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CIUDADANÍA

TRANSICIÓN A LA CIUDADANÍA MODERNA


 TRANSICIÓN A LA CIUDADANÍA MODERNA
Continuando con nuestra introducción histórica al concepto de ciudadanía, resulta inevitable hacer
mención al modelo de ciudadanía romano, que en términos de espacio y tiempo será mucho más
significativo que el griego, alrededor de unos quince siglos y extendido por todos los territorios
concomitantes al mediterráneo. Sin embargo, no pretenderemos en este capítulo hacer una explicación
extensa de la ciudadanía romana. Pretendemos más bien señalar el contexto histórico que dio tránsito al
origen del periodo medieval que se va a caracterizar por ser un periodo histórico en el cual la ciudadanía,
que emergió en Grecia y continúo en Roma, va a ser opacada porla aparición del súbdito, nueva
subjetividad política que contradecirá los valores de la ciudadanía.

1. El origen del súbdito


Una vez cae el imperio Romano, por efectos de las conquistas bárbaras y de la irrupción del cristianismo,
la ciudadanía antigua va a abrirle el camino al súbdito como nueva subjetividad política.Todo ello, por
supuesto, implicará también una crisis de la antigua democracia antigua. Nos ocuparemos en este
apartado de describir la transición a la que se vio sujeta la ciudadanía clásica a lo largo del período
medieval, se tratará de una transición que llevará a la instauración del súbdito en detrimento de la
ciudadanía. No se tratará exclusivamente de una descripción histórica, pues muchos de los conflictos que
se inauguraron en este período no han dejado de cesar hoy día y aún amenazan la ciudadanía
actualmente.

Posterior a la civilización griega, el imperio Romano se instauró retomando elementos griegos


significativos. No solo adoptaron muchas de sus deidades, por ejemplo es evidente como el Dios Júpiter,
deidad romana, era una réplica del Zeus griego, sino que también adoptaron la preocupación por un
sistema político eficaz que les permitiera gobernar a lo largo de las vastas tierras conquistadas. En esa
dirección, a pesar de que no adoptaron el modelo de las polis griegas, pues transitaron a partir de
diversas formas de gobierno entre el Imperio y la República, instituyeron en Roma una serie de formas
políticas entre las cuales estaba la ciudadanía (iuscivitas) fundada en el derecho romano. Es también
muy significativo señalar que a pesar de que la civilización romana adoptó formas de gobierno distintas a
la democracia ateniense, replicó por completo la distinción entre público y privado.

En el mundo griego se había elaborado socialmente esta distinción, una cosa era el ámbito público y otra
lo privado. Según Aristóteles, el ámbito privado era lo propiamente no político, el ámbito de la casa, de
las relaciones familiares, lugar en donde no existía igualdad, ni como isegoría ni como isonomía. A
diferencia de la Asamblea pública donde se reivindicaba la igualdad entre los ciudadanos en el mundo
griego, al interior de la casa, o el oikos, el padre de familia dominaba y mantenía una relación dominante
con su esposa, sus hijos y los esclavos. No había igualdad de palabra ni de estatus. Para los griegos la
isonomía como la isegoría solo era posible en el ámbito de lo público, o fuera del hogar. Solo allí los
hombres varones adultos, y nacidos en Atenas, los no esclavos, eran iguales entre sí: ahí existía la
política.

Ahora bien, a diferencia de la ciudadanía griega, fuertemente ligada a raíces hereditarias así como a la
vida en suelo ateniense, la ciudadanía romana se fundó en cambio en criterios legales. A pesar de que el
status de ciudadano en Roma se otorgó muchas veces solo a quienes heredaran dicha condición de sus
padres, que debían haber nacido en la metrópoli romana, este estatus fue modificándose con el tiempo

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de tal manera que en el climax del Imperio Romano la ciudadanía era un estatus jurídico que podía ser
otorgado sin que fuera heredado y que no precisaba necesariamente vivir en Roma. En síntesis, la
civilización romana que transitó a lo largo de diversas formas de gobierno, desde la República hasta el
Imperio, del siglo VIII a. C hasta el siglo V d .C, cerca de trece siglos, fue extendiendo progresivamente la
ciudadanía, pasando de una ciudadanía restringida a una ciudadanía ampliada.

Teniendo en cuenta el carácter jurídico de la ciudadanía romana, se podría decir, en síntesis, que dicha
ciudadanía implicaba varios derechos, unos públicos y otros privados. Entre los derechos públicos
contaba el voto activo (iussuffragii), el voto pasivo (iushonorum), necesario para ser elegido y el derecho
sagrado (iussacrorum), necesario para desempeñar funciones religiosas. Entre los derechos privados
estaban los derechos a la propiedad (commercii), necesarios para comprar, vender, negociar; y el
derecho de matrimonio (connubii), sin el cual no se podía contraer matrimonio legítimo (justum). No
obstante, la ciudadanía no era una condición extendida a todas las personas que vivían en territorios del
Imperio. Entre las personas que no gozaban de ninguno de estos derechos estaban los esclavos y los
prisioneros de guerra, al igual que en el mundo griego, o simplemente extranjeros que padecían la
dominación romana. En el caso de los esclavos se trataba de personas que dependían totalmente de su
amo y que a la vez tenían la facultad de decidir sobre la vida y la muerte de ellos.

Es reconocido que en un principio solo gozaban de la condición de ciudadanos quienes vivían en Roma y
eran descendientes de romanos, aunque con el tiempo esta ciudadanía se otorgo en un grado menor a
habitantes de otros territorios ocupados por el imperio. Todo esto, por supuesto, en aras a obtener un
mayor gobierno de las provincias ocupadas. Efectivamente, la constante expansión del Imperio urgió la
necesidad de crear formas jurídicas y políticas de los dominados, sin que ellos cayeran bajo el estatuto
de súbditos, ni tampoco obtuvieran de forma automática la ciudadanía romana completa. Dentro del
grupo de personas que habían obtenido derechos con el tiempo estaban los libertos: personas que
habían logrado derechos privados, pero nunca el derecho de participar públicamente.

A pesar de que con frecuencia se señala que con el Imperio Romano la ciudadanía adquirió un carácter
universal, dado la extensión del imperio a lo largo del mar Mediterráneo, se trataba en realidad de una
ciudadanía extendida pero diferenciada. Se era ciudadano de forma automática a través del nacimiento,
si se era hijo legítimo de un romano: dadas pocas excepciones, la ciudadanía por herencia otorgaba una
ciudadanía completa, otorgaba derechos públicos como privados. Ahora bien, también se podían
alcanzar unos derechos privados a través de diversas maneras: siendo hijo legítimo de padre civis, por
liberación de la esclavitud, como queda dicho, comprándolo por una buena suma de dinero a algún
magistrado competente, o por conquista. En este último caso la ciudadanía se otorgaba de manera
restringida a algunas personas de los pueblos conquistados. Naturalmente no todas las provincias
recibían el mismo trato: Hispania políticamente más cercana a Roma tuvo un trato preferencial en
términos políticos a diferencia de Palestina, sometida solo al pago de tributos de la metrópoli.

A pesar de los diversos cambios que elaboraron los romanos respecto al ordenamiento políticogriego, la
política como dinámica de poder que se realizaba en el ámbito de lo público no dejo de ser un asunto
mundano. Es decir, los ciudadanos participaban de una u otra manera de sus distintos órdenes sociales y
políticos preocupados por las cosas de este mundo como la guerra, el hambre, la paz, la seguridad, etc.,
Resulta relevante señalar esta característica pues precisamente la irrupción del cristianismo a lo largo del
mundo medieval en todo occidente generará una preocupación por los asuntos extra mundanos, o por
cosas relativas a la salvación, la fe, la esperanza, etc. Como lo señalaremos a continuación todo esto

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generará una dinámica por completo distinta en términos sociales y políticos, pero a la vez incidirá en la
gestación de una nueva subjetividad política: el súbdito.

Ahora bien, la crisis del Imperio Romano coincidió con el asenso del cristianismo en Occidente así como
con las invasiones bárbaras procedentes del norte de Europa que dará fin al Imperio. Así, se gestará el
periodo histórico que denominamos Edad Media y que se ha periodizado entre los siglo IV y XIV. Por
supuesto, a lo largo de estos ocho siglos de historia la ciudadanía y los regímenes políticos sufrieron
diversas transformaciones. Incluso, lo que concebimos actualmente como Edad Media es la mezcla de
diversos elementos que se van a gestar progresivamente. En esa dirección el historiador Fossier señala
que solo hasta el año 350 no podemos hablar propiamente de edad media, y esto solo puede hacerse
después del año 450, no hay cambios abruptos en la historia sino solo procesos históricos. Por eso es
entendible que a pesar de que el cristianismo será uno de los elementos de mayor peso que
configurarán el mundo medieval, este será relevante hasta el siglo IV, antes de eso será solo una de las
tantas sectas del Imperio Romano.

En sentido estricto, la Edad Media, es una mezcla entre elementos cristianos, germanos y romanos. A
final del imperio Romano, cerca del siglo IV, las avalanchas germanas de pueblos bárbaros hacia el
imperio van a gestar un nuevo orden social que romperá el ideal del imperio donde existían los últimos
ciudadanos de la antigüedad. Con Rómulo Augusto, en el año 478 d.C., se dará el último emperador
romano, pues posteriormente solo habrá emperadores germanos. La síntesis romano-germánica

originará así un orden en el cual cada cultura aporta elementos significativos:

-Aportes romanos: ideal imperial, latín, cultura clásica, orden administrativo


-Aportes germánicos: ideal de realeza, concepto patrimonial del estado, caballería militar, vínculos de
dependencia sociales basados en la lealtad y la fidelidad personal, aportes lingüísticos diversos.
Aparecen así nuevos reinos ante la cristianización de los germanos: reinos ostrogodos en Italia, reinos
Visigodos en España, reinos Francos en Francia, reinos Anglosajones en Inglaterra, reinos Vándalos en el
norte de África.

Efectivamente, la mezcla de elementos romanos como germánicos gestará una nueva subjetividad
política que denominaremos el súbdito y que contradecirá por completo la ciudadanía antigua. Al
adoptar la iglesia católica una estructura jerárquica no favoreció la ciudadanía que se había instaurado
desde la antigüedad; se dio el paso de estructuras igualitarias a estructuras jerarquizadas.

La Iglesia romana heredó del imperio romano decadente, así como de las estructuras sociales
germánicas, un orden social y político basado en la autoridad y la verticalidad. Lejos de la democracia
antigua, la Iglesia naciente en el mundo medieval instauró jerarquías estructuradas que contradecían el
ideal igualitario del pasado. Surge así la Iglesia Romana como una estructura vertical encabezada por el
Papa, sus obispos locales y a la vez en una jerarquía perfectamente ordenada los sacerdotes y
finalmente los fieles. Esta irrupción del poder espiritual en las cosas mundanas, en el poder político, llevó
a que la estructura jerárquica de la iglesia dominará el ámbito público.Los obispos asumieron no sólo el
poder espiritual sino también el político en cada una de sus diócesis.

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Todo ello generó a lo largo de los siglos del período medieval un conflicto patente entre el poder
espiritual y el poder temporal. La Iglesia, poder espiritual patente, demandó no solo un dominio sobre
las cuestiones relativas a la fe sino a la vez pretendió cooptar el poder temporal o terrenal. Por supuesto
esta actitud generó diversas posiciones tanto a favor como en contra.

El cristianismo a la cabeza del poder político adoptó una posición poco mundana, en el sentido de que se
despreciaba la vida material. Así, la vida de los sujetos antes ocupada de las cosas mundanas y de las
preocupaciones públicas relacionadas con la ciudadanía, ahora no tenía valor en sí misma pues todo lo
valioso se concebía en el más allá bienaventurado que aseguraba el camino de la fe.

Los valores políticos antiguos como la participación política, la ciudadanía, la vida en comunidad, se
infravaloraron en el período histórico medieval. Para el cristianismo, ahora reinante, el objetivo de esta
vida terrena no era otro sino la preparación para una vida futura por efectos de la fe. La ciudadanía
antigua, preocupada por las cosas de este mundo y por el gobierno de la vida real, que como ya hemos
dicho en el mundo griego se concebía la virtud se daba en el ámbito de la polis, fue opacada por el
cristianismo.

A pesar de que en el cristianismo existe una fuerte vida comunitaria, no se trata en ningún caso de una
comunidad inspirada en valores políticos sino en valores religiosos. Valores políticos de la ciudadanía
antigua como la isegoría se opacaron por la idea de autoridad inspirada en la religión. Ya cada cual no
podía participar deliberadamente en el debate público, pues toda la autoridad reside en Dios, en sus
sagradas escrituras, o en sus representantes en este mundo: el clero.

Por otra parte, si en el mundo griego antiguo, como en la vida política romana, los ciudadanos debatían
acerca de cual era la forma más justa en la que deberían vivir y dicho debate se realizaba en la Asamblea
pública donde participaban todos los ciudadanos, en el caso del mundo medieval la justicia se conectó
con Dios y su realidad divina: la justicia no se debe debatir públicamente, solo Dios es justo y a dicha
justicia se accede por medio de la fe.

San Agustín, pensador que vivió entre el tránsito del mundo antiguo al medieval, caracterizó muy bien
esta situación en su obra “Ciudad de Dios”. Dicha obra caracteriza dos ciudades completamente
contrarias entre si, la “Ciudad de Dios” y la “Ciudad de los hombres o ciudad terrena”. La ciudad
terrena la caracteriza a través por la vida mortal de los individuos que nunca va a ser perfecta: en ella
solo opera el amor de los hombres por sí mismos, el “amor sui”, por lo tanto será una realidad
imperfecta e injusta. A diferencia de esta primera ciudad la “Ciudad de Dios”, o la vida más allá de este
mundo, es la única realidad donde podremos alcanzar la verdadera justicia y la verdadera felicidad, pues
en ella los hombres viven en “amor dei”, amor de Dios, siendo esta una realidad perfecta inalcanzable en
el terreno de lo mortal. En ese sentido, la política, que se realiza en el mundo de lo terreno, nunca podrá
pretender alcanzar la justicia o el bien de los individuos, pues este solo es alcanzable en la vida más allá
de lo terreno, en la “Ciudad de Dios”, razón por la cual la política y la ciudadanía pierden peso pues no
tienen ninguna utilidad en este mundo imperfecto.

La finalidad del hombre no consiste, según Agustín, en participar públicamente en el ámbito de lo


público, como lo concibieron los griegos, sino en rezar. Los hombres del mundo medieval ya no serán
ciudadanos preocupados por afianzar los vínculos que los une a los demás hombres, sino solo en
procurar vincularse más con Dios.

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2. El hombre como un ser racional y político: principios de la ciudadanía en el siglo XIII
Sin embargo, a lo largo de los siglos del período medieval diversos pensadores fueron desarrollando
concepciones distintas, de tal manera que a finales de la edad media, cerca del siglo XIV y XV, se
conceptualizarán los fundamentos de lo que será la ciudadanía moderna.
En este tránsito hacia la modernidad fue muy significativo el descubrimiento de Aristóteles cerca del año
1250. A pesar de que Aristóteles era un pensador antiguo griego, solo se tradujo del griego al latín hasta
el siglo XIII. La irrupción de Aristóteles y sus obras abrirá el camino a la fundamentación del Estado
terreno y de la ciudadanía moderna.

Con la introducción de Aristóteles el pensamiento cambio de punto de partida. Si en pensadores


antiguos cristianos se concebía al hombre como pecador, desde la antropología del pecado original, se
adoptará ahora una antropología aristotélica centrada en el hombre como un animal racional y a la vez
como un “zoonpolitikon”, o animal político. Todo ello generó que se concibiera al hombre no como
llamado por naturaleza a realizarse en Dios, en quien solamente puede encontrar la felicidad y su
felicidad, sino como ser por naturaleza sociable y político. Luego, partiendo de este carácter sociable del
hombre, se estableció como finalidad de la vida social y política no la “Ciudad de Dios”, en términos de
San Agustín, sino la paz terrena como virtud política realizable en este mundo, a diferencia de la vida
eterna o la felicidad en Dios.

Por otra parte, al adoptar la antropología aristotélica que concebía al hombre como ser racional, la
autoridad de la Iglesia y de las sagradas escrituras fue menguándose poco a poco. El hombre comenzó a
reivindicar para sí autonomía y libertad de pensamiento, por lo tanto las leyes cada vez más deberían
estar fundadas en principios racionales y no exclusivamente en la autoridad derivada de la fe. De esta
forma comenzó a abrirse camino al concepto moderno de ciudadanía que concibe al hombre como un
ser autónomo capaz de tomar sus propias decisiones fundado en su propia “luz natural”, en su
racionalidad, y no en la “luz divina”, en la autoridad de Dios o en la fe.

Ya aclararemos más adelante un poco más del concepto de autonomía, relevante para entender como
este es fundamental para entender la ciudadanía moderna. Por ahora señalemos unas características del
pensamiento político aristotélico, y como incidieron en el re surgimiento de la ciudadanía y la política a
lo largo del siglo XIII, en detrimento del súbdito medieval y del orden político religioso.

Aristóteles esboza su teoría política tanto en “Etica a Nicómaco” como en su obra “Política”. En ellas
señala: el ser humano es por naturaleza social y político, necesita de la polis para desarrollar plenamente
su razón. La fuente de la política es entonces la racionalidad del ser humano. Ésta es su esencia: si uno
vive fuera de la polis es o bien una bestia o un Dios, como ya lo habíamos señalado. La polis es el más
elevado entre los modos de vivir en comunidad, otros de menor importancia son la relación hombre y
mujer, padre e hijo, dueño y esclavo, relaciones que se desarrollan en el ámbito de lo privado. La
comunidad base es la casa, posteriormente la aldea, pero de manera principal la polis, como modo más
alto de vida. Luego, la vida en la polis está destinada para la sobrevivencia, pero sobre todo para que sus
habitantes, los ciudadanos, vivan bien. Y es en este vivir bien que se centra toda la política aristotélica y
toda su concepción de ciudadanía.

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Vivir bien será la realización del hombre en su más alto grado y esto se realiza cuando el hombre logra
una vida ética, solo alcanzable en comunidad, y una vida teórica realizando la razón en búsqueda del
saber. Para lograr este propósito se precisa que los hombres vivan como ciudadanos, realizando la razón
en el debate público en aras a la isegoría pero también sujetos a las normas sociales de los más sabios y
que han impuesto en la sociedad. Así mismo, solo en la vida de la polis los ciudadanos podrán, a través
de la vida en común con otros, adquirir hábitos éticos que los hará mejores personas y acceder así a la
vida buena que tiene por finalidad la política griega.

Citemos solo uno de los casos en los cuales el pensamiento de Aristóteles incidió fuertemente: Marsilio
de Padua. Este pensador Italiano se encuentra en medio de un conflicto histórico, el debate entre el
Papa y la Corona de Francia y los emperadores alemanes. El debate consistía en quien tenía más
autoridad, si el Emperador o el Vicario de Cristo, el Papa.

Marsilio adoptará una defensa del poder del Emperador, reivindicando los principios aristotélicos de la
política y la ciudadanía. Señala que la fuente del poder en la tierra no reside en dios sino en el ser
humano y en su naturaleza racional, y que el fin del Estado no es la realización en Dios sino la paz
terrenal entre los hombres mortales: afirma que la meta del Estado es el vivir bien. Por eso, señala
Marsilio, que quien pone en peligro la paz en la tierra con sus anhelos de poder es el mismo Papa. Para
Marsilio la paz no tiene un matiz celestial, pues consiste esta en la buena disposición de la ciudad o del
reino, en el cual cada una de sus partes puede realizar perfectamente las operaciones convenientes a su
naturaleza según su razón y su constitución. Para esto, señala Marsilio, los hombres deben vivir en
comunidad evitando los daños y los riesgos a los que estarían sometidos si vivieran solos. Para vivir bien
y asegurar la convivencia entre todos, los hombres necesitan de las leyes, y estas se desarrollan a partir
de lo que Marsilio llamará el “universitaspmniumautipsiusvalentioremmultitudo”, o la totalidad de los
ciudadanos o su más valiosa o mayor parte; en cierto sentido una vuelta sobre la democracia o el poder
del pueblo o de las mayorías. Marsilio de hecho vuelve a hacer uso del concepto de ciudadano al señalar
que es quien “participa en el gobierno consultivo o judicial según su grado”, pues los niños, esclavos y
mujeres, también los concebía fuera de toda ciudadanía y fuera de la política.

A finales de la Edad Media, en el norte de Italia se organizaron una serie de ciudades-estado


independientes, desvinculadas de los Estados pontificios y de los modelos caciquiles reinantes, que
llegaron a adoptar regímenes republicanos. Nacieron de esta manera las repúblicas de Florencia,
Venecia, Pisa, Génova, Milán, Bolonia, Siena, etc., que contaban con autoridad propia tanto política
como judicial, y que también prosperaron a varios niveles durante siglos, florecieron las artes, las letras,
el comercio, etc. Prueba de su importancia es que, poco después, surgió en sus dominios nada menos
que el Renacimiento. En cada caso se seguían criterios diferentes para conceder el estatus de ciudadanía,
pero una condición se repetía en la mayoría: la de poseer alguna propiedad en la ciudad
correspondiente. Esto permitía que cualquier persona no nacida en la ciudad pudiera convertirse en
ciudadano adquiriendo alguna propiedad. El modelo político era, más o menos, de democracia directa,
pues los ciudadanos tenían la posibilidad de elegir a los miembros de las asambleas y de los consejos que
estructuraban el Estado. Otro caso de zonas organizadas como ciudades-estado lo encontramos en Suiza,
en los llamados cantones helvéticos, confederados desde el año 1291, destacando las repúblicas de
Ginebra y de Berna, aunque su importancia fue inferior a las ciudades del caso italiano.

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A finales de la Edad Media, en el norte de Italia, se organizaron una serie de ciudades-estado
independientes que adoptando modelos republicanos se desvincularon del poder del Papa y la Iglesia.
De este modo, emergieron ciudades repúblicas como Bolonia, Milán, Florencia y Venecia, que contaban
con autoridad propia tanto política como judicial. Este período fue conocido históricamente como el
“Renacimiento”, pues en las mencionadas repúblicas se dio un florecimiento de las artes, las letras, el
comercio, etc.

En dichos lugares se volvió sobre la cultura clásica, la griega y la romana, aparentemente olvidad en el
medioevo, por eso el nombre de “Renacimiento”, razón por la cual se otorgaba la ciudadanía allí a
quienes tenían alguna propiedad en el territorio, si era hombre, libre y letrado. El modelo político en
dichas ciudades era, más o menos, de democracia directa, pues los ciudadanos tenían la posibilidad de
elegir a los miembros de las asambleas y de los consejos que estructuraban las ciudades - estado. No
existía el dominio de las autoridades eclesiásticas en dichos lugares, sino solo la autoridad de la razón,
fundada en la idea del hombre como ser racional capaz de idear su propia vida y bien.

Otro caso de zonas organizadas como ciudades-estado lo encontramos en Suiza, en los llamados
cantones helvéticos, confederados desde el año 1291, destacando las repúblicas de Ginebra y de Berna,
aunque su importancia fue inferior a las ciudades del caso italiano.

A modo de conclusión bien vale la pena señalar lo siguiente. La ciudadanía y la democracia solo tienen
lugar e un contexto social y político absolutamente inmanente. Entendemos por inmanencia lo opuesto a
la trascendencia, es decir la realidad mundana y terrena lejos de todo tipo de valores e ideas que se
encuentren en un más allá de este mundo. Por eso, la ciudadanía y la democracia se eclipsaron a lo largo
del mundo medieval. Si dicho periodo fue invadido por ideas y valores trascendentes como Dios, la fe, el
más allá, el cielo, o la salvación, la política y la ciudadanía no tienen ya importancia pues la vida del
hombre no se realiza en este mundo. Solo cuando se asume que la realidad del hombre es
absolutamente mundana, inmanente, que no hay nada trascendente, es posible que los hombre se
reconozcan mutuamente, que se derriben todas las autoridades que impiden que los hombres piensen
libremente, y que en verdad tenga lugar la ciudadanía y la política en búsqueda de una vida buena.

Para terminar situemos esta problemática entre lo inmanente y lo trascendente en un caso concreto y
real. Actualmente se debate en muchos lugares del mundo si debe aprobarse o no el matrimonio
igualitario, es decir, si las distintas legislaciones deben permitir el matrimonio o la unión conyugal entre
dos personas del mismo sexo. Este debate ha generado una reacción totalmente contraria a esta
propuesta. Diversos sectores de la sociedad se oponen a propuestas como este basado en distintos
argumentos. La mayor parte de los opositores señalan que de aprobarse el matrimonio igualitario se
violaría una ley natural así como un mandato divino que señala que solo pueden unirse
matrimonialmente un hombre y una mujer. Por otra parte, los defensores del matrimonio igualitario
señalan que reclaman su derecho a ser tratados por igual ante la ley y que en los debates públicos no
deben incidir argumentos tomados de la religión sino solo en la racionalidad humana.

Dado este debate tan complejo y que hemos resumido sucintamente, podremos decir lo siguiente. Si
una sociedad afirma que es democrática y que defiende la ciudadanía debe fundarse en principio de
isegoría e isonomía, así como en asumir que la realidad política y social es inmanente. Es decir, debates
como el matrimonio igualitario en un contexto de democracia y ciudadanía no deberían fundarse en
ideas o argumentos trascendentes, como los que provienen de la religión u otras esferas. Seremos

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auténticamente una sociedad democrática si somos capaces de asumir en primer lugar la realidad de
igualdad que tenemos todos como seres humanos. Segundo, la democracia y la ciudadanía tendrán lugar
si en verdad asumimos verdaderos debates públicos para decidir desde la luz de la razón, y no solo desde
nuestros miedos y costumbres, que es lo mejor que debemos hacer para vivir y por donde se puede
realizar el ideal de vida buena como fin de la política.

No existe ciudadanía si seguimos aceptando en el ámbito de los social y lo político que hay temáticas
sobre las que no se puede debatir, o si aceptamos estructuras jerárquicas o tiránicas que nos dicen que
hacer, como vivir y pensar.

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