Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Si leemos el encantador Evangelio de Marcos, nos encontramos como mandato final de Jesucristo con
estas palabras: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.
Un mandamiento que entraña una grave obligación, porque la salvación la ha condicionado Dios a la fe y
al bautismo, ya que sigue diciendo Jesús: El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a
creer, se condenará.
La oración más importante donde profesamos nuestra Fe, es el Credo. Es algo más que una oración. Con
el expresamos el contenido esencial de nuestra fe y con él nos confesamos hijos de Dios y manifestamos
nuestra creencia de una forma muy concreta y exacta.
Proclamar el Credo es afirmar lo que somos y que tenemos muy presentes en nuestra vida espiritual y
material cada una de las afirmaciones que decimos.
Jesús vivió más pobre que yo por amor y nada más que por amor.
Jesús se dejó matar, flagelar de forma Terrible, coronar de espinas por amor a mí y por mí murió
clavado a un madero, firmando con sangre su amistad.
Creo que Jesús es el Señor, el Rey, el Salvador, el gran triunfador de la muerte, del pecado y del
diablo.
1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la
Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa
e inmaculada» (Ef 5, 25-27).
El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la
santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en
vencer el pecado para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).
2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que
están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla.
Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de
gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena
adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»
(Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de
la santidad auténtica que se realiza en la unión con Cristo.
3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este
itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, aceptando la
Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende
también a la misión de la Iglesia.
4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la
Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia
con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la
Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes.
La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que
colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»
(Lumen gentium, 65).
Jesús perdona siempre
Jesús dio la vida por todos, inclusive por sus enemigos. En él tenían cabida todos los seres
humanos, en especial los más despreciados. El no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores
y no pedía sacrificios, sino misericordia (Mt 9,13). Jesús practicaba y enseñaba a otros a practicar
la lección más difícil: pasar haciendo el bien y perdonar y a Pedro le manda que perdone
siempre (Mt 18,21). La reconciliación perfecta la hizo Jesús, él es el único mediador entre Dios y
los seres humanos (1Tm 2,5). Él murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos, a quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros (2Co 5,14-21). Cristo nos ha reconciliado con Dios “por medio de la cruz, destruyendo
en sí mismo la enemistad…; por él tenemos acceso al Padre en un mismo espíritu” (Ef 2,14-18).
Jesús excusa y perdona a sus enemigos y así se lo pide al Padre: “Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23,34). Hasta ese punto llegó el perdón de Jesús. Jesús no se dejó
vencer por el mal, sino que venció al mal con el bien (Rm 12,21).
Jesús no sólo anuncia este perdón, sino que además lo ejerce y testimonia con sus obras que
dispone de este poder reservado a Dios (Mc 2, 5-11). Jesús nos manda amar a los enemigos,
hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen (Lc 6, 27-35). Al perdonar
ponemos la medida del perdón, pues con la medida que midamos se nos medirá (Lc 6,36-38).
Jesús sentía compasión cuando veía a las multitudes vejadas y abatidas, como ovejas sin pastor
(Mt 9,36); cuando veía a los ciegos, a los paralíticos y a los sordomudos que de todas partes
acudían a él, (Mt 14,14); cuando se daba cuenta de que las personas que le habían seguido
durante días estaban fatigadas y hambrientas (Mc 8,2). Hay parábolas en las que habla del
perdón.
Sería fantástico que todos le hiciéramos al Señor aquella pregunta que un día un joven le
planteara: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?" (Mc. 10, 17; Mt. 19,
16) ¿cómo me puedo ganar mi entrada al Cielo?
Dejemos que sean las Escrituras las que nos muestren lo que debemos hacer.
3.- LA EUCARISTÍA