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Comentario acerca de la cultura de la mortificación

Fernando Ulloa, quien falleciera a los ochenta y cuatro años el tres de junio del corriente año.
Ulloa fue seguidor y colega de Enrique Pichon-Rivière, con quien trabajó en la vinculación
entre psicoanálisis y política, y de Marie Langer, que fue discípula de Freud y una de las que
introdujo el pensamiento del psicoanálisis en la Argentina. Trabajó sobre la ternura, las
instituciones y tuvo un gran compromiso hacia los derechos humanos, trabajando sobre las
consecuencias de la tortura en hijos de detenidos en la dictadura que supimos (y sabemos,
todavía) sufrir.

La cultura de la mortificación fue uno de los conceptos que más me interesó, más que nada
porque en su texto, Ulloa refiere, textualmente, a "ese humor del carajo" que atribuye a
nuestra ciudad. Este concepto refiere a falta de fuerzas, una falta de viveza, un mal humor que
aparecen acompañados de fatiga crónica. Dentro de ella, dice, la queja nunca se hace protesta
ni lucha; se hace resignación. Plantea que tampoco hay transgresiones, sino infracciones: la
infracción es un acto ventajista, descomedido, que no valora la vida. En cambio, la transgresión
–según el autor- es fundadora de la toma de conciencia, de una teoría revolucionaria. Tres
figuras de la psicopatología institucional llevaron a Ulloa a acceder a esta idea; entre ellas, el
Síndrome de Violentación Institucional que hoy extenderé:

En El malestar en la cultura Freud plantea que una de las características de la organización de


la sociedad humana es ser productora de malestar; según su parecer, la cultura obliga a la
renuncia pulsional de los sujetos que en ella participan. Siguiendo esa idea, Ulloa (1995) habla
del "síndrome de violentación institucional", pues considera que para pertenecer a una
institución es necesario dejar de lado o limitar los propios deseos para instituir un proyecto
común. Recordemos que, según la Real Academia Española, la palabra “violento/a”, se define
como: Dicho del sentido o interpretación que se da a lo dicho o escrito, o falso, torcido, fuera
de lo natural; que se ejecuta contra el modo regular o fuera de razón y justicia.

Este síndrome que conceptualiza Ulloa define aquella situación en la cual “la violentación
legítima acordada que presupone toda cultura institucional” (lo que se relaciona con el
concepto de “violencia primaria” de Piera Aulagnier, quien plantea que la madre ejerce
violencia en la interpretación de las necesidades del infans, al estar esta interpretación
indefectiblemente embebida del deseo materno, y éste puede distorsionar en menor o mayor
grado las necesidades del niño) se vuelve arbitraria en su grado o en su origen, giro que
también podemos relacionar con otro concepto de la citada autora, ya que ésta plantea a la
“violencia secundaria” como la consecuencia de la imposición del deseo de la madre por sobre
el de su hijo, situación que obstaculiza la capacidad de pensamiento autónomo ya que esta
demanda no es escuchada por el genitor. Los sujetos afectados por este síndrome pierden
“funcionalidad vocacional, capacidad creativa y eficacia clínica; y ganan en automatismos
sintomáticos que los aproximan a las variadas formas de la caracteropatía del funcionario”1 .
(recordemos que la caracteropatía define una organización patológica de los rasgos del
carácter, que generalmente se expresa bajo la forma de estructuras de rigidez).

Ulloa explica que el resultado sobre el usuario de la institución es la pérdida del buen trato,
entendiendo por esto el interés por su singularidad personal. Situación a la cual no se le ve la
salida y, por tanto, conduce a la resignación y la pasividad, así como a la pérdida de sentido de
la tarea. Esta violentación institucional también implica, según palabras de Ulloa, “la presencia
de una intimidación, más o menos sorda, en función del acostumbramiento, que conspira
contra el investir de interés personal la tarea que desarrolla; frente a este desinterés por lo
propio, mal puede alguien prestar atención considerada a la actividad y al decir de los otros”2.

Ulloa explica que este síndrome está integrado por una “constelación sintomática: en primer
lugar se advierte una tendencia a la fragmentación en el entendimiento, incluso en la más
simple comunicación. Cada uno se refugia aisladamente en el quehacer propio” y el autor
explica que esto nada tiene que ver con un interés personal por la tarea que ha incrementado,
por el contrario, las funciones no se ve alteradas sino negativamente.

De esta manera, plantea que “de este aislamiento se suele salir para organizar los clásicos
enfrentamientos entre “ellos” y “nosotros”, partes carentes de contenido argumental cierto”3.
Así, explica en palabras muy precisas lo que sucede en muchos lugares de trabajo, donde las
personas se enfrentan sin ningún tipo de razón lógica, sin siquiera pensar que los problemas
personales que sufren pueden estar dados por un vacío institucional que los obliga a
mortificarse continuamente y sin juicio aparente.

El autor cierra esta conceptualización aclarando que, “si se produce un pensamiento que
rompe con esta estabilidad alienada, puede que se sancione esta renovada actividad pensante
como delito de opinión o al menos como inoportuna perturbación de lo establecido”4,
recordándonos bien dónde está nuestro lugar al querer cambiar lo que “es así”, quizás desde
hace muchos años atrás; hay que ser cuidadosos al tratar de mejorar las condiciones de tal o
cual lugar, ya que no siempre se entenderán nuestras intenciones de la manera en que
nosotros las pensamos…

Espero que haya sido tan iluminador como fue para mí leer a este brillante autor; hay que
pensar que, muchas veces, nosotros no somos los verdaderos “culpables” sino que hay que
analizar las circunstancias, las instituciones que nos encierran, nos moldean, nos disciplinan,
como diría Foucault.

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