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Viento de sangre
Expediente X - 2
ePub r1.0
Etriol 31.10.2013
Título original: Whirlwind
Charles Grant, 1995
Traducción: José Arconada
Ilustraciones: Camino Stañ
Retoque de portada: Talizorah
A la izquierda de la carretera se
extendían pequeñas parcelas cultivadas.
Aquí y allá se veían viejísimas bombas
de agua, verdaderos dinosaurios de
acero, que funcionaban sin cesar,
bombeando agua hacia una compleja
trama de canales de riego. Mulder no
reconoció ninguno de los cultivos salvo
el que crecía en el centro del campo,
ocupando la parcela más extensa. Era
maíz.
El contraste con las tierras
circundantes era tan marcado que aquel
paisaje se le antojó irreal. Sin embargo,
reconoció la elevación a la derecha
como la Mesa de Viento de Sangre.
Lanaya redujo la velocidad.
—El Sitio, agente Mulder. Usted
habrá visto otras mesetas, pero ninguna
como ésta.
La meseta se alzaba verticalmente a
más de setenta metros sobre el desierto
y presentaba anfractuosos flancos
desnudos, poblados de salientes y
hendiduras. La luz del sol hacía resaltar
tenues manchas rojizas que delataban la
presencia de hierro entre la masa de
tierra parda, huérfana de verdes. Desde
donde se hallaba Mulder, no se
apreciaba vida vegetal alguna. Sobre la
planicie de la cima se perfilaban unas
edificaciones bajas. Aves de gran
tamaño sobrevolaban la meseta, cuya
sombra parecía abarcarlo todo.
En la base norte se encontraba el
pueblo, el cual, dio también al traste con
las expectativas de Mulder.
—No se puede decir que sean
amantes de los riscos —dijo Scully.
—No. Nadie ha vivido nunca en la
meseta. —Lanaya la miró, sonriendo
apagadamente—. Muy de vez en cuando,
quizá una vez cada diez años, logro
hacer venir aquí a un arqueólogo u otro
experto, y nunca se lo creen. Todos
insisten en que debe de haber viviendas
excavadas en la pared, a distintos
niveles, comunicadas entre sí por
escalerillas y esas cosas, como en Puye,
o en Mesa Verde. Pues no.
El pueblo era una ordenada
agrupación de pequeñas casas de adobe
de una sola planta. Una por familia,
aparentemente. Todas las puertas y
ventanas que vieron tenían los bordes
pintados de verde claro. Había ropa
tendida en cuerdas. Las calles
conformaban una retícula regular, y
hacia el extremo oriental se veían dos
edificaciones de mayor envergadura.
Una era el almacén de grano, explicó
Lanaya, la otra era la sede del Consejo
tribal. A Mulder le resultó incongruente
ver antenas de televisión y radio en los
techos de las casas. Delante de algunas
viviendas había un vehículo aparcado,
camionetas en su mayoría. Vio también
una cuadra con caballos que comían
heno y espantaban moscas con la cola;
un trío de perros blanquinegros que se
alejaba correteando por una de las
calles, y un pequeño gallinero habitado
por pollos de plumaje extravagante.
Mulder no reparó en el detalle de
que en ninguna parte se veía basura.
—¿Dónde trabajan? —preguntó
Scully, con la nariz casi pegada al
parabrisas.
—En los campos, en los talleres del
Consejo, o en sus casas. Algunos salen
del pueblo, pero son pocos. Entre los
konochinos no hay desempleo, si es a
eso a lo que se refiere. Se trabaja para
comer. Si no trabajas no comes. —
Lanaya rio, pero no alegremente—. Y no
conozco a ninguno que le gusten las
huelgas de hambre.
—¿Y su casa? —preguntó Scully.
—Desde aquí no se ve —respondió
Lanaya secamente.
Mulder vio a unos niños vestidos de
blanco que jugaban delante de un
edificio situado cerca del centro del
pueblo; en otra calle otros niños se
perseguían unos a otros; otros
empujaban aros con unas varillas.
—¿Y la de León Ciola?
Lanaya hizo un brusco cambio de
sentido y condujo hacia una callejuela
de tierra que llevaba al frente del
almacén de grano y el centro tribal.
Nadie los miró al pasar, salvo un niño
muy joven, que abrió los ojos con tanto
asombro que Mulder no pudo evitar
sonreír.
Lanaya apagó el motor y durante un
instante sólo se oyó el crepitar de
hierros al enfriarse. El indio abrió su
puerta.
—Ciola vive donde quiere. Yo no
voy por ahí siguiéndolo, agente Mulder.
La verdad es que a León le está
costando, ¿cómo se dice?, reintegrarse a
la vida normal.
La puerta de doble paño de la sede
del Consejo estaba precedida por tres
peldaños. Lanaya empujó una de las
hojas y los invitó a entrar.
—Tendrán que hacer sus preguntas
aquí.
Se encontraron en un espacioso
salón de reuniones de techo bajo y
gruesas vigas. En cada pared lateral se
abría una puerta y al fondo otra, todas
con sus marcos pintados de verde, todas
cerradas. Las paredes eran blancas, el
suelo de tierra. La única decoración —
situada en la pared del fondo, por
encima de la puerta— consistía en un
enorme tapiz tejido a mano que
representaba en el centro la figura de la
meseta. En el cielo restallaban unos
rayos. Había también símbolos del sol y
de la luna, de aves y otros animales.
Ninguna representación humana. Mulder
no vio nada que se asemejara a los
signos de un lenguaje.
—Nadie sabe la antigüedad que
tiene —dijo Lanaya en voz baja—. Mi
abuelo me dijo una vez que su abuela
conocía a una anciana que conocía a otra
que la ayudó en el diseño. Pero eso no
tiene importancia.
Junto a la pared de la izquierda,
había una mesa larga de roble rojo
rodeada de sillas voluminosas. Lanaya
los llevó hacia allí y los invitó a tomar
asiento. Mulder se sentó de espalda a la
pared; Scully al otro lado de la mesa.
—Querrán hablar con uno del
Consejo, supongo. Dugan es el más
indicado.
—¿El que estaba sentado en las
piedras? —preguntó Mulder.
—Sí. De todos modos ya ha tomado
bastante sol por hoy. Un día de éstos le
va a dar una insolación. Espérenme
aquí, por favor. No tardaré.
El eco de sus pisadas permaneció en
el aire instantes después de que Lanaya
abandonara el salón. Después les
invadió un profundo silencio, como si
fuera de aquellas paredes no hubiera un
mundo.
Scully dejó el bolso en la mesa y
cruzó las manos sobre la madera.
—Es un tipo raro, ¿verdad? Hay
momentos que parece aborrecer este
lugar, y a los dos minutos se pone de lo
más reverente.
—Ha pasado gran parte de su vida
fuera de aquí, es lógico que viva en
conflicto.
Scully no pareció convencida, pero
no le apetecía discutir sobre este tema y
en cambio, tal como Mulder esperaba,
se embarcó en una explicación
perfectamente razonada de por qué, con
sus teorías sobre Viento de Sangre,
Mulder la estaba empujando más allá de
los límites de lo que ella podía tolerar.
Pese a concederle, aunque de mala gana,
que su hipótesis de la energía psíquica
no específicamente dirigida —
denominación ésta que llevaba
atragantada— tenía alguna posible
validez, de ningún modo pensaba
aceptarle la idea de un control
deliberado.
—¿Tú sabes lo que quiere decir
eso?
—Quiere decir asesinato —
respondió Mulder llanamente.
—¿Estás dispuesto a intentar
demostrar esa teoría ante un tribunal?
¿Te parece que Skinner se dignará a
prestarte atención?
—En este momento lo que menos me
preocupa es lo que piense Skinner. —Se
inclinó sobre la mesa apoyándose en los
brazos—: Te diré lo que me preocupa.
Han muerto cuatro personas, Scully; y un
agente no aparece por ninguna parte;
todas las conexiones apuntan hacia este
lugar, o hacia alguien de este lugar, y a
menos que detengamos al asesino
seguirá muriendo gente.
Scully se lo quedó mirando un buen
rato. Él le sostuvo la mirada hasta que
no pudo más; entonces suspiró y miró a
su reflejo en la madera pulida.
—Ciola —dijo Scully.
Mulder la miró sin levantar la
cabeza.
—León Ciola. —Scully sacó una
hoja del bolso y se la puso delante de
los ojos—. Estabas tan entusiasmado
contándole tu historia al sheriff Sparrow
que no pude decírtelo. —Golpeó el
papel con el dedo índice—. En el
informe preliminar de la policía sobre la
casa de Donna Falkner, se encontraron
muchas huellas dactilares. De ella, por
supuesto; de Lanaya, lo cual no es de
extrañar, puesto que era su socio; y de
León Ciola. —Scully alzó una ceja—.
Algunas de ellas en el dormitorio.
Mulder echó un rápido vistazo al
formulario y contuvo las ganas de gritar.
—Es difícil llegar a esa conclusión
sobre la base de la charla que tuvimos
con él —siguió Scully—, pero tengo la
impresión de que Donna no estaba
llevando adelante el plan de desfalco
por su propia cuenta y riesgo. Puede que
Ciola la indujera a ello. Hace cuatro
años que llevaba haciéndolo, y de esos
cuatro años él pasó los dos últimos
preso. —Volvió a golpear el papel—.
Ella lo visitaba en la cárcel, Mulder.
Asiduamente. Está claro que fue por ella
que él perdió los estribos en el bar. —
Mulder apoyó el mentón en los brazos
cruzados sobre la mesa—. A ella le
tentó la codicia. Él se dio cuenta. Y ya
sabes el temperamento que tiene.
Scully frunció el entrecejo.
—Tal como tú dices:
«Supongamos». Aunque sea en aras de
la argumentación, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Por qué Paulie Deven? ¿Por qué
el matrimonio Constella?
Mulder ya había pensado en ello, y
ya había preparado una respuesta lo
suficientemente perturbadora.
—Para practicar —dijo, volviendo
la vista a la mesa.
Scully no reaccionó. Recogió en
silencio la hoja del informe y le dio un
último vistazo antes de meterla de nuevo
en el bolso. Reclinó entonces la cabeza
en el alto respaldo de la silla y se
dedicó a seguir con la mirada, apretando
los labios, una línea que sólo ella veía
en el techo.
—No pertenece al Consejo. Ciola,
quiero decir.
—Vaya, vaya chica —dijo Ciola
desde el vano de la puerta—. Cada vez
que te veo estás pronunciando mi
nombre. No lo puedes evitar, ¿eh?
Capítulo 21
Más allá del maizal, más allá de la
última bomba de agua, en el desierto, la
arena se agitaba.
Empezó a sisear.
Empezó a desplazarse.