Vous êtes sur la page 1sur 10

Criterios para la redacción del trabajo de evaluación

La elaboración de un trabajo de evaluación permite poner en evidencia lo que cada


estudiante ha asimilado durante el curso. Al mismo tiempo es un ejercicio con valor en sí
mismo, porque nos obliga a poner sobre el papel un conjunto no trivial de conceptos y de
argumentos. Vale la pena, entonces, hacer un esfuerzo por ajustarse a estándares que hoy
son ampliamente exigidos tanto en el mundo profesional como en el académico. Este
esfuerzo nos ayudará a ordenar nuestras ideas, pero además puede ponernos en mejores
condiciones de aprovechar oportunidades.

Dos ideas generales

La elaboración de un texto de calidad debe estar presidida por dos grandes ideas.

Idea 1: Escribir un texto, ya sea breve o extenso, es una tarea similar a fabricar
una máquina o un mueble. En ambos casos se trata de producir un objeto que tiene que
funcionar aunque no esté presente quien lo hizo.

Supongamos que encargamos una mesa a un carpintero y que, en el momento de


recibirla, descubrimos que tiene problemas de estabilidad: la mesa se mueve porque una pata
quedó más corta que las otras. Imaginemos ahora que le hacemos la observación al
carpintero, y que su respuesta consiste en sostener una esquina con los dedos y hacernos
notar que la mesa ya no oscila.

Nadie mínimamente sensato aceptaría esa respuesta: una mesa tiene que mantenerse
estable aunque el carpintero que la hizo no esté allí para sostenerla. Lo mismo vale para los
textos que escribimos: nuestros textos tienen que ser amigables y comprensibles aunque
nosotros no estemos allí para explicarnos ante nuestros lectores. No importa lo que hubiera
en nuestras cabezas en el momento de escribir, ni importa lo que queríamos decir. Todo eso
es irrelevante, porque nadie puede entrar en nuestra cabeza ni adivinar nuestras intenciones.
Lo único que puede ser entendido es lo que efectivamente quedó escrito. Por eso, una
condición para escribir con claridad es generar la capacidad de preguntarse qué podrá
entender una persona desconocida en el momento de leer lo que pusimos en el papel.
Idea 2: Conseguir ser leído es más difícil hoy que en el pasado, y exige un esfuerzo
específico. La razón es simple: nunca antes como ahora hubo tanta gente inteligente
publicando tantas cosas interesantes sobre tantos temas diferentes.

Publicar un texto fue algo difícil durante muchísimo tiempo. Eso resulta obvio
cuando pensamos en los siglos previos a la invención de la imprenta, pero siguió ocurriendo
después. Aun cuando se había dejado de copiar a mano, el proceso de impresión era caro y
demandaba mucho tiempo. En consecuencia, los textos que llegaban a ser editados eran
pocos. Como contrapartida, cuando algo salía de la imprenta normalmente encontraba
lectores. No sólo había poco para leer, sino que se suponía que lo publicado era valioso
porque había sobrevivido a un proceso de selección.

En comparación con aquel pasado, los actuales costos de publicación son muy bajos
(cuando se trata de editar libros) o directamente nulos (como ocurre con la publicación en
Internet). Este abatimiento de los costos y plazos, sumado al notable aumento de la
población altamente educada, hizo crecer en forma exponencial la cantidad de material que
se ofrece a la lectura.

Lo que hoy resulta difícil no es publicar, sino captar y mantener la atención de los
lectores. Por eso se tiende a escribir más corto y se usan métodos de exposición más
directos. Quien quiera escribir hoy como se escribía a inicios del siglo XX, va a tener
dificultades para construirse un público.

Algunas recomendaciones

1) Restringir adecuadamente el tema. Sobre cualquier tópico o cuestión es posible


encontrar cantidades casi infinitas de bibliografía. Ponerse en condiciones de dominar
mínimamente un tema exige un enorme esfuerzo de lectura. En consecuencia, si
queremos decir algo que no sea superficial debemos empezar por acotar nuestro
tema. Los títulos del tipo: “El hombre desde sus orígenes a nuestros días” sólo
prometen trivialidades.

2) Pensar antes de escribir. Como regla general, uno no debería empezar a escribir
hasta no tener una idea clara de lo que va a decir y una estrategia para exponerlo.
Quien empieza a escribir sin rumbo corre el riesgo de producir un texto
desorganizado y oscuro, que rápidamente alejará a los lectores. Un método eficaz
consiste en diseñar previamente el esquema general de lo que se va a decir. Ese
esquema debe definir el “esqueleto lógico” del texto, al que se ajustará la redacción
posterior. Sin una hoja de ruta, es difícil llegar a alguna parte. Y cuando no se tiene
un lugar adonde llegar, todos los caminos son igualmente malos.

3) Precisar desde el inicio la intención principal del autor. En las escuelas y liceos
uruguayos se nos enseña a estructurar los textos de un modo progresivo: se empieza
por plantear algunas observaciones generales sobre el tema, luego se analiza el
contexto de discusión, después se recuerdan los antecedentes y por último, cuando
faltan dos páginas para terminar, se dice lo que se tenía para decir.

Este estilo no sólo es pretencioso y anticuado, sino que abusa del tiempo del
lector. Éste debe explorar pacientemente párrafo tras párrafo para decidir sólo al
final si el esfuerzo valía la pena.

Por eso es preferible estructurar los textos siguiendo el camino inverso: en los
dos o tres primeros párrafos el autor debe anunciar cuál será su tema, e
inmediatamente debe adelantar la idea o el punto de vista que va a defender. De este
modo el lector podrá juzgar si vale la pena continuar leyendo, o si ese artículo cae
fuera de su interés (lo que no significa que sea malo). Una vez aportados esos
elementos, el tema se va desarrollando sin circunvalaciones, repeticiones ni
digresiones, de manera de ir directamente al asunto que se prometió abordar. Si hay
mucha materia para comunicar, es mejor escribir dos artículos en vez de uno. En el
caso contrario se producirá un texto recargado y tortuoso, que será poco respetuoso
del tiempo y de la paciencia del lector.

4) No compensar con excusas las eventuales carencias del texto. Muchos textos están
sembrados de frases como: “esta es una primera aproximación”, “el espacio
disponible no nos permite” o “esto sólo pretende ser un aporte a”. Lejos de ponernos
a cubierto de las eventuales críticas, esas afirmaciones nos hacen merecedores de
ellas.

Cuando alguien decide leer un texto, normalmente lo hace porque espera


sacar algún provecho de él. Lo que busca es aprender, informarse, reflexionar. En
consecuencia, no le interesa saber que el autor no tuvo suficiente espacio o que sólo
pretendió aproximarse a la cuestión. Que el espacio sea insuficiente no es una
información relevante, porque el espacio siempre será escaso cualquiera sea la
extensión total de la que dispongamos. Y la amplitud de la cuestión tampoco es una
justificación pertinente, porque los temas elegidos siempre van a ser más amplios y
más complejos de lo que podamos abarcar. Por lo tanto, la primera tarea de quien
escribe es calcular cuidadosamente lo que va a decir en función del espacio del que
dispone y de la evidencia o los argumentos que ha acumulado. Luego sólo le queda
decirlo hasta el final, dejando en manos del lector el juicio sobre el resultado. Si
hemos administrado bien o mal el espacio o el tiempo, es algo que decidirán quienes
nos leen o quienes nos escuchan.

5) Organizar el texto según una secuencia lógica. Los textos que atraen al lector son
aquellos que se deslizan con suavidad ante nuestros ojos: tienen un comienzo claro,
están organizados de tal modo que una idea conduce a la otra, la separación en
párrafos tiene lógica y existe un hilo conductor que nos permite seguir el desarrollo
con la misma facilidad con la que escuchamos a un buen conversador. Cuando un
texto no está bien organizado se producen asperezas, puntos de quiebre, repeticiones
y momentos de confusión. Y nuestra reacción natural ante cualquiera de esas
dificultades es abandonar la lectura.

Una manera de evaluar la buena o mala organización del texto que estamos
escribiendo es hacernos las siguientes preguntas:

- ¿Lo que digo aquí se sigue con fluidez de lo que dije antes?
- ¿Lo que dije antes contiene todo lo necesario para entender lo que digo
aquí?
- ¿Definí previamente los términos que estoy usando en este lugar? (si no
es así, hay que dar marcha atrás e introducir las definiciones necesarias).
- ¿Ya dije esto en otro lugar? (si es así, normalmente hay que cortar).
- ¿El modo en que estoy separando en párrafos tiene lógica? (la regla de
oro es: un párrafo, una idea).

La consigna general es escapar a lo que puede llamarse un “texto Tren


Fantasma”. Lo propio del Tren Fantasma es que uno no tiene idea de lo que va a
aparecer en la próxima curva. Justamente en eso consiste la emoción. Pero lo que
está bien para el Tren Fantasma es lo que tenemos que evitar cuando escribimos un
texto. Es muy malo que, al terminar un párrafo, el lector esté tan desorientado que
no tenga la menor idea de lo que puede encontrar en el siguiente.

Para evitar estos problemas, en algunos ambientes académicos se exige un


estilo de redacción que ayuda a mantener el orden: hay que escribir de tal modo que,
si sólo se lee la primera línea de cada párrafo, se obtiene un nuevo texto que es una
síntesis comprensible del trabajo que estamos redactando. Vale la pena intentarlo.

6) Utilizar una estructura modular. Un camino seguro para producir un texto


organizado es darle una estructura del tipo: introducción-desarrollo-conclusión. No
es necesario que estos módulos aparezcan distinguidos de manera explícita, pero
respetarlos al menos de manera implícita ayuda a no perder el hilo.

La introducción es el lugar donde se anuncia el tema y las principales ideas a


sostener.

El desarrollo es la parte más extensa del texto: allí se presenta de manera


ordenada el contenido que se quiere transmitir.

La conclusión es el momento de cierre, donde confluyen las líneas


argumentativas y se evalúa el alcance de lo que se ha sostenido.

Hay en esto dos reglas de oro. La primera es que el desarrollo debe ajustarse
estrictamente a lo anunciado en la introducción. La segunda es que la conclusión no
es el lugar para agregar nuevos datos ni argumentos. En la conclusión sólo debe
trabajarse con la materia que ha sido presentada antes.

7) Utilizar medios de expresión simples y directos. Todo el sistema educativo uruguayo


parece presidido por el lema: “si puedo decirlo en cien palabras, para qué decirlo en
diez”. Los estudiantes que obtienen mejores notas en los liceos suelen ser los que
“saben payar”, esto es, los que hablan (o escriben) largo y florido.

Ya bien entrados en el siglo XXI, este estilo está condenado a muerte, y esto
al menos por tres razones. En primer lugar, porque dominar una prosa exuberante y
compleja exige un talento especial. García Márquez podía hacerlo sin perder el
control, pero casi todos nosotros terminaremos enredándonos en nuestras propias
palabras. En segundo lugar, porque el exceso de palabras suele contribuir a (y en
ciertos casos pretende ocultar) la confusión conceptual. Escribir sencillo es un acto
de honestidad intelectual porque deja en evidencia las eventuales fallas de nuestro
razonamiento. En tercer lugar, porque la prosa recargada y los estilos de redacción
muy personales exigen un gran esfuerzo de adaptación de parte del lector, quien debe
acostumbrarse al léxico y a los giros del autor antes de poder juzgar el contenido. En
un mundo en el que hay tanto para leer, este es un costo que no podemos afrontar
cada vez que empezamos a leer.

En resumen: si usted quiere desarrollar una prosa idiosincrásica y compleja,


dedíquese a la literatura. Si es suficientemente bueno, tal vez encuentre un lugar
entre Joyce y Proust. Pero si lo que pretende es producir un texto académico o
profesional, opte por un estilo claro y sencillo. Prefiera las frases cortas y evite en lo
posible las subordinadas. Elimine las palabras innecesarias y las estructuras
retorcidas. Si quiere decir que la lechuga es verde, no diga: “a propósito de la
lechuga, corresponde afirmar que la misma es verde”. Diga simplemente: “la lechuga
es verde”.

No crea que esta restricción lo va a obligar a adoptar un estilo impersonal y


descafeinado, casi indistinguible del que utilizarán los demás autores. Se puede
escribir sencillo y producir al mismo tiempo una prosa de gran estilo. Más aun, la
claridad y el despojamiento suelen dar resultados de enorme valor estético. Quien no
lo crea, que lea a Borges.

8) No privarse del uso de la primera persona. En Uruguay, el uso de la primera


persona sigue siendo menos frecuente que otras opciones, como el uso de la forma
impersonal (“a continuación se expondrá...”) o del plural mayestático (“nosotros” en
lugar de “yo”, como si uno fuera el Papa). El supuesto que hay detrás de esta opción
es que el uso de la primera persona es un acto de pedantería.

En casi todo el mundo, en cambio, el uso de la primera persona ha terminado


por imponerse. Ya no se trata de una rareza anglosajona sino de una práctica
ampliamente extendida. ¿Por qué? Porque, lejos de verse como un acto de
pedantería, este hábito es visto como un gesto de honestidad intelectual. Si me tomo
el trabajo de escribir un artículo, no lo hago para ofrecer una imagen impersonal del
mundo ni para limitarme a contar lo que otros dijeron, sino para presentar mi propio
punto de vista. Usar la primera persona es aceptar explícitamente esta
responsabilidad: lo que he escrito aquí es lo que pienso acerca de esta cuestión. Estas
son mis tesis, mis métodos y mis argumentos. Si me equivoco, me equivoco yo. Y si
acierto, soy yo el que acierta. Por eso trato de distinguir claramente entre mis
propias afirmaciones y las afirmaciones ajenas de las que eventualmente me haga eco.
(Quien quiera percibir la falta de claridad a la que puede conducir el uso de la forma
impersonal, puede leer a Habermas e intentar determinar con exactitud dónde
terminan las tesis de los demás y dónde empiezan las suyas).

Usar la primera persona del singular puede ser un acto de pedantería, pero
también puede ser un gesto de honestidad. Felizmente el castellano ofrece un recurso
muy eficaz para distinguir entre ambas cosas: el uso o la omisión del pronombre. A
diferencia de lo que ocurre en inglés, en francés o en alemán, el uso de los
pronombres castellanos es facultativo. Podemos decir “yo pienso” pero también
podemos decir “pienso”. El uso del pronombre implica una insistencia en el hablante
que —al menos en ciertos contextos— puede connotar pedantería. La omisión del
pronombre permite mantener la actitud de honestidad intelectual al tiempo que se
minimiza este riesgo.
Estos argumentos no suponen que el uso de la primera persona sea
obligatorio. Es legítimo servirse de la forma impersonal, siempre que se tenga el
cuidado de señalar claramente el límite entre la mera descripción del problema (o de
lo que otros dijeron) y la defensa de nuestras propias ideas. Pero si usted se siente
inclinado a usar la primera persona, no se inhiba de hacerlo. Tenga claro que el acto
de vanidad no consiste en escribir en primera persona, sino en escribir con
pretensiones de que otros nos lean.

9) Prestar atención a los conectores lógicos. Tanto al hablar como al escribir, usamos
ciertas expresiones que permiten establecer conexiones lógicas entre partes de
nuestro discurso. Algunas de esas expresiones son: “por lo tanto”, “en
consecuencia”, “entonces”, “debido a”, “a condición de”, “en conclusión”, “se
deduce”. A veces usamos esas expresiones de manera vaga, como si se tratara de
simples eslabones que permiten encadenar lo que venimos diciendo. Pero el punto es
que, si bien es cierto que se trata de eslabones, las relaciones que establecen son muy
precisas. Si digo o escribo: “Por lo tanto…”, no estoy diciendo simplemente que dos
cosas van más o menos juntas, sino que una se deriva de la otra. Si digo o escribo:
“En conclusión…”, estoy cerrando un razonamiento.

Dado que funcionan de este modo, el uso de estas expresiones genera efectos
muy específicos en el lector. Si empiezo una oración diciendo: “Sin embargo…”, el
lector esperará que lo que diga a continuación esté en una relación de oposición con
lo que dije antes. Si eso no ocurre, se va a sentir desorientado y probablemente deje
de leer. Si empiezo una oración diciendo: “En este sentido…”, el lector esperará que
lo que venga a continuación esté en una relación de continuidad con lo anterior. Si
eso no ocurre, de nuevo lo estaré confundiendo.

Un texto bien escrito es, entre otras cosas, un texto en el que los conectores
lógicos son usados de manera rigurosa. Un buen ejercicio consiste en revisar lo que
hemos escrito ubicando conectores y subrayándolos. Luego hay que verificar que
cada uno ha sido usado en forma correcta, es decir, en coherencia con su sentido
literal.

10) Evitar términos que no admiten contraejemplos. Como regla general, hay que evitar
expresiones como “siempre”, “nunca”, “jamás”, “todos” o “ninguno”. Esas
expresiones parecen muy fuertes pero son muy débiles: basta un único ejemplo en
contra para derribarlas. Si digo que “nunca” ocurrió tal cosa y alguien menciona un
único caso en el que ocurrió, ya no habrá sido nunca y yo habré quedado en una
posición de debilidad. Si digo que “todos” hicieron tal cosa y alguien menciona una
excepción, de nuevo estaré en dificultades. Por eso, a menos que hayamos podido
verificarlo más allá de toda duda razonable, es mejor usar expresiones como “en
general”, “usualmente”, “por lo común”, “raramente” o “no suele ocurrir”. Esas
expresiones parecen más débiles que las anteriores, porque suenan menos
contundentes. Pero en realidad son más fuertes porque resisten mejor a los
contraejemplos.

11) Cuidarse de las palabras que usamos para marcar énfasis. Usualmente nos
servimos de ciertas palabras para dar énfasis a lo que decimos. Algunas de ellas son:
“obviamente”, “evidentemente” y “sin duda”. Esta práctica no plantea mayores
problemas en el lenguaje coloquial. Pero, cuando estamos produciendo un texto de
carácter académico o profesional, pueden traernos problemas.

La dificultad consiste en que esas expresiones tienen un significado literal que


no siempre tenemos en cuenta. Cuando, en lugar de decir que una afirmación es
verdadera digo que es evidentemente verdadera, no estoy solamente agregando un
énfasis sino que estoy diciendo algo más: estoy sosteniendo que la verdad de esa
afirmación se percibe de inmediato, sin necesidad de ningún examen ni
argumentación. Pero el problema es que no todas las afirmaciones verdaderas tienen
esta característica. De hecho, la mayor parte de las afirmaciones verdaderas no son
evidentemente verdaderas. Por ejemplo: “la tierra es redonda” es una afirmación
verdadera, pero no es evidente. Justamente por eso, los seres humanos creyeron
durante siglos que la tierra era plana. En consecuencia, si digo que es evidente que la
tierra es redonda, o que es evidentemente verdadero que la tierra es redonda, me
expongo a que alguien me critique. Lo mismo ocurre cuando empiezo una afirmación
con la expresión “sin duda”. En realidad, es posible tener dudas razonables acerca de
casi todo.

Una vez más ocurre que ciertas expresiones que usamos con el fin de
fortalecer lo que decimos tienen el efecto de debilitarlo. Por eso es mejor abstenerse
de usarlas, salvo en aquellos casos en los que estamos plenamente seguros de poder
hacerlo.

12) Ser cuidadoso en la técnica de citas. Las citas bibliográficas al pie de página o al
final del documento no son una manía de los académicos, sino un código altamente
estandarizado que le otorga al lector la posibilidad de controlar lo bien fundado de
nuestras afirmaciones. ¿Se apoya lo que decimos en los resultados aportados por
otros autores? ¿Hemos comprendido bien sus argumentos? ¿No estaremos
deformando las ideas de otros para fortalecer nuestro propio punto de vista? ¿No
esteremos usando como propios datos que fueron trabajosamente generados por
otros? El lector sólo podrá contestar estas preguntas en la medida en que conozca
con cierto detalle los materiales que hemos empleado para elaborar nuestro texto.
Por eso es importante dar el nombre de los autores en que nos basamos, los títulos
de los trabajos que hemos leído y los datos que permitan ubicar aquellos pasajes que
consideramos decisivos (editorial, fecha de la edición, número de página).

Por cierto, todo esto debe hacerse con medida y sin afectación. Si usted
quiere recordar que los medios de comunicación tienen una influencia creciente sobre
la vida social, no tiene por qué agregar una cita de Los efectos cognitivos de la
comunicación de masas, de Enric Saperas. Esta afirmación ha terminado por
convertirse en un lugar común particularmente trillado, de manera que —salvo que
las cosas cambien mucho en el futuro inmediato— no es preciso agregar ningún
elemento que la confirme. En cambio, si encuentra en una obra algún dato no trivial
o alguna idea que le permite avanzar significativamente en su trabajo, no deje de
acreditar la fuente del modo más explícito posible. Se trata de una manifestación de
respeto hacia el lector y hacia usted mismo.

Justamente porque se trata de un procedimiento muy estandarizado, existen


diferentes técnicas de citas que pueden ser utilizadas. Existen, por ejemplo, el
modelo francés y el modelo anglosajón, del cual son un ejemplo las normas APA. En
principio puede usarse cualquiera de estos sistemas, excepto cuando escribimos para
un público que ha elegido una opción específica. Lo que nunca debe hacerse es
mezclar dos modelos diferentes.

13) Prestar atención y tiempo al control de calidad y pulido final. A veces pensamos
que la tarea de escribir terminó cuando pusimos el punto final. Pero eso es un error.
Cuando terminamos la primera versión completa de nuestro texto, apenas culminó la
primara etapa del trabajo. Todavía nos queda una etapa igualmente importante, que
tal vez nos demande más tiempo que la primera. Se trata de la etapa de control de
calidad, corrección y pulido.

Las primeras versiones de cualquier texto siempre son muy imperfectas. Eso
se debe a que, mientras redactamos, estamos atendiendo a demasiadas cosas: las
principales ideas que queremos comunicar, la estrategia general de la exposición, la
incorporación de datos y citas de otros autores, la selección de las palabras y la
construcción del fraseo. Por eso es inevitable que las primeras versiones tengan
desde problemas sintácticos hasta errores de tipeo, pasando por repeticiones, fallas
argumentativas y momentos de confusión.

Por eso, una vez terminada la primera redacción empieza un largo proceso de
corrección y pulido que no sólo nos llevará a cambiar palabras sino a reescribir
pasajes y hasta a modificar la propia estructura del texto. También a abreviarlo,
porque en las primeras versiones solemos usar más palabras de las necesarias.
Esta tarea es difícil porque el esfuerzo de redacción tiende a anular nuestra
capacidad de distanciamiento crítico. Hemos estado tan encima del texto mientras lo
escribíamos que finalmente terminó por “pegársenos”: por más que lo leamos varias
veces, ya no somos capaces de percibir lo que está mal. De hecho, ya ni siquiera lo
leemos sino que lo repetimos casi de memoria.

Pero el proceso de pulido se facilita si usamos ciertos trucos. Uno de ellos es


cambiar el tipo de letra mientras trabajamos en pantalla. Cuando hacemos eso, las
palabras cambian de lugar y los cortes de página se modifican. Esos pequeños
cambios nos ayudan a recuperar distancia con lo que hemos escrito.

Otro truco, aplicable a la tercera o cuarta versión, consiste en imprimir y


corregir en papel. Eso nos ayuda a “despegarnos” de lo que ya apenas vemos en la
pantalla.

Pero el principal truco consiste en lo que durante mucho tiempo se llamó


“cajonear”, esto es: olvidarnos por unos días del texto y dejarlo dormir en un cajón
(o simplemente en la nube o en el disco duro de nuestra computadora). Cuando
después de varios días volvemos a él, recuperamos la capacidad de leerlo casi como
si fuera de otro. Para poder servirnos de este recurso tenemos que hacer una
adecuada planificación de nuestro tiempo. Si dejamos las cosas para el final y
terminamos la primera versión del texto pocas horas antes del momento en que hay
que entregar, no tendremos casi ninguna posibilidad de tomar distancia.

Tomarse en serio la etapa casi artesanal de corrección y pulido es muy


importante. Es en esa etapa que nuestro texto va a experimentar las mejoras más
significativas. La diferencia entre un primer borrador y una versión que resulta de
varias relecturas y modificaciones puede ser enorme, aunque la última versión no
diga sustancialmente nada diferente de lo que decía la primera. Es allí donde suele
establecerse la diferencia entre un texto fracasado (es decir, un texto oscuro y
desordenado, que casi nadie leerá) y un texto que podamos considerar exitoso (es
decir, un texto que no sólo tenga los contenidos adecuados, sino que sea eficaz como
producto comunicacional).

Pablo da Silveira
Marzo 2018

Vous aimerez peut-être aussi