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ANÁLISIS COMPARATIVO

Obras: Luvina, por Juan Rulfo; Pueblo blanco, por Juan


Manuel Serrat; El vuelo de Lot, por Gustav Doré

Si a algo apuntan los nacionalismos es a construir en los sujetos un amor obsesivo por esa
entidad indefinible que es la patria. ¿Acaso la patria, la nación, es un espacio geográfico?,
¿una serie de costumbres?, ¿manifestaciones culturales?, ¿características políticas?, ¿todas
las anteriores? Si el panorama es tan amplio, vale la pena preguntarnos: ¿qué me une a mi
nación? En lo personal, debo admitir, con vergüenza, la respuesta será «poco». Y entre esas
pocas razones hay una constante: todas tienen que ver con lo sentimental, están en el orden
de las pasiones. O sea, ninguna responde a una lógica de la razón. Está la familia, los amigos,
algunas costumbres y ciertos lugares que son importantes porque evocan lo anterior.
El párrafo anterior no es solamente una confesión, también es la puesta en conflicto del
concepto clave de este texto: arraigo. Entendido como «Establecerse de manera permanente
en un lugar, vinculándose a personas o cosas» (RAE). O aquel impulso inconsciente e
indomable que me obliga a persistir. Todas estas palabras no son solamente mías, son la
expresión conjunta de la sensación que tres obras causan en mí. La primera es Luvina, de
Juan Rulfo. Le sigue Pueblo blanco, de Juan Manuel Serrat. Y termina en El vuelo de Lot,
por Gustav Doré.
Luvina es un relato inquietante. A veces incómodo. Y mientras escribo estas líneas, es
también triste, porque es la historia de un maestro que le ha sido encargada la labor de ir a
Luvina, un pequeño pueblo en un cerro, sin saber que Luvina es ya una mera sombra, un
espejismo donde vive lo que queda de lo que un día fue gente. «Porque en Luvina sólo viven
los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas,
casi trabadas de tan flacas», escribe Juan Rulfo aludiendo al inexplicable arraigo por la tierra
del hogar.
Me es difícil pensar que Juan Manuel Serrat no haya leído ya Luvina, o Pedro Páramo, al
escribir la melancólica historia de ese Pueblo blanco que envejece al ritmo de su gente y sus
años se cuentan en generaciones muertas. Esta canción me conmueve de manera especial
porque ese pueblo de Serrat se parece al mío, en ambos «solo el olvido camina lento
bordeando la cañada» y «de la ciega la siembra se vive en la taberna». ¿Por qué no abandonan
esas jóvenes bellas las callejuelas de piedra y se van para hundirse en la sofocante ciudad?
Pero es fácil preguntarlo cuando quien escapa es otro. ¿Por qué no me voy yo si el mismo
Serrat lo ordena? «Escapad gente tierna, que esta tierra está enferma, y no esperes mañana lo
que no te dio ayer, que no hay nada que hacer».
El peso del arraigo está expresado aquí de una manera más explícita que en Rulfo. Esto
no significa que mejor, pero sí significa que es un tema fundamental en la canción de Serrat.
No en vano la primera parte de la canción es la declaración de un desencanto que no llega a
ser completo. Puede vivir todavía en esas callejas empolvadas. Después se pregunta por qué
los otros no se van, qué los ata a ese terruño muerto. Al final, cambia el enfoque y pone la
atención en la pregunta fundamental: ¿por qué no se va él? La respuesta es precisa: «Si yo
pudiera unirme a un vuelo de palomas, y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás, juro por
lo que fui que me iría de aquí... Pero los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del
cementerio». Me niego a pensar que el nombrarse como un muerto remita al hecho de una
muerte física —en ese caso quien canta es un fantasma (no Serrat, sino el personaje al que
Serrat presta su voz)—, sino una muerte anímica. Lo que han muerto son las razones para
irse, ahora solamente queda el arraigo inconsciente; el indomable.
Pensar que Gustav Doré plasmó esto sobre
una plancha de metal a fuerza de químicos
y cinceles es impresionante. Esta es la
historia de Sodoma y Gomorra, pero
también la de Lot y sus hijas, pero sobre
todo es la historia de la mujer de Lot. Ella,
la mujer más rebelde y arraigada de la
biblia, se atreve a desobedecer a Dios en la
única condición que les ha puesto para
salvar sus vidas: «No mires atrás». Y la
mujer de Lot osa cometer el mayor de los
pecados: ver el rostro perverso de Dios. De
todos los que nos hemos preguntado el
porqué de este acto, Wislawa Szymbroska
ha dado, sin duda, la mejor respuesta: «Sentí en mí la vejez. Y la distancia./ La futilidad de
una vida errante. La somnolencia./ Miré hacia atrás al dejar mi fardo en el suelo./ Miré hacia
atrás por temor a dar un paso en falso». Es ahora una estatua de sal que contempla la
destrucción. De cierta forma, ella ha seguido a su amada Sodoma en su destino y ha vuelto a
la tierra, a la ceniza de la que ha nacido.
Sería imposible decretar cuál de las tres obras representa de manera adecuada la esencia
inconsciente del arraigo. Luvina con sus cerros grises de arcilla habla directamente del dolor
de un pueblo olvidado en el que la vida solamente puede existir como una carga que se acepta
con el único consuelo del descanso de la muerte. Por su parte, Pueblo blanco reflexiona sobre
los motivos por los cuales los sujetos buscan razones para marcharse de su pueblo, su patria
chica, al tiempo en que pone la atención sobre la potencia que supone el arraigo como fuerza
inconsciente, inexplicable y por lo tanto incontrolable. El vuelo de Lot nos deja ver la estrecha
relación entre hogar, costumbres y vida, dejando en nosotros la idea de que esta mujer no
podía vivir más allá de los muros de la ciudad.
Al final, solamente una cosa está clara: «allá siguen. Usted los verá ahora que vaya.
Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como
sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento» (Rulfo).
***

Rulfo, J. (1953). El llano en llamas. México: Fondo de Cultura Económica.

Serrat, J. M. (13 de mayo de 2010). Pueblo blanco [Archivo de vídeo]. Recuperado de


https://www.youtube.com/watch?v=2mqflL3bK5s

Doré, G. (1865). La santa biblia. El vuelo de Lot.

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