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Consagración de la muerte

Por Abel Posse


Para LA NACION

Viernes 24 de marzo de 2006

Ahora, treinta años después de aquel 24 de marzo, la laboriosa desinformación mediática, el


victimismo y la intencionada ocultación de los crímenes terroristas presentan la realidad de tal
manera como si una secta sangrienta de militares de las tres armas, tal vez ebrios o drogados,
hubiera salido a matar jóvenes muy de su casa y de sus estudios.
Algo tan monstruoso como el revés de aquel “Diario de la guerra del cerdo”, de Adolfo Bioy
Casares, en que los jóvenes salían a la caza de los viejos.
La realidad fue otra. El “principio de la muerte” estaba instalado en la Argentina desde 1970,
desde aquel asesinato-venganza del general Aramburu ejecutado por un grupo de jóvenes
peronistas, católicos militantes, que cedieron a la tentación de la “lucha armada” para impulsar el
retorno de Perón y desalojar a los militares que usurpaban el poder. De paso se vengaban de los
fusilamientos de 1956.
Habían optado por la vía del terrorismo y la prolongaron cuando ya el peronismo había ganado
las elecciones, con Cámpora, y aun después, con Perón en el poder, y con su viuda.
Los jóvenes “trotscristianos” se habían cebado en sangre. Estaban copados por la imagen
romántica del guevarismo y la revolución cubana y creían en la dictadura para desviar el peronismo
a un socialismo.
Creían más en la eliminación del oponente que en convencerlo en el debate democrático.
Actuaron como novicios de un rito obstinado y letal. Quisieron demoler las bases sociales del
peronismo asesinando a sus dirigentes gremiales, incluido –escandalosamente– Rucci.
Lo cierto es que el 24 de marzo de 1976 la Argentina era un erial agobiado que esperaba el golpe
militar como una lluvia de verano que barrería con la resaca politiquera y con la runfla que rodeaba
a Isabel Perón. Con la ingenuidad de nuestro irracionalismo político se pensaba en una elección
próxima, democrática, recomponedora.
La Justicia logró censar 22.000 hechos subversivos entre 1969 y 1979: 5215 atentados con
explosivos, 1311 robos de armamentos, 1748 secuestros de personas, 1501 asesinatos de
empresarios, funcionarios, políticos, periodistas, militares, policías, niños, etcétera. Galimberti, el
más interesante, lúcido y perverso miembro de la fuerza subversiva, pudo decir con naturalidad:
“Hubo un día en que matamos a 19 vigilantes...”.
El pueblo argentino vivió los atentados no como una revolución en marcha, sino como una
molestia cotidiana.
Los jóvenes guerrilleros transformaban en ídolo a Guevara, sin reparar en su mandato básico
sobre la guerra de guerrillas: “Pretender realizar este tipo de guerra sin el apoyo de la población es
el preludio de un desastre inevitable.”
Poco antes del asesinato de Rucci, Perón recibió por última vez al jefe montonero Firmenich y al
marxista-leninista Quieto, ya aliados.
Les dijo que una revolución de armas cortas no era más que una revolución de pantalón corto.
Les dijo que, aunque lograran entrar a tiros en la Casa Rosada, el mundo ya había aprendido la
lección de Cuba y que les sería imposible sostenerse. No los convenció. El “ala armada” de los
jóvenes imberbes creía que iba a poder superar a Perón y a su relación carismática con las masas. El
error terminó con la famosa expulsión de las columnas montoneras, el 1° de mayo.
Muerto Perón, el desgobierno de Isabel Perón y López Rega se enfrentó con los trotskistas del
foquismo agrario (ERP), con los trotscristianos montoneros y con los marxistas (FAR),
mancomunados en una lucha que no hacía masa con el pueblo ni con el peronismo.
Ese gobierno peronista usurpado por López Rega y la Triple A provocó la muerte o desaparición
de 1400 personas. El país estaba tan desquiciado, que ni los dirigentes históricos del peronismo y
del sindicalismo lograron contener el desmadre. La runfla que rodeaba a Isabel Perón daba
vergüenza nacional e internacional. La expulsión de López Rega llegó tarde.
El 24 de marzo y el golpe fueron aplaudidos por todos los sectores determinantes de la vida
argentina como un hecho inevitable.
La Opinión, de Timerman, expresó sobre el jefe del Ejército: “Es cierto que es un hombre poco
propicio a la euforia; sin embargo, la sonrisa aparece con generosidad en su rostro”.
Basta con visitar los periódicos de esa semana para encontrar el tono de alegría generalizada o, al
menos, de fatalidad esperanzada.
La violencia terrorista había alcanzado el grado de lo insoportable. Dos días antes del golpe, La
Opinión titulaba: “Un muerto cada cinco horas; una bomba cada tres”.
Las Fuerzas Armadas llegaron con la determinación y la convicción de aquel decreto, que ordenó
aniquilar la subversión guerrillera.
Adoptaron la doctrina de la “tortura técnica”, rigurosamente limitada e informativa, para
desarticular la organización de las células de acción. (Se sabe que la pretensión “técnica” termina
invariablemente en abuso, sadismo y la degradación, tanto del torturado como del torturador. Basta
considerar lo que está pasando en Irak.)
Se estableció una represión legítima frente al alzamiento, pero ejecutada por usurpadores y por
medios ilegales e inconfesables. Esto forma parte del absurdo y de la enfermedad de los argentinos.
Se utilizó y se reglamentó un recurso usado por Francia en Argelia y ahora en auge en países que
creen integrar el Eje del Bien.
El inefable Galimberti (como el lúcido Walsh antes de morir) reconoció lo decisivo de ese
siniestro recurso: “Cualquiera es capaz de torturar en una situación extrema. Si los militares nos
hubieran combatido con el código bajo el brazo, como pretendió el coronel Corbetta, nunca
hubieran vencido”.
En sólo nueve meses, a partir de marzo, la guerrilla quedó desarticulada y perdió 2000
militantes. La conducción dejó a los “perejiles” más o menos abandonados a su suerte y a sus
ideales, y se trasladó al exterior: México, Francia, España o Cuba.
En 1979, pese a la evidencia de la imposibilidad absoluta, presionados por las bases con su
entusiasmo guerrillerista, cedieron al intento de una desdichada “contraofensiva”.
Prefirieron la muerte de otros cien “perejiles” antes que confesar la derrota y analizar su realidad
histórica.
Nuestro gobierno decretó que se conmemorara el 24 de marzo. Sería una medida útil si sirviera
para reflexionar y superar nuestro abuso de “moribundia”.
Los países con larga historia, que padecieron horrores mucho mayores, saben que el pasado es un
absoluto inmodificable. Nadie puede vivir entre tumbas y errores revividos. No se trata de olvidar,
sino de renunciar a la venganza y al retornismo.
Se trata de no dejar que los muertos determinen la realidad más que los vivos. Sólo en el presente
y hacia el futuro se puede reencontrar el pueblo de los vivos.
Ojalá que esta conmemoración sirva para sellar la puerta del infierno; para no volver la cabeza y
paralizarnos en el odio renovado.
El ángel les dice a Lot y a los suyos: “No vuelvas tu cabeza hacia atrás, porque en ello te va la
vida”.
Ojalá que los argentinos comprendamos la sabiduría bíblica en este tiempo de subjetividad
antihistórica.

El autor es escritor y diplomático.

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