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La elaboración de un texto de calidad debe estar presidida por dos grandes ideas.
Idea 1: Escribir un texto, ya sea breve o extenso, es una tarea similar a fabricar
una máquina o un mueble. En ambos casos se trata de producir un objeto que tiene que
funcionar aunque no esté presente quien lo hizo.
Nadie mínimamente sensato aceptaría esa respuesta: una mesa tiene que mantenerse
estable aunque el carpintero que la hizo no esté allí para sostenerla. Lo mismo vale para los
textos que escribimos: nuestros textos tienen que ser amigables y comprensibles aunque
nosotros no estemos allí para explicarnos ante nuestros lectores. No importa lo que hubiera
en nuestras cabezas en el momento de escribir, ni importa lo que queríamos decir. Todo eso
es irrelevante, porque nadie puede entrar en nuestra cabeza ni adivinar nuestras intenciones.
Lo único que puede ser entendido es lo que efectivamente quedó escrito. Por eso, una
condición para escribir con claridad es generar la capacidad de preguntarse qué podrá
entender una persona desconocida en el momento de leer lo que pusimos en el papel.
Idea 2: Conseguir ser leído es más difícil hoy que en el pasado, y exige un esfuerzo
específico. La razón es simple: nunca antes como ahora hubo tanta gente inteligente
publicando tantas cosas interesantes sobre tantos temas diferentes.
Publicar un texto fue algo difícil durante muchísimo tiempo. Eso resulta obvio
cuando pensamos en los siglos previos a la invención de la imprenta, pero siguió ocurriendo
después. Aun cuando se había dejado de copiar a mano, el proceso de impresión era caro y
demandaba mucho tiempo. En consecuencia, los textos que llegaban a ser editados eran
pocos. Como contrapartida, cuando algo salía de la imprenta normalmente encontraba
lectores. No sólo había poco para leer, sino que se suponía que lo publicado era valioso
porque había sobrevivido a un proceso de selección.
En comparación con aquel pasado, los actuales costos de publicación son muy bajos
(cuando se trata de editar libros) o directamente nulos (como ocurre con la publicación en
Internet). Este abatimiento de los costos y plazos, sumado al notable aumento de la
población altamente educada, hizo crecer en forma exponencial la cantidad de material que
se ofrece a la lectura.
Lo que hoy resulta difícil no es publicar, sino captar y mantener la atención de los
lectores. Por eso se tiende a escribir más corto y se usan métodos de exposición más
directos. Quien quiera escribir hoy como se escribía a inicios del siglo XX, va a tener
dificultades para construirse un público.
Algunas recomendaciones
2) Pensar antes de escribir. Como regla general, uno no debería empezar a escribir
hasta no tener una idea clara de lo que va a decir y una estrategia para exponerlo.
Quien empieza a escribir sin rumbo corre el riesgo de producir un texto
desorganizado y oscuro, que rápidamente alejará a los lectores. Un método eficaz
consiste en diseñar previamente el esquema general de lo que se va a decir. Ese
esquema debe definir el “esqueleto lógico” del texto, al que se ajustará la redacción
posterior. Sin una hoja de ruta, es difícil llegar a alguna parte. Y cuando no se tiene
un lugar adonde llegar, todos los caminos son igualmente malos.
3) Precisar desde el inicio la intención principal del autor. En las escuelas y liceos
uruguayos se nos enseña a estructurar los textos de un modo progresivo: se empieza
por plantear algunas observaciones generales sobre el tema, luego se analiza el
contexto de discusión, después se recuerdan los antecedentes y por último, cuando
faltan dos páginas para terminar, se dice lo que se tenía para decir.
Este estilo no sólo es pretencioso y anticuado, sino que abusa del tiempo del
lector. Éste debe explorar pacientemente párrafo tras párrafo para decidir sólo al
final si el esfuerzo valía la pena.
Por eso es preferible estructurar los textos siguiendo el camino inverso: en los
dos o tres primeros párrafos el autor debe anunciar cuál será su tema, e
inmediatamente debe adelantar la idea o el punto de vista que va a defender. De este
modo el lector podrá juzgar si vale la pena continuar leyendo, o si ese artículo cae
fuera de su interés (lo que no significa que sea malo). Una vez aportados esos
elementos, el tema se va desarrollando sin circunvalaciones, repeticiones ni
digresiones, de manera de ir directamente al asunto que se prometió abordar. Si hay
mucha materia para comunicar, es mejor escribir dos artículos en vez de uno. En el
caso contrario se producirá un texto recargado y tortuoso, que será poco respetuoso
del tiempo y de la paciencia del lector.
4) No compensar con excusas las eventuales carencias del texto. Muchos textos están
sembrados de frases como: “esta es una primera aproximación”, “el espacio
disponible no nos permite” o “esto sólo pretende ser un aporte a”. Lejos de ponernos
a cubierto de las eventuales críticas, esas afirmaciones nos hacen merecedores de
ellas.
5) Organizar el texto según una secuencia lógica. Los textos que atraen al lector son
aquellos que se deslizan con suavidad ante nuestros ojos: tienen un comienzo claro,
están organizados de tal modo que una idea conduce a la otra, la separación en
párrafos tiene lógica y existe un hilo conductor que nos permite seguir el desarrollo
con la misma facilidad con la que escuchamos a un buen conversador. Cuando un
texto no está bien organizado se producen asperezas, puntos de quiebre, repeticiones
y momentos de confusión. Y nuestra reacción natural ante cualquiera de esas
dificultades es abandonar la lectura.
Una manera de evaluar la buena o mala organización del texto que estamos
escribiendo es hacernos las siguientes preguntas:
- ¿Lo que digo aquí se sigue con fluidez de lo que dije antes?
- ¿Lo que dije antes contiene todo lo necesario para entender lo que digo
aquí?
- ¿Definí previamente los términos que estoy usando en este lugar? (si no
es así, hay que dar marcha atrás e introducir las definiciones necesarias).
- ¿Ya dije esto en otro lugar? (si es así, normalmente hay que cortar).
- ¿El modo en que estoy separando en párrafos tiene lógica? (la regla de
oro es: un párrafo, una idea).
Hay en esto dos reglas de oro. La primera es que el desarrollo debe ajustarse
estrictamente a lo anunciado en la introducción. La segunda es que la conclusión no
es el lugar para agregar nuevos datos ni argumentos. En la conclusión sólo debe
trabajarse con la materia que ha sido presentada antes.
Ya bien entrados en el siglo XXI, este estilo está condenado a muerte, y esto
al menos por tres razones. En primer lugar, porque dominar una prosa exuberante y
compleja exige un talento especial. García Márquez podía hacerlo sin perder el
control, pero casi todos nosotros terminaremos enredándonos en nuestras propias
palabras. En segundo lugar, porque el exceso de palabras suele contribuir a (y en
ciertos casos pretende ocultar) la confusión conceptual. Escribir sencillo es un acto
de honestidad intelectual porque deja en evidencia las eventuales fallas de nuestro
razonamiento. En tercer lugar, porque la prosa recargada y los estilos de redacción
muy personales exigen un gran esfuerzo de adaptación de parte del lector, quien debe
acostumbrarse al léxico y a los giros del autor antes de poder juzgar el contenido. En
un mundo en el que hay tanto para leer, este es un costo que no podemos afrontar
cada vez que empezamos a leer.
Usar la primera persona del singular puede ser un acto de pedantería, pero
también puede ser un gesto de honestidad. Felizmente el castellano ofrece un recurso
muy eficaz para distinguir entre ambas cosas: el uso o la omisión del pronombre. A
diferencia de lo que ocurre en inglés, en francés o en alemán, el uso de los
pronombres castellanos es facultativo. Podemos decir “yo pienso” pero también
podemos decir “pienso”. El uso del pronombre implica una insistencia en el hablante
que —al menos en ciertos contextos— puede connotar pedantería. La omisión del
pronombre permite mantener la actitud de honestidad intelectual al tiempo que se
minimiza este riesgo.
Estos argumentos no suponen que el uso de la primera persona sea
obligatorio. Es legítimo servirse de la forma impersonal, siempre que se tenga el
cuidado de señalar claramente el límite entre la mera descripción del problema (o de
lo que otros dijeron) y la defensa de nuestras propias ideas. Pero si usted se siente
inclinado a usar la primera persona, no se inhiba de hacerlo. Tenga claro que el acto
de vanidad no consiste en escribir en primera persona, sino en escribir con
pretensiones de que otros nos lean.
9) Prestar atención a los conectores lógicos. Tanto al hablar como al escribir, usamos
ciertas expresiones que permiten establecer conexiones lógicas entre partes de
nuestro discurso. Algunas de esas expresiones son: “por lo tanto”, “en
consecuencia”, “entonces”, “debido a”, “a condición de”, “en conclusión”, “se
deduce”. A veces usamos esas expresiones de manera vaga, como si se tratara de
simples eslabones que permiten encadenar lo que venimos diciendo. Pero el punto es
que, si bien es cierto que se trata de eslabones, las relaciones que establecen son muy
precisas. Si digo o escribo: “Por lo tanto…”, no estoy diciendo simplemente que dos
cosas van más o menos juntas, sino que una se deriva de la otra. Si digo o escribo:
“En conclusión…”, estoy cerrando un razonamiento.
Dado que funcionan de este modo, el uso de estas expresiones genera efectos
muy específicos en el lector. Si empiezo una oración diciendo: “Sin embargo…”, el
lector esperará que lo que diga a continuación esté en una relación de oposición con
lo que dije antes. Si eso no ocurre, se va a sentir desorientado y probablemente deje
de leer. Si empiezo una oración diciendo: “En este sentido…”, el lector esperará que
lo que venga a continuación esté en una relación de continuidad con lo anterior. Si
eso no ocurre, de nuevo lo estaré confundiendo.
Un texto bien escrito es, entre otras cosas, un texto en el que los conectores
lógicos son usados de manera rigurosa. Un buen ejercicio consiste en revisar lo que
hemos escrito ubicando conectores y subrayándolos. Luego hay que verificar que
cada uno ha sido usado en forma correcta, es decir, en coherencia con su sentido
literal.
10) Evitar términos que no admiten contraejemplos. Como regla general, hay que evitar
expresiones como “siempre”, “nunca”, “jamás”, “todos” o “ninguno”. Esas
expresiones parecen muy fuertes pero son muy débiles: basta un único ejemplo en
contra para derribarlas. Si digo que “nunca” ocurrió tal cosa y alguien menciona un
único caso en el que ocurrió, ya no habrá sido nunca y yo habré quedado en una
posición de debilidad. Si digo que “todos” hicieron tal cosa y alguien menciona una
excepción, de nuevo estaré en dificultades. Por eso, a menos que hayamos podido
verificarlo más allá de toda duda razonable, es mejor usar expresiones como “en
general”, “usualmente”, “por lo común”, “raramente” o “no suele ocurrir”. Esas
expresiones parecen más débiles que las anteriores, porque suenan menos
contundentes. Pero en realidad son más fuertes porque resisten mejor a los
contraejemplos.
11) Cuidarse de las palabras que usamos para marcar énfasis. Usualmente nos
servimos de ciertas palabras para dar énfasis a lo que decimos. Algunas de ellas son:
“obviamente”, “evidentemente” y “sin duda”. Esta práctica no plantea mayores
problemas en el lenguaje coloquial. Pero, cuando estamos produciendo un texto de
carácter académico o profesional, pueden traernos problemas.
Una vez más ocurre que ciertas expresiones que usamos con el fin de
fortalecer lo que decimos tienen el efecto de debilitarlo. Por eso es mejor abstenerse
de usarlas, salvo en aquellos casos en los que estamos plenamente seguros de poder
hacerlo.
12) Ser cuidadoso en la técnica de citas. Las citas bibliográficas al pie de página o al
final del documento no son una manía de los académicos, sino un código altamente
estandarizado que le otorga al lector la posibilidad de controlar lo bien fundado de
nuestras afirmaciones. ¿Se apoya lo que decimos en los resultados aportados por
otros autores? ¿Hemos comprendido bien sus argumentos? ¿No estaremos
deformando las ideas de otros para fortalecer nuestro propio punto de vista? ¿No
esteremos usando como propios datos que fueron trabajosamente generados por
otros? El lector sólo podrá contestar estas preguntas en la medida en que conozca
con cierto detalle los materiales que hemos empleado para elaborar nuestro texto.
Por eso es importante dar el nombre de los autores en que nos basamos, los títulos
de los trabajos que hemos leído y los datos que permitan ubicar aquellos pasajes que
consideramos decisivos (editorial, fecha de la edición, número de página).
Por cierto, todo esto debe hacerse con medida y sin afectación. Si usted
quiere recordar que los medios de comunicación tienen una influencia creciente sobre
la vida social, no tiene por qué agregar una cita de Los efectos cognitivos de la
comunicación de masas, de Enric Saperas. Esta afirmación ha terminado por
convertirse en un lugar común particularmente trillado, de manera que —salvo que
las cosas cambien mucho en el futuro inmediato— no es preciso agregar ningún
elemento que la confirme. En cambio, si encuentra en una obra algún dato no trivial
o alguna idea que le permite avanzar significativamente en su trabajo, no deje de
acreditar la fuente del modo más explícito posible. Se trata de una manifestación de
respeto hacia el lector y hacia usted mismo.
13) Prestar atención y tiempo al control de calidad y pulido final. A veces pensamos
que la tarea de escribir terminó cuando pusimos el punto final. Pero eso es un error.
Cuando terminamos la primera versión completa de nuestro texto, apenas culminó la
primara etapa del trabajo. Todavía nos queda una etapa igualmente importante, que
tal vez nos demande más tiempo que la primera. Se trata de la etapa de control de
calidad, corrección y pulido.
Las primeras versiones de cualquier texto siempre son muy imperfectas. Eso
se debe a que, mientras redactamos, estamos atendiendo a demasiadas cosas: las
principales ideas que queremos comunicar, la estrategia general de la exposición, la
incorporación de datos y citas de otros autores, la selección de las palabras y la
construcción del fraseo. Por eso es inevitable que las primeras versiones tengan
desde problemas sintácticos hasta errores de tipeo, pasando por repeticiones, fallas
argumentativas y momentos de confusión.
Por eso, una vez terminada la primera redacción empieza un largo proceso de
corrección y pulido que no sólo nos llevará a cambiar palabras sino a reescribir
pasajes y hasta a modificar la propia estructura del texto. También a abreviarlo,
porque en las primeras versiones solemos usar más palabras de las necesarias.
Esta tarea es difícil porque el esfuerzo de redacción tiende a anular nuestra
capacidad de distanciamiento crítico. Hemos estado tan encima del texto mientras lo
escribíamos que finalmente terminó por “pegársenos”: por más que lo leamos varias
veces, ya no somos capaces de percibir lo que está mal. De hecho, ya ni siquiera lo
leemos sino que lo repetimos casi de memoria.
Pablo da Silveira
Marzo 2018