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Adaptación de la fábula de Esopo

Érase una vez un granjero que vivía tranquilo porque tenía la suerte de
que sus animales le proporcionaban todo lo que necesitaba para salir
adelante y ser feliz.

Mimaba con cariño a sus gallinas y éstas le correspondían con huevos


todos los días. Sus queridas ovejas le daban lana, y de sus dos hermosas
vacas, a las que cuidaba con mucho esmero, obtenía la mejor leche de
la comarca.

Era un hombre solitario y su mejor compañía era un perro fiel que no


sólo vigilaba la casa, sino que también era un experto cazador. El
animal era bueno con su dueño, pero tenía un pequeño defecto: era
demasiado altivo y orgulloso. Siempre presumía de que era un gran
olfateador y que nadie atrapaba las presas como él. Convencido de ello,
a menudo le decía al resto de los animales de la granja:

– Los perros de nuestros vecinos son incapaces de cazar nada, son unos
inútiles. En cambio yo, cada semana, obsequio a mi amo con alguna
paloma o algún ratón al que pillo despistado ¡Nadie es mejor que yo en
el arte de la caza!

Era evidente que el perro se tenía en muy alta estima y se encargaba de


proclamarlo a los cuatro vientos.

Un día, como de costumbre, salió a dar una vuelta. Se alejó del


cercado y se entretuvo olisqueando algunas toperas que encontró por
el camino, con la esperanza de conseguir un nuevo trofeo que llevar a
casa. El día no prometía mucho. Hacía calor y los animales dormían en
sus madrigueras sin dar señales de vida.

– ¡Qué mañana más aburrida! Creo que me iré a casa a descansar sobre
la alfombra porque hoy no se ven ni mariposas.

De repente, una paloma pasó rozando su cabeza. El perro, que tenía una
vista envidiable y era ágil como ninguno, dio un salto y, sin darle
tiempo a que reaccionara, la atrapó en el aire. Agarrándola bien fuerte
entre los colmillos y sintiéndose un auténtico campeón, tomó el camino
de regreso a la granja vadeando el río.

El verano estaba muy próximo y ya había comenzado el deshielo de las


montañas. Al perro le llamó la atención que el caudal era mayor que
otras veces y que el agua bajaba con más fuerza que nunca.
Sorprendido, suspiró y se dijo a sí mismo:

– ¡Me encanta el sonido del agua! ¡Y cuánta espuma se forma al chocar


contra las rocas! Me acercaré a la orilla a curiosear un poco.

Siempre le había tenido miedo al agua, así que era la primera vez que
se aproximaba tanto al borde del río. Cuando se asomó, vio su propio
reflejo aumentado y creyó que en realidad se trataba de otro perro que
llevaba una presa mayor que la suya.

¿Cómo era posible? ¡Si él era el mejor cazador de que había en toda la
zona! Se sintió tan herido en su orgullo que, sin darse cuenta, soltó la
paloma que llevaba en las fauces y se lanzó al agua para arrebatar el
botín a su supuesto competidor.
– ¡Dame esa pieza! ¡Dámela, bribón!

Como era de esperar, lo único que consiguió fue darse un baño de agua
helada, pues no había perro ni presa, sino tan sólo su imagen
reflejada. Cuando cayó en la cuenta, se sintió muy ridículo. A duras
penas consiguió salir del río tiritando de frío y encima, vio con
estupor cómo la paloma que había soltado, sacudía sus plumas,
remontaba el vuelo y se perdía entre las copas de los árboles.

Empapado, con las orejas gachas y cara de pocos amigos, regresó a su


hogar sin nada y con la vanidad por los suelos.

Moraleja: Si has conseguido algo gracias a tu esfuerzo, siéntete


satisfecho y no intentes tener lo que tienen los demás. Sé feliz con lo
que es tuyo, porque si eres codicioso, lo puedes perder para siempre.

El águila y el escarabajo

Había una vez una liebre que corría libre y feliz por el campo. Cuando
menos se lo esperaba, un águila comenzó a perseguirla sin piedad. El
pobre animal echó a correr pero sobre su cabeza sentía la amenazante
sombra del enorme pájaro, que planeaba cada vez más cerca de ella.

En su angustiosa huida se cruzó con un escarabajo.

– ¡Por favor, por favor, ayúdame! – le gritó ya casi sin aliento – ¡El
águila quiere atraparme!
El negro escarabajo era pequeño pero muy valiente. Esperó a que el
águila estuviera cerca del suelo y se enfrentó al ave sin miramientos.

– ¡No le hagas daño a la liebre! ¡Ella no te ha hecho nada! ¡Perdónale


la vida!

Pero el águila no se apiadó; apartó al escarabajo de un sopetón y devoró


la liebre ante los ojos atónitos del pequeño insecto.

– ¿Has visto el caso que te he hecho, bichejo insignificante? – dijo el


águila mirándole con desprecio – A mí nadie me dice lo que tengo que
hacer y menos alguien tan poca cosa como tú.

El escarabajo, abatido por no haber podido salvar la vida de la liebre,


decidió vengarse. A partir de ese día, siguió al águila a todas partes y
observó muy atento todo lo que hacía.

Llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de hacer pagar al águila por
su crueldad. Esperó a que se ausentara, fue al nido que tenía en lo alto
de un alcornoque e hizo rodar sus huevos para que se rompieran contra
el suelo. Y así una y otra vez: en cuanto el águila ponía sus huevos, el
escarabajo repetía la misma operación sin que el ave pudiera hacer nada
por evitarlo.

Al águila, que se sentía impotente, se le ocurrió recurrir al dios Zeus


para suplicarle ayuda ¡Ya no sabía qué hacer para poner sus huevos a
salvo del escarabajo!

– Vengo buscando protección, mi querido dios – le dijo a Zeus.


– Yo te ayudaré. Dame los huevos y colócalos sobre mi regazo. Con
mis fuertes brazos yo los sujetaré y nada tendrás que temer. En unos
días, de estos huevos saldrán tus preciosos polluelos y podrás regresar
a buscarlos.

El águila hizo lo que el dios le propuso. Colocó uno a uno los cinco
huevos sobre los brazos de Zeus y respiró con tranquilidad, confiando
en que esta vez, todo saldría bien. Pero el escarabajo, que también la
había seguido hasta ese lugar, rápido encontró la forma de hacerlos
caer de nuevo.

Fue a un campo cercano y fabricó una bolita de estiércol. La agarró


entre sus patitas y echó a volar. Aunque le costó mucho esfuerzo,
consiguió ascender muy alto y cuando estuvo muy cerca de Zeus, le
lanzó la bola a la cara. Al dios le dio tanto asco que sin darse cuenta
giró la cabeza y levantó los brazos, soltando los huevos que sujetaba.

El águila comenzó a llorar y miró avergonzada al escarabajo, por fin


dispuesta a pedirle perdón.

– Está bien… Reconozco que me porté fatal… – musitó – Debí


perdonar la vida a la liebre y me arrepiento de haberte tratado a ti con
desprecio.

El escarabajo se percató de que el águila estaba realmente arrepentida


y desde ese momento respetó los huevos para que nacieran sus crías. A
pesar de todo, por toda la comarca se corrió la voz de lo que había
sucedido y por si acaso, las águilas ya no ponen huevos en la época en
que salen a volar por el campo los escarabajos.
Moraleja: jamás hay que despreciar a alguien porque parezca
pequeño o débil. La inteligencia no tiene nada que ver con el tamaño o
la fuerza.

El anciano y el niño

Un anciano y un niño iban juntos viajando con su burrito por los


polvorientos caminos de la India. Sucedió que, tras varias horas
andando sin parar, llegaron a un pequeño pueblo. Al pasar por la
plazoleta del mercado, dos jóvenes que estaban sentados al fresco,
comenzaron a reírse y a gritar para que todo el mundo les escuchara.

– ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo es posible que ese viejo y ese chaval sean tan
idiotas? Vienen de muy lejos caminando y tirando del burro en vez de
subirse en él.
– ¡Niño! ¿No te da pena el abuelo? ¡Deja que se monte en el burro, que
ya es muy mayor y no está para muchos esfuerzos!

El niño miró al anciano y, haciendo un gesto con la manita, le invitó a


subirse al borrico. Siguieron avanzando y poco después atravesaron una
aldea donde todo el mundo andaba muy atareado con sus labores.
Parecía que nadie se había dado cuenta de su presencia, pero no… Una
mujer que llevaba un bebé en el regazo, comenzó a increparles a viva
voz.

– ¡Pero qué ven mis ojos! ¿No le da vergüenza ir sentado en el burro


cómodamente, mientras el pobre niño tiene que ir andando?

El anciano se sonrojó e inmediatamente se bajó del asno. Sujetó a su


nieto por la cintura y, ante las miradas de una docena de personas que
se habían congregado a su alrededor, le ayudó a subirse al burro.

Continuaron su trayecto despacito, pues el anciano tenía cierta cojera y


le crujían algunos huesos. Pasaron por un puente de piedra que salvaba
un río de aguas agitadas. Un grupo de personas venía en dirección
contraria, cargando pesados sacos de cereal. Al pasar por su lado, unos
y otros empezaron a cuchichear. Un hombre de mediana edad no pudo
evitarlo y se giró para reprenderles.

– ¡Jamás había visto nada semejante! El niño tan ricamente subido en


el burro y el anciano tirando de la cuerda ¡Qué desagradecida es la gente
joven con sus mayores! ¡Deberías tener un poco más de respeto, chaval!
El anciano y el niño bajaron la cabeza colorados como tomates.
Decidieron que la mejor solución, era montarse los dos en el burro y así
se acabarían los comentarios maliciosos de la gente. No pasó demasiado
tiempo cuando, al atravesar un campo de patatas donde los campesinos
se afanaban por recoger la cosecha, oyeron la voz ronca de un tipo que
les miraba indignado.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Eh, fijaos en esos dos! ¡Con lo que pesan,
van a matar al burro! ¿No os parece injusto tratar así a un animal?

¡Los pobres ya no sabían qué hacer! Hartos de tanta burla, pararon unos
minutos a deliberar y finalmente, optaron por cargar al burro a sus
espaldas. Imaginaos la escena: un viejecito y un niño, sujetando como
podían a un pollino que les triplicaba en tamaño y pesaba más de cien
kilos. Con mucho esfuerzo y envueltos en sudor, consiguieron llegar a
la siguiente población que encontraron a su paso. Sólo pensaban en
comer y beber algo, tan agotados que estaban.

Pero una vez más, al pasar por delante de la taberna, oyeron risotadas y
una voz que resonaba por encima de las demás.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Desde luego, hay que ser tontos! ¡Esos dos tienen un burro
y en vez de subirse en él, son ellos quienes van cargados como si fueran
animales de carga! ¡Desde luego ese asno ha nacido con suerte!

Se formó tal alboroto en torno a ellos, que el pobre burro se asustó y


echó a correr hasta que desapareció para siempre. El abuelo y el niño
se sentaron en el suelo desconsolados. Comprendieron que había sido
un gran error intentar quedar bien con todos: fueron
juzgados injustamente y encima, su fiel burrito de había escapado.

Moraleja: Esta preciosa fábula nos enseña que en la vida, es imposible


agradar a todo el mundo. Hagas lo que hagas, siempre estarás
expuesto a ser criticado por unos y otros. Piensa y reflexiona siempre
sobre las cosas y, después, haz lo que te dicten el corazón y el
pensamiento. Siempre, siempre, siempre, sé tú mismo.
El león y el ratón

Érase una vez un león que vivía en la sabana. Allí transcurrían sus días,
tranquilos y aburridos. El Sol calentaba tan intensamente, que casi todas
las tardes, después de comer, al león le entraba un sopor tremendo y se
echaba una siesta de al menos dos horas.

Un día como otro cualquiera estaba el majestuoso animal tumbado


plácidamente junto a un arbusto. Un ratoncillo de campo que pasaba
por allí, se le subió encima y empezó a dar saltitos sobre su cabeza y a
juguetear con su gran cola. El león, que sintió el cosquilleo de las patitas
del roedor, se despertó. Pilló al ratón desprevenido y de un zarpazo, le
aprisionó sin que el animalillo pudiera ni moverse.

– ¿Cómo te atreves a molestarme? – rugió el león enfadado – Soy el rey


de los animales y a mí nadie me fastidia mientras descanso.

– ¡Lo siento, señor! – dijo el ratón con un vocecilla casi inaudible – No


era mi intención importunarle. Sólo estaba divirtiéndome un rato.

– ¿Y te parece que esas son formas de divertirse? – contestó el león


cada vez más indignado – ¡Voy a darte tu merecido!
– ¡No, por favor! – suplicó el ratoncillo mientras intentaba zafarse de la
pesada pata del león – Déjeme ir. Le prometo que no volverá a suceder.
Permita que me vaya a mi casa y quizá algún día pueda agradecérselo.

– ¿Tu? ¿Un insignificante ratón? No veo qué puedes hacer por mí.

– ¡Por favor, perdóneme! – dijo el ratón, que lloraba desesperado.

Al ver sus lágrimas, el león se conmovió y liberó al roedor de su castigo,


no sin antes advertirle que no volviera por allí.

Pocos días después, paseaba el león por sus dominios cuando cayó
preso de una trampa que habían escondido entre la maleza unos
cazadores. El pobre se quedó enredado en una maraña de cuerdas de la
que no podía escapar. Atemorizado, empezó a pedir ayuda. Sus rugidos
se oyeron a kilómetros a la redonda y llegaron a oídos del ratoncillo,
que reconoció la voz del león. Sin dudarlo salió corriendo en su auxilio.
Cuando llegó se encontró al león exhausto de tanto gritar.

– ¡Vengo a ayudarle, amigo! – le susurró.

– Ya te dije que alguien como tú, pequeño y débil, jamás podrá hacer
algo por mí – respondió el león aprisionado y ya casi sin fuerzas.

– ¡No esté tan seguro! No se mueva que yo me encargo de todo.

El ratón afiló sus dientecillos con un palo y muy decidido, comenzó a


roer la cuerda que le tenía inmovilizado. Tras un buen rato, la cuerda se
rompió y león quedó libre.
– ¡Muchas gracias, ratón! – sonrió el león agradecido – Me has salvado
la vida. Ahora entiendo que nadie es menos que nadie y que cuando uno
se porta bien con los demás, tiene su recompensa.

Se fundieron en un abrazo y a partir de entonces, el león dejó que el


ratoncillo trepara sobre su lomo siempre que quisiera.

Moraleja: nunca hagas de menos a nadie porque parezca más débil o


menos inteligente que tú. Sé bueno con todo el mundo y los demás serán
buenos contigo.
El zapatero y el millonario

Cuenta la historia que en una pequeña ciudad vivía un zapatero que


siempre se sentía feliz. Dentro de casa tenía un humilde taller
donde trabajaba sin descanso remendando zapatos y poniendo
suelas a las botas de sus clientes. Era una labor dura pero él nunca
se quejaba. Todo lo contrario, cantaba a todas horas de lo contento
que estaba.

En la casa de al lado vivía un hombre muy rico pero que dormía


poco y mal, porque en cuanto conseguía conciliar el sueño, se
despertaba por los cantos del zapatero que le llegaban a través de
la pared.

Cierto día, el vecino ricachón se presentó en casa del zapatero


remendón.

– Buenas noches – le dijo.

– Buenas noches, señor – contestó sorprendido – ¿En qué puedo


ayudarle?

– Venía a hacerle una pregunta. Veo que usted se pasa el día


cantando, por lo que imagino que será un hombre muy feliz y
afortunado. Dígame… ¿Cuánto dinero gana al día?
– Bueno… – respondió pensativo el zapatero – Si le soy sincero,
gano lo justo para vivir. Con las monedas que me dan por mi
trabajo compro algo de comida y por la noche ya no me queda ni
una moneda para gastar ¡Es tan poquito que nunca consigo ahorrar
ni darme ningún capricho!

– Vaya, pues quisiera ayudarle para que viva usted un poco mejor.
Tenga, aquí tiene una bolsa con cien monedas de oro. Espero que
con esto sea suficiente.

El zapatero abrió los ojos como platos ¡Era muchísimo dinero!


Pensó que estaba soñando o que se trataba de un milagro. Después
de darle las gracias al generoso y acaudalado vecino, levantó una
baldosa que había debajo de su cama y escondió la bolsa en
el agujero. Volvió a taparlo y se acostó.

Pero el zapatero no podía dormir. No hacía más que pensar que


ahora era rico y tenía que estar alerta por si alguien entraba en su
hogar para robarle las monedas. Esa noche y a partir de esa, todas
las noches, daba vueltas y vueltas en la cama, con un ojo medio
abierto vigilando la puerta y poniéndose nervioso en cuanto oía un
ruidito ¡La tensión le resultaba insoportable! Como no dormía casi
nada, se levantaba tan cansado que no le apetecía ni cantar. Dejó
de ser el hombre alegre que trabajaba cada día con ilusión.

¡Pasadas dos semanas ya no pudo más! De un salto se levantó de


la cama y cogió la bolsa de monedas de oro que tenía camufladas
bajo la baldosa del suelo. Se puso un batín, unas zapatillas, y pulsó
el timbre de la casa del vecino.

– Buenas noches, querido vecino. Vengo a devolverle su generoso


regalo. Le estoy muy agradecido pero ya no lo quiero – dijo el
zapatero al tiempo que alargaba la mano que sujetaba la bolsa.

– ¿Cómo? ¿Me está diciendo que no quiere el dinero que le regalé?


– contestó sorprendido el millonario.

– ¡Así es, señor, ya no lo quiero! Yo era un hombre pobre pero


vivía tranquilo. Me levantaba cada jornada con ganas de trabajar y
cantaba porque me sentía satisfecho y feliz con mi vida. Desde que
tengo todo ese dinero, vivo obsesionado con que me lo van a robar,
no duermo por las noches, no disfruto de mi trabajo y ya no me
quedan fuerzas. Prefiero vivir en paz a tener tantas riquezas.

Sin esperar la réplica, se dio media vuelta y regresó a su hogar. Se


quitó el batín, se descalzó y se metió de nuevo en la cama. Esa
noche durmió profundamente y con la sensación de haber hecho lo
correcto.

Moraleja: no por ser más rico serás más feliz, ya que la dicha y
el sentirse bien con uno mismo se encuentran en muchas pequeñas
cosas de la vida.
El asno y su sombra

Sucedió una vez, hace muchísimos años, que un hombre necesitaba ir a


una ciudad lejos de su casa. Era comerciante y tenía que comprar telas
a buen precio para luego venderlas en su propia tienda. Debido a que
había mucha distancia y el viaje duraba varias horas, decidió alquilar
un asno para ir cómodamente sentado.

Contrató los servicios de un hombre, que se comprometió a llevarle con


él a lomos de un asno, de limpio pelaje y color ceniza, a cambio de cinco
monedas de plata. Aunque el borrico no era muy brioso, estaba
acostumbrado a recorrer los caminos de piedras y arena llevando
pasajeros y cargas bastante pesadas.

Partieron a primera hora de la mañana hacia su destino y todo iba bien


hasta que, al mediodía, el sol comenzó a calentar con demasiada fuerza.
El verano era implacable por aquellos lugares donde sólo se
veían llanuras desérticas, despobladas de árboles y vegetación.
Apretaba tanto el calor, que el viajero y el dueño del asno se vieron
obligados a parar a descansar. Tenían que protegerse del bochorno y la
única solución era refugiarse bajo la sombra del animal.

El problema fue que sólo había sitio para uno de los dos debajo de la
panza del asno, que sin moverse, permanecía obediente erguido sobre
sus cuatro patas. Agotados, sedientos y bañados en sudor, comenzaron
a discutir violentamente.

– ¡Si alguien tiene que protegerse del sol debajo del burro, ese soy yo!
– manifestó el viajero.

– ¡De eso nada! Ese privilegio me corresponde a mí – opinó el dueño


subiendo el tono de voz.

– ¡Yo lo he alquilado y tengo todo el derecho, que para eso te pagué


cinco monedas de plata!

– ¡Tú lo has dicho! Has alquilado el derecho a viajar en él pero no su


sombra, así que como este animal es mío, soy yo quien se tumbará
debajo de su tripa a descansar un rato.

– ¡Maldita sea! ¡Yo alquilé el asno con sombra incluida!

Los dos hombres se gritaban el uno al otro enfurecidos. Ninguno quería


dar su brazo a torcer. De las palabras pasaron a los mamporros y
empezaron a volar los puñetazos entre ellos.

El asno, asustado por los golpes y los gritos, echó a correr sin que los
hombres se percataran. Cuando la pelea acabó, los dos estaban llenos
de magulladuras y moratones. Acabaron con el cuerpo dolorido sin que
hubiera un claro vencedor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que
el burro había huido dejándoles a los dos tirados en medio de la nada,
sin sombra, y tan sólo con sus pies para poder irse de allí. Sin decir ni
una palabra, se miraron y reanudaron el camino bajo el ardiente sol,
avergonzados por su mal comportamiento.
Moraleja: recuerda que es muy feo ser egoísta y pensar sólo en ti
mismo. Hay que saber compartir porque, si no, corres el riesgo de
quedarte sin nada.

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