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multiculturalismo
María Luisa Femenías
<*>
Universidad
Nacional
de Quilines
Editorial
El género del
multiculturalismo
UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES
Rector
Daniel Gómez
Vicerrector
Jorge Flores
El género del
multiculturalismo
María Luisa Femenías
Universidad
Nacional
de Quilmes
Editorial
Bernal, 2007
Colección Derechos humanos
Dirigida por María Sonderéguer y Baltazar Garzón
ISBN 978-987-558-115-9
CDD 306
ISBN: 978-987-558-115-9
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
/
Indice
Agradecimientos ..............................................................................11
Introducción .................................................................................... 13
I 11
No hubiera podido realizar buena parte de esta tarea si algunas
instituciones y su gente no hubieran depositado en mí su confianza.
Aprecio sinceramente el apoyo constante de la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad Nacional
de La Plata (UNLP), donde concentro la mayor parte de mi trabajo, y el
apoyo de mis colegas. También mi agradecimiento al Instituto
Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEG) de la Facultad de
Filosofía y Letras (FFL) de la Universidad de Buenos Aires (u b a ), del
que soy miembro fundadora, a su directora y, en especial, a mis cole
gas de la revista Mora, con quienes durante más de diez años venimos
bregando por una causa común; y más recientemente, al Centro
Interdisciplinario de Investigaciones en Género de la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Mi reconoci
miento también a la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) que, por
intermedio de María Sonderéguer, me ha invitado a participar en esta
colección.
Por último, agrego un reconocimiento especial a mis amigos
(colegas o no). En especial, a María Spadaro quien ha leído los borra
dores preliminares de este libro realizando, como es su costumbre,
observaciones tan agudas y severas como pertinentes. A todos en
general, les agradezco sobre todo (y más que todo) que me acompa
ñen constantemente con su amistad, su apoyo y la generosidad de su
tiempo. A mis discípulos/as -citados o no- agradezco sus ganas de
seguir trabajando en estos temas y la capacidad de “contagio” que
poseen.
1 Bello Reguera, G., El valor de los otros: más allá de la violencia intercultu
ral, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006, p. 15.
I 13
Estado nacional, se sumó la llegada de los primeros conquistadores
españoles (incluso de muchos criptojudíos y musulmanes llegados
con ellos, quienes huían de las persecuciones inquisitoriales en
España y Portugal) y de los esclavos traídos del continente africano.
Con posterioridad, las olas inmigratorias sumaron contingentes
de ciudadanos provenientes de los diversos estados europeos (espa
ñoles, italianos, ingleses, alemanes, franceses, galeses, suizos, pola
cos, rusos, ucranianos, entre otros), de la inmigración judía de
Europa oriental y de Medio Oriente, de la población árabe (musul
mana, judía y cristiana) proveniente de Medio Oriente y de Africa,
de núcleos diversos de colectividades gitanas (provenientes de
España, en su primer momento, como luego de Grecia, Hungría,
Serbia, Moldavia, Rusia o Rumania), de un núcleo importante de
migrantes de la colectividad armenia y de la sostenida migración de
los países latinoamericanos (en particular de Bolivia, Perú,
Paraguay, Chile y Uruguay).
Por último, en la segunda mitad del siglo XX, se sumó el arribo de
grupos de la colectividad japonesa y, hacia fines de siglo, de las colec
tividades china y coreana, por lo que el arco de la diversidad cultural
argentina incluyó a gran parte de los grupos étnicos, nacionales y
culturales del planeta.2
Introducción | 15
mente es considerado un modelo paradigmático de Estado multicul
tural y multirracial.4
Identidades culturales y marcos legales: lo social y lo político, en
palabras de Hannah Arendt; la dialéctica de las identidades cultu
rales y de los derechos políticos, para Seyla Benhabib. Sea como
fuere, la convivencia de diferentes culturas, etnias, religiones, histó
ricamente ha involucrado procesos pacíficos o sangrientos, negocia
ciones bajo presión o bien intencionadas, acuerdos y leyes justas o
discriminatorias. Más tardíamente, se han establecido marcos inter
nacionales que protegen a los individuos en situación de discrimina
ción, riesgo o marginalidad por cuestiones que hacen a la diversidad
étnico-cultural. En este libro abordaremos algunos problemas y
algunas soluciones. Aunque, en verdad, no nos centraremos solo en
el multiculturalismo, tal como usualmente se lo presenta.
Examinaremos, por el contrario, las posiciones multiculturales
desde la filosofía de género. Nos interesaremos sobre todo en el
debate feminismo-multiculturalismo, sobre la base de lo que deno
minaremos el test de la situación de las mujeres. Porque sigue sien
do válida la observación de Charles Fourier, que en el siglo XIX
señalaba que el grado de avance de un país no ha de medirse sino
por quienes se encuentran más relegados, y lamentablemente las
mujeres siguen siendo las más relegadas.
Si efectivamente, de entre los relegados del mundo las mujeres
son aún las que estadísticamente ocupan los puestos más desventa
josos, es importante que cualquier teoría o propuesta teórica se con
Introducción | 1 7
realmente de qué hablamos en cada caso. Los ejemplos con que ini
ciamos esta introducción son ilustrativos también en la medida en
que utilizan otros conceptos (identidad, etnia, cultura, etc.) que
remiten a problemas socio-ontológicos interesantes. El panorama se
torna aún más complejo cuando el debate multicultural se interseca
con el feminismo y con los derechos humanos (DDHH) de las mujeres.
Otro tanto sucede con un conjunto de conceptos afines, algunas
veces utilizados de modo aproximativo.
Abordamos ciertos temas, primero, desde la perspectiva de los
debates suscitados en el marco de la academia, en general, estadou
nidense y europea. Luego, revisaremos otros que involucran a
América Latina o a sus gentes. Nos interesa el entrecruzamiento de
la teoría feminista con el multiculturalismo, en particular para
explorar las ventajas y desventajas que podría tener para las muje
res adoptar esa perspectiva. Por un lado, ciertos ámbitos feministas,
que atienden a las nociones de identidad y de diferencia cultural,
reconocen un antiesencialismo respecto de las nociones mismas de
identidad y de diferencia, las que reconceptualizan como meras cons
trucciones discursivas. Por otro, están quienes adoptan una perspec
tiva positiva de las diferencias y las identidades grupales, buscando
reevaluarlas y promoverlas. Ahora bien, ¿descansan ambas posicio
nes en perspectivas unilaterales de la identidad y de la diferencia?
Unos entienden que el antiesencialismo es verdaderamente escépti
co y negativo; estos consideran que todas las identidades son inhe
rentemente represivas y todas las diferencias inherentemente
excluyentes. Otros, en cambio, lo ven celebratorio y positivo. Desde
ese punto de vista, todas las identidades merecen reconocimiento y
todas las diferencias son dignas de afirmación. ¿Evaden ambas pers
pectivas enfrentadas la cuestión crucial de qué afirmaciones de iden
tidad se vinculan a la defensa de relaciones sociales de igualdad?
¿Cuáles no? ¿Cuáles pueden expandir la democracia? ¿Cuáles traba
jan en contra de la democratización de la sociedad?
Nuestro trabajo está dividido en siete capítulos. El primero,
“Multiculturalismo, multiculturalismos”, más que un juego de pala
bras intenta llamar la atención sobre la gran variedad de usos y
extensiones del término. El capítulo se divide en cuatro apartados
Introducción | 1 9
perfilamos unos espacios de encuentro entre ambas interpretaciones
y proponemos reconocer y repartir. En verdad, creemos que los cam
bios cuantitativos dan lugar a cambios cualitativos en la condición
de las personas, sus ingresos, y su usufructo de derechos. Es decir
que del número de personas que ingresa al reconocimiento y la visi-
bilización, se sigue un cambio en su real usufructo de los derechos.
En ese marco, a grandes líneas revisamos la relación entre capita
lismo y multiculturalismo.
En el cuarto capítulo nos centramos en la situación de “Nuestra
América”, retomando el título del famoso artículo de José Martí
(1891). Partiendo de las denominadas políticas de la localización,
ubicamos al feminismo latinoamericano ante el problema de las dife
rencias, la identidad y el modelo -satisfactorio o no- de las políticas
de asimilación inmigratoria que han caracterizado a nuestros paí
ses. Problemas como las fronteras, las etnias, la identidad afrolati-
noamericana o el sitio que ocupan los pueblos originarios son
presentados de modo problemático y abierto. Nuevamente analiza
mos la noción de identidad y la de reconocimiento, a los efectos de
subrayar la importancia de las identificaciones secundarias para la
construcción de algún tipo de proyecto latinoamericano, donde no se
puede dejar al margen lo que hemos dado en llamar memorias de la
crueldad.
El quinto capítulo apuesta “Por un diálogo intercultural”. Si hay
paradojas y dilemas multiculturales, solo el diálogo inter e intra cul
tural será capaz de superarlas. Por ello, no solo apostamos al valor
del diálogo, sino que elaboramos algunas líneas indicativas de posi
bles caminos dialógicos y sus límites. Ante la expansión de las tesis
actuales sobre la ineludible confrontación Oriente-Occidente, quie-'
nes estamos complejamente vinculados a los unos y los otros debe
mos intentar caminos alternativos de, en palabras de Ofelia
Schutte, comunicación intercultural.
El sexto capítulo, “¿Qué nos queda del multiculturalismo?”, es
una suerte de balance entre los defensores acérrimos del multicultu
ralismo y sus detractores. No se puede obviar la pluralidad cultural;
tampoco se pueden construir “otros” desde los centros hegemónicos
en términos de dicotomías establecidas en tanto la “barbarie”, la
Introducción | 2 1
Capítulo 1
Multiculturalismo, multiculturalismos
Situar el multiculturalismo
Quienes se ocupan del debate actual sobre las nuevas formas de con-
flictividad social, caracterizan a las sociedades pos (que incluyen la
modernidad tardía, la posmodernidad, la globalización) según la tesis
generalizada de que actualmente la lucha de clases -o cuestión obre
ra - ha dejado de ser el eje fundamental de los conflictos.1Así, en las
dos o tres últimas décadas se ha venido desarrollando una nueva
línea de investigación que sitúa la conflictividad social en torno a lo
que se ha dado en denominar los “nuevos movimientos sociales”, que
constituyen lo que a veces se ha denominado “una extraña multipli
cidad”. Suele incluirse bajo ese rubro a “una variedad de movimien
tos incluyendo el ecologismo, el feminismo, los movimientos
gay-lésbicos, los movimientos de jóvenes, los pacifistas y los movi
mientos étnicos. A diferencia de las clases que se integran sobre la
base del conflicto de intereses (aunque de un tipo que puede ser solu
cionado), estos movimientos se refieren a la identidad y no pueden
resolverse de manera sencilla”.2 En efecto, la sistematización de
| 23
Darhendorf, a la que remite Ana de Miguel, propone las tesis clási
cas de que la conflictividad surge porque la sociedad por completo, y
cada uno de sus elementos, está sometida todo el tiempo a un cam
bio constante (tesis de la historicidad); que la sociedad es un siste
ma de elementos contradictorios entre sí y por tanto explosivos (tesis
de la explosividad); que en una sociedad dada cada elemento contri
buye a su cambio (tesis de la disfuncionalidad y la productividad); o,
por último, que gracias a la coacción de algunos miembros de la
sociedad sobre otros, una sociedad logra mantenerse (tesis de la
coacción). A esto debe agregarse, según De Miguel, la tesis de la com
plejidad de intereses que responde más propiamente a la situación
de nuestros días.3
Actualmente, en la realidad posindustrial los conflictos sociales
surgirían, o bien debido a una desigual distribución de la autoridad
entre personas y grupos, mostrando la insuficiencia estructural de
las sociedades, o bien a la desigual distribución de reconocimiento
entre los diferentes grupos e individuos que conforman una socie
dad.4 La falta de reconocimiento como capital simbólico de algunos
miembros de una determinada sociedad -o su distribución inequita
tiva- resulta en una fuerza reactiva aunque se trate de una estruc
tura política considerada igualitaria. Se generan así reclamos, en
muchos casos masivos, de reconocimiento identitario, fundamental
mente por parte de grupos invisibilizados o discriminados en el
orden social o político; disfuncionalidad que suele ser controlada por
coacción.5 Los más recientes movimientos sociales responderían a
esa dinámica. Entre los más significativos, los reclamos basados en
Capítulo i | 25
mo basado en el reconocimiento al basado en el miedo, cuya línea
filiatoria hacen retrotraer hasta Montesquieu.8 También dentro del
multiculturalismo, unos centran sus reclamos en los derechos grupa
les mientras que otros los rechazan fuertemente, como veremos en el
capítulo 2, en el que nos extenderemos sobre estas cuestiones.
Incluso, algunos identifican el multiculturalismo como liberal o radi
cal, según el acento que se ponga en los modos de asimilación o recha
zo de los modelos societarios.
Sea como fuere, lo que sí queda claro es que no se puede exami
nar el multiculturalismo sin hacer referencia a los supuestos filosófi
cos sobre los que se basa. Aunque muchas veces se confíe,
ingenuamente, en que una posición multicultural conduce privilegia
damente a cierto orden propio e inmodificado de cada una de las dife
rentes “culturas”, lo cierto es que depende en buena medida de los
marcos conceptuales de sus autores. Un término clave en todos los
casos es “diferencia”. Cómo se la entienda delimita y refuerza seme
janzas o divergencias, rasgos o supuestos, aportando un grado siem
pre interesante, nunca neutro, y en la mayor parte de las veces
inestable, de construcción y comprensión ad hoc.
Por nuestra parte, como ya adelantamos, nos interesa atravesar
los análisis del multiculturalismo con la variable “género”. En otras
palabras, contrastarlo con parámetros feministas. En parte, porque
el feminismo fue, desde la década de 1960, el primer gran movimien
to social que alcanzó visibilidad y presencia pública. En parte tam
bién, porque nos mueve el interés de examinar los aportes del
movimiento multicultural a la causa de las mujeres y sus derechos.
Por tanto, no lo estudiaremos qua movimiento social desde un punto
de vista sociológico o antropológico; solamente de ser necesario remi
tiremos a algunos ejemplos. En cambio, revisaremos algunas polé
micas teórico-filosóficas en torno a las cuales se exigen derechos o se
fundamentan reclamos.
Previamente, el término mismo de “multiculturalismo” merecerá
ciertas consideraciones más específicas. Esto es necesario en virtud
Capítulo 1 | 27
con aparente neutralidad ética- encubren virtualidades prescripti-
vas. En especial cuando se potencian en redes conceptuales cuyos
sustratos teórico-filosóficos así lo permiten. Por tanto, un primer
paso necesario es distinguir algunas redes conceptuales para mos
trar ciertas articulaciones. En principio, identificaremos tres redes
que, como se verá, si bien están imbricadas, abarcan zonas concep
tuales de amplitud diversa.
Primera red
Capítulo i | 29
Una veta desafiante e inversa toma el artículo de Stanley Fish en
la misma compilación.13 Comienza con la afirmación de que hay dos
versiones del multiculturalismo, que denomina “de boutique” y
“fuerte” (strong). La primera es una mera folclorización o etnización
de restaurantes, festivales, ropas, como modos de incorporar al
“otro” de manera chic -es decir, en clave exótica-, donde la exalta
ción de vestimentas y de opiniones, sin el menor filtro o parámetro
ético, resulta en una suerte de “feria estética” de la heterogeneidad,
que prolifera sin cauce. Según Fish, su crítica no implica desconocer
las diversas herencias culturales. Por el contrario, reserva la deno
minación de “multiculturalismo fuerte” al que se origina en las polí
ticas de la diferencia,14 Es “fuerte” -añade- en la medida en que
“valora la diferencia por sí misma como manifestación de algo bási
camente constitutivo”. Sin profundizar en el carácter ontologizante
de esta afirmación, encamina su argumento hacia “el respeto y la
tolerancia que los núcleos {core) de todas las culturas merecen”.
Ahora bien, Fish considera que esto desemboca en una situación
dilemática (que se retomará más adelante) que puede resumirse en
que: o bien se extiende la tolerancia hasta el núcleo mismo de la
resistencia cultural (lo que disuelve la diferencia) y el consecuente
sentido del multiculturalismo; o bien se llega a situaciones de into
lerancia (su ejemplo es la condena a muerte del poeta S. Rushdie por
Jomeini), en términos de eliminación real o simbólica del otro. El
multiculturalismo fuerte elige -según Fish- la segunda opción. Por
tanto, es reactivo, antidemocrático, etcétera.
Revisemos ahora el epígrafe de D. B. Pankratz (1993) con el que
iniciamos este capítulo. En principio, pone sobre aviso respecto de las
precauciones del autor para acercarse al tema; a la vez, advierte que
nos enfrentamos a un término poco claro, cuya definición involucra
elementos variables.15 Leemos nuevamente: “Pero demostrar que
una sociedad es racial, étnica y culturalmente diversa no es suficien
16 Ibid., p. 18.
Capítulo 1 | 31
incluyen como rasgo diferencial la identidad cultural.17 Porque
-sostiene—en el
John Rex (1996), por su parte, vuelve a subrayar que “el significado
del término multiculturalismo es particularmente oscuro”.19 No obs
tante, traza una serie de distinciones que involucran la esfera pública
y la privada, lo que le permite establecer al menos cuatro categorías:
17 Ibid., p. 20.
18 Ibid., pp. 20-28.
19 Rex, J., op. cit., p. 13.
Capítulo i | 33
to y cómo la cultura occidental influye profunda e indeseablemente
sobre las demás culturas, invisibilizándolas o haciéndoles perder su
verdadera identidad.24
Desde otro contexto, Mary Nash: “Frente a la visión rígida y
ahistórica de un mosaico inconexo de culturas [y] entre las múlti
ples propuestas de definición del multiculturalismo”, se interesa en
señalar aquellas que tienen una visión dinámica, relacional y com
pleja y adopta la siguiente definición de Modood y Werbner: “el
multiculturalismo es el resultado político de las luchas y negocia
ciones colectivas en relación con las diferencias culturales, étnicas,
raciales”.25
Esta perspectiva entiende el multiculturalismo como un proceso
dinámico y plural, sin verlo reducido a una única interpretación o a
una visión homogénea. Ajuicio de Nash, el multiculturalismo cons
tituye un reto al eurocentrismo, que pretende forzar la heterogenei
dad cultural en una expresión única de cultura paradigmática, como
una realidad ontológica, como el centro de gravedad del mundo. Por
tanto, propone una perspectiva crítica, abierta, policéntrica, como
expresión plural de otros universos y otras propuestas culturales.
Privilegia lo que denomina “un multiculturalismo crítico” al que des
cribe como “una visión integradora que pretende entender los meca
nismos de opresión y de discriminación o de libertad y de
reconocimiento, en múltiples sitios y dimensiones”.26
Con una propuesta más útil para nuestro trabajo, Leciñana
Blanchard prefiere distinguir dos niveles de alcance del término
multiculturalismo, que interpretaremos en tanto un primer sentido,
“más abarcador, que se vincula con lo que en la academia se deno
minan ‘políticas de la identidad’ o ‘políticas del reconocimiento’ en
referencia a los nuevos movimientos sociales, que como el multicul
turalismo, proponen en general cambios, a partir de la politización
de las diferencias”. Y un segundo sentido que engloba “‘formas de
Capítulo i | 35
Por tanto, en un segundo paso, es necesario deslindar “multicul-
turalismo” de otro conjunto de términos afines utilizados indistinta
mente, la mayoría de las veces de manera laxa, casi intercambiable,
cuya precisión depende en buena medida de los contextos, la época
y el rigor metodológico de las disciplinas involucradas. Pero previo a
todo ello, conviene considerar, aunque sea brevemente, la noción de
“cultura” que, como muy bien vimos en Vann Woodward, se pospone
a “multi” en un intento por dar espesor significativo al concepto.
Cultura
Capítulo i | 37
la mayor parte de los términos.36 En vez de brindar su propia defi
nición, prefiere adoptar algunos rasgos ya marcados por otros estu
diosos. En ese sentido: 1) involucra un proceso general de desarrollo
intelectual, espiritual y estético (Raymond Williams); 2) un modo
particular de vida, sea de un pueblo, un grupo o un período históri
co (R. Williams); 3) prácticas de trabajo intelectual y artístico, deno
minadas “prácticas significativas” (estructuralismo). Para Storey,
cuando se habla de “cultura popular” se hace referencia a la segun
da y tercera formas de entender la cultura. Las denominadas “sub-
culturas juveniles”, por ejemplo, son propias de la segunda forma en
tanto que vividas y de la tercera en tanto que expresiones estéticas.
Ahora bien, Storey hace notar también que no se puede estudiar
la noción de cultura en general y de cultura popular en particular,
sin recurrir a la noción de ideología, “[...] la categoría conceptual
más importante en los estudios culturales”. Es bien sabido que la
noción de “ideología” también tiene muchos significados. Storey
recoge sus rasgos más significativos, así constituye: 1) un cuerpo sis
temático de ideas articulado por un grupo especial de personas, una
colección de ideas sociales, políticas y económicas que nos informan
de las actividades y aspiraciones de un grupo (por ejemplo político)
y de las personas adscriptas a él; 2) una cierta distorsión, enmasca
ramiento u ocultamiento (tal como en la concepción marxista) que
lleva a una “falsa conciencia”. En este sentido, suele hablarse de
ideología capitalista, y, en sentido amplio, en referencia a otras rela
ciones de poder por fuera de las de clase, de, por ejemplo, ideología
patriarcal; 3) “formas ideológicas”, uso que pretende llamar la aten
ción sobre textos (televisión, canciones pop, películas, etc.) en los que
siempre hay presente alguna imagen del mundo que presupone sig
nificaciones ideológicas y políticas; 4) un conjunto de prácticas,
según Louis Althusser, sobre todo en la vida cotidiana (rituales y
costumbres que nos atan a un orden social determinado), marcado
ideológicamente y que reproduce las condiciones sociales necesarias
para que tal ideología persista; 5) un trabajo a dos niveles -con
Roland Barthes-, primero, el nivel de las connotaciones y, segundo,
Capítulo i | 39
emerge de la “negociación”, de la mezcla de intenciones, tanto desde
“abajo” como desde “arriba”, buscando su punto de equilibrio entre
resistencia e incorporación, donde el arte suele ser el catalizador de
las nuevas formas. El proceso de construcción de la hegemonía
muestra cómo los grupos dominantes de una sociedad negocian con
los líderes oponentes en un terreno que les reasegura su continuidad
en el liderazgo, por fagocitación y neutralización.39 Es fácil detectar
esta maniobra de vaciamiento, trivialización y desarticulación en los
reclamos de las mujeres, por ejemplo, en los medios de comunicación
y en muchos programas de divulgación y actualización teórica.
La “cultura” genera además un conjunto de preguntas: ¿en qué
medida una cultura se tiene o se crea? ¿Qué factores relativos al
mundo deben considerarse innatos y cuáles sujetos a cambio? ¿Cómo
entender el pluralismo cultural? ¿Cuál es la diferencia que define a
cierta comunidad cultural o a cierto individuo como culturalmente
diferentes? ¿En qué medida -y cómo- la cultura que tenemos consti
tuye un a priori a partir del cual creamos cultura? ¿Qué es la iden
tidad cultural? ¿Cómo la ejercemos? ¿De qué manera el consumo
deliberado, consciente, programado (o no) de cultura es una forma
de satisfacer funciones sociales de legitimación? La respuesta a
todos o algunos de estos interrogantes está lejos de poder darse en
este libro; simplemente retomaremos algunas de ellas, que en prin
cipio tendrán un tratamiento instrumental.
Benhabib considera que la cultura se ha vuelto un sinónimo ubi
cuo, un indicador y un diferenciador de la identidad.40 Hace remon
tar a Herder una caracterización de kultur -en sintonía romántica-
como representación de valores, significados, signos lingüísticos y
símbolos compartidos por un pueblo, considerado en sí mismo como
una entidad significativa y homogénea. Así, la cultura se refiere a
formas de expresión a través de las cuales el espíritu de un pueblo se
manifiesta en forma diferenciada a la de los demás. En este sentido,
la cultura incluye relatos y actitudes de segundo orden que implican
cierta actitud normativa hacia los relatos y las acciones de primer
41 Ibid., p. 28.
Capítulo 1 | 41
ción de la cultura (que también señala N. Fraser); de entender la cul
tura como propiedad exclusiva de una etnia o raza; de enfatizar la
homogeneidad interna de una cultura (tal como antes lo había adver
tido E. Said al analizar el orientalismo); de tratar a las culturas como
emergente e insignia de un cierta identidad grupal. Contrariamente
a estas concepciones, Benhabib considera la cultura como el conjun
to significativo y representacional de las prácticas humanas, que
implica organización, atribución, división interna de relatos en con
flicto y diálogo intra y extra culturales. Que la cultura de cierto grupo
se esencialice u homogenice tiene que ver con la construcción de cohe
rencia y estabilidad que un observador social externo le sobreimpri-
me donde los participantes mismos de la cultura en cuestión ven
movilidad, desafío a las tradiciones, rituales y símbolos, herramien
tas y condiciones materiales compartidas y narraciones controversia-
les comunes como condiciones materiales de la vida. En ese sentido,
estas caracterizaciones recogen también lo que el pensamiento posco
lonial ha denominado cultura del “colonizador”, en términos más
amplios que la mera ocupación territorial.
Heterogeneidad
Pluralismo
Capítulo 1 | 43
autores, por ejemplo, subrayan que todos y cada uno de nosotros per
tenecemos a varias “culturas” a la vez; en realidad, a una pluralidad
de culturas, en tanto occidentales, de tal país y religión, que habla
tal o tales idiomas, que pertenece a una clase social determinada,
etc. Lejos de definirnos por una cultura que marca identitariamente
con fuerza, participamos a la vez de muchas, que además son cam
biantes.43 Con esta fluidez en mente, G. Baumann acuña la noción
de “multiculturalismo pluralista”. Sin embargo, el “multiculturalis
mo” tiende a presuponer una concepción centrada en la cultura,
entendida de manera más o menos homogénea, donde no se debili
tan los contornos de las unidades originarias que conforman el
grupo. Por esa razón, reservaremos la noción de “pluralismo” para
las concepciones menos estáticas y ontologizantes de la cultura con
énfasis en sus portadores y en la identificación que respecto de ella
sienten los individuos involucrados.
Rex, por su parte, asume una caracterización antropológica
de sociedad plural,44 Sin presentar una definición precisa, toma de
Furnivall una serie de características que sistematizamos del
siguiente modo: una sociedad plural es aquella en la que viven jun
tos diferentes grupos étnicos que interactúan entre sí solo en el
espacio del mercado. Esto significa para Rex que es plural en dos
sentidos: el primero, que cada comunidad étnica existía separada
mente según sus propios criterios socio-morales y organizativos; el
segundo, que el mundo privado y el comunal están separados del
espacio del mercado. Sin embargo, una caracterización de este tipo
no parece suficiente para las sociedades complejas del mundo actual
donde, precisamente, se desarrolla el multiculturalismo. Si una
sociedad plural implica que se vayan tejiendo juntas, moralidad
(costumbres) y comunidad, no queda claro cuál sería la diferencia
con la sociedad multicultural que el mismo autor defiende, según
vimos, más arriba. En efecto, los dos primeros modelos ya menciona
dos, es decir que una sociedad unitaria en la esfera pública permita
Diversidad
Capítulo 1 | 45
les han potenciado diferencias y diversidades continentales produ
ciendo una gama de resultados ampliamente divergentes. Es decir,
autores como Appiah potencian la capacidad de las culturas de con
tinuar sus procesos de diversificación a pesar de las políticas homo-
geneizadoras que impone el denominado imperialismo cultural de
Occidente. Así, el inglés resultante de la colonización de la India,
hasta cierto punto, no es similar al que se ha producido en los
Estados Unidos u otras ex colonias inglesas. Es decir, las tensiones
glo-locales continúan un trabajo constante de homologación-diversi-
ficación, porque las sociedades no son estáticas y precisamente en
eso consiste la creación de cultura.
Otros autores subrayan que el acento puesto sin más en la
“diversidad cultural” implica que se la considera buena en sí misma.
Prima facie, sin embargo, son cuestiones de diferente orden: por un
lado, numérico, por otro, axiológico. Por tanto, la “diversidad” es pre
ferible o aconsejable solo bajo ciertas circunstancias, no “en sí”.
Como bien advierte Gutmann, “no todo aspecto de la diversidad cul
tural es digno de respeto; el racismo y el antisemitismo -son ejem
plos obvios- no pueden ser respetados, aunque haya que tolerar
ciertas expresiones u opiniones racistas y antisemitas”.47 Del sexis-
mo, podríamos decir otro tanto. Sin embargo, habría al menos tres
razones básicas por las que la diversidad cultural debería aceptarse:
1) culturas diferentes pueden tener valores importantes también
diferentes que enriquezcan a la sociedad como un todo; 2) la organi
zación social y cultural de las minorías brinda protección y sostén
emocional a esa comunidad, intercediendo entre el individuo y el
Estado, algo que Durkheim denominó división del trabajo en una
sociedad, vinculada a los modos en que es (o no) orgánicamente soli
daria; 3) la etnia suele proporcionar una solidaridad de grupo que
favorece que sus miembros logren luchar efectivamente por los dere
chos de todos sus miembros.48 Si se toman conjuntamente estas
sugerencias, lejos de que las culturas hegemónicas se sientan ame
Segunda red
Cosmopolitismo
Capítulo 1 | 47
Algunos filósofos han remontado los orígenes mismos del mul
ticulturalismo a las críticas que G. W. Leibniz formuló precisa
mente al proyecto de paz perpetua de Charles Irénée abate de
Saint-Pierre. Sobre todo, por lo que pueden contener de críticas
avant-la-lettre a los planteamientos kantianos.50 Ciertamente,
mientras que Leibniz puso el acento en los aspectos materiales del
universalismo, donde las distintas culturas fueron entendidas
como mónadas indestructibles, el proyecto kantiano, en cambio, es
fundamentalmente formalista. En ese sentido, pretende encon
trar la organización y las medidas políticas (supranacionales)
necesarias para asegurar la paz indefinidamente. Porque, como se
sabe, Immanuel Kant, al retomar el proyecto de paz perpetua,
elevó como deber práctico-moral la supresión de la guerra expre
sando su veto irrevocable: no debe haber guerras, en claro recha
zo de la tradición agustina de hacer la guerra para conquistar la
paz.ñl
De manera que, en síntesis, el “cosmopolitismo” viene de la
mano del universalismo kantiano, de la noción ilustrada de “igual
dad” y de la esperanza del futuro (o progreso), dentro de cuyo orden
se ubican los distintos pueblos y culturas. Esto trae como “benefi
cios” un criterio universal de justicia, la paz entre los pueblos y los
elementos clave para la construcción de una ciudadanía universal,
es decir, cosmopolita. Entonces, si el multiculturalismo gira en
torno a nociones como identidad y reconocimiento, el cosmopolitis
mo, en cambio, se vincula más a los derechos formales y a las leyes;
al individuo más que al grupo, al progreso más que a las tradicio
nes, al orden del mundo más que al orden del grupo.
50 Cf. Saint Pierre, Charles Irénée Castel abbé de, Projet pour rendre la paix
perpétuelle en Europe (1713); precursor en muchos sentidos del pensamiento de
las luces y hábil negociador del Tratado de Utrecht de 1712-1713, que inspiró la
idea de una sociedad de naciones. Kant, I., Hacia la paz perpetua (1795); Roldán,
C., “Las raíces del multiculturalismo en la crítica leibniziana al proyecto de La
paz perpetua”, en Nicolás, J. A. y Arana, J. (eds.), Saber y conciencia, Granada,
Comares, 1995, pp. 369-394.
51 Kant, I., Hacia la paz perpetua (1795); Roldán, C., op. cit.
Capítulo 1 | 49
los sexos (como en S. de Beauvoir y sus seguidoras), aproximada
mente desde la década de 1970, buena parte de la producción femi
nista aboga por una crítica radical que insta a abandonar el
paradigma igualitarista, ahora desvalorizado. En su afán por desar
ticular un modelo político que legitimaba en el derecho sucesorio y
en la soberanía del rey por derecho divino un orden social natural,
los filósofos modernos alimentaron la tesis del contrato. Las muje
res, por su parte, solo pudieron mostrar sus límites. Como lo denun
ciara Olympes de Gouges —pocos días antes de ser guillotinada en
1793- en su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudada
na, una vez más la igualdad se quedó “corta”. Aunque se la extendió
a otros estamentos de la sociedad, no alcanzó a mujer alguna, ni a
los negros o a los pobres, fuesen varones o mujeres.54 Llevó casi dos
siglos ir desarticulando ciertos sistemas de exclusiones, y muchos
restan aún, contenidos en las implementaciones del dictum universal
de la igualdad.
Las mujeres consiguieron la igualdad real poco a poco y a costa
de los grandes movimientos, como el de las sufragistas, o más ade
lante en los años 1960, el de mujeres en general. Porque, la igualdad
(formal) históricamente siempre se vio limitada -en palabras de
Foucault- por mecanismos de exclusión. De modo que, un conjunto
de maniobras más o menos implícitas especificaron la proclamada
universalidad, según las condiciones hegemónicas de poder. Estas
tensiones generaron como efecto un movimiento de inclusión / exclu
sión, respecto de cierto número de individuos: paradigmáticamente
incluyó a los varones (los iguales) y excluyó a las mujeres (las idén
ticas, según Amorós; las diferentes o lo otro, según Beauvoir).
Ahora bien, la noción de igualdad siempre ha sufrido una tensión
entre su enunciación formal y su aplicación material. En efecto,
debemos a Rousseau un modelo de igualdad material (económica y
política) anudado al concepto de libertad y no como mera igualdad
ante la ley. Incluso en aquellos países en que los grupos tradicional
mente excluidos han obtenido su igualdad jurídica o política, la
Universalismo
Capítulo 1 | 51
resultaba hasta cierto punto una novedad. Por entonces, los dere
chos, donde los había, eran estamentarios; se obtenían por rango,
sangre, cuna, o don divino. Corresponde al jurista francés René
Cassin la calificación de “universal” atribuida a la Declaración, indi
cando así su internacionalidad. Solo a partir de las premisas ilustra
das de igualdad y de universalidad, pudo cualquier ser humano -ya
no en carácter de privilegio—reivindicarse como legítimo demandan
te o portador de un derecho. La Declaración es, de ese modo, el punto
de partida de una serie de constituciones, convenciones o pactos
internacionales que han desarrollado, implementado, regulado los
derechos enumerados en ella, abriendo las puertas a la lucha contra
la discriminación.
De esta enunciación formal en más, las condiciones de posibilidad
del acceso material al disfrute de tales derechos marcó las luchas rei-
vindicativas de los siglos subsiguientes. Sobre todo en la medida en
que la Declaración es universalista, pero los gobiernos, o los grupos
de interés, en la mayoría de los casos no lo son. Por tanto, si bien la
Ilustración pregonó libertad, igualdad y fraternidad, ese lema no se
cumplió efectivamente, ni siquiera para todos/as los/as europeos/as
que pelearon por él. Mucho menos aún para los pobladores de las
colonias o de los pueblos y culturas tachados de primitivos. Con todo,
el universal formal -entendido como medida e ideal regulativo- sirve
para contrastar su efectividad real. En otras palabras, la distancia
que media entre el universal y sus falsas hipóstasis. Como contrapar
tida, al rechazar el universal como ideal regulativo se corre el riesgo
de renunciar al lenguaje de los derechos y a sus virtualidades eman-
cipatorias, cuyo potencial no debemos desestimar ni desconocer.
Precisamente porque el universal es una noción potente es que ha
podido romper los contextos y generar la fractura epistemológica que
ha dado lugar a su apropiación y resignificación por parte de los colo
nizados. Insistimos en que -en tanto que ideal regulativo- marca un
desiderátum, un paradigma a desarrollar que permite ver cuánto
falta aún para que la mayoría de los seres humanos lo alcance. Este
es el sentido de considerar la Ilustración como una tarea inconclusa.
El feminismo, la clase obrera, el multiculturalismo y el pensamiento
poscolonial han ido mostrando descarnadamente cuán ingenuamente
Ciudadanía y derechos
Capítulo 1 | 53
ciudadanía es la calidad de ciudadano.” Bien. El Diccionario de la
Real Academia no resulta en este caso de mucha ayuda. Para
Aristóteles, los ciudadanos eran aquellos que tenían “el derecho a
participar en la función gubernativa, deliberativa o judicial de la ciu
dad”, es decir aquellos que participan en el gobierno, sea eligiendo,
sea siendo elegidos.59 Históricamente, si bien la teoría democrática
ha garantizado la igualdad y otorgado derechos de ciudadanía -como
muy bien observa MacKinnon- lo ha hecho “solo a los que en cierta
medida ya eran iguales”.60 Es decir que históricamente, poco a poco,
los derechos de ciudadanía fueron concedidos a quienes eran capaces
de “asumirlos” y “ganarse” de ese modo el título de “ciudadanos”.
Así, para muchos, la ciudadanía ha sido una adquisición históri
camente reciente. En el caso de las mujeres, por ejemplo, aun sien
do denominadas “ciudadanas” solo ostentaban en calidad de
“segunda” ese título. El elemento distintivo de “elegir y ser elegido”,
según reza la definición que vimos, fue obtenido tardíamente, mucho
después de que la Revolución Francesa diera a conocer los derechos
del hombre y del ciudadano, en lentos pasos sucesivos. Incluso, en
muchos lugares del planeta, aún no se ha logrado.
Con todo, interesa subrayar que, gracias al principio de igualdad
y a la universalización del mismo, las mujeres pudieron reclamar y
exigir, su cumplimiento en tanto que un derecho humano, y así aban
donar lo que Celia Amorós denominó “la retahila de quejas”, propias
del protofeminismo. A las mujeres, como a cualquier otro ser huma
no, les correspondía por derecho propio ser incluidas en los benefi
cios de la ciudadanía, con sus garantías y sus responsabilidades. Su
ingreso a la ciudadanía plena (derechos sociales, políticos, económi
cos, etc.), les significó así el abandono de la situación de menor de
edad que habían ostentado desde tiempos remotos, con escasas
excepciones, o el ejercicio vicario de derechos. La inclusión de los
derechos de las mujeres como derechos humanos, ha sido uno de los
logros más recientes.
Diferencia
Capítulo 1 | 55
momento se la rescata como “positivamente otra”, insistiendo en su
rasgo autoafirmativo. Adquiere así un carácter distintivo; es decir,
remite a aquello que es propio o específico, sea de la etnia (o de la
raza), de la cultura, de la clase, del sexo (en términos de diferencia
sexual), de religión, etcétera.
Lo importante es que lejos de connotar inferiorización, como en
el paradigma ilustrado, se constituye en el referente por sí, propio de
las teorías “pos”. Atraviesa la categoría de sexo-género con las varia
bles de la etnia y de la cultura, cuya exigencia prioritaria ya no es la
justicia o la equidad, sino el reconocimiento de todas y cada una las
diferencias que, en tanto consideradas como positivamente otras, lo
merecen de por sí. En alguna medida, así entendida, la diferencia
recuerda el sentido especificador que tiene, a la hora de las defini
ciones, en Aristóteles. En efecto, recordemos que el estagirita define
por género próximo y diferencia específica: en este sentido, la reivin
dicación de la diferencia es la reivindicación de la especificidad de
algo: un grupo o un individuo marcado por ella.
Identidad
Reconocimiento
Capítulo 1 | 57
Rousseau y la política de la autenticidad.62 En sus desarrollos actua
les, está fuertemente influenciada por la dialéctica hegeliana del amo
y del esclavo, y es clave para la comprensión de los mecanismos de
integración social y de formación de la identidad. Pone de manifiesto
-según algunos autores en clave psicológica, según otros en clave
política- la estructura dialógica de la constitución de la identidad, en
el sentido de que somos formados por el reconocimiento del otro. De
ahí que el falso reconocimiento o la falta de reconocimiento dañe y
lleve a la opresión o a crear una falsa imagen de sí, tanto en térmi
nos de individuo como de grupo.63 Para otros, en cambio, la noción de
reconocimiento, si bien importante, desvía de los verdaderos proble
mas, cuyo eje central es la clase para unos, el individuo, para otros.
Más adelante veremos alguna discusión en torno a este problema.
Fenómenos entrecruzados
Globalización
64 Cf. Guha, R., Subaltern Studies, Delhi, Oxford University Press, 1982;
Watson, C. W., op. cit., p. 73; Spivak, Ch., A Critique of Postcolonial Reason,
Londres, Harvard University Press, 1999. También, Femenías, M. L., “El femi
nismo postcolonial y sus límites”, en Amorós, C. y A. de Miguel, Teoría feminista,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2005, vol. 3.
Capítulo i | 59
edad Contemporánea” aunque haga remontar sus inicios a 1492.65
Aunque multiculturalismo y globalización aparecen de la mano en el
texto de Valcárcel, la globalización se vincula, más precisamente, al
surgimiento de una sociedad planetaria de telecomunicaciones y
tiempos únicos, “donde los valores y los saberes técnicos no caminan
juntos”. Donde la “deshumanización de los saberes” va en paralelo
“al pluralismo y al formalismo”; donde la “‘diferencia’ se alia al
comunitarismo más estrecho”; donde la “transvaloración” nos saca
de “las inercias heredadas y las tensiones dividen al mundo” en “un
Norte-Sur económico”.66
El tema de la globalización -que suele ejemplificarse en los
malls, como marcas visibles del proceso de apropiación mundial-
puede deslindarse del multiculturalismo subrayando, en primer
lugar, los aspectos relacionados con el incremento del comercio
mundial diferencial, en términos de economía mundializada (con la
consecuente regionalización a nivel mundial de los productos tanto
manufacturados como de materias primas). Se añade, la acelera
ción de las comunicaciones, la (des)integración de las economías
regionales y, más recientemente, un liberalismo a ultranza que está
llevando a la pauperización de grandes porcentajes de la población,
en paralelo al aumento exponencial de las ganancias de unos pocos.
Se produce, al mismo tiempo, un proceso de desterritorialización e
internacionalización, multilocalizado. La fragmentación, como una
de las caras del proceso de particularización, y la globalización,
como el proceso contrario de englobamiento, corren paralelos. La
pérdida de influencia de los estados nacionales y la volatilidad de
los centros económicos, por ejemplo, influyen de modo determi
nante en la configuración de los nuevos modos de hacer política,
de entender y de definir la ciudadanía, de analizar el consumo y
la pobreza, de comprender y perfilar valores como la democracia, la
libertad y la igualdad, y sus consecuencias son poco previsibles a
largo plazo.
65 Valcárcel, A., Ética para un mundo global, Madrid, Temas de hoy, 2002,
pp. 17 y ss.
66 Ibid., pp. 19 y ss.
Capítulo 1 | 61
en que responde a niveles de globalización económica, política,
social, cultural, ecológica, cuya incidencia es incalculable. Así, la glo
balización responde, aglutina y da nombre a los “procesos en virtud
de los cuales los estados nacionales soberanos se entremezclan e
imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas proba
bilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados
varios”.69 Ante los efectos de la globalización, con sus rápidos cam
bios, subsiste como su contracara un proceso de particularización y
de localización, que refuerza, en primer término, las identidades pri
marias ante el debilitamiento de las secundarias. En segundo lugar,
mantiene en la inferiorización y en la marginalidad a las diferencias
étnicas y religiosas; por último, tiene bajo sometimiento y dependen
cia económica a millones de personas, entre las cuales se cuenta a
las mujeres y los niños como las más desaventajadas.
Mundialización
69 Ibid., p. 29.
70 Ortiz, R., Otro territorio, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1996.
Multiculturalismo y feminismo
Los debates de los últimos años —dentro y fuera del feminismo-
han girado en torno a cuestiones vinculadas al multiculturalismo.
Precisamente porque el multiculturalismo ha puesto sobre la mesa
del debate filosófico-político algunas líneas que parecían superadas:
en principio, los problemas de la identidad, la diferencia y la des
igualdad; en segundo lugar, la puja entre derechos individuales y
grupales e incluso el cuestionamiento al universalismo desde el reco
nocimiento de las particularidades.72 Estas tensiones no son nuevas
y a lo largo de la historia han tomado diferentes nombres y estilos,
arribándose a diferentes resultados. Así, para alguno/as filósofo/as,
el multiculturalismo supone una suerte de pantalla que oculta capi
tales globales y privilegios bajo la forma de reclamos identitarios.
En complicidad con fundamentalismos étnico-religiosos y populis
mos demagógicos, no hace sino mantener estructuras excluyentes y
discriminatorias de las que, paradigmáticamente, las mujeres resul
tan las más perjudicadas. En el extremo opuesto, otras/os filósofas/os
sugieren que las conceptualizaciones multiculturales son las únicas
que, gracias al reconocimiento de la diferencia, pueden superar la
dialéctica de la oposición y la lógica del dominio, resabios indeseados
de la Ilustración. Debido a ello, las mujeres recibirían los tratamien
tos equitativos que legítimamente se merecen.
Capítulo 1 | 63
Advertimos de inmediato que la relación entre feminismo y mul
ticulturalismo no es ni clara ni sencilla. Por tanto, cabe un examen
cuidadoso si no queremos rechazar o aceptar en bloque alguna de las
posiciones esquematizadas más arriba. Se trata de concepciones
cuya complejidad es preferible sopesar cuidadosamente para diluci
dar qué aporta el multiculturalismo a la causa de las mujeres. En el
campo de la filosofía feminista, los temas del multiculturalismo han
venido ocupando mayores espacios de la mano de la fragmentación
de los conceptos fundamentales de la Ilustración y de la decepción
generalizada de sus promesas incumplidas. Se han producido, en
consecuencia, numerosos debates y tensiones que guardan estrecha
relación con la diversidad de posturas filosóficas -ontológicas, ético-
políticas y gnoseológicas- sobre las que se fundan los desarrollos
teóricos del feminismo. Desde el punto de vista económico, el com
plejo proceso de globalización paradójicamente ha exacerbado los
nacionalismos refugiándose en concepciones identitarias tradiciona
les y generando, junto con su rechazo a los conceptos ilustrados, un
potente movimiento -en buena parte antirracionalista— que ha
adoptado —a su manera— conceptos y análisis antiilustrados.
Provisoriamente, al menos, la insuficiencia de la Ilustración ha lle
vado no a su profundización, como quería J. Habermas, sino a su
abandono; más en las prácticas políticas que en los discursos teóri
cos. Una suerte de doble juego se va imponiendo poco a poco: el len
guaje de los DDHH al mismo tiempo que su más flagrante violación.
Sin embargo, la mezcla de categorías, modelos o paradigmas
interpretativos es tal que tenemos plena conciencia de que algo
novedoso se está gestando de la mano de las nuevas tecnologías, la
globalización, la concentración económica del poder y el avance de
los fundamentalismos religiosos y de los discursos en nombre de la
pluralidad identitaria. Para no quedar mediatizadas en los lentos y
tortuosos laberintos de las luchas por el poder es necesario exami
nar la zona en que aparentemente se superponen feminismo y mul
ticulturalismo para mejor contrastar el multiculturalismo con el
test del feminismo. O, mejor dicho, los “multiculturalismos” -según
venimos viendo- y los “feminismos”, ya que ninguno se presenta de
manera monolítica y única. Por feminismo, en principio, vamos a
Capítulo i | 65
En algún sentido, los temas que nos interesan están articulados por
los autores mencionados, contrastados y debatidos a la luz de otros
aportes y de la tradición filosófica en general. Ofrecen, por tanto,
buenos y sólidos puntos de partida para la reflexión subsiguiente de
los temas-problemas que nos interesan.
Esta apretadísima síntesis tiene como único propósito hacer algu
nas referencias someras a la pluralidad de corrientes e ideas que
existe tanto dentro del feminismo como del multiculturalismo con la
intención de desalentar lecturas monolíticas. Señalemos que el mul
ticulturalismo ha planteado al feminismo un desafío teórico tal, que
ha vuelto a enfrentar en tensos diálogos posiciones teórico-filosóficas
que abrevan, en mayor o en menor medida, en dos líneas diversas.
Por un lado, la herencia ilustrada con su faz universalista e igualita-
rista; grosso modo, modelos basados en los derechos, tanto en su ver
tiente liberal como marxista. Por otro, la herencia hegeliana con su
búsqueda de reconocimiento y que aglutina en general los modelos
“pos”. En el feminismo, la primera se ha denominado “de la igualdad”
mientras que la segunda, es reconocida como de “la diferencia”.
En lo que sigue, veremos cómo en el multiculturalismo ambas
corrientes se distancian o se entrecruzan de manera compleja y
muchas veces enriquecedora. Dos cuestiones previas: nuestro objeti
vo es sostener que si se quiere defender una posición universalista
ilustrada -a la que las mujeres mucho le debemos- como pivote de
fundamentación de nuestros derechos, es necesario revisar no solo
los aspectos formales del universal (cuestionado por diversas
corrientes), sino y sobre todo, hacerse cargo de las falencias materia
les del mismo; su nunca completa implementación; su no-universa
lidad manifiesta a la hora de resolver situaciones nacionales o
internacionales que impliquen sectores de poder hegemónico y no
hegemónico, etc. Es preciso revisar la ilusión de universalidad que
encubre una versión actualizada de la vieja duplicación platónica de
los mundos, donde los imperativos y los universales no se instauran
sin más. En ese sentido, masas cada vez más voluminosas de seres
humanos quedan excluidas materialmente (socialmente, para usar
palabras de Arendt) de sus beneficios; si la universalidad va per
diendo terreno teórico es a raíz de sus propios olvidos.
Capítulo 1 | 67
Capítulo 2
La exaltación de la diferencia
1 La palabra “violencia” deriva del latín “vis”, que significa tanto “fuer
za” o “poder” como “viril”. En castellano aparece en el siglo xill, vinculada a la
imposición por la fuerza física del varón.
I 69
borra toda huella de las alternativas posibles o bien tales alternativas
se presentan como inaceptables, ya sea por cuestiones éticas o estéti
cas, es decir vinculadas al gusto. La violencia simbólica se ejerce en el
ámbito de las creencias (o sistema de creencias de un individuo) y su
forma más pregnante es la “ideología”, ya sea la implícita en el len
guaje o la explícitamente manipulada. Esto significa que la violencia
simbólica aísla, segrega, recluye, genera marginalidades, divide, con
dena y hasta aniquila o extermina, si no directamente al menos indi
rectamente en forma de justificación o legitimación de la violencia
física, por lo general en términos seudoargumentativos.
Todo sistema de dominación (incluyendo el patriarcado) implica
violencia simbólica descalificando, negando, invisibilizando, frag
mentando o utilizando arbitrariamente el poder sobre otro/as. El
fenómeno de la violencia emana de la relación entre dos ejes interco-
nectados: uno horizontal, el plano de los trueques, de la circulación
de las dádivas, del comercio, del lenguaje, de las relaciones de com
petencia y alianza, es decir, la circulación entre iguales; y otro verti
cal, plano de la conyugalidad, la progenitura, las interdicciones
familiares (basadas en el tabú del incesto), de la estratificación y del
orden estamentario, de las jerarquías, de los tributos, de la circula
ción entre diferentes y del honor. Ambos ejes son portadores de índi
ces diacríticos de violencia, según su posición relativa: la esfera del
contrato y la del estatus se contaminan entre sí. El estatus introdu
ce inconsistencia en la modernidad y esta disloca las jerarquías del
estatus.2 Incluso, la creación de estereotipos de generalización exce
siva que no dan lugar a la manifestación de los caracteres individua
les puede entenderse como forma de violencia simbólica. Se trata de
fórmulas rígidas que impiden la mostración de los cambios, galvani
zando o solidificando algún rasgo o característica funcional al siste
ma de poder que lo generó: constituyen en buena medida la base
material para los chistes, las bromas y las persecuciones, grados
diversos de un mismo orden. Estas simplificaciones de rasgo fijo, que
Capítulo 2 | 71
inferiorización) o por excelencia (es decir, por superioridad). En efec
to, el desplazamiento del espacio de los “iguales” puede realizarse
sobre cualesquiera de las estrategias mencionadas y no hay pocos
ejemplos de maniobras en ambos sentidos, aunque la mayoría lo
sean en el sentido de la inferiorización.6 Por eso, la inferiorización
fue la marca más persistente en las mujeres, aunque algunas (las
vírgenes en sus epifanías, las reinas, las santas) gozaron de la exclu
sión por razones de excelencia o de exclusividad. En su primer sen
tido, entonces, acontece -paradigmáticamente a las mujeres en
general- que son excluidas por inferiorización; pero esto también le
sucede a otros grupos, por ejemplo, los negros o los inmigrantes
(ambos integrados por varones y mujeres). En el primer caso, se
trata de sexismo; en el segundo de racismo; en el tercero de xenofo
bia. Por lo general, los tres se potencian aunque debe quedar en
claro que no se trata de los mismos fenómenos. Precisamente de ello
depende en buena medida cómo leamos la cuestión multicultural.
La definición tradicional de “diferencia” como inferiorización
establece, a lo largo de la'historia, que las mujeres sean precisamen
te lo que son: mujeres. Existe un número notable de trabajos histó
ricos, filosóficos, literarios, etc., que, elaborados desde diversos
puntos de vista, dan cuenta de ello. No examinaremos ese tópico
ahora, puesto que nos llevaría más allá de nuestro tema. Quienes
adhieren a la conceptualización derrideana de la diferencia y suscri
ben un discurso falogocéntrico en el que solo es posible que se inscri
ban sujetos varones (L. Irigaray, J. Butler), rechazan la viabilidad
de la igualdad. Para Irigaray, por ejemplo, es necesario inventar no
solo una nueva lógica sino un nuevo lenguaje, abrir temas y espacios
nuevos, porque “igualdad” es o bien un concepto epocal o bien un
concepto imperialista (Spivak). Se rechazan los fundamentos etico-
políticos modernos, y consecuentemente, tambaleándose la igual
dad, se reivindica la diferencia.7A partir de ahí, se toma la diferencia
Irigaray, L., Speculum de Vautre femme, París, Minuit, 1974; Lauretis, T.,
Alicia ya no, Madrid, Cátedra, 1984; Pérez Cavana, M. L., “Diferencia”, op.
cit.; Braidotti, R., “Sexual difference theory”, en Jaggar, A. e I. M. Young (eds.),
op. cit.; Braidotti, R., “Diferencia sexual, incardinamiento y devenir”, Mora, N°
5, 1999.
Capítulo 2 | 73
El momento de la heterodesignación es el momento de la exclu
sión del campo de los “iguales”, que define la regulación política de
los sujetos de modo negativo. En otras palabras, el sujeto-mujer
resulta discursivamente construido, inferiorizado, naturalizado y
excluido por el sistema de poder que dice representarlo.8 Si en un
principio se trató de una exclusión política y social, actualmente se
trata, en la mayoría de los casos, de una exclusión social debida a pre
juicios, desidia o inoperancia en la aplicación formal de la igualdad,
legalmente reconocida. Así, el momento de la heterodesignación es
aquél en el que quienquiera que sea está a merced de la definición del
otro hegemónico sobre la base de estereotipos que potencian un rasgo
(considerado por lo general negativo) sobre una multitud de otros
posibles: mujeres banales, incapaces, de asumir responsabilidades;
negros vagos, irresponsables; hispanos borrachínes, pendencieros. La
posibilidad de encontrar un lugar propio como individuo depende en
buena medida de la posibilidad real de la autodesignación.
Consideramos que la autodesignación, como momento positivo,
se vincula con lo que Butler denominó giro trópico.9 Sintéticamente,
lo que nos interesa subrayar es que solo haciéndonos cargo del lugar
en que el otro hegemónico nos ha puesto, podemos desde ahí encon
trar nuestro punto de anclaje para autodesignarnos. Encontrar en la
inferiorización el punto de apoyo para el gesto de autoinstituirse.
Desde la exclusión, la inferiorización, la marginalización, debida a
“esa” diferencia -decodificada como “carencia”, “falta”, “incapaci
dad”- resignificarla de modo positivo. Históricamente, cuando las
mujeres -con Olympes de Gouges a la cabeza—se definen como el
tercer estado del Tercer Estado y suscriben la Declaración de los
derechos de la mujer y de la ciudadana, no hacen sino hacerse cargo
de la exclusión sufrida, no ya por los modelos estamentales del
Antiguo Régimen sino por sus compañeros progresistas e igualita-
Capítulo 2 | 75
paralelo, partiendo también de los análisis de Irigaray, lo realiza
Gayatri Ch. Spivak, inaugurando el feminismo poscolonial.
En lo que sigue, veremos la “diferencia” según sus sentidos para
digmáticos, que se potencian y entremezclan en la comprensión de
los fenómenos multiculturales. Precisamente, resulta oportuno seña
lar que se produce un desplazamiento sutil y constante de los esque
mas comprensivos de orden psico-sociológico y político, con las
dificultades del caso. La transversalidad de la noción de “género” y
del paradigma patriarcal, que va quedando al descubierto, favorece
este desplazamiento que lejos de ser vicioso, muestra con claridad
los compromisos y complicidades de algunos conceptos. Ahora bien,
dentro de lo que conocemos como teoría psicoanalítica feminista,
Luce Irigaray en Speculum ilumina un conjunto de supuestos, vin
culados sobre todo a la contrucción del “otro”.
Algunas de sus derivaciones se detectan en G. Fraisse y en R.
Braidotti en términos de la denominada “teoría de la diferencia
sexual”. Un segundo sentido se vincula a la teoría poscolonial y el
multiculturalismo. Casi todos los modos del feminismo poscolonial,
multicultural, ecofeminismo o de la subalternidad, adoptan en algu
na medida ese último modelo, que sigue una línea difusa que va de
Hegel a Butler y de Bhabha a Spivak. Independientemente del éxito
con que logren argumentar contra la “igualdad” -es claro que el paso
de un nivel formal a uno material en el uso del concepto puede discu
tirse- la reivindicación de la “diferencia” constituye el nudo gordiano
de sus afirmaciones. A continuación retomaremos algunos términos
(conceptos) que hemos estado utilizando laxamente a los efectos de
examinarlos con más detalle. Nos referiremos especialmente al trián
gulo significativo diferencia, identidad, reconocimiento.
El estatus de la diferencia
Desde mediados de la década de 1960 buena parte de la producción
teórica “pos” aboga, como se sabe, por una crítica radical al paradig
ma igualitarista de la modernidad. Por tanto, se adopta la noción
“diferencia”, pero en un sentido no trivial. Contrariamente a su uso
11 Para una fuerte crítica a las posiciones de la diferencia, cf. Amorós, C., La
gran diferencia y sus pequeñas consecuencias... para las luchas de las mujeres,
Madrid, Cátedra, 2005, parte III, pp. 2 67-379.
Capítulo 2 | 77
sexuales, religiosas), que venían reclamando desde hacía tiempo un
feminismo racial y étnicamente específico. Se exige en consecuencia
el reconocimiento de todas y de cada una de tales diferencias en
tanto, como positivamente otras, lo merecen de por sí.
En cierta medida, esta reivindicación de la diferencia lo es por la
especificidad de algo (un rasgo) que marca distintivamente a un
individuo o a un grupo. Se desplaza así el eje de la denuncia de
exclusión del universal a cuestiones de reconocimiento, en el marco
de las políticas de la identidad. De ese modo aparece un doble plan
teo: por un lado, atender a cuestiones vinculadas al multiculturalis
mo como defensor de las formas de vida específicas de una etnia o
grupo en particular; por otro, alertar sobre la opresión de género,
según los análisis que el feminismo viene elaborando desde hace
tantos años.
Justamente dos parecen ser los problemas más importantes que
plantea “la diferencia”. El primero tiene que ver con la posibilidad
de entenderla de manera esencializada; es decir derivando en una
realidad ontológicamente relevante, irreversible, constitutiva. El
segundo, se vincula con el problema de cómo entender que la/s dife-
rencia/s es/son positivamente otras: ¿Todas? ¿Cuáles? En principio,
aunque aceptemos provisoriamente que “la diferencia” es positiva
mente otra, el uso mismo que se hace del término “diferencia” favo
rece un desplazamiento ontologizante, imposible de subsanar so
pena de perder el punto de apoyo de los reclamos de identidad y de
reconocimiento. Asimismo, se entrecruzan cuando menos dos “dife
rencias” en tensión: la diferencia mujer (aunque sea en el sentido
más llano de “hay mujeres”, independientemente de cómo se las defi
na), y la diferencia étnica (en tanto todas y cada una pertenecen a
una etnia determinada). Otro tanto podría señalarse sobre la dife
rencia cultural, religiosa, de opción sexual, etcétera.
Como es fácil advertir, se pueden distinguir diferencias casi al
infinito; el problema es saber -como señalan entre otras Nancy
Fraser o Seyla Benhabib- cuáles son relevantes y cuáles no. Esta es
sin lugar a dudas una pregunta cuya respuesta es claramente com
pleja. Benhabib intenta sentar criterios normativos para el recono
cimiento de las diferencias, en relación sobre todo con el problema
12 Benhabib, S., The Claims of Culture..., op. cit., pp. 39, 40-41.
13 S. Benhabib introduce un muy interesante análisis de cómo, en la negocia
ción de las élites hindúes y las inglesas durante la ocupación en el siglo XIX, la
práctica del sati (o inmolación de las viudas) pasa de ser una práctica reducida a
ciertos grupos y casi en desuso a una práctica que se torna bandera identitaria
de los hindúes, generalizándose. Es fácil ver, en este caso, como en tantos otros,
que las mujeres son la prenda de paz entre las jerarquías masculinas que las uti
lizan como mediadoras. Para un análisis diferente y polémico, cf. Spivak, G. Ch.,
op. cit., pp. 232, 234-236 y ss.
14 Esta parece ser una distinción explicativa de la evolución de los grupos
musulmanes en la Argentina, Chile y Uruguay, que consideran la “vestimenta
tradicional” como una cuestión de costumbres, ni legislada ni vinculada al Corán,
con poca significación religiosa en sentido estricto; a diferencia de lo que ocurre
en Francia o en Alemania. Cf. Abboud, O., La mujer en el Islam, Colección
Cultura Islámica, Buenos Aires, Centro Islámico de Buenos Aires, 2004.
Capítulo 2 | 79
también al multiculturalismo las denominadas políticas de la iden
tidad. Diferencia e identidad hacen difícil que el multiculturalismo
se sustraiga del esencialismo, vertiente que suele acríticamente
defender alguna diferencia como irreductible y constitutiva de la
identidad de un individuo o un grupo.
Capítulo 2 | 81
culturalismo y del pensamiento poscolonial subrayar la importancia
de la etnia en la conformación de la identidad. Ambos, surgidos en
los Estados Unidos y en la India, respectivamente, contribuyeron a
desarrollar un conjunto de nociones que enriquecieron el acervo
comprensivo de las relaciones sexo-etnia.16 Si la imagen legítima del
feminismo era la mujer blanca, asumirse como “mujer de color” cons
tituyó un rasgo diferencial que quebró, en principio, la aparente
homogeneidad del colectivo “mujeres” y mostró tensiones antes invi-
sibilizadas en el interior mismo del movimiento.
De manera paralela, los grupos pertenecientes a las minorías
sexuales también reivindicaron su “diferencia” en términos identita
rios, como modos de denuncia de los sistemas de opresión y de exclu
sión que marcaban también a muchas mujeres dentro del
movimiento feminista. En consecuencia, ni identidad de género, ni
identidad mujeres, ni la identidad de etnia-cultura se presentaron
por sí solas como suficientemente explicativas. Por el contrario, se
dio lugar a un feminismo “negro” o “afro”, lesbiano, islámico, etc.,
donde el entrecruzamiento de esas identidades iluminó no pocas
tensiones y conflictos de lealtades, mostrando el grado de condicio
namiento al que las mujeres de las minorías estaban sometidas.
Desde la década de 1980, estos modos de organización en torno a
la identidad permitieron crear grupos a partir del cruce etnia(raza)-
sexualidad, con lo que se reforzaron las alianzas transversales con
otros sectores sociales, como los movimientos de liberación negra, de
minorías sexuales, etc. Las diferencias alrededor del eje etnia-
sexualidad fueron prioridad política para muchas feministas que, en
el contexto de los nuevos movimientos sociales, desafiaron las cate-
gorizaciones tradicionales y desarrollaron teoría gracias a las dife
rencias que las atravesaban. Ahora bien, estos grupos, que se
organizaron gracias a la identificación de sí mismos en torno al eje
etnia-sexo-género, no se manifestaron ni en sus prácticas ni en sus
teorías de forma pura. Por el contrario, se entrelazaron en virtud de
17 Curiel, O., “La lucha política desde las mujeres ante las nuevas formas de
racismo. Aproximación al análisis de estrategias”, <www.creatividadfeminista.org>;
también Curiel, O., “Los aportes de las afrodescendientes a la teoría y práctica
feminista: desuniversalizando el sujeto ‘mujeres’”, Perfiles del feminismo iberoa
mericano, vol. 3, Buenos Aires, Catálogos (en prensa).
18 Ibid.
Capítulo 2 | 83
Identidad grupal
Capítulo 2 | 85
necesidad de poder entrar y salir de los grupos en términos de ads
cripción voluntaria, como veremos más adelante.
Por su parte, los medios electrónicos de comunicación se están
constituyendo en formadores de “grupos identitarios virtuales”, de
los que estadísticamente las mujeres son la gran mayoría ausente.
Paralelamente, la re-comunitarización (localización) como efecto
contrafóbico de la globalización, conduce a identidades comunitarias
cada vez más cerradas, intolerantes y beligerantes, con la consi
guiente rigidización de identidades y su endurecimiento como pro
ducto del temor a la disolución. En consecuencia, la identidad
actual, resultado de la globalización, no tiene una base única, fuer
te, sino una serie de identidades intermedias en crisis; fenómeno in
crescendo que merece un análisis más detenido y específico del que
podemos realizar ahora.
Identidad cultural
22 Ibid.
23 Ibid.
Capítulo 2 | 87
mujeres (en el interior del grupo), a favor de la estereotipia tradicio
nal y la inmovilidad social; para los varones (hacia fuera del grupo),
en términos de autoridad y dominio potenciando los aspectos diná
micos. De ese modo, elementos discursivos explícitos y no explícitos
del a priori cultural adquieren modelizaciones tensadas. Los prime
ros, en tanto especifican las condiciones necesarias de cualquier
“igual”. Los segundos, no-explícitos, en tanto favorecen paralela
mente la proliferación de formas de disciplinamiento normativo,
especialmente para las mujeres. Es decir que, bajo los confines deli
mitados por las convenciones hegemónicas, puede perfilarse (inscri
birse) una amplia variedad de fuerzas no-hegemónicas que
delimitan el lugar de las mujeres, naturalizado.
Algunas filósofas lo llaman sobrecarga de identidad, siguiendo la
clásica denominación de Michélle Le Doeuff. En efecto, consideramos
que las mujeres sufren una identidad adscriptiva; una suerte de
sobrecarga de identidad que es proporcional al déficit de agenciación
que soportan en tanto colectivo inferiorizado, en un grupo dado. La
capacidad de sujeto-agente es así directamente proporcional a la
movilidad cultural y a las discursividades alternativas. Por su parte,
en su análisis sobre la vestimenta de las mujeres, Célia Amorós mues
tra cómo las rige una normativa diferencial a la de los varones.24
Sostiene que en las mujeres el uso de ropas y de signos tradicionales
implica códigos prescriptivos marcadores de rango, de estatus y de
acatamiento ético o moral al grupo identitario. Precisamente porque
-según Amorós- las mujeres dominan la imaginería cultural, convir
tiéndose en emblemas de la identidad étnico-racial, con carga de iden
tidad e iconizadas, por oposición a los varones infracargados de
identidad pero no de autonomía. Se genera, en consecuencia, una
feminidad normativa cuyas prescripciones encriptadas recodifican
constantemente el lugar de las mujeres convirtiendo la mera moda en
expresión paradigmática de la cultura y de la identidad.25 Sin embar
go, no todas las comunidades identitarias responden estrictamente a
este modelo. En algunos casos, las marcas más fuertes se manifiestan
24 Amorós, C., “Crítica de la identidad pura”, Debats, N° 89, 2005, pp. 62-72.
25 Ibid.
Capítulo 2 j 89
romper esa relación sujeto-objeto. La apropiación de la palabra, que
implica que los grupos o individuos relegados tomen conciencia de su
subordinación, del aislamiento y de las complejas tramas de etnia,
clase, adscripción sexual, política e ideológica, constituyen la ruptu
ra con el papel reproductor o victimizado, útil a ciertas políticas
públicas.28 “Estas limitaciones, sin embargo, tienen el mérito de
haber creado representaciones compartidas entre las mujeres y los
grupos relegados que impactaron en el sentido común y facilitaron
su ubicación en la agenda pública de la política nacional e interna
cional con enorme repercusión cultural” en términos de “paradigma
de la subordinación”.29 Como consecuencia, se produjeron trabajos
interesantes sobre el orden simbólico y estudios sobre el lenguaje
que expresa la dominación, por un lado, entre los sexos y, por otro,
de los grupos marginados en general.
Identidad de género
Capítulo 2 | 91
Identidad nacional y comunidad internacional
32 Bhabha, H., The Location of Culture, Londres, Routledge, 1994, pp. 145 y
ss; Benhabib, S., The Claims of Culture...., op. cit., pp. 35 y ss.
33 Aponte Sánchez, E., “La Revolución Bolivariana de Venezuela y las muje
res”, en Femenías, M. L., Perfiles del feminismo iberoamericano, vol. 2, Buenos
Aires, Catálogos, 2005.
Capítulo 2 | 93
[...] comprendí que querer todo para los palestinos, incluyendo los
derechos civiles y su propio Estado, era considerado un acto de trai
ción [...]. [Sin embargo], no me sentí desleal a Israel [...] [porque] amo
a Israel [...] de un modo muy material: amo sus valles, sus tierras de
labranza, su arqueología, sus costas y su desierto. Mi cuerpo está
conectado al país, siento sus cambios estacionales que mi cuerpo
extraña [porque] la memoria del cuerpo se ajusta al país como a un
amante.36
Capítulo 2 | 95
za” e “impureza”, aplicados a la raza o a la etnia. Paradójicamente, si
la autoafirmación se encierra en ese rasgo, la identidad trueca de
autoafirmación liberadora a racismo implícito o explícito, restable
ciendo diferencias y jerarquías, donde la pertenencia a cierto grupo
étnico supone la exclusión de cualquier otro y la afirmación sin más
de la propia especificidad. Quizá por razones de ese tipo, Butler cues
tiona la categoría misma de “identidad” y niega que sobre esa base
pueda construirse una democracia radical. La reemplaza, por tanto,
por la de identificaciones múltiples y funcionales. Porque los discur
sos identitarios -de etnia, de sexo-género, de nación, etc - se confor
man según un ideal normativo a priori que supone una definición de
identidad, entendida solo como una ficción metafísica.37
37 Butler, J., Gender Trouble, Nueva York, Londres, Routledge, 1990; Deleuze,
G., Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002.
38 Skutnabb-Kangas, T., “Concluding remarks: Language for empowerment”,
Capítulo 2 | 97
nología textual. En palabras de Skutnabb Kangas, ese proceso cul
mina en el monolingüismo ideológico, en el que el inglés resulta fun
cional como lingua franca corporativa que lleva a la desaparición
virtual de la mayoría de las demás lenguas.41
Incluso, en países como los Estados Unidos donde el castellano
es la segunda lengua, muchos estudios indican que los hijos y nie
tos de inmigrantes hispanos ya no la conocen.42 Como los hijos y
nietos de gallegos, italianos o polacos rara vez pueden, en nuestro
país, hablar la lengua de sus mayores salvo en palabras sueltas.
Independientemente de las políticas estatales de asimilación (en
términos de “argentinización”, por ejemplo) hay por parte de la
mayoría de los inmigrantes una necesidad de reconocimiento e
incorporación a la cultura hegemónica, que los hace desprenderse
entre otros elementos de la lengua de origen, en una suerte de
sobreactuación identitaria.
Sin embargo, esta situación cambia respecto de los pueblos origi
narios cuyas lenguas, ritos y costumbres fueron primero expresa
mente prohibidos, luego invisibilizados y, por último, folclorizados
con la consiguiente pérdida de su independencia o soberanía políti
ca y cultural.43 En ese sentido, la destrucción de las estructuras lin
güísticas identitarias -sostiene Skutnabb Kangas- contribuye a la
destrucción de otras estructuras organizativas de los grupos y de las
personas, influyendo en sus relaciones económicas pero sobre todo
en su horizonte comprensivo y en su ethos.
Contraidentidad y resistencia
Capítulo 2 | 99
la que se genera un vínculo, en principio acráticamente, que se
conecta con patrones de conducta. Por eso, muchas estudiosas pro
ponen la noción de identidades múltiples fruto de negociaciones no
siempre conscientes, donde los miembros de dos o más grupos se
modifican mutuamente si se dan cuenta del otro real. Estas identi
dades múltiples se caracterizan por su mayor flexibilidad y labili
dad, lo que conlleva ventajas adaptativas y capacidad para
incorporar “lo nuevo”.
En síntesis, identidad y contra-identidad se simbiotizan, son
difíciles de separar, se conforman mutuamente. Si los discursos
hegemónicos son de antagonismo, los elementos de resistencia se
potencian; si los discursos hegemónicos son más laxos y asimilacio-
nistas, las identidades tienden fusionarse, a mestizarse dando
emergencia a lo nuevo. Cuando las diferencias de etnia, de género,
de religión, etc., son entendidas como recíprocas y simétricas, tien
den a conservarse como “positivamente otras” manteniéndose
aspectos de la identidad grupal, afirmando pertenencia pero a su
vez reconociéndose miembros de un conjunto más amplio, capaz de
actuar conjuntamente.45 Esta es la apuesta de los multiculturalis-
mos que apelan a la construcción de identidades multiculturales o
múltiples.
De lo estable a lo inestable
Ya hemos estado viendo que para el feminismo de la igualdad la
categoría de sexo se considera relativamente estable, mientras que
la de género se resignifica más o menos epocalmente. En las últimas
décadas hemos asistido a la deconstrucción sistemática y, en conse
cuencia, a la desestabilización del sexo como referencia biológica
dada y constante. Efectivamente, dentro de lo que se suele denomi
nar el posfeminismo, los trabajos de Monique Wittig o Judith Butler
han contribuido a sostener la fusión de las categorías de sexo y de
género, como quasi sinónimas y factibles de deconstrucción.
Capítulo 2 | 101
co”.47 En consecuencia, se entiende la “identidad” como un error
político y estratégico.
En sociedades mestizadas como las nuestras, ¿qué es lo negro?,
¿qué es lo indígena? Stuart Hall señala que “negro/a” ha sido una
identidad inestable, psíquica, cultural y políticamente. Quienes se
identifican con “lo negro” -advierte Hall en referencia a la sociedad
jamaiquina- en realidad deben reconocer, primero, que durante
trescientos años no pudieron hablar de “negros” respecto de sí mis
mos, salvo en el orden del discurso esclavista. Segundo, que bajo el
rótulo de “negros” la gente es negra y morena en diversos grados y
matices, con porcentajes poblacionales diversos. Asimismo, los gra
dos de conciencia de la “negritud” son deudores de los movimientos
más recientes de autoafirmación identitaria.48 Es necesario anali
zar, en consecuencia, el posicionamiento del sujeto como efecto de los
discursos esclavistas, pero también ante los discursos esclavistas, y
en ese sentido la eclosión de la novela afro-americana ha hecho una
contribución notable.
Tratar la emergencia de nuevas identidades (lo negro, lo indíge
na, etc.) como un evento discursivo no es introducir una nueva forma
de determinismo lingüístico ni privar a los sujetos de agencia: es
rehusarse a separar “experiencia” y “lenguaje”, insistiendo en la pro
ductividad del discurso. Los sujetos discursivamente construidos
reconocen conflictos, contradicciones, significaciones múltiples, pero
constituyen su agencia a través de las situaciones y del estatus que
se les confiere. Si ser sujeto significa estar “sujeto a las condiciones
definidas de la existencia, como condiciones de dotación de agencia
y de su ejercicio”, son precisamente tales condiciones las que hacen
posible las elecciones de los sujetos; el ejercicio de su libertad.49 Es
decir, la experiencia individual depende de la experiencia colectiva,
pero no está confinada a ella en un orden fijo de significados compar
tidos. Porque la experiencia es la historia de un sujeto y el lenguaje
47 Curiel, O., “La lucha política desde las mujeres...”, op. cit.
48 Hall, S., “Minimal selves”, Identity, N° 6, ICA, p. 45.
49 Adams, P. y J. Minson, “The subject of feminism”, m/f, N° 2, 1978; Storey,
J., op. cit., p. 65.
Capítulo 2 | 103
de partida político de su movilización para la acción.53 Es importan
te para las personas que guardan una posición similar en las estruc
turas raciales, poder organizarse políticamente para prestar
atención a esas relaciones y sus desventajas. En la medida en que
comparten experiencias, la “identidad política” como primer elemen
to organizativo debe confrontar y socavar estructuras que los cir
cunscriben y que a la vez perpetúan los procesos de limitación de sus
oportunidades.54
Como bien lo advierte Schutte, la noción misma de políticas de la
identidad admite una versión débil, que se articula como una ads
cripción prejuiciosa al estatus denigrado de algunas mujeres, y una
versión fuerte que entiende la identidad grupal como una respuesta
al proceso estructural de privilegio. En torno al eje del orgullo iden
titario, Amy Gutmann articula la distinción entre una “identidad
política” que se enorgullece de la identidad adscriptiva en tanto que
tal o, por el contrario, un grupo “que se apropia del objeto de orgullo
no como una identidad adscriptiva, sino más bien, como la manifes
tación dignificada de su identidad, su autorrespeto, su propia cali
dad de persona y la de todos los que hayan sobrellevado obstáculos
basados en una identidad adscriptiva”.55 Los movimientos antidis
criminatorios deberían, en consecuencia, actuar directamente sobre
las estructuras en tanto perpetuadoras del lugar de la adscripción
diferenciada y de la exclusión.
En la medida en que las políticas de la identidad presuponen la
dialéctica del reconocimiento, y el reconocimiento toma en general
como modelo la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo que marca
lugares asimétricos, se produce y se reproduce la exclusión y su invi-
sibilización. Desde su lugar de autoafirmación o de anclaje “-como
más adelante lo entendiera Judith Butler- exigieron derechos y polí
ticas específicas de grupo ya que consideraban que el feminismo
había simplemente añadido a las mujeres negras sin haber explora
Capítulo 2 | 105
den implementarlo. Aunque, como se ha subrayado, el peligro cons
tante es la coagulación de la identidad, desconociendo que se trata
de un constructo político o, en otras palabras, de una “raza social”; y
no de una esencia inmodificable. Si apelar a las políticas de la iden
tidad fue para muchas mujeres un acto político de resistencia, en su
faz propositiva fue un proyecto de transformaciones. Como subraya
lúcidamente Curiel, entender los conflictos solo en términos de raza
es de por sí un reduccionismo. La identidad pudo dar fuerza al movi
miento pero también -como sostiene Curiel- “nos alienó, la identi
dad lo que hace es alienarte y no te permite una reflexión política
más profunda en torno al racismo. La identidad cuando analizamos
el tema racial es casi el equivalente al género cuando queremos ana
lizar la subordinación de las mujeres. No se profundiza en la subor
dinación racial, [se] folckloriza todo lo que tiene que ver con el
racismo”.56 En consecuencia, ¿qué tipo de “política de identidad”
puede sostener el feminismo? La respuesta no puede adoptar una
posición simplista, como veremos más adelante.
56 Curiel, O., “La lucha política desde las mujeres...”, op. cit.
Capítulo 2 | 107
cias, cuáles diferencias, se deben reconocer a las mujeres en la esfe
ra pública política.
Si, como se ha advertido, la división de las identidades implica el
“peligro” de la atomización -que recoge metáforas como el collar de
perlas o el perchero- en el otro extremo, reconocer las diferencias
para establecer políticas acordes, sitúa al feminismo, y al movimien
to de mujeres en general, ante la imposibilidad de articular políticas
colectivas basadas en reclamaciones conjuntas. Esto bien podría
desembocar en políticas de privilegio basadas en la capacidad de
lobby de ciertos sectores. En su momento, filósofas como Nancy
Fraser advirtieron sobre la necesidad de revisar el concepto de “dife
rencia”. Paralelamente, se debe hacer lo propio con la noción de
identidad, basada en la identificación de una determinada diferen
cia priorizada por sobre otras. La consecuencia más clara es la nece
sidad de distinguir las diferencias significativas de aquellas cuyo
rédito, en la fractura del movimiento, es menor que el espacio teóri-
co-práctico que iluminan.
Esto implicaría construir una suerte de “jerarquías” de diferen
cias y de opresión cuya interconexión debe estudiarse también con
cuidado. En caso de que fuera necesario reconocer una identidad,
sería preciso entenderla como un constructo abierto, para articular
la mejor, revisando sus compromisos e implicaciones políticas en
diversos niveles. Todo esto con el objetivo de planear políticas públi
cas que las contemplen sin atomizar el espacio político. Nancy
Fraser desarrolla la cuestión a partir de la distinción público/priva
do y, en ese sentido, trata de discernir cuáles son las diferencias que
merecen un reconocimiento público y/o una representación política,
y cuáles son irrelevantes para la vida política, corresponden al ámbi
to de lo privado, o se subsumen en políticas de más largo alcance.
Hacerlo, implica por un lado revisar los límites mismos de lo públi
co y de lo privado.58 Por otro, sopesar cuidadosamente los elementos
que conducen a la fragmentación. Si el multiculturalismo radical
tiende a esencializar las identidades y a balcanizar la cultura sepa
Capítulo 2 | 109
Muchos estudiosos extienden este esquema comprensivo -regido
por una lógica binaria- a la relación entre Estados y grupos identita
rios culturales. Así, se preguntan si es posible pensar realmente al
“otro”. “¿Es posible asumirlo como algo que no se deje reducir a la
pura negación de la identidad [del uno] o a la trascendencia de lo
totalmente distinto?”60 Pensar al otro, igual que pensar la diferencia
entre los sexos, implica no solo la ruptura de la lógica de la identifi
cación de lo uno que se “convierte” en dos: es poner radicalmente en
cuestión los principios mismos de las teorías políticas clásicas y con-
tractualistas.61 De este modo se denuncia la idea de que la reductio
ad unum continúa siendo un presupuesto del concepto moderno de
Estado -deudor de la lógica de la identidad que neutraliza las dife
rencias o las borra-, a pesar de que al menos desde la conquista de
América el debate por las diferencias y las falsas universalizaciones
haya dejado huellas relevantes, repetidamente “olvidadas”.
Con todo, los defensores del pensamiento poscolonial subrayan
que “el otro” fue pensado siempre como el portador de la diferencia
irreductible, tradicionalmente inferiorizada tal como se sigue del
modelo hegeliano de la dialéctica de amo-siervo. Otros autores pre
fieren mostrar cómo la categoría de reconocimiento pone de mani
fiesto la estructura dialógica de la constitución de la identidad. En
efecto, todos somos formados por el reconocimiento de los otros a
punto tal que el falso reconocimiento o la falta de reconocimiento
daña y lleva a la opresión. Del mismo modo, la carencia de reconoci
miento crea una falsa imagen de sí en un individuo o en un grupo.
La situación histórica del colectivo de las mujeres es un buen ejem
plo. “Aproximarse al otro/a significa entonces renunciar a desarrollar
la propia voluntad de poder, que llevaría fatalmente a la negación o
a la asimilación del otro [...] significa ejercitarse en la pasividad de
dejar sitio al otro [...] el rechazo de la identificación o de la inferiori
zación no es la negación del otro”. Spivak lee desde esa óptica la
Capítulo 2 | 111
ejemplo, el musulmán o el hispano). Si bien es cierto que “nombrar
abierta y voluntariamente el deseo por el otro es la afirmación de un
pluralismo cultural” (con fuerte impacto en las elecciones étnicas y
sexuales), es preciso tener en cuenta la advertencia de Chantal
Mouffe: presupuesta una lógica binaria, es necesario identificar
siempre un “otro” a los efectos de la autoafirmación.65 Incluso, esta
autoafirmación feminista preocupada por la “otredad” trae como
beneficio secundario evitar plantear la posibilidad de que existan
diferencias insalvables entre las mismas mujeres.
Benhabib distingue cuatro conjuntos de ideas bajo el término
“universalismo”.66 Según esta distinción “universalismo” puede sig
nificar: a) la creencia filosófica de que define una naturaleza o esen
cia humana que refiere quienes somos en tanto que humanos; b) una
estrategia de justificación en el marco de la “crítica de la razón
impura” que comparte pocos principios básicos fundados en la nor-
matividad de la razón humana; c) un significado moral asociado a
que todos los seres humanos deben ser considerados como teniendo
igual derecho al respeto moral; y, por último, d) en sentido jurídico,
según el que todos los seres humanos merecemos ciertos derechos
básicos jurídicos, democráticos y participativos.
Esencialismo estratégico
Se entiende por “esencialismo estratégico”, en primer lugar, la acep
tación de un concepto “fuerte” de mujer -basado en un dimorfismo
sexual excluyente- a sabiendas de que “mujer” no constituye una
categoría homogénea y que, además, ha sido finalmente transversa-
lizada y deconstruida. Incluso desde el feminismo de la diferencia,
Braidotti alerta sobre el peligro de que la pérdida de un referente
fuerte como “mujer” diluye el carácter reivindicativo de sus luchas
históricas. En ese sentido, sugiere mantenerlo -en el marco del
dimorfismo sexual-, acorde con la realidad cultural y política de la
Capítulo 2 | 113
vistas de un objetivo político determinado. Como parte de un plan
político reivindicativo y emancipatorio, se la asume subjetiva y
colectivamente en forma de conciencia política. En consecuencia, en
tanto sujeto autoafirmado, se abre un locus de enunciación.
Las políticas de la localización, tal como las elaboró Adrianne
Rich en la década de 1970, y la estrategia de los saberes situados de
Donna Haraway pueden contribuir a esclarecer lo que queremos
decir.68 El desafío consiste en no renunciar a las luchas colectivas
convocadas sobre la base de las políticas de la identidad, sino a ejer
cerlas sabiendo que el constructo identitario en tanto que tal debe
rá ser lo suficientemente lábil como para desalentar después el
acecho de la esencialización constitutiva. Por tanto, se requiere
ejercer una constante vigilancia teórica y crítica sobre el peso onto-
logizante del “nosotras en tanto que x”, donde “x” puede significar
“negra”, “latinoamericana”, “musulmana”, “lesbiana”, etc. Se debe
evitar una construcción en términos absolutos para que “no se vuel
va a cerrar la diferencia sobre sí misma mediante una nueva tota
lización identitaria”.69
Las políticas de la identidad y de la posicionalidad permiten con
cebir un sujeto surgido de la experiencia histórica, al conjugar los
aspectos performativos del deseo en términos de agentes cuyas prác
ticas discursivas los potencien. Se amplía de ese modo el campo de
la maniobrabilidad política, de las resignificaciones y de los “efectos
de verdad”.70 Así, la identidad esencial como estrategia, a pesar de
sus límites y de su fragilidad, es un primer paso de afirmación polí
tica, transitoria, insuficiente, a veces no exenta de utopismo, que
vinculada a la supervivencia de un proyecto emancipatorio -como
subrayan los teóricos del pensamiento poscolonial—es un elemento
indispensable, no ingenuo.71
72 Ang citada por Felski, R., “La doxa de la diferencia”, Mora, N° 5, 1999.
Capítulo 2 | 115
posibles manipulaciones, interpretaciones, traducciones desvia
das, tergiversadas, sesgadas. Su presencia genera un espacio
colectivo de resistencia, un locus desde donde su voz alcanza audi
bilidad: porque hacerse sujeto-agente implica también dejar de ser
inter locuado.13
Modelos multiculturales
Distinguimos entre el multiculturalismo fundando en el reconoci
miento, que toma como base la dialéctica hegeliana amo-esclavo, y el
basado en la moderación y el impedimento de la crueldad, que sigue
a Montesquieu, Madison y Stuart Mili, en una línea difícil de agru
par en un cuerpo doctrinal unificado o de reducirla a un sistema.74
Con esto en mente, diseñamos cuatro modelos de sociedad multicul
tural en virtud del carácter que tenga la relación individuo-grupo-
cultura en cada caso y el modelo multicultural de base:
A
1) Reconocimiento débil con fronteras identitarias fuertes = segrega-
cionista.
2) Reconocimiento fuerte con fronteras identitarias débiles = sintético.
B
1) Moderación con fronteras identitarias fuertes = tolerante.
2) Moderación con fronteras identitarias débiles = asimilacionista.
73 Tomo la palabra de Leciñana Blanchard, M., “La crisis del sujeto...”, op. cit.
74 Levy, J., Multiculturalismo..., op. cit.
Capítulo 2 | 117
Desde luego, el esbozo que acabamos de ofrecer es provisorio y
perfectible. Solo intenta fijar algún mojón comprensivo en un terre
no de arenas movedizas, solo por utilizar una imagen kantiana.
Despejar cómo funcionan ciertos conjuntos de conceptos filosóficos
subyacentes, comunes a las diversas interpretaciones del fenómeno
multicultural, y contrastarlos con el test de la situación de las muje
res, será tarea de los próximos capítulos.
| 119
nuestro eje será la pregunta: ¿qué puede decir el feminismo a la luz
del debate multicultural? O, inversamente, ¿qué aporta el multicul
turalismo a la perspectiva feminista?
En primer lugar, recordaremos brevemente los puntos funda
mentales de la articulación hegeliana de la dialéctica del amo y del
esclavo.3 Partimos de la autoconciencia: dominio y servidumbre.
Como se sabe, la conciencia no es estática, no permanece siempre en
un mismo estado; por el contrario, es dinámica y está en continuo (y
ordenado) cambio. La conciencia tampoco se configura por sí misma,
ni se constituye por el lenguaje, la inteligencia o el pensamiento,
aunque la lectura de Judith Butler la entienda onto-retóricamente.4
Una conciencia se constituye en relación con otra conciencia, donde,
en su misma formación, se da una articulación entre lo material y lo
formal. Se trata de un momento diferenciado, si bien la autoconcien
cia es una unidad de sí misma con la diferencia, como segundo
momento diferenciado. En la lectura de Young, por ejemplo, se inte
gra la diferencia en la unidad de la autoconciencia consigo misma.
“El ser mismo del hombre, el ser autoconsciente, implica pues y pre
supone el deseo.” Por tanto, la realidad humana no puede constituir
se y mantenerse sino en el interior de una realidad biológica, de una
vida animal. Mas si el deseo animal es la condición necesaria de la
autoconciencia, no es condición suficiente de ella. Por sí solo, ese
deseo no constituye más que el sentimiento de sí.5 Ahora, el deseo
humano debe dirigirse a otro deseo: “Es una autoconciencia para
una autoconciencia y solamente así es en realidad, pues solamente
así deviene para ella la unidad de sí misma en su ser otro; el yo no
es en realidad objeto de apetencia independiente.” Por tanto: “La
autoconciencia es en sí y para sí en cuanto es en sí y para sí para
otra conciencia; es decir, solo es en cuanto se la reconoce”: para una
autoconciencia hay otra autoconciencia.
3 Hegel, G. W. F., Fenomenología del espíritu, parte IV, § 1-3. Cf. Kojeve, A.,
La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, Buenos Aires, La Pléyade, 1975.
4 Butler, J., Subjects of Desire: Hegelian Reflections in Twentieth-Century
France, Nueva York, Columbia University Press, 1987.
5 Kojeve, A., op. cit., p. 11.
Capítulo 3 | 121
Preliminares: Taylor y la política del reconocimiento
Bajo el título de “políticas del multiculturalismo”, Taylor engloba los
reclamos recientes que parecen volverse apremiantes bajo el
supuesto de que existiría un nexo entre el reconocimiento y la iden
tidad.9 Si la identidad designa algo equivalente a la interpretación
que hace una persona de quién es y de sus características definito-
rias fundamentales como ser humano, la tesis que se encuentra
detrás de esto es que nuestra identidad se moldea en parte, por el
reconocimiento; la falta de este o el falso reconocimiento resultan en
alguna forma de opresión, como uno de los males de la modernidad,
en palabras de Taylor.10 Los males de la modernidad serían algo así
como los rasgos de nuestra sociedad y de la cultura contemporánea
que las personas experimentan como pérdida o declinación, y que se
van acentuando con el desarrollo de nuestra civilización. Taylor se
centra en tres males: el individualismo, la supremacía de la razón
instrumental y la pérdida de la libertad.
Para Taylor, el individualismo, lejos de ser el logro más refinado
de la civilización moderna, que permite a las personas que elijan por
sí mismas su propio patrón de vida, es el que favorece el quebranta
miento de los horizontes morales. Por un lado, porque las personas
dejan de sentirse integrantes de un orden y, por otro, porque ese
orden determinaba jerárquicamente su rol propio, dándole significa
do al mundo y a sus actividades en la vida social. Las personas y las
cosas que rodean a las personas no son sino parte de un sentido pre
vio dado por la cadena del ser. Precisamente, el lado oscuro del indi
vidualismo es que se centra en el yo, que achata y angosta su vida,
considerando al mundo solo a partir de su proyecto con las conse
cuencias del caso; entre otros, sociedad permisiva, narcisismo, auto-
centramiento. Se recurre a la razón instrumental cuando se apela al
9 Para una revisión crítica de la obra de Taylor, véase Benhabib, S., The Claims
of Culture..., op. cit., cap. 3.
10 The Malaise of Modernity, como se tituló la obra en su primera edición
canadiense, reeditada con el título The Ethics of Authenticity. [Taylor, Ch., La
ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós, 1994.]
Capítulo 3 | 123
primer lugar, la caída de las jerarquías sociales, basadas en el honor
de las sociedades estamentarias. El honor se vincula intrínsecamen
te a la desigualdad: para que algunos tengan honor otros no deben
tenerlo. En cambio, en una sociedad democrática, solo hay cabida
para el concepto de dignidad, en un sentido universalista e igualita
rio. A partir del siglo XVIII, se intensificó la importancia del recono
cimiento como interpretación de la identidad individualizada. Esa
identidad individualizada, como particular de cada quién, obliga a
ser fiel a uno mismo. Ahora, en palabras de Taylor, se trata de una
“tendencia abrumadoramente monológica de la corriente principal
de la filosofía moderna”.11 Sin embargo, los seres humanos se cons
tituyen a sí mismos a partir de un otro significante; del lenguaje en
sentido amplio, que incluye tanto la palabra como el arte, el gesto,
el amor. Retomando la noción de George Mead de “otro generaliza
do”, Taylor concluye que: “El ideal monológico subestima gravemen
te el lugar que ocupa lo dialógico en la vida humana.” Por tanto, en
nuestra génesis siempre hay un “otro generalizado”. Para Mead, un
“otro generalizado” es una organización de actitudes involucradas
en un mismo proceso; una comunidad o grupo social organizado, que
proporciona al individuo su unidad de persona. Donde la actitud del
otro generalizado es la actitud de toda la comunidad.12
No es sino hasta los tiempos modernos en que se admite la nece
sidad del reconocimiento como reconocimiento de una identidad y es
Hegel el primero en tratarlo, ejerciendo con su modelo una influen
cia determinante. Ahora, según lo entiende Taylor, la importancia
del reconocimiento se revela en dos niveles. Primero en la esfera
íntima, donde se comprende la formación de la identidad y del yo, en
un diálogo sostenido con otros significantes, e incluso en pugna con
ellos. Segundo, en la esfera pública, donde la política del reconoci
miento igualitario ha llegado a desempeñar un papel cada vez
mayor.13 Hasta aquí, Taylor parece centrarse en los modos psicoso-
Capítulo 3 | 125
base de la lucha por el reconocimiento. ¿Qué se reconoce? Como
vimos, una identidad conformada a partir de una diferencia, que se
identifica distintivamente como tal. ¿Cuál es —en palabras de
Irigaray- la diferencia específica primera que constituye el principio
de inteligibilidad de la cultura occidental?: la diferencia sexual; es
decir, la diferencia varón-mujer. En la interpretación de Beauvoir, la
dialéctica del amo y del esclavo se resuelve en una dialéctica varón-
mujer, que constituye una reelaboración de la afirmación de F.
Engels de que las primeras esclavas fueron las mujeres.15 Ahora, el
aspecto importante a subrayar es que la lógica del reconocimiento
presupone, por definición, relaciones asimétricas, no recíprocas, que
dan lugar a estructuras jerárquicas, que si se reordenan suelen
hacerlo nuevamente de modo jerárquico: en el modelo hegeliano ni
mueren ambas partes ni hay dos amos. En Young, la identidad se
expresa como construcción de significados y valores, sobre la base de
aquello que busca ser reconocido por los miembros de un grupo iden
titario. El rasgo diferencial puede ser, por ejemplo, el sexo (o la
opción sexual), el color de la piel o la religión; incluso, transversal
mente, se potencian conjuntos de diferencias que no deben reducir
se a la unidad ni conceptualizarse en términos sustanciales, sino
como procesos o relaciones.16 En ese sentido, la lógica de la identi
dad niega o reprime la diferencia de la dinámica propia de los even
tos, en su diferenciación cambiante y plural.17
Según Young, en virtud de la magnitud de las protestas sociales
está claro que las políticas basadas en el principio de no-discrimina
ción son insuficientes. Históricamente ningún grupo materialmente
excluido de los beneficios de la igualdad la obtuvo “por graciosa con
cesión”, sino tras movilizaciones y luchas significativas: las del
movimiento obrero y el sufragismo marcaron el siglo XIX, las de los
derechos civiles de los negros, en los Estados Unidos o en Sudáfrica
el siglo XX. A finales de la década de 1990 los reclamos se centraron
Capítulo 3 | 127
teoría los conceptos de opresión y de dominación. Para Young, el para
digma de la distribución aborda el problema de la justicia de modo
independiente de los contextos sociales y —sintetizando quizá dema
siado- evita lo contingente que entiende como “lo dado” necesario. El
modelo distributivo se torna de ese modo a-histórico e ideológico.
Para que, según Young, se lleve a cabo una justicia real es preci
so que sea cual fuere el análisis, se incluyan premisas sustantivas
de la vida social, derivadas de los contextos. Solo a partir de ahí debe
tener lugar la reflexión teórica, en tanto un análisis y un razona
miento situados. Es decir, Young incluye un interés práctico en la
emancipación de los individuos, donde evaluar “lo dado” es funda
mental porque la sociedad, el lenguaje, las costumbres, tienden a
reafirmarse en términos de lo que podemos denominar cosificación
ideológica de la realidad social. Si las normas que genera una socie
dad son las que a su vez le sirven para evaluarse, Young trata de
superar esta posible circularidad a partir de “lo experimentado” con
relación al “deseo de ser feliz” de cada sujeto. De este modo, se abre
un espacio crítico, una distancia crítica que no parte de una idea
racional de lo bueno-justo previa, sino precisamente de su negación,
que se plantea en el terreno de lo dado.
Si el discurso hegemónico resalta las posibilidades normativas,
los discursos no-hegemónicos resaltan las no realizadas aunque
latentes en una cierta sociedad-realidad social dada. Entre normas
e ideales se genera un anhelo de expresión de libertad, de imagina
ción que —para Young- liberan el pensamiento para crear ideales y
normas nuevos que adquieren la facultad de transformar la expe
riencia, a partir de una proyección de lo que podría ser. Si el ejem
plo de Young es el Mayo Francés de 1968, también podrían serlo los
actuales acontecimientos estudiantiles o las manifestaciones de his
panos en los Estados Unidos. Young engloba los movimientos socia
les de izquierda de las décadas de 1960 y 1970 -incluyendo los
feministas- que se produjeron en la sociedad norteamericana como
modo de denuncia de que hay injusticias institucionales profundas.
A su vez, los discursos marginales que ganan el centro, portavoces
de tales denuncias, tienen la capacidad de transformar la sociedad y
la justicia. El ejemplo clásico es la afirmación de los derechos civiles
Capítulo 3 | 129
desempleo les “asegura” comida y vivienda, las segundas y terceras
generaciones de hijos o nietos de pobladores de las ex colonias -todos
ellos con nacionalidad francesa y la mayoría nacidos en Francia-
son marginados sociales, carentes de opciones de empleo, de repre
sentación social y política, de acceso a un poder real, etc. Young pro
pone, entonces, entender la política de forma más abarcativa,
basada en una organización formal que defienda los intereses de
grupo, en tanto “grupo social oprimido”.
Define “grupo social” como “un colectivo de personas diferencia
do de al menos otro grupo por sus formas culturales, prácticas o
estilo de vida. Los miembros del grupo tienen afinidades específicas
unos con otros porque sus experiencias o estilo de vida son simila
res”.20 Recordemos que la noción de “grupo” ya había sido filosófi
camente estudiada por Jean-Paul Sartre -como muy bien lo
recuerda Celia Amorós- en oposición a la noción de “serie”.21 No
obstante, a diferencia de lo que algunas interpretaciones han que
rido sugerir, el acento de Young está puesto en los individuos. Esto
queda subrayado cuando, poco más adelante, agrega que: “Los gru
pos sociales no son entidades que existen separadas de los indivi
duos [...]”.22 Aunque, como muy bien advierte nuestra filósofa, “los
grupos tampoco son una mera sumatoria de individuos; lo que hace
que cada grupo sea ‘diferente’ [he aquí otro uso del término que se
acaba de examinar] es el modo en que los diversos individuos se
vinculan entre sí”, como muy bien lo ha estudiado la psicología de
los grupos pequeños o la de masas. Cautelosamente advierte Young,
“los grupos son reales, no como sustancias, sino como modos idiosin
23 Ibid.
24 Ibid., pp. 46-47.
Capítulo 3 | 131
tituyen a los individuos. Por eso, llama la atención -cito extensa
mente el pasaje dada su importancia- sobre:
25 Ibid., p. 45.
26 Ibid., p. 46.
Capítulo 3 | 133
línea de John Stuart Mili y confiesa que no alcanza a comprender
por qué las identidades culturales de grupo deben tener prioridad
por sobre los derechos compartidos de modo idéntico por todos los
ciudadanos, considerando las políticas de la diferencia, las del reco
nocimiento y el multiculturalismo como sinónimas y examinándolas
en consecuencia.29 Barry se propone desarrollar una “teoría del libe
ralismo igualitarista” a la manera de Rawls y para ello divide su
libro en tres partes: 1) un análisis crítico de las políticas de la dife
rencia basado en el individuo; 2) un análisis de la relación de los gru
pos y de las minorías culturales; 3) un análisis de los sentidos de la
noción de multiculturalismo.30 A los efectos de nuestro trabajo, reto
maremos solo las críticas fundamentales que expresamente le for
mula a Young y que por extensión afectan también (aunque en
diversa medida) a Taylor y a Kymlicka.
Tras descartar la reductio ad absurdum como argumento satis
factorio contra el multiculturalismo, Barry se propone desmantelar
los reclamos de tratamiento grupal, específicos de grupos in-iguali-
tarios surgidos -a su criterio—después del Estado de bienestar que
siguió a la posguerra. La caída del muro y del marxismo como refe
rentes críticos, incluida el ala izquierda de la Ilustración, han provo
cado -a su juicio— el desmoronamiento de una noción válida de
progreso. Asimismo, las políticas antiigualitarias de Thatcher y
Reagan han llevado a los mismos ex marxistas a abrazar diversos
modos de relativismo -incluyendo el posmodernismo y el multicul
turalismo—en vez de defender versiones no marxistas de universa
lismo igualitario.31
Muy brevemente, Barry resume la propuesta ilustrada universa
lista -reconociendo su no homogeneidad- y remite a Rawls como el
referente liberal del universalismo. Ahora bien, subraya que donde
32 Ibid., p. 10.
33 Ibid.y p. 11; también, Jaggar, A., “Multicultural democracy”, The Journal
of Philosophy, N° 7, 1999, pp. 308 y ss.
34 Grillo, R. D., Pluralism and the Politics of Difference: State, Culture and
Ethnicity in Comparative Perspective, Oxford, Clarendon Press, 1998.
Capítulo 3 | 135
ventajas compartidas, la falta de empleo, la pobreza, la baja calidad
de la vivienda, los servicios públicos inadecuados; [por eso] a la larga,
el objetivo es antiigualitario, un esfuerzo político que trata solo de
sostener los intereses de grupo [...].35
35 Barry, B., Culture and Equality..., op. cit., p. 12. En ese punto, Barry sos
tiene una hipótesis afín a la de Slavoj Zizek en Estudios culturales. Reflexiones
sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, 1998.
36 Barry, B., Culture and Equality..., op. cit., pp. 17 y ss.
37 Young, I. M., Justice and the Politics of Difference..., op. cit., p. 158.
38 Sen, A., Nuevo examen de la desigualdad, Madrid, Alianza, 1995, pp. 7-19,
25 y ss.
39 Barry, B., Culture and Equality..., op. cit., p. 56.
Capítulo 3 | 137
Sintetizando esta posición, la paradoja consiste en que directa o
indirectamente el multiculturalismo promueve características ads-
criptivas estamentales que constituyen luego la diferencia identitaria
que caracteriza al grupo en cuestión, y las torna objeto de sus políti
cas diferenciales. Vamos a aceptar, con Barry entre otros, el término
“multiculturalismo” para el programa político de las “políticas de las
diferencias” y, a su vez, reservar “pluralismo” para aquellos contex
tos donde el programa político tiende a la institucionalización de las
diferencias culturales, segmentando la sociedad en aras de una
“sociedad plural”, porque “donde hay pluralidad cultural la sociedad
es plural”.40 Sin embargo, vimos que quienes sostienen modelos
multiculturales esgrimen el peligro de la disolución, la asimilación,
la aculturación o la pérdida de las diferencias. El “liberalismo ciego a
la diferencia” (<difference blind liberalism), según Taylor, desconoce
ese problema precisamente porque es asimilacionista.41 En conse
cuencia, sería válido concluir que el liberalismo es “enemigo” de las
diferencias porque prefiere que no existan.
Para terciar entre ambas posiciones, una de las tesis más elabo
radas es precisamente la de I. M. Young. Según Young, el liberalismo
no solo acepta la existencia de diferencias, sino que sus políticas tien
den a que todas las diferencias constitutivas de los pueblos desapa
rezcan, homogeneizando el tejido social. Esto ha de ser así porque los
principios liberales están inextricablemente vinculados al ideal de la
asimilación.42 Sostiene que una lectura prolija de la cuestión deja en
claro que: 1) solo de una valoración positiva de la diferencia per se, se
sigue la asimilación como un “disvalor”; 2) solo concibiendo a las
sociedades de manera estática es posible suponer que la asimilación
no se cumple o, si lo hace, que no se produzcan a su vez nuevas diver
sificaciones; 3) solo entendiendo “diferencia” y “asimilación” como
conceptos ontológicamente homogéneos, es posible ignorar que las
diferencias son múltiples, variadas, atendibles, evitables, superables,
etc.; con lo que volvemos a la primera observación.
Capítulo 3 | 139
advierte. El ideal de diversidad de Young es más bien un programa
político diseñado para reconocer las diferencias. En la línea de la
segunda opción liberal aunque, en consonancia con la primera, el pro
grama alienta a las personas a revisar críticamente sus creencias
básicas y contrastarlas racionalmente con sus prácticas personales e
institucionales. En ese sentido, las instituciones deben brindar las
condiciones de posibilidad mediante las cuales, la autonomía, la
racionalidad crítica, el desarrollo personal, etc., puedan florecer. En
todo caso -como veremos en el apartado siguiente- Young no se ali
nea con un proyecto liberal, aunque sí considera valiosas algunas de
sus premisas y las absorbe consecuentemente a su propio modelo.
La autora también sostiene que en una sociedad que no fuera
racista o sexista -en el sentido requerido por el ideal de asimilación-
ninguna obligación ni ningún derecho político se vincularían a la raza
o al sexo; tampoco se contarían con beneficios institucionales asocia
dos. Desde luego podríamos preguntarnos si ello constituiría un pro
blema. Quizás el horror a la asimilación, como una suerte de temor a
la disolución identitaria en un “caldo” más o menos indiferenciado,
esté latente en este tipo de discusiones. En ese marco, sería posible
que alguien prefiriera la “diferencia-ciego” con “igual trato” a la asimi
lación, vivida como una pesadilla. El ejemplo -que es de Barry- resul
ta poco convincente, incluso para su autor que lo utiliza solo para
indagar en qué sentidos puede entenderse la noción de “asimilación”,
y luego lo descarta. Independientemente de ello, Young está en lo cier
to al afirmar que, en una sociedad no racista o no sexista, el sexo o la
raza de un individuo sería irrelevante a los efectos de un sistema iden
titario de derechos. Otra cuestión muy diferente son los “métodos” de
la asimilación o de la “pureza” racial o identitaria. Hannah Arendt
recuerda las palabras del escritor William Faulkner: “la integración
forzada por ley no es en absoluto mejor que la segregación racial for
zada legalmente”. Integración o segregación pueden ser voluntarias,
violentas o más o menos compulsivas. Los dos últimos casos son aten
tatorios contra las más básicas libertades humanas.46
Capítulo 3 | 141
Dado el debate generado en pro y en contra de la noción de “polí
ticas de la diferencia”, en uno de sus últimos trabajos, Young apor
ta otras precisiones que conviene tener presentes. Por un lado,
distingue la versión que denomina políticas de la diferencia posicio-
nal (PDP) y, por otro, políticas de la diferencia cultural (PDC), respec
tivamente. No obstante, ambas versiones se entrecruzan: 1) se
distinguen del “liberalismo ciego a la diferencia” (<difference blind
liberalism); 2) sostienen que donde haya diferencias grupales
socialmente significativas, sea por conflictos, dominación, privile
gio, etc., el “igual trato” no es suficiente porque se diluye en las
prácticas; 3) las instituciones públicas y cívicas pueden (may) aten
der reclamos morales o sociales de grupos diferenciados; 4) los
miembros de grupos diferenciados pueden ser tratados diferencia-
damente a los efectos de la promoción de su libertad, equidad o
autonomía.50
Ahora bien, estos puntos en común no deben distraernos de las
diferencias que median entre las PDP y las PDC. Confundirlas da
lugar a que se extraigan conclusiones que Young juzga desencami
nadas, como sucede -a su juicio- con los anteriores comentarios de
Barry. En efecto, Young considera que en Culture and Equality,
Barry no hace las distinciones pertinentes; agrupa ambas políticas
de la diferencia porque se ocupan de la justicia y, al hacerlo, oscure
ce zonas específicas de diferencias (que generan injusticias) y las
separa de sus potenciales soluciones. En palabras de Young, las PDP
se ocupan de “grupos sociales constituidos a partir una cierta inter
acción tal que da por resultado diferenciaciones categoriales que se
resuelven en estatus jerárquicos o en privilegios”. En consecuencia,
producen y reproducen “desigualdad duradera” (<durable inequality),
según un concepto que toma de Charles Tilly.51 De ese modo, se con
servan ventajas para sí y desventajas para otros respecto de, por
ejemplo, el acceso a los recursos, el poder, la autonomía, el honor, la
credibilidad, etc., generando diferencias categoriales. En las socie
dades modernas, esto redunda en la división social del trabajo, el
52 Ibid.
53 Wollstonecraft, M., Vindication of the Rights of Women (1792).
[Wollstonecraft, M., Vindicación de los derechos de la mujer, Madrid, Cátedra,
1994.]
54 Engelhardt, T., The Foundation of Bioethics, Nueva York, Oxford
University Press, 1986. Para una amplia discusión sobre este tema, véase
Vidiella, G., El derecho a la salud, Buenos Aires, Eudeba, 2000.
Capítulo 3 | 143
ta, estereotipos (por inclusión-exclusión) morales, de respetabilidad,
etc., que producen la segregación de los miembros diferencialmente
marcados de un grupo. Respecto de la etnia, Young toma de Franz
Fanón el término epidermialización de las jerarquías, de los cons-
tructos estandarizados, de las atribuciones de peligrosidad, etc. Si
bien la discriminación tiene una explicación histórica -como quiere
Arendt- las injusticias que genera la falsa identidad (identificación)
de los Estados Unidos con lo blanco-anglosajón, etc., obligan a Young
a revisar conceptos filosóficos como poder, autonomía, igualdad, etc.
La variable “poder” (más allá de la opresión de clase) tiene para
nuestra filósofa un lugar más relevante que en las conceptualizacio-
nes universalistas, incluyendo las de izquierda. Si bien presupone
como punto de partida de sus análisis a individuos autónomos, reco
noce el peso de lo que vamos a denominar el (dis)valor agregado del
“color” (del sexo, de pertenecer a un país hegemónico, de una opción
sexual, etc.), donde la estructura socio-política invisibiliza las discri
minaciones que genera (re)produciendo real injusticia.
Por el contrario, según Young, las PDP no solo son necesarias
para promover a los individuos o a los grupos desaventajados,
sino para hacer visibles los modos y procesos estructurales que dife
rencian la posición de varones y mujeres. Young subraya la tensión
entre la “igualdad” política y la necesidad de reconocimiento de su
“diferencia” qua mujeres, mostrando que el analogado de la igualdad
es el varón, que se convierte en modelo paradigmático. En general,
el imaginario social proyecta sobre las mujeres un sentido de vulne
rabilidad, de deseo caótico, de impredecibilidad o de emotividad
incontrolada que muestra hasta qué punto la presencia femenina
sigue incomodando en el espacio público.55 No obstante, se sigue
socializando a las muchachas en los modelos del “cuidado”, la depen
dencia económica y afectiva, del hogar, etc. Es decir, en aquellas cua
lidades naturales que fundamentan la división sexual del trabajo,
como ya señaló hace años Susan Moller Okin.56
Capítulo 3 | 145
ños al uso de una sociedad que reconozca los derechos humanos. ¿En
qué medida —se pregunta Young- hay que incluir / excluir las dife
rencias religiosas en estos parámetros?59
Ahora bien, para Young, las PDC brindan respuestas positivas a
los impulsos absolutistas y otras formas de nacionalismo dominan
te. En general, nuestra autora no encuentra incompatibilidades
entre vivir de acuerdo con las instituciones políticas comunes y, al
mismo tiempo, aceptar prácticas culturales y tradiciones distintivas.
Desde su punto de vista, así se reduciría la violencia étnica, religio
sa y nacionalista. Lo importante es que las políticas de la diferencia
iluminen y compensen mecanismos sistemáticos de inequidad, que
la ley por sí misma no puede remediar.
Ahora bien, la respuesta de Young, sin embargo, sigue siendo
para muchos insuficiente. Por un lado, ante planteos como los de
Goodhart,60 tema sobre el que volveremos más adelante. Por otro,
porque las tensiones más graves se producen precisamente cuando
las identidades culturales (religiosas, étnicas, nacionales, etc.)
entran en conflicto con “las instituciones políticas comunes”, a las
que Young refiere. Para muchos, no se trata solo de obtener recono
cimiento en términos de ser de hecho incluido en el universal (como
sucedió con los reclamos de las sufragistas, de los negros norteame
ricanos o de los sudafricanos), lo que muchas feministas han deno
minado “diferencia en la igualdad”. Se trata, por el contrario, de otro
nivel de reclamos teóricos y prácticos.
Una de las promotoras del pensamiento poscolonial, Gayatri
Chakravorty Spivak, por ejemplo, cuestiona la validez misma de la
noción de “universal” en tanto que ligada al imperialismo cultural
de Occidente.61 Por ende, no pretende que la “diferencia”, objeto de
reclamo, sea reconocida en el universal, sino independientemente
Capítulo 3 | 147
conjunto de artículos y notas de, entre otras, Susan Moller Okin,
Martha Nussbaum y Seyla Benhabib que enriquecen el debate. Esta
segunda fase -seguimos con la clasificación de M. J. Guerra que
venimos utilizando- subraya la necesidad de explorar las “tensio
nes” entre feminismo y multiculturalismo, dada la violencia interna
que, respecto de sus mujeres, tienen algunos grupos culturales más
o menos identificables. Y decimos “más o menos identificables” por
que tenemos presente la advertencia de Goodhart de que ciertos
investigadores, tales como Isaac Marks del Instituto de Psiquiatría
de Londres, defienden la imposibilidad de trazar divisiones nítidas
de la población en “grupos pequeños” con rasgos identitarios deter
minados. Ahora bien, en nuestra opinión, los ejes fundamentales del
debate en cuestión son dos: por un lado, el grupo -con identidad cul
tural- sujeto de derechos, en la línea de la propuesta de Young, en
oposición a un sujeto individual, paradigmáticamente una mujer; y,
por otro, la dicotomía excluyente redistribución o reconocimiento. La
polémica, en su primer aspecto, se polarizó en términos de individuo
versus grupo y, en el segundo, entre ilustrados (liberales o marxis-
tas) y comunitaristas. Como vemos, la “solución” de Fraser proviene
de su vena pragmática.
critical reading of Iris Young’s Justice and the politics of difference”, Journal
of Political Philosophy, vol. 3, N° 2, 1995; Moller Okin, S., “Feminism and
multiculturalism: Some tensions”, Ethics, vol. 108, N° 4, 1998, pp. 661-684;
Moller Okin, S., “Desigualdad de género y diferencias culturales”, en Castells,
C., Perspectivas feministas en teoría política, Barcelona, Paidós, 1996;
Nussbaum, M. y Glover, J. (eds.), Women, Culture and Development, Oxford,
Clarendon Press, 1995; Guerra, M. J., “Algunas notas sobre feminismo global:
mujeres, culturas e igualdad”, en Femenías, M. L. (comp.), Feminismos de
París a..., op. cit.
63 Parekh, B., “The Rushdie affair: Research agenda for political philosophy”,
Political Studies, N° 38, 1990, pp. 695-709; Barry, B., Culture and Equality..., op.
cit., pp. 112 y ss.; Benhabib, S., Los derechos de los otros..., op. cit., p. 147.
Capítulo 3 | 149
ético-moral de los ejemplos. Parece claro que las leyes segregacionis-
tas, a las que parece mencionar indirectamente en términos de
“prácticas de discriminación”, no guardan un carácter afín a la cos
tumbre más o menos afincada de usar sombrero, turbante o velo por
cuestiones religiosas o de estatus.
Ahora bien, más que las respuestas de reconocimiento de las
diferencias en términos de políticas públicas, interesa el estatus
mismo de los derechos grupales. Por ejemplo, J. Levy propone una
clasificación de los derechos culturales, con lo que da por supuesta
su legitimidad.64 La apelación de Young al reconocimiento de los
derechos grupales es en buena medida consecuencialista, aunque
no deja suficientemente en claro qué plus añaden a los derechos
individuales. En principio, Young hace referencia a una colectividad
(inestable) cualificada que se beneficiaría de ellos, pero -como
subraya Barry- siempre bajo la forma de un/os individuos sobre los
que recaerían los beneficios. Por tanto, para muchos filósofos esto
no se diferencia mayormente de lo que el liberalismo igualitarista
proclama al aceptar que cualquier víctima de una desventaja se vea
prima facie compensada; lo que tornaría superfluo el reconocimien
to de derechos grupales.65 Ahora bien, ¿en qué sentido la “diferen
cia cultural” es una desventaja? ¿Qua diferencia o qua las
consecuencias económicas, laborales, etc., que la diferencia acarrea
a grupos de individuos? En las explicitaciones de Young no queda
claro. Tampoco quedan claros los criterios para definir “grupo”, en
la medida en que son inestables y se reconforman constantemente.
En consecuencia, quienes defienden políticas basadas en el indivi
duo, acusan a los defensores del multiculturalismo de pretender
perpetuar solo las diferencias culturales que directa o indirecta
mente los benefician. Como Barry, consideran que los derechos indi
viduales son no-negociables y no-diluibles en los derechos grupales,
sean del tipo que fueren.
Más aún, el reconocimiento de un grupo cultural dado nada dice
de las bases éticas sobre las que se yergue esa cultura, ni de cómo
64 Cf. Levy, S., “Classifying cultural rights”, Nomos, N° 39, 1997, pp. 22 y ss.
65 Barry, B., Culture and Equality..., op. cit., pp. 114 y ss.
Capítulo 3 | 151
zonte estadounidense.67 Parte, con A. Sen, de que la diversidad es
propia de una sociedad y que la “igualdad” es un ideal regulativo a
alcanzar. Contrariamente a lo que hace Young, que apela a la “dife
rencia” como un concepto autosuficiente, Nussbaum busca criterios
normativos que le permitan desestimar la “justificación cultural”,
por considerarla insuficiente. Costumbres o tradiciones diferencia
les de un grupo, que incluyan el maltrato o la desigualdad sistemá
tica de las mujeres, no pueden aceptarse.
Nuestra autora presentó, en consecuencia, una lista de capacida
des -que denomina “capacidades internas”- que se corresponden
con las funciones más importantes del ser humano, con el objetivo
de destacar la necesidad de las personas de contar con poderes
(capacidades) internos, no solo con oportunidades exteriores (o reco
nocimiento como había señalado Young). Si bien en principio la lista
se aplica al ser humano sin distinción de sexo-género, Nussbaum
considera que contribuye a superar la tradicional dicotomía entre la
libertad del individuo y los roles que tradicionalmente los grupos
asignan a las mujeres. En ese sentido, Nussbaum no nos fuerza a
elegir, por un lado, entre un individualismo en el que la persona es
tomada como un agente solitario e indiferente a otros, capaz de ele
gir solo por la razón; y, por otro, entre tipos tradicionales de comuni
dad organizada con frecuencia de modo jerárquico e inequitativos
respecto de las mujeres.68 La lista -de carácter normativo- especifi
ca cuáles son los requisitos mínimos y objetivos que un Estado debe
satisfacer para permitir que sus ciudadano/as lleven una vida digna.
Creemos interesante reproducir aquí la lista de capacidades de fun
cionamiento, vinculada al concepto de persona autónoma que hemos
desarrollado sobre la base de la normativa de Nussbaum.69
1. Estar libre de enfermedades evitables.
2. Estar bien nutrido.
Capítulo 3 | 153
analfabetismo pasando por la prohibición de trabajar fuera de casa
o por la falta de control reproductivo.72 Resulta claro, en conse
cuencia, que la identidad cultural de tales grupos no puede recono
cerse “en bloque” como si la “cultura” inscribiera por igual a
varones y a mujeres. En muchos casos, las políticas compensato
rias son necesarias, pero con la distinción dentro del grupo cultu
ral en cuestión del segmento “mujeres”. Ahora, la distinción y
reconocimiento de las mujeres ocurre la mayoría de las veces pre
cisamente en contra de los parámetros culturales en juego, que las
suelen considerar naturalmente inferiores o deficitarias respecto de
los varones, o naturalmente determinadas indefectiblemente para
tal o cual tarea. Justamente uno de los objetivos de Nussbaum es
transformar esos parámetros, pero siendo sensible a las modulacio
nes culturales y religiosas. La lista refuerza las ideas-guía del libe
ralismo social, pero en consonancia con el paradigma del desarrollo
humano.
El propósito de Nancy Fraser, en cambio, es hacer un diagnóstico
de lo que denomina la condición postsocialista, caracterizada por un
estado de ánimo escéptico o un conjunto de sentimientos de desa
zón por la falta de proyectos progresistas ante el avance de las
políticas neoliberales.73 Asimismo, la eclosión de las exigencias de
reconocimiento, en detrimento de la igualdad social, y la ascensión
de las políticas de la identidad se potencian con la expansión global de
las políticas económicas liberales que resignifican radicalmente las
diversas áreas del mundo en términos de explotación-producción. La
crisis del modelo ilustrado y la caída del socialismo real generó ade
más -en palabras de Fraser- el principio pragmático de que la igual
dad era un concepto social perimido y había que optar por la
diferencia cultural, planteando los problemas socio-políticos en tér
minos de dicotomía excluyente, “reconocimiento o redistribución”,
para defender la primera opción. Fraser, por el contrario, opta por
una posición que implique “reconocimiento y redistribución”.74
Capítulo 3 | 155
tante, insiste en que la categorización de Fraser -si bien políticamen
te útil- es polarizante y, curiosamente, le atribuye en consecuencia
una dicotomización del problema, precisamente allí donde Fraser
trata de suturar la oposición reconocimiento-redistribución. En sín
tesis, para Young sigue siendo más útil evitar los diferentes aspectos
de la producción de desigualdades estructurales tales como la norma
lización y la división del trabajo, cada una de las cuales tiene efectos
tanto materiales sobre el acceso a los recursos, como sobre significa
dos sociales que subyacen a las jerarquías estamentarias.
77 Moller Okin, S., “‘Mistresses of their own destiny’: Group rights, gender,
and realistic rights of exit”, Ethics, N° 112, 2002, pp. 205-230.
Capítulo 3 | 1 57
mo, a pesar de la importancia que tiene el derecho a poder irse de un
grupo, Okin muestra cómo se trata de un derecho problemático en la
medida en que quienes están en condiciones socio-económicas de
hacerlo son precisamente quienes menos lo necesitan.
El primer eje es, pues, la desigualdad de sexo-género que, aun
que se reconocieran derechos grupales, impediría que el derecho a
retirarse del grupo pudieran ejercerlo por igual varones y mujeres.
En efecto, la teoría de los derechos grupales hace caso omiso de, por
un lado, la división sexual del capital real y simbólico y, por otro, de
la división entre lo público y lo privado dentro de esos mismos gru
pos. Con la excepción de los análisis realizados por A. Shachar, Okin
incluye entre los que no reconocen dicha asimetría e incluso la nie
gan pero reconocen derechos culturales o religiosos identitarios, a
teóricos como W. Kymlicka. Solo más tardíamente este filósofo reco
noció la asimetría intragrupos identitarios; muy probablemente
haciéndose cargo de las fuertes críticas que se le formularon.
En efecto, Ayelet Shachar presenta uno de los argumentos más
interesantes -la paradoja de la vulnerabilidad multicultural- para
conciliar los derechos de las mujeres, las niñas y los niños con los
reclamos multiculturales.78 Según Shachar, es preciso tener en
cuenta que muchos de los acuerdos que involucran reclamos multi
culturales tienen como consecuencia una carga desproporcionada
sobre las mujeres (las niñas/os). En especial, respecto de los grupos
que se autorreconocen identitariamente (nomoi communities), orga
nizados fundamentalmente en torno al eje etnia/raza-nación (en
sentido no-territorial), en tanto comparten un punto de vista distin
guible que rige las leyes o la vida de tal comunidad. Su análisis
muestra en detalle cómo “varones y mujeres pagan los costos multi
culturales diferenciadamente” por sexo-género. Shachar identifica
78 Shachar, A., “Group identity and women’s rights in family law: The perils
of multicultural accommodation”, Journal of Political Philosophy, N° 6, 1998,
pp. 285-305; “The paradox of multicultural vulnerability: Identity groups, the
State and individual rights”, en Joppke, Ch. y S. Lukes (eds.), Multicultural
Questions, Oxford, Oxford University Press, 1999, especialmente p. 386 y ss.;
“On citizenship and multicultural vulnerability”, Political Theory, N° 28, 2000,
pp. 64-89.
Capítulo 3 | 159
Respecto del segundo, el derecho en el ámbito doméstico, como
mínimo —sostiene Moller Okin—las mujeres deben poder elegir entre
sus derechos ciudadanos y su identidad grupal, que se presentan
muchas veces como opciones disyuntas: porque el reconocimiento del
grupo cultural -en la mayoría de los casos- va en detrimento de los
derechos de las mujeres. El reconocimiento de los derechos de las
mujeres (como los ciudadanos más postergados) va en detrimento de
la identidad grupal, entendida estáticamente. Se trata, pues, de una
situación de doble vínculo, con lo que Shachar denomina los costos
inevitables para las mujeres, que implican elecciones excluyentes
que cercenan algún polo de sus derechos. La solución que ofrece es
un modelo de administración compartida, lo que desde ya implica un
modelo interactivo o de diálogo intercultural.
Un problema -que añade Moller Okin en el análisis de la cuestion
es la necesidad de tener en cuenta que suele entenderse la subordi
nación (opresión, silencio, etc.) como “consentimiento implícito”. En
realidad, el problema es que las mujeres no cuentan con posibilida
des reales (psico-económicas) para salir de sus grupos de origen
autónomamente. En estos casos, una vez más, el varón -paradigma
“humano”- rige la autonomía. La autonomía es considerada un prin
cipio político y moral insoslayable que -a l decir de Benhabib-
requiere de diseños de prácticas, diálogos y espacios públicos en la
sociedad civil en torno a cuestiones opinables y controvertidas a
efectos de que todos/todas puedan participar por igual. Si bien coin
cidimos en ello, creemos que no se examinan suficientemente las
posibilidades efectivas (de hecho) que tienen las mujeres para hacer
lo: ¿cuál es la “elección” posible para una mujer socializada en la
dependencia y la sumisión, sin medios económicos de subsistencia
propios, muchas veces analfabeta o con escasa educación, casada a
edad muy temprana, con varios hijos, portadora además de sobre
carga de identidad? En todo caso, es vital para esas mujeres que el
Estado garantice su derecho a poder irse del grupo (como quiere
Moller Okin) y que se les brinde, además, posibilidades reales para
hacerlo. Porque sancionar un “derecho a irse” sin las condiciones de
posibilidad materiales es, como poco, un doble mensaje más de los
muchos que se emiten para las mujeres en las sociedades actuales.
Capítulo 3 | 161
ocupa el lugar de dominante. Decimos lugar porque se resguarda así
el esquema de posiciones de sujeto. Ahora bien, si el Estado debe dar
la posibilidad de ejercicio efectivo del derecho a irse de un grupo
determinado a las mujeres, debe en primer término trabajar en
dirección a la ruptura de esa lógica para evitar que se reproduzca.
El modelo del reconocimiento de la diferencia cultural no parece tra
bajar en ese sentido y deja a las mujeres en situación de vulnerabi
lidad. Como advierte Rodríguez Durán, al romper (huir de) una
relación violenta, las mujeres sienten que “no están perdiendo sola
mente un objeto de amor, sino a sí mismas”.84 Este es el tipo de
barreras que debe sortear la doctrina del “consentimiento implícito”.
Ahora bien, a la dicotomía “derecho a irse”-“posibilidad real de irse”
debe sumarse la posibilidad de “expulsión” o de “repudio”. En efecto,
no es ajeno al horizonte de ciertos grupos culturales ejercer “repu
dio” (expulsión, lapidación, etc.) de alguno de sus miembros indisci
plinados; derecho que paradigmáticamente ejercen los varones
contra las mujeres (no a la inversa). El ejercicio de este “derecho” eli
mina el potencial horizonte de negociación o de influencia de las
mujeres, sobre las que sobrevuela siempre la posibilidad de ser
“expulsada” del grupo y perder las “ventajas” que pertenecer pueda
ocasionarles. En otro tipo de contextos, esta situación podría ser
vista como una forma de extorsión.85
El segundo eje del análisis de Moller Okin gira en torno a los fac
tores culturales que afectan efectivamente el derecho de las mujeres
a irse de determinados grupos, especialmente porque quienes recla
man excepciones o derechos grupales tienden a ser poco sensibles a
cuestiones de sexo-género. Esto es consecuente con el hecho de que
la gran mayoría de las culturas controlan la vida de las muchachas
y de las mujeres en mayor medida de lo que lo hacen respecto de la
de los muchachos y de los varones adultos, donde el primer elemen
to diferencial es la educación y las prácticas vinculadas al matrimo
nio y al divorcio. Respecto de la educación, sea paga o provista
gratuitamente por el Estado, se marca una diferencia fundamental
84 Ibid.
85 Moller Okin, S., “Feminismo y...”, op. cit.
86 Ibid.
87 Marrero, A., “Hermione en Hogwarts o sobre el éxito escolar de las niñas”,
presentado ante la revista Mora, IIEG, FFL, UBA (gentileza de la autora).
Capítulo 3 | 163
sición a la propuesta de Young, nuestra filósofa apela a los clásicos
ejemplos del comunalismo (communalism) de la India o del Tibet
donde -a su criterio- no hay PDC que puedan defender o justificar la
discriminación que viven las mujeres en aras de la defensa identita
ria de ciertos grupos religiosos. Sobre todo, en comparación con las
estructuras sociales de los estados occidentales que, si bien patriar
cales, lo son en menor medida y admiten un mayor grado de autono
mía, en particular de las mujeres.
El tercer eje gira en torno a la distancia que media entre “el
derecho a irse”, a dejar el grupo primario, y el “derecho real” de
poder hacerlo. Ahora bien, en algo coinciden Iris M. Young y S.
Moller Okin: el individuo autónomo sujeto de derechos es un rango
que la mayor parte de las mujeres no alcanza. Algunas posiciones
liberales que defienden fervorosamente los derechos de los indivi
duos no llegan a ver que “individuo autónomo” es un constructo
político del que no se benefician distributivamente por igual todos
los miembros adultos de un grupo culturalmente diferenciado.
Donde Young propone reconocer derechos a las diferencias cultura
les de los grupos, Moller Okin exige al Estado lo que vamos a deno
minar “políticas tendientes a la individuación igualitarista de todos
(varones y mujeres) los miembros del grupo”. En palabras de Moller
Okin, a menos que el Estado por medio de la educación pública
anule (nullify), o al menos compense, las identificaciones (discrimi
natorias) de género con base en prácticas religiosas y culturales tra
dicionales, las posibilidades de las mujeres de constituirse en
sujetos autónomos son, si no imposibles, limitadas; en todo caso,
con altos costos personales.88
Lo dicho, claro está, implica políticas de abandono planificado de
identidades primarias (familia, religión, costumbres en general,
etc.) y el refuerzo sistemático de identidades secundarias en torno a
la ciudadanía, la construcción de un Estado-nación progresista, etc.
Es decir, implica un proyecto político que efectivamente se plantee
la discriminación de género como un problema. Para Moller Okin,
88 Moller Okin, S., “Feminismo y...”, op. cit. Sobre la categoría de sujeto, cf.
Femenías, M. L., Sobre sujeto y género, op. cit.
Capítulo 3 | 165
entre sí, que de las políticas del Estado respecto de los grupos, por
que lo que genera la jerarquización racial de la sociedad es, para
Young, que los diversos grupos se niegan a verse recíprocamente
iguales y tratan de subordinar a los otros, generando así estereoti
pos jerárquicos. Por último, Young reconoce que, a veces, las PDC
refuerzan aquello que critican.89 Sin embargo, lo que da lugar a los
conflictos -insiste- no es la falta de libertad de expresión, de asocia
ción o de acción, sino —de modo sustantivo—la falta de igualdad de
oportunidades a fin de ejercer las propias capacidades y de tener voz
en el gobierno de las instituciones cuyas políticas condicionan sus
vidas.90
Para Young, la situación paradigmática de las PDC es la de una
sociedad en la que haya pluralismo étnico, religioso, nacional, donde
ninguno de ellos tienda a manejar el poder dominante del Estado.
Estos grupos dominantes intentan sesgar las políticas y las acciones
a favor de sus miembros mientras que las minorías culturales se
resisten, reclamando el derecho a la autodeterminación.91 Young no
quiere enmarcar sus propuestas en qué debe o no hacer el Estado
sino, por el contrario, en la sociedad civil misma, como terreno en el
que se resuelven las acciones, las decisiones y las batallas políticas.
Claramente opta Young por analizar lo que podríamos denominar
“la trama social”, a su vez que rechaza partir de las políticas de
Estado. En consecuencia, considera que críticas como las de Barry o
las de Gutmann, por ejemplo, yerran su objetivo. Young se ocupa,
por el contrario, de movimientos sociales, más o menos desestructu
rados, sensibles a las discriminaciones y a los procesos de segrega
ción que se desarrollan en lugares no institucionalizados, a la
manera de los grupos autoconvocados. A su juicio, los cambios más
importantes de los últimos treinta años se deben a grupos de este
Capítulo 3 | 167
que trabajan una vez y media más que los varones y son víctimas de
violaciones, golpizas, acoso sexual y ridiculización discursiva”.92
Lo social y lo político parecen confundirse en Young, especialmen
te porque ella misma rechaza tal distinción. Su objetivo —subraya-
es en cambio alentar a los teóricos políticos a que presten atención a
las diferencias grupales y a los modos en que, desde las estructuras
del poder, la división del trabajo y las construcciones normativas, se
reproducen los conflictos nacionales, étnicos, religiosos. En conclu
sión, la propuesta de Young -a nuestro juicio- puede resumirse en
trazos gruesos del siguiente modo: dado que las estructuras de poder
generan discriminaciones sistemáticas, deshagámonos de ellas. Los
grupos encontrarán los modos de deshacerse de las discriminaciones
en tanto se reconozcan mutuamente.
95 Fraser, N., “Usos y abusos de las teorías francesas del discurso para la polí
tica feminista”, Hiparquia, N° 1, año IV, 1991, pp. 13-39.
Capítulo 3 | 169
las identidades sociales de las personas son complejos de significa
dos y redes de interpretación. Tener una identidad social -ser mujer
o varón, blanco o negro, pobre o rico- es vivir y actuar de acuerdo con
un conjunto de descripciones que, por supuesto, no son ni simples ni
cerradas, y surgen de las posibilidades interpretativas al alcance de
todos los sujetos-agentes en una sociedad dada. Por tanto, las iden
tidades no se comprenden por completo si solo se las entiende en tér
minos biológicos o psicológicos. Por el contrario, las prácticas
sociales -históricamente desarrolladas y especificadas- producen y
delimitan descripciones culturales de género, etnia, clase, etc. Estas
identidades sociales aceptan una pluralidad de descripciones dife
rentes y admiten prácticas significantes también diferentes. De
modo que nadie es simplemente mujer o varón. Más bien, se es blan
ca/o, judía/o, de clase media/rico/pobre, madre/padre, filósofa/o, hete-
ro/homosexual, socialista/liberal, etc. Dado que todos actúan en una
pluralidad de contextos sociales, diferentes descripciones dan cuen
ta de diferentes identidades sociales, que ganan (o pierden) prima
cía según las circunstancias. Además, las identidades sociales de las
personas no se construyen de una vez y para siempre; por el contra
rio, se alteran en el tiempo, variando en la medida en que varían las
prácticas y afiliaciones de los agentes. En síntesis, las identidades
sociales se construyen discursivamente en contextos sociales histó
ricamente específicos; son complejas, plurales y varían en el tiempo.
En este caso, se trata de comprender las identidades sociales en su
plena complejidad sociocultural y así desmistificar la variable única
y estática de las posiciones esencialistas de la identidad.
Un segundo uso de la teoría del discurso es comprender cómo se
forman grupos sociales en condiciones de desigualdad. En efecto, las
personas se agrupan bajo la bandera de las identidades colectivas y,
en consecuencia, se constituyen en agentes sociales colectivos. La
formación de estos grupos supone variaciones en las identidades
sociales de las personas y por consiguiente también en sus relacio
nes con el discurso. Asimismo, los aspectos preexistentes de la iden
tidad adquieren nueva relevancia, centralidad y articulación. Si
previamente algunos rasgos estaban sumergidos entre muchos
otros, bajo ciertas circunstancias, se reinscriben como núcleo de nue
Capítulo 3 | 171
desde las cuales se habla. Por tanto, el conflicto y el cuestionamien-
to son constitutivos y no coyunturales. En consecuencia, otra de las
ventajas de una teoría del discurso es la posibilidad de iluminar los
procesos por los cuales se obtiene y se cuestiona la hegemonía socio-
cultural de los grupos dominantes.98
Fraser se plantea algunas preguntas interesantes. Por ejemplo,
¿cómo adquieren autoridad cultural y se convierten en hegemónicas
algunas definiciones e interpretaciones contrarias a los intereses de
las mujeres? ¿Cómo, puestas a elegir entre género y etnia, las mis
mas mujeres optan por su identidad étnica aun en contra de sus pro
pios intereses?" ¿Desde qué perspectivas se movilizan definiciones
e interpretaciones feministas contra-hegemónicas para crear grupos
y alianzas opuestos a la discriminación?100 Por supuesto, para
Fraser existe una estrecha relación entre esas preguntas, las prácti
cas políticas emancipatorias y una teoría del discurso que permita
dar cuenta de las identidades, los grupos y las hegemonías, y que
revalorizaría las luchas discursivas sin llevar a retrocesos “cultura-
listas”. Además, se daría cuenta del presupuesto que hace a las
mujeres solo víctimas pasivas de la dominación de los varones,
entendidos como únicos agentes sociales. De ese modo, se limita o se
hace inconcebible la existencia misma de mujeres tanto activistas
como teóricas feministas. Según Fraser, una teoría del discurso que
diera cuenta de los aspectos señalados, ayudaría a comprender
cómo, aun bajo condiciones de subordinación, las mujeres participan
en la construcción de la cultura.
Ahora bien, desde esta posición que Fraser denomina “postsocia
lista” propone, no solo una teoría del discurso, sino también un exa
men minucioso de la tradicional división público-privado. Esto
último con el objeto de mostrar cómo la distinción responde a un
orden patriarcal donde los límites mismos de público-privado deben
ponerse bajo cuestión.101 Esto es importante ante el debate igual
98 Ibid.
99 Fraser, N., Iustitia Inter rupta..., op. cit., pp. 147 y ss.
100 Fraser, N., “El significado de la crítica”..., op. cit.
101 Fraser, N., “Crítica al concepto habermasiano...”, op. cit.
Capítulo 3 | 173
hacerlo, dar cabida a las reivindicaciones justificables por la igual
dad social y la justicia económica, y por el reconocimiento de la dife
rencia”.103 Ahora bien, esto presupone haberse afirmado como grupo
y, a la vez, negar su particularidad en reclamos que los instituyan en
excepción. Este es uno de los sentidos de “reconocimiento” que res
cata Fraser, como significativamente diverso del de “identidad”,
otorgándole contenido empírico y analítico. Incluso, aceptando la
capacidad de los grupos de deliberar acerca de su identidad y recons
tituirse reflexivamente respecto de ella.
De la misma manera que con los grupos identitarios, si las
mujeres pudieran identificarse como un grupo, la alternativa
excluyente seguiría las mismas líneas argumentativas y enfrenta
ría los mismos dilemas. Entonces, cabe preguntarse si las mujeres
más allá de su etnia, su religión, su opción sexual, su cultura, tie
nen alguna identidad de grupo. Una de las respuestas posibles a
esta pregunta la da el esencialismo, que Fraser descarta de plano.
En efecto, cuando enumera los que a su juicio son los peligros más
inminentes que amenazan la justicia social global, el esencialismo
o reificación de los colectivos culturales se encuentra en primer
plano; la sustitución de la distribución por el reconocimiento luego;
y, por último, la forma en que los diferentes tipos de lucha desajus
tan los procesos transnacionales entorpeciendo la búsqueda de
soluciones globales.104 Respecto del primer problema, una res
puesta antiesencialista puede ser aceptar que las identidades y las
diferencias son ficciones represivas.105 Otra respuesta posible es
aceptar una versión amplia de multiculturalismo, que considere
todas las identidades y todas las diferencias como dignas de reco
nocimiento y buenas per se (cuyos argumentos van desde el respe
to incondicional a la cultura del otro a las bondades de la
diversidad). La conclusión de Fraser es clara: “ninguna de estas
Capítulo 3 | 175
su posición de desventaja tanto a su inserción en la estructura eco
nómico-social como a una posición que se estima oblicua o desviada
con respecto a los modelos hegemónicos de valoración cultural y
simbólica. Amorós ubica en esta situación a los colectivos gay-les-
bianos. Acepta la denominación de Fraser de grupos bi-valentes; es
decir, de los grupos donde se interseca el género y la etnia.
Descartando las soluciones originadas en el voluntarismo valorati-
vo del oprimido -como exponente de lo que denomina la maniobra
estoica- Amorós reconoce que para Fraser el género es el principio
básico de estructuración de la economía política. En ese sentido,
reconoce que, por un lado, Fraser acepta como división fundamen
tal entre trabajo remunerado productivo (cuyo perfil de género es
masculino) y trabajo doméstico no remunerado reproductivo (cuyo
perfil de género es femenino). Por otro, que dentro del propio traba
jo remunerado la estructura de la segregación jerárquica se basa en
la dicotomía de los sexos. El carácter bi-valente de la posición de
género apunta tanto a las injusticias redistributivas como de reco
nocimiento. Debido a la posición devaluada de lo femenino, en tér
minos de economía simbólica, el reconocimiento es tan importante
como la redistribución. Sobre todo, porque lo primero redunda en
beneficio de lo segundo y viceversa.
109 Citado por Young, I. M., Justice and the Politics of Difference..., op. cit., p.
21; Benhabib, S., The Claims..., op. cit., pp. 179 y ss.
110 Ibid., pp. 118-121.
111 Benhabib, S., Los derechos de los otros, Madrid, Gedisa, 2005. También,
cf. Bello Reguera, G., El valor de los otros: más allá de la violencia intercultural,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2006.
Capítulo 3 | 177
reciprocidad igualitaria en la conversación moral que debe ser
extendida a toda la humanidad. Porque solo es posible reconocer el
valor moral del otro, reconociendo a la vez el deber de dar justifica
ciones de las propias acciones, subordinando las normas políticas a
las normas morales.112
Las iteraciones democráticas resuelven -a su juicio- la contradic
ción entre los principios expansivo e inclusivo del universalismo
moral y político, anclado en los derechos humanos, y las concepcio
nes particularistas y excluyentes del cierre democrático. Ahora bien,
por iteraciones democráticas, Benhabib entiende “los procesos com
plejos de debates, deliberación y aprendizaje público, a través de los
cuales son cuestionadas y contextualizadas, invocadas y revocadas,
las afirmaciones de derechos universalistas, en el conjunto de las ins
tituciones legales y políticas así como en la esfera pública de las
democracias liberales”.113 Hipotéticamente, constituirían las prácti
cas políticas de un pueblo democrático, en tanto sujeto político y
autor de sus propias leyes. El encargado de enfrentar la disyunción
entre el universalismo y compromisos constitucionales, y las parado
jas de la democracia, sería “el pueblo” entendido -a l parecer- de
modo más homogéneo que Young, quien reconoce grupos identita
rios diversos en la trama del espacio público no oficial, por utilizar
vocabulario de Benhabib. A su vez, las políticas de acceso a la ciu
dadanía no serían actos unilaterales de autodeterminación, sino
decisiones con consecuencias multilaterales que influyen en la
comunidad mundial.
Claro que la propuesta de Benhabib -como la de Habermas o la
de Fraser- se aleja del multiculturalismo y, en un marco more kan
tiano, apela a un derecho universal cosmopolita y a una hospitalidad
universal. En ese sentido, en aras de una justicia global, Benhabib
elabora el concepto de membresía justa. Si la distribución justa -como
lo había señalado Fraser- es insuficiente, la membresía justa impli
ca “reconocer el derecho moral de los refugiados y los asilados a una
primera admisión; un régimen de fronteras porosas para los inmi
112 Benhabib, S., Los derechos de los otros..., op. cit., p. 27.
113 Ibid.
Capítulo 3 | 179
distinción de Arendt entre discriminación y segregación, ¿podríamos
encuadrar los dos primeros casos como “de carácter social” y al
segundo como de “discriminación (segregación) política”? ¿No nos
queda la sensación de que hay algo que excede la categorización?
Ahora bien, la intención de Benhabib es subrayar que ningún ser
humano es ilegal; por tanto, es necesario dar respuesta teórica y
práctica a los problemas políticos y económicos que se suscitan a raíz
de la inmigración. La subordinación de las leyes de ciudadanía a un
régimen universal de derechos humanos parece una salida estima
ble. Pero parece aún haber algo más. Volvamos, por tanto, al plan
teo inicial del problema y retomemos la pregunta retórica de Moller
Okin. ¿Es el multiculturalismo malo para las mujeres? Como obser
va M. J. Guerra, Benhabib critica la polarización que provoca Okin,
clara a lo largo de su artículo. Justamente, uno de los problemas que
ve Benhabib es que la argumentación de Moller Okin descansa en
una comprensión monolítica de las culturas. Esto le impide aprehen
der el juego de complicidades, lealtades y tensiones que se reprodu
ce sin cesar en el interior de ellas. Es decir, se pierde la dialéctica de
los derechos políticos y de las identidades culturales, y traslada al
multiculturalismo un relativismo cultural y moral que desvía el eje
fundamental del debate. Como le reprocha Young, desde otro punto
de vista, cae en un planteo maniqueo propio de su insensibilidad
cultural.
Ahora bien, Benhabib replantea el debate entre autonomía indi
vidual y pluralismo cultural, negando que sean valores antagónicos.
La comprensión polarizada de las culturas entre los antimulticultu-
ralistas y los promulticulturalistas son -sostiene Benhabib- episte
mológicamente erróneas. Precisamente -como veremos- introducir
la perspectiva del diálogo (intra e intercultural) debilita la polariza
ción y abre caminos no dogmáticos para la búsqueda de acuerdos
entre los derechos y las culturas, en general, y de las mujeres en par
ticular en tanto son el eslabón más relegado.
Alemania, finalmente se falló a su favor. Cf. Benhabib, S., Los derechos de los
otros, op. cit., pp. 144-150.
119 Jameson, F. y S. Zizek, Estudios culturales..., op. cit., pp. 137 y ss.
120 Ibid., pp. 159-160.
121 Ibid., p. 163.
Capítulo 3 | 181
so de universalidad ideal no puede nunca integrar completamente
su fuerza desestabilizadora a la totalidad armónica de la universa
lidad concreta, existiendo una tensión -que hoy parece más crucial
que nunca- entre los dos modos de la universalidad concreta.122
Dejemos de lado las citas de Zizek y preguntémonos: ¿Entenderemos
la exclusión tradicional de las mujeres del ideal regulativo de la
universalidad como un proceso complementario de exclusión inter
na o como un regulador de hegemonía ideológica? Sea como fuere,
es sintomático encontrarnos nuevamente con la tensión entre la
universalidad ideal y su concreción que, como ya vimos, se ha
denunciado repetidamente. ¿Siguen siendo las mujeres la exclusión
necesaria para el sostén del universal, en el sentido en que lo
denuncia Beauvoir como un universal masculino? Y si no ellas,
¿quiénes?
Ahora bien, la modernidad situaba el paso a la universalidad a
partir de identificaciones primarias (etnia, religión, clase) o secun
darias (pertenencia al Estado-nación, ciudadanía). Por el contrario,
la posmodernidad -de la que el multiculturalismo es socio depen
diente- ha desviado las identificaciones secundarias en términos de
lo que Zizek denomina universalización de mercado, que genera
identificaciones inauténticas. Si el esquema de Zizek es acertado, la
tensión entre las identificaciones primordiales y las secundarias
inauténticas deja a las mujeres atrapadas entre la identidad tradi
cional -que las excluye o minusvaloriza-, y el mercado que las
entiende como objetos o meras consumidoras. En ambos casos se
pierde la universalidad formal de virtualidades emancipatorias y la
posibilidad de exigencia real de reconocimiento e inclusión. Se pre
sentan en cambio como opciones valederas las identificaciones
secundarias espurias. Tal y como lo describe Zizek, el capitalismo
tardío es una máquina que funciona de modo implacable, mecánica
mente, por leyes propias. Precisamente debido a ese modo de funcio
namiento genera exclusiones, de las que el multiculturalismo
universalista es el soporte ideológico. Multiculturalismo y capitalis
mo funcionan como cara y contracara de la misma cuestión.
Capítulo 3 | 183
espacio ampliado de la política, entendida en principio como de la
vida en la polis. Salvo que la suspensión de la ley presupusiera
aceptar la imposibilidad de sostener una postura neutral en el
ámbito, genéricamente sesgado, de la sociedad. En consecuencia,
se debería tomar partido por la clase oprimida que -tal como lo
denunció Fourier- históricamente han sido (y estadísticamente
siguen siendo) las mujeres. Pero, no es esto lo que está en juego en
las conceptualizaciones de nuestro autor sino, en todo caso, su pro
mesa de futuro.
También es necesario tener en cuenta que para Zizek el multi
culturalismo universalista -apoyo ideológico del capitalismo glo
bal- se caracteriza por la autocolonización y la necesidad de que
existan sujetos vacíos de significaciones específicas. En este senti
do, como se adelantó antes, el multiculturalismo no sería sino una
pantalla. Sin embargo, nuestro autor no logra mostrar más allá de
dudas que el multiculturalismo sea realmente el soporte ideológico
del capitalismo global. Sobre todo si tenemos en cuenta que, en la
mayoría de los casos, las acciones que se siguen de la toma de con
ciencia identitaria -base de las reclamaciones multiculturales- dis
tan mucho de aliarse al capitalismo. Más bien, en tanto nostálgicas
de las formas de vida tradicionales, se oponen a él. Aunque esto no
exime al capitalismo de bloquear o fagocitar esos movimientos o, en
fin, de reencauzarlos funcionalmente hacia sus intereses y fines. Si
esto es así, la suspensión de la ley no solo parece aleatoria a la cir
culación del capital, sino que resulta como ya dijimos altamente
peligrosa. De tal suspensión, no se sigue necesariamente -como
quiere el autor- la lucha de clases, y tampoco se seguiría la lucha
contra el patriarcado, como querrían las mujeres, sino cuanto
menos la arbitrariedad y el capricho. O, como lo conceptualizó
Thomas Hobbes hace siglos, de la suspensión de la ley se sigue sim
plemente la lucha de todos contra todos. Tal vez, el espacio político
solo pueda reinventarse (una idea interesante) desde donde esta
mos, a la manera del reemplazo de tablones como en el famoso
barco de Teseo.
125 Guerra, M. J., “Algunas notas sobre feminismo global...”, op. cit., pp. 90 y ss.
126 Benhabib, S., Los derechos de los otros..., op. cit., p. 51.
Capítulo 3 | 185
en tanto individuo y no en virtud de la diversidad (o no) que expre
se. Porque, en última instancia, cada individuo es la expresión única
de una intersección estructural de la que es emergente (que lo con
diciona a la vez que constituye su condición de posibilidad); de ella
depende su subordinación, su exclusión, o su (in)visibilización.
Diversidad y tolerancia nos remiten nuevamente a la pregunta
de Fraser por los criterios que demarcan lo tolerable de lo intolera
ble, porque en nombre de la tolerancia liberal suelen aceptarse abu
sos “culturales” (mutilaciones, limitaciones en la libertad, etc.) que
intolerantemente deben ser rechazados, removiendo las condiciones
estructurales de su permanencia: ésa es la tarea del Estado. Donde
diversas comunidades defienden diversas concepciones de qué pue
den legítimamente exigir y esperar los individuos (varones y muje
res), no debe reivindicarse simplemente el relativismo moral como
factor desactivante de las tensiones inter e intragrupales. La diver
sidad no es buena o mala en sí; en algunas cuestiones es neutra, en
otras debe revisársela meticulosamente. El supuesto de que la máxi
ma tolerancia lleva a la máxima desactivación de los conflictos y,
consecuentemente, es productora de paz, es insuficiente, si no erra
da. Si la única regla que rige las relaciones intergrupales es la no
intervención en los asuntos del otro, se sigue como consecuencia
inmediata la precarización máxima de los derechos individuales y la
virtual opresión de los sectores más débiles (en términos de mino
rías numéricas o funcionales). Si ciertos grupos intraestados -étni
ca o culturalmente identitarios—tuvieran sus propios gobiernos en
los que no pudieran intervenir las autoridades del Estado-nación
formalmente reconocidas, las mujeres quedarían inmediatamente al
margen del reconocimiento de derechos sociales, económicos y polí
ticos en la mayoría de ellos; aun cuando muchas confesaran su satis
facción étnico-identitaria.127
No se puede desconocer que inter e intragrupalmente circulan
relaciones de poder real y simbólico y ejercicios de presión y discipli-
namiento sobre muchos o algunos de sus miembros. Por tanto, la
127 Walzer, entre otros, hace algún reclamo en ese sentido. Para una posición
crítica véase Barry, B., Culture and Equality..., op. cit.
128 Stuart Mili, J., On Liberty, Oxford, Basil Blackwell, 1946, § 2. [Stuart
Mili, J., Sobre la libertad, Madrid, Orbis, 1985.]
129 Amorós, C., “Política del reconocimiento y colectivos bi-valentes”, Lógos,
Anales del seminario de Metafísica, N° 1, Universidad Complutense de Madrid,
1998, pp. 39-56.
Capítulo 3 | 187
productivo, tal como lo entendía el marxismo clásico. Los grupos así
articulados, en función de sus formas peculiares de inserción y de
interacción con los otros, sobre todo con los grupos hegemónicos de la
sociedad, desarrollan un fuerte sentido de su diferencia con respecto
a ellos -diferencia desde la perspectiva intergrupal- correlativa a
una percepción enfatizada de sus afiliaciones horizontales, percep
ción que vertebra su identidad, es decir su diferencia misma en tanto
que es interiorizada intragrupalmente.130
130 Ibid.
131 Ibid.
132 Ibid.
133 Ibid.; Fraser, N., lustitia Interrupta..., op. cit.
134 Ibid.
Capítulo 3 | 189
tivo del oprimido, Amorós se pregunta si la pretensión de tener una
identidad femenina genuina no va hasta ahora unida a las hetero-
designaciones patriarcales. Paralelamente, la identidad étnica, ¿no
se vincula acaso con la situación estructural de desconocimiento e
invisibilización traducida en disminución efectiva del usufructo de
derechos? Podemos sostener que si bien el género es el principio
básico de estructuración de las economías políticas y simbólicas, en
tanto transversaliza las etnias y las culturas, potencia estructural
mente los desplazamientos de los núcleos hegemónicos. Reconocer y
redistribuir son entonces los antídotos a las marginaciones denun
ciadas por los colectivos bivalentes. Por tanto, es necesario que la
teoría feminista articule una teoría de la justicia social y política que
amplíe su alcance.
I 191
ven sus necesidades básicas insatisfechas; donde, además, las muje
res llevan la peor parte.1 La deuda interna supera en mucho la exter
na porque contrariamente a aquella, no puede ser tachada de inicua.
Este es el marco general en el que surgen, con fuerte visibilización, las
exigencias de reconocimiento étnico-identitario. Desde este marco, nos
vemos obligados a reconocer que el multiculturalismo representa uno
de los desafíos de nuestro tiempo, en especial y por diversos motivos,
del “tiempo de las mujeres”.
Políticas de localización
Por políticas de localización entendemos precisar tanto la especifici
dad de nuestros conocimientos situados, en un sentido no-relativis
ta, como las prácticas políticas localizadas. Tomamos el concepto de
“localización” de la escritora estadounidense Adrienne Rich, quien
pone énfasis en la importancia de situarse en la especificidad de la
propia realidad socio-política, étnica, de clase, económica y sexual.2
Durante la década de 1980, Rich se opuso a la comprensión abstrac
ta de “las mujeres” e instó a enfocar de cerca la materialidad, es
decir, el momento histórico-social, el contexto, la ubicación precisa
de una afirmación, que más adelante retomó Seyla Benhabib bajo el
nombre de “el otro concreto” como opuesto al “otro generalizado” de
G. Mead. El objetivo es traer a la teoría feminista “de vuelta a la tie
rra”: mirar con mirada feminista el propio suelo, la propia historia
y conjeturar categorías que favorezcan la comprensión localizada
de los fenómenos. En cierta medida, las políticas de la localización
implican un modelo de reconocimiento, no de “la diferencia”, sino de
las múltiples diferencias que atraviesan a las mujeres. En un inten
to por rechazar las afirmaciones globales, la opción, lejos de ser rela
tivista, es hiper-especificada.
Capítulo 4 | 193
Siguiendo esta línea de pensamiento, consideramos que es pre
ciso sopesar nuestros conocimientos y contrastar el trazado de
estereotipos y fronteras socio-culturales, libidinales, etc., transfor
mando en experiencia crítica nuestra inserción cotidiana. Así, a las
posiciones relativistas se las enfrenta con conocimientos posiciona-
dos, explícitamente parciales, localizables, críticos, que admiten la
posibilidad de conexiones en un sistema de conocimiento que ofrez
ca maneras alternativas de mirar. En principio, identificar los ejes
organizativos de dominación ya es -en palabras de Haraway- poder
ver. Toda práctica visual implica una cierta violencia implícita, pero
también un compromiso de autocrítica que, al aportar experiencia
crítica posicionada, complejiza el panorama, lo matiza y da cuenta
de los desplazamientos de los significados.6 En ese sentido, cabe
situarse como un otro inadecuado? O tal vez, como otros dislocados
que, planificada o espontáneamente, rehúsan adoptar la forma y el
lugar que las narrativas hegemónicas les confieren. Entonces,
vamos a entender la noción de “localización” en un sentido prefe
rentemente geográfico y la de “situación” por lo general vinculada
al estado o condición política de grupos que ostentan un poder
público y territorial, en un sentido socio-discursivo, donde el acen
to esté puesto en los aspectos políticos, entendidos en sentido
amplio.8
6 Ibid., p. 330.
7 Ibid., p. 64.
8 Spadaro, M. C. y M. L. Femenías, “Algunos modos relevantes de la noción
de identidad: localización y situación”, en AA W , Actas del XIII Congreso Nacional
de Filosofía, Rosario, Universidad Nacional de Rosario, AFRA, 22-25 de noviem
bre de 2005.
9 También A. Sen reconoce la importancia de este tema. Cf. Sen, A., Nuevo
examen..., op. cit., p. 268.
Capítulo 4 | 195
frágiles ni débiles, mito del romanticismo que justifica la necesidad
de protección de un varón, que además cumple tareas de control.
Primero los colonizadores y luego la Iglesia católica en alianza con
los estados, prohibieron junto con los nombres indígenas, las fiestas
y los usos y costumbres de los pueblos originarios, solapando a su
imaginario simbólico el occidental y cristiano, con los resultados
que conocemos. Actualmente, los grupos evangelistas consideran
que, dado el fracaso regenerador del catolicismo, su misión sigue
siendo moralizar las costumbres de estos pueblos predicando piado
samente contra el alcohol, la coca, la música, la promiscuidad y la
fiesta pública. Este imponente proceso de resignificación engloba
las costumbres, la ética, la moral, la política y por supuesto resigni-
fica los estereotipos de sexo-género.
Ahora bien, los sistemas éticos legales occidentales suponen
individuos iguales, autónomos, sujetos políticos y de derechos cuya
igualdad ante la ley dicen garantizar. La mayor parte de los planes
y programas de las ONG, en general subsidiadas por organismos
internacionales, comparten estos supuestos. Los programas de
desarrollo implementados por la OEA, las Naciones Unidas o la agen
da derivada de Beijing son recibidos por los líderes (varones y muje
res) de esas comunidades como una suerte de alianza entre las capas
“esclarecidas” (mayormente blancas) del propio país (con las que
mantienen relaciones complejas y ambiguas) y los “gringos”, es decir
los extranjeros que, en general, son los responsables de implemen-
tar esos proyectos.10 Programas para el control de la natalidad o de
la violencia contra las mujeres (incluyendo el alto índice de violacio
nes a jóvenes púberes) chocan con fuertes resistencias de ciertos sec
tores de mujeres que ven de ese modo avasallada su identidad,
forjada en torno a la “prueba” de fertilidad como uno de sus bienes.
Muchos proyectos de “promoción” provocan en esas muchachas sen
timientos fuertemente ambiguos o encontrados, que las dejan en
Capítulo 4 | 197
soledad con que deben enfrentar los mandatos implícitos y explíci
tos que quieren romper.
Ni la ley ni la universalidad tienen poderes mágicos y su facti
bilidad depende de las prácticas, los usos y las costumbres, que
se construyen con dificultad. Por ello, aunque la promesa de
igualdad (que presupone la noción de universal) no sea un frau
de (como quiere Milagros Garreta), tampoco está libre de tensiones.
Repetidamente se ha denunciado su “impostura” (Célia Amorós), el
carácter “sustitutorio” de la universalidad en general (Seyla
Benhabib), su “fisura” (Concepción Roldán), o su carácter “restrin
gido” (María Julia Palacios).11 Tales tensiones entre el plano enun
ciativo y el práctico se han hecho explícitas sea desde la variable del
sexo, de la clase social y, más recientemente, de la etnia y de la cul
tura. Entre nosotros la tolerancia a la desigualdad de género está
estrechamente ligada a cuestiones de reconocimiento étnico-cultu
ral, con frecuencia aceptadas naturalmente. En ese marco, muchas
mujeres se tornan reproductoras de decisiones operacionales que
las perjudican, porque a la apariencia “natural” de las discrimina
ciones que padecen se suma la ausencia de cualquier sentimiento
de injusticia. Esto juega un papel fundamental en el funcionamien
to y la supervivencia de las mismas estructuras que las convierten
en sus aliadas privilegiadas. Las referencias que acabamos de
hacer tienen como objetivo mínimo apelar a la necesidad de descen-
tramiento de los modelos hegemónicos a fin de hacer visibles las
particularidades que oculta. Esclarece también la dimensión del
hiato que se abre entre sus virtualidades emancipatorias y la posi
ción material actual de distintos grupos de mujeres y de varones,
cuyos problemas siguen siendo, en general, altamente complejos
aun cuando se haya construido una cultura sincrética de considera
ble peso.
Capítulo 4 | 199
usos y abusos del universal y de los sesgos excluyentes. Justamente
el segundo, el acceso material -efectivo- a un conjunto de derechos
y de bienes, se ha hecho manifiestamente difícil y el universalismo
prometido, por lo general, ha cumplido relativamente con sus pro
mesas. Esto ha sido históricamente así según variables precisas e
identificables que denominaremos variables de exclusión en el senti
do de los mecanismos foucaultianos de exclusión.
Es sabido que, actualmente, de la mano de los procesos de globa
lización no solo se abre una de las brechas económicas más amplias,
sino que, históricamente, la exclusión material del universal formal
ha remitido sistemáticamente al sexo, la clase, el color de la piel y la
religión, como sus variables más frecuentes. Aquí, las políticas de la
localización en vez de utilizar el velo de la ignorancia exacerban
-subrayan- la potencia des-igualitaria de ciertas variables invisibi-
lizadas -muchas veces por naturalización- para mostrar cómo ope
ran según mecanismos sistemáticos que excluyen números
relevantes de personas. Porque, la diversidad real de mujeres y
varones no puede negarse y las investigaciones que parten del
supuesto de la uniformidad originaria pasan por alto precisamente
el aspecto más importante del problema: que la diversidad humana
es el interés primario de la igualdad.14 Así entendida, la igualdad
hace las veces de criterio contrastador que permite identificar
inequidades y carencias -a partir de diferencias devaluadas-
poniendo en evidencia la necesidad de políticas compensatorias (cuo
tas, políticas de afirmación positiva, etcétera).
Para ciertas investigadoras, esta solución es insatisfactoria por
que consideran que las categorías mismas de “igualdad”, “univer
salidad”, “derechos”, etc., están culturalmente sesgadas.15 En
consecuencia, aceptarlas implicaría aceptar al mismo tiempo el colo
nialismo cultural de Occidente y sus modos expresos y encubiertos
de dominación. Por tanto, se torna fundamental reconocer que algu
nas elaboraciones y aportes de la ética y de los derechos son valiosos
Capítulo 4 | 201
En contraste con la igualdad, que juega como idea regulativa
(cuando no normativa), la diversidad se presenta a simple vista
como evidente. Los universos simbólicos “occidentales” y “no-occi
dentales” se han adecuado, asimilado sincréticamente o chocado
fuertemente. Los programas avalados por las ONG europeas o inclu
so las Naciones Unidas, consideran incuestionados tales supuestos.
Sin embargo, son vividos por un extenso número de hipotéticas
beneficiarlas como una suerte de extensión de la conquista más que
como una ayuda. Por eso, muchas activistas populares destacan,
sobre la base de parámetros de la propia cultura, problemas de
inequidad, violencia simbólica, invisibilización, distorsiones, vincu
lados a los estilos occidentales, que viven como una violencia más.
Una amplia variedad de agrupaciones de mujeres más o menos
espontáneas funcionan como núcleos identitarios de resistencia a la
vez que usufructúan ciertos beneficios que juzgan interesantes a sus
propios fines, que -huelga subrayarlo- no son necesariamente los
fines de las instituciones otorgantes. Por otro lado, muchas mujeres
de los movimientos indigenistas más recientes, sin modificar sus
estructuras básicas, generaron importantes polos de sensibilización
respecto de lo que Occidente reconoce como derechos. Liderado por
esas mujeres, se inició un proceso más lento pero más fructífero, que
integra en un constructo identitario comprehensivo el género-sexo y
la etnia.
Donde los discursos hegemónicos de la igualdad consideran a la
mujer en abstracto y monolíticamente, los constructos de la “diferen
cia”, atados a las tradiciones, reconocen a las mujeres en su materiali
dad (así lo viven ellas), desde el lugar en que se encuentran en la
estructura social (por lo general estamentaria) de la comunidad a la que
pertenecen. De ese modo sienten que se autoafirman frente a los
varones, pero también frente a las feministas blancas a las que ven
como mujeres hegemónicas portadoras de un discurso que se apropia
de la mujer del Tercer Mundo, de su autoctonía étnico-cultural y eco
nómica. Se desmarcan así del estereotipo de la inferiorización y de
constituir el reservorio o la prueba residual de la universalidad del
patriarcado y del tradicional sometimiento femenino.
De manera vaga, las mujeres autóctonas sienten que la mujer del
Capítulo 4 | 203
mujeres, actuales o históricos. Su punto de partida vital y su expe
riencia vivida son otros; los caminos a seguir también han de serlo.
Por su parte, la tolerancia a la desigualdad de género está estre
chamente ligada a cuestiones de legitimidad y de reconocimiento.
Con frecuencia, aceptan su lugar como “natural” y no lo discuten.
Incluso, las propias mujeres toman decisiones o llevan a cabo accio
nes que las perjudican. En efecto, la aparente justicia natural (que
siempre es cultural) sumada al bloqueo de los sentimientos de injus
ticia juegan un papel fundamental en el funcionamiento y la super
vivencia de las mismas estructuras que sometiéndolas las convierten
en sus aliadas más fieles. La denuncia de Gloria Anzaldúa cuando,
refiriéndose a las chicanas, afirma que “los varones hacen las reglas
y las mujeres las transmiten: las madres y las suegras enseñan a las
jóvenes a obedecer, a callar, a aceptar sumisamente la cultura de los
varones y de la Iglesia”, en principio, va en este sentido.17
En estos casos, el debate igualdad-diferencia se modeliza en tér
minos de reivindicación de género o reivindicación étnico-cultural.
En esos casos, culturalmente se inculca a las mujeres un vago sen
timiento de culpa por traición étnico-cultural cuando se enrolan en
reclamos por sus propios derechos y confrontan los estilos autócto
nos que las discriminan. Estas tensiones alcanzan niveles de conflic
to con costos muy altos para las mujeres, sobre todo en comunidades
cerradas o ghettizadas. Además, aunque en la práctica la opción por
la “igualdad” implique importantes virtualidades emancipatorias en
el ámbito de derechos, en tanto se produce “en abstracto” resulta
remota y carente de la contundencia, la efectividad y la urgencia de
la vida cotidiana. Decimos “en abstracto” en tanto que su implemen-
tación se ve bloqueada por prácticas ancestrales de difícil desarticu
lación. En ese sentido, para muchos grupos, la opción por la
igualdad implica una lucha con beneficios posibles solo a futuro, que
obliga a posponer la inmediatez cotidiana.
Ahora, la posibilidad de proyectar se vincula no solo con rasgos
individuales disciplinados en los años de la infancia sino, con más
17 Anzaldúa, G., Borderlands /La frontera, San Francisco, Aunt Lute Books,
1987, pp. 16 y ss.
Capítulo 4 | 205
significa enfrentar otro tipo de discriminación: el racismo. En las
ciudades más grandes, más masificadas, más despersonalizadas,
suelen engrosar las filas de las empleadas domésticas, las madres
solas o con parejas inestables, el trabajo en fábricas clandestinas, la
explotación y, por supuesto, el racismo.
Precisamente, esas mujeres materialmente excluidas, marcadas
por la diferencia, conforman el límite contingente del constructo fic-
cional universal de la igualdad de derechos ante la ley, a la que -a
su vez- definen precisamente por su exclusión. Por eso, algunas filó
sofas como Butler o Mouffe reconocen que los planteos universalis
tas incluyen cierto grado de exclusión materialmente inevitable.18
Más crudamente, aunque no se atrevan a decirlo así, parece una
exclusión necesaria a los fines de la definición de “las iguales”, lo que
obliga al menos a replantear el tema del universalismo formal y de
la exclusión material a efectos de preguntarnos si no se trata hasta
cierto punto de conceptos paradójicamente solidarios. Para contri
buir a la conceptualización de tales dificultades a fin de que la trama
social delimite espacios más equitativos para todas, es entonces pre
ciso repensar tanto el plano de las prácticas como el de las concep-
tualizaciones teóricas. Solo gracias al examen y discusión de estas
posiciones, se ampliará la comprensión de las tensiones entre las
costumbres y los derechos, o -en palabras de Fraser- entre la iden
tidad y el reconocimiento por un lado, y la justicia distributiva y la
equidad por otro.
Portadoras de una doble culturalidad (originaria y adaptativa),
la “diferencia” heterodesignada conforma su identidad primaria y
las vincula a la familia, al grupo, a lo socio-cultural, lo religioso y, en
muchos casos, a la lengua en la que la vida privada y las emociones
se expresan, es decir, al conjunto de identificaciones primarias más
constitutivas de la estructura de la personalidad. En tanto heterode-
signadas por los referentes hegemónicos, quedan construidas (junto
con sus compañeros étnico-culturales) en lo que Ofelia Schutte ha
18 Laclau, E., y Ch. Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, Londres, Verso,
1986; Butler, J., E. Laclau y S. Zizek, Contingency, Hegemony, Universality,
Contemporary Dialogues on the Left, Londres, Verso, 2000.
¿Quiénes somos?
“Quien teme perder su identidad ya la ha perdido”, sentencia R.
Paniker. No es extraño, entonces, que quienes se preguntan por su
identidad sean, por un lado, los numerosos grupos hispánicos radica
dos en los Estados Unidos y, por otro, los pueblos originarios más o
menos dispersos a lo largo de América Latina.19 Hasta cierto punto,
ambos grupos se ven rodeados por una cultura hegemónica relativa
mente ajena con la que conviven y negocian todas y cada una de las
acciones de la vida cotidiana. No es extraño tampoco que muchas
veces las mujeres se hayan formulado esa pregunta, ¿quiénes somos
más allá (más acá) de las heterodesignaciones patriarcales? En este
caso, la pregunta tiene mucho en común con la necesidad de saber
qué queremos ser más allá (o más acá) del paradigma patriarcal.
¿Qué quieren las mujeres?, suele ser la contrapartida que exigen los
grupos hegemónicos que desean una respuesta inmediata a siglos de
heterodesignaciones, como si sacándonos un vestido prestado ya
estuviera listo el elegido por nosotras para que nos lo pusiéramos, sin
Capítulo 4 | 207
prueba previa alguna, sin siquiera habernos tomado las medidas, a
fin de salir a la gran escena de la esfera pública sin pérdida de tiem
po ni alteraciones en su regular funcionamiento.
Por un lado, las políticas poscoloniales de la cultura blanca con
tinúan sometiendo y expoliando a las naciones indígenas o pueblos
originarios, disgregados en los estados modernos independientes
desde el siglo XIX. Ocupados los territorios americanos, el primer
acto fue apropiarse de sus tierras, de sus frutos, de sus minerales y,
además, del cuerpo de su gente, sea como fuerza de trabajo, sea
como capacidad reproductiva o ambos. La visión idealizada de las
diferencias múltiples no debe desviar la atención de la brecha real y
profunda que divide a las mujeres de América Latina entre sí. Por
eso, es preciso distinguir entre la “diferencia” como diversidad
benigna y pluralidad deseable, de la “diferencia” como herencia, con
flicto, fractura, desacuerdo o diferendo histórico que exige muchas
veces políticas reparatorias. La apelación a una identidad femenina
homologada es cada día más insostenible dentro y fuera del feminis
mo. Por tanto la adopción de una política acrítica de la diferencia es
una alternativa inadecuada cuando no peligrosa. Tener una identi
dad sería, en estos casos, tener una entidad territorial compartida
como valor de intercambio que se escenifica y se ritualiza. Es decir,
que se exhibe como transposición negociada de “los hechos” elegidos,
construidos, elaborados según proyectos de legitimación política.
En estos casos, el esencialismo estratégico contribuye a la cons
trucción de categorías comprensivas que permiten dar cuenta de
rasgos identitarios socio-históricos y económicos propios. El objetivo
es potenciar la acción política de las mujeres que, posicionadas de
diversos modos, logran su unidad a partir de la creación de lo que
Ch. Mohanty denomina comunidades imaginarias y J. Butler cons-
tructos ficcionales. Se trata de una estrategia efectiva para mante
ner un equilibrio complejo e inestable entre particularismo y
universalismo, examinando críticamente a la vez categorías com
prensivas generales y particulares. Los entrecruzamientos entre lo
local y lo nacional por un lado, lo global y lo comunitario por otro,
tienden a borrar los límites y las fronteras tradicionales, donde los
espacios están cada día más transversalizados por fuerzas de des-
Capítulo 4 | 209
en América Latina), sino más bien acotadas a su función de ser-
para-otro, tal como lo entendió Graciela Hierro.22 Es decir, que en
el entrecruzamiento etnia-género prevalezca la primera por sobre
el segundo; la tradición por sobre los derechos; la identidad y la
lealtad de etnia-cultura por sobre la identificación de género y su
marginación, el reconocimiento del propio grupo por encima de los
derechos de las mujeres puede ser peligroso. Por tanto, en principio
es fructífero identificar contextos y procesos de formación de grupos
etnitizados con conciencia de género.
Ante la pregunta de cómo salir del lugar de la inmanencia de la
otra en clave latina, las mujeres deben, en principio, conocer el len
guaje y la epistemología de la cultura dominante; paradójicamente
de la misma cultura que en la práctica cotidiana las marca como
“otra”. Apropiarse de las teorías, en la línea de lo que De Lima
Costa denominó traslación de las categorías permite, al romper los
contextos originarios, favorecer la resignificación.23 De ese modo, se
irrumpe en un espacio diferente del de consumidora, transmisora,
reproductora, fuente de datos, terreno de pruebas, reservorio del
patriarcado natural, etc. Al hacerlo, se toma la palabra y se obra
por giro trópico —en el sentido de Butler- autoafirmándose. Incluso,
aun cuando su palabra no sea todavía equifónica y equivalorada,
produce “ruido” y abre espacios que dan lugar a discursos contra-
hegemónicos ante un doble frente: el étnico-identitario y el falogo-
céntrico. El constructo ficcional “mujeres latinoamericanas” no
obsta de que se identifiquen nuevos otros internos sobre la base de
marcas particularizadas asumidas identitariamente (indígenas,
criollas, afrodescendientes, migrantes, lesbianas, etc.). Se recono
cen de este modo diversos modos de formación de alteridades, lo
que, por un lado, obliga a revisar las maneras tradicionales de pre
sentar el problema, a fin de desentrañar su notable eficacia resi
dual; por otro, posibilita alejar el tema de supuestos esencialistas y
construcciones estáticas.
Capítulo 4 | 211
Las denuncias de los “Informes de los pueblos originarios” ante
las Naciones Unidas van en ese sentido. Por ejemplo, los comités de
expertos aseguran que “los indígenas en Argentina tienen garantías
de respeto de los derechos humanos, pueden ocupar cargos públicos,
les es posible tener personería jurídica, y el gobierno se ha compro
metido a resolver las reivindicaciones sobre sus tierras ancestrales”,
lo cual es cierto y constituye, sin dudas, igualdad formal o política.
Sin embargo, no es menos cierto que a la hora de evaluar su situa
ción socio-económica y el usufructo efectivo de tales derechos entre
sus miembros encontramos los más altos índices de marginalidad,
avasallamiento, reducción a servidumbre, denuncias por violaciones
a sus derechos territoriales, carencia de órganos de representación,
violencia y tortura por portación de cara (palabras con que la jerga
popular sustituye el “racismo”), desalojos masivos forzados de terri
torios ancestralmente ocupados, etcétera.
En síntesis, si bien la Ley Nacional que reconoce sus derechos
existe -condición necesaria que no desconocemos- su demanda:
“Apliquen la Ley Nacional 23.302, la 24.071, la reforma de la
Constitución Nacional de 1994, que por fin nos incorporó”, está car
gada de sentido y aúna a varones y mujeres en torno al eje identita-
rio étnico-cultural. Ser mujer, en estos casos, es una variable más
dentro de un conjunto discriminatorio más denso, donde el “cuidado”
sexista del grupo es antepuesto al rechazo etno-sexista de la cultu
ra identificada como “blanca”. Si bien en las grandes ciudades estas
coordenadas se matizan mucho, es precisamente en las fronteras y
las periferias territoriales -donde las poblaciones originarias son
más numerosas- que el racismo, el sexismo y el ejercicio autoritario
del poder se potencian: “Para nosotros no existen los derechos huma
nos”, es la amarga conclusión a la que suelen llegar.26
Justamente es importante señalar que lo que piden es ser trata
dos, reconocidos, considerados en pie de igualdad dentro del marco
26 Cf. Asociación Civil Defensa del Derecho de los Aborígenes, “Informe sobre
los pueblos originarios”, Ginebra, CELS, 11 de agosto de 2004. Se refiere al art. 67
inciso 15 de la Constitución Nacional de 1853. Cf. también los informes de los
portales en internet de las cumbres indígenas.
Capítulo 4 | 213
a lo ocurrido en otros lugares, en América Latina, en general los
movimientos de asimilación-aculturación han sido fuertes, y en todo
caso el reclamo multicultural de eliminación de márgenes identita
rios, con su consecuente homologación cultural, es válido.
Esto ha significado que -de modo variable según el porcentaje de
población originaria, migraciones internas e inmigraciones, pobla
ción criolla, grado de escolarización, emigración, etc - las minorías
identitarias hayan incorporado normas y modos culturales hegemó-
nicos, según las relaciones de poder y las tensiones propias de cada
caso en términos de reconocimiento y exclusión. Esto quiere decir
además que, con las variabilidades propias de cada Estado, hay un
grado importante de asimilación aunque no tanto de aculturación.
Este hecho que desde las planificaciones liberales de finales del siglo
XIX y principios del XX podría entenderse como un fracaso de sus
objetivos políticos, se está convirtiendo, gracias a las políticas iden
titarias, en eje de un movimiento amplio de reivindicación y exigen
cia de reconocimiento de la dignidad de las personas étnica y
culturalmente excluidas. Por un lado, el fuerte proyecto político de
homologación cultural ha empujado a muchas minorías, ante el
temor de la pérdida de su identidad, a hacer manifestación expresa
de la misma. Por otro, tanto en el orden de la teoría como en el de
las prácticas, las mujeres ocupan un lugar relevante -como veremos
más adelante- y han aportado un conjunto de categorías comprensi
vas que lejos de clausurar la problemática de las relaciones identi
dad-derechos, contribuyen a desmontar un conjunto de operaciones
normativizadoras.
Si bien algunos autores establecen una estrecha relación entre
asimilación, liberalismo e igualdad, en las prácticas tal relación no
aparece tan clara; sobre todo porque la igualdad formal contrasta
con la falta de reconocimiento, lo que incide fuertemente en el cum
plimiento efectivo de la igualdad de hecho. En este marco, las muje
res apelan a un conjunto de estrategias de visibilización y, en
muchos casos, de potenciación de beneficios identitarios y formales.
Dislocan las articulaciones hegemónicas y al hacerlo entablan nue
vas relaciones, abren otros espacios comprensivos y resignifican lo
que G. Spivak denominó balbuceo: la toma de la palabra del/a sub
(De)construcción de subalternidad
América Latina adquirió su poscolonialidad en el siglo XIX y la mayo
ría de sus países lleva ya casi dos siglos de vida independiente. Sin
embargo, la academia del pensamiento poscolonial, mayoritaria-
mente anglófona, no la suele incluir por derecho propio en sus con-
ceptualizaciones.28 Quizá gracias a esa exclusión, se ha desarrollado
un conjunto interesante de pensamiento original al respecto. En este
apartado, dada la proximidad del pensamiento poscolonial con el
multicultural, nos dedicaremos brevemente a sus aportes más signi
ficativos en clave de género.
Capítulo 4 | 215
En la década de 1990, Silvia Rivera Cusicanqui introdujo los
estudios poscoloniales en la academia boliviana. Antropóloga, acti
vista del movimiento cocalero, estudiosa de las culturas de los pue
blos originarios del altiplano andino, Rivera Cusicanqui se propone:
“Hacer compatible la libertad, la igualdad y el desarrollo, sobre todo
económico [...] con el objetivo de acelerar la construcción de una
sociedad completamente justa”. Con este objetivo, “despliega su
capacidad de entender la diversidad, de asimilar las diferencias y
de enfatizar los puntos de encuentro, especialmente cuando lo que
ha sido el proyecto modernizador ha resultado ‘extraño a las creen
cias profundas que determinaron el inconsciente colectivo’”, en
palabras de Octavio Paz.29 Nos interesa subrayar que, lejos de sos
tener una posición identitaria separatista o contra-moderna, la
autora orienta su interés a los puntos de encuentro, de asimilación-
aculturación de las diferencias y de respeto de “las creencias pro
fundas”. Esta posición ya marca un punto de partida diferente al
propuesto por otros autores anglófonos que se identifican como pos-
coloniales.
El punto de crítica más importante de Rivera es lo que denomina
el maldesarrollo, que afecta paradigmáticamente a las poblaciones
indígenas y, entre ellas, a las mujeres y los niños. Es decir, que su
preocupación primaria es el fenómeno de la “feminización de la pobre
za”, pero donde tal feminización claramente se potencia en las
mujeres indígenas, muchas de las cuales apenas superan el nivel
de subsistencia.30 Lo que muestra con claridad Rivera Cusicanqui
es que la etnia, la clase y el sexo-género se potencian a los efectos de
generar desequilibros demográficos, hasta el punto de que ciertas
“políticas del desarrollo” han amenazado a grupos indígenas cultu
ralmente, pero más aún, en su propia subsistencia. Rivera
Cusicanqui denomina “desprecios escalonados” a aquellos que, sobre
la base de una pigmentocracia, generan subalternos hasta en el inte
rior mismo de los grupos subalternizados por la cultura blanca.
Capítulo 4 | 217
ras tradicionales y obligó a la reordenación identitaria, fragmenta
ria, múltiple:
Capítulo 4 | 219
Estos movimientos indigenistas generan importantes polos de sen
sibilización social, pero también de resistencia (al racismo), lo que
fractura política y económicamente el mapa de Bolivia.37
En pocas palabras, estos movimientos identitarios denuncian el
carácter falso del universal, que resulta “expulsivo” por irracionali-
zación de las demandas de aquellos mismos que torna invisibles. En
esa medida, no se reconoce la violencia que implica la eliminación
ideológica de un grupo étnico dado de lo genéricamente humano. Por
contraposición, se refuerzan los aspectos identitarios etnia-clase por
sobre los de género y se tienden a hacer visibles las políticas de
manipulación ideológica, generando una dialéctica uno-otro con base
étnica, sin mengua de que las tensiones interétnicas e intergéneros
sean detectables. El eje fundante frente a la “dominación blanca” es
unificador en tanto se reconoce como prioritario y urgente en el afán
por reconstruir un “imaginario social” autóctono. Rivera Cusicanqui
retoma así algunas problemáticas típicas de las décadas de 1960 y
1970 -identidad, mestizaje, autoctonía- pero a la luz de la globali-
zación que potencia las viejas y las nuevas formas de exclusión y de
sexismo. La reconfiguración de la democracia como sistema inclusi
vo no expulsivo exige que contemplen aspectos no solo vinculados a
la justicia distributiva, sino a los modos en que los canales de redis
tribución se ven bloqueados por los prejuicios inter e intra étnicos.
Por ello, según Cusicanqui, el aparato conceptual mismo de la tradi
ción feminista occidental debe revisarse: su narrativa sobre el poder
masculino y el lugar de varones y mujeres en espacios públicos y pri
vados responde a un modelo socio-cultural que es ajeno a las socie
dades no-occidentales. No es que no haya discriminación por
sexo-género, la hay en otros términos que quedan invisibilizados
cuando se les imponen categorías comprensivas deudoras de estruc
turas socio-históricas y cognitivas diversas.
Capítulo 4 | 221
naturalezas disímiles, más o menos jerarquizables. Con esta conno
tación, tuvo amplio uso en la literatura anglosajona, presuponiendo
la inferioridad de las culturas periféricas, tal como lo muestra el
Oxford Dictionary. Más recientemente, de la mano de la biotecnolo
gía, los híbridos han comenzado a connotar “resistencia”, “supervi
vencia”, “superioridad” respecto de los organismos no manipulados.
En la mayoría de los casos, la idea de intervención humana está pre
sente, ya sea connotada negativa o positivamente.
Entre las feministas, Rita Felski, por ejemplo, reconoce no tener
mayor interés en el concepto de “híbrido” y solo resalta que la poten
cia y el valor del término radican en que “la hibridez, hace la dife
rencia en la igualdad y la igualdad en la diferencia, pero de una
manera en que lo mismo no es más lo mismo, y lo diferente no es
más, simplemente, lo diferente”. Juego de palabras de difícil com
prensión que produce -según Felski- “la diferencia y la igualdad en
una simultaneidad aparentemente imposible”. Por su parte, Spivak
utiliza el término y lo justifica. Remite como primera mención de
“híbrido” a un texto de la inquisición española referido a los marra
nos.40 Le interesa subrayar que en esa mención, el uso que se hace
de la palabra “híbrido” favorece la interpretación que ella misma
hace del término. (¿Leemos lo que queremos leer?, se pregunta
Spivak.) Sea como fuere, reconoce dos niveles en el uso de la pala
bra: uno explícito, persuasivo, dominante; y otro al que el texto
remite metafóricamente, y que contiene -a su juicio- los signos de
una identidad colectiva oculta. Esta identidad oculta comparte una
amenaza, algo que reclama ser verdadero, pero que no accede al
nivel de “verdad”. La imagen del híbrido es la de un migrante, un
recién llegado, que cruza el “umbral que separa dos lugares identi-
ficables”. Ahora bien, para Spivak, solo si se adopta el modelo pos-
colonial, se puede declarar lo auténticamente híbrido.41 Por tanto,
toda hibridación presupone dos movimientos, donde el segundo for-
cluye el primero.42 Precisamente, las identidades irreductiblemen
Capítulo 4 | 223
razas que poblaron el sur de la Península Ibérica, mezclándose con
los romanos. Tempranamente, adquirió el significado de “vil” o
“bajo” en tanto engendrado de diversas razas y en clara oposición a
la noción de “razas puras”.45 En ese sentido, lo recogen los censos
coloniales en su categorización de la población, según un índice que
más adelante se denominó pigmentocracia. Debido a ello, adquirió
una cierta connotación peyorativa pues la palabra “mestizo” remitía
al estatus “impuro” de la sangre y, por lo general, a la clase social
baja a la que la mayoría de los mestizos pertenecía, por exclusión y
marginalidad. Entre nosotros, sigue vigente connotando positiva o
negativamente el doble origen indio y blanco.
Por lo general, los criterios de identidad étnica elaborados sobre
la tensión puro / impuro varían significativamente. Los racistas se
obsesionan con (i) la “pureza de sangre”, sancionando leyes a tal
efecto. Piénsese, por ejemplo, en la Alemania nazi respecto de la
población judía o gitana, la España franquista respecto de los gita
nos o los masones, los estados del sur de los Estados Unidos y sus
leyes de segregación racial vigentes hasta por lo menos la década de
1970; el apartheid de Sudáfrica en tiempos aún más recientes. Otro
criterio es (ii) la asimilación de las mujeres al grupo étnico-religioso
del marido y su inversa (iii) la asimilación del esposo al grupo étni-
co-religioso de la esposa. Una última variante supone (iv) la trans
misión de la “herencia sanguíneo-cultural” a los descendientes de la
madre o del padre. Sea como fuere, queda claro que las fronteras
raciales tienen una definición y un sentido legal y cultural, más que
biológico, donde se potencian la heterodesignación y la asunción
identitaria. Como subraya Marisol de la Cadena, “mestizo”, “negro”,
“indígena” es quien se identifica como tal.
La elección identitaria de pertenecer a un grupo étnico deter
minado implica, por un lado un constructo socio-político y por otro
un ejercicio de la libertad de los sujetos, en términos de asimila
ción voluntaria, lo que no solo es tardío, sino escaso en nuestras
sociedades. Ahora bien, en la medida en que la categoría mestizo
y conexos no especifican los rasgos étnico-raciales de quienes se
Capítulo 4 | 225
Dos ideas parecen vertebrar el trabajo de Anzaldúa.47 La prime
ra es precisamente la del mestizo /a que vive entre dos culturas. La
segunda, es el momento en que ese entre se convierte en el locus de
la emergencia de lo nuevo, de la nueva cultura: la cultura mestiza.
Justamente, la experiencia entre culturas, como pertenencia a dos
mundos, muestra que las fronteras ni son rígidas ni impiden el trá
fico de ideas, costumbres, estilos, modos. Por el contrario, las fronte
ras constituyen una suerte de membrana porosa que favorece
capilarmente la circulación de los significados. Contrariamente a
una línea firme que limita la geografía con trazo inmóvil, así enten
dida, la frontera es simbólicamente lábil, proteica, resignificable;
una línea gruesa, inestable, fluida que sos(con)tiene los lugares de
la resignificación. En consecuencia, vivir entre culturas constituye
una de las experiencias de la ambigüedad regida por la tensión asi
milación-resistencia. No es ser extranjero/a, para quien los territo
rios, los estilos, la lengua, son extraños; no es tampoco ser residente
ocasional cuya meta es el regreso. Se es extranjero/a en la tierra
donde se ha nacido, en las propias costumbres y en las ajenas, en la
propia lengua y en la hegemónica.
Vivir entre es estar tironeada, atrapada y rechazada por ambas
culturas en una experiencia que potencia ambigüedad con disconti
nuidad. Estrictamente, la discontinuidad es la experiencia que
Anzaldúa pone de manifiesto en toda su obra, escrita alternativa
mente en castellano y en inglés. Cuando decimos “alternativamen
te” queremos decir que en la misma oración, el mismo párrafo, la
misma página, se alternan el inglés y el castellano, el castellano y el
inglés. Porque la mestiza entre culturas ha aprendido a expresarse
en ambos idiomas, de ambas maneras, con ambos gestos. Porque la
escisión forma parte constitutiva de su propia experiencia y, por
tanto, de su propia identidad en tanto tiene dentro de ella su propia
diferencia y su propia otra. En palabras de Rosi Braidotti, se trata
de una experiencia migrante, nómade, de alguien que vive tradu
ciendo sucesivamente sus propios em(des)plazamientos. Alguien que
se ha adaptado a situaciones, reflejando en un estilo de pensamien
Capítulo 4 | 227
hegemónica. Justamente, una de las posibilidades que brinda este
desplazamiento de punto de mira es la construcción de categorías
comprensivas des-centradas o excéntricas. Precisamente también,
esta estrategia le permite a Anzaldúa proponer lecturas diferentes y
enriquecidas de algunos tópicos.
Un buen ejemplo es su conceptualización de las mujeres como
mediadoras. Las mujeres entretejen los elementos críticos de que
disponen en sus comunidades autóctonas para enfrentar las inequi-
dades que experimentan en sus propios grupos identitarios y cons
truir una ficción mujer interclasista e interétnica. Si las políticas de
las agendas de desarrollo derivadas de Beijing presuponen un suje
to “mujer” en el que muchas mujeres amerindias no se sienten
indentifícadas, estas síntesis -en tanto autogeneradas- sí constitu
yen referentes identitarios. Por eso, suelen percibir las demandas de
esa agenda como indicadoras de alianzas entre los mismos sectores
políticos que las marginan.50 A raíz de ello, la noción de mediadora
cambia su habitual connotación desvalorizada para ser positivamen
te resignificada. Efectivamente, para Anzaldúa, las chicanas son
mediadoras como la frontera. Reconoce que “los varones hacen las
reglas y las mujeres las transmiten: las madres y las suegras ense
ñan a las jóvenes a obedecer, a callar, a aceptar sumisamente la cul
tura de los varones y de la Iglesia”. Así visto, las mujeres parecen
reproductoras pasivas de decisiones operacionales que incluso las
perjudican. Porque la discriminación naturalizada juega un papel
fundamental en el funcionamiento y la supervivencia de las mismas
estructuras que las convierten en aliadas privilegiadas. Por tanto,
en las interpretaciones tradicionales, que producen las culturas
hegemónicas, las madres son cómplices involuntarias y víctimas de
un sistema que permite, favorece y repite costumbres que marginan
a sus propias hijas como antes las habían marginado a ellas mismas.
Esta es la pintura paradigmática de la mujer chicana que la
exhibe sumisa, pasiva, casi inerte, carente de juicio propio, trans
misora acrítica de estilos culturales ancestrales, casi detenida en el
tiempo, prototipo marginado del modelo patriarcal. Para Anzaldúa,
50 Pozo, M. E., “Tras la huella...”, op. cit.; Salazar, C., op. cit.
Capítulo 4 | 229
tir de lo que denomina su imaginación híbrida, se propone investigar
la lógica de la resistencia a la opresión, a la marginalización y a la
discriminación política. Parte del supuesto de que las opresiones se
entretejen o potencian de modo tal que nos generan límites en nues
tra comprensión de la identidad del/la oprimido/a. Por tanto, se inte
resa en la manera en que ciertos conceptos operan y generan
distinciones y agrupamientos. Por ejemplo, el modo en que la políti
ca de la pureza se relaciona con la separación o apartheid.
Lugones parte de la dicotomía pureza / impureza y unidad / sepa
ración, que pueden estructurarse analógicamente. Para Lugones,
desplazarse de una cultura a otra muestra los modos en que la ana
logía pureza / unidad funciona separando la alternativa considerada
impura. Mientras que lo puro constituye la unidad de lo que somos,
lo impuro es lo separado, lo otro que hay que cercar según las leyes
del apartheid. Entonces, nos mantenemos puros resistiendo las pre
siones e influencias externas. Es necesario en consecuencia separar,
apartar, a quienes desbaratan la homogeneidad y la alteran. En ese
sentido el mestizaje también es un modo de resistencia, pero al man
dato implícito de la pureza. En otros términos, Lugones trata de mos
trar cómo “el mestizaje implica una forma actuada de resistencia a
los mandatos de pureza étnica, cultural, lingüística, etc.”. Como
vemos, entiende “mestizaje” no solo en un sentido biológico sino, fun
damentalmente, cultural. Porque, el mestizaje cultural es precisa
mente el lugar de la ambigüedad, del abandono de las dicotomías
excluyentes y de los esquemas precisos y rígidos. Contrariamente, en
oposición a la unidad, es el lugar de la heterogeneidad. Por tanto, uno
de los objetivos de las políticas de la separación y de la pureza es con
trolar la multiplicidad y la variedad de las personas. Su consecuen
cia inmediata es la aparición de individuos fragmentados bajo la
ficción de la unidad. Porque, para Lugones, presuponer la unidad es
un modo de aceptar la fragmentación, la separabilidad, la división y
su construcción ficticia, pero privilegiada.
La unidad marca la posición del sujeto homologado, del observa
dor ideal puro, varón, producto amante de la lógica de la pureza.
Este amante -en palabras de Lugones- exhibe una “peculiar caren
cia de acción, de autonomía y de habilidad autorreguladora”; está
Capítulo 4 | 231
expresión. Contrariamente, una perspectiva feminista pluricultural
promueve el diálogo entre culturas, sobre la base del desvelamiento
de los factores hegemónicos y subalternos que deben ser tenidos en
cuenta a la hora de alentar el intercambio dialógico. Para lograrlo,
como veremos más delante, es necesario despejar un alto número de
prejuicios, detectar los mecanismos de exclusión, lograr que las par
tes se descentren y reconozcan tanto los propios límites como los pre-
conceptos desde los que se ha construido al oíro.55
La negritud pa ’ la libertad
57 Curiel, O., “La lucha política desde las mujeres ante las nuevas formas de
racismo. Aproximación al análisis de estrategias”, <www.creatividadfeminista.org>.
58 bell hooks, “Devorar al otro: deseo y resistencia”, Debate feminista, N° 13,
año 7, 1996, pp. 17 y ss.
Capítulo 4 | 233
Introduce hooks dos conceptualizaciones de importancia. La pri
mera es la ecuación poder-deseo, que aunque no la desarrolle com
pletamente, sus meros apuntes ya son importantes. Tal como lo
define Butler, el deseo consiste en realizar algo que todavía no exis
te, a partir de lo que se dispone. Es decir, implica producción y acción.
En ese sentido, el deseo -como el habla- es performativo y produce
nuevos significados; es decir, resignifica o instaura realidades nue
vas. De ese modo, Butler pone de relieve la dimensión creativa del
deseo y su carácter afirmativo y productivo.59 Cuando hooks vincu
la deseo-poder abre una dimensión diferente para la mejor compren
sión y exploración del mundo de la diferencia del otro.
La segunda contribución consiste en advertir sobre lo que deno
mina -siguiendo a Renato Rosaldo- nostalgia imperialista: las per
sonas lamentan la desaparición del mundo que ellos mismos han
contribuido a transformar. Aun cuando se haya luchado por cambios
en los modos de relacionarse de varones y mujeres, blancos y negros,
mestizos de diversas etnias, etc., se añora lo que se ha destruido (o
se ha contribuido a destruir).60 Es así, en la medida en que se año
ran las seguridades pasadas, ahora perdidas. Se produce en conse
cuencia una forma de mistificación, que supone la transposición de
la añoranza en términos de celebración de lo primitivo, ritualizado
de diverso modo. El/la antiguo/a racista proyecta la fantasía del
poder-deseo en términos de seducción de lo/a otro/a exótico, nativo,
originario, natural, primario, etc. Como bien advierte hooks, esa
nostalgia se origina en la creencia atávica de que el espíritu de lo
“primitivo” reside en los cuerpos morenos de los otros, cuyas cultu
ras, tradiciones y estilos de vida esencializados se conservan a pesar
de la colonización y la dominación racial. De modo que “lo primitivo”
se recupera a través de lo otro diverso, que asume formas reconoci
bles en términos de estereotipos romantizados de lo primitivo.
Capítulo 4 | 235
racismo, el sexismo, el clasismo y el heterosexismo según los contex
tos, hegemonías y coyunturas políticas. Esto conlleva elementos de
reafirmación y de negación”. Segundo, que para “lograr una transfor
mación social debemos tener una propuesta política articuladora, es
decir una utopía de sociedad que permita concebir sistemas de opre
sión, exclusión y marginación como sistemas de dominación articula
dos”. En tercer lugar, establecer un conjunto de alianzas políticas con
sectores también atravesados por sistemas de dominación. Cuarto,
revisar qué pasa con nuestras subjetividades y emociones, “nuestro
propio racismo, nuestra propia lesbofobia y nuestro propio clasismo”,
sobre todo para no reproducir el mismo sistema de dominación que se
denuncia. Porque paradojalmente, los sistemas de dominación a la
par de que señalan a otros como jerárquicamente inferiores y diferen
tes, invisibilizan los mecanismos del logro.
Tradición y diferencia
Las consideraciones que se acaban de realizar nos remiten nueva
mente al problema de las diferencias y de la igualdad. Hasta ahora,
los reclamos a los que nos hemos estado refiriendo parecen respon
der a la demanda de reconocimiento de la diferencia en la igualdad.
Pero, como muchos autores/as han advertido, esto significa enfren
tarse a un dilema: afirmar la identidad de grupo implica exigir reco
nocimiento de la/s diferencia/s. Exigir justicia distributiva y
oportunidades paritarias implica, en cambio, búsqueda de igualdad
y negación de especificidad.
El Pronunciamiento político y llamado de los pueblos originarios
de Abya Yala muestra claramente en su texto el dilema al que aca
bamos de referirnos.63 En primer término, se apela a la identidad, la
territorialidad y la resistencia. Pero, la resistencia qua pueblos origi
narios enfrenta el modelo económico neoliberal -imperial, de domi
Capítulo 4 | 237
gena continental y sus criterios culturales [...]” entre los que
incluyen “nuestros sistemas de identidad colectivos, con nuestras
instituciones basadas en representaciones legitimadas comunita
riamente y portadoras de principios de derecho sostenidos en
milenios, ante un modelo de relaciones ciudadanas, sostenidas en
la corrupción, el clientelismo, las ‘partidocracias’ de la democracia
empresarial de los estados”. Dejando entre paréntesis un número
interesante de problemas, se trata en principio de una clara rei
vindicación de la diferencia identitaria. Quedémonos por un
momento en este punto: salta a la vista un conjunto de contrapo
siciones que valoran positivamente un polo mientras disvaloran el
otro. Por un lado, “sistemas de identidad colectivos” (las identida
des grupales reivindicadas por Iris Young, como vimos previa
mente), “instituciones basadas en representaciones legitimadas
comunitariamente” (¿quiénes las legitiman?; en otras palabras,
¿cómo debemos entender “comunidad”?), “principios de derecho
sostenido milenariamente” (derecho tradicional consuetudinario).
Por otro, el “modelo de relaciones ciudadanas” (es decir, el modelo
moderno del individuo ciudadano), “sostenidas en la corrupción, el
clientelismo”, etc. (asimilación de aspectos formales y materiales
como inescindibles).
¿Cuál es el lugar en la comunidad de las mujeres que firman
la proclama? Más precisamente, el derecho ancestral y la identi
dad comunitaria, ¿legitiman (¿cómo?, ¿por igual?) el lugar de estas
mujeres? ¿No se trata acaso de una comunidad imaginaria
(Mohanty), una ficción política (Butler), un constructo contraidenti-
tario que, en aras de su visibilización, reclama tanto “libre determi
nación como estados plurinacionales y plurilingüísticos”? ¿No se
trata de un esencialismo político estratégico que busca la transfor
mación de la situación actual de los miembros del grupo para que,
por fin, se les reconozca el “control de los territorios que habita [n]
por historia y derechos, los cuales son inalienables, imprescripti
bles e inembargables”? Diego Escolar advierte que “las demandas
huarpes o indígenas rurales como las urbanas parecen estructurar
se como contradictorias demandas al Estado y a determinada idea
de Estado. Por un lado se reclama la ‘retirada formal del Estado’
Capítulo 4 | 239
lee el texto manifiesto y a través de sus lapsos y ausencias se lee
un texto latente, cuyo objetivo es la construcción de lo problemá
tico. Se debe interrogar esa estructura, leer el texto más allá del
texto visible o de las prácticas explícitas, interrogar las tensiones,
las distorsiones, las ausencias, los silencios. En síntesis, leer los
“síntomas” de un problema que lucha por ser planteado, que aún
no ha encontrado las formulaciones precisas que permitan la solu
ción.67 Se trata de aproximaciones que se abren paso tortuosa
mente por el camino de la interpretación, pero que al menos
reconocen las falencias de las soluciones al uso. Implica, en pala
bras de Schutte, situarse en la encrucijada cultural con intención
de diálogo.68
Esta contraidentidad cultural puede verse como eje de las
resistencias a la cultura hegemónica. Forma emergente, más o
menos espontánea, de oposición a la hegemonía étnico-cultural en
el terreno de la lógica del dominio. Es necesario tomar seriamen
te en cuenta las condiciones materiales desde las que se parte, a
los efectos de sopesar la distancia que media hasta el cumplimien
to efectivo de universalidad, en caso de que fuera posible. En prin
cipio, porque los universales carecen de poderes mágicos que los
instauren y su factibilidad depende de las prácticas, los usos, las
luchas, las resignificaciones, y las voluntades políticas de tender
puentes hacia su implementación. El feminismo y el multicultura
lismo mostraron claramente las tensiones entre el plano enuncia
tivo y el práctico, entre lo simbólico y lo real respecto de las
etnias, el sexo-género y la clase, entre la ley del clan y la ley del
Estado. Donde las tradiciones son demasiado potentes, la permea
bilidad es más difícil, las discriminaciones están naturalizadas y
el espíritu crítico, si se lo ha aislado, suele carecer de la potencia
necesaria para promover los cambios. Por eso, se elevan muchas
voces de feministas latinoamericanas advirtiendo que las políticas
identitarias deben tener un carácter estratégico, que no debe des
valorizarse.
67 Ibid., p. 115.
68 Schutte, O., “Cultural alterity...”, op. cit., pp. 53-72.
Reconocimiento ideológico
69 Butler, J., Excitable Speech, Nueva York, Routledge, 1997, pp. 2-3; Femenías,
M. L., Judith Butler..., op. cit., pp. 131-134.
Capítulo 4 | 241
que se reconocen ideológicamente en él. Porque la ideología actúa
interpelando y la interpelación siempre encuentra al sujeto buscado:
es decir al que se ha identificado como tal y responde en consecuen
cia. Esta efectividad de la inculcación hace de un sujeto un ya-suje-
to según la marca que lo advoca.
Cuando en el lenguaje popular se dice “le dije unas cuantas y lo/a
puse en su lugar”, se deja en claro que el insulto, incluso el “codifi
cado cotidiano”, marca el lugar de la heterodesignación, del ningu-
neo o la cosificación del/a otro/a, el lugar que el orden jerárquico
naturalizado prescribe. Como advierte Butler, el insulto marca el
límite, denuncia la transgresión y asume una dimensión disciplina-
dora específica de cada época y de cada cultura. Tal como Butler lo
entiende para otros contextos -perfectamente aplicable a los casos
que nos ocupan ahora-, insultar es una de las primeras formas de
daño lingüístico que aprendemos. En tal caso, los nombres que se
nos endilgan no solo son injuriosos, sino que constituyen las condi
ciones por las que un sujeto se constituye en y por el lenguaje. En la
escena del insulto, tal sujeto queda en el lugar de la vulnerabilidad
aunque -para Butler- constituya el punto de anclaje pasional, que
abre la posibilidad del giro trópico que pone al agente lingüístico en
situación de responder activamente a la agresión.
No nos interesa ahora tanto la cuestión lexical que pregunta por
cuáles palabras hieren, ofenden, o insultan. Claramente, son pala
bras epocales; la mayoría de las veces se trata de cronolectos de gran
capacidad resignificativa. En otros casos, como pasa con el sexismo
y el racismo, los estereotipos del insulto trascienden las épocas, los
países e incluso las culturas. “Andá a lavar los platos” o “negro
vago”, en tanto habituales, cotidianos y hasta codificados en clave
cariñosa (mi “negrito/a”, “piojito”, mi “vaguito”), nos ayudan a dar
nos cuenta de cuán profundamente estamos marcados por una socie
dad sexista y racista que cincela nuestra sensibilidad en la
naturalización de un conjunto de términos discriminatorios. “Hacer
el indio” (en España, por hacer el ridículo), “me salió el indio” (en
América Latina en general, por enojarse violentamente), “ser un
negro cualquiera” o “un/a bolita-paraguas-peruca cualquiera”, (en
Argentina, por ser pobre), “prieto” (= negro, en Puerto Rico, como
Identificaciones secundarias
Capítulo 4 | 243
Donde el real conflicto se produce cuando los intereses y los valo
res de una sociedad entran en colisión, la educación ha jugado un
fuerte papel homologador; sea ayudando a acortar las diferencias,
sea estatuyendo un fuerte disciplinamiento jerárquico desde los pri
meros años de vida de los niños; porque una sociedad más homogé
nea tiene un grado más alto de gobernabilidad. No obstante
-dependiendo por lo general del conjunto de valores en los que se
educa a una población-, el racismo, el sexismo, la xenofobia, etc., son
más o menos fuertes. La escuela cumple un fuerte papel que jerar
quiza o cohesiona a la sociedad: en primer lugar, según los principios
de la asimilación, en términos de homogeneización y de incorpora
ción de “los diferentes” a los patrones de la cultura dominante. En
segundo término, en virtud de mecanismos más o menos encubier
tos de exclusión y marginación cuyo extremo es la construcción de
ghettos. En general se considera que no existen grupos xenófobos o
sexistas fuertes claramente diferenciados del resto de la población,
sino que por el contrario, xenofobia, racismo, sexismo, permean las
capas de una sociedad, en las que se pueden distinguir ciertos gru
pos más hostiles que otros.70 Estas manifestaciones encubren en
general otras formas de discriminación y, en los casos en los que una
sociedad se encuentra altamente fragmentada, una ciudadanía
nacional más precaria.
La creciente pluralidad étnica en las sociedades occidentales y
los rápidos cambios poblacionales a los que se han dado distintas
respuestas, no completamente satisfactorias, dificultan el afianza
miento de una ciudadanía nacional y mucho más de una mundial.
Desde el punto de vista de la educación es necesario atender de
modo universalista propuestas integradoras basadas en el respeto a
la diversidad, que tiendan a un modelo educativo sin exclusiones.
Claro que nuevamente debemos preguntarnos si la no discrimina
ción formal-política es suficiente o si, además, es preciso generar
políticas que refuercen estilos de vida de no discriminación real o
social; o, al menos, tiendan fuertemente a ello. Muchos discursos
educativos igualitaristas han generado invisibilizaciones que redun
Capítulo 4 | 245
simbólico se tenderá a ello, salvo que sobre el proceso interactivo
interfieran mandatos identitarios expresos que impriman una cier
ta presión extra al comportamiento interactivo, o dobles mensajes
“oficiales”. Si bien los comportamientos son procesos no lineales de
identificaciones múltiples, por lo general ciertos grupos identitaria-
mente en riesgo tienden a ejercer una presión más fuerte sobre los
jóvenes, en especial sobre las niñas. A la tendencia de mayor mime-
tización con los grupos de la cultura dominante, el contacto multi
cultural parece potenciar en ciertos casos los estereotipos extremos,
la afirmación identitaria grupal y religiosa, o -como reacción simbó
lica en las jóvenes- enfermedades del tipo de la anorexia, que con
frontan el cuerpo disciplinado y codificado contra un modelo estético
de asimilación hegemónica. En esos casos la ilusión de la integración
se cumple a partir de la estereotipia cultural, que ejerce su presión
sobre el cuerpo femenino como forma de control y de sometimiento a
una imagen visual con altos costos individuales.73
Ahora bien, la mayor parte de la bibliografía europea interpreta
el fenómeno de la sociedad multicultural como el de una cultura
hegemónica puesta a asimilar extranjeros. La bibliografía latinoa
mericana, por el contrario, entiende el problema en términos de reco
nocimiento de los pueblos originarios, sojuzgados históricamente por
la conquista y la colonización, la posterior introducción de población
negra con fines de explotación esclavista y, solo mucho más tarde,
como el proceso inmigratorio más o menos planificado de otros grupos,
mayoritariamente europeos (pero también orientales), huyendo de
guerras de religión, de las discriminaciones políticas, de las hambru
nas. Tenemos la convicción de que esta profunda diferencia histórica
ha dejado huellas en los modos en los que se ha producido el fenóme
no de la integración y, por supuesto, en el de la comprensión de las
identificaciones de ciudadanía. No estamos en condiciones de elaborar
categorías comprensivas que nos permitan dar cuenta de estas dife
rencias, pero queremos llamar la atención sobre algunas cuestiones.
Memorias de la crueldad
“La dureza del gobierno puede llegar a destruir los sentimientos
naturales [de las madres] [...] ¿No procuraban abortar las mujeres
de América para que sus hijos no tuviesen amos tan crueles?”
Quienes hayan leído Beloved de la premio Nobel Toni Morrison
saben que precisamente la novela se yergue sobre la escena -magis
tralmente descripta- de la madre que asesina a su hija bebé para
que no le sea arrebatada como esclava. Casi se podrían resumir los
motivos de la madre (que no examinaremos ahora) en porque eres mi
bienamada, te asesino (para que no te hagan su esclava). Sea como
fuere, queremos subrayar que la cita que inicia este apartado y que
acabamos de transcribir no es de Morrison sino de Montesquieu.74
Montesquieu consideraba que la maternidad era “natural” y no, al
Capítulo 4 | 247
menos en buena parte, un constructo social. A pesar de ello, recono
cía que la crueldad de la esclavitud empujaba a las mujeres a la
negación del hijo en tanto la crueldad deja huellas imborrables. Esas
huellas, esas memorias de la crueldad, acompañan la colonización y
la conquista de América toda, de Africa, el arrasamiento de Irán en
la última guerra, las guerras balcánicas, la invasión japonesa a
China, el genocidio armenio, el holocausto, y un lamentablemente
demasiado y largo etcétera -que Montesquieu remonta hasta más
allá de los griegos y de los romanos-, y cuya lista preferimos ni igno
rar ni consignar ahora.
Antes que la justicia de la ley importada, quedan en la memoria
de las personas, las secuelas de la crueldad, de la persecución vio
lenta, del terror, del odio al otro que el terror ocasiona, de la clandes
tinidad, del sentimiento de humillación y de despojo.75 La memoria
de la crueldad y los sentimientos que la acompañan se transmiten de
generación en generación, como un componente ineludible de la
construcción -explícita o implícita- de la identidad, instituyendo
una clausura en el interior de la sociedad misma. “En estas conquis
tas no basta dejar las leyes de la nación vencida, sino que es quizá
más importante conservar sus costumbres, pues un pueblo conoce,
ama y defiende siempre sus costumbres más que sus leyes.”76 Según
Montesquieu, no se trata de justificar las costumbres y, agreguemos,
menos aún cualquier costumbre (pensemos en la infibulación, por
ejemplo); se trata de que entendamos por qué ciertos beneficios lega
dos por Occidente son rechazados palmariamente por otros pueblos,
que suelen ser tildados de “primitivos”. Se trata de que la imposición
cruenta de una ley justa torna, en el mejor de los casos, toda la situa
ción en altamente problemática y paradójica. Montesquieu mismo
dio algunas pistas para despejar el camino: “solo he querido hacer
75 Levy, J., Multiculturalismo del miedo, Madrid, Tecnos, 2003, cap. 6; para
el caso de México, puede consultarse -entre otros- Gruzinski, S., La colonización
del imaginario, México, FCE, 1988; también, Castoriadis, C., Figuras de lo pensa-
ble, México, FCE, pp. 183-196.
76 Montesquieu, Charles-Louis de Secondat Barón de la Bréde y de, El espí
ritu..., op. cit., libro X.XI.
Capítulo 4 | 249
tral a un otro heredero y ajeno a la vez de una estirpe considerada
“invasora”, por otro, operan como interferencias subterráneas de
cualquier proyecto político igualitarista.
Todo sujeto-agente en tanto producido, relacionado y proyectado,
realiza aun las tendencias contradictorias, según una autodinámica
de proporciones más o menos colectivas que se asientan sobre la
urgencia de la necesidad (psicológica y social). J. M. Coetzee lo des
cribe muy bien en Disgrace, sobre todo en la figura de Lucy. Nacida
en Sudáfrica, hija de un profesor inglés de literatura, paga periódi
ca y sistemáticamente con su cuerpo violado el canon de elegir vivir
en su pequeña hacienda de frontera; frontera de blancos y negros, de
varones y mujeres, de literatos y campesinos analfabetos, de nacidos
en el suelo y de intrusos... Con esto queremos subrayar que si bien
las memorias de la crueldad no justifican per se las acciones presen
tes, por lo menos las explica en su génesis, alertándonos sobre la
necesidad de tenerlas en cuenta.
There were only four dissentients, the three Dogs and the
Cat, who was afterwards discovered to have voted on both
sides.
G e o r g e ORWELL, Animal Farm.
| 251
bloques culturales -hoy enfrentados- cuentan con tradiciones aptas
para favorecer el alcance de ese objetivo.
Uno de los aspectos que ha puesto sobre la mesa de deliberacio
nes el multiculturalismo es la necesidad de un diálogo intercultural
(o transcultural como sugieren algunas corrientes). Ahora, la facti
bilidad de tal diálogo en clave feminista ha generado un fuerte con
senso y ocupa una de las prioridades de la agenda global, tendiente
a la lucha contra la pobreza, la violencia, por derechos reproducti
vos, etc. Las crisis bélicas más recientes -como la guerra de Irak- o
las situaciones de violencia crónica -como en Colombia-, exigen que
el diálogo propuesto tenga como primera prioridad indeclinable: el
problema de la guerra. Sobre todo, en tanto la escalada y la poten
cia armamentista actual afectan el orden interno, ecológico y econó
mico del planeta como un todo. Asimismo, queda claro que un
diálogo de ese tipo, en términos pacifistas debe estratégicamente
apuntar al menos a dos frentes: por un lado, a la alianza con otros
sectores afines (en la línea sugerida por Ochy Curiel, entre otras);
por otro, a la permeabilidad de los estereotipos patriarcales que han
hecho -en aras del derecho de inclusión en términos de igualdad-
que importantes grupos de mujeres se incorporen a los ejércitos y
otras organizaciones vinculadas a la guerra.2
Ahora, la fase de la discusión entre género y culturas se despla
zó rápidamente hacia una construcción intercultural centrada en
demandas de justicia y de equidad en el marco de lo que se dio en
llamar un feminismo transnacional. Al mismo tiempo, se intentó
desautorizar y contrarrestar los esfuerzos fundamentalistas que
pretenden sistemáticamente bloquear la autonomía de las personas,
en aras de identidades más o menos petrificadas. Ciertos sectores
instan precisamente a proteger y defender tales identidades natura
lizadas sobre la base de argumentaciones, por lo general, fundadas
en mandatos religiosos interpretados ad hoc, cuya ventaja es favore
cer las actitudes rígidas e intolerantes. La expansión continua del
2 Femenías, M. L., “Quién le teme a Virginia Woolf: una familia para la paz”,
en Femenías, M. L., Perfiles del feminismo iberoamericano, op. cit., vol. 2, pp.
201 - 216 .
Capítulo 5 | 253
puede ser escuchada. En una formulación más general, el desafío es
saber cómo escuchar lo que es irrecuperablemente heterogéneo.
Cuando quien está en posición de subalternidad se reapropia de la
pregunta, se produce ya una acción-decisión positiva: emplazarse en
un lugar consciente de enunciación. Esta toma de conciencia tiene
implicaciones políticas significativas.
Ahora bien, los centros hegemónicos condicionan -en tanto dis
tinguen lo legítimo de lo ilegítimo- qué, quién y cómo se participa en
un diálogo. Desde luego, es necesario considerar la posición del
hablante y del contexto discursivo. Porque, en principio, todos los
contextos y las posiciones de hablante están relacionados con estruc
turas de opresión que se manifiestan de forma compleja. En ese sen
tido, el lenguaje que se impone al diálogo común obtura o condiciona
la propia expresión diferencial. Más aún, el autodefinido en situa
ción dominante imagina al otro, lo heterodesigna y lo objetiva (lo
convierte en un estereotipo paródico de sí mismo). Las mujeres, en
general, y muchos otros colectivos son vistos desde ese punto de
mira. Por eso, en palabras de Beauvoir, para salir de la inmanencia
y trascender es necesario, paradójicamente, conoce el lenguaje y la
epistemología de la cultura dominante y hacerse cargo de ella. Solo
así es posible tender puentes, donde precisamente la posibilidad de
tender puentes constituye uno de los desafíos más profundos del diá
logo intercultural en clave feminista.
Muchas estudiosas proponen formas diversas de diálogo. Alison
Jaggar, por ejemplo, parte de una comunidad discursiva feminista
global, en sintonía con el ideal inclusivo del feminismo. Para ello,
considera que es preciso establecer bases dialógicas, sobre todo
teniendo en cuenta a las mujeres que no están representadas. Pero,
¿es válido que se hable por y en nombre de ellas simplemente por
que no puedan hablar con voz propia?5 Este es un punto fundamen
tal de debate, sobre todo a partir del conjunto de artículos en tal
Capítulo 5 | 255
política global ocurrirán entre naciones y grupos de civilizaciones
diferentes. El choque de civilizaciones dominará la política mundial.
Las fallas entre las civilizaciones serán las líneas de batalla del futu
ro. El conflicto entre civilizaciones será la última fase de la evolución
del conflicto del mundo moderno.6
Capítulo 5 | 257
están produciendo, tienen como único origen las relaciones interna
cionales basadas en la peligrosidad de un bloque (el “Orientar’ no
alineado) sobre otro (el Occidental). Tanto el artículo como el libro de
Huntington son expresiones -entre varias del mismo tenor- produc
to de un conjunto de ideólogos que actualmente gozan de poder y
beneplácito político.12 En conjunto consideran que en nombre de la
defensa de la civilización (en singular y definida ad hoc) se debería
ejercer una hegemonía ‘‘benevolente” sobre las civilizaciones (en
plural) en la medida en que no representen un peligro para
“Occidente”.13 Se ve claramente que quienes definen y evalúan “el
peligro” se constituyen en juez y parte del problema, incluso desoyen
do a organismos internacionales como las Naciones Unidas.
Algunos sostienen que la formulación del concepto “civilización”
en singular, tal como fue acuñado por la Ilustración, desencadenó el
largo proceso de imponer -generalmente por la fuerza- la ideología
occidental como única portadora de verdad y de justicia en el
mundo.14 Si a esto le añadimos que Occidente es lo que se autodefi-
ne como tal, la famosa hipótesis del “choque de civilizaciones” de
Huntington parece una simple derivación de la imposición histórica
de cierta concepción del mundo. En síntesis, se trataría de una res
puesta intolerante más ante las demás civilizaciones, desconocidas
como tales.
La interpretación antiilustrada de la hipótesis de Huntington
también es reduccionista: oculta otras causas del supuesto “choque”:
por ejemplo el petróleo; por ejemplo las inequidades sostenidas y
potenciadas dentro de los propios países (sean occidentales o no). En
el fondo, tanto una posición como la otra “chocan” porque presupo
nen un alter esencializado, irracional, fanático, inferior o temible.
En consecuencia, se desarrollaron modos de relacionarse (de sociali
zación) en consonancia. En síntesis, presuponen -sin enunciarlo
Capítulo 5 | 259
Si aceptamos premisas como “locus propio de enunciación y concien
cia crítica de oposición” podemos mostrar que la “identidad” no es un
constructo estable ni a-histórico, sino creado, intersecado por nume
rosas variables. En consecuencia, comprenderemos que el primer
error común de los análisis de toda suerte de fundamentalismos es
suponer categorías a-históricas, no sujetas a cambio, exentas de
posibilidad de examen crítico y de revisión minuciosa. Como subra
ya Amorós, retomando la tesis de Al-Yabri, es preciso criticar al fun-
damentalismo porque, en principio, hace un uso indebido y
sistemático de la analogía para interpretar el futuro -término in
absentia- en función del pasado -término in praesentia- “tal como
(supone que) debió ser”. De este modo, la única opción posible de
libertad que se persigue es la que reniega del presente y del futuro
en pos del pasado construido selectivamente en función de una pro
puesta ideológica clausurada.17
Por tanto, a la pregunta anterior de si es posible crear las condi
ciones de una “mundialización alternativa” y construir caminos para
la paz, la respuesta es sí. Sí, en principio, porque los grupos fanati
zados son minoritarios aunque actualmente detenten importantes
cuotas de poder efectista. Sí, porque, corriendo el velo que encegue
ce la razón crítica, es posible -como señala Amorós, siguiendo a
Leila Abu Lughod- buscar alternativas y al mismo tiempo salvar la
tradición autóctona sin petrificarla. Desprendida de una ubicación
espacio-temporal privilegiada, se debe aceptar la noción de “raciona
lidad universalizadora hipercrítica e hiperreflexiva” y trabajar en la
construcción y despliegue de las “vetas de Ilustración” (Amorós),
para dar prioridad a los efectos teórico-reflexivos universalizado-
res.18 Por tanto, debe entenderse la “Ilustración” no como un perío
do exclusivo de la historia de Europa, sino como un modo de uso o
ejercicio de la razón. En otras palabras, potenciar la posibilidad de
acceder desde otras épocas y desde otros territorios y estilos a la
capacidad plena de la razón en su potencial crítico-reflexivo.
17 Amorós, C., “Por una Ilustración multicultural”..., op. cit.; Al-Yabri, M. A.,
Crítica de la razón árabe, Barcelona, Icaria, 2001.
18 Amorós, C., “Por una Ilustración multicultural”..., op. cit.
Capítulo 5 | 261
tivos, ahistóricos y naturales.19 Esta identidad ad hoc suele ser
alentada y enarbolada desde diversos sectores, encubriendo compli
cidades vinculadas a sectores de poder (étnico, religioso, etc.) con los
capitales globales.20
Por eso, esas estrategias a poco de andar mostraron sus límites.
Si en principio rechazaron con diferentes argumentos los paráme
tros culturales universalistas que hasta entonces habían dado legi
timidad a sus propios reclamos, luego de la estrategia inicial de
autoafirmación, bloquearon las vías posibles del diálogo intra e
intercultural al atalayarse en identidades retrógradas. Sectores
hegemónicos con diversos intereses en juego vieron la conveniencia
de potenciar y petrificar las primeras imágenes de autoafirmación
en constructos esencializados y a-históricos. Atrapados en lo que
Amorós denomina “las paradojas de la Ilustración inducida” muchos
pueblos de tradiciones y culturas “diferentes” optaron por ese gesto
trópico, cayendo en la trampa que va de la autoafirmación a la gal
vanización identitaria.
Sintéticamente, la confluencia de sectores del Occidente hegemó-
nico, con poder económico-político, y de sectores autóctonos con
poder e intereses reactivos favoreció la irracionalización del “otro”
de Occidente, construido more orientalista, tal como lo denuncia
Edward Said. Así, el “orientalismo” consiste en “un modo de relacio
narse con Oriente basado en el lugar especial que este ocupa en la
experiencia de Europa occidental [...]”. Tal actitud no es individual
sino que, por el contrario, supone “[...] una institución colectiva que
se relaciona con Oriente, relación que consiste en hacer declaracio
nes sobre él, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñar
lo, colonizarlo y decidir sobre él; en resumen, el orientalismo es un
estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener auto
ridad sobre Oriente”.21
Esta suerte de descripción-construcción actual de Oriente
-transmitida en el mundo por los medios masivos de comunicación-
22 Ibid.y p. 107.
Capítulo 5 | 263
de Ofelia Schutte.23 La autora apunta a las problemáticas que se
suscitan cuando personas provenientes de diferentes culturas, una
hegemónica y otra subalterna o periférica, intentan entablar comu
nicación entre sí. Desde su propia experiencia de cubana residente
en los Estados Unidos elabora magistralmente su toma de concien
cia de los diferentes niveles de prejuicios que se juegan a la hora de
intentar dicho diálogo. Advierte que quienes participan de dos cul
turas son, hasta cierto punto, un/a otro/a recíprocamente para
ambas partes: por tanto, “para ser culturalmente reconocida se
debe demostrar que se es capaz de incorporar las dos culturas en la
propia vida; es decir, que se es portadora de una doble culturali-
dad”.24 Sintéticamente, Schutte resuelve la pregunta de con quién
nos comunicamos apelando a la figura de “otro imaginario”.
Siempre, la primera comunicación es con otro, pero tal como cree
mos que es, no con el otro que realmente es. Esto es así, sobre todo
cuando se pertenece a otra cultura, a otro sexo-género, se tiene otra
lengua o se responde a otras maneras o estilos culturales, incluyen
do el estético. Las construcciones estereotipadas en circulación
interfieren, obturan, dificultan o entorpecen el intercambio comuni
cativo de manera no-homogénea. Ahora bien, si el intercambio es
posible, solo se logra cuando uno se descentra a fin de reconocer la
existencia del otro. Reconocer al otro como un igual implica una
dimensión ética que obliga a revisar no solo la propia existencia ego
céntrica, sino la inferiorizante, la regida por la lógica del dominio,
que convierte al otro en un inferior por su sexo-género, por su etnia,
por su lugar de nacimiento, por el color de su piel. De este modo,
reconocer al otro como un igual es reconocer (y hacerse cargo de) los
propios límites.
Precisamente las narrativas de la identidad, como hemos visto,
son las que intentan un discurso descentrado, equilibrante de la asi
metría que pone en el otro las marcas de la inferioridad. Porque, el
discurso hegemónico establece qué es legítimo y qué no; quién parti
cipa en el lenguaje significativo y quién no; quién tiene credibilidad
Aportes al diálogo
Si la Ilustración europea es efectivamente hipercrítica e hiperrefle-
xiva con conciencia de sus límites -según palabras de Amorós-,
Capítulo 5 | 265
entonces es preciso que haga uso de esas capacidades y eche “más
luces” a los modos en que se ha venido implementando el modelo
universalista en los pueblos formalmente colonizados, o expuestos
sin posibilidad de escape a la neocolonización. Habida cuenta de que
precisamente lo característico de la Ilustración es haber posibilitado
la emergencia de abstracciones con virtualidades universalizadoras
y emancipatorias, reconocemos que muchas culturas han puesto en
cuestión sus roles estereotipados y sus modelos esencializados y
estáticos.25 Por eso coincidimos con Martínez Montálvez cuando
advierte que: “No hay un espacio en el que no se dé, individual o
colectivamente, una actividad pensadora. Creer y mantener lo con
trario es, sencillamente, una modalidad de racismo”.26 Apelando a
las denominadas vetas ilustradas consideramos posible y necesario
el diálogo intercultural porque “la importancia de la experiencia
pluricultural compartida por nuestras diversas comunidades reli
giosas y laicas no solo es valiosa: es imprescindible. Pero para ello
es necesario haber construido previamente las bases socio-cultura-
les necesarias para lograrla”.27
Entendemos que escribir sobre diálogos fácticamente posibles es
una forma de desmitificar imágenes, representaciones y constructos
fijos ahistóricos; una forma de dar cuenta de las variaciones y -en la
línea de Said- de proponer “maneras intelectuales de [reconocer] los
valores humanísticos de Oriente que el orientalismo, por su exten
sión, sus experiencias y sus estructuras, ha llegado casi a elimi
nar”.28 Retengamos la noción de orientalismo como constructo y
analógicamente pensemos en las construcciones estereotipadas y
reduccionistas de América Latina, que la convierten en fuente de
múltiples complicaciones.29 Convengamos que tal sistema referen-
Capítulo 5 | 267
sa porque sin “buena fe” toda propuesta dialógica es imposible.
Recuerda Amorós que Sartre definió “la buena fe” como la “coordina
ción válida” entre la libertad y la facticidad en que consiste la exis
tencia humana, sin tomar la libertad por facticidad ni manipular las
situaciones fácticas, como si pudiéramos renegar de ellas.31
Construir una modernidad alternativa es posible si los diversos blo
ques acuerdan un proyecto de buena fe y admiten posiciones abiertas
ante la realidad, responsabilidades individuales y colectivas compar
tidas, valores y conocimientos puestos al servicio del mejoramiento
de la situación general de la población, la ciencia al servicio de las
personas y, desde luego, se comprometen en los hechos a promover
actitudes abiertas y dialógicas tendientes a una mayor democratiza
ción de las estructuras sociales y gubernamentales en sus propios
estados e internacionalmente, tomando como base los organismos ya
existentes (¿naive?). Lo que resta es sin lugar a dudas una tarea con
junta, aunque reconstruir los canales del diálogo por la paz no es
tarea sencilla ni puede hacerse de prisa.
Si la década de 1980 estuvo marcada por el enfrentamiento teó
rico entre el modelo “ilustrado” y los diversos modelos “pos”, a fina
les de la década siguiente, se impuso una etapa de reconsideración
y revalorización de los méritos de ambas posiciones y de la necesi
dad de tomarlas en cuenta con actitud crítica. Quizá estemos ahora
en un momento de síntesis en el que podamos (re)construir una tra
dición dialógica por sobre los discursos del “choque”. Desde la filoso
fía de género, el material que contribuye a tal objetivo es abundante
y sugerente. Intentaré, pues, delinear un espacio posible de “diálogo
multicultural”, al que no entiendo como sinónimo de “diálogo entre
estados”. En efecto, muchos fenómenos multiculturales tienen expre
sión dentro de las fronteras de un mismo Estado porque práctica
mente todos los estados son étnica y culturalmente heterogéneos.
Que sus miembros afirmen estas diferentes identidades no implica
necesariamente que debiliten o fracturen los estados. Buenos ejem
plos son España, América Latina en su totalidad, Canadá y los
Estados Unidos; todos ellos constituidos por grupos étnicos-culturales
Capítulo 5 | 269
en la legislación nacional o internacional vigente, exceden (rebasan)
las reglas y se derraman en prácticas no-formales (unruly). En esa
línea, indicaré algunos aspectos culturales relevantes a efectos de
potenciales diálogos, sus dificultades y sus limitaciones.
Con todo, reconocer las insuficiencias del modelo ilustrado no
supone aceptar sin más las propuestas multiculturales que constru
yen las diferencias como positivamente otras per se. Ambas posturas
merecen examinarse críticamente para sentar las bases de un diálo
go inter o transcultural. Un posible punto de partida interesante es
aceptar la noción de “mestizaje”. Los medios de comunicación trans
nacionales lo favorecen y lo fomentan a partir de las vertientes más
superficiales. Aun así, permiten mostrar que, en general, son las
posiciones fundamentalistas del signo que fuere las que no gustan
reconocerlo como un hecho. Se atienen en consecuencia a gestos que
implícita o explícitamente presuponen conceptos como pureza y
hegemonía por un lado, e impuro y periférico por otro; que adscriben
a propios y ajenos esencializada y ahistóricamente. La aceptación
del mestizaje reivindica ciudadanías igualitarias y heterogéneas,
dato no menor a la hora de intentar diálogos inter-transculturales.
Discutir estas nociones y sus implicaciones de forma explícita opera
como modelizador social (Arendt) o regla informal (Fraser) de la
igualdad y aligera las barreras internas y externas “invisibles” a la
operatividad del universal.
Desde ahí se pueden examinar críticamente prácticas políticas
autóctonas y modernas que potencien los modos de compensar o
impedir que importantes sectores de la sociedad queden excluidos de
la circulación simbólica y económica de bienes, donde el reconoci
miento es uno de ellos. La mengua de reconocimiento que se exterio
riza en la inferiorización y la exclusión obedece, en general, a
prejuicios basados en situaciones socio-históricas escasamente cono
cidas o manipuladas ideológicamente. En muchos casos generan
actitudes y conductas agresivas en unos y contra-identitarias en
otros que bloquean fuertemente toda posibilidad de diálogo.
Volvamos a nuestro (conjetural) diálogo multicultural basado en
un proyecto de buena fe. Retenemos el supuesto universalista en
tanto contribuye a sentar las bases que garantizan el diálogo, pero
Capítulo 5 | 271
filosofía práctica -como las más notables-, se han incorporado no
pocas herramientas de clarificación sobre las dificultades implícitas
y explícitas en la acción dialógica.34 Ahora bien, en sentido lato, el
diálogo requiere de dos o más personas con sus atributos simbólicos,
cognitivos y morales. La interrelación entre ambas y la creación con
junta de un “producto” común son emergentes de esa relación. Si no
se cumplen algunas de las condiciones antedichas, no se produce un
diálogo auténtico o genuino, sino un seudodiálogo, ineficaz a los efec
tos de los objetivos explícitos que convocaron a los interlocutores.
Si bien paradigmáticamente el diálogo se produce entre dos (o
más) personas humanas, concepciones extendidas de diálogo —tal
como lo hemos venido usando hasta ahora- consideran su posibili
dad entre culturas, credos, edades, etc. Si entendemos que personas
humanas que representan posiciones culturales diversas -con todas
las complejidades que la noción de representación conlleva- generan
sus propios principios regulativos y criterios, es importante asumir
que esa representación implica además potencialidad intelectual,
social y moral. Es preciso entonces que los interlocutores cuenten
con amplias capacidades semióticas e interpretativas de símbolos
lingüísticos y gestuales. Asimismo, que tengan capacidad conceptual
e inferencial y sean sensibles para captar intencionalidades y estra
tegias. Desde un punto de mira moral, deben mostrar reconocimien
to por el otro/a, manifestándolo en su capacidad de escucha y de
comprensión. En fin, mostrar flexibilidad para “ponerse en el lugar
del otro” sin perder sus propios objetivos.35
A estas capacidades personales de quienes dialoguen en repre
sentación de sus bloques culturales, se debe agregar la disposición
del “espacio dialógico” como tal, sobre la base de las nociones de polí
ticas de la localización y de saberes situados tal como vimos más
arriba, a los efectos de abrir un “espacio dialógico”.36 Desde este
Capítulo 5 | 273
la circulación de significados alternativos y genera nuevas textua-
lidades simbólicas.
Si la experiencia conjunta irrevocablemente altera tanto la posi
ción hegemónica como la subalterna, expandiendo sus fronteras
simbólicas, con ello se desafían las barreras que impiden resignifi-
car y expandir los lugares de equidad. En síntesis, la construcción de
la equidad dialógica responde a un conjunto de actos retóricos y polí
ticos, de gestos de afiliación y de (des)identificación que enfatizan
algunas propiedades y oscurecen otras, donde igualdad y diferencia
se implican mutuamente, como momentos simultáneos. Las diferen
cias culturales solo pueden elaborarse libre y democráticamente
sobre la base de un diálogo donde la equidad social y jurídica siente
las bases de una traducción posible. “Traducción” no implica aquí un
mero proceso lingüístico, sino un problema de voluntad de interpre
tación: es decir, de interpretar y de ser interpretado. Se trata de un
trabajo fundamental que involucra ideas y formas de ver el mundo,
que no se sustrae ni a las relaciones de poder ni a otras asimetrías
existentes. Los dialogantes deben ser traductores e intérpretes de
traducciones y de interpretaciones ya sedimentadas y hasta natura
lizadas (Bhabha). Deben abrir “espacios de habla y escucha privile
giados”, es decir, deben producir un lugar simbólico nuevo.
Estas pocas páginas pretenden alentar cualquier apuesta a polí
ticas públicas transnacionales que orienten críticamente el diálogo,
tendiente a la remoción de las condiciones de la dependencia cultu
ral y económica, de la sumisión y de la marginalidad en las que, en
aras de la identidad cultural, se encuentran ciertos grupos de indi
viduos. Como advierte Fraser, justicia distributiva y reconocimiento
no son dos variables excluyentes per se; deben mantenerse en equi
librio constante porque, si el mero reconocimiento formal de dere
chos no es suficiente, tampoco lo es la apelación a una identidad
cultural tradicional o autóctona que arrastra consigo siglos de
inequidades. En palabras de Amorós siguiendo a Al-Yabri, no se
trata de desprenderse de la tradición, sino de desmontar ciertos
constructos identitarios tradicionales naturalizados, que generan
bloqueos epistemológicos. Pero esto no puede hacerse al margen de
un minucioso análisis de las cargas afectivas que conllevan las tra
Capítulo 5 | 275
Capítulo 6
¿Qué nos queda del multiculturalismo?
La crítica política
Las críticas al multiculturalismo provienen, como hemos visto, desde
grupos teóricos diversos. Tanto el liberalismo como el marxismo
toman como punto de partida la aceptación de la dicotomía exclu-
yente de que lo formal-político y lo material-social deben distinguir
se y mantenerse separados. Respecto de los primeros, ya vimos las
consideraciones de Moller Okin y de Brian Barry. Respecto de los
segundos, tomamos como ejemplo a Slavoj Zizek, quien se siente
autorizado para afirmar que el multiculturalismo se reduce (o casi)
al enmascaramiento de los capitales globales. En el ángulo opuesto,
quienes defienden sin más el multiculturalismo minimizan o recha
zan los problemas vinculados a la inconmensurabilidad ético-políti
ca. Imputan el repudio del multiculturalismo a grupos o individuos
que tachan de racistas o xenófobos, o lo cargan a la cuenta del impe
rialismo y el capitalismo. Enarbolan identidades ahistóricas que rei
vindican órdenes jerárquicos que constituyen a todas luces sistemas
de sometimiento. Se apoyan en sus tradiciones sin examinarlas crí
ticamente, reclamando identidad como si de una esencia ahistórica
se tratara y, en muchos casos, invierten la carga valorativa de la
heterodesignación en autodesignación de signo positivo, sin modifi
I 277
car la tabla de valores y criterios en uso, por lo general construida
de dicotomías excluyentes. En esos casos, tolerar puede significar
complicidad con el refuerzo y la afirmación de la marginalidad de
importantes sectores, paradigmáticamente las mujeres en tanto por
tadoras de una identidad sobresaturada. En esos casos, la tolerancia
no es un acto de generosidad comprensiva sino de claudicación o de
complicidad con los sectores más reaccionarios de una sociedad o
de un grupo identitario determinado.
En síntesis, en ambos casos, la exclusión parece jugar un papel
importante. Y ambos casos también, así esbozados, guardan mucha
similitud con una caricatura más que hay que desmontar. Porque,
sin lugar a dudas, un mismo grupo identitario cobijará sectores más
progresistas o igualitaristas entre sus miembros, unos dispuestos
al diálogo y a reconocer ventajas y desventajas de los otros modelos
teóricos-organizativos, y otros no. Conviene rechazar los encasilla-
mientos y las soluciones reduccionistas. Las versiones acríticas del
multiculturalismo y del universalismo adolecen de falencias teóri
cas y prácticas importantes que sin duda constituyen desafíos que,
cuanto menos, hay que reconocer como tales: no hay soluciones fáci
les ni estables; si el mundo cambia, las soluciones deben cambiar
con él.
Otro de los problemas que viene denunciando desde hace mucho
la filosofía feminista es el supuesto de que la disyunción material-
social / formal-político deba entenderse como excluyente. Sin embar
go, tanto desde el liberalismo como desde el marxismo, se entiende
el “multiculturalismo” solo como una cuestión de reivindicación
comunitarista que excluye por definición marcos político-formales.
Quienes defienden el universalismo igualitarista, tienden a descono
cer que en la práctica “la igualdad” no se aplica de por sí, distributi
vamente a todos y cada uno de los individuos. Como la acusación de
consecuencialismo debilita una teoría dada, se prefiere ignorar si en
nombre del universal se han cometido (o no) injusticias y tropelías,
porque es más fácil ignorar que reconocer y subsanar. Aun cuando se
actuara en la persecución de los más altos objetivos ético-políticos, y
con las mejores intenciones (en caso de que pudiera medírselas), una
notable cantidad de barreras de diverso orden material impiden su
Distinguir niveles
En general, las críticas tanto a la Ilustración como al multicultura-
lismo suelen hacerse in toto, a partir de una comprensión dicotómi-
ca de los modos de pensar y de implementar la política. Sin embargo,
vale la pena hacer algunas precisiones, sobre todo, distinguiendo
matices. Porque -como hemos mencionado- para poder pensar el
escenario multicultural de otra manera es necesario rechazar las
conceptualizaciones polarizadas y excluyentes, como si todos los nive
les de análisis y los usos conceptuales pudieran reivindicarse (o
rechazarse) monolíticamente, sin matices, sin traducciones, sin con-
textualidades. Nos parece imprescindible -en el debate abierto y
hasta ahora inconcluso- introducir algunas distinciones cuyas aris
tas múltiples son de singular interés. Primero, veamos algunas crí
ticas al modelo del universalista-igualitarista ilustrado como tal, en
una versión sintética en la que referencias poscoloniales y multicul
turales pueden tomarse conjuntamente. Nuestra base fundamental
será el análisis crítico de G. Ch. Spivak.
Se trata de una relectura desestabilizadora de los textos filosófi
cos de la Ilustración, que merece ser tenida en cuenta. Suele tomar
Capítulo 6 | 279
como punto de partida el método inaugurado por Paul de Man y
adoptado por los pensadores poscoloniales y multiculturales.
Siguiendo la dinámica de revelar qué dicen las formas retóricas en
las que se dice un texto, se desarticulan los registros de lo real y de
lo simbólico.l Se exhibe de ese modo “qué se está diciendo en verdad
de los otros” en textos considerados paradigmáticos de la moderni
dad como los de Kant, Hegel, Marx o Freud.2 En un resumen muy
apretado, nos interesa subrayar que Spivak, por ejemplo, ve en el
imperativo categórico kantiano lo que denomina la axiomática
naciente del imperialismo. Contrariamente a lo que se podría supo
ner, no deconstruye la Metafísica de las costumbres sino La crítica
del juicio, dando cuenta de los tropos que marcan la diferencia entre
aquello que se dice y aquello que el análisis tropológico muestra
como una mentira, dando una versión correcta de la verdad. Sobre
esta idea de doble estructura se ponen al descubierto, según Spivak,
los subtextos imperialistas, del modelo kantiano en particular, y de
la Ilustración en general.3 Exámenes del mismo tipo, se realizan a
La filosofía de la historia, de Hegel.
Convengamos en que el conocimiento de Hegel de las otras cultu
ras y las conclusiones a las que llega son, por decir poco, precarios.
Spivak, tanto como lo han hecho otros autores poscoloniales, inten
ta mostrar la complicidad estructural del texto, a partir de la refe
rencia a una cultura no occidental, donde su punto de mira es la
mirada rampante del colonizador ante/sobre el colonizado. Otro
tanto concluye Spivak tras su análisis de unas pocas oraciones de
Marx, para sostener que “fue el intelectual orgánico del capitalismo
europeo. Rótulos tales como modo asiático de producción” son cons-
tructos occidentales (imperialistas) naturalizados que no se corres
ponden con ningún modo de producción que se lleve (o haya llevado)
a cabo en Asia.
Capítulo 6 | 281
de herramientas se tratara”. En esos casos, como muy bien lo ha
señalado Schutte, la pertenencia consciente “a dos mundos” institu
ye al sujeto en conocedor/a de ambas culturas, en portador/a de una
doble culturalidad.4 En ese sentido, es posible resolver la tensión sin
apelar a situaciones originarias previas y suponer sujetos-agente
bi(multi)culturales capaces de mediar y de sobrepasar críticamente
las diversas culturas, a partir de lo que denominamos un descentra-
miento crítico. Solo a partir de una estrategia de este tipo parece
posible constituirse en un sujeto nuevo/a. Esto implica, al menos,
examinar críticamente y ser modernamente sensibles respecto de
ciertos problemas, no solo éticos sino económicos y políticos.
Capítulo 6 | 283
hegemónicos como de los periféricos, se pueden examinar las parti
cularidades no examinadas (hasta ahora) que alberga invisibiliza-
damente el universalismo. No entendemos de otro modo las luchas
por el reconocimiento. Que estas luchas deban ser sensibles a posi
ciones de género es fundamental. No para que los grupos feministas
hegemónicos encuentren su justificación en el atraso de las mujeres
de la periferia, del Tercer Mundo, de las otras culturales interioriza
das (en la línea de las denuncias de Mohanty), sino, contrariamen
te, porque es preciso revisar seriamente los modelos vigentes y
modificar los rumbos actuales de las políticas mundiales, si es que
queremos algún futuro para el mundo que conocemos.
En ese caso, el feminismo tiene mucho que aportar. Para hacerlo
haciéndose oír, ha de apelar a la fractura, la ironía, la inversión, la
discontinuidad y la paradoja -como lo teorizó Irigaray- en tanto que
herramientas que permiten quebrar los lugares de identidad-locu-
ción petrificados. Para dar cabida a la emergencia de lo nuevo, han
de cruzarse críticamente las fronteras geográficas, lingüísticas, cul
turales, ético-políticas; se han de descentrar y resignificar los puntos
actuales de sutura entre lo otro generalizado y lo otro particular.
Como teóricas latinoamericanas, nos interpela nuestra cotidianei-
dad; es decir, si para los centros hegemónicos somos Tercer Mundo
(con lo que sea que esto quiera decir), en nuestro contexto, en tanto
que investigadoras, estamos posicionadas ante nuestras otras, dife
rentes, subalternas, excluidas; en virtud de su clase social y cultural,
de su etnia, de su opción sexual, del color de su piel, etc. “Estoy can
sada de tenerme que ver representada por voces hegemónicas”, sos
tuvo con firmeza una voz anónima que recogía -sin duda- muchas
otras voces anónimas más. Quienes como investigadoras somos vis
tas como representantes locales de los centros hegemónicos de poder,
no podemos sino escuchar y dejar espacios abiertos para dejar oír.
Capítulo 6 | 285
Nuevamente, se mezclan varios órdenes de cuestiones. Veamos,
Una es, more foucaultiano, la interpretación politizada del univer
sal. Los formalistas consecuentes rechazan fuertemente esa hipó
tesis sobre la base de que el universal es formal, condición de la
ética y de la política justas. Sin embargo, desde ciertos sectores se
les contraargumenta que, no en vano, surgió como concepto locali
zado y situado en la Prusia de Federico el Grande (Spivak). No
vamos a seguir adelante con este hipotético debate, pero ya tene
mos una muestra de lo que cada parte es capaz de sostener acalo
radamente, según combinaciones y variaciones diversas. En esas
confrontaciones, la estrategia más común es -repitámoslo una vez
más- la irracionalización de las respuestas del otro, y esto en
muchos casos opera como inhibidor (o bloqueador) de la discusión.
Es decir, una discusión se inhibe o se bloquea cuando entra en cir-
cularidad, no se siguen las reglas del debate o simplemente se
denuncia irracionalidad de una de las partes. Si todo diálogo pre
supone como su condición de posibilidad la racionalidad de los
interlocutores -lo que Benhabib denominó las actitudes políticas
que aceptan que los otros son también seres con sensibilidad
moral-, irracionalizar al otro y/o a sus respuestas es incapacitarlo
para el debate, sacarlo de esa arena sin tomarse el trabajo de
intentar seriamente saber qué quiere decir, qué está diciendo,
quién es a través de sus relatos autoidentificatorios. Siempre par
tiendo del proyecto de buena fe, al que nos referíamos en el capítu
lo 5, una condición necesaria del diálogo es justamente la atribución
de sentido a los interlocutores. En pocas palabras, ponerse en el
punto de mira del otro y tratar de entender desde ahí sus descrip
ciones.12 Por supuesto, esto no significa compartir una posición y
menos aún, ratificarla. Por el contrario, solo remite al respeto de
la dignidad de persona que el otro merece, paso previo a todo diá
logo. Por cierto, intentar saber qué quiere decir el otro, suele acer
carse al trabajo de la mayéutica socrática, la que, salvo en el
Platón de los diálogos, casi nunca funciona satisfactoriamente
Capítulo 6 | 287
contenido no explicita su alcance.13 Incluso, el reconocimiento de las
diferencias “no debe ocultar la necesidad de la lucha por la igualdad
jurídica; [aunque debamos] afirmar que esta lucha no es suficiente
para producir la eliminación de la subordinación”.14 En otras pala
bras, los ideales ilustrados de la igualdad no pueden simplemente
contrastarse a un principio inconmensurable de “diferencia”. Es
necesario saber en qué (no a qué) somos iguales, en qué (no de qué)
somos diferentes, porque cualquier defensa de la diferencia y de la
especificidad descansa necesariamente sobre una máxima universal
que trasciende los particulares. Se socava también toda legitimación
de acciones políticas tendientes a generar redes solidarias transna
cionales, interétnicas, interclasistas e intergenéricas cubriéndose
bajo el rótulo de la “identidad cultural” buena parte de las transgre
siones a los derechos humanos de varones y mujeres, pero sobre todo
de estas últimas. Por eso, lejos de conceptualizar las diferencias
como “la marca que los otros tienen” y autoinstituirse en la norma
que ignora las diferencias recíprocas, es preciso revisar qué se pro
yecta en el otro como un afuera desconocido y extraño.
Desafíos programáticos
Benhabib sugiere que la diferencia fundamental entre los teóricos de
la democracia participativa y del multiculturalismo es que los prime
ros se preocupan de la expresión pública de las identidades cultura
les en los espacios cívicos en términos formales (legales), y los
segundos se ocupan de clasificar y nombrar los grupos identitarios
para desarrollar luego una suerte de teoría normativa basada en esa
taxonomía.15 Quizá ambas caracterizaciones reflejen las actitudes
políticas de ambos grupos de modo poco satisfactorio, sus marcos
referenciales son más amplios y sutiles. Sea como fuere, queda claro
Capítulo 6 | 289
portador de las mismas. La secularización de la educación pública
tiende a mitigar los conflictos de creencias; la resolución de conflic
tos de intereses en términos conversacionales y paritarios ofrece
diversos modelos alternativos a la violencia.17 En fin, mostrar a un
“otro” no devaluado, no relegado, no ignorado; construirlo (y cons
truirse) por fuera de la relación dominador-dominado.
Pensar individuos situados multiculturalmente, con voz propia,
implica tanto alejarse de identidades esenciales, como programar en
torno a los valores más altos un plan educativo con incidencia clara,
constante y sensata del Estado. Es necesario abrir un espacio de
comprensión para uno de los desafíos de nuestro tiempo: la ubica
ción paritaria de todos los sujetos-agentes, en especial de las muje
res, las más relegadas en esa trama. Por eso, concebimos estas
posiciones de sujeto-multicultural en equilibrio inestable y homeos-
tático, en un locus que da cuenta del entrecruzamiento de un conjun
to de variables que remiten -entre otros aspectos- a umbrales
etnicolingüísticos, niveles de mestización, de estabilidad política y
de desarrollo económico-social propios. Estas fuerzas se precipitan
en sitios de sujeto-agente como resultado sincrético de articulaciones
múltiples.18 La vulnerabilidad de las tentativas de unificación de la
pluralidad cultural bajo conceptos formales rígidos (sujeto, ciudada
no, igualdad o universalidad) diseñados, por lo general, al margen
de las culturas no occidentales e impuestos por métodos diversos
(donde la crueldad no estuvo al margen), se ponen de manifiesto en
las crisis actuales de representatividad de las democracias. De modo
que, sin abandonar el horizonte universalista, es necesario resigni-
ficarlo urgentemente.
Los ejes fundamentales de tensión, como condiciones del sitio de
inscripción de los sujetos, son: centro / periferia, globalización / loca
lización e individuo / grupo. El primer eje jerarquiza a países ricos y
pobres. Directa o indirectamente, la determinación unidireccional
de los países ricos sobre los más pobres es tan fuerte que genera con
Capítulo 6 | 291
de privación que padecen los nuevos pobres en los países latinoame
ricanos más ricos es comparable con el que históricamente han
padecido amplios sectores en los países más pobres. Por ello, para
muchos, la utopía americana se ha vuelto una suerte de pesadilla
donde no nos une el amor sino el espanto, ante un futuro incierto
teñido por la globalización y el ánimo bélico de los países hegemóni-
cos. La única certeza es que las necesidades básicas de más de la
mitad de la población quedan insatisfechas y que las mujeres llevan
la peor parte. Sin embargo, como la dinámica actual de los movi
mientos globales se centra en cuestiones de reconocimiento más que
de justicia social, se han alejado del centro de los debates problemas
conexos a la conformación de las democracias sociales y a la redistri
bución de la riqueza y la autodeterminación. Si bien es cierto que la
importancia de la renta per cápita es instrumental, el proceso de
expansión de las libertades reales depende en buena parte de ella y
es condición necesaria aunque no suficiente para eliminar la pobre
za individual y colectiva, origen de privaciones sociales sistemáticas.
Exigencias de pago de deudas externas -cuya mayor parte, como
reconoció hasta el Vaticano, fue contraída por gobiernos de fado o
con fuerte concentración de poder político, al margen de la partici
pación y de la decisión de sus ciudadanos (deuda inicua)- que com
prometen muchas futuras generaciones con consecuencias
socioeconómicas a corto y a largo plazo.22
b) Eje globalización/localización: el complejo proceso actual de glo
balización se tensa polarizando a los grupos humanos dentro de los
mismos estados-nación y transnacionalmente. Deudores de este pro
ceso, se generan -a l mismo tiempo y de modo inestable- dos polos:
Capítulo 6 | 293
res, que preexisten y exceden a los sujetos mismos. Esto genera un
sistema paralelo de lugares diferenciados que restringe o habilita el
acceso al espacio público, promoviendo identificaciones primarias
fuertes y poco flexibles, y en tensión con el modelo anterior. Un pri
mer paso para zanjar algunas de las dificultades mencionadas es for
talecer la agencia de las propias mujeres. Es decir, potenciar sus
deseos, sus experiencias, sus análisis críticos con el fin de que se
apropien de sus procesos identificatorios secundarios. Esto supone
facilitar también los desplazamientos críticos de un orden a otro y
examinar las normas de inteligibilidad cultural que constituyen los
marcos comprensivo-descriptivos de sus grupos de pertenencia y, en
consecuencia, de sus límites.
Potenciar la agencia de las mujeres para que revisen los códigos y
significados de su propia cultura, favorece la modificación de sus pro
pias vidas en virtud de sus deseos y sus necesidades en procesos
colectivos de resignificación y de desplazamiento. La apropiación
subjetiva y colectiva de los cambios, y la construcción y resignifica
ción de los lazos sociales, son consecuencias políticas positivas que
promocionan procesos sincréticos de integración de identificaciones
primarias. De ese modo, los nuevos modos se sintetizan gracias a ite
raciones y acomodamientos constantes, que dan lugar a articulacio
nes y procedimientos donde los ejes que acabamos de revisar pueden
potenciarse positivamente en función de un sujeto mujer multicultu
ral. En este sentido, es necesario examinar el sexismo como un ele
mento más de la memoria colectiva y de las tradiciones, que suelen
recurrir a discursos basados en la inconmensurabilidad, sobre todo
para describir las relaciones entre las mujeres (y/o los varones) de
cada etnia o grupos culturales entre sí. Esta posición -compartida
por ciertos comunitaristas, poscolonialistas, posmodernos y ecologis
tas- no deja de tener aristas indeseables: la inconmensurabilidad
cuanto menos entorpece el acuerdo, la crítica, la persuasión y el
enriquecimiento mutuo de los conceptos. Si no hay términos ni cri
terios comunes se tiende a paralizar toda acción legitimadora de los
intereses políticos de las mujeres, independientemente del color, la
cultura, o la etnia, que se resuelven en términos de tradición, lo que
rara vez las beneficia. Las situaciones de inconmensurabilidad
Identidades negociadas
Descartadas las identidades en un sentido ontológico fuerte y vincu
ladas de alguna manera a esencias, se las entiende ahora como cons
trucciones políticas estratégicas. Sobre todo, en tanto implican
identificaciones de segundo orden vinculadas a la ciudadanía. Se
habla en estos casos de identidades negociadas, y algunos estudio
sos las engloban dentro de los denominados problemas de la negocia
ción. En estos espacios de negociación intervienen tanto intereses
definidos, delimitados con coincidencia de objetivos generales, como
un nivel no explícito que obedece a aspectos fundantes de la misma
estructura psíquica de las personas. En parte, también están impli
cados componentes vinculados a la lengua materna (en los casos,
como vimos, de plurilingüismo) que conforma los estilos de pensa
miento y de acceso a los problemas.
Para abrir el espacio de negociación es preciso reconocer que las
comunidades autóctonas han sufrido (y sufren aún) el impacto de la
conquista y la colonización. Investigaciones como las de Briones,
Rivera Cusicanqui, Silverblatt, De la Cadena, intersecan género-
etnia con importantes contribuciones, donde comparan la situación
actual de las mujeres en sus comunidades autóctonas, realizando un
Capítulo 6 | 295
exhaustivo rastreo histórico que toma como fuente las crónicas de la
Conquista. Esto les permite analizar el papel de las mujeres en la
conservación y transmisión de pautas culturales y rituales, y cómo
las políticas públicas de “asimilación-inclusión” o de “ghettiza-
ción-marginación” apelaron a ellas como mediadoras en los diversos
procesos, conjuntamente con otros factores de poder como la Iglesia,
las organizaciones intermedias, etc. Trabajos como estos develan los
itinerarios de la conformación de las identidades actuales que pue
den idealizar, emular o minusvalorar la carga étnico-cultural de la
que son portadores/as.
Para negociar identidades es necesario trabajar en el sentido de
los conflictos cooperativos, lo que no siempre es posible.25 Dos estra
tegias parecen aportar de modo interesante a los fines de la confor
mación de la retícula y de las bases para una negociación de etnia y
de género. Por un lado, la noción de “objetividad posicional” que
defiende A. Sen.26 Por otro, la noción de “equilibrio reflexivo” en la
versión de A. Gianella.27 En el primer caso, hay una apelación táci
ta a la idea de igualdad y a un cierto modo de universal, donde la
noción de “equivalencia” insta a prestar atención tanto a la particu
laridad irreducible como al plano normativo. En el segundo caso, el
equilibrio reflexivo permite conectar los aspectos normativos con las
experiencias y situaciones concretas. Para Gianella, el equilibrio
reflexivo es un modo de reconocer el desequilibrio existente.
Justamente, los grupos no reconocidos que desean contribuir al cam
bio social en su beneficio deben defender dos frentes a la vez: por un
lado, generar nuevas normas en el plano político y, por otro, produ
cir cambios sustantivos en las prácticas. El reconocimiento de la
25 Sen, A., “Positional objectivity”, Philosophy & Public Affairs, vol. 22, N° 2,
1993.
26 Ibid.
27 Gianella, A., “The reflective equilibrium and women’s affairs”, en Baum, A.
et al. (eds.), Wissen Macht Geschlecht/Knowledge Power Gender - Philosophie
und die Zukunft der “condition féminine”/Philosophy and the future of the “con-
dition féminine”, Zürich, Chronos, 2001; también, Gianella, A., “Niveles episte
mológicos en los análisis de género”, en AA W , Tercer Coloquio Internacional
Bariloche de Filosofía, San Carlos de Bariloche, Fundación Bariloche, 1996.
28 Ibid.
29 Ibid.
Capítulo 6 | 297
Conclusiones
I 299
mirada con sensibilidad genérica. En otras palabras, el lugar desde
el cual venimos a mirar el panorama y trazamos nuestra cartogra
fía de identidades culturales y marcos legales, de lo social y lo polí
tico, de los entrecruzamientos y de las exclusiones, de los derechos
políticos y de la convivencia. Esto significa que hemos adoptado y
adaptado el método de la localización, a efectos de mejor entender
y entendernos. Somos conscientes de que hemos recorrido muchos
problemas y brindado pocas soluciones, siempre teóricas, siempre
posicionadas en el lugar del que releimos, examinamos y resignifica-
mos una amplia gama de posibilidades: nuestra inserción ha sido,
entonces como mujer latinoamericana, con sensibilidad feminista.
Esto implica el valor agregado de que nuestro interés multicultu
ral se centra menos en los problemas del Primer Mundo (migracio
nes, enfrentamientos religiosos, vestimentas, etc.) y más en
nuestros propios problemas (pueblos originarios, identidades afrola-
tinoamericanas, violencia). Por eso, entrecruzamos nuestros análisis
con bibliografía poscolonial. Si bien nuestros países latinoamerica
nos han obtenido su independencia formal hace unos doscientos
años (con la excepción de Cuba y Panamá), las lecturas poscolonia
les nos permiten esclarecer algunas secuelas del colonialismo que
todavía padecemos. Nuestra posición dista, con todo, de defender el
pensamiento poscolonial a ultranza o, incluso, el multicultural
mosaico o fuerte. Aceptamos y defendemos lo que hemos dado en lla
mar el test del multiculturalismo en una doble vertiente. La prime
ra, exige que el multiculturalismo contribuya efectivamente a la
expansión de la democracia. Para ello, es preciso distinguir entre lo
político, lo religioso, lo ético y las costumbres (o gestos culturales)
más o menos anodinas o más o menos folclóricas. Su contracara es
que en esa democracia la situación de las mujeres debe ser parita
ria. Porque sigue siendo válida la observación de Charles Fourier, de
que el grado de avance de una sociedad se mide por quienes se
encuentran más relegados y, lamentablemente, las mujeres siguen
siendo las más relegadas económica, social, culturalmente. Es lo que
Celia Amorós denominó el test de la Ilustración.
En la “Introducción”, nos preguntábamos por los aportes del mul
ticulturalismo en general. Consideramos que se impone una mirada
Conclusiones | 301
tanto de un multiculturalismo fuerte, como un modelo democrático
de uno totalitario. Como por lo general, “multiculturalismo” carece
de una definición unívoca acuñada y legitimada en el uso, saber
realmente de qué hablamos en cada caso constituye un punto de
anclaje fundamental para cualquier debate posterior sobre las virtu
des y los defectos de una posición multicultural. La opción multicul
tural por la que apostamos es positiva y toma en cuenta las
identidades que merecen reconocimiento y las diferencias dignas de
afirmación, según los test que mencionamos antes. Con esto quere
mos subrayar que no se trata de una posición políticamente inge
nua. Si apostamos por una comunicación multicultural -como la
denomina Schutte- apostamos también por criterios de racionalidad
que, en principio, impliquen desprenderse de presiones económicas,
prebendarías, honoríficas, etc. Por eso, en nuestro balance sobre los
aportes del multiculturalismo nos apartamos tanto de dicotomías
excluyentes en términos de “modernidad o barbarie”, como de quie
nes enarbolan lemas del tipo de “identidad o muerte”. Nuestro apar
tado sobre las “Identidades negociadas” apela fundamentalmente a
la racionalidad de las partes, el sentido común y el común objetivo
de poder vivir en un planeta que se agota, bajo nuestra responsabi
lidad más absoluta.
En fin, la idea vertebradora de este libro ha sido, sin perder de
vista los aportes del feminismo, despejar un conjunto más o menos
relevante de supuestos que dificultan nuestra comprensión del
fenómeno multicultural. El diálogo supone una vía de salida posi
ble al conflicto y, en todo caso, intentamos las aclaraciones más per
tinentes a fin de facilitarlo. Porque comprender mejor ciertas
cuestiones puestas a debate y facilitar un potencial diálogo pluri o
intercultural forman parte de los objetivos de este libro. ¿Nos
encontramos en el mismo lugar del que partimos? Creemos que el
espesor conceptual que hemos ganado favorece un mejor trazado
del mapa multicultural y, consecuentemente, una elección más
razonada del camino a seguir, dado el mundo global al que nos
enfrentamos. Si, como subraya M. J. Guerra, el tour de forcé actual
supone hablar de la triple dimensión de la justicia, enmarcando la
redistribución y el reconocimiento en el más que complejo asunto de
Conclusiones | 303
capacidades críticas, el reconocimiento de los límites de la cultura
hegemónica y el corrimiento de los ejes discriminatorios. Si cada
sujeto está posicionado en inscripciones múltiples, el intercambio
cultural implica un enriquecimiento mutuo de las culturas de origen
y la emergencia sincrética de lo nuevo. Defendemos la multiplicidad
-cultural, étnica, etc - para la construcción de identidades dentro y
fuera de las fronteras del mismo Estado. Que las mujeres de los dife
rentes grupos identitarios formen e integren espacios contrahege-
mónicos activos y solidarios presupone agencia responsable en la
lucha por los derechos y los valores que sustentan en el doble proce
so de expansión de las libertades individuales, y el refuerzo de los
contextos democráticos.
Si la modernidad se caracterizó por el impulso de los estados
nacionales, el dominio territorial, la linealidad temporal, la razón
teleológicamente orientada hacia fines ético-políticos, actualmente
la globalización, en su sincronicidad temporal, muestra los límites
de ese modelo. En efecto, es el todo envolvente, el cumplimiento
dinámico pero caótico del nuevo paradigma que muchos denominan
transmodernidad.2 El nuevo reto exige tomar en consideración, al
menos, la idea de organismos supranacionales fundados -aunque
sean perfectibles- en principios democráticos y de respeto a normas
acordadas en torno a los derechos humanos. Ante ese escenario, el
multiculturalismo es una necesidad que o bien se plantea dialógica-
mente desde centros plurales democráticos o bien, por el contrario,
se precipita en una síntesis que no necesariamente conlleve lo más
benéfico de las sociedades actuales; si no se trata -tal como advierte
Rodríguez Magda- de una síntesis compuesta de lo más rechazable
de los momentos anteriores, que implique el retorno nebuloso de la
confusión. Por eso, ante la imposición sectorial de los aspectos
menos fluidos y progresistas de la/s cultura/s que dominan el escena
rio mundial, lo deseable es que se trabaje en pos de la mejor solución
conjunta. En esa línea, a problemas transnacionales, organizaciones
transnacionales basadas en los derechos; ante comunidades multi
3 Femenías, M. L., Judith Butler: Una introducción..., op. cit., pp. 154 y ss., y
Butler, J., “La universalidad de la cultura”, en Cohén, J., Los límites del patrio
tismo, Barcelona, Paidós, 1999.
Conclusiones | 305
sigo mismo constitutivos de la trama de las relaciones con los otros,
juegan un papel fundamental. Pero ese ideal debe incluir la totali
dad de los individuos existentes; es decir, constituir una totalidad
que incluya a todas las comunidades a partir del reconocimiento
efectivo de que compartimos un destino común. El viejo sueño estoi
co de la ciudadanía universal debería refundarse sobre bases que
superaren el mero formalismo (que acaba por olvidar a los sujetos
efectivos) y el multiculturalismo fuerte (que se une territorial y
patrióticamente a identidades solidificadas, perimidas para el ritmo
actual de los tiempos). En la línea de Benhabib -ningún humano es
ilegal- es necesario reconocer a los individuos situados con / en las
coordenadas histórico-sociales que les dan cabida. Por tanto, no se
trata ni de negar la universalidad ni de relegarla a un orden ideal.
Tampoco se trata de centrarse en un individuo o en un grupo. Se
trata, por el contrario, de construir bases efectivas de vida en común
para que sea más equitativa para cualquier individuo humano.
I 307
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