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INTRODUCCIÓN

La educación siempre ha sido –y seguirá siendo- uno de los pilares


fundamentales del desarrollo de toda sociedad humana. Así ha
quedado demostrado a lo largo de todos los siglos, desde tiempos
inmemoriales, constituyéndose en vehículo de transmisión de la
cultura y, por tanto, un factor de sostenimiento y perpetuación de
la misma.

En esta investigación, he pretendido recoger aspectos principales


referentes a la educación del Paraguay en tiempos de la colonia,
ese periodo de tan interesante en el que se tejió nuestra nación y
cultura, fruto del encuentro de “dos mundos”.

Claro está, y nunca he pretendido desmentir esta afirmación, que la


historia ha sido escrita y presentada desde muy distintos enfoques
“a lo largo de la historia”, esto es, obedeciendo a los más diversos
intereses. Es así que encontramos tan diversos enfoques en toda
investigación y, aún más, si estudiamos la historia de los países
latinoamericanos, que tanta opresión e injusticia han sufrido a largo
de los últimos siglos.

Gracias a la abundante bibliografía que he tenido la oportunidad de


consultar, he intentado compilar distintas perspectivas,
conjugándolas con el criterio propio que voy forjando como
estudiante universitario. Reconozco que es mucho lo que no alcancé
a profundizar, pero que, sin embargo, a partir de esta primera
aproximación a esta fascinante historia de nuestra nación
paraguaya, tengo la oportunidad de seguir aprendiendo y
conociendo con cada vez mayor propiedad estas temáticas.

CARACTERISTICAS DE LA EDUCACIÓN COLONIAL EN EL PARAGUAY

I. La educación en tiempos de la Colonia

Según manifiesta el historiador Rafael E. Velázquez, en los primeros años de la conquista, es decir,
en la fase inicial del proceso colonizador de las tierras americanas-y, por tanto, hablamos también
del Paraguay- la población estaba conformada casi exclusivamente por los conquistadores o
expedicionarios, más unos pocos sacerdotes y algunas mujeres del lejano continente. Esto nos
indica que no habían venido niños ni jóvenes que pudieran reclamar el establecimiento de institutos
de enseñanza[1].

En cuanto a la formación de estas primeras personas llegadas, Efraím Cardozo afirmaba que “el
nivel cultural y moral de los llegados a nuestras tierras fue relativamente elevado”[2], esto
comparativamente a otros grupos de conquistadores llegados a América. Menciona, por ejemplo, la
procedencia de alcurnia del primer Adelantado, Don Pedro de Mendoza, las habilidades literarias de
Domingo Martínez de Irala; asimismo, de Juan de Salazar, Francisco Ruiz Galán, Gregorio de
Acosta, Pedro Hernández, entre otros personajes del contexto.

Además de estos hombres, protagonistas de la expansión europea, era natural que “los directores
intelectuales de la Conquista fueran clérigos, religiosos y sacerdotes”[3]. A través de las Reales
Cédulas, era obligada la consulta a los mismos para ejecutar los distintos actos de gobierno. Se dice
que junto con su misión evangelizadora cumplieron el rol de consejeros políticos. Algunos de ellos
fueron: Francisco G. Paniagua, Martín González, Luis Miranda de Villafaña, José Gabriel Lezcano,
Martín Barco de Centenera, y otros más.

Los obispos de estas primeras décadas de la colonización fueron importantes figuras intelectuales,
todos ellos hombres muy doctos, entre los que podemos mencionar, siguiendo el orden en que se
fueron sucediendo para ocupar el episcopado e Asunción: Fr. Pedro Fernández de la Torre
(primer obispo que ocupó la sede, llegado en el año 1556), Fr. Alonso de Guerra, Tomás Vázquez de
Liaño, Fr. Martín Ignacio de Loyola, Fr. Reginaldo de Lizarraga, Fr. Tomás de Torres, etc.

Como ya hemos referido, la población era todavía escasa inicialmente, contando tanto a españoles
como a los ya nacidos en esta tierra. Sin embargo, conforme fueron pasando las primeras décadas,
la población urbana de la joven Asunción fue aumentando, constituyéndose así en el punto de
concentración para los españoles y una cada vez mayor población mestiza y criolla, la que sí se
hallaba necesitada de escuelas, para que, en palabras Rafael E. Velázquez, “no caigan en la
barbarie de los indígenas, para afirmarse como gente civilizada”[4]. Refiere además el historiador
que las propias madres se alistaban para impartir enseñanzas en el seno del hogar.

Uno de los primeros sacerdotes llegados a esta tierra, el P. Juan Gabriel de Lezcano, se desempeñó
en la tarea de formar el primer coro de la Catedral asuncena, recibiendo en su propia casa a un
reducido número de alumnos, a quienes enseñaba música, canto y las primeras letras.

Según refiere Efraím Cardozo, las Casas de Doctrina fueron fundadas hacia los años 1552 y 1553,
por los PP. Lezcano y Andrada y los frailes Armenta y Lebrón, donde eran adoctrinados no
solamente los indígenas, sino también sus hijos y los primeros mestizos. Estos eran los primeros
grupos de niños reunidos con fines de enseñanza, aunque, como expresó este autor, probablemente
no se tratasen otros temas fuera de la doctrina cristiana. No obstante, en estas Casas se aprendían la
lecto-escritura y nociones aritméticas[5].

Evidentemente, no existían escuelas en los primeros años. Como respuesta a esta situación, hacia el
año 1556, Domingo Martínez de Irala -después de haber recibido su nombramiento oficial por parte
de la Corona- realiza la habilitación de una Escuela de Primeras letras, en la que, según testimonio
de Ruy Díaz de Guzmán, asistieron más de dos mil personas, cifra que me parece muy exagerada
para la época. Esta enseñanza contenía conocimientos elementales, aunque ya de valor excepcional
para este tiempo: lectura y escritura, operaciones matemáticas fundamentales y rudimentos de la
doctrina cristiana[6].
Otras obras educativas surgidas bajo el gobierno de Irala fueron los oficios mecánicos, en los que
dispuso a las personas capacitadas para que ejercieran sus “artes”, señalando diputados y
examinadores por gremios. Los artesanos llegados transmitieron sus conocimientos a los
“mancebos de la tierra” (como se llamaba aquí en Paraguay a los criollos), cuyas habilidades
sorprendieron deslumbrantemente a sus maestros.

En cuanto a la formación del primer Seminario eclesiástico, cabe destacar que este surge como
respuesta ante la necesidad de nuevos sacerdotes que se ocuparan de las necesidades espirituales de
la gente. La situación se tornó urgente ante la desaparición -por causas diversas- de los primeros
grupos de estos, que habían llegado desde Europa. El obispo Fr. Alonso de Guerra, con la
cooperación de Fr. Alonso de Buenaventura, organizó un primer Seminario eclesiástico, donde se
empeñaron por formar a una docena de estudiantes mancebos de la tierra, quienes fueron
consagrados sacerdotes en poco tiempo. Se trataba del primer centro de estudios superiores en
Paraguay. Uno de estos primeros fue Roque González de Santa Cruz, quien llegara a ser el primer
santo de la Iglesia paraguaya.

A partir del siglo XVII ya es posible hallar referencias documentales acerca de los primeros
maestros de escuela en centros rurales, cuya designación provenía del Cabildo de Asunción, con el
apoyo del Obispo diocesano. La población se había extendido ampliamente como consecuencia de
la formación de estancias por toda la región Oriental, como política de expansión colonial. A raíz de
esto, aparecen y se multiplican los maestros particulares, en cuyas escuelas acudían buena cantidad
de niños, incluso desde distancias muy lejanas.

En 1607, el gobernador Hernandarias mandó crear bajo su propia autoridad un colegio a cargo del P.
Francisco de Saldívar. A tal institución acudieron más de ciento cincuenta hijos de los
conquistadores, quienes estudiaron gramática, artes y teología, bajo la dirección de este
sacerdote[7]. Asimismo, Hernandarias fue el responsable de gestionar para el Paraguay la primera
Universidad, con el objetivo de alcanzar una educación de calidad para las personas, aunque, sin
dudas, pensando primeramente en los hijos de los conquistadores. A pesar de tan grandes
pretensiones, no se concretó este proyecto durante su gobierno, debido a un desentendimiento con la
Corona española, que se negó a cumplirle este pedido.

En cuanto a los alcances de la educación social, recién en la segunda mitad del siglo XVIII se da un
proceso de difusión de la enseñanza pública por todo el territorio nacional, aunque esta continuó
siendo muy elemental. Un detalle de importante mención en este proceso es indicar quienes fueron
sus beneficiarios exclusivos: hasta después de la Independencia, el acceso a esta educación era un
privilegio prácticamente exclusivo en su totalidad para los hombres (provenientes de las “clases
superiores”)[8].

En el contexto de la época, únicamente podemos hablar de un centro dedicado exclusivamente a las


mujeres: la Casa de Recogidas y Huérfanas, abierta en 1604 por gestiones del gobernador
Hernandarias y el obispo Martín Ignacio de Loyola. Una de las personas benefactoras de esta obra
fue doña Jerónima Contreras (esposa del gobernador) y otra fue Francisca Pérez de Bocanegra,
quien fue puesta al frente de la institución y se dedicó incansablemente durante muchos años a la
educación de las mujeres españoles: enseñanza de la doctrina cristiana y de habilidades domésticas,
aunque no logró enseñarles a leer ni a escribir. Esta obra subsistió hasta el año 1617 (en el que
falleció esta maestra)[9].

Dentro de este contexto de la educación cívica colonial, no podemos dejar de mencionar el aporte
de los jesuitas con la fundación del Colegio de Asunción. Como nos lo dice Efraím Cardozo, una de
las razones que impulsó al gobernador Hernandarias a solicitar la llegada y el establecimiento
definitivo de los jesuitas en el Paraguay, fue justamente la necesidad de contar con un centro de
enseñanza superior en la capital, ya que aún no se podía alcanzar la apertura de una
Universidad[10]. De esta manera, los sacerdotes jesuitas se hicieron cargo de la empresa
educacional, a partir de la apertura de dicha institución, hecho que tuvo lugar en el año 1610.

Las condiciones de funcionamiento del Colegio -establecidas entre el gobierno y la Compañía de


Jesús-, eran las siguientes: los estudiantes debían ser exclusivamente los hijos de los españoles, con
el plan de estudios de la gramática y las artes, el gobernador cedió tierras de labranza para el
sustento del futuro Colegio (estancias de Paraguarí y otros pueblos) y, el Cabildo adjudicó una
parte de la plaza pública para la construcción del edificio[11].

Acerca del Colegio Jesuítico de Asunción -como se dice normalmente en el lenguaje coloquial- no
fue todo color de rosas en la historia de esta institución. Esto podríamos decirlo, porque se dieron
numerosos enfrentamientos o choques ideológicos, de carácter político-religioso, entre la Compañía
de Jesús, los obispos que se sucedieron en la administración episcopal y los vecinos de la ciudad de
Asunción[12]. Entre los obispos que se opusieron al sistema educativo de los jesuitas (y ejecutaron
una expulsión temporal contra de la Orden), encontramos a: Tomás de Torres, Alonso de Guerra y
Bernardino de Cárdenas.

A partir del siglo XVIII, encontramos nuevos intentos de las autoridades coloniales para la apertura
de una Universidad en Asunción. Como en los casos anteriores, estos intentos resultaron ser un
fracaso, tanto por los problemas políticos así como también económicos.

Finalmente, para concluir esta síntesis de los hechos más resaltantes del ámbito educacional de la
colonización del Paraguay, debemos mencionar merecidamente a otra institución de importancia
transcendental: El Real Colegio Seminario San Carlos. Ciertamente, este ya es un acontecimiento
que corresponde ya a la última etapa de la colonia, podríamos decir, en la antesala del periodo
Independiente.

Según menciona Efraím Cardozo[13], tras la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles
(1767), todas sus posesiones fueron confiscadas y posteriormente reasignadas a otros estamentos
sociales: gobierno, obispado, clero demás órdenes religiosas. Tras reuniones sucesivas con el
gobernador Pedro Melo de Portugal, las autoridades de la Iglesia designaron a Martín A. Báez como
primer Rector del establecimiento, que fue inaugurado con el nombre de Real Colegio Conciliar de
San Carlos.

Para la disposición de las cátedras de las materias, que serían enseñadas a los alumnos, se llamó a
concurso para el efecto. Se crearon entonces las cátedras de Teología Escolástica, Teología
Dogmática y Gramática. La solemne inauguración de clases tuvo lugar en la recordada fecha del 12
de abril de 1783.

II. Presencia de las órdenes religiosas y su función


dentro del sistema colonial

Margarita Durán Estragó nos da una descripción detallada de las relaciones internas que se daban
entre la Corona española y la Iglesia Católica, tanto a nivel general como también en el tema
específico de la evangelización de las tierras americanas[14]. Según esta autora, tanto la conquista
como la colonización se articularon como una empresa al “servicio de Dios y Su Majestad”. A
través del Real Patronato, se otorgaba a la Corona la potestad de establecer y organizar la Iglesia en
las tierras coloniales, esto consistía, por ejemplo, en administrar la economía eclesiástica, vetar los
decretos papales, el nombramiento y disposición de los clérigos, etc.

La diócesis del Río de la Plata fue creada apenas una década después de la fundación de Asunción,
mediante la bula papal Super Speculo Militantis Eclesiae de Paulo III, de fecha 1 de julio de 1547, y
tuvo como sede nuestra ciudad capital, por haber sido ella el centro de la empresa colonial. A partir
de entonces, la Iglesia comenzó a funcionar institucional y jerárquicamente –vale decir, siempre
dependiendo del poder civil local- distribuyendo a su clero para los trabajos pastorales, entre los que
se encontraban sacerdotes seculares –directamente dependientes del obispo diocesano- y miembros
de varias órdenes religiosas, fundamentalmente los franciscanos, jerónimos, mercedarios,
dominicos y jesuitas.

Los franciscanos llegaron ya en el año 1538 –aunque no construyeron convento alguno hasta fines
del siglo XVI- y llegaron a ejercer una influencia muy grande en la vida política, cultural y religiosa
del Paraguay. Sus personajes más destacados fueron Fr. Luis Bolaños, Alonso de San Buenaventura,
Juan Bernardo, Gabriel de Guzmán (nieto del gobernador Irala), Pascual de Rivadeneyra y los
obispos Martín Ignacio de Loyola, Bernardino de Cárdenas y Pedro García de Panés. Se considera a
Fr. Luis Bolaños como el fundador de las reducciones guaraníticas, creador del sistema de escritura
guaraní y traductor del primer Catecismo en lengua indígena.

Por su parte, la otra orden que mayor influencia tuvo en tiempos de la Colonia ha sido la Compañía
de Jesús (los jesuitas). Llegaron en el año 1588, pero recién se establecieron formalmente en
Asunción entrado el siglo XVII. Su primera provincia fue erigida en 1607, siendo nombrado como
primer provincial del Paraguay el P. Diego de Torres, sj. Entre la importante labor misionera de esta
orden, en primer lugar, debemos mencionar que emularon la obra misionera de los franciscanos, que
ampliaron los estudios iniciados por Fr. Luis Bolaños, para así dar inicio a las fundaciones de los
pueblos de indios y, finalmente -y como obra muy importante en la época-, la fundación del Colegio
Jesuítico de Asunción, que constituyó el centro de estudios superiores de mayor jerarquía en el
Paraguay del siglo XVII.

De los mercedarios debemos decir que construyeron su convento y la Iglesia La Merced,


levantaron una estancia en Areguá, donde hicieron trabajar a cientos de esclavos y, finalmente, que
se destacaron en la labor pastoral de atención espiritual de los negros en Asunción, en el lugar
conocido como Kambá la Mercé. Los jerónimos, por su parte, solo tuvieron una presencia efímera,
en la que lograron construir el Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, también sito en la
capital colonial[15].

La última congregación religiosa en llegar al Paraguay colonial fue la Orden de los Predicadores,
más conocida como dominicos. En Asunción fundaron el convento de Santa Catalina Virgen y
Mártir, en el año 1627. Fueron los encargados de la atención del templo de la Encarnación, que se
convirtió en centro de sus actividades religiosas y culturales en el siglo XVII. Estos misioneros no
se ocuparon de la educación de los indígenas, sin embargo, tuvieron una labor apostólica muy
importante, que consistía en la atención espiritual de los negros de su propiedad y de los pobladores
españoles de las periferias, todo esto desde su estancia de Tavapy (hoy día la ciudad de Roque
González de Santa Cruz, en el departamento de Paraguarí)[16].

Antes de pasar al tema de las reducciones franciscanas y jesuíticas, me parece conveniente


mencionar la cita que hace el P. Bartomeu Melià de Antonio Ruiz de Montoya, cuando este describe
las reducciones del Paraguay, lo que para mí es algo aplicable tanto a la obra de ambas órdenes
religiosas: “Llamamos reducciones a los pueblos de Indios, que viviendo en su antigua usanza en
montes, sierras y valles, en escondidos arroyos… los redujo la diligencia de los Padres a
poblaciones grandes y a vida política y humana…”[17].

III. Las reducciones fundadas por la Orden de frailes


menores (franciscanos)

Según expone Margarita Durán E.[18], las primeras misiones indígenas del Paraguay se las
debemos al franciscano Fr. Luis Bolaños, personaje sumamente conocido incluso en la cultura
popular paraguaya. El sacerdote fue aprendiendo y perfeccionando su dominio de la lengua guaraní,
con el objetivo de llegar a conocer –mediante la comunicación directa con los indios- a profundidad
la cultura y las creencias religiosas de los guaraníes.

Después de haber recorrido el Guairá, Fr. Luis volvió a Asunción, y a unos 40 km fundó la
reducción de Altos, en el año 1580. En este sitio logró reunir a 1300 indígenas, a quienes redujo a
pueblo en una región elevada y boscosa (de allí el nombre que recibió). Daba así por superadas dos
grandes dificultades sufridas por los clérigos de este tiempo: la dispersión de los indígenas y el
problema de la comunicación, por el desconocimiento de la lengua. De esta manera, Fr. Luis
Bolaños fue el primero a quien los indios escucharon predicar en su propia lengua.

Hacia el año 1580, Bolaños abandonó Altos en compañía de su maestro Alonso de San
Buenaventura, dirigiéndose más hacia el norte, donde fundaron la reducción de Pitum
(Guarambaré). En la década de 1590 fundaron otros pueblos más: Atyrá, Tobatí, Perico Guazú,
Ybyrapariyará, Terecañy, Pacuyú, Curumiai y otros más.

Como consecuencias de las referidas fundaciones, tuvieron lugar dos situaciones. Primeramente, así
se logró “pacificar” a los indios del norte del país, reduciéndolos a un espacio donde pudieron
recibir educación religiosa y “cívica”, además, se los salvaba de la muerte por enfrentamientos
bélicos y otras violencias que sufrían en la zona (acecho de los bandeirantes). Pero, por otro lado,
esta situación traía consigo la obligación de que estos indios “reducidos” tenían que pasar a trabajar
para los españoles (sistema de Encomiendas).

Entre los años 1582 y 1585, Fr. Luis Bolaños y Alonso de San Buenaventura recorrieron las
ciudades de Villa Real y Villa Rica del Espíritu Santo, donde permanecieron por un tiempo
prolongado, ocupándose de adoctrinar a los indios y de atender a sus necesidades materiales y
espirituales. Posteriormente, descendieron hacia el suroeste de Asunción, donde se ocuparon de
reducir a los indios más “rebeldes”, en la región de Caraíba. Trasladando a estos caraíbas a unos 30
km al sur de Asunción, fundó con ellos el pueblo de Itá, en el año 1585. Desde allí, y encontrando
situaciones muy similares a su paso, llegó hasta otros pueblos indígenas para adoctrinarlos en la fe
y, seguidamente, fundó con ellos las reducciones de Acahay y Yaguarón, hacia los años 1586-
1587[19].

Entre las características fundamentales de estas primeras misiones encontramos la escasez de


misioneros y la influencia desmedida de los encomenderos[20]. Esto significa que los fundadores de
estos pueblos no podían residir en ellos durante tiempo prolongado, debido a las amplias
necesidades que existían en toda la provincia, es decir, estos se desempeñaban como “misioneros
itinerantes”. Por ello, la función de convivir con los indios in situ recayó en pobleros o capataces de
los encomenderos, quienes tenían a su cargo controlar los trabajos.
Consecuentemente, a fines del siglo XVI, el peso de las encomiendas y la ausencia de los frailes en
las reducciones tuvieron como resultado el decaimiento del funcionamiento de estos pueblos. Por
eso, evaluando esta negativa situación, los franciscanos solicitaron al gobernador la exención del
servicio de encomiendas por un plazo de diez años, junto con la separación de los pobleros o
capataces del lugar. El objeto de este “cambio radical” era fortalecer nuevamente a estos pueblos y
dar origen a un nuevo modelo diferente de reducción y adoctrinamiento.

Se logró nuevamente establecer una relativa estabilidad demográfica guaraní, a partir de dos nuevas
fundaciones, a cargo de Fr. Luis Bolaños, que tuvieron lugar entre los años 1606 y 1611
respectivamente. Nos referimos a las fundaciones de Caazapá y Yuty.

En 1615, Fr. Luis Bolaños decidió dejar las reducciones del Paraguay a cargo de sus discípulos,
dirigiéndose hacia el Paraná en busca de otros pueblos indígenas a quienes adoctrinar y fundar
alguna nueva reducción. Ayudado por Hernandarias, fundó Itatí a fines del 1615, y Santiago de
Baradero, al año siguiente. Después de este tiempo, los franciscanos no volvieron a fundar otros
pueblos sino hasta el año 1678, cuando tuvo lugar la fundación de Itapé (actualmente en el dpto. de
Guairá) por Fr. Buenaventura de Villasboa.

Las condiciones de vida en cada reducción eran -básicamente- las siguientes: El trabajo era
obligatorio para todos. Es decir, sus trabajos debían contribuir a la producción de su pueblo como
así también para los encomenderos, a ciertas épocas del año. Las mujeres también tenían su trabajo
específico, relacionado siempre con el cuidado de la casa, la cría de los hijos y el hilado de algodón.
El espacio en cada reducción estaba designado en dos sectores comunes: uno particular y otro
comunitario. Lógicamente, el espacio particular permitía la subsistencia de la propia familia, y su
extensión dependía justamente del tamaño de la misma; el otro, comprendía tierras destinadas a la
agricultura y la ganadería, cuya producción redundaba en beneficio de toda la comunidad.

Los principales rubros económicos de estas reducciones eran el tabaco, el algodón, la yerba mate y
la caña de azúcar. Además de esto, también los talleres de oficios constituían un sector de
producción importante: carpintería, herrería, platería, tejeduría, escultura, pintura, sastrería, las
olerías y otros.

En opinión de nuestra ya citada historiadora, Margarita Durán Estragó: “Más que ninguna otra
orden religiosa, los franciscanos contribuyeron poderosamente a la formación e la unidad social y
política que hoy caracteriza al pueblo paraguayo. La religiosidad popular es de origen
franciscano y, en momentos críticos de su historia, fueron precisamente los terciarios capuchinos
los que conservaron la fe del pueblo en la post-guerra, a pesar de la ausencia de sacerdotes en las
parroquias de campaña… Es de justicia, pues, que su obra se ponga de manifiesto y ocupe el lugar
que le corresponde dentro de la historiografía paraguaya”[21].

IV. Las reducciones fundadas por la Compañía de Jesús


(jesuitas)

Buena introducción a este tema pueden ofrecernos los escritos del P. Bartomeu Meliá, sj., cuando
describe desde su visión histórica y antropológica acerca de la fundamentación de estas empresas
misionales jesuíticas, que llamamos reducciones. En uno de los capítulos de su libro El guaraní
conquistado y reducido, de título “Las Reducciones jesuíticas del Paraguay: un espacio para una
utopía colonial”, expone una serie de razones –fundamentaciones- acerca del éxito que tuvieron
estas misiones, aludiendo al especial cuidado que tuvieron los jesuitas por captar el sentido de la
espacialidad guaraní, su lenguaje, costumbres y creencias religiosas, procurando no modificar
sustancialmente estos componentes culturales sino que, más bien, los fueron adaptando o
reacondicionando en los casos en los que se vieran necesarios[22].

En la misma obra, refiere que los misioneros se encargaron de redactar gramáticas y diccionarios,
llevando el dispositivo de la lengua guaraní -únicamente hablada-a la literatura. Además, no
solamente se produjeron textos de carácter religioso, sino también algunos de índole socio-político,
donde cabe destacar que los mismos guaraníes llegaron a emplear el lenguaje escrito, ya en tiempos
de las guerras guaraníticas, cuando ellos mismos escribían cartas para el Rey.

El P. Meliá nos aporta un dato más que es sumamente interesante para seguir abordando esta
temática: ante las denuncias hechas a la Corona española, acerca de los abusos del sistema de
encomiendas, en el año 1603 el gobernador Hernandarias se ve obligado a dar ordenanza para la
creación de reducciones, conforme a los dictámenes del primer Sínodo de Asunción. Sin embargo,
el gobernador todavía pensaba en la idea de reducción como un complemento para el sistema
encomendero, es decir, una simple y práctica manera de perfeccionarlo, inclusive, porque así se
podrían “evitar los abusos”[23].

Por el contrario, la postura que demuestra el provincial de los jesuitas, P. Diego de Torres,
“verdadero iniciador de las reducciones”, es sumamente anti-encomendero y radicalmente defensor
de la libertad absoluta de los indios. Para él, pues, estas dos realidades, distintas en sí, muy lejos de
complementarse, se destruían y anulaban mutuamente.

En la búsqueda de otros conceptos que puedan ilustrarnos con mayor detalle de estas realidades
-que requieren análisis tan complejos-, podemos encontrar datos muy importantes en las
investigaciones que ofrece Ernesto J. A. Maeder, quien estudió a profundidad el tema de las
reducciones jesuíticas: “Las misiones jesuíticas de guaraníes constituyeron, desde inicios del siglo
XVII, un distrito misional de características peculiares, que formó parte tanto de la Provincia del
Paraguay como la del Río de la Plata o Buenos Aires… Estas misiones, también conocidas como
los <treinta pueblos> o <reducciones>, no solo llamaron la atención de su tiempo sino que, a su
vez, suscitaron recelos y críticas, vistas como potenciales rivales de las jerarquías y los intereses
económicos de las respectivas provincias…”[24].

Maeder afirma, que a finales del s. XVI, el Paraguay podría ser contemplado como una provincia en
vías de consolidación, pese a un relativo aislamiento que comenzó a experimentar respecto a los
demás centros coloniales de la época (Perú y el puerto de Buenos Aires, recientemente fundado). En
este tiempo ya contaba con varias ciudades -si bien de todavía reducido número de pobladores-, con
autoridades políticas y eclesiásticas. Al margen de estos territorios, una gran cantidad de guaraníes
se hallaban diseminados en zonas próximas a las cuencas de los ríos Paraná, Uruguay y sus
afluentes principales[25].

En este contexto llegan los misioneros jesuitas a tierras rioplatenses, ya a fines del siglo XVI,
descendiendo de sus misiones del Perú y el Brasil. Llegan hasta la región, convocados por el obispo
de Tucumán, Fr. Francisco de Vitoria, llegando hasta esta ciudad en 1585 y, en Asunción, en el año
1587. Desde entonces, se estableció una gran región de misión, dependiente de la provincia del
Perú. Tanto en Paraguay como en el Río de la Plata, un limitado grupo de sacerdotes jesuitas se
entregaban con gran caridad apostólica a sus ministerios entre españoles e indios, y se iban
familiarizando con la lengua guaraní. Entre estos hombres ilustres podemos nombrar a Juan Saloni,
Manuel Ortega, Tomás Fiels, Alonso Barzana, Marciel de Lorenzana (fundador de San Ignacio
Guazú), entre otros.
La labor inicial de estos misioneros causó un impacto muy favorable en las autoridades coloniales,
quienes vieron en ellos a sacerdotes muy aptos para mejorar y ampliar las relaciones español-
guaraníes, en semejanza a la obra de los PP. franciscanos.

Gracias a esta coyuntura histórica y, pese al número reducido de hombres para emprender estas
misiones de gran magnitud, el P. General de la Compañía de Jesús, Claudio Aquaviva (1581-1615),
tomó en Roma una decisión trascendental con miras al futuro de estas misiones. Así pues, basado en
los informes recibidos de parte del P. Diego de Torres, decretó en el año 1604 la creación de la
Provincia Jesuítica del Paraguay, separándose de la de Perú e incluyendo bajo su jurisdicción a
Chile, Tucumán y el Río de la Plata. Seguidamente, nombró al cargo de Provincial al P. Diego de
Torres (primer provincial del Paraguay).

El provincial Diego de Torres, debido a dificultades que causaron su demora, recién asumió el cargo
a mediados de 1607. A partir de entonces inicia el periodo de organización de los trabajos
apostólicos, la creación de los colegios y la fundación de las misiones (reducciones). En 1608 fue
fundado el Colegio de Asunción, con su primer rector, P. Vicente Griffi. Desde aquí partirían todas
las misiones.

El inicio de las fundaciones tuvo lugar en el año 1609. En una primera etapa, los misioneros
dividieron estratégicamente su plan de acción en los siguientes lugares:
1. Sur del río Tebicuary, donde se encontraban los indios del Paraná. El primer pueblo fundado,
como ya referimos, fue San Ignacio Guazú (1609).
2. Zonas del antiguo Guairá, en dependencia de las ciudades de Villa Rica y Ciudad Real,
fundando San Ignacio Miní y Loreto (1610).
3. Frente a Asunción, en las riberas del río Paraguay, con los guaycurúes. A pesar de sus muchos
intentos, no consiguieron reducir a este grupo tan intransigente.

Tras los primeros años de intentos y ganancia de experiencias, pudieron consolidar estas
reducciones iniciales. Pocos años después, tomando como punto de partida estos mencionados
pueblos, inicia una etapa de gran impulso de estas empresas reduccionistas, “expandiéndose” entre
las posesiones de los guaraníes. En la región del Paraná, los jesuitas fundaron los siguientes
pueblos: Encarnación de Itapúa (1615), Concepción (1619), Corpus Christi (1622); en el alto
Paraná, las reducciones de Ntra. Sra. de Acaray (1619) y Ntra. Sra. del Yguazú (1626); en la cuenca
del río Uruguay, Santos Reyes de Yapeyú (1626), San Nicolás (1626) y San Francisco Javier (1629)
[26].

Otros focos de “expansión” de estas misiones fueron:


1. En el área de Guairá y en la cuenca de los afluentes del Paraná-panema, en la década de 1620;
2. En la cuenca del río Uruguay, alcanzando las serranías del Tape, en la zona de Río Grande, en
la década de 1630;
3. En el norte de nuestro país y en las dependencias de la villa de Santiago de Xerez

En estos procesos de expansión misional se fundaron alrededor de cuarenta misiones, aunque no


todas alcanzaron una misma consistencia[27]. Entre las más conocidas se encuentran las del sur,
que reciben la denominación ya tradicional de “Los 30 pueblos jesuíticos del río de la Plata”.

Como grandes líderes de estos años de consolidación de las misiones jesuíticas, podemos citar a
Marciel de Lorenzana, Simón Mascetta, José Cataldini, Roque González de Santa Cruz, Diego de
Boroa, Antonio Ruíz de Montoya, José Van Suerck, José Berger y Juan Vaisseau, entre otros. Cabe
destacar que muchos de estos religiosos murieron “mártires” en sus pueblos de misión, entre
quienes recordamos muy especialmente a Roque González de Santa Cruz, primer santo de la Iglesia
paraguaya, asesinado en el año 1628.

Todas estas asombrosas obras tuvieron un final catastrófico, muy conocido en la historia, pero tan
difícil de explicar sumariamente, debida la naturaleza de sus causas, tan profundas y complejas,
nutridas en un complicado entretejido de razones políticas, económicas e ideológicas
fundamentalmente, fenómenos que estaban estallando una completa revolución en todos los órdenes
de la sociedad europea de la modernidad. La expulsión de los jesuitas de las tierras de dominio
español se llevó a cabo durante el gobierno del monarca español Carlos III, en el año 1767. Para
entender mejor los antecedentes de esta crisis, aconsejo la lectura de la obra de Ernesto J. A.
Maeder, quien escribe acerca de este periodo histórico colonial, en un apartado que titula “La
expulsión de los jesuitas y la secularización de las misiones”[28], donde narra sintéticamente y con
de manera muy clara sus componentes.

Seguidamente, expongo de manera breve algunas características -que considero más importantes-
que hacen a la vida “interior” de las misiones, especialmente en el ámbito educacional, que es el
tema principal de esta investigación.

V. Organización socio-económica y política de las


reducciones jesuíticas

Para el estudio de estos aspectos organizacionales de las reducciones jesuíticas, tomamos como
referencia principal los datos que nos proporciona el historiador Ernesto J. A. Maeder, en su artículo
sobre las Misiones Jesuíticas[29].

Según refiere nuestro autor, de manera casi constante los pueblos de las misiones, tanto las más
antiguas como las más “recientes”, es decir, las que fueron trasladadas, adquirían una fisonomía
urbana semejante: la planta de los pueblos constaba de una plaza, en torno a la cual se ubicaba la
iglesia, la residencia de los curas, depósitos y talleres; y, finalmente, se completaba con largas filas
de casas con galería al frente, en donde habitaban los indios en viviendas unifamiliares. Con el paso
del tiempo, y como se los enseñara las continuas experiencias, los edificios fueron cambiando de
sus materiales iniciales perecederos (barro y paja), por otros más resistentes: el adobe, el ladrillo y
las tejas cocidas. También, se fueron ampliando la capacidad de las iglesias y mejorando la
disposición de otras dependencias y servicios.

En lo político, los pueblos contaban con sus autoridades e instituciones: un corregidor, su cabildo y
cargos elegibles sujetos a la aprobación de los gobernadores. Característica fue un cierto grado de
descentralización, que permitió que tanto curas como el Cabildo pudieran disponer la ejecución de
ciertas tareas y servicios que incluyeran a otros sectores de la comunidad, como por ejemplo:
celebración de las fiestas, atención a enfermos e impedidos, etc. Se destinó para el gobierno de cada
pueblo a dos superiores que, en dependencia del provincial, se encargaban directamente de la
atención y dirección de la sociedad, asesorados por un cuerpo de consultores.

Era imprescindible una organización económica muy atenta, ya que estos pueblos estaban
compuestos por algunos miles de habitantes, que precisaban de un abastecimiento seguro y regular
de alimentos. Podemos decir que la base de su economía se apoyaba en tres pilares fundamentales:
la agricultura, la ganadería y la artesanía, que contaban con las siguientes características:
· La agricultura: cada familia tenía asignada una porción de tierra para su cultivo y, al mismo
tiempo, existían lotes más extensos donde se cultivaban cereales, algodón, caña de azúcar y yerba
mate, más reservas de semillas;
· La ganadería: las estancias de cada pueblo se proveían de animales necesarios para el
consumo, tira y carga, así como la producción de mulas y otros bienes;
· La artesanía: producción de servicios destinados al mantenimiento y mejora edilicia de los
pueblos: fabricación de ladrillos y tejas, carpintería, herrería, cantería y otras actividades, como
pintura, talla de imágenes y copias de libros. Crearon sus imprentas domésticas, entre los años 1700
y 1722.

La historia demográfica de las misiones nos indica que tanto en la segunda mitad del siglo XVII
como en el primer tercio del siglo XVIII, la población guaraní creció de forma considerable y
constante. El ya mencionado autor recoge datos estadísticos en su estudio.
VI. La vida dentro de las reducciones jesuíticas

Para este apartado, tomo literalmente la descripción que nos ofrece el P. Josep Manuel Peramás
(1732-1793), un jesuita del siglo XVIII, quien escribió acerca de la vida en las reducciones tomando
como ingenioso método la comparación sinóptica con las obras La República y Las leyes, del
filósofo antiguo Platón. El libro del jesuita se titula Platón y los guaraníes, y en este fragmento
encontramos su comentario al estilo educativo reduccional[30]:

“Los niños eran educados, parte en sus casas –para que los
padres no se privaran del gozo y alegría que les proporcionaba la
presencia de los hijos– y parte en la comunidad. Vivían y pasaban la
noche con los suyos. Al amanecer, despertados al toque de
campana, iban al templo, y rezadas las oraciones junto con el
catecismo –dirigidos por dos recitadores–, asistían a la santa misa.
Al salir del templo, se les servía en el atrio del cura el desayuno por
cuenta de la comunidad, y así alimentados, si era día laboral, eran
conducidos por una persona mayor y el censor de las costumbres, a
realizar trabajos conforme a la edad; por ejemplo, a limpiar el
campo de la comunidad de yerbas malas, o abrir los caminos
cubiertos de piedras, de ramas caídas de árboles, o cortados por el
barro. Y para que ese trabajo les fuera más agradable llevaban al
son de alegres flautas una estatuilla de San Isidro Labrador, sujeta
por su base de dos varas que servían para llevarla. En llegando al
lugar del trabajo, colocaban la imagen del santo en un lugar abierto
donde fácilmente pudiera ser vista; y ellos se entregaban
diligentemente al trabajo señalado.

Por la tarde, al son de la campana de la torre, de nuevo


volvían al templo para la catequesis que les dirigía el cura o su
compañero. A la catequesis seguía el rezo mariano al que todos
respondían junto con los dos sacerdotes… después de esto, los
niños, tomada la merienda de la casa del cura, volvían a sus casas
cada uno procurando aliviar a sus madres en parte del trabajo.

Los niños y las niñas siempre andaban separados, aun en el


templo donde estaban señaladas cuatro partes… más aun, los
varones y los niños entraban al templo por una puerta, y por otra
las madres y las niñas. Esto contribuía a la honestidad de las
costumbres, la modestia y el silencio, que era grandísimo en las
cosas divinas...

No todos los niños eran instruidos en la lectura, escritura y


en nociones de cálculo, sino tan solo aquellos que pedía el bien de
la ciudad. De entre ellos eran elegidos el corregidor, los cabildantes,
los magistrados, escribanos y procuradores públicos, los sacristanes
y los médicos. Estos pocos niños eran principalmente de familias de
caciques, y de indios principales a quienes se tenía especial
consideración a los demás. Leían perfectamente en guaraní, en
español y en latín y muchos de ellos escribían con letra tan
elegante que no desmerecía de los más bellos caracteres
tipográficos.

Se dice de hecho que los padres habían prohibido


severamente que sus feligreses aprendieran a hablar español, de
modo que ningún extraño pudiese entender o penetrar los misterios
guaraníes…”.

Asimismo, transcribo literalmente la descripción que hace Josep M. Peramás acerca de la música de
los guaraníes, aspecto que guarda mucha relación con su educación y desarrollo cultural tan
asombroso[31]:

“La música entre los guaraníes era excelente. De entre la


multitud de niños y gran cantidad de adolescentes eran elegidos
muchos que, una vez aprendidas las notas musicales, cantaban y
ejecutaban con maestría la lira, los órganos de viento, las cítaras y
violines, las flautas, los clarines y las trompas. El primero que les
enseñó este arte fue Juan Vaseo, de que se dice fue músico del
emperador Carlos V…

Así pues, siendo los indios aficionadísimos a la música –


podríamos decir que están dotados del ingenio de las aves a las que
la naturaleza misma inspira el canto– tan bellamente la captaron,
que fueron la admiración de los europeos y lo siguen siendo.
Cayetano Cattaneo, que desde Italia navegó hacia estas tierras en
1729, escribió a su familia en Módena que había visto a un guaraní
de doce años sacar de la lira las más difíciles partituras de los
compositores de Bolonia, sin un solo tropiezo.
En guaraní cantaban cada día en la Santa Misa con el órgano
y demás instrumentos músicos. A la tarde, después del rezo del
rosario, había un canto más breve en alabanza de la Eucaristía y de
María, Madre de Dios, al cual respondía el pueblo…

Esto es lo que se puede decir en general de la música de los


guaraníes, que en el templo era devota y solemne, jamás profanada
con cadencias tonillos teatrales… en la casa y en el campo era
honesta y virtuosa en tal modo que en ningún lugar se escuchaba
nada que pudiera corromper las costumbres.”

En verdad, las descripciones que nos ofrece este jesuita acerca de la cultura guaraní son
delicadamente tan bellas y cargadas de profunda admiración. En mi humilde opinión, podemos
decir tanto de este hombre como de tantos otros compañeros suyos que han dado sus vidas por estas
misiones, que llegaron a enamorarse profundamente de la vida de los guaraníes, en quienes
verdaderamente pudieron descubrir una singularísima manifestación de Dios que nunca se habrían
ni imaginado en su juventud.

Finalmente, ya habiendo mencionado algunas características de las reducciones jesuíticas, quiero


concluir este breve estudio mencionando palabras de otro gran “amante” de la cultura guaraní, en P.
Bartomeu Melià, quien expresó su opinión acerca de un hipotético futuro de estas misiones, en su
artículo Las reducciones jesuíticas: un espacio para una utopía colonial[32]:

“Es muy probable que aun sin la expulsión de los jesuitas, las reducciones hubieran llegado a ser
destruidas, dado el incremento que tomaba en toda la región del Río de la Plata el sistema
colonial, que en el siglo XVII ya no admitía la autonomía de las comunidades indígenas. La
historia de los últimos dos siglos de vida americana muestra claramente que nunca más se han
producido lugares de libertad para el indígena, ni siquiera de libertad reducida.

Las ruinas de las reducciones, ese espacio producido también por la historia, no son más un lugar
de vida guaraní, son una “utopía” que el visitante intentará reorganizar idealmente, aunque con
dificultad, ya que sus elementos están dispersos, como piedras esparcidas por campos de
soledad…”.

CONCLUSIÓN

Finalmente, tengo la satisfacción de haber concluido esta investigación,


después de haberme “sumergido” en estas inmensas aguas de nuestra
historia colonial. La sensación que percibo al culminar esta labor es la de
haber experimentado un gusto agradable por tanta riqueza cultural
contenida en nuestro pasado.

Considero que el camino hacia el buen aprendizaje de toda sociedad se


encuentra en el saber estudiar la propia historia, es decir, valorando
aquello de favorable y constructivo que tiene y, por otro lado, sabiendo
reconocer con humildad los errores y valorarlos como caminos u
oportunidades de crecer y mejorar.

La historia colonial del Paraguay es un entretejido de ambiciones, glorias,


sacrificios, sufrimientos, fe y pasiones. Es admirable esa mezcla de
astucia, ambición y coraje que encarnaron en sí los conquistadores,
quienes resueltamente decidieron aventurarse al misterio del “nuevo
mundo”, al que supieron explotar y “desangrar”. Valoro esta “astucia”,
pues, como lección de la historia, puede enseñarnos que el ser humano
es ingenioso y que nada puede detener sus ansias de “conquistar”
aquello que se propone. Hoy en día, debe desear una conquistas más
positivas, como la de luchar por un mundo más justo e igualitario,
sustentable, donde se pueda seguir viviendo.

Pero, aún más dignos de destacar fueron la “contraparte”, el lado más


olvidado de esta historia “llena de glorias”. Me refiero a los indios
guaraníes (y, por extensión, también de los demás), quienes supieron dar
sangre, sudor y lágrimas por amor a sus hijos, por amor a la vida, por su
fe y confianza en la posible convivencia humana. Ellos han sido tantas
veces burlados, explotados y olvidados, y aún hoy lo siguen siendo. Una
parte gloriosa y dorada de la historia la han escrito con sus esfuerzos y
luchas, una de ellas, que aún ha quedado por lo menos pequeña porción
como legado cultural, como herencia para la humanidad entera, se trata
de las Reducciones franciscanas y jesuíticas, de singular belleza y
armonía. En lo poco que hoy nos queda de aquellas maravillosas obras,
podemos contemplar una historia de largas luchas (y justas) por la
subsistencia de la historia, la vida y la cultura.

[1] cfr. VELAZQUEZ, Rafael E. “Breve historia de la cultura en el Paraguay”. Cap. IV, pg. 43ss
[2] CARDOZO, Efraím. “Apuntes de historia cultural del Paraguay”. Cap. VI, pg.
75ss
[3] ibíd.
[4] VELAZQUEZ, Rafael E. “Breve historia de la cultura en el Paraguay”. Cap. IV,
pg. 43
[5] cfr. CARDOZO, Efraím. “Apuntes de historia cultural del Paraguay”. Cap. VI,
pg. 78ss
[6] cfr. DIAZ DE GUZMAN, Ruy. “La Argentina”. Libro III, Cap. I
[7] cfr. CARDOZO, Efraím. “Apuntes de historia cultural del Paraguay”. Cap. VI,
pg. 80s
[8] cfr. VELAZQUEZ, Rafael E. “Breve historia de la cultura en el Paraguay”. Cap.
IV, pg. 45
[9]cfr. DURÁN ESTRAGÓ, Margarita en “Historia del Paraguay”. TELESCA
(coord.) y varios autores. Cap. IV, pg. 83
[10] cfr. CARDOZO, Efraím. “Apuntes de historia cultural del Paraguay”. Cap. X,
pg. 122ss
[11] ibíd.
[12] ibíd.
[13] ídem. Cap. XIII, pg. 162ss
[14] cfr. DURÁN ESTRAGÓ, Margarita en “Historia del Paraguay”. TELESCA (coord.) y
varios autores. Cap. IV, pg. 77
[15] cfr. DURÁN ESTRAGÓ, Margarita en “Historia del Paraguay”. TELESCA (coord.) y
varios autores. Cap. IV, pg. 78
[16] ídem. Cap. IV, pg. 79
[17] MELIÀ, Bartomeu. “El guaraní conquistado y reducido. Ensayos de
etnohistoria”. Segunda parte del libro, pg. 193
[18] cfr. DURÁN ESTRAGÓ, Margarita en “Historia del Paraguay”. TELESCA (coord.) y
varios autores. Cap. IV, pg. 79
[19] cfr. DURÁN ESTRAGÓ, Margarita en “Historia del Paraguay”. TELESCA (coord.) y
varios autores. Cap. IV, pg. 80
[20] ibíd.
[21] DURÁN ESTRAGÓ, Margarita. “Presencia franciscana en el Paraguay (1538-1824)”. Conclusión del libro,
pg. 296
[22] cfr. MELIÀ, Bartomeu. “El guaraní conquistado y reducido. Ensayos de etnohistoria”. Segunda parte del libro,
pg. 193ss
[23] ídem. Segunda parte del libro, pg. 205ss
[24] MAEDER, ERNESTO J. A. en “Historia del Paraguay”. TELESCA, Ignacio (coord.) y varios
autores. Cap. VI, pg. 113ss
[25] ídem. Cap. VI, pg. 115ss
[26] cfr. MAEDER, ERNESTO J. A. en “Historia del Paraguay”. TELESCA, Ignacio (coord.) y varios autores.
Cap. VI, pg. 117ss
[27] ibíd.
[28] ídem. Cap. VI, pg. 128ss
[29] cfr. MAEDER, ERNESTO J. A. en “Historia del Paraguay”. TELESCA, Ignacio (coord.) y varios autores.
Cap. VI, pg. 122ss
[30] PERAMÁS, Josep Manuel. “Platón y los guaraníes”. Cap. X, pg. 75ss
[31] PERAMÁS, Josep Manuel. “Platón y los guaraníes”. Cap. XI, pp. 85-86
[32]MELIÀ, Bartomeu. “El guaraní conquistado y reducido. Ensayos de
etnohistoria”. Segunda parte del libro, pg. 209

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