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La misión de la Iglesia:

Si leemos el encantador Evangelio de Marcos, nos encontramos como mandato final de Jesucristo con
estas palabras: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.

Un mandamiento que entraña una grave obligación, porque la salvación la ha condicionado Dios a la fe y
al bautismo, ya que sigue diciendo Jesús: El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a
creer, se condenará.

Creo en un solo Señor Jesucristo...

La oración más importante donde profesamos nuestra Fe, es el Credo. Es algo más que una oración. Con
el expresamos el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos
nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.

Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y
material cada una de las afirmaciones que decimos.

(EL CREDO 2a.PARTE)

CREO EN UN SÓLO SEÑOR JESUCRISTO

Hoy que muchos ni te miran, yo te miro y creo en tu existencia y en tu amor.

Jesús es mi amigo, compañero, mi más grande amor y la razón de mi existencia.

Creo en Jesús, creo en su amor, creo hoy y siempre.

Si en Él no creyera, sería polvo y nada.

Con Él soy muy rico y, además, feliz.

Jesús es mi amigo, Él me lo ha dicho.

Jesús se hizo niño y hombre por mí;

Jesús vivió más pobre que yo por amor y nada más que por amor.

Jesús se dejó matar, flagelar de forma Terrible, coronar de espinas por amor a mí y por mí murió
clavado a un madero, firmando con sangre su amistad.

Creo en Jesús nacido en la pobreza y creo en Jesús flagelado.

Creo en Jesús rey de las espinas.

Creo en Cristo clavado en la cruz.


Me amó y se entregó por mí hasta morir.

Creo que Jesús es el Señor, el Rey, el Salvador, el gran triunfador de la muerte, del pecado y del
diablo.

Rey de reyes y Señor de señores.

La Virgen María, modelo de la santidad de la Iglesia

1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la
Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa
e inmaculada» (Ef 5, 25-27).

El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la
santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en
vencer el pecado para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).

2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que
están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla.

Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de
gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena
adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»
(Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de
la santidad auténtica que se realiza en la unión con Cristo.

3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este
itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, aceptando la
Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende
también a la misión de la Iglesia.

4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la
Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia
con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la
Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes.
La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que
colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»
(Lumen gentium, 65).
Jesús perdona siempre

Jesús dio la vida por todos, inclusive por sus enemigos. En él tenían cabida todos los seres
humanos, en especial los más despreciados. El no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores
y no pedía sacrificios, sino misericordia (Mt 9,13). Jesús practicaba y enseñaba a otros a practicar
la lección más difícil: pasar haciendo el bien y perdonar y a Pedro le manda que perdone
siempre (Mt 18,21). La reconciliación perfecta la hizo Jesús, él es el único mediador entre Dios y
los seres humanos (1Tm 2,5). Él murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos, a quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros (2Co 5,14-21). Cristo nos ha reconciliado con Dios “por medio de la cruz, destruyendo
en sí mismo la enemistad…; por él tenemos acceso al Padre en un mismo espíritu” (Ef 2,14-18).

Jesús excusa y perdona a sus enemigos y así se lo pide al Padre: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23,34). Hasta ese punto llegó el perdón de Jesús. Jesús no se dejó
vencer por el mal, sino que venció al mal con el bien (Rm 12,21).

Jesús no sólo anuncia este perdón, sino que además lo ejerce y testimonia con sus obras que
dispone de este poder reservado a Dios (Mc 2, 5-11). Jesús nos manda amar a los enemigos,
hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen (Lc 6, 27-35). Al perdonar
ponemos la medida del perdón, pues con la medida que midamos se nos medirá (Lc 6,36-38).

Jesús sentía compasión cuando veía a las multitudes vejadas y abatidas, como ovejas sin pastor
(Mt 9,36); cuando veía a los ciegos, a los paralíticos y a los sordomudos que de todas partes
acudían a él, (Mt 14,14); cuando se daba cuenta de que las personas que le habían seguido
durante días estaban fatigadas y hambrientas (Mc 8,2). Hay parábolas en las que habla del
perdón.

Jesus nos invita a la vida eterna

Sería fantástico que todos le hiciéramos al Señor aquella pregunta que un día un joven le
planteara: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?" (Mc. 10, 17; Mt. 19,
16) ¿cómo me puedo ganar mi entrada al Cielo?

Dejemos que sean las Escrituras las que nos muestren lo que debemos hacer.

1.- CUMPLIR LOS MANDAMIENTOS

2.- CREER, PERSEVERAR HASTA EL FINAL Y OBRAR EN CONCORDANCIA A LA FE

3.- LA EUCARISTÍA

Yo Soy la Resurrección y la Vida:


El amor de Jesús se hace presente en las situaciones más difíciles y complicadas. La muerte y la
corrupción no logran mantenerlo lejano y su presencia nos llena de una sana esperanza. Ahora,
igual que en aquel tiempo, nos ordena quitar la losa que tapa la vida y que confina a la
oscuridad. Nos ordena creer y comprometernos con Él que es la vida. A pesar de todos los
obstáculos, la invitación de Jesús a creer sigue en pie. Quizás también nosotros estemos
tentados a expresarle nuestro pesimismo porque sentimos que ya nada puede hacerse, no
encontramos salidas. Nuestro país huele a corrupción, huele a miedo, a terrorismo y a droga,
nuestras familias no perciben el aroma de la armonía y del cariño, todo huele mal. Pero cuando
todo huele mal, Jesús está ahí cerca del que tanto ama. No le importan sus olores, para Jesús
sigue siendo el amigo: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. De la fe nos lanza a
la acción; pero de una verdadera fe, la misma que le ha exigido a Marta. No solamente creer
teóricamente en la resurrección, sino experimentar vivamente que Jesús es la resurrección y la
vida. Y Jesús no habla de una resurrección allá, lejana, al final, sino que nos manifiesta su
compromiso por la vida ahora, aquí, en medio de todo. Para esto se requiere la fe pero también
poner a Jesús como fuente de nuestra vida, de nuestras actividades y de nuestro interior.

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