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G. W. F.

Hegel
Lectures on the Philosophy of History

1.- El egoísmo individual vs la ley, la justicia y la moralidad como despliegue de la


libertad. (P. 34-35)

La pregunta por los medios a través de los cuales la Libertad se convierte en el


mundo, nos conduce al fenómeno mismo de la Historia. A pesar de que la Libertad es,
esencialmente, una idea no desarrollada, los medios que utiliza son externos y
fenoménicos; presentándose en la Historia a nuestra visión sensible. La primera mirada
hacia la Historia nos convence que las acciones de los hombres provienen de sus
necesidades, de sus pasiones, su carácter y talentos; y nos impregna el convencimiento
que esas necesidades, pasiones e intereses son meras manifestaciones de la acción –
agentes eficientes en esta escena de actividad. Entre estas pueden, quizás, encontrarse
propósitos de tipo liberal o universal – puede parecer benevolente, o noble patriotismo;
pero estas virtudes y perspectivas generales son insignificantes si las comparamos con el
Mundo y sus realizaciones. Podemos quizás ver el Ideal de la Razón actualizado en
aquellos que adoptan tales propósitos, y bajo la esfera de su influencia; pero ellos cargan
solamente con una proporción insignificante de la masa de la raza humana; y el alcance
de esa influencia es limitada de acuerdo a aquello. Pasiones, propósitos privados, y la
satisfacción de deseos egoístas, son, por otra parte, fuentes más efectivas de acción. Su
poder radica en el hecho de que ellos no respetan ninguna de las limitaciones que la
justicia y la moralidad podrían imponerles; y en que estos impulsos naturales tienen una
influencia más directa sobre el hombre que la tediosa y artificial disciplina que tiende al
ordenamiento y auto-control: la ley y la moralidad.

Si consideramos esta exhibición de las pasiones y las consecuencias de su


violencia; la sinrazón asociada no solo con ellas, sino también (más bien deberíamos
decir especialmente) a las buenas intenciones y a los propósitos honrados; si
consideramos el mal, el vicio y la ruina que han sobrevenido a los más florecientes
imperios que ha creado la mente humana, podemos apenas evitar que nos embargue la
pena ante esta corrupción tan universal; y, como esta decadencia no es obra exclusiva de
la naturaleza, sino también de la voluntad humana, una sublevación del buen espíritu (si
éste tiene un lugar entre nosotros) puede ser muy bien el resultado de nuestra reflexión.
Sin necesidad de exageración retórica, una simple combinación de las miserias
que han apesadumbrado a las más nobles de las naciones y políticas, y los más grandes
ejemplos de virtud privada – forma un cuadro de un temible aspecto, e incentiva
emociones de la más profunda y más desesperada tristeza, sin un resultado consolatorio
que lo contrapese. Viéndolo, nos torturamos mentalmente, sin más defensa ni escape que
la consideración que lo que ha pasado no podría haber sucedido de otra manera; que es
una fatalidad que ninguna intervención puede alterar. Y, finalmente, nos retiramos del
intolerable disgusto con el que estas tristes reflexiones nos amenazan, hacia el ambiente
más agradable de nuestra vida individual –el Presente formado por nuestros privados
propósitos e intereses. En definitiva, nos retiramos hacia el individualismo que se
sostiene en una orilla calma, y, desde allí, disfruta a salvo el distante espectáculo de
“naufragios confusamente ocurridos”. Pero aun cuando consideramos la Historia como el
altar sobre el cual ha sido sacrificada la dicha de los pueblos, la sabiduría de los estados y
la virtud de los individuos, necesariamente surge la pregunta: ¿Para qué principio, para
qué fin último han sido ofrecidos tales enormes sacrificios?.

2.- Descripción de la historia del mundo (P. 89-90):

Si entonces, si damos una mirada general sobre la Historia del mundo, vemos un
gran cuadro de cambios y transacciones; de infinitas múltiples formas de pueblos, estados
e individuos en incesante sucesión. Todo cuanto puede ingresar e interesar el alma
humana –toda nuestra sensibilidad hacia el bien, la belleza y la grandeza – es invocado
para participar. Por todas partes se conciben y persiguen fines, los cuales reconocemos, y
cuyos logros deseamos – tenemos esperanza en ellos y los tememos. En todos estos
sucesos y cambios vemos que se destacan el acontecer y los padecimientos humanos; en
todas partes contemplamos algo con nosotros relacionado, y, por tanto, algo que excita
nuestro interés, ya en pro ya en contra. Algunas veces nos atrae por su belleza, libertad, y
rica diversidad, algunas veces por una energía tal que vuelve incluso al vicio interesante.
Algunas veces vemos cómo se mueve con lentitud relativa la más comprensible masa de
un interés general y después se sacrifica a una infinita complicación de circunstancias
insignificantes, disipándose así en átomos. Entonces, nuevamente, con un considerable
empleo de energía un resulta trivial es producido; mientras que de lo que aparece
insignificante se origina un resultado formidable… Y cuando una combinación
desaparece, inmediatamente otra toma su lugar.

El pensamiento general –la categoría que se presenta primero en esta incesante


mutación de individuos y pueblos que existen por un tiempo y luego se desvanecen- es,
en fin de cuentas, la del cambio. La contemplación de las ruinas de cualquier civilización
antigua nos lleva directamente a considerar este pensamiento del cambio en su aspecto
negativo. Qué viajero entre las ruinas de Cártago, de Palmira, Persépolis, de Roma, no se
ha sentido estimulado a reflexionar sobre la transitoriedad de los reinos y de los hombres,
y sentirse triste al pensar en la vigorosa y rica vida que ha dejado de existir –una tristeza
que no se agota en las pérdidas personales y la incertidumbre de las propias empresas,
sino que es un lamento desinteresado ante el decaimiento de una espléndida y
culturalmente avanzada vida nacional! Pero la siguiente consideración que se vincula con
aquella sobre el cambio, es, que el cambio aunque signifique disolución, comporta
asimismo el nacimiento de una nueva vida – porque si la muerte es el resultado de la
vida, esta es, del mismo modo, resultado de la muerte. Es esta una gran concepción; una
que habían alcanzado los pensadores orientales, y que es quizás la más importante de su
metafísica. En la idea de la Metempsicosis la encontramos evolucionada en su relación a
la existencia singular; pero un mito más conocido, es aquel del Fénix como un tipo de la
Vida de la Naturaleza; eternamente preparando para sí mismo su propia pira funeraria, y
consumiéndose él mismo en ella, y de sus cenizas es producida una renovada, fresca,
nueva vida. Pero esta imagen es solo asiática; oriental y no occidental. El Espíritu –al
consumir el envoltorio de su existencia- no pasa simplemente a otro envoltorio, ni
tampoco renace rejuvenecido de las cenizas de su forma previa: sale adelante exaltado,
glorificado, un espíritu más puro. Él ciertamente hace la guerra a sí mismo –consume su
propia existencia; pero en esta verdadera destrucción modela esa existencia hacia una
nueva forma, y cada fase sucesiva se transforma a su vez en un material, trabajando en lo
que exalta de sí mismo a una nueva fase.

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