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VIQUEIRA, Juan Pedro, 2016, "Después de Lévi-Strauss", Reseña de BENSA, Alban, 2015, Después

de Lévi-Strauss. Por una antropología de escala humana, México, Fondo de Cultura Económica,
145 pp., (Colección Umbrales), en: Nexos, Enero, No. 457, Vol. XXXVIII, pp. 74-77,
http://www.nexos.com.mx/?p=27227.

Después de Lévi-Strauss
1 ENERO, 2016

Juan Pedro Viqueira

La antropología social posee todos los elementos necesarios


para convertirse en la disciplina clave —la que sostiene a todas las
demás— de las ciencias sociales. Su principal método de
investigación (la observación participante, sistemática, cuidadosa y
profunda) es el único capaz de proporcionar los elementos que
permitan confrontar las hipótesis generales que elaboran las
demás ciencias sociales con las experiencias y las prácticas de
personas concretas, inmersas en múltiples y cambiantes redes de
sociabilidad.

Así, muchos de los más acuciantes problemas nacionales —


que movilizan la pluma de comentaristas y científicos sociales
empeñados en encontrar respuestas simplistas, cuando no
maniqueas— podrían ser abordados de otra manera si tuviésemos
1
múltiples estudios de cómo se generan, se padecen y se enfrentan
en el nivel micro —que no necesariamente local, porque muchas
redes sociales se despliegan a lo largo de grandes espacios—. De
hecho, son muchas las investigaciones antropológicas llevadas a
cabo en México que arrojan grandes luces sobre fenómenos de
enorme relevancia. Gracias a éstos hemos podido comprender, por
ejemplo, la importancia de las redes de ayuda mutua en la
supervivencia de las personas que pertenecen a los grupos más
pobres y desprovistos de toda protección social estatal.1 La
migración de mexicanos a Estados Unidos seguiría siendo un
agujero negro, del que sólo conoceríamos en forma aproximada su
magnitud, de no ser por los muchos estudios antropológicos que
nos muestran las estrategias económicas y sociales de los grupos
domésticos, la manera en que los migrantes logran alcanzar su
destino y, sobre todo, cómo pueden encontrar trabajo y techo en el
país vecino.2 La simbiosis dinámica entre cacicazgos locales,
partidos políticos y estructuras estatales serían exclusivamente
pastos de lucubraciones ingeniosas de politólogos si no tuviéramos
estudios concretos sobre esta problemática de antropólogos que
han dedicado años a estudiar pequeñas regiones del país. 3 Si se
quiere ir más allá de la propaganda política y de los juicios morales
tajantes de los comentaristas de los medios de comunicación para
comprender el apoyo y las resistencias que generan los
movimientos sociales, no hay más remedio que acudir a las
investigaciones de científicos sociales dispuestos a permitir que su
trabajo de campo cuestione sus prejuicios políticos. 4 La
globalización seguiría siendo una categoría vacua en manos de
tecnócratas y movimientos de protesta de no haber etnografías
detalladas y precisas que muestren cómo la reciente crisis
financiera internacional puede desquiciar por completo la vida de
una comunidad indígena5 o cómo los vendedores ambulantes
aprenden a saltarse los intermediarios comerciales y moverse en

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las zonas grises de la importación de mercancías para proveerse
de productos chinos a los precios más bajos, aunque eso suponga
tener que viajar a las lejanas ciudades en las que se fabrican y
aprender a lo menos los rudimentos de chino.6 Las conversiones
religiosas, cada vez más comunes en México, serían súbitas
iluminaciones divinas o el resultado de un lavado de cerebro
orquestado por el imperialismo yanqui de no ser porque muchos
antropólogos se tomaron en serio ese fenómeno social —por lo
general muy alejado de sus propios intereses y creencias— y han
mostrado sus lógicas sociales.7 Con gran valor, no ha faltado quien
se atreva a mostrar cómo los narcotraficantes logran arraigar en
pequeñas ciudades y establecer sus redes sociales, jugando con
las ambigüedades de la moral ranchera.8 La idea de que existen
grandes cárteles del narcotráfico estructurados de manera vertical
—como si se tratara de aparatos estatales eficientes— que no
guardan ninguna relación con la “sociedad civil” a la que aterrorizan
es imposible de defender tras la lectura estas investigaciones
antropológicas.

Sin embargo, a pesar de sus indudables virtudes potenciales,


la antropología se ha extraviado demasiado a menudo en
búsquedas fútiles, en planteamientos teóricos insostenibles, en
modas intelectuales frívolas y en una militancia política panfletaria.
Desde sus orígenes, muchos antropólogos erraron el rumbo
proponiéndose imitar a las ciencias naturales decimonónicas, de
las que —para colmo— tenían a menudo una visión muy pobre y
simplista. Así, muchos se propusieron descubrir las leyes sociales
que regían el comportamiento de todos los seres humanos,
independientemente del lugar y del tiempo en que viviesen. Otros
quisieron poner al descubierto las etapas por las que todas las
sociedades tenían que atravesar en su “evolución” histórica. Otros
más pretenden dar a conocer los invariantes de la “naturaleza
humana” o las limitadas reglas combinatorias de todos los sistemas
3
de parentesco o de todos los relatos mitológicos, reducidos tanto
los unos como los otros a una serie de rasgos discretos, fácilmente
clasificables.

También es común la fascinación por encontrar el sentido


oculto de muchas prácticas festivas y religiosas tradicionales al
margen de la interpretación que les dan los propios participantes,
como si pudiesen haber significados objetivos, intemporales, como
si esos significados pudiesen existir fuera de todo contexto,
independientemente de un código compartido por alguna
colectividad, código que inevitablemente se transforma a lo largo
del tiempo y del espacio. La antropología tampoco ha escapado de
la ilusión de querer encontrar la explicación de todos los fenómenos
sociales a partir de algún concepto clave, del cual obviamente
nunca logra dar una definición clara y precisa. Así, en sus orígenes,
la antropología, muy a menudo, cayó en la tentación de explicar
todos los fenómenos sociales por la cultura (concepto que a su vez
abarcaba la totalidad de lo social). Ahora, sin abandonar por
completo la reificación de la cultura —piénsese, por ejemplo, lo
común que es achacar todos los males de nuestro país a su
“cultura política”—, el concepto de poder —omnipresente en todos
los ámbitos de la vida en sociedad— ha venido ahora a convertirse
en la panacea de las ciencias sociales. Habría que aprender a
desconfiar de todo concepto que pretenda tener una aplicación
universal, dado que su función debería ser la de ayudarnos a
distinguir con precisión fenómenos en apariencia similares en vez
de subsumir todo lo existente en categorías tan amplias que
terminan por perder todo significado. Cuando un concepto lo
explica todo, es que ha dejado de explicar cosa alguna.

Finalmente, el estudio de las identidades se ha constituido en


el nuevo objeto de fascinación para muchos antropólogos. Así, a
pesar de que desde hace décadas destacados investigadores

4
señalaron que las identidades sociales eran múltiples, cambiantes
y contextuales, se les sigue tratando en muchas ocasiones como
si fueran cosas fácilmente delimitables y aprehensibles, cuando no
se les termina por identificar implícitamente con la cultura o con la
lengua. Esto ha sido en gran medida consecuencia de no querer
distinguir la investigación del activismo político a favor de ciertos
grupos sociales desfavorecidos. El resultado ha sido la
proliferación de textos carentes de todo rigor, que no sólo no
permiten comprender en su complejidad los problemas que
enfrentan los grupos estudiados, sino que, lógicamente, tampoco
pueden contribuir a resolver sus problemas y se limitan a alimentar
la buena conciencia de los investigadores.

Un efecto de estos lamentables desvaríos es la multiplicación


de obras antropológicas en donde los “marcos teóricos”, poco
originales y reiterativos, repletos de afirmaciones abstractas y
obtusas, ocupan un lugar desproporcionado, dejando arrinconada
en la segunda parte del libro o del artículo una etnografía pobre y
superficial, que además rara vez guarda una relación orgánica con
las consideraciones generales iniciales.

En la paradójica situación por la que atraviesa la antropología


—desgarrada entre sus riquísimas posibilidades y sus desvaríos
teóricos—, el pequeño libro del antropólogo francés Alban
Bensa, Después de Lévi-Strauss. Por una antropología de escala
humana,9constituye una bocanada de aire fresco. En efecto,
tenemos aquí el caso de un antropólogo consumado (lleva más de
cuatro décadas estudiando una pequeña región de Nueva
Caledonia para lo cual aprendió una de las 28 lenguas canacas),
que se comprometió decididamente en contra de las políticas
colonialistas francesas que imperaban en aquel “territorio de
ultramar”, llegando a ser muy cercano al líder independentista
Jean-Marie Tjibaou, y que procede a defender de manera

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sistemática y con claros y contundentes argumentos filosóficos —
que no teóricos— la práctica de una etnografía de larga duración,
erudita, paciente y rigurosa, atenta a los detalles de la vida
cotidiana, como la única vía fructífera de su disciplina social, en
contra de la escuela estructuralista dominante en Francia.

El punto de partida de Alban Bensa es que las personas no


son entes pasivos determinados por su cultura, sino que son
sujetos activos que persiguen fines concretos (a menudo
contradictorios entre sí), que experimentan medios distintos para
alcanzarlos, que buscan el reconocimiento social, que dudan y
reflexionan críticamente sobre sus errores y aciertos. Por ello, el
trabajo esencial del antropólogo debe ser el de describir y el de
esforzarse por comprender las acciones concretas de los sujetos
estudiados: ¿cómo interpretan su situación?, ¿qué objetivos se han
propuesto?, ¿qué estrategias utilizan para lograr sus fines?

Pero esta insistencia en lo local y en lo concreto no lleva a


Alban Bensa a desligar lo que sucede en las comunidades
estudiadas de las realidades regionales, nacionales o mundiales,
menos aún de los hechos del pasado, ya que ninguna acción
humana es comprensible fuera de su contexto social e histórico.

Un aspecto clave del método defendido por Alban Bensa


radica en que para poder darle sentido a las acciones de las
personas es indispensable partir de la manera en que éstas las
interpretan o, en ocasiones, las malinterpretan. Esto supone que el
antropólogo no puede dedicarse a analizar los fenómenos
observados en la soledad de su cubículo a partir de las
lucubraciones teóricas de sus colegas, colocándose en una
posición de superioridad con respecto a sus informantes, pensando
que él es el único capaz de develar el sentido oculto de las acciones
6
registradas, sentido que escaparía a sus propios artífices. Por el
contrario, la obligación del antropólogo es la de reflexionar junto
con sus informantes, comprender cómo construyen sus propias
interpretaciones y elaboran sus propios relatos de los hechos
presentes y pasados. Esto supone en la práctica dejar que sus
mejores informantes se conviertan en coautores de la obra
antropológica. Para ello, es necesario que se construya entre el
académico y sus colaboradores locales una relación de confianza
y de mutua comprensión con respecto a los objetivos perseguidos
y a las exigencias de rigor y precisión indispensables en toda obra
científica.

Este trabajo compartido pone en evidencia las capacidades


intrínsecas de los propios actores de tomar distancia crítica con
respecto al mundo en el que se han formado y en el que se
desenvuelven. Al mismo tiempo, el esfuerzo por comprender las
razones de los otros conduce, si se acepta correr ese riesgo, a
sacar a luz las contradicciones entre sistemas de valores diferentes
y, por ende, a poner en duda las certezas, los hábitos y las normas
de comportamiento del antropólogo. Estas investigaciones, que
inevitablemente trastornan tanto a la comunidad estudiada como al
investigador, muestran claramente que no existen culturas
discretas encerradas sobre sí mismas, sino que en su lugar
aparecen prácticas culturales cambiantes, híbridas, abiertas a
influencias externas, que no logran constituir un sistema lógico,
total y autosuficiente, sino que se despliegan formando retazos
parciales de coherencia. Aquello que muchos antropólogos
denominan “cultura” —concepto al que recurren como explicación
en última instancia— no es otra cosa sino lo que los investigadores
no han logrado comprender de los otros por falta de un trabajo de
campo más profundo, más minucioso y más sistemático, como bien
señala Alban Bensa, retomando las enseñanzas de su amigo y
colega Jean Bazin.
7
Por estas razones, el antropólogo francés es un gran defensor
del trabajo de campo intensivo de larga duración —hablamos de
décadas, no de años—, de la lenta y paciente construcción de una
sólida erudición —que es la única forma en que es posible
comprender un mundo en el que no se ha crecido y de interpretar
con un mínimo de confiabilidad las acciones de los otros—.
Lógicamente, Alban Bensa es también partidario de lo que él
denomina una “conceptualización baja”, es decir, de la elaboración
de conceptos que permitan, no elaborar grandes teorías abstractas
que ofrezcan explicaciones generales a fenómenos particulares,
sino que hagan posible comparar descripciones detalladas de
distintas realidades para distinguir sus especificidades —lo que
supone al mismo tiempo señalar lo que tienen en común.

Nada de lo reseñado aquí es ajeno a la mejor tradición


antropológica mexicana que siempre mantuvo un diálogo fructífero
con la historia, que se pensó como la mejor forma de abordar los
grandes problemas nacionales, que se propuso influir en la opinión
pública y en las políticas del Estado y que promovió el trabajo de
campo participante, intensivo y prolongado como su más valiosa y
específica aportación a las disciplinas sociales. Sin embargo, esta
tradición se ha preocupado poco por construir una defensa
sistemática, basada en una rigurosa reflexión epistemológica, de
sus métodos y propósitos.

Ahora que las frívolas modas académicas llegadas de Estados


Unidos y su verborrea teórica se esfuerzan por desprestigiar tanto
las investigaciones de campo empíricas, sistemáticas, profundas y
rigurosas, como la lenta construcción de una erudición local y
regional, el libro de Alban Bensa, Después de Lévi-Strauss, debería
incitarnos a explicitar de manera sistemática las bases filosóficas
de la investigación empírica, de la etnografía y de la narración
histórica para mostrar que no se trata de formas ingenuas de

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investigación social, que rehuyen de la “teoría” por pereza o
ignorancia, sino por el contrario, que se han erigido sobre una
conciencia clara de su especificidad ante las ciencias naturales,
dada la capacidad creativa y simbolizadora de los seres humanos.
Sólo así podremos revalorar la importancia de estudiar los
fenómenos sociales a un nivel micro para empezar a poner en duda
las explicaciones simplistas que nos ofrecen todos los días los
políticos, los medios masivos de comunicación y los comentaristas
todólogos.

Juan Pedro Viqueira, Profesor-investigador del Centro de


Estudios Históricos de El Colegio de México.

1 Véase, por ejemplo, A. de Lomnitz, Larissa, Cómo sobreviven


los marginados, Siglo XXI, México, 1975; y Alcalá, Graciela, “La
ayuda mutua en las comunidades de pescadores artesanales de
México”, Anales de Antropología, 29: 1, 1992, pp. 179-203. Estos
textos, y los que mencionaremos a continuación, no pretenden ser
representativos de lo mejor de la producción de la antropología en
México. Se trata tan sólo de algunos trabajos que me ha tocado
leer por razones profesionales o personales y que permiten ilustrar
los argumentos que aquí desarrollo.

2 Entre los muchos trabajos antropológicos de este tipo,


menciono aquí el de López Castro, Gustavo, La casa dividida. Un
estudio de caso sobre la migración a Estados Unidos en un pueblo
michoacano, El Colegio de Michoacán/ Asociación Mexicana de
Población, Zamora (Michoacán), 1986.

9
3 Un buen ejemplo de estas investigaciones lo constituye Rus,
Jan, “La Comunidad Revolucionaria Institucional: La subversión del
gobierno indígena en los Altos de Chiapas, 1936-1968”, Chiapas:
Los rumbos de otra historia, edición de J. P. Viqueira y M. H. Ruz,
Universidad Nacional Autónoma de México/Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social/Centro de Estudios Mexicanos y
Centroamericanos/Universidad de Guadalajara, México, 1995, pp.
251-277.

4 Estrada Saavedra, Marco, La comunidad armada rebelde y el


EZLN. Un estudio histórico y sociológico sobre las bases de apoyo
zapatistas en las cañadas tojolabales de la Selva Lacandona (1930-2005),
El Colegio de México, México, 2007.

5 Aunque se refiere a un pueblo indígena de Guatemala, el


artículo de Stoll, David, “¿De la migración por mejores salarios a la
migración para pagar deudas? Crédito fácil, fracaso en el Norte y
desalojos en una economía burbuja del Altiplano de
Guatemala”, Estudios Sociológicos, 85, 2001, pp. 159-187, me
parece un muy buen ejemplo de las posibilidades de este tipo de
investigaciones.

6 Pienso por ejemplo en las investigaciones que está


desarrollando Johana Parra para su tesis doctoral en la École des
Hautes Études en Sciences Sociales bajo la dirección de Gilles
Bataillon. Un primer avance de esta tesis puede leerse en Parra,
Johana, “El Business: un sistema social mexicano. Sociología
económica y política del mercado textil y de ropa en el Centro
Histórico de ciudad de México”, Revista Tempo Social, 22 (Fonteiras
do legal e ilegal: ilegalismos em sete cidades latinoamericanas),
segundo semestre de 2010.

10
7 Este es un campo de estudios en el que los investigadores
del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en
Antropología Social se han destacado particularmente. Cito aquí,
como un ejemplo entre otros, Rivera Farfán, Carolina, Dinámica del
crecimiento evangélico en Chiapas. El caso del valle de Pujiltic, tesis de
doctorado en antropología, Universidad Nacional Autónoma de
México, 2003.

8 Mendoza, Natalia, Conversaciones del desierto: Cultura, moral y


tráfico de drogas, Centro de Investigación y Docencia Económicas,
México, 2008.

9Fondo de Cultura Económica (Colección Umbrales), México,


2015, 145 pp.

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