trabajos sobre el mapudungun y las lenguas neolatinas e, incluso,

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sobre una lengua a la que llegó, literalmente, en medio de una travesı́a transatlán-
tica: el papiamento (Rabanales 180). De este modo, al explorar el mapudungun
aferrado a un vocablo cuya singularidad aludı́a a un fenómeno telúrico espe-
cı́fico e intransferible del universo mapuche, Lenz hace un ejercicio de interpre-
tación cultural apoyado en su investigación lingüı́stica. No sorprende, entonces,
que su mirada se apoye en una matriz analı́tica ligada a saberes, técnicas y meto-
dologı́as al uso. En la necesidad de precisar aquello a lo cual se refiere, surge ya
no tanto una reducción explicativa por analogı́a o traducción —procedimiento
que atormentó a los primeros cronistas hispanos en las Américas al lidiar con
fenómenos culturales y religiosos, como explica Esperanza López Parada— sino
una explicación ordenada por la necesidad imperativa de formular compara-
ciones comprensibles para su audiencia (141). De allı́ que su análisis apele al
juego binario que ordenarı́a ese universo cultural en torno a Pillán y su eventual
contracara, un ser superior parecido a este, no invocado en rogativas pero cono-
cido entre los mapuche como Cherruve, el “que en los cuentos modernos aparece
con un papel semejante al de los monstruos, dragones i diablos de la imagina-
ción popular europea” (Lenz, Tradiciones 8). El juego eurocéntrico de retroceder
a su formación y audiencia es consistente en la articulación de una narrativa
analı́tica legible al interior de la red cientı́fica donde tenı́a sus interlocutores.
Esta noción de cientificidad, también situada y localizada, acota su revisión tanto
de la bibliografı́a reciente como la de los primeros cronistas hispanos.
Al evaluar esa bibliografı́a, Lenz repasa formaciones, deformaciones y vacı́os
en torno a Lecturas Araucanas de Félix José de Augusta, publicado en Valdivia en
1910, a Psicolojı́a del Pueblo Araucano y Folklore Araucano de Tomás Guevara, publi-
cados en Santiago en 1908 y 1911, respectivamente, y a Temblor de tierra, publi-
cado por Alejandro Cañas Pinochet en 1908 (Tradiciones 10). Este último resulta
particularmente llamativo porque Lenz transcribe, en presentación bilingüe, un
poema de Juan Elı́as Carrera, Necul, donde poeta, traductores y compiladores
confluyen en un diálogo que, por momentos, desde su propia formación discipli-
naria, le hace un guiño al aporte de los saberes poéticos al dar cuenta del imagi-
nario mapuche (13). Los relatos sobre terremotos que analiza forman un corpus
ligado a diversas transcripciones, autorı́as, lugares, voces y traducciones sujetas a
una variedad de sensibilidades culturales. De esta serie de compilaciones no
podı́a estar ausente un relato mapuche paradigmático sobre los terremotos,
recogido en Estudios Araucanos y que, en su propia transcripción, titula “La
leyenda de Trentren” (14). Este relato se instala, en función del objetivo de su
ensayo, en el centro de su análisis y visión.
El núcleo diegético del relato, legible a través de o gracias a las distintas ver-
siones conocidas, remite a la escena primigenia de una catástrofe. La subida de
aguas y montes condensa, en ese relato, toda posible experiencia del desborde
natural en un mismo evento fundacional. Con este repetido, consistente y popu-
larmente conocido relato mapuche sobre el choque de la tierra y las aguas al
explicar los terremotos y maremotos como una secuela o reactivación de ese
conflicto perpetuo, Lenz introduce una sospecha acerca de sus fuentes. Es una
duda que lo persigue como un ruido o un malestar persistente en el saber antro-
pológico (cultural, lingüı́stico, religioso) legible desde las primeras compila-
ciones legadas por los cronistas hispanos coloniales. El texto que abre su

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reflexión surge en incómoda complicidad con una nota a pie de página que
Benjamı́n Vicuña Mackenna consignó en la edición de 1877 de la Historia General
del Reino de Chile: el Flandes Indiano, escrita en 1647 por el sacerdote jesuita Diego
de Rosales. En esa nota, dice Lenz, Vicuña Mackenna afirma que las historias
“que Rosales obtuvo personalmente de los indios hoy dı́a están completamente
estinguidas de su memoria” (Tradiciones 19). Las “curiosas revelaciones” que sub-
rayó Vicuña Mackenna al editar el libro del cronista hispano “coinciden con las
reminiscencias i huellas de la universalidad del Diluvio que encontró Humboldt
en los rı́os de Venezuela y Nueva Granada”, lo que, según el mismo Vicuña Ma-
ckenna permitirı́a “sentarse como un hecho jeológico perfectamente compro-
bado la universalidad de este fenómeno en el territorio del nuevo mundo” (de
Rosales 7). Sin asomar sospecha alguna en relación con el marco ideológico que
insiste en la reiteración de esa historia al interior de la misma comunidad de
compiladores, el conciso juego de citas, referencia e interpretaciones le permite
a Lenz acotar sus propias reflexiones al respecto.
Lenz refuerza la opinión expresada por Vicuña Mackenna al precisar que “los
indios actuales recuerdan en forma más o menos parecida a la narrada por el
cronista la leyenda del Trengtreng i del Caicaivilu” (Tradiciones 19). La observación
hecha por Lenz incomoda por varias razones pero aquı́, y para efectos de este
artı́culo, remito a dos de sus posibles consecuencias. La primera es que la nota
de Vicuña Mackenna sentencia que las historias compiladas por Rosales, en los
albores de la invasión hispana, han desaparecido de la memoria mapuche. No
hay retorno posible y toda imagen de origen o recuperación de esos relatos es,
en este contexto, un delirio. Lenz, por tanto, sospecha que el despojo cultural
llevado a cabo por el colonialismo hispano y reforzado, luego, por los proyectos
nacionales de emancipación criolla fueron tan devastadores para la cultura
mapuche como irreversibles. La segunda consecuencia, aún más compleja, sos-
tiene que los relatos recopilados a partir de entonces (e, incluso, los más recien-
tes) no harı́an sino reproducir dentro y fuera de las comunidades mapuche,
sometidos a una voluntad colonial y pedagógica, la versión de Rosales. Si es
posible imaginar una versión original de los relatos, esta corresponderı́a al de la
escritura de Rosales. Su visión, desde ese texto de inicios del siglo XX, contra-
viene la esperanza expresada por Martin Lienhard de que “[e]xplorando la ‘ora-
lidad’, el investigador parece poder superar, finalmente, los lı́mites que le habı́a
impuesto, durante tanto tiempo, el privilegio de formar parte de los sectores
hegemónicos y ‘grafocéntricos’ ” (372). La investigación de Lenz va en una direc-
ción diferente y las dos consecuencias indicadas previamente son compatibles y,
en rigor, se retroalimentan.
Cabe recordar que, desde el inicio de su ensayo, Lenz ha asumido la descon-
fianza y el nulo valor cientı́fico de la información legada por los cronistas his-
panos cuando, más allá de los datos históricos o lingüı́sticos, remite a la religión y
a la cultura. Todas y cada una de las observaciones de aquellos remotos cronistas
estuvieron marcadas por la visión ideológica que los guiaba. Los vacı́os y defor-
maciones legadas por compilaciones de los siglos XVI y XVII no fueron subsa-
nados por las investigaciones de los últimos años del siglo XIX e inicios del XX.
En consecuencia, Lenz sugiere que los relatos que han nutrido el imaginario

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mapuche, transmitidos oralmente por generaciones, fueron manipulados y trans-
formados en instrumentos pedagógicos por quienes los compilaron en el siglo
XVI, para usarlos, desde entonces, como dispositivos narrativos de colonización,
intervención cultural y proselitismo en esas comunidades. El fenómeno remite de
una manera casi transparente a lo que para Boaventura de Sousa Santos, como
parte de una amplia y prolı́fica comunidad de intelectuales e investigadores, es
un epistemicidio ligado a una voluntad lengüicida (580). A partir de ambos diseños
habrı́a cobrado forma una pedagogı́a basada en el despojo cultural, la redención
ideológica y los forzados aprendizajes de un desastre natural y fundacional que
no se reduce a la historia contada sino que incluye y define los mecanismos de
reproducción que la habrı́an hecho posible. Lenz, pedagogo e investigador,
hombre de ciencias situado entre el siglo XIX y XX, que aspiraba a un conoci-
miento universal, sospecha de aquellos que, bajo otro signo y tiempo, operaron
sobre las realidades culturales y lingüı́sticas de una región que él ahora explora.
Al revisar crı́ticamente la bibliografı́a reciente, Lenz subrayó las dificultades al
momento de acotar los relatos mapuche, como observa en un trabajo de Eulojio
Robles Rodrı́guez sobre los guillatunes, publicado en los Anales de la Universidad
de Chile, donde destaca que más de una vez ha “oı́do la relación de esta fábula
modificada en algunos de sus detalles” (Lenz, Tradiciones 20). Tras citar la versión
compilada por Robles Rodrı́guez, reitera que ha “oı́do más o menos la misma
leyenda a algunos indios de Illicura, a orillas del lago de Lanalhue, provincia de
Arauco”. Intrigado por las semejanzas que habı́a observado entre esos diversos
relatos, Lenz dice que no pudo sino tratar de satisfacer su curiosidad y que,
“cuando les pregunté de dónde la sabı́an, me dijeron con toda ingenuidad que
ası́ se lo habı́a contado un señor cura de Angol (!)”. La exclamación entre
paréntesis subraya su perplejidad ante la respuesta que identifica la fuente y
escena de aprendizaje de un relato tradicional, oralmente preservado y constitu-
tivo del imaginario mapuche. La presunción de que serı́a una constante y natura-
lizada escena pedagógica de preservación, transmisión y reproducción de esos
relatos subraya el aprendizaje oral de un texto difundido por un sacerdote, com-
pilado por escrito por otro sacerdote, casi trescientos años antes.
Lenz toma un atajo con una certeza donde asegura, escuetamente, que “no
me cabe duda de que la conservación de este mito se debe en gran parte al
hecho de que el Padre Rosales lo ha narrado en el primer capı́tulo de su his-
toria” (Tradiciones 20). No aventura juicio alguno sobre la sospecha de que sea la
única fuente del relato, sino que liga a esa escritura el valor de su conservación.
La certeza, zanjada ahora con una sintética expresión, permite, en retrospectiva,
intuir una trayectoria de búsquedas, análisis e investigaciones donde ha lidiado
sistemáticamente con este problema. En tal sentido, cerrando el viaje a la semilla
que habı́a iniciado más de veinte años antes rumbo a Collipulli, esgrimiendo los
recientes avances de la lingüı́stica y la confianza en las respuestas cientı́ficas
acerca de los orı́genes que prometı́an ciencias incipientes, Lenz cancela su
propia travesı́a con otra afirmación taxativa: “[s]erá difı́cil averiguar cual fue la
forma primitiva exacta del mito mapuche”. No cierra la posibilidad de explorar
tal opción sino que subraya su extraordinaria dificultad. Si Lenz, según Alba
Valencia, “concebı́a las lenguas como fenómenos sociales, vivos y cambiantes,
manifestaciones de la vida mental del género humano, y por lo tanto, sujetas a

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leyes de vigencia universal formulables por una gramática general”, las dificul-
tades vividas, sus experiencias de campo y la sociedad donde ese saber se trans-
mitı́a, no le permiten imaginar un archivo confiable para llevar a cabo tales
indagaciones (140). No se trata, valga reiterarlo, de una sorpresa o de un ha-
llazgo de última hora. Mucho antes, habı́a dicho que “[l]o que se sabe de las
creencias relijiosas de los araucanos es mui poco i no todo seguro”, por la sen-
cilla razón, aseguraba tempranamente Lenz, que “[n]o existen documentos
escritos en el idioma que puedan considerarse como lejı́timo araucano” (Estudios
vii). La duda, explı́cita, apuntaba entonces a la carencia de documentación
directa y escrita del mapudungun a partir del siglo XVI. Ahora, la reitera ante
las expectativas abiertas por las fuentes orales que habı́a consignado y a partir de
las cuales era posible explorar no solo la lengua sino, sobre todo, la trayectoria
cultural a la que estaba ligada.
El cuestionamiento de Lenz apunta tanto a relatos compilados como a mues-
tras lingüı́sticas que, al inicio del ensayo de 1912, le resultaban aceptables bajo
sus propios criterios de cientificidad. En tal sentido, cabe recordar que en 1897,
a propósito de las compilaciones del siglo XVII, afirmaba que “no sabemos abso-
lutamente de qué manera los misioneros han obtenido estas composiciones
araucanas [y] lo más probable es, desgraciadamente, que ellos mismos las hayan
compuesto, en el mejor de los casos con la ayuda de un indı́jena” (Estudios vii).
La colaboración, propia incluso de sus trabajos culturales y lingüı́sticos, aso-
maba, paradójicamente, como otra forma en que era posible extraviar o extra-
viarse de las fuentes originales de esos relatos y muestras. La sospecha frente al
eventual valor de las muestras recogidas por cronistas e historiadores hispanos
es reforzada por una curiosidad cientı́fica que se nutre del escepticismo y, acaso,
de lo que habı́a sido su larga experiencia con trabajo de campo. Constantino
Contreras afirma que “Lenz desconfiaba de las gramáticas araucanas escritas por
misioneros europeos, pues esas obras estaban destinadas a la evangelización, más
que al conocimiento cientı́fico” (42). A pesar de acotar sus dudas, no pudo sino
trabajar con las tres gramáticas impresas con las que se contaba en 1891, “[l]a
del P. Luis de Valdivia de 1606, la de Bernardo Havestadt, publicada en latı́n solo
en 1777, pero que ya ha servido veinte años antes al tercer gramático Andrés
Febrés, cuya gramática salió a luz en Lima en 1765”, a las que agrega “la nueva
edición del Febrés hecha por Astraldi en 1846 en Santiago” (Lenz, Estudios xvi).
Las dudas frente a la documentación escrita lo llevaron inicialmente a trazar
un proyecto de investigación apoyado en su propia inmersión lingüı́stica para
explorar, compilar y sistematizar sus propios datos. Es la razón por la cual vol-
vemos a subrayar lo que postulaba en 1897: “para obtener una base segura he
creı́do indispensable prescindir por un momento de todo lo que nos enseñan
las obras de los misioneros i recoger materiales orijinales” (viii). En 1912, Lenz
viene de regreso de sus reflexiones o expectativas iniciales. A sus sospechas ante
las gramáticas y compilaciones escritas, se unen ahora las dudas ante la confiabi-
lidad de recopilaciones orales. Esa revisión de sus intuiciones originales se apoya,
por cierto, en su propia investigación e inmersión lingüı́stica a partir de 1891.
En su escrito de 1897, el deseo de remontarse a los orı́genes de lo que pudo
ser un malentendido o una franca conspiración de saberes lo impulsaba a buscar
informantes adecuados. Sin embargo, esa visión inicial le pareció dudosa: no

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confiaba en la escritura de los propios indı́genas y optó por “recurrir a la
transcripción fonética de dictados hechos por indios intelijentes” (viii). A pesar
de esas jerarquizaciones y su sospecha frente a fuentes contemporáneas directas,
creı́a poder enfrentar los desafı́os por medio de una investigación de campo,
inmersa en la lengua, y con las herramientas más recientes de las ciencias
humanas y sociales, particularmente de la fonética, a la que estaba ligado desde
su disertación doctoral sobre la fisiologı́a e historia de las palatales (Rabanales
163–64). En este sentido, como subraya Jorge Pávez Ojeda, “[c]omo agente cien-
tı́fico pionero, Lenz tenı́a que dar cuenta del valor de los trabajos anteriores a la
luz de las nuevas perspectivas y métodos” (125). Es precisamente gracias a ese
desafı́o y desconfianza inicial de sus informantes que le fue posible, paradójica-
mente, desarrollar una vinculación estrecha con las comunidades mapuche y
abrazar el compromiso de promover su cultura y lengua. Ese entusiasmo inicial
lo llevó a creer, al llegar a Santiago, que podı́a completar esa investigación y
complementarla con “indagaciones cientı́ficas con los restos de los indios en el
sur de la República Arjentina” (Estudios xi). A pesar del trabajo hecho, Lenz
reconoce en 1912 las limitaciones para elaborar una gramática que abordase
tanto el mapudungun como el imaginario mapuche, en general. Aun ası́, los
obstáculos no detuvieron su labor investigadora sobre el mapudungun, el
español de Chile y la relación lingüı́stica, histórica y cultural entre ambos.
Lenz, a partir de la evidencia lingüı́stica e histórica que logró compilar, no
pudo sino atisbar una compleja operación de despojo, reformulación y difusión
pedagógica de la experiencia colonial mapuche. Esa labor de conquista estuvo
orgánicamente a cargo de sacerdotes y misioneros. Su abierto cuestionamiento
de la legitimidad de las fuentes sobre las que trabaja tiene enormes consecuen-
cias polı́ticas, culturales y lingüı́sticas. Me interesa aquı́ ligar las que ya he
expuesto a la compleja mutación que experimenta su propia reflexión sobre
estos fenómenos. La veta crı́tica que abre su trabajo y cobra forma en su escritura
disciplinaria no logra dar cuenta ni conceptualizar el impacto del colonialismo
hispano y chileno que él mismo habı́a observado y cuyas consecuencias le resul-
tan legibles en su trabajo. Por el contrario, da paso, no tanto en el ensayo de
1912 sino en la investigación delineada en 1891 y publicada en torno a 1897, a
la reafirmación de su alianza con el Estado que lo habı́a contratado para cumplir
una función pedagógica. Difı́cil imaginarlo de otra manera. Lenz, al igual que la
comunidad cientı́fica de la que formaba parte, tenı́a claro que operaba sobre
lenguas e imaginarios no solo sometidos o subordinados al español sino además
sujetos a una brutal, directa y sistemática intervención colonial. Sin embargo,
parece disociar los desafı́os enfrentados por su labor investigadora y lo hace
subrayando, en 1897, el valor fundacional del choque entre “esa raza valiente
de indı́genas que defendı́a cada pulgada de su suelo natal i aquel puñado de
conquistadores no menos valientes y más atrevidos aun que sus adversarios”
(Estudios xiii). La ecuación y presunta simetrı́a del colapso fundador remite
directamente a una variante del discurso nacional del Estado chileno.
En ese mismo escrito de 1897, Lenz deja clara la perspectiva desde donde
articula su discurso cultural y lingüı́stico al subrayar, sin dilación ni dudas, “cómo
poco a poco se formó la nación chilena por la inmigración continua de nuevas

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fuerzas militares”. En consecuencia, no puede sino asumir el carácter funda-
cional y continuo de la Guerra de Arauco en las escenas iniciales de la conquista
(la misma que habı́a integrado las primeras compilaciones y crónicas). Frente a
la presencia y matriz hispana de la comunidad chilena, Lenz sostiene que “aquı́
más que en ninguna otra parte de América fueron requeridas por la resistencia
tenaz de los indios”. Luego, en un gesto al Estado que habı́a contratado sus
servicios y a la obsesión castiza de las elites nacionales, sostiene que “los arau-
canos fueron la causa directa de la concentración especialmente fuerte de espa-
ñoles que tuvo lugar en Chile i que es una de las causas para la fuerza superior
de la nación chilena”. Al mismo tiempo, subraya que “los araucanos mismos
también han contribuido mucho a esa fuerza nacional de Chile” (xiii–xiv). Por
lo tanto, este constructo histórico, social y cultural sostiene la visión a partir de
la cual va a ir desplegando sus investigaciones lingüı́sticas.
Como intelectual trasplantado, Lenz situó su discurso cientı́fico ante un
mundo que se le abre, que le desata curiosidades y al que quiere entender tanto
con las herramientas que posee como con las que forja con sus investigaciones
sobre una realidad lingüı́stica. Dicha obsesión académica está profundamente
integrada a lo que ve ligado a un despliegue misional a partir del desempeño
pedagógico. Todos estos aspectos convergen cuando, en 1891, consideró que
“quechuas, aimaras i otros han aceptado con resignación el dominio estranjero,
aunque oponen hasta hoy una resistencia sorda i pasiva, pero obstinaz, a la civili-
zación”, frente a quienes, afirma, “los indios chilenos opusieron siempre una
resistencia activa” (xiv). Su conceptualización de los efectos de la experiencia
colonial no le impide abrazar la empresa colonial de producción y legitimación
de saberes de la que es parte, al subrayar en ellos, en los indios chilenos, “una
inteligencia mas viva que la de muchos otros indı́jenas”, lo que le parece evoluti-
vamente ligado a una extraordinaria “facultad de adaptar su vida i costumbres a
nuevas necesidades”. Es la visión que le permitı́a a Lenz expresar la convicción
de que “los araucanos son mas capaces de civilizarse que la mayor parte de los
indios americanos”. La desaparición de relatos e historias que nutrieron el imagi-
nario mapuche durante la colonia habrı́a sido funcional a una perspectiva cul-
tural que integra ambos, relatos e historias, como residuos del pasado que,
paradójicamente, harı́an esta perspectiva posible. Según Lenz, esta solidaridad
con el proyecto nacional y la empresa cientı́fica era parte de un fenómeno
mayor, tan rechazado como celebrado por el intelectual y cientı́fico misionero
de esa civilización global.
Al referirse a la población mapuche, Lenz afirma, sin matices, que “la parte
mejor i mas intelijente de ellos en siglos pasados han aceptado la lengua i los
pantalones del español i con estos solos dos hechos se han convertido en huasos
chilenos”, agregando luego que, ese largo proceso de mutación no ha concluido
y que, en rigor, “lo mismo sucede hoi todos los dı́as en los pueblos de la frontera,
i eso facilita mucho la mezcla de sangre que ahora existe hasta en las clases mas
bajas” (Estudios xiv). El tópico de la progresiva extinción de las comunidades
mapuches parece afiliarlo, a ratos, a una visión precisada a lo largo del siglo XIX
de la que figuras como Andrés Bello y parcialmente José Victorino Lastarria
habı́an sido artı́fices destacados (Kaempfer 691). Si rechaza la opinión “de
que no valgan para nada los indios actuales”, es porque su visión pedagógica

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redentora lo lleva a considerar “que hai muchos entre ellos que pudieran llegar
a ser miembros útiles del pueblo chileno, si se los tratara de una manera conve-
niente, si se supiera asimilarlos” (Lenz, Estudios xiv). Esa asimilación, contraria a
la presunción de una dinámica cultural e histórica que apunta a la diversifica-
ción lingüı́stica, surge como el objeto deseado de la misión educativa a la que se
ha unido. Si aún quedaran dudas acerca de la lealtad de su visión con el Estado
chileno y la perspectiva a partir de la cual aborda la cultura mapuche, valga
considerar que Lenz asegura que “el estudio del araucano tiene una importancia
práctica para la República i vale la pena fomentarlo por todos los medios. Tam-
bién la Iglesia, esa antigua profesora de tantos indı́jenas, se descuida hoy
[porque] no he oı́do de ningún indı́jena que haya padres que sepan predicarles
en araucano” (xv). Son las contradicciones constitutivas de la misión que
desempeña y el rol que se ve cumpliendo en su paı́s de adopción. Si bien Lenz
abre interrogantes acerca de las fuentes sobre las que descansa una tradición,
por el manejo hecho de sus relatos a lo largo de trescientos años, no puede
sino retornar a las referencias institucionales y polı́ticas que, a fin de cuentas,
posibilitan (y se apoyan en) sus propios saberes. La preservación de la lengua
admite o requiere, parece sugerir Lenz, su inevitable manipulación a partir del
universo cultural colonial que hace posible esa conservación. Es la compleja y
peligrosa intuición que homologa colonialismo y conservación. En la factura de
ese relato opera una lógica que permite inferir la configuración histórica de esos
imaginarios a partir de la experiencia colonial que funda su contemporaneidad
y relega al pasado su historia, anhelando conservar sus residuos culturales. No
parece haber escape a la lógica sobre la que se yerguen sus dudas, sus defensas y
su sostenida, sacrificada y valiosı́sima producción cientı́fica y cultural.

b i b l i o g r a f ı́ a
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