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ASÍ EMPEZÓ WARREN BUFFETT

Un tesoro que fabricaba mapas


En 1960 Warren Buffett era un perfecto desconocido. Con 29 años, el hoy Oráculo de Omaha
no era más que el único hijo varón del libertario senador de Nebraska Howard Buffett, y el
alumno y empleado estrella del padre del value investing, Benjamin Graham. No eran malas
referencias, pero eran poco relevantes en un mundo, el financiero, que giraba en torno a
Nueva York.

Nadie en su sano juicio podía dedicarse profesionalmente a la inversión sin vivir en la ciudad
de los rascacielos, conocer el mundillo de Wall Street; los amateurs, sí, podían operar desde
su casa telefoneando a su broker y depositando los títulos accionariales en el banco local.
Pero ¿un gestor profesional de fondos? Para nada.

Y, ciertamente, no puede decirse que Buffett comenzara muy a lo grande. En 1957, poco
después de que se disolviera Graham-Newman, la compañía de inversión de su mentor,
había resuelto regresar a su localidad natal y crear su propio fondo de inversión. No quería
complicarse la vida ni, sobre todo, que se la complicaran, de modo que en un principio sólo
la abrió para sus familiares y amigos cercanos, esto es, para gente que confiara en él y que
no le exigiera resultados inmediatos ni imposibles.

Buffett quería tranquilidad y estabilidad en sus inversiones. Había aprendido de su maestro


Graham que la paciencia es una virtud que debe cultivar todo buen inversor, muy al
contrario de lo que sucede en los concurridísimos parqués bursátiles, donde parece ser una
exigencia profesional el comprar y vender acciones de manera compulsiva. Tanto sosiego
deseaba Buffett, que impuso a sus socios la muy inflexible condición de que sólo serían
informados sobre la marcha de sus fondos una vez al año, las mismas veces que tendrían la
opción de retirar su dinero.

Eran unas llamativas restricciones que, no obstante, se veían sobradamente compensadas


por los resultados obtenidos: en sólo tres años, de 1957 a 1959, Buffett había obtenido para
sus socios una rentabilidad del 95,9% sobre el capital invertido (un 25% anual), casi el doble
que el 52,2% del Dow Jones (15% anual). Fueron estos notables resultados los que hicieron
que sus fondos fuera atrayendo, poco a poco, a más inversores: así, si bien comenzó con
apenas 100.000 dólares, en 1960 sus siete fondos ya manejaban alrededor de tres millones.

No se crean, sin embargo, que se trataba de un dineral. Para que nos hagamos una idea:
serían 21 millones de dólares actuales, muy poco para un gestor. Sea como fuere, conforme
sus fondos crecían, sus socios iban cultivando un temor: ¿y si esas extraordinarias
rentabilidades pasadas dejaban de ser factibles cuando la cuantía de dinero manejado se
incrementara?

No era, sin duda, un miedo desdeñable ni infundado. A medida que la cantidad de activos
que maneja un fondo crece, sus rendimientos, por fuerza, van acercándose más a la media
del mercado. En esa época, por ejemplo, de los 38 mayores fondos de inversión del país,
apenas seis lograron batir al Dow Jones entre 1957 y 1960, y lo hicieron apenas por unas
centésimas.

No obstante, para Buffett ese punto crítico en el que ya no pudiera invertir provechosamente
el dinero de sus socios todavía se hallaba muy lejos. Hoy suele comentar que en aquel
entonces tenía más ideas que dinero, mientras que en la actualidad tiene más dinero que
ideas (su compañía, Berkshire Hathaway, maneja hoy casi 400.000 millones de dólares, el
30% del PIB de España). Esas abundantes ideas que tenía en 1960 se dividían en tres
grandes categorías: acciones comunes, arreglos y situaciones de control. Las acciones
comunes eran simplemente valores que Buffett, aplicando el método del value investing,
consideraba subvaloradas; los arreglos eran oportunidades de ganancia ligadas a ciertas
operaciones que se iban a fraguar en el mercado (por ejemplo, fusiones y adquisiciones), y
las situaciones de control eran aquellos casos en los que Buffett acaparaba suficientes
acciones de una compañía como para pasar a dirigirla y sacarle todo el jugo.

Conforme el capital de sus fondos aumentaba, le iba resultando progresivamente más


complicado encontrar acciones comunes subvaloradas, pero también le era más fácil
aprovecharse de situaciones de control. Elemental: las acciones a precios de ganga no son
infinitas y se agotan cuando posees mucho dinero; en cambio, las posibilidades de controlar
compañías se van volviendo más abundantes cuanto más dinero manejes (al menos, hasta
cierto umbral milmillonario del que estaba muy lejos Buffett).

El de Omaha siempre tuvo muy claro que si quería mantener rentabilidades extraordinarias
necesitaba no sólo encontrar chollos, también crearlos. Así, uno de los primeros que creó, y
en el que llegó a concentrar el 35% de todo su capital en 1959, fue una de esas compañías
que destilan glamour, progreso, emoción y perspectivas de crecimiento por todos los lados:
Sanborn Map Co., dedicada a los mapas...

Sanborn reunía algunas de las características que le gustan a Buffett: un negocio sencillo de
entender –publicaba mapas de las principales ciudades del país, en los que se se mostraban
los nuevos edificios, las protecciones contra incendios, la distribución de las tuberías o la
composición de los tejados; eran de enorme utilidad para las compañías de seguros a la hora
de calcular los riesgos y las primas de las pólizas– y con una ventaja competitiva bastante
inatacable: los mapas eran tan detallados que resultaba muy complicado recrearlos desde
cero. Para que nos hagamos una idea: el mapa de una ciudad tan pequeña como Omaha
pesaba más de 20 kilos, era actualizado con parches cada año y renovado por entero cada
25... Al menos, así había sido durante los 70 años precedentes...

El problema era que desde comienzos de los 50 sus beneficios venían declinando de manera
bastante intensa. Sus clientes, las compañías de seguros, se habían organizado
monopsónicamente para colocar a sus agentes en el consejo de administración de Sanborn
(tenían 9 de los 14 miembros del mismo), y además habían ideado ciertos métodos para no
depender tanto de sus mapas. Debido a ello, sus beneficios habían caído desde los 500.000
dólares anuales en los años 30 hasta los apenas 100.000 de 1958 y 1959; sus dividendos,
de 5 dólares a 60 céntimos por acción, y el precio de sus acciones desde 110 dólares a 45.
Fue a ese precio que Warren comenzó a comprar masivamente. Extraño. ¿A qué venía tanto
interés? ¿Por qué adquiría una empresa renqueante y moribunda?

Pues por un motivo muy sencillo: a Buffett le gustaba mirar los balances de las empresas
que adquiría. Durante su época dorada –los años 30 y 40–, Sanborn había invertido
alrededor de 2,6 millones de dólares en acumular acciones de otras compañías; compañías
que en 1958 poseían un valor de mercado de 7 millones de dólares. Echemos cuentas: dado
que el capital social de Sanborn era de sólo 105.000 acciones, por cada acción de ésta que
Buffett compraba a 45 dólares estaba, en realidad, adquiriendo acciones de otras empresas
por valor de 65 dólares (es decir, estaba comprando dólares a 70 céntimos). Además, claro,
cada acción de Sanborn también le daba derecho a una porción de los activos de la empresa
–valorados en 15 dólares por acción– y de los menguantes pero todavía contantes y
sonantes beneficios que generaba (anualmente, alrededor de un dólar por acción). No estaba
mal. Así, no es de extrañar que Buffett concentrara el 35% de todo su capital en la firma;
como le gusta decir a su inseparable compañero de inversión Charlie Munger: "Haz apuestas
enormes cuando las probabilidades de ganar están todas de tu lado".

Buffett consiguió hacerse con 24.000 acciones de la compañía, y encontró aliados hasta
alcanzar una representación del 44% del capital social de la empresa. Su objetivo era, por
un lado, segregar la cartera de valores de Sanborn y repartirla entre los accionistas y, por
otro, reflotar la empresa dándole a su material un enfoque más moderno y manejable para
los consumidores.

Sin embargo, el de Ohama se encontró con la oposición de un acomodado y poco


comprometido consejo de administración (la mayoría de los directivos apenas poseía una
participación de diez acciones). Vivían demasiado bien como para complicarse generando
valor para el accionista. Sin embargo, Buffett logró salirse con la suya tras tres largas
reuniones, en las que incluso reprochó a los miembros del consejo que rechazaran sus
propuestas mientras se fumaban complacidos unos cigarrillos que habían comprado con el
sueldo que les pagaba la empresa (y, por tanto, en un tercera parte, él mismo).

De este modo, con apenas una inversión inicial de un millón de dólares, Buffett fue
finalmente capaz de disponer de una cartera de valores de siete millones. ¿Y qué hizo con
ella? Una parte, 1,25 millones, no la tocó y la dejó entre los activos de la compañía. La otra,
alrededor de 5,75 millones, la utilizó para recomprar el 72% de las acciones de Sanborn,
incluyendo las suyas propias, mediante el trueque de unos títulos por otros; estratagema
merced a la cual se ahorró pagar dos millones de dólares en concepto de impuesto de
plusvalías.

Resultado de la operación: los restantes inversores de Sanborn se quedaban con una


compañía de 30.000 acciones cuyos beneficios por acción pasaban de 95 céntimos a 3
dólares y cuyos dividendos por acción crecieron de 60 céntimos a 2,15 dólares; una
compañía que todavía existe. Buffett, por su parte, había recomprado por 75 dólares las
acciones de Sanborn que había adquirido a 45: es decir, invirtiendo apenas un millón de
dólares conseguía alrededor de 1,7 millones. En lugar de un mapa del tesoro, Buffett prefirió
comprar un tesoro que fabricaba mapas.

¿Lecciones que aprender? Sepa qué empresa adquiere (sea consciente no sólo de sus
beneficios esperados, también de sus activos actuales); no se asuste por que los precios de
las acciones estén bajos: aprovéchelos para comprar tantas como pueda; cuando acumule
cierto capital, no se contente con la inversión pasiva, busque oportunidades en las que tenga
que intervenir activamente en la gestión de la empresa; escudriñe al equipo directivo: si son
personas cerriles que se desentienden del accionista, sólo invierta si cree que será capaz de
dominarlas o si piensa que en algún momento aparecerá alguien que lo haga; y preocúpese
de minimizar los impuestos que paga.

Aplicando todas estas lecciones a esta operación, no es de extrañar que, en 1960, Buffett
lograra una rentabilidad del 22,8%, mientras que el Dow Jones cayó un 6,3%; 30 puntos
más que el índice de referencia en un año y 98 más en el acumulado de los cuatro
anteriores: sin duda, uno de los primeros grandes pasos que le llevaron a convertirse en el
hombre más rico del planeta.

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